La terraza - Beatriz Guido - E-Book

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Beatriz Guido

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"Insólitos y siniestros, atrapantes y melodramáticos, estremecedores y crueles, los cuentos de Beatriz Guido condensan su mirada sobre una realidad rugosa, llena de pliegues, que muestra un cariz inverosímil y, a la vez, crudo, como si se echara sobre ella una luz develadora. Cualquiera sea la obra que leamos que lleve su firma, sabemos que todo lo malo que pueda ocurrir sucederá en su peor versión posible. El desenlace siempre se produce de manera inesperada, aun cuando ya esté anunciado. Así debe entenderse el concepto de realidad de las ficciones de Guido, y en particular de sus cuentos: es aquello que ocurre, como quiera que sea, de manera contundente, sin que haga falta provocarlo, desearlo, ni sea posible rechazarlo. Escribir, inventar, fabular, mentir, y también leer, es poner la mano en la trampa o caer en la cornisa. Quedar atrapado en una historia, flotar en el aire apenas sostenido por una saliente del edificio: este es el pacto que Beatriz Guido propone en sus cuentos. El lector comprobará que no se trata de actividades desprovistas de riesgos" (Valeria Castelló-Joubert).

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Beatriz Guido

La terraza

Cuentos

Selección y prólogo de Valeria Castelló-Joubert

 

Insólitos y siniestros, atrapantes y melodramáticos, estremecedores y crueles, los cuentos de Beatriz Guido condensan su mirada sobre una realidad rugosa, llena de pliegues, que muestra un cariz inverosímil y, a la vez, crudo, como si se echara sobre ella una luz develadora.

Cualquiera sea la obra que leamos que lleve su firma, sabemos que todo lo malo que pueda ocurrir sucederá en su peor versión posible. El desenlace siempre se produce de manera inesperada, aun cuando ya esté anunciado. Así debe entenderse el concepto de realidad de las ficciones de Guido, y en particular de sus cuentos: es aquello que ocurre, como quiera que sea, de manera contundente, sin que haga falta provocarlo, desearlo, ni sea posible rechazarlo.

Escribir, inventar, fabular, mentir, y también leer, es poner la mano en la trampa o caer en la cornisa. Quedar atrapado en una historia, flotar en el aire apenas sostenido por una saliente del edificio: este es el pacto que Beatriz Guido propone en sus cuentos. El lector comprobará que no se trata de actividades desprovistas de riesgos.

 

VALERIA CASTELLÓ-JOUBERT

BEATRIZ GUIDO (Rosario, Santa Fe, 1922 - Madrid, 1988)

Fue escritora y guionista. Miembro de la Generación del 55, fue una de las autoras más leídas de su época. Entre 1957 y 1984 fue guionista de decenas de películas, varias de ellas a partir de sus propias novelas y cuentos, como: Fin de fiesta (1959), La caída (1959), Piel de verano (1961), La terraza (1963), Paula cautiva (1963), Piedra libre (1976), entre otras. La mayoría fue dirigida por su pareja, el cineasta argentino Leopoldo Torre Nilsson, junto con quien obtuvo el premio especial de la crítica del Festival de Cannes por La mano en la trampa (1961). Recibió numerosos reconocimientos, como el Premio Emecé (1954), el Premio Nacional de Literatura (1983), y el Diploma al Mérito en Novela de la Fundación Konex (1984).

En 1984 fue designada agregada cultural en la Embajada Argentina en España. Entre su vasta obra, traducida a varios idiomas, se cuentan las novelas La casa del ángel (1954), La caída (1956), El incendio y las vísperas (1964) y La invitación (1979); los libros de cuentos La mano en la trampa (1961), Piedra libre (1976) y Todos los cuentos el cuento (1979), y piezas teatrales como Esperando a los Castro (1957) e Y murieron en la hoguera (1962).

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre la autoraPrólogoDesalojoLa huelgaCine mudoEl coche fúnebre entró en la casa de enfrenteEl secuestradorLa mano en la trampaPiel de veranoEntreactoEl cometaEl remateDiez vueltas a la manzanaEl niño en el arcoFedericoEl ojo único de la ballenaLa terrazaAgustina o el infortunioLa representaciónOcupaciónPiedra libreEl boboUsurpaciónChocolates UberallenCréditos

Prólogo

INSÓLITOS Y SINIESTROS, atrapantes y melodramáticos, estremecedores y crueles, los cuentos de Beatriz Guido condensan su mirada sobre una realidad rugosa, llena de pliegues.

Guido maneja un registro de lo extraño único en la narrativa argentina. Desde sus primeras ficciones metafísico-existencialistas de Regreso a los hilos, de 1947, hasta Todos los cuentos, el cuento, su último libro de relatos, publicado en 1979, la realidad muestra un cariz inverosímil y, a la vez, crudo, como si se echara sobre ella una luz develadora. Así, se derriba toda tentativa que el lector ensaye por creer que el desenlace no será aquel que, ineluctable, se perfila ya en el encadenamiento de las acciones. Sin miramientos, autocomplacencia ni compasión, Guido es transgresora en el sentido de que no atiende a razones de corrección moral ni política.

Cualquiera sea la obra que leamos que lleve su firma, sabemos que todo lo malo que pueda ocurrir sucederá en su peor versión posible. La clave reside en la distancia que la voz que narra, ya en primera persona, ya en tercera, mantiene con la acción, porque propicia una vacilación allí donde no hay resto para entender otra cosa que lo efectivamente acaecido. El desenlace siempre se produce de manera inesperada, aun cuando ya esté anunciado. Así debe entenderse el concepto de realidad que se deriva de las ficciones de Guido, y en particular de sus cuentos: es aquello que ocurre, como quiera que sea, de manera contundente, sin que haga falta provocarlo, desearlo, ni sea posible rechazarlo. Al mismo tiempo, su realismo no es ecuánime, no pretende sostener una idea de realidad social lisa y pareja; es un realismo de su clase, la burguesía.

Hay algo poderosamente honesto en la posición de Guido respecto del compromiso del intelectual, en boga hasta su banalización misma en los años sesenta. A falta de escritura propiamente teórica, da un sinfín de entrevistas a lo largo de las cuales expone con rigor y coherencia sus ideas acerca de la literatura, de su obra y de sí misma. En un diálogo que mantiene en París, en 1967, con el crítico literario uruguayo Emir Rodríguez Monegal, Guido se demora especialmente en este tema central en la escena del boom argentino y latinoamericano: “Creo que el novelista que toma partido en sus novelas hace novelas fracasadas”. Y, más adelante, agrega: “Es cierto que con la novela me impongo un compromiso”.

Esta situación no le incumbe de manera exclusiva: “Es muy difícil que el escritor latinoamericano viva al margen de todo compromiso ideológico y político”. Guido identifica este compromiso con la escritura de Fin de fiesta (1958) y El incendio y las vísperas (1964), serie que se cierra en 1970 con Escándalos y soledades: “Esa línea es fatal para mí ahora. Quiero decir: no me puedo escapar de ella”, concluye. El conflicto entre dos senderos por tomar en su escritura, que se le presentan como paralelos, o divergentes, es provisoriamente resuelto en el momento de encaminarse hacia uno u otro con cada obra en particular. Pero en su recorrido, cuando ya es posible mirar hacia atrás, las dos huellas aparecen con bastante claridad. A un lado, las novelas que, aun ficcionales, son susceptibles de ser leídas como un documento; al otro lado, el resto de su obra narrativa, en la cual el motivo político permanece a la sordina, porque el primer plano corresponde al mundo del deseo y la oscuridad.

Cinco años antes, en un reportaje que le hace en 1964 Vicente Battista para El Escarabajo de Oro, revista que dirige Abelardo Castillo y de la que es asidua colaboradora, declara: “Es necesario decidirse: escritor o político. Y yo soy un escritor, nada más”. Este “nada más” debe entenderse como una expresión perentoria, característica de Guido en sus intervenciones públicas, porque hay muchísimo más. Considerada, junto con Silvina Bullrich y Marta Lynch, “una best seller”, sus libros, en tiradas de hasta diez mil ejemplares, fueron éxitos de venta y contribuyeron al crecimiento de editoriales como Losada y Emecé. A menudo tuvo que defenderse por ser lo que había llegado a ser, una intelectual consagrada a la literatura, y que podía vivir de ella: “Un best seller no es solo el libro que leen los que nunca leen sino el que leen todos”, declara en una entrevista para la revista Mercado, en 1979.

Y notemos que dice “un escritor”, no “una escritora”. Según Guido, no es obligatorio ni necesario tener un sexo definido para escribir. La indefinición sexual le permite al escritor meterse en la piel de hombres y de mujeres por igual. “Me gusta sentir que cada uno de mis libros, si no tuviera mi nombre, nadie sabría si fue escrito por una mujer o un hombre. Esa bisexualidad, esa ambigüedad tan imprescindible en el arte. Ninguna obra es totalmente masculina ni femenina, salvo un libro de memorias o una mala literatura destinada a satisfacer a un sector. Creo haber logrado mi identidad de escritor”, explica.

Guido concitó el interés de un público que abarcaba tanto al lector especializado como al más popular. Las ventas se multiplicaban con las versiones cinematográficas que hacía de sus novelas y sus cuentos Leopoldo Torre Nilsson, su marido, aunque no en los papeles —jamás pasaron por el registro civil—. Su colaboración artística fue una de las más virtuosas del siglo XX en Argentina.

Nacida en Rosario el 13 de diciembre de 1922, Beatriz Guido creció en una familia en la que arte, política y espectáculo confluían a través de la animada vida profesional y social que llevaban su madre, Bertha Eirin, actriz uruguaya, y su padre, Ángel Guido, arquitecto y urbanista, creador del Monumento a la Bandera. Su casa era lugar de encuentro y Guido, desde muy pequeña, entró en contacto con personalidades destacadas, tales como Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas y Gabriela Mistral. Para su padre, estas frecuentaciones formaban parte de la educación de su hija mayor, en quien él muy rápidamente vislumbró una inteligencia y una fantasía aplicables tanto a la filosofía como a la literatura. Así se fue forjando en Guido, desde su infancia, un carácter de pensamiento libre y una capacidad de expresión que la ponían a la par de los notables adultos que visitaban a su familia. La lectura, desde su más temprana edad, acaparó su atención.

En la adolescencia y en los años de su primera juventud, a la par de la filosofía existencialista, Guido devoraba con avidez los casos policiales del diario Crítica. Fue enviada por su padre a París y a Roma a hacer estudios universitarios; fue también él quien la impulsó a publicar en edición de autor su primer libro. Hacia sus veinte años, no cabía duda alguna: sería escritora, se dedicaría a la literatura. Desde entonces, y hasta su muerte en Madrid, tras un derrame cerebral, el 29 de febrero de 1988, publicaría 12 novelas y nouvelles, dos obras de teatro y más de cuarenta cuentos. Fue traducida a varios idiomas: inglés, francés, italiano, alemán, neerlandés, e incluso al polaco, al checo y al rumano. Apasionados es el libro que le vale el Premio Nacional de Literatura en 1983, con el cual se reconoce, también, su trayectoria literaria.

Tan pronto como en la segunda mitad de la década del cincuenta, después del éxito de su novela La casa del ángel, de 1954, que le vale el premio de la editorial Emecé, Beatriz Guido figura como miembro de la Generación del 55 o “Nueva promoción”, como la llama Noé Jitrik, con Alberto Rodríguez (h), Antonio di Benedetto, H. A. Murena, Juan José Manauta y David Viñas. Esta adscripción supone dos rasgos distintivos: el antiperonismo y la relación conflictiva con escritores como Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada y Jorge Luis Borges, entre otros. En una entrevista de 1966, Guido, entonces autora consagrada, sostiene que se trata de una generación endeble, que se abstuvo durante el peronismo, y que recién comenzó a publicar poco antes de la caída de Perón. Por eso, considera que todo intento de acercamiento al peronismo sería una concesión deshonesta para ellos en su condición de intelectuales.

Esta distancia nunca será franqueada: tendrá el costo de un cierto desprecio por su obra, evidenciado en el silencio que se produjo en los años ulteriores a su muerte, décadas durante las cuales se podía temer que cayera en el más completo olvido. Sin embargo, la ganancia obtenida por pertenecer a una generación intermedia y débil habrá resultado productiva para su escritura. El conflicto generacional se asienta en el seno de la obra de Guido de manera sumamente fecunda, bajo la forma de una relación afectiva con un pasado que lastima y del que, al mismo tiempo, es difícil desprenderse sin heridas.

La disputa entre generaciones y el “desequilibrio de clases”, según la expresión del narrador de “La huelga”, cuento de su segundo libro, Estar en el mundo, de 1950, son las dos matrices que disponen el orden de las relaciones personales, tanto en la intimidad como en la vida pública, en el universo de los relatos de Guido. Hijos e hijas, padres y madres, abuelos y abuelas: las edades de la vida, como en una alegoría barroca, desfilan por las ficciones de Guido en pie de lucha unas contra otras, con una fuerza despiadada que se mueve con el resorte del odio y de la ansiedad por la propia subsistencia. Los enfrentamientos revelan un malestar de carácter tanto existencial como social. Este se pone de manifiesto, también, gracias al elenco de criadas, sirvientas, gobernantas, obreros, capataces, empleados, que pugnan por revertir su lugar y ocupar el del amo. Así, el movimiento se vuelve incesante, y las armas para conquistar el espacio del otro abarcan todo el espectro desde el amor, la seducción y el sexo, hasta la destrucción, la violación y la muerte.

No hay almas puras: un pecado original parece marcar a los personajes de los cuentos de Guido. Todos esconden deseos oscuros y, para realizarlos, están dispuestos al engaño y la trampa, mediante emboscadas de salón y de lecho. Hiperbólicos, frecuentan los extremos absolutos de la atracción y el rechazo, el apego y la repugnancia. En palabras de Adolfo Bioy Casares, en su reseña de La caída, novela que aparece en 1956, y que Guido incluye dentro del universo de sus relatos, sus personajes son “creíbles, inexplicables y cautivantes como la vida misma”. La aristocracia y la alta burguesía venidas a menos necesitan mezclarse con los estamentos inferiores y asegurarse así la supervivencia de clase, aunque desprovistas en algunos casos de los bienes materiales que le dan verdadero sustento a su posición. Ardides, disfraces y simulaciones les permiten a unos resistir y a otros satisfacer su ambición de ascenso social.

Guido se vale de elementos del melodrama, con los que tiñe la atmósfera afectiva de sus cuentos. No menos importante es el recurso del gótico, que se fusiona con el acento melodramático para contraponer la crueldad a lo edulcorado. La transgresión, sin embargo, no lleva a la revolución, sino a una lenta decadencia: “Mis libros —dice— son testimonio de la caída de la oligarquía rioplatense”.

Bajo el título ¿Quién le teme a mis temas?, editado por Fraterna en 1977, que parodia el de la pieza de teatro de Edward Albee, ¿Quién teme a Virginia Woolf?, llevada al cine por Mike Nichols con Elizabeth Taylor y Richard Burton como protagonistas, Guido establece un índice temático dentro del cual organiza su obra a modo de recopilación, junto con correspondencia, comentarios, críticas y reseñas. Se trata de un libro peculiar, muy personal, una especie de collage que funciona como el registro que llevó, durante años, de la repercusión de sus publicaciones. Tiene en sí el valor de una antología con la cual la autora celebra tres décadas ininterrumpidas de carrera literaria.

¿Cuáles son los temas tan temidos con los que Guido desafía al lector? Después de un “Prólogo” y un “Preludio”, se listan 16 entradas: “Los niños”, “Los adolescentes”, “Los padres”, “Los hermanos”, “Los sirvientes”, “La felicidad”, “El amor”, “Las frustraciones”, “Las violaciones”, “Los temores”, “No fornicar”, “Las muertes”, “La fantasía”, “La religión”, “La Argentina”, “Otra vez el amor”. A cada tema del índice le corresponden fragmentos de novelas y cuentos, en algunos casos, completos. Al no distinguir los géneros, lo que Guido destaca es el tema como principio de escritura. Su importancia indica un determinado objetivo que suele reconocerse dentro de las poéticas del realismo, donde el escritor se propone comunicarle algo al lector, señalarle una porción de la realidad que comparten, para llamar su atención sobre un aspecto en especial.

La cualidad de lo real que los cuentos de Guido ponen de relieve corresponde al universo de lo curioso, lo extraño, lo inquietante, lo bizarro. La misma Guido confiesa ser “truculenta”, es decir, experimentar un cierto morbo por lo cruel y lo atroz. Lo truculento es la atmósfera por excelencia en la cual se desarrollan las intrigas de sus cuentos. Este es su “mundo fantasmal”, el que responde a su inclinación fabuladora y que no tiene relación directa con lo que Guido considera “literatura comprometida”, donde el oficio de escribir está, como un deber, por encima de todas las cosas, en oposición a un deseo irreprimible de escribir, que se vuelve patente en sus cuentos. Es en estos donde el deseo —de sexo, de escritura— alcanza su quintaesencia, a veces hasta la asfixia, a través del tópico gótico del enclaustramiento en el espacio familiar. Leer un cuento de Guido es someterse a una amenaza latente que se manifiesta en el desenlace.

A la vez que mantiene formalmente la diferencia entre los géneros, sin afán de experimentar ni de producir hibridaciones, Guido pasa por la novela, el cuento y el guion con desenvoltura, conquista de su intrepidez, que no es falta de reflexión, sino el arrojo necesario para hacer penetrar su mirada en el secreto recóndito del pudor perdido, la vergüenza oculta, el interés egoísta, y otras tantas pasiones burguesas. Es el deseo de narrar el que la mueve desde muy joven a escribir y reescribir sus historias bajo diversas formas, modificándolas. La trasposición de la novela al guion es acaso la más previsible, mientras que aquella que realiza de los cuentos a su versión fílmica consiste en movimientos ya de expansión, ya de contracción, en los que la reelaboración puede ser prácticamente total. Por eso, si bien para Guido el género mayor es el de la novela, el cuento se presenta como la forma más plástica para satisfacer su pulsión de escritura.

En la obra de Guido, el cuento es proteico: cambia de extensión, cambia de título, cambia de trama, cambia de libro, como si, a diferencia de la novela, no constituyera una forma cerrada, sino en permanente devenir, susceptible siempre de ser reescrito, o bien, vuelto a publicar, releído dentro de un nuevo contexto. “La mano en la trampa”, que Guido considera posiblemente su mejor cuento, porque es su obra “más biográfica, la que más dolor y alegrías me ha producido”, fue publicado por primera vez, en su versión breve, por la revista Ficción, núm. 24-25, en 1959. Dos años más tarde, aparece en su versión extensa en el libro de cuentos de Losada al que le da título. La película de Torre Nilsson, en cuyo guion colaboró Guido, es también de 1961. El relato, en su versión extensa, forma parte del volumen de 1979 que lleva el cortazariano nombre de Todos los cuentos, el cuento, como un homenaje al autor de Todos los fuegos, el fuego, que Guido tanto admira.

Otro de los relatos que atraviesan su obra es “La representación”, de 1962. Junto con “Ocupación”, explica Guido, es la pintura social de la conciencia de una decadencia. En 1963, se estrena Paula cautiva, con guion de Guido y Fernando Ayala, director de la película; la trama se conserva, pero su desarrollo es distinto. “La representación” integra, en 1971, El ojo único de la ballena; en 1973, Los insomnes; en 1976, Piedra libre. Es incluido también en ¿Quién le teme a mis temas? y, por último, en Todos los cuentos, el cuento, siempre con el mismo título. Sin embargo, se lo conoce asimismo con el nombre de la película: cuento y guion son para Guido dos modos diferidos, pero estrechamente ligados, que participan en igual medida del proceso de contar y de crear imágenes.

Para el novelista, cree Guido, el cine constituye una tentación diabólica. “Sé lo terrible y espantoso que es para un escritor hacer un libreto cinematográfico. Son dos lenguajes tan distintos que casi siempre el libretista termina por matar al escritor”, a causa de “una especie de síntesis que indudablemente lo va a limitar siempre”, confiesa en su entrevista con Rodríguez Monegal. “La terraza”, cuento que le da título a la antología que presentamos aquí, en su primera publicación de 1962 en la revista Leoplán, se llama “Fuera de juego”. Torre Nilsson lo cambia en su versión cinematográfica, estrenada al año siguiente. En adelante, cuando Guido vuelva a darlo a la imprenta, figurará en los índices como “La terraza”: en El ojo de la ballena (Merlín, 1971), en Piedra libre, y en Todos los cuentos, el cuento. Y es que sus relatos solían aparecer en revistas y diarios, como es el caso, además de los mencionados, de “Cine mudo” y “El coche fúnebre entró en la casa de enfrente”, publicados en Sur en su número de septiembre y octubre de 1953; “Diez vueltas a la manzana”, en Marcha, el 31 de diciembre de 1959; “Chocolates Uberallen”, en el suplemento La Opinión Cultural, el 26 de marzo de 1978.

Como en un punto de fuga del deseo, buena parte de sus personajes son los que cuentan la historia: escriben, leen y reflexionan sobre el lenguaje y los recursos para narrar. También se avergüenzan ante el uso de determinadas palabras; otras les parecen indigentes para expresar la realidad. Escribir está para ellos asociado a la tarea de dar cuenta y de documentar un hecho, pero también constituye el exutorio de una necesidad casi física de narrar. La reflexión sobre la escritura se despliega junto con las experiencias sexuales. Con la escritura se rompe un tabú, se transgrede, se pasa un límite; se nombra con palabras que dan vergüenza o son insuficientes. A veces el lector participa del esfuerzo por nombrar y contar, en un presente del relato que se despliega a medida que avanza en la intriga.

Escribir, inventar, fabular, mentir, y también leer, es poner la mano en la trampa o caer en la cornisa. Quedar atrapado en una historia, flotar en el aire apenas sostenido por una saliente del edificio: este es el pacto que Beatriz Guido propone en sus cuentos. El lector comprobará a continuación que no se trata de actividades desprovistas de riesgos.

 

VALERIA CASTELLÓ-JOUBERT

Buenos Aires, 18 de marzo de 2023

Desalojo

SOBRE LA MESA estaba la notificación. La habíamos visto todos: mis padres y mis hermanos. Girábamos alrededor de la mesa hablando de cosas diferentes. Sabíamos lo que esa papeleta significaba: esa misma tarde deberíamos dejar las paredes que entonces nos sostenían. No importa. Había que almorzar y preparar las cosas. Sí, prepararlas. Buscar otra garantía; lugar donde guarecernos esa noche. Me habían hablado del Ejército de Salvación…; pero éramos muchos.

Nos sentamos a la mesa. Nadie comentó que la papeleta estaba sobre una silla. La escarapela del Estado seguía sosteniéndola.

Mi hermano protestó porque la sopa estaba fría. Mi padre comenzó a jugar con un acertijo de cuentas. Era una pequeña caja con una rana de ojos sin pupilas. Las cuentas se ubicaban en su cuerpo y nunca se quedaban fijas en las órbitas.

Mis hermanos menores se reían de los gorriones destrozados sobre las cañas de pescar. Acababan de morir atravesados por la inocencia. Sentí deseos de llorar.

—¿Crees que podrás conseguir algo más seguro? —me dijo mi madre.

—¿Cómo pensar en casarte con lo que ganas?

—No lo sé… no lo sé… —repetí varias veces. Lo que menos pensaba entonces era en casarme. La papeleta estaba delante de mis ojos.

—¿Crees que se fundirá el periódico? —dijo mi padre.

—Todo es posible…

Hacía varios años que habitábamos aquella infecta casa. Allí habíamos pasado los inviernos de la niñez y de la adolescencia. La escarlatina y el sarampión. Y todas las convalecencias. Sin embargo, era feliz. Pensaba siempre que algún día mejoraría y volvería a corretear por los charcos de la calle y a ensuciarme de barro. Esperaba algo. El ahora tenía su tiempo detenido; ahora existía sin futuros.

Comimos como todos los días. Alguien se ofreció para ayudarnos en la mudanza. ¿La mudanza? ¡Singular mudanza!, pues no íbamos a ninguna parte. No nos preocupaba tampoco. Total, todo era igual. Otra casa, quizá. Volver a empezar y volver a enfermarnos como niños. No saldremos nunca de lo que somos. Siempre, después de un tiempo, habrá una papeleta sobre la mesa que nos desaloje. Tal vez me case. Todo es volver a empezar. No siempre pensé así. Hubo una época en que soñé ser escritor. Luego me emplearon en el periódico. Desde entonces estoy muy cansado para pensar. De noche me acuesto y jamás sueño. Estoy muy cansado. Tampoco siento hambre ni frío. Me da igual. Es extraño: todos somos iguales. Ahora, por ejemplo hoy, nos desalojan. No tenemos dónde ir y no nos preocupa. Estamos cansados de padecer. Eso es, cansados. Quizás nunca volvamos a sentir nada. Ni siquiera si ahora la papeleta desapareciera de la silla y no nos desalojaran. Siento en mí una pesadez tan grande, en mis manos, en la sangre y en mis ojos, que no es de hoy. Son varias generaciones. Cientos de desalojos. Millones de muertes y de niños desvelados de hambre. Me siento tan pesado que no puedo sufrir. Si me dijeran que debo matar al alguacil y al dueño de la casa, tampoco tendría fuerzas.

Mi hermana levantó la mesa, ordenó las cosas en su mismo sitio y después, cuando mi madre lo creyó conveniente, dijo:

—Creo que nos desalojan. Hay que terminar con esto…

Mi padre comenzó a lamentarse y preguntó cuántas horas tendríamos. La calle se preparaba. Veía a través de las ventanas el movimiento de sombras humanas. Nos espiaban sorprendidas. Lentamente acomodé los libros. Muchos. Mi hermano salió a contratar un carro. Amontonamos las cosas cerca de la puerta. No nos atrevíamos a abrirla.

El carro se instaló frente a la puerta como un coche fúnebre o un coche de novia. Y todos se arremolinaron en su torno. Estábamos cercados. Sentí deseos de gritar, de prenderme a las paredes o incendiarlas. Sin embargo, estaba en la calle con un inmenso fardo de ropas, colocándolo en el carro. Mis libros rodaron en el barro y me los sacó un hombre. Un hombre cualquiera. Oía las voces de los vecinos mientras atravesaba el extraño cortejo.

—¿Y adónde irán?

—Yo ya me lo veía venir. Deben a todo el mundo.

—¿Por qué no trabajará el viejo?

—Es demasiado viejo.

Y atravesamos las voces y nadie nos quiso ayudar. Solos hicimos el traslado. Mis hermanos seguían peleándose por las cañas que atravesaban un gorrión. Mi hermana se preocupó por la bailarina del almohadón y la muñeca de pollera de cisne y cabello pegado de porcelana. Ni siquiera dejamos polvo o papeles. Las cosas vinieron con nosotros. Los rastros, perdidos: ni huellas limpias dejaron la mesa y las sillas, los armarios y las lámparas. Solamente en las ventanas pestañearon los postigos, y los cuartos se comunicaron unos con otros por las puertas sin cerrar. Así, atravesados por el último haz de luz, quedamos afuera. El alguacil revisó la casa. Todo estaba en orden. Y lo mismo que un coche fúnebre, tuvo nuestro carro que partir. Como no cabíamos arriba, lo seguimos. ¿Adónde? A la Nada quizás. Si es que la Nada es algún lugar de la tierra. Alguien me alcanzó la papeleta. Se quedaron con la escarapela. ¡Ah!, me olvidaba: el diario había quebrado. No se lo dije a mi padre. Lo mismo da. Seguí y sigo caminando. Si solamente pudiera descansar, si mi angustia me diera tregua para pensar un solo instante, entonces tal vez me afiliaría a algún partido político. Ahora sigo caminando. No me han dado tiempo para pensar. Tengo veinte años.

La huelga

LA HUELGA había sido declarada a partir de las cero horas de hoy. Todos nos sentimos aliviados. Enviamos a Claret con un inmenso folio de peticiones para que lo entregara al comité patronal. Nosotros, los agitadores, lo habíamos decidido así.

Era una huelga extraña la nuestra. En nuestro ingenio —el mejor instalado de la región— los patrones creían que el hombre se domina como las bujías del segundo piso: teniéndolas constantemente aceitadas. La rebelión y los ideales que agitan nuestra época se detenían ante los sólidos portones de la fábrica y el corazón de los obreros, demasiado felices.

Teníamos un hospital de largos ventanales, campos de deportes, seguros de vida, de trabajo, de accidentes. También había un seguro de almas: nuestra iglesia. Ni hacinamientos ni torturas en nuestras casas, casi bellas. Era una fábrica distinta. Un demos regido por la tolerancia partidaria. Nuestras demandas eran de efecto inmediato. Ellos temían, con horror, los desequilibrios de clases. Protegían para protegerse. No pasaba semana sin que tuviéramos una conferencia ilustrativa sobre la amistad “patrono-obrero”.

 

SI TIENE UN PROBLEMA

CONSÚLTELO CON EL SEÑOR MORONELL

 

se leía en grandes carteles. Moronell era uno de los dueños. Pero lo más angustioso era un gran afiche sobre la destilería; un obrero herido era curado por una mano redonda y una cara lustrosa que representaba a uno de los señores Moronell. Otro: un funeral mísero, un cortejo fúnebre de cuatro o cinco personas y, entre ellas, los patrones llorando a gritos… ¡Qué desesperada propaganda para evitar el fantasma!

Y mucho habían conseguido. Los obreros se sintieron señores y la esencia de serlo diametró sus vidas. La gran distancia del ingenio a los centros humanos anulaba toda preocupación de extrafrontera. Y los patrones se encargaban de que solamente llegaran al ingenio los “monos” o páginas cómicas de los periódicos dominicales.

Así crecimos Claret, Picardo y yo. Somos hijos de obreros.

“Buenos días, señor Juan”, debíamos decir a la salida de la escuela. “Esta escuela la donó el señor Moronell…” “Dios bendiga al que donó esta iglesia.” Moronell… Moronell… Moronell… Moroneeeeeelllll. El patrón. Los buenos patrones. Los maravillosos patrones.

Así transité por mi infancia. La “O” de Moronell persiguiéndome por las calles, alargada en las pesadillas, débil y resfriada en las convalecencias. Mi infancia de obrero. El niño obrero desprendido de la unidad, la unidad del proletariado universal. Nosotros, los obreros más felices del mundo. Así crecimos Claret, Picardo y yo.

No sé por qué nuestros padres decidieron, terminada la adolescencia, enviarnos a estudiar a X. Ahora hubiera preferido no salir nunca del ingenio. Somos espantosamente desgraciados.

En X, nos recibieron los hombres. Supimos que los ingenios y las fábricas del mundo eran distintos a los nuestros. Que una guerra espantosa agitaba el mundo y que los hombres se agrupaban en distintas banderas de credos e ideales. La vida en tropel nos invadió los párpados y nos vimos las horas asomados a nosotros mismos, desesperados ante esa humanidad que desconocíamos. ¡Ah!, como habíamos vivido tantos años distantes del hombre, ahora el otro, ese ser que compartía nuestro cuarto, estaba deshecho de angustias… Y nada habíamos sabido de él.

Los novelistas rusos nos desgarraron. Dormíamos aliviando a Sacha Leguleff y “La vida del hombre” fue nuestro credo. La vida del hombre, de ese hombre que habíamos ignorado por tanto tiempo, fue nuestra existencia torturada y nueva. Sentimos la humanidad sin tiempo. Al hombre solo. Solo. Cinco años de angustias. Cinco años de la adolescencia más transida, transida del dolor humano por ser demasiado felices. Habíamos crecido separados del resto del hombre.

Cuando regresamos al ingenio traíamos en el alma el exilio de Ehrenburg, la epopeya de Maiakowski y un retrato de Lenin.

Las calles asfaltadas y sin barro sintieron nuestros pasos. Los portones se abrieron inconscientes de la fragilidad de sus cimientos técnicos. ¡Ah, ya verían estos hijos del pueblo, desprendidos y encerrados detrás del portón, escollera de los vientos del mundo!

Comenzamos a escondernos. No quisimos saludar a los Moronell y hablábamos en voz alta de reivindicación social y otras cosas que trajimos en las valijas. Discutimos con nuestros padres que decidieron enviarnos de nuevo a X. Los patrones no lo permitieron temiendo que nos convirtiéramos en ídolos ausentes. Pero la verdad era que no nos daban la menor importancia. Mientras tanto, Claret, Picardo y yo creábamos nuestro plan. Lo primero debía ser sacudir a los obreros y hablarles de lo que era la humanidad de extrafrontera. Debíamos incitarlos a la rebelión. Pero, ¿contra qué? Eso era lo más terrible. No teníamos nada de qué quejarnos. ¿Cómo hacerles entender a los obreros que los patrones no hacían otra cosa que protegerse? Y así, así, iban transcurriendo los días.

Sin esperarlo siquiera surgió el motivo. Belisario Cuesta, bebedor de profesión, hizo saltar una máquina e hirió a un obrero, en estado de ebriedad. Previa indemnización, fue despedido; pero, debemos decirlo: Belisario Cuesta estaba cansado del ingenio y hacía mucho tiempo que deseaba irse a Buenos Aires.

No nos dijimos nada, pero a Claret, a Picardo y a mí nos invadió una felicidad extraordinaria y por primera vez el pulso y la sangre marcharon con la vida. Belisario Cuesta no podía ser despedido. He aquí el motivo. Nuestras voces llenaron las plazas sin ámbitos. Y nuestros ojos dibujaban, sumando y repitiendo los pocos hombres curiosos que se reían de las sombras que construíamos. Obreros ahorcados balanceándose en los faroles de las esquinas. Burgueses patrones persiguiéndonos. Calles sin asfalto. Nuestras voces levantando un descampado sin formas, borrando la iglesia y el hospital. Les presentábamos la otra humanidad. Aquella que no estaba detenida en las categorías angélicas del ingenio.

Claret se ubicó en la plaza del norte y su voz se encontraba con la mía y con la de Picardo, cercando la ciudad. Nuestras voces, nuestras vidas, aherrojando por los cuatro vientos a los obreros felices.

¿Qué pedíamos? Belisario Cuesta era solo un nombre. Nosotros queríamos ¡huelga!… ¡huelga!… Queríamos sentirnos obreros. Dolernos en la angustia universal. Injusticia del hombre para con el hombre, detenida hábilmente en este ingenio del norte. Al principio nadie quiso oírnos. Sobre todo las mujeres. Les espanta todo lo que sea peligro, inestabilidad. Huelga, esa era nuestra bandera. Ser obreros, no accionistas de patrones. Agradecer por la escuela, la iglesia y el hospital en todas las edades del hombre. Morir con el llanto comprado de los Moronell.