La tierra desencantada - Richard Seymour - E-Book

La tierra desencantada E-Book

Richard Seymour

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"Una pesadilla estremecida, una zozobra planetaria y alucinada. Un despertar medioambiental que es asimismo un andar sonámbulo, un vacilante y tentativo deambular a caballo entre la historia y las ciencias de la Tierra, entre el psicoanálisis y la biología, entre el arte y la política. Este ensayo registra por escrito el despertar de la conciencia ecológica en un ignorante confeso. Rastrea el encantamiento inicial del autor, sus esfuerzos por asimilar la catástrofe que se avecina y por concebir una nueva sensibilidad global en la que de nuevo valoremos lo que importa de veras. «Aporta su característica mezcla de psicoanálisis y marxismo, erudición y curiosidad, pesimismo y asombro, intimidad y sublimidad para abordar la crisis ecológica». Andreas Malm «Combina las corrientes frías y cálidas del marxismo en un efecto brillante, encontrando belleza y esperanza en la horrible y desesperada situación a la que parecemos habernos condenado como especie ». Matthew Beaumont «Un alegato enérgico y apasionado a favor de la cordura climática. Un aullido de dolor y un grito de guerra». Cal Flyn «Este libro me ha puesto ansiosa, me ha provocado pesadillas y una terrible rabia. Es excelente. Se lo he recomendado a todo el mundo». Anouchka Grose «Uno de los pensadores más brillantes y líricos que escriben hoy en día». China Miéville «Incisivo. Verdaderamente radical». Fred Pearce"

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Akal / Pensamiento crítico / 111

Richard Seymour

La tierra desencantada

Reflexiones sobre ecosocialismo y barbarie

Traducción: Ana Useros Martín

Una pesadilla estremecida, una zozobra planetaria y alucinada. Un despertar medioambiental que es asimismo un andar sonámbulo, un vacilante y tentativo deambular a caballo entre la historia y las ciencias de la Tierra, entre el psicoanálisis y la biología, entre el arte y la política. Este ensayo registra por escrito el despertar de la conciencia ecológica en un ignorante confeso. Rastrea el encantamiento inicial del autor, sus esfuerzos por asimilar la catástrofe que se avecina y por concebir una nueva sensibilidad global en la que de nuevo valoremos lo que importa de veras.

«Aporta su característica mezcla de psicoanálisis y marxismo, erudición y curiosidad, pesimismo y asombro, intimidad y sublimidad para abordar la crisis ecológica».

Andreas Malm

«Combina las corrientes frías y cálidas del marxismo en un efecto brillante, encontrando belleza y esperanza en la horrible y desesperada situación a la que parecemos habernos condenado como especie».

Matthew Beaumont

«Un alegato enérgico y apasionado a favor de la cordura climática. Un aullido de dolor y un grito de guerra».

Cal Flyn

«Este libro me ha puesto ansiosa, me ha provocado pesadillas y una terrible rabia. Es excelente. Se lo he recomendado a todo el mundo».

Anouchka Grose

«Uno de los pensadores más brillantes y líricos que escriben hoy en día».

China Miéville

«Incisivo. Verdaderamente radical».

Fred Pearce

Richard Seymour es un escritor y comentarista político norirlandés, autor de numerosos libros sobre política, entre ellos Against Austerity: How We Can Fix the Crisis They Made y Corbyn: The Strange Rebirth of Radical Politics. Sus escritos aparecen en The New York Times, la London Review of Books, The Guardian, Prospect, Jacobin y en innumerables lugares, incluyendo su propio blog. Es editor de la revista Salvage. En Akal ha publicado The Twittering Machine (La máquina de trinar).

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Disenchanted Earth. Reflections on Ecosocialism and Barbarism

© Richard Seymour, 2022

© Ediciones Akal, S. A., 2024

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5526-6

En cada hombre hay posibilidades extrañas. El presente se preñaría con todos los futuros si el pasado no le proyectara ya una historia. Pero, desgraciadamente, un pasado único propone un único futuro, que se proyecta ante nosotros como un puente infinito sobre el espacio.

Solamente estamos seguros de que nunca haremos lo que somos incapaces de entender. Entender es sentirse capaz de hacer. ASUME TODA LA HUMANIDAD POSIBLE: que este sea tu lema.

André Gide, Les Nourritures terrestres

Introducción

Un mundo que ha envejecido

11 de junio de 2021

«El siglo XX. Ay, madre, el mundo es terrible, terriblemente viejo».

Tony Kushner, Angels in America

«No tengas miedo, dice Yeshua. Se puede arreglar mucho más de lo que imaginas».

Francis Spufford, Unapologetic

I

Como en esos desastres que a veces soñamos, las catástrofes se acumulan. Pensemos únicamente en unas pocas revelaciones de los últimos años.

Un estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences en 2017 advertía de la «aniquilación biológica», de que miles de millones de poblaciones de animales habían sido exterminadas desde 1900. En 2019, una investigación publicada por Biological Conservation documentaba la caída de la biomasa de insectos a un ritmo de un 2,5% al año: una tasa de extinción ocho veces más veloz que la de los mamíferos, aves o reptiles. Cuando los insectos desaparecen, muchos animales se mueren de hambre, lo que provoca efectos en cascada a lo largo de la cadena alimentaria; cada vez se polinizan menos plantas y cada vez se crea menos suelo fértil. En 2020, un informe de la ONU recopilado por 300 científicos advertía de que la erosión del suelo ponía en peligro la agricultura. Ya se han perdido 135.000 millones de toneladas de mantillo, que necesitarían miles de años para renovarse. En 2021, un estudio publicado en la revista de ciencias ambientales One Earth concluía que las especies de abejas se están extinguiendo, que un 25% de dichas especies había desaparecido entre 2006 y 2015, una amenaza inminente para la polinización y, por lo tanto, para el gusto humano por las frambuesas, las manzanas, las sandías, el cardamomo, el brécol, los albaricoques, el cilantro y la pera[1].

Lo que estas historias tienen en común es que ninguna de ellas produce unos efectos espectaculares –ni incendios en los bosques árticos, ni la desintegración y el desprendimiento repentino de las grandes masas de hielo, ni inundaciones ni plagas–, pero todas ellas, sin embargo, describen procesos que amenazan a los fundamentos mismos de la civilización humana. Nos traen noticias preocupantes sobre dependencias no reconocidas. La sensibilidad ecológica se ha cultivado en muchas ocasiones tocándonos la fibra sensible sobre la megafauna carismática, como el oso polar o la ballena franca glacial del Atlántico Norte, ambos animales a los que yo también adoro. Pero sin los insectos, sin esos bichos indeseables a los que aplastamos o echamos de nuestras cocinas, estaríamos todos muertos. No es que no conozcamos la enorme importancia histórica de las criaturas diminutas. Charles Darwin, al final de su vida, escribió un libro poco conocido titulado The Formation of Vegetable Mould Through the Action of Worms with Observations on Their Habits (1881), sobre los gusanos y el papel vital de su actividad escarbando y comiendo tierra, que proporcionaba así el sustrato de la vegetación. Escribía: «Se puede dudar de si hay animales que hayan jugado un papel más importante en la historia del mundo que estas criaturas de organización humilde». Sabemos todo esto desde hace tiempo. Es únicamente que, mientras que esos gráficos de palo de hockey que documentan el aumento del gasto de agua, los viajes cada vez más rápidos, el volumen de pesca cada vez mayor y la ampliación del terreno urbanizado nos parezcan una espectacular historia de éxito, preferimos no pensar en ello.

Quizá os preguntéis: «¿Quién es ese “nos”?». Ese «nos» pseudoinclusivo es uno de los tics más molestos del escritor varón medianamente culto. Hablar de un «nos» en este contexto es elidir inmensos abismos en nuestra relativa capacidad de acción. Por ejemplo, durante décadas, el gigante del combustible fósil Exxon ha estado reconociendo en privado la evidencia científica en aumento del calentamiento global a la vez que alimentaba el negacionismo en público. Su capacidad de actuar y su elección de implicarse en la negación[2] ha restado potencia a miles de millones de seres humanos que no pertenecen al consejo de administración de Exxon, muchos de los cuales estaban luchando para detener la apisonadora suicida. La investigación ha demostrado que solamente cien corporaciones son responsables del 71% de las emisiones de dióxido de carbono mundiales[3], un proceso sobre el que la amplia mayoría de la humanidad no tiene apenas nada que decir.

Incluso hablar en términos generales de que la civilización humana está en peligro es elidir la enorme diferencia entre la devastación ecológica que ha ocurrido en épocas anteriores, como el asesinato en masa de animales que llevó a cabo el Imperio romano, y el cataclismo en movimiento que no ha dejado de coger velocidad desde la Revolución industrial. La cuestión aquí es la civilización capitalista. El capitalismo, como lo expresa el historiador ecologista Jason W. Moore, es un «asunto mul­ties­pe­cie»[4]: produce cantidades enormes, garantizando una magnitud sin precedente de los beneficios, gracias en muy buena parte al trabajo gratuito de las especies polinizadoras y creadoras de mantillo, tanto como a la fuerza de trabajo humana. El capitalismo depende de apropiarse de ese trabajo como si fuera un «regalo», de la «barata naturaleza» y de externalizar los costes de la destrucción ecológica.

Y, aun así, en la medida en que apenas queda ninguna persona sobre el planeta que no trabaje para el capitalismo, que no adquiera mercancías y que no dependa de las elaboradas cadenas de suministro globales para sus necesidades básicas, todas «nosotras» estamos implicadas. El capitalismo es algo que hacemos todas nosotras, aunque de maneras muy diferentes, incluso únicamente mediante el trabajo y el consumo. Para acabar con la extracción de combustible fósil, para terminar con las prácticas desastrosas del agronegocio, para limitar drásticamente la aviación, para detener las emisiones y la deforestación causada por el consumo masivo de carne de ganado y para establecer una pesca realmente sostenible se necesitaría revisar drásticamente las condiciones de vida de miles de millones de personas. Se podría pensar, dada la magnitud del desafío, que habría reuniones de emergencia en cada aldea, pueblo o ciudad, cada semana, para inventar soluciones. En lugar de ello, debido a una sensación generalizada de impotencia e inutilidad, la respuesta más habitual es lo que el psicoanálisis llama «renegación»: sé perfectamente bien que las cosas no pueden seguir así, pero, como la vida ya es lo bastante difícil y tengo que pagar las facturas, me comporto como si no fuera así. Este es el sustrato emocional de lo que Renée Lertzman denomina «melancolía eco­ló­gi­ca»[5], una corriente subterránea de tristeza y duelo frustrado que se percibe, en su forma exterior, como una indiferencia defensiva.

II

Yo sé desde dónde hablo. Estos ensayos son una crónica de mi despertar ecologista. Cuando era un joven activista, apenas tenía tiempo para charlar sobre el planeta. Las expresiones de preocupación sobre el bienestar de los animales no humanos, no digamos ya sobre los sistemas climáticos, suscitaban en general un gesto de indiferencia defensiva. Reconocía el cambio climático, pero, aunque la «red de la vida» es el fundamento irremplazable de toda iniciativa humana, yo tendía a considerar la ecología como una preocupación subsidiaria, propia de ese tipo de joven activista que elegía activamente ir mal vestido (yo simplemente me metía con lo de ir mal vestido). ¿Qué era el destino de las ballenas comparado con la necesidad de acabar con la guerra o de terminar con el capitalismo? Tenía incluso menos interés en las ciencias naturales. El pensamiento de izquierdas tiende a ser sociocéntrico y la química, la paleontología, la evolución, la oceanografía y la zoología nos parecían, si es que las teníamos en cuenta, periferias interesantes de la gula bibliófila por la historia, la economía política y la filosofía. Yo me sentía completa, alegre y estúpidamente aislado de toda sensación de peligro.

La conciencia llegó bajo la forma de una congoja que me entró. No fue una escena espectacular. Solo un invierno especialmente cálido, un invierno frío y húmedo, uno de los más cálidos desde que hay registros: desde entonces ha habido muchos más. El día de Navidad, los campos y colinas de Trent Park estaban rociados de una ligera capa de lluvia, en lugar de cubiertos de hielo o nieve. Y, por alguna razón, ese diminuto paisaje me hizo vislumbrar algo, una horrible sensación de pérdida, que no pude obviar. En los anales recientes del caos fenológico –la llegada cada vez más temprana de la primavera, la perturbación polar que sume a Europa y América del Norte en un frío intenso en abril, las temperaturas invernales en un rango de 20 a 35 grados en las ciudades estadounidenses–, un invierno algo más cálido apenas sería un parpadeo. Y en absoluto implicaba la potencial destrucción de la cadena alimentaria, la inundación de las ciudades costeras por el deshielo de los polos, los incendios inmanejables o la acidificación de los océanos que amenaza los arrecifes de coral, esas metrópolis submarinas que son mucho más productivas que los bosques, las sabanas, las costas o alta mar. Pero, por alguna razón, todo este conocimiento que yo había enterrado se abrió camino hasta la superficie.

No fue únicamente una transformación intelectual, sino una reforma de la sensibilidad. Desató una apasionada curiosidad amateur por todas esas cuestiones sobre las que yo era totalmente ignorante: evolución animal, biogénesis, geología, ciencias del mar, psicología animal, paleo-oceanografía, paleontología. Hoy apenas soy un poco menos ignorante, pero mi ignorancia ya no es tan imponente y descubrir es un gesto de amor, la palabra amateur deriva de la palabra latina que significa «amante». Y todo esto no era únicamente un medio para entender el dilema de los seres humanos en peligro, sino una manera de participar en la existencia de las cosas, como decía John Keats. Estaba buscando, dicho de otra manera, una sensibilidad planetaria. Un marco experiencial de referencia que incluyera la biosfera, un espacio que el geoquímico ruso Vladimir Vernadski definía en The Biosphere como un anillo, que tal vez mide hasta 83 kilómetros de profundidad según los cálculos modernos, que va desde el suelo oceánico hasta la atmósfera superior. Un espacio que es 17.000 veces más viejo que la raza humana, cuya dominación global es, como la antigua aparición de los microorganismos en las profundidades del océano, un suceso fortuito. Otra palabra para este tipo de experiencia es «trascendencia».

A menudo parece ser así. Pasamos años aclimatándonos a la contaminación e insensibilizándonos ante la pérdida de la biodiversidad, hasta que una deformación en el ciclo de las estaciones, como las olas de calor europeas del verano de 2019, asume un significado profético. Hay algo en la experiencia palpable del cambio climático que es perturbador. Jugando con el concepto de Sigmund Freud de lo «unheimlich», de lo siniestro, podríamos llamarlo «untimelich», la sensación sobrenatural de estar fuera de plazo. Incluso el Antropoceno es un intento de dar un nombre a esta experiencia, puesto que se aplica al tiempo profundo geológico: el orden de los periodos, de las eras y las épocas se acelera a medida que la civilización capitalista deja su huella en los sedimentos geológicos, abre la puerta a la extinción masiva por primera vez desde los dinosaurios y amenaza con terminar con el ciclo de glaciaciones que crearon las condiciones para que prosperara la vida humana.

III

Con esta conciencia, es difícil no convertirse en un catastrofista. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), por ejemplo, ha subestimado sistemáticamente la tasa de cambio de las emisiones, del aumento de la temperatura, del deshielo ártico, del nivel de los mares, del deshielo de la capa de hielo, de la acidificación de los océanos y del deshielo de la tundra[6]. Al describir el cambio climático como un proceso suave y lineal de aumento de la temperatura, se ha descuidado la variable de los «puntos de inflexión», las transiciones climáticas drásticas e irreversibles, con efectos de cascada sobre todo el planeta. Un ejemplo sería la deforestación del Amazonas, que alcanza tal extensión que la región ha estado sometida a sequías regulares, o la posibilidad de una desaparición a gran escala de los arrecifes de coral, lo que conduciría a la destrucción de la vida marina. Cuando hace un par de décadas se aportó el concepto de «punto de inflexión», se dio por sentado que era muy improbable que llegáramos a esos puntos, puesto que solamente sucederían si el planeta se calentaba cinco grados por encima de las temperaturas preindustriales[7]. Ese cálculo se ha revisado progresivamente y, en 2019, un importante estudio de la revista Nature concluyó que muchos umbrales de los «puntos de inflexión» ya se habían cruzado[8].

De la misma manera, los intentos de una «gobernanza climática» han sido un sonoro fracaso. Como informa David Wallace-Wells en The Uninhabitable Earth, la gran mayoría de las emisiones de dióxido de carbono de toda la historia de la humanidad se han liberado en el periodo posterior a la Cumbre de la Tierra en Río en 1992[9]. El Protocolo de Kioto de 1997, apoyado por los principales gigantes del combustible fósil y firmado por 84 gobiernos entre 1998 y 1999, apenas ha tenido impacto a la hora de limitar el crecimiento de las emisiones. Incluso el Acuerdo de París, firmado el 12 de diciembre de 2015, que ostensiblemente comprometía a los firmantes a mantener el calentamiento global a una temperatura igual o menor sobre las temperaturas preindustriales (que desde siempre se ha creído que eran el umbral del desastre), no fue eficaz.

Las medidas que los gobiernos acordaron protegerían un sistema energético de emisiones altas durante décadas[10], permitirían que los gigantes del combustible fósil siguieran extrayendo los mortíferos combustibles para su provecho y conducirían las temperaturas globales a un alza equivalente a unos desastrosos 3,7 grados por encima de la temperatura preindustrial[11]. Tampoco había ningún mecanismo que garantizara el cumplimiento de estos objetivos insuficientes. Apenas se había secado la tinta del Acuerdo, un reflujo nacionalista que se llevaba tiempo gestando sentó en el poder a una serie de líderes de la derecha negacionista, sobre todo Donald Trump y Jair Bolsonaro, acelerando así aún más las deforestaciones y las emisiones.

Toda la infraestructura energética de la civilización moderna necesitaba una revisión. Pero, como las corporaciones de combustible fósil eran tan enormes, eran un componente central y estratégico de la economía moderna y tenían un inmenso poder político, podían obstruir cualquier intento serio de detener el desastre que se avecinaba. Y, puesto que los gobiernos estaban volcados en un modelo económico, el neoliberalismo, que excluía las reformas que, lideradas por Estado, se necesitarían para eliminar los combustibles fósiles, y que además les permitía únicamente mecanismos de mercado ineficaces, como los planes de comercio de emisiones, no estaban en la mejor disposición para desafiar a los gigantes del combustible fósil. La elección se planteaba entonces entre una gobernanza climática liberal que protegía las emisiones mortíferas y un nacionalismo musculado por la derecha que rechazaba cualquier limitación sobre los combustibles fósiles como si fuera una conspiración china para mutilar el desarrollo económico de Occidente.

IV

A quienes sostenemos una postura catastrofista a menudo nos dicen que no debemos asustar a la gente sobre el cambio climático. Que las tácticas del miedo no funcionan. Tenemos más bien que contar «historias» de cambio que puedan inspirar. Aquí, unas pocas referencias rutinarias a John F. Kennedy, Mahatma Gandhi, Martin Luther King y otras figuras del santoral desde hace tiempo esterilizadas para adaptarse a la imaginación del mercado medio, bastan para evocar el tipo de retórica elevada que se solicita.

Es una premisa a la vez paternalista y equivocada. La gente ya está asustada por el cambio climático y así debe ser. El miedo no es algo inherentemente ilegítimo. Contemplar lo peor, como el cambio climático desbocado que desata la destrucción de la civilización, no es algo inherentemente idiota. De necesitar algo, sería un poco más del «poder de enfrentarse a los hechos desagradables» de George Orwell[12]. La complacencia y el optimismo vago, por el contrario, casi siempre son idiotas. En el peor de los casos, rezuman un terror no reconocido. El problema es que la mayoría nos sentimos impotentes para hacer cualquier cosa al respecto porque, en nuestro día a día, a menudo lo somos. Y esa impotencia se agrava, en lugar de aliviarse, mediante la táctica de culpar a la gente por sus hábitos de consumo personales.

A las organizaciones ecologistas hegemónicas y a los medios de comunicación les encanta hacer listas para la gente ilustrando «lo que puedes hacer para detener el cambio climático»: no malgastes agua, no cojas tantos aviones, come más verdura y menos carne. Son medidas sensatas que, si las adoptaran los consumidores más ricos, podrían tener algún pequeño impacto. Sin embargo, estamos ante un problema de acumulación. La lógica de la presión moral que busca cambiar las decisiones de los consumidores individuales es que el mercado adoptará el cambio bajo la forma de señales en el precio: a medida que la gente vuele menos, por ejemplo, el descenso de la demanda debería en principio conducir a una bajada de los precios, las aerolíneas se volverían menos rentables y la presión económica para crear nuevas pistas de aterrizaje se reduciría. Pero los billetes de avión ya están subvencionados por los gobiernos, que animan y amplían los viajes aéreos e invierten profusamente en infraestructura de aviación como medio de generación de riqueza. Como resultado, los vuelos nacionales son generalmente mucho más baratos que su viaje equivalente en tren. La industria de la aviación es estratégicamente central para la forma en la que los Estados apoyan el crecimiento y, como la mayoría de las empresas operan en varios países, han sido protegidas de los planes de reducción de emisiones[13]. E incluso cuando la demanda de viajes aéreos se ha desplomado, como durante la pandemia de la COVID-19, los gobiernos en general han ofrecido rescates sin ninguna contrapartida[14]. Lo mismo se aplica al agronegocio. Las industrias láctea y cárnica tienen ya jugosas subvenciones para que los precios de consumo se mantengan bajos[15]. El poder del consumo individual es insignificante, porque las decisiones sobre el consumo están condicionadas por lo que está disponible e incentivado. Desgraciadamente, las formas alternativas y políticamente más eficaces de unir a los individuos han estado en crisis desde hace décadas. Las organizaciones de la sociedad civil, los partidos políticos, los sindicatos y otras asociaciones y colectivos disminuyen tanto en número como en afiliación de manera global.

Y, sin embargo, se mueve. En los últimos años, la relevancia política del cambio climático ha aumentado, con huelgas climáticas lideradas por el alumnado de secundaria y protestas masivas. En 2019 las protestas climáticas movilizaron a seis millones de participantes. Extinction Rebellion (XR), con independencia de los límites de su estrategia movilizadora, trajo la desobediencia civil al corazón de este movimiento. El Green New Deal, que había estado en la agenda de un puñado de economistas, políticos y ecologistas cuando la idea se debatió por primera vez en la segunda mitad de la década de 2000, asumió protagonismo mundial cuando se vinculó a campañas electorales como la de Bernie Sanders. Y por peligroso que el resurgir nacionalista haya sido para la supervivencia humana, su éxito se ha producido en parte por el declive del neoliberalismo. El hecho de que Joe Biden, un miembro extremadamente tradicionalista de la elite de Washington, se haya comprometido con programas de importantes infraestructuras verdes demuestra que, con las condiciones adecuadas, las protestas y los disturbios funcionan. La acción colectiva hace la fuerza.

Por supuesto, el establishment político estadounidense no ha roto filas en ningún caso con los gigantes de la energía, ni siquiera está cerca de enfrentarse al resto de las fuentes de destrucción ecológica, como el agronegocio y la pesca, no hablemos ya de cuestionarse el crecimiento perpetuo. Además, la postura de la República Popular de China ahora representa un desafío mucho más grave de lo que era antes. A pesar de su propia retórica de «civilización ecológica»[16], ha invertido tanto en combustibles fósiles que sus emisiones anuales actualmente son mayores que las de todo el resto de países desarrollados juntos. Su compromiso de París de lograr el «pico» de emisiones en 2030 le deja una libertad ilimitada para una expansión mayor hasta esa fecha, en una postura claramente insostenible. Su plan quinquenal más reciente, que abarca de 2021 a 2025, no se compromete en absoluto a reducir las centrales eléctricas de carbón. Incluso cuando ha hecho promesas semejantes, sigue construyéndolas, desde Vietnam hasta Pakistán. Y, puesto que es una potencia mundial en aumento, las está construyendo en todo el planeta y no solamente en China. Su inversión en energías renovables y la extracción de los metales raros, necesarios para los paneles solares, no es tanto una agenda para la «civilización ecológica» como parte del mismo impulso hacia la autosuficiencia y la dominación industrial: en el momento en que esté preparada para abandonar los combustibles fósiles, disfrutará de un liderazgo sustancial en la economía basada en renovables[17].