The twittering machine - Richard Seymour - E-Book

The twittering machine E-Book

Richard Seymour

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Beschreibung

Una brillante investigación sobre los efectos políticos y psicológicos de nuestra cambiante relación con los medios sociales. Los antiguos ejecutivos de la industria social nos dicen que el sis­tema es una máquina de adicción. Somos usuarios que esperamos histéricos nuestro próximo éxito, con sus likes, sus comentarios y su difusión compartida. Escribimos a la máquina como individuos, pero esta nos responde agregando nuestros deseos, fantasías y debilidades, y convirtiéndolo todo en datos. Nos transformamos, queramos o no, en una experiencia de mercancía. En la obra de Paul Klee Die Zwitscher-Maschine (The twittering machine o La máquina de trinar, 1922), la canción del pájaro de una máquina diabólica actúa como un cebo para atraer a la humanidad a un pozo de condenación. De igual forma, las redes y la industrial social nos ofrecían la promesa de construir nuestra propia historia, pero ¿hasta qué punto elegimos la pesadilla en la que se ha convertido?

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Akal / Pensamiento crítico / 86

Richard Seymour

The Twittering Machine

(La máquina de trinar)

Traducción: Alcira Bixio

Una brillante investigación sobre los efectos políticos y psicológicos de nuestra cambiante relación con los medios sociales.

Los antiguos ejecutivos de la industria social nos dicen que el sis­tema es una máquina de adicción. Somos usuarios que esperamos histéricos nuestro próximo éxito, con sus likes, sus comentarios y su difusión compartida. Escribimos a la máquina como individuos, pero esta nos responde agregando nuestros deseos, fantasías y debilidades, y convirtiéndolo todo en datos. Nos transformamos, queramos o no, en una experiencia de mercancía.

En la obra de Paul Klee Die Zwitscher-Maschine (The Twittering Machine o La máquina de trinar, 1922), la canción del pájaro de una máquina diabólica actúa como un cebo para atraer a la humanidad a un pozo de condenación. De igual forma, las redes y la industrial social nos ofrecían la promesa de construir nuestra propia historia, pero ¿hasta qué punto elegimos la pesadilla en la que se ha convertido?

«Todos deberíamos leerlo.» William Davies, TheGuardian

«Una mirada inmisericorde a nuestra relación tóxica con los sombríos pero convincentes medios de comunicación social.» Emma Jacobs, Financial Times

«Un brillante y urgente texto que cambia completamente nuestro punto de vista.» China Miéville

«Lo que Susan Sontag hizo por la fotografía y Christopher Lasch hizo por la cultura del narcisismo, Richard Seymour lo ha hecho con los medios de comunicación social. Lo leo con una sensación de reconocimiento y alarma.» Adam Shatz, London Review of Books

Richard Seymour, escritor, analista y locutor, es autor de The Liberal Defence of Murder (2008), Against Austerity (2014) y Corbyn: The Strange Re­birth of Radical Politics (2018). Sus columnas aparecen regularmente en The Guardian, Jacobin, London Review of Books, New York Times y Pros­pect.

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

Instagram: @sr.pomodoro

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

The Twittering Machine

© Richard Seymour, 2019

© Ediciones Akal, S. A., 2020

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5019-3

The Twittering Machine (Die Zwitscher-Maschine), Paul Klee, 1922 (The Museum of Modern Art, MoMA)

A los luditas

Nota del autor

Al escribir este libro, me he propuesto no cargarlo de referencias y alusiones eruditas. Quiero que se lea como un ensayo antes que como un análisis polémico o una obra académica. Pero, quien quiera saber más o sencillamente llegue a preguntarse en algún momento «¿cómo sabe el autor tal o cual cosa?» encontrará al final de la obra las notas bibliográficas. Quien sienta el impulso de investigar una cita, una estadística o un dato en particular, solo tendrá que buscar la frase de su interés por el número de página en la última sección de la obra.

Prólogo

Todo lo que está en el ordenador es escritura. Todo lo que está en la red es escritura en páginas web, archivos y protocolos.

Sandy Baldwin, The Internet Unconscious

The Twittering Machine (La máquina de trinar)[1] es una historia de terror, aun cuando se trate de tecnología que, en sí misma, no es buena ni mala. La tec­nología, como dice el historiador Melvin Kranzberg, «no es buena ni mala… ni neutral».

Tendemos a atribuir poderes mágicos a las tecnologías: el teléfono inteligente es nuestro billete a la dicha; la tableta, nuestro anotador místico. En la tecnología descubrimos nuestras propias facultades enajenadas en una forma moralizada, o bien como un genio benevolente o bien como un demonio atormentador. Estas son fantasías paranoides, nos parezcan o no malignas, porque en ellas estamos a merced de los dispositivos. De tal manera que si estamos ante una historia de horror este debe residir en parte en el usuario: una categoría que me incluye y que probablemente incluya a la mayor parte de las personas que están leyendo este libro.

Si bien la The Twittering Machine (La máquina de trinar) nos confronta a una serie de calamidades –adicción, depresión, «fake news»,trolls, turbas online, subculturas de la derecha alternativa–, lo único que hace es explotar y magnificar problemas ya socialmente generalizados. Si descubrimos que nos hemos hecho adictos a las redes sociales, a pesar –o precisamente a causa– de su frecuente sordidez, como me ha pasado a mí, quiere decir que hay en nosotros algo que está esperando para hacerse adicto. Algo que las redes sociales potencian. Y si, a pesar de todos esos problemas, aún frecuentamos las plataformas de las redes sociales –como lo hace más de la mitad de la población mundial– quiere decir que debemos estar obteniendo algo de ellas. La sombría literatura dictada por el pánico moral que vitupera «las frivolidades» y la sociedad de la «posverdad» debe estar pasando por alto una verdad vital del tema que analiza.

Quienes disfrutan de las plataformas que ofrecen las redes sociales tienden a sentirse a gusto con la idea de que se les está dando una oportunidad de ser escuchados. Esto debilita el monopolio sobre la cultura y el sentido, del que antes gozaban únicamente las empresas informativas y de entretenimiento. El acceso no es igualitario, pues los usuarios corporativos, las agencias de relaciones públicas, las celebridades y muchos otros compran y pagan un mayor alcance, y además ofrecen un contenido mejor financiado, pero aun así, las plataformas pueden dar una oportunidad a las voces marginales donde antes no tenían ninguna. El acceso recompensa la agudeza, el ingenio, la inventiva, la chispa y ciertos tipos de creatividad, aunque también recompense los placeres más oscuros tales como el sadismo y el rencor.

Y si el uso de las redes sociales desestabiliza los sistemas políti­cos, no es algo tan malo para los que tradicionalmente han estado excluidos de esos sistemas. La tan publicitada idea de la «revolución de Twitter» exageró enormemente el papel que desempeñaron las redes sociales en los levantamientos populares, sobrepasados desde entonces por fuerzas más oscuras subyacentes en las redes sociales, desde los asesinos de ISIS al Men’s Rights Activists (MRA). Pero, ocasionalmente, el flujo de información entre los ciudadanos es lo que permite establecer una gran diferencia, momentos en los que no es posible confiar en los medios informativos tradicionales, momentos en los que puede darse buen uso a las posibilidades de las redes sociales. Estos, generalmente, son tiempos de crisis.

Con todo, el aspecto crucial de la observación de Kranzberg es que la tecnología nunca es neutral. Y, en esta historia, la tecno­logía determinante es la escritura, una práctica que vincula a los seres humanos con las máquinas en una configuración de relaciones sin la cual sería imposible la mayor parte de lo que llamamos civilización. Las tecnologías de la escritura, al constituir un fundamento de nuestros modos de vida, nunca son social ni políticamente neutras en sus efectos. Cualquiera que haya vivido las distintas etapas del crecimiento de internet, la difusión de los teléfonos inteligentes y el auge de las plataformas de las redes sociales habrá comprobado la notable evolución operada. Al trans­formarse de análoga a digital, la escritura se ha vuelto masivamente ubicua. La gente nunca escribió tanto ni tan frenéticamente en toda la historia de la humanidad: enviando mensajes de texto y tuits, tecleados con los pulgares en el transporte público, actua­lizando su estado durante las pausas en el trabajo, haciendo pasar imágenes y pinchando enlaces frente a resplandecientes pantallas a las 3 de la mañana. En cierto sentido, esta es una extensión de los cambios producidos en el lugar de trabajo, donde la comu­nicación mediada por el ordenador significa que la escritura absorbe una porción cada vez más amplia de la producción. Y, ciertamente, en un sentido importante, la escritura que producimos hoy es trabajo, aunque no pagado. Pero también es indicativa de nuevas pasiones o de pasiones a las que hoy puede dárseles rienda suelta.

De pronto, todos somos «autormaníacos», estamos poseídos por un violento deseo de escribir, incesantemente. Podemos decir, pues, que esta es una historia de escritura pero también de deseo y violencia. También es un relato sobre cómo podríamos incluirnos, cultural y políticamente, a través de la escritura. No pretende ser un informe prescriptivo, algo imposible en esta etapa temprana de la evolución de un sistema tecnopolítico radicalmente nuevo. El libro es un intento, tan bueno como cualquier otro, de ir encontrando un nuevo lenguaje para reflexionar sobre lo que está surgiendo. Y, finalmente, si todos vamos a ser escritores, esta es una historia que formula la mínima pregunta utópica: ¿qué otra cosa que no sea esto podríamos hacer con la escritura?

[1] El título original de este libro de Richard Seymour hace referencia a la obra de Paul Klee Die Zwitscher-Maschine (1922, MoMA), cuya traducción a la lengua inglesa es, precisamente, The Twittering Machine. En él, el autor establece paralelos y significados compartidos entre la obra de Klee y las actuales redes sociales. Le ayuda, además de toda la argumentación que magistralmente despliega, el juego evidente que existe en lo nominal, entre Twitter, la conocida red de microblogging, y twitter, el verbo que hace referencia al trino o gorjeo que los pájaros realizan.

Para no perder la totalidad de correlaciones que el libro exhibe hemos optado por mantener el título original de la obra, The Twittering Machine, en el exterior, y La máquina de trinar en el interior cuando esta aparezca. Esta última, La máquina de trinar, es además la traducción más asentada y aceptada del conocido cuadro de Paul Klee [N. del ed.].

CAPÍTULO I

Todos estamos conectados

En nuestro futuro se perfila un populismo televisivo o de internet en el que la respuesta emocional de un grupo selecto de ciudadanos pueda presentarse y ser aceptada como la voz del pueblo.

Umberto Eco, «El fascismo eterno»

En 1922, el pintor surrealista Paul Klee creó Die Zwitscher-Machine. En la pintura aparece una hilera de pájaros, dibujados muy esquemáticamente, aferrados a un eje unido a una manivela. Debajo del artefacto, donde las voces resuenan en graznidos discordantes, hay un pozo rectangular rojizo. El Museum of Modern Art (MoMA, Nueva York) explica: «La función de las aves es ser el cebo para atraer a las víctimas al pozo sobre el que se cierne la máquina». De alguna manera, la sagrada música del canto de las aves se ha mecanizado, exhibida como un señuelo, con el propósito de conducir a los humanos a su perdición.

I.

En el comienzo era el nudo. Antes del texto, estaban los textiles. Durante unos cinco mil años la civilización inca utilizó los quipus –cuerdas de diversos colores provistas de nudos– para almacenar información, sobre todo con fines contables. A veces se les llamaba «nudos parlantes» y eran leídos con hábiles movimientos de la mano, de manera muy semejante a como hoy se lee el braille. Pero todo comienzo es, hasta cierto punto, arbitrario. Podríamos empezar igualmente con las pinturas rupestres.

El «Caballo chino» de Dordoña tiene más de veinte mil años. La imagen es sobria. Del animal sobresalen algunos objetos que podrían ser lanzas o flechas. Arriba, como amenazando al animal, se ve un diseño abstracto que se asemeja a una horquilla cuadrada. Esto es, seguramente, escritura: marcas sobre una superficie destinadas a representar algo para algún otro. O también podría­mos empezar con los grabados en arcilla, muescas en huesos o maderas, jeroglíficos o hasta –si optamos por una visión más estrecha de lo que es la escritura– el alfabeto consagrado.

Comenzar con los nudos es solo un modo de recalcar que la escritura es materia y que la manera en que la textura de nuestros materiales de escritura modela y fija los contornos de lo que puede escribirse lo cambia absolutamente todo.

II.

Durante el siglo xv «las ovejas se comían a los hombres». Tomas Moro se preguntaba irónicamente cómo era posible que animales «concebidos para ser tan mansos y domesticados y para comer tan poco» se hubieran hecho carnívoros. Culpaba a las leyes de cercamiento de ese sinsentido. La emergente clase capitalista agraria había comprobado que podía hacer mejores negocios criando ovejas para vender la lana en los mercados internacio­nales que permitiendo que los campesinos subsistieran labrando la tierra. Las ovejas comían y la gente moría de hambre.

En el siglo xix, los luditas exhortaban a condenar otra paradoja: la tiranía de las máquinas sobre los seres humanos. Los luditas eran trabajadores textiles que se dieron cuenta de que los propietarios utilizaban las máquinas para socavar la posición de negociación de los obreros y acelerar su explotación. Como movimiento protolaborista que era, el ludismo empleó la única táctica alborotadora de que disponía: romper las máquinas. A largo plazo, el recurso perdía su utilidad a medida que el trabajo se automatizaba cada vez más y caía bajo el control administrativo. Las máquinas operaban a los operarios.

Algo parecido está pasando con la escritura. Al principio, dice el historiador Warren Chappell, la escritura y la impresión eran una misma cosa: «Ambas comenzaron con el acto de dejar huellas». Como si la escritura fuera al mismo tiempo el viaje y el mapa, un registro de dónde había estado la mente. La materia im­presa, posiblemente la primera mercancía auténticamente capi­ta­lista, ha sido el formato dominante de la escritura pública casi desde la invención de la imprenta de tipos móviles hace seiscientos años. Sin el capitalismo de la imprenta y las «comunidades ima­ginadas» que ayudó a concebir, las naciones modernas no existirían. Su ausencia habría entorpecido el desarrollo de los mo­dernos estados burocráticos. La mayor parte de la llamada civilización industrial y los desarrollos científicos y técnicos de los que depende se habrían pro­ducido, si hubieran llegado a producirse, mucho más lentamente.

Ahora, la escritura, como todo lo demás, se ha reestructurado siguiendo el formato del ordenador. Miles de millones de personas, sobre todo en los países más ricos del mundo, estamos escribiendo hoy más que nunca antes, en nuestros teléfonos, tabletas, ordenadores portátiles y de mesa. Y no es tanto que escribamos, como que estamos siendo escritos. No se trata realmente de las «redes sociales». Esta expresión se ha usado tan excesiva y ampliamente que sería deseable que desapareciera o, como mínimo, corresponde ponerla en tela de juicio. Es una forma de propaganda taquigráfica. Todos los medios, todas las redes, todas las máquinas son sociales. Antes de ser tecnológicas, las máquinas son sociales, como escribió el historiador Lewis Mumford. Mucho antes del advenimiento de las plataformas digitales, el filósofo Gilbert Simondon exploraba de qué maneras las herramientas generaban relaciones sociales. Una herramienta es, primero, el medio de una relación entre un cuerpo y el mundo. Las herramientas conectan a quienes las usan en una serie de relaciones entre sí y con el mundo que los rodea. Además, el esquema conceptual a partir del cual se crean las herramientas puede transferirse a nuevos contextos y generar así nuevos tipos de relaciones. Hablar de tecnologías es hablar de sociedades.

Esta es una historia sobre una industria social. Como industria puede, a través de la producción y recolección de datos, objetivar y cuantificar la vida social en una forma numérica. Como señala William Davies, su singular e extraordinaria innovación ha sido dar visibilidad a las interacciones sociales y permitir que sean sometidas al análisis de datos y al análisis de los sentimientos. Esto vuelve la vida social eminentemente susceptible de manipulación por parte de los gobiernos, los partidos y las empresas que compran servicios de datos. Pero, más que eso, este fenómeno produce vida social, la programa. Eso es lo que sucede cuando pasamos más horas tecleando en la pantalla que conversando con otros cara a cara: nuestra vida social está gobernada por algoritmos y protocolos. Cuando Theodor Adorno escribía sobre la «industria de la cultura», argumentando que la cultura estaba siendo mercantilizada y homogeneizada universalmente es posible que estuviera haciendo una simplificación elitista. Hasta la línea de producción de Hollywood mostraba más variación de la que admitía Adorno. La industria social, en cambio, ha ido mucho más allá hasta someter la vida social a una fórmula escrita invariable.

Estamos hablando de la industrialización de la escritura. Estamos hablando del código (la escritura) que modela la manera en que la usamos, los datos (otra forma de escritura) que generamos al escribir y el modo en que se utilizan esos datos para moldearnos (escribirnos).

III.

Nadamos en escritura. Nuestra vida se ha vuelto, como dice Shoshana Zuboff, un «texto electrónico». Gradualmente, una parte cada vez más amplia de la realidad va cayendo bajo la vigilancia del microchip.

Mientras algunas plataformas se proponen contribuir a que la industria pueda hacer más legibles, más transparentes y, por ende, más manejables, sus procesos laborales, las plataformas de datos como Google, Twitter y Facebook concentran su atención en los mercados de consumo. Intensifican la vigilancia y de pronto dejan a la vista enormes substratos de conductas y deseos que habían estado ocultos, lo que hace que, en comparación, las señales de precios y la investigación de mercado parezcan prácticas casi pintorescas. Google acumula datos leyendo nuestros correos electrónicos, monitoreando nuestras búsquedas, recolectando imágenes de nuestros hogares y ciudades en Street View y registrando nuestras ubicaciones en Google Maps. Y, gracias a un acuerdo con Twitter, también supervisa nuestros tuits.

El matiz que agregan las plataformas de la industria social es que no necesariamente tienen que espiarnos. Han creado una máquina para que nosotros les escribamos a ellas. El señuelo está en que estamos interactuando con otras personas: nuestros amigos, nuestros colegas profesionales, las celebridades, los políticos, la realeza, los terroristas, los actores y actrices porno: cualquiera con quien queramos hacerlo. Sin embargo, no estamos interactuando con ellos sino con una máquina. Le escribimos a ella y ella transmite nuestro mensaje después de conservar un registro de los datos.

La máquina se beneficia con el «efecto red»: cuanta más gente le escribe tantos más beneficios puede ofrecer, hasta que no ser parte de ella llega a ser una desventaja. ¿Parte de qué? Del primer proyecto de escritura de final abierto, colectiva, en vivo y pública que ha existido. Un laboratorio virtual. Una máquina de adicción que exhibe groseras técnicas de manipulación reminiscentes de la caja de Skinner creada por el conductista B. F. Skinner para controlar la conducta de palomas y ratas con recompensas y castigos. Somos «consumidores», en gran medida como son «consumidores» los adictos a la cocaína.

¿Cuál es el incentivo que nos impulsa a escribir durante horas cada día? En una forma de precarización masiva, los escritores ya no esperan que se les pague ni conseguir un contrato de trabajo. ¿Qué nos ofrecen las plataformas en lugar de un salario? ¿Con qué nos enganchan? ¿Con qué nos recompensan? Con aprobación, atención, retweets, publicaciones compartidas y likes.

Esta es la máquina de trinar: no la infraestructura de cables de fibra óptica, de servidores de bases de datos, de sistemas de almacenamiento, ni siquiera el software y el código. Es la maquinaria de los escritores y la escritura y el bucle de retroalimentación en que habitan. La máquina de trinar prospera basándose en su celeridad, su informalidad y su interactividad. Los protocolos de la plataforma Twitter, por ejemplo, centrados en el límite de extensión de 280 caracteres para cada intervención, alientan al usuario a postear velozmente y con frecuencia. Un estudio sugiere que el 92 por 100 de toda la actividad y participación relativa a un tuit sucede dentro de la primera hora posterior a su publicación. El post tiene una rápida pérdida de repercusión, de modo que cualquier publicación, salvo si «se vuelve viral» tiende a ser olvidada velozmente por la mayoría de los seguidores. El sistema que permite tener «seguidores», «arrobar» o mencionar a otros y desarrollar «hilos», incita a expandir las conversaciones a partir de un tuit inicial, lo cual favorece la interacción. Esto es lo que gusta de la plataforma, lo que la hace atrayente y adictiva: es como enviar mensajes de texto pero en un contexto público, colectivo.

Mientras tanto, los hashtags y los trending topics subrayan en qué medida todos estos protocolos están organizados alrededor de la masificación de voces individuales –un fenómeno alegremente descrito por los usuarios con un concepto tomado de la ciencia ficción: la «mente colmena»– y del despliegue publicitario. La recompensa buscada es un breve periodo de frenesí colectivo extático sobre un tema cualquiera. A las plataformas no les importa particularmente cuál sea el objeto de ese frenesí: lo que interesa es generar datos, una de las materias primas más provechosas descubiertas hasta ahora. Como en los mercados financieros, la volatilidad agrega valor. Cuanto más caos, tanto mejor.

IV.

Desde el capitalismo de la imprenta al capitalismo de las plataformas, los apóstoles de los macrodatos o big data no ven en este fenómeno más que progreso humano. Según el antiguo jefe de redacción de Wired, Chris Anderson, el triunfo de los datos anuncia el fin de la ideología, el fin de la teoría y hasta el fin del método científico.

De ahora en adelante, dicen, antes que realizar experimentos o generar teorías para comprender nuestro mundo, podemos aprenderlo todo de un descomunal conjunto de datos. Para quienes necesiten oír un tono de sonoridad más progresista, la ventaja de hacer que los mercados sean masivamente más legibles es que con ello puede ponerse fin al misticismo de mercado. Ya no tenemos que creer, como creía el economista neoliberal Friedrich Hayek, que solo los mercados, aplicando libremente sus propias estrategias, podían saber realmente qué quiere la gente. Ahora las plataformas de datos nos conocen mejor que nosotros mismos y pueden ayudar a las empresas a modelar y crear mercados en tiempo real. Se augura un nuevo orden tecnocrático en el cual los ordenadores permitirán a las empresas y a los estados anticiparse a nuestros deseos, responder a ellos y moldearlos.

Esta dudosa y fantástica perspectiva es solo plausible en la medida en que estamos escribiendo más de lo que lo habíamos hecho nunca antes y que lo hacemos en estas condiciones completamente novedosas. Las estimaciones sobre el uso de la plataforma social varían ampliamente pero, para tomar un ejemplo intermedio, un sondeo comprobó que los adolescentes estadounidenses pasaban nueve horas al día mirando una pantalla, interactuando con todo tipo de medios digitales, redactando emails, enviando tuits, jugando con videojuegos o viendo clips. Las generaciones mayores pasan más horas viendo televisión pero el tiempo total diario frente a una pantalla no difiere mucho en ambos grupos; en el último caso, más de diez horas por día. Diez horas es un lapso mayor al que la mayoría de las personas dedicamos al sueño. Y la cantidad de personas que ojean su teléfono dentro de los primeros cinco minutos después de despertarse va desde un quinto en Francia a dos tercios en Corea del Sur.

Escribir no es todo lo que hacemos. Gastamos la mayor parte del tiempo consumiendo contenido de vídeos, por ejemplo, o com­prando productos estrafalarios. Pero aun en estos casos, como veremos, la lógica de los algoritmos implica normalmente que, en cierto sentido, hemos escrito el contenido colectivamente. Esto es lo que permite el big data: estamos escribiendo aun cuando buscamos algo, desplazamos textos o imágenes, navegamos sin rumbo, observamos o pinchamos un enlace. En el extraño mundo de los productos, vídeos, imágenes y páginas web impulsados por algoritmos –todo, desde las fantasías animadas, vio­len­tas, erotizadas, dirigidas a los niños, disponibles en YouTube hasta las camisetas con consignas tales como «Keep Calm and Rape» («Mantén la calma y viola»)–, los deseos inconscientes registrados de este modo se inscriben en el nuevo universo de las mercancías. Esta es la «moderna máquina calculadora» de la que hablaba Lacan: una máquina «mucho más peligrosa que la bomba atómica» porque puede derrotar a cualquier oponente calculando, con los datos suficientes, los axiomas inconscientes que go­bier­nan la conducta de una persona. Nosotros escribimos a la máquina, esta recolecta y agrega nuestros deseos y fantasías, los segmenta por mercado y demografía y nos los vuelve a vender como una ex­periencia con una nueva mercancía.

Y, en la medida en que escribimos cada vez más, esa experiencia se ha convertido en una parte más de nuestra existencia frente a la pantalla. Hablar de las redes sociales es hablar del hecho de que nuestras vidas sociales están cada día más mediadas. Los sustitutos online de la amistad y el afecto –los famosos «me gusta» o likes[1], etcétera– significativamente reducen lo que está en juego en una interacción real, al tiempo que vuelve más volátiles las interacciones virtuales.

V.

A los gigantes de la industria social les gusta afirmar que no hay ningún error de la tecnología que la misma tecnología no pueda solucionar. Sea cual fuere el problema, hay una herramienta para resolverlo: su equivalente de «un truquito salvador».

Facebook y Google han invertido en herramientas para detectar noticias falsas [o, en su denominación más usada, fake news] mientras que Reuters ha desarrollado su propio algoritmo pa­ten­tado para localizar falsedades. Google ha financiado una start-up británica, Factmata, para que desarrolle herramientas que verifiquen automáticamente datos tales como, digamos, cifras de crecimiento económico o la cantidad de inmigrantes llegados a Estados Unidos el año pasado. Twitter utiliza herramientas crea­das por IBM Watson para descubrir situaciones de acoso cibernético, mientras que un proyecto de Google, Conversation AI, promete detectar a los usuarios agresivos con la tecnología más avanzada de inteligencia artificial. Y, puesto que la depresión y el suicidio se vuelven más frecuentes, el director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, ha anunciado la creación de nuevas herramientas para combatir la depresión y hasta ha llegado a sostener que la inteligencia artificial puede identificar las tendencias suicidas de un usuario de la red antes de lo que podría hacerlo un amigo.

Sin embargo, un número creciente de desertores ponen cada vez más abiertamente en evidencia a los gigantes de la industria social expresando su arrepentimiento por haber contribuido a crear algunas de esas herramientas. Chamath Palihapitiya, un emprendedor capitalista canadiense con inclinaciones filantrópicas, antiguo ejecutivo de Facebook con cargo de conciencia asevera: los cap­i­talistas tecnológicos han «creado herramientas que están desgarrando el tejido social que hace funcionar a una sociedad». Culpa a «los bucles de retroalimentación de corto plazo impulsados por la dopamina» de las plataformas de la industria social por promover la «desinformación, la falsedad» y por permitir que los manipuladores tengan acceso a una herramienta in­valuable. Esto es tan perjudicial que no permite a sus hijos «que usen esa mierda».

Uno podría sentirse tentado a pensar que cualquier lado oscuro que tenga la industria social es un subproducto accidental, como un resultado secundario de la adaptación. Pues estaría cometiendo un error. Sean Parker, el hacker supermillonario nacido en Virginia que creó el sitio web Napster para compartir archivos, fue uno de los primeros inversores de Facebook y el primer presidente de la empresa. Ahora es un «objetor de conciencia». Las plataformas de redes sociales, explica, se basan en «un circuito que retroalimenta la validación social» y de ese modo se aseguran monopolizar la mayor cantidad posible del tiempo del usuario. Este es «exactamente el tipo de técnica que un hacker como yo trataría de aplicar, porque lo que hacemos es explorar una vulnerabilidad en la psicología humana. Los inventores, los creadores de las redes fuimos muy conscientes de esto. Y lo hicimos de todos modos». La industria social ha creado una máquina de adicción, no accidentalmente, sino como un medio lógico para obtener beneficios para sus inversores de riesgo capitalistas.

Otro antiguo asesor de Twitter y ejecutivo de Facebook, Antonio García Martínez, explicó cuáles eran las ramificaciones potenciales de tales emprendimientos. García Martínez, hijo de exiliados cubanos que hizo su fortuna en Wall Street, fue product manager en Facebook. Como Parker y Palihapitiya, arroja una luz nada halagüeña sobre sus antiguos empleadores. Destaca sobre todo la capacidad de Facebook de manipular a sus usuarios. En mayo de 2017, por la filtración de documentos publicados en The Australian, se supo que los ejecutivos de Facebook estaban anali­zando con sus anunciantes cómo podía usar sus algoritmos para identificar y manipular los estados de ánimo de los adolescentes. Las herramientas de Facebook detectaban el estrés, la angustia o los sentimientos de fracaso. Según cuenta García Martínez, las filtraciones no solo eran exactas sino que tuvieron consecuencias políticas. Con los datos suficientes, Facebook podía identificar un grupo demográfico y bombardearlo con publicidad: la tasa de likes nunca miente. Pero también pudo, como lo reconoce una broma que se repetía en la empresa, «voltear las elecciones» fácilmente con solo publicar en distritos clave un recordatorio de ir a votar el día de la elección.

Esta es una situación que no tiene absolutamente ningún precedente y ahora está evolucionando tan rápidamente que apenas podemos hacer un seguimiento de en qué punto nos hallamos. Y cuanto más se desarrolla la tecnología, cuantos más niveles de hardware y software se agregan, tanto más difícil se hace cambiarla. Es un modelo que entrega a los capitalistas tecnológicos una fuente única de poder. Como dice el gurú de Silicon Valley Jaron Lanier, no tiene necesidad de persuadirnos cuando directamente pueden manipular nuestra experiencia del mundo. Los tecnólogos aumentan nuestros sentidos con webcams, teléfonos inteligentes y cantidades constantemente crecientes de memoria digital. Ello permite que un minúsculo grupo de ingenieros pueda «modelar todo el futuro de la experiencia humana a una increíble velocidad».

Escribimos y, mientras lo hacemos, nos escriben. Más precisamente, como sociedad se nos está escribiendo en formato impre­so de modo que no podemos pulsar «borrar» sin perturbar gravemente el sistema en su conjunto. Pero, ¿en qué clase de futuro nos estamos escribiendo?

VI.

Cuando comenzaron a florecer la web y la mensajería instantánea descubrimos que todos podíamos ser autores, todos podíamos publicar, cada uno con su propio público. Nadie con acceso a internet quedaba ya excluido.

Y el evangelio, la buena nueva, era que esa democratización de la escritura sería ventajosa para la democracia. La escritura, el texto, nos salvarían. Podríamos tener una utopía de escritura, un nuevo modo de vivir. Casi seiscientos años de una firme cultura impresa llegaban a su fin y la novedad pondría el mundo cabeza abajo.

Gozaríamos de «autonomía creativa», liberados de los monopolios de los viejos medios y su tráfico unidireccional de la significación. Hallaríamos nuevas formas de compromiso político diferentes de los partidos, conectados a través de las arborescentes redes online.Súbitamente, las multitudes podría aletear y descender sobre los poderosos y luego dispersarse con idéntica rapidez, antes de recibir ninguna sanción. El anonimato nos permitiría hacernos con nuevas identidades, liberados ya de los lími­tes de nuestras vidas cotidianas, y escapar a la vigilancia. Hasta se anunció un servidor llamado «Twitter revolutions», mediante el cual, se decía engañosamente, los usuarios instruidos de la industria social estarían en condiciones de burlar a los dictadores seniles y desacreditar la «basura anticuada» de sus discursos.

Y luego, sin que se sepa muy bien cómo, este tecnoutopismo reapareció en una forma invertida. Los beneficios del anonimato sirvieron de base para el trolling [el troleo], el sadismo ritualizado, la misoginia agresiva, el racismo y las subculturas de la dere­cha alternativa. La autonomía creativa se transformó en fake news y en una nueva forma de infoentretenimiento. Las multitudes pasaron a ser turbas de linchamiento, a menudo vueltas contra sí mismas. Los dictadores y otras figuras autoritarias aprendieron a usar Twitter y a dominar sus seductores juegos de lenguaje, como hizo el llamado Estado Islámico cuyos escurridizos expertos en medios online fingen tonos mordaces y extremadamente alertas. Estados Unidos eligió el primer «presidente tuitero» del mundo. El ciberidealismo se convirtió en el cibercinismo.

Y la silenciosa bestia que acechaba detrás de todo esto era la red de corporaciones multinacionales, las empresas de relaciones públicas, los partidos políticos, los conglomerados de medios, los avatares de algunas celebridades y otros responsables de la mayor parte del tráfico y que atraen la mayor porción de la atención. También ellos, a la manera del avanzado organismo cibernético de Terminator, se las han ingeniado para emular el tono perfecto de las voces humanas: despreocupado, irónico e íntimo. Reconocidas como personas jurídicas por la ley estadounidense, estas corporaciones han tomado la precaución de producir personalidades: te extrañan, te aman, solo quieren hacerte reír; por favor, regresa.

Mientras tanto, la publicidad, elevada al nivel de una nueva forma de arte para quienes cuentan con los recursos y pueden sacar el mayor provecho de ella, es un cáliz envenenado para casi todos los demás. Si la industria social es una máquina de adicción, la conducta adictiva a la que más se asemeja es la ludopatía: una lotería amañada. Cada jugador confía en unos pocos símbolos abstractos –los puntos en las caras de un dado, ciertos números, el palo de un naipe, rojo o negro, los grafemas de una máquina tragamonedas– para que les digan quiénes son. En la mayoría de los casos, la respuesta es brutal y rápida: eres un perdedor y te vuelves a casa con las manos vacías. El verdadero jugador siente un perverso goce en apostar, en poner todo su ser en juego. En las redes sociales, uno garabatea unas pocas palabras, unos pocos símbolos y presiona «enviar», lanza los dados. Internet le dirá quién es y cuál será su destino mediante aritméticos «me gusta», «compartir» y «comentarios».

Lo realmente interesante sería saber qué lo hace tan adictivo. En principio, cualquiera puede ganar en grande; en la práctica, nadie juega con las mismas oportunidades. Las cuentas de nuestra industria social están concebidas como empresas que compiten por la atención de la mirada. Si ahora todos somos autores, escribimos no por dinero sino por la satisfacción de ser leídos. Que un post se vuelva viral o «tendencia» es el equivalente a dinero caído del cielo. Pero a veces «ganar» es lo peor que puede sucedernos. El plácido clima que crean la abundancia de likes y la aprobación tiene la tendencia a estallar, con la velocidad del rayo, en súbitas tormentas de furia y desaprobación. Y si los usuarios corrientes no están equipados para sacar el mejor partido cuando su publicación se «vuelve viral» tampoco tienen los recursos para capear las tormentas de publicidad negativa, que pueden incluir cualquier cosa, desde el doxing (la publicación maliciosa de información privada) hasta la «porno venganza» (la publicación de imágenes íntimas por parte de una antigua pareja). Se nos puede tratar como si fuéramos microempresas, pero no somos corporaciones con un presupuesto para relaciones públicas o para que un equipo nos maneje las redes sociales. Si hasta las celebridades más ricas pueden ser permanentemente blanco de los ataques de periódicos sensacionalistas, ¿cómo se supone que debe lidiar alguien que tui­tea en el tren y durante un descanso para ir al lavabo en su trabajo con esta forma delegada de la prensa amarilla y la cultura que se alimenta de lo más bajo?

Un estudio realizado en 2015 indagó en las razones por las que las personas que tratan de abandonar las redes sociales no logran hacerlo. Los datos de la investigación fueron tomados de un grupo de personas que habían firmado el compromiso de alejarse de Facebook solo por noventa y nueve días. Muchos de los que lograron abandonar el sitio tenían acceso a otra red como Twitter, de modo que simplemente habían desplazado su adicción. Sin embargo, los que se mantuvieron alejados de la redes, presentaron en general un talante más feliz y se mostraron menos interesados en controlar lo que los demás pensaban de ellos, lo que implicaría que la adicción a las redes sociales es en parte una automedicación contra la depresión y una forma de presentar, como haría un comisario en una exposición, la mejor versión de uno mismo a los ojos de los demás. En realidad, estos dos factores pueden estar relacionados entre sí.

Para quienes se preocupan excesivamente por la imagen que transmiten, las notificaciones de las redes sociales hacen el efecto de tentadores señuelos para pinchar en el enlace. La notificaciones encienden los «centros de recompensa» del cerebro, de manera que nos sentimos mal si los indicadores positivos que hemos acumulado en las distintas plataformas no expresan suficiente aprobación. El aspecto adictivo de este proceso es semejante al de las máquinas de póker o el de los juegos del teléfono, que nos recuerda lo que el teórico cultural Byung-Chul Han llama la «ludificación del capitalismo». Pero no se trata únicamente de adicción. Debemos calibrar todo lo que escribimos para que sea aceptado socialmente. No solo apuntamos a encajar entre nuestros pares sino que, hasta cierto punto, solo prestamos atención a lo que ellos escriben en la medida en que nos permita escribir alguna réplica, en busca de sumar likes o retweets. Quizás esto, entre otras cosas, sea lo que impulsa la actitud a menudo llamada con sorna «postureo ético» [virtue-signalling], es decir, tratar de mostrar una supuesta superioridad moral, como también lo que da pie a las discusiones feroces, las reacciones exageradas, el amour propre herido y el fanfarroneo que con frecuencia caracterizan a las comunidades de la industria social.

Sin embargo, no somos las ratas de Skinner. Ni siquiera las ratas de Skinner eran ratas de Skinner: solo las ratas que estaban es aislamiento, fuera de su hábitat sociable normal mostraban los patrones de conducta adictiva registrados en la caja de Skinner. En el caso de los seres humanos, las adicciones tienen una significación subjetiva como la tiene la depresión. El estudio de las redes sociales de Marcus Gilroy-Ware sugiere que lo que nos ofrecen las nuevas publicaciones en la página de inicio es estimulación hedónica, varios estados de ánimos y fuentes de excitación –desde el porno violento hasta la pornografía alimentaria o el porno a secas– que nos permiten dirigir nuestras emociones. Pero, aparte de esto, también es verdad que podemos llegar a apegarnos a las miserias de la vida online, un estado de ira y antagonismo perpetuos. En cierto modo, nuestro avatar online se asemeja a un «diente virtual» en el sentido descrito por el artista surrealista alemán Hans Bellmer. Cuando sentimos la punzada de un dolor de dientes, un reflejo común es cerrar el puño con tanta fuerza que las uñas se clavan en la piel. Esta reacción «confunde» y «divide en dos» el dolor al crear un «centro virtual de inervación», un diente virtual que parece apartar la sangre y la energía nerviosa del centro real de dolor.

Esto sugiere que, si estamos sintiendo dolor, lastimarnos adrede puede ser un modo de desplazar ese dolor de manera que parezca que ha disminuido, aun cuando no se haya reducido realmente y continuemos teniendo el dolor de muelas. Así, si nos enganchamos a una máquina que pretende decirnos, entre otras cosas, cómo nos ven los demás u ofrecernos una versión de nosotros mismos, una imagen online delegada, quiere decir que algo ya no andaba bien en nuestras relaciones con los demás. Numerosos estudios sobre el tema aseguran que la industria social ha influido en el aumento global de la depresión –actualmente, la enfermedad más difundida y de mayor crecimiento del mundo: el número de afectados creció, desde 2005, alrededor del 18 por 100–. Existe una correlación particularmente fuerte entre la depresión y el uso de Instagram entre los jóvenes. Pero las plataformas de la industria social no inventaron la depresión; solo la explotaron. Y para atenuar su punzada, uno tendría que explorar qué no marcha bien en otra parte.

VII.

Si la industria social es una economía de la atención que distribuye sus recompensas a la manera de un casino, ganar puede ser el peor resultado. Como muchos usuarios terminaron descubriendo, a su costa, no toda publicidad es buena publicidad.

En 2013, un albañil de 48 años de Hull, en el norte de Inglaterra fue hallado ahorcado en un cementerio. Steven Rudderham había sufrido el hostigamiento de un grupo anónimo de justicieros de Facebook que habían decidido que era un pedófilo. Sin ninguna prueba contra él, alguien había copiado la imagen de su perfil y había hecho un anuncio en la red en el que se le acusaba de ser un «sucio pervertido». Bastaron solo quince minutos para que cientos de usuarios compartieran la publicación y tres días de correos con mensajes de odio y amenazas de muertes y castración para que Rudderham se suicidara.

Pocos días antes, Chad Lesko de Toledo, Ohio, había sido atacado repetidamente por la policía y hostigado por residentes locales porque creyeron que le buscaban por la violación de tres niñas y de su hijo pequeño. La falsa acusación surgió de una cuenta ficticia orquestada por su exnovia. Irónicamente, Lesko había sufrido abusos de niño por parte de su padre. Este tipo de linchamiento, cada vez más común en la industria social, no siempre es resultado de una maldad consciente. Garnet Ford de Vancouver y Triz Jefferies de Filadelfia sufrieron la caza de brujas de las redes sociales porque ambos fueron confundidos con criminales buscados. Ford perdió su empleo y Jefferies fue hostigado por una horda indignada en su casa.

Estos pueden ser ejemplos extremos, pero ejemplifican una cantidad de problemas bien conocidos, exacerbados por los medios, desde las fake news, a las provocaciones de los trolls y el bulling, a la depresión y el suicidio. Y plantean preguntas fundamentales sobre cómo funcionan las plataformas de la industria social. ¿Por qué, por ejemplo, hay tanta gente dispuesta a creer en las fake news? ¿Por qué nadie ha sido capaz de mantener a esa multitud en los carriles de la sensatez y señalarle la locura vindicativa de sus acciones? ¿Qué clase de satisfacción esperaban obtener de ellas los participantes, aparte de la schadenfreude, la alegría de ver que a alguien le fueran mal las cosas o hasta se muriera?

Si bien es habitual percibir la industria social como un gran nivelador –y quizá lo sea–, también puede, sencillamente, invertir las jerárquicas corrientes de autoridad y de obtención de fuentes fácticas. Quienes se sumaron a las turbas de linchamiento no tenían ninguna prueba que autorizara las creencias que los impulsaron a actuar más que haber oído que alguien lo dijo. Cuanto más anónima es una acusación, tanto más efecto produce. El anonimato despega la acusación del acusador y de toda circunstancia, contexto, historia o relaciones personales que podrían haber ofrecido a cualquiera la oportunidad de evaluarla o investigarla. Permite que se imponga la lógica de la indignación colectiva. Pasado cierto punto, ya no importa si los participantes individuales están «realmente» indignados. La acusación se carga de ira en nombre de los acusadores. Tiene vida propia: es una bola de demolición que descarga sus golpes sin rumbo, omnidireccional; una voz que aparentemente no tiene cuerpo, una intimidación sin intimidador; un inquisidor, un cazador de brujas virtual. Las normas de veracidad no solo se han invertido; también se han apartado de la noción tradicional de la persona como fuente de verdad testimonial.

Una acusación falsa es un tipo particular de fake news. Incluye cuestiones de justicia y convoca a tomar partido. Y como la mayoría de la gente no tiene la menor idea de lo que está sucediendo nadie está en condiciones de armar una defensa del acusado. Esto obliga al observador a mantener un silencio preocupado o a agacharse para pasar inadvertido dentro de la turba pensando «voy allí, pero por la gracia de Dios…». Al menos, en el último caso, obtendrá algunos likes por tomarse la molestia.

La industria social no inventó el linchamiento colectivo ni el juicio-espectáculo. Los justicieros estuvieron buscando supuestos pedófilos, violadores y asesinos para atormentarlos mucho antes del advenimiento de Twitter. La gente disfrutaba de creer falsedades antes de poder recibirlas directamente en sus teléfonos inteligentes. Las intrigas en el lugar de trabajo y en los hogares se alimentan de una versión de las campañas de cotilleo e intimidación que vemos en la red. Para aplacar el linchamiento, el hostigamiento y las agresiones online habría que comprender por qué esas conductas se dan con tanta frecuencia en otras partes.

¿Qué cambió, pues, la industria social? Ciertamente ha facilitado que la persona común y corriente difunda falsedades, que los matones sueltos se unan en manadas contra determinados blancos y que la desinformación anónima se disemine a la velocidad del rayo. Sin embargo, La máquina de trinar ha colectivizado el problema de un modo nuevo.

VIII.

En 2006, un adolescente de trece años llamado Mitchell Henderson se suicidó. Los días siguientes, su familia, sus amigos y conocidos se congregaron en su página MySpace para hacer homenajes virtuales a su ser querido.

Días después, un grupo de trolls comenzó a atacarlos. Al principio se mostraban divertidos por el hecho de que Henderson había perdido su iPod días antes de morir y había comenzado a publicar mensajes que implicaban que su suicidio era una respues­ta frívola e autoindulgente a la frustración consumista: «Problemas del primer mundo». En un post alguien adjuntó una imagen de la tumba del joven con un iPod apoyado contra ella. Pero lo que realmente los encendió en una espiral de hilaridad fue la desconcertada indignación que podían provocar en la incauta familia. Cuanto más se enfadaba la familia, tanto más gracioso les parecía.

Más de una década después, un niño de once años de Tennessee, Keaton Jones, hizo un conmovedor vídeo en el que, llorando, describía el hostigamiento de que era objeto en la escuela. La madre, Kimberley Jones, lo publicó en su propia página de Facebook y el vídeo rápidamente se viralizó en varias plataformas de la industria social. Celebridades, desde Justin Bieber hasta Snoop Dogg, se unieron en la ola de apoyo al niño y un extraño organizó un crowdfounding para reunir dinero para la familia Jones.

Era lógico esperar cierto grado de escepticismo en relación con esta historia. Ya existe una larga tradición de contenido viral, emotivo, compasivo, al estilo de Upworthy[2], en gran medida manipulador si no ya directamente inventado. Estos vídeos tienden a apelar al sentimiento para reforzar la moralidad convencional. Por ejemplo, el famoso vídeo viral del vagabundo que gasta el dinero que le acaban de donar en comida para otros (en vez de entregarse al demonio del alcohol) fue utilizado para recaudar 130.000 dólares en donaciones antes de que se descubriera que era falso. Sin embargo, en el caso de Keaton Jones no hubo tal escepticismo y aparentemente la historia era verdadera.

Con todo, casi tan rápidamente como Jones fue canonizado, la marea cambió. Los detectives de la industria social salieron a pescar en la cuenta de Facebook de Kimberley Jones y encontraron fotografías de la joven madre sonriendo con la bandera confederada y publicaciones en las que la mujer hablaba contrariada sobre la protesta contra el racismo de la Liga Nacional de Fútbol Americano impulsada por Colin Kaepernick. Se le atribuyeron comentarios abiertamente racistas sobre la base de un material hallado en una cuenta falsa de Instagram. Surgieron rumores, nunca corroborados, de que las intimidaciones sufridas por el muchacho se habían originado en epítetos racistas que él había utilizado en clase. Los tuits que lo afirmaban fueron compartidos cientos de miles de veces. Una cuenta parodia, «Jeaton Kones» se hizo viral: en ella se retrataba al niño con los caracteres estereotípicos de la «gentuza blanca» [White Trash] del sur.

En la jerga de la industria social hasta existe una expresión para describir el proceso de elevar a alguien en las redes y después destruirlo con idéntica rapidez: Mil­shake Duck. Jonas se habían convertido en un miembro de esa subpoblación cada vez más numerosa de personas que, después de haber sido adoradas durante cinco minutos «por internet», súbitamente se convierten en objeto de odio por algo desagradable que se descubre o se inventa sobre ellas. Pero, en este caso, que no fue el primero, la red, con su cuestionable pretexto moral, terminó siendo más despiadada y cínica que el más sádico matón de la escuela. Da la impresión de que ya hay algo potencialmente violento y punitivo en el hecho de idealizar a alguien; como si el objetivo último de todas esas idealizaciones sensibleras fuera que se desmoronen: se les encumbra para después demolerlos mejor.

Mientras se desarrollaba ese proceso, se produjo en Estados Unidos el último de una serie de suicidios incitado por el cyberbulling.Ashawnty Davis, según contaron sus padres, había descubierto que alguien había colgado en una aplicación de las redes sociales, donde se había vuelto viral, un vídeo de una pelea que ella había mantenido con una compañera del mismo colegio. La situación angustió tremendamente a Ashawnty. A las dos semanas, la encontraron ahorcada dentro de un armario. La perturbadora proximidad de estos acontecimientos enciende luces de alarma. ¿Se detendría «internet» o siquiera habría sido capaz de detenerse si hubiera empujado a Jones al suicidio? Si, más que molestar simplemente a una familia en duelo, ¿el acosamiento en manada hubiera sido la causa primaria de ese duelo?

La diferencia crucial entre el caso de Henderson y el de Jones es que en el primero, los trolls eran marginales, subculturales, deliberadamente amorales y fácilmente despreciables. En el segundo caso, en cambio, los agresores operaban disimulados entre otros millones de usuarios de la industria social incitados por una mezcla de simpatía, identificación, voyeurismo emocional y la sensación de ser parte de algo importante que terminó derivando en amargo resentimiento, desconfianza y desprecio. Las provocaciones de los trolls se habían generalizado.

Una distinción que tal vez corresponda hacer es que los trolls, a diferencia de la mayoría de los usuarios, son plenamente conscientes de lo que hacen al utilizar las redes y explotan el impacto acumulativo de cientos de miles de pequeñas acciones de usuarios indiferentes, como un tuit o un retuit. La mayor parte de quienes participaron en el hostigamiento de Jones dedicaron apenas unos minutos al caso. No fue una campaña concertada: cada uno fue simplemente parte de un enjambre, un punto decimal mi­núsculo en un tema que fue tendencia [trending topic]. Individualmente, la responsabilidad de cada usuario en la situación con frecuencia es homeopáticamente leve, por lo tanto, él siente que no causa ningún daño cediendo a sus tendencias más punitivas y agresivas, a su lado más oscuro. Sin embargo, incentivados y acumulados por la máquina de trinar, ese actos ínfimos de sadismo se vuelven monstruosos.

Como dice la consigna de los «ciberagresores», «ninguno de nosotros es tan cruel como lo somos todos juntos».

IX.

El riesgo que corremos al apelar a ejemplos tan extremos es que podríamos estar legitimando una forma de pánico moral en relación con internet y justificando por lo tanto la censura estatal. Esta sería la respuesta tradicional a las furias orestianas: domesticarlas mediante «el imperio de la ley». Una respuesta basada en la intención de defender la jerarquía tradicional de la escritura en cuya cima está una constitución escrita o un texto sagrado del que emana la autoridad de lo escrito. Lo que una sociedad estima aceptable o inaceptable está fuertemente anclado en un texto autorizado, venerable. Por supuesto, el imperio de la ley nunca fue tan eficaz para refrenar las furias como esperaban los liberales. Las cazas de brujas de McCarthy en Estados Unidos a mediados del siglo pasado mostraron que la paranoia política podía diseminarse fácilmente a través de los mecanismos del estado liberal.

No obstante, lo que está pasando ahora es que la digitalización del capitalismo desbarata aquellas viejas jerarquías escritas, de modo tal que los espectáculos de cacería de brujas y pánico moral y los ritos de castigo y humillación han sido delegados y descentralizados. La organización general del espectáculo, definido por el situacionista francés Guy Debord como la mediación de la realidad social a través de una imagen, ya no está en manos de burocracias centralizadas. Ha sido delegada, en cambio, a la industria de la publicidad, del entretenimiento y, por supuesto, a la industria social. Esto ha generado nuevas ecologías de la información y nuevas formas de la esfera pública. Ha cambiado las configuraciones de la indignación pública. La industria social no ha destruido el poder de la antigua autoridad escrita sino que le ha agregado una síntesis única de vigilancia barrial, un canal de infoentretenimiento y una bolsa de valores activos las veinticuatro horas. Combina el efecto del panóptico con el clima de colmena, provocación, transitoriedad y volatilidad de los mercados financieros. Sin embargo, el desempeño registrado por el estado liberal en su relación con la industria social es pobre y tiende a exhibir la tendencia a adoptar la lógica de la indignación online en lugar de contenerla. Hay casos famosos de una exagerada reacción legal a declaraciones hecha en internet. El fiasco conocido en el Reino Unido como el #twitterjoketrial [«el juicio por un chiste en Twitter»] incluyó que el estado arrestara, enjuiciara y condenara a Paul Chamber de 28 años por hacer una broma en Twitter. El joven había expresado su irritación contra el cierre del aeropuerto local, «amenazando», en un tono claramente sarcástico, con «hacerlo estallar por los aires». La condena de Cham­bers fue anulada después de una campaña pública pero no antes de que el bromista perdiera su trabajo. Menos conocido, pero tal vez igualmente ridículo, fue el caso de Azhar Ahmer quien, en un momento de cólera contra la guerra de Afganistán publicó que «todos los soldados deberían morir e ir al infierno». En lugar de tratar la publicación como el resultado de un arranque emocional que tenía derecho a sufrir, el tribunal lo condenó por publicar «una comunicación groseramente ofensiva».

Quizá sean más reveladores los casos en que la indignación en las redes sociales motivó la acción policial. Es lo que le pasó a Bahar Mustafa, una estudiante de Goldsmith, al sudeste de Londres. En su calidad de representante elegida en su centro de estudiantes, Bahar había organizado un reunión para mujeres de minorías étnicas y estudiantes no binarios. Los estudiantes conservadores, indignados porque se había solicitado que los varones blancos no asistieran, montaron una campaña en las redes sociales para exponer el «racismo invertido» de Mustafa. En el furor de la campaña, la joven fue acusada de hacer circular un tuit con el hashtag, irónico, #killallwhitemen, como prueba de su «racismo invertido». Mustafa, a pesar de negar insistentemente que hubiera sido ella quien envió el tuit, fue arrestada. El Crown Prosecution Service [Servicio de Enjuiciamiento de la Corona], en lugar de tratar el caso como una muestra de las trivialidades de internet, intentó procesarla y solo retiró los cargos cuando quedó claro que tenía pocas probabilidades de condenarla. Pero, la acción de la fiscalía alimentó una tormenta multimedia apocalíptica de furia que se tradujo en ataques racistas contra Mustafa e invitaciones a que se «suicidara» o se entregara a un «violador». La fiscalía no tomó medidas contra estos últimos tuits, como tampoco la vasta mayoría de las publicaciones en ese sentido. En cambio, la autoridad apoyó pautas arbitrarias de indignación sancionando a individuos que supuestamente habían traspasado los umbrales del buen gusto y de lo que es apropiado publicar en la industria social. A veces el imperio de la ley engrandece a las furias en lugar de aplacarlas.

Esto implica que ritos improvisados de deshonra pública, que estallan como una tormenta, pueden alimentarse de las respuestas oficiales. Y, puesto que la industria social ha creado un efecto panóptico pues ahora cualquiera puede ser potencialmente observado en todo momento, cualquier persona puede, súbitamente, quedar aislada, por haber sido seleccionada para recibir un castigo aleccionador. Dentro de las comunidades online, esta posibilidad produce en los usuarios una fuerte presión a coincidir con los valores y las costumbres de sus pares. Pero ni siquiera la conformidad con los pares constituye una salvaguarda porque cualquiera puede ver lo que se publica. El público potencial de cualquier post colgado en internet es la totalidad de los usuarios de internet. La única manera de encajar con éxito en internet es ser indeciblemente anodino y banal. Y aun cuando uno pasara toda su vida online compartiendo memes «empoderadores», citas «edificantes» y ciberanzuelos de vídeos virales, nada garantiza que alguien, en algún lugar del mundo, considere que su mera existencia es un buen blanco para su agresividad. Mecanicamente, el agresor de internet busca blancos que sean «aprovechables», es decir, que presenten algún tipo de vulnerabilidad, desde mostrar un sufrimiento a colgar un post siendo mujer o perteneciendo a una minoría. Y el trolling es una exageración estilizada de la conducta común y corriente, sobre todo de la conducta en internet.

No todos tienen un programa para explotar y castigar las vulnerabilidades, pero a veces sin darse cuenta terminan llevándolo a cabo. Es un programa compuesto por la propensión humana a confundir los placeres de la agresión con virtud. El escritor recientemente fallecido Mark Fisher describía la versión progresista de este fenómeno mediante la metáfora barroca del «castillo del vampiro». En el castillo, escribió Fisher, izquierdistas bienintencionados tienen acceso a los placeres de la excomunión, de una conformidad popular y de restregarles a otros en la cara sus errores, en nombre de alguna ofensa que debe ser reparada. Las fallas políticas o hasta simplemente las diferencias pasan a ser características explotables. Puesto que nadie es puro y puesto que la condición de estar en la industria social es revelarse constantemente, entonces, en cierta perspectiva, nuestra existencia online es una lista de rasgos explotables.

Y cuando los rasgos explotables de un usuario llegan a constituir la base de una nueva ronda de indignación colectiva, terminan galvanizando la atención, se suman al flujo y la volatilidad y, por ende, al valor económico de las plataformas de la industria social.

X.

«El lenguaje es misterioso», escribe la especialista en religiones Karen Armstrong. «Cuando se pronuncia una palabra, lo eté­reo se hace carne; el habla requiere encarnación: respiración, control muscular, lengua y dientes.»

La escritura exige su propia encarnación: coordinación manos-ojos y alguna forma de tecnología para hacer marcas en una superficie. Tomamos una parte de nosotros y la transformamos en inscripciones físicas que nos sobreviven. De manera que un futuro lector pueda respirar, como dijo Seamus Heaney, «el aire de otra vida, otro tiempo, otro lugar». Cuando escribimos, nos damos un segundo cuerpo.

Hay algo milagroso en todo esto, la existencia de un animal «escribiente», apenas un punto en el tiempo profundo de la historia del planeta. Las primeras teorías de la escritura no pudieron resistirse a verla como algo divino: «el aliento de Dios», como se dice en el Libro de Timoteo. Los sumerios la alabaron como un regalo de Dios, junto con las piezas de madera y de metal: una yuxtaposición expresiva, como si la escritura fuera en realidad una artesanía más, otro trabajo textil, tal como se entendía en la civilización incaica. La palabra egipcia «jeroglífico» se traduce literalmente como «escritura de los dioses».

Los griegos antiguos expresaban una interesante desconfianza por la escritura, pues les preocupaba que esta pudiera romper el vínculo con las culturas orales sagradas y, al hacer las veces de un artefacto mnemónico, alentara la pereza y el engaño. No obstan­te, también la consideraban sagrada en la medida en que conservaba el vínculo con la voz. El historiador de las religiones David Frankfurter, escribe que los griegos antiguos estimaban que las letras de su alfabeto, por el hecho de denotar sonidos, eran «elementos cósmicos». Entonarlas podía llevar al cantante a un estado de perfección. Así vemos que, además de constituir un dispositivo mnemónico y contable y también una artesanía, la escritura, como notación musical, era poesía divina.

Los mitos históricos siempre han confundido la relación de la escritura con la voz. El gramático polaco-estadounidense