La última infancia - Lucas Regolo - E-Book

La última infancia E-Book

Lucas Regolo

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Beschreibung

"La última infancia comienza con un ataque cibernético que encripta 'en cuestión de segundos toda la información de la compañía, histórica y actual'. A partir de ahí, se inicia un viaje para desencriptar, descifrar y exhumar los recuerdos que Luis, el protagonista, no sabía que tenía; un viaje, no para saber, sino para fundar una infancia; para construir, acaso por primera vez, lo histórico y lo actual. ¿Qué es la infancia sino eso que vuelve, eso que insiste, eso que irrumpe cuando menos se lo espera? Se dice primera infancia a los primeros años de vida, pero ¿cuándo acontece La última infancia?   Ficción dentro de otra ficción, viaje dentro de otro viaje, La última infancia, de Lucas Regolo, construye un narrador que intenta situar esa, La última infancia —¿la última?—, para dar paso a la pregunta acerca de la paternidad. Acaso la suya, aunque también, y sobre todo, la de su padre suicida. '¿Qué sentido tenía reversionar una historia con final abrupto?', se pregunta. No ser el mismo padre que su padre —un padre es un padre proveedor—, pero tampoco ser lo contrario; de eso se trata para el narrador: de salir del espejo de su padre, de hacer de la paternidad una construcción y no un destino. Escribir un padre por fin en tiempo pasado, no para olvidar, sino para dejar de recordar siempre lo mismo. Escribir un padre y 'refundar una niñez' para, quizás, dejar de ser solamente 'el hijo de un suicida'. Animarse a imaginar, por primera vez, 'la secuencia continua' de ese día fatídico, y así ponerle 'punto final'. Entre el viaje del padre 'donde sólo había una certeza' y el viaje del hijo 'en la incertidumbre absoluta de la escritura', se escribe La última infancia que hace mientras narra, que construye mientras dice, que recuerda mientras olvida, que derriba mientras funda" (Alexandra Kohan).

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La última infancia

Lucas Regolo

NARRATIVAS

Regolo, Lucas

La última infancia / Lucas Regolo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-02-6

1. Literatura Argentina. 2. Narrativa. 3. Literatura Contemporánea. I. Título.

CDD A863

© 2023, Lucas Regolo

Primera edición, abril 2023

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Carolina Iglesias, Patricia Jitric y Martín Vittón

Conversión a formato digital Estudio Ebook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Para Agustina, que supo que este libro iba a existir antes de que yo pudiera escribirlo.

1

Eran cerca de las nueve de la mañana de un martes. Hacía pocos minutos había escuchado los primeros llantos de los mellizos, que no pasaban el año y medio de vida. Recibí un llamado desde la oficina que empezaba de manera inocente: “No puedo abrir un archivo de Excel”. Tardé algunos minutos en entender qué era lo que estaba sucediendo con todos los servidores de la empresa. Habíamos sufrido un ataque que había encriptado en cuestión de segundos toda la información de la compañía, histórica y actual. Era una variable nueva de troyanos que empezaba a ganar popularidad; se los denominaba ransomware, porque a la acción de “secuestro” de la información se le ofrecía la posibilidad de pagar un “rescate” para recuperarla. En aquella ocasión, la salida era el pago de la módica suma de cinco bitcoins. Intenté lo imposible por resolver la cuestión sin acceder a la extorsión de un indio o un conjunto de indios, o vaya a saber uno de dónde eran realmente los hackers. Le di vueltas al asunto durante largas horas antes de sucumbir y entregar las cinco monedas para que me mandaran la llave del cofre en el que habían encerrado toda la información de la empresa.

Una doble derrota, por la oblada y por el desafío perdido. Josefina recordaba aquel aciago intersticio como “los días en que no se podía hablar con vos”.

Pasé dos noches sin dormir.

En términos materiales del recuerdo, esos que no pueden falsearse porque se graban con objetividad en la nadería subjetiva de la propia historia, de esos días no tengo guardada ninguna foto de los mellizos.

No recuerdo haber compartido ninguna comida en toda la semana.

No puedo precisar si les dediqué siquiera una hora seguida de mi tiempo.

Sí recuerdo, porque tal vez lo haya hecho para eso, para llamar mi atención, que Juana cambió sus onomatopeyas por un “papá” nítido, prístino y hermoso. No estuve ahí en el momento exacto en que lo hizo.

 

 

Nueve meses después, los mellizos ya estaban escolarizados. Benito había pasado todo el período de integración con la mochila puesta y la miniatura de Rayo McQueen bajo el brazo. Juana no se despegaba de su chupete ni para tomar agua, y a contramano de las expectativas generadas por las personalidades complementarias de cada uno, Benito no pasó de la semana en el acompañamiento, mientras que Juana superó el mes holgado de la mano de Josefina. En una de esas largas mañanas de espera en el comedor del colegio, me llegó otro mensaje de la oficina que informaba que el incidente del secuestro estaba ocurriendo otra vez. Las manos comenzaron a sudarme en el acto y el teléfono se me cayó al piso.

—Tengo una urgencia en la oficina y necesito irme; voy a ver si mi mujer puede volver pero no lo aseguro. En el peor de los casos los buscamos a la hora de salida —le dije a la coordinadora de la adaptación. Ella me contestó que “entendía perfectamente” y que no me preocupara, que me fuera tranquilo.

Me fui rápido a la oficina. Como ya tenía experiencia, el tiempo de resolución se redujo a la mitad y la cantidad de bitcoins necesarios para obtener las llaves, también. No sólo había entendido la necesidad de desagregar en varias capas los circuitos de información de la empresa, sino que también había aprendido a negociar en la eventualidad de una extorsión.

En esa oportunidad no pasé dos noches sin dormir, pero mi humor se deterioró como si hubiera permanecido una semana en vigilia. Recuerdo la “banda sonora” de esos días, dos discos en particular que compartían cantante pero que no eran los mismos artistas: The Velvet Underground y Lou Reed. El primero era la grabación de un concierto de reunión, del mismo año en que había empezado a usar el tiempo pasado para hablar de mi padre. El segundo, Magic and Loss, que se había lanzado unos meses antes. Una canción, entre todas las letras posibles, me interpelaba hasta el rechazo: “Harry’s Circumcision”. Un hombre que se miraba al espejo y se espantaba al reconocer que se estaba convirtiendo en su padre. La solución de Harry era tan tremenda como su constatación: pensando en Vincent van Gogh, se abría la garganta de oreja a oreja con una hoja de afeitar.

 

 

La tercera vez estábamos de vacaciones. Era mi debut en los deportes de nieve, cerca de cumplir mis cuarenta años. Nunca había esquiado en mi vida y Josefina decidió, una vez más, que a eso había que ponerle remedio.

Esta vez el llamado no vino de la oficina. Un amigo que impulsaba un estudio contable familiar me llamó desesperado porque había perdido toda su información. El alba estaba despuntando sobre la Cordillera de los Andes, y yo veía por la ventana la singular parsimonia que le tomaba al copo de nieve posarse sobre la baranda de madera que separaba la galería de un blanco total, unos metros más adelante. Josefina todavía sonreía al acercarme una taza de café humeante. Lo tomé por la manija y lo dejé enfriar. Ya sabía que perdería el día mirando números en una pantalla en vez de avanzar en el dominio del snowboard.

Los mellizos irían a su jardín de esquí, pero yo no los vería. No sacaría ni una foto. Josefina dibujaría surcos en la nieve, pero yo no aplaudiría para festejar la proeza.

—¿No saliste en ningún momento a la montaña? —me interrogó al llegar para almorzar. Apenas levanté las cejas y volví la vista a la pantalla—. ¿Tenés para mucho?

—Me gustaría poder mandar todo a la mierda. Ayer —terminé exhalando como una bocanada de humo luego de unos minutos. Mi mujer se me acercó por la espalda y estiró sus brazos por mi cuello como si fueran una bufanda. Sus manos aún estaban frías y también sus labios, cuando los estampó en mi mejilla, presentándome el futuro sin preámbulos.

—¿Por qué no lo hacés?

Fingí desconocer las implicancias de la frase y su ejecución, pidiendo que me lo repitiera de una manera más didáctica, como para que la entendiera un analfabeto.

—¿Qué decís?

—Que por qué no lo hacés. Por qué no mandás todo a la mierda y te olvidás. Te dedicás a otra cosa —dijo mientras se alejaba un poco, para ponerse de frente al otro extremo de la mesa.

—¿Y a qué querés que me dedique, a ver? ¿A criar ovejas?

—A escribir, por ejemplo —lo dijo tranquila, sin estirar las palabras ni pausas dramáticas.

En el frío del invierno cordillerano se hizo un silencio prolongado. La miré al otro lado de la mesa, donde se había deslizado suavemente para quedar sentada en una silla. Una expresión serena le dominaba el rostro. En mi interior las emociones se agolpaban como en un túnel, pujando por salir primero de mi boca. Tenía mil preguntas para contestar a esa sentencia.

—Pero ¿vos decís que yo me ponga a escribir y que no trabaje más?

Josefina hizo una mueca de satisfacción y me desarticuló con una de las preguntas más sencillas que se pueden hacer:

—¿Por qué no?

Por primera vez en el día dejó de importarme lo que pasaba en la pantalla. Ya conocía esa mirada. Sabía que estaba tramando algo. Podía palpitar lo que desencadenaba sin excitación. Era el preámbulo de un sismo en mi interior. Podría señalarla como fundacional en la historia de los enamoramientos. Porque así me había sucedido la primera vez que la vi, hacía diecisiete años, en la primavera de 2002. Yo tenía sólo deudas y un auto roto al que detestaba mirar porque me recordaba lo primero. Era mi primer auto y no quería ni sabía desprenderme de él. Me había quedado sin trabajo y no tenía manera alguna de repagar el préstamo bancario que había usado para comprarlo. Con apenas una centena de días en mi vida, Josefina ofreció sus ahorros (unos dólares acumulados de cumpleaños, recibidas y otros eventos importantes de su vida) para arreglarlo. No me conocía mucho, no esperaba ser repagada, no le importaban las consecuencias de invertir todo su dinero en algo que no era suyo. Apostaba a algo nuevo, incierto e inestable: yo. Lo hizo con un desinterés que me dejó pasmado.

“Nunca había conocido a alguien así”, pensé.

Es curioso que ella señalara exactamente la misma mirada en mi propio rostro, pero sólo al ver el auto arreglado. “Se te iluminó toda la cara”, me dijo en ese momento en que yo no podía sacarle de encima los ojos al azul marino del capot, completamente restaurado en sus líneas y en la tonalidad brillante de su color.

En la actualidad, el dinero no nos faltaba y nuestras carreras eran buenas. Sin embargo, ella estaba dispuesta a sacrificarse para que yo persiguiera lo que no estaba seguro, ni siquiera a esa altura, de que fuera mi deseo. Josefina volvió a pararse y se movió con sutileza hasta alcanzar mi mano, que reposaba al costado de la computadora. Corrió el pelo de mi cara tratando de descubrir lo que mis ojos buscaban, intentando leer en esa mirada que se había perdido en un viaje imaginario al futuro.

—No lo tenés que decidir ahora. Pero si es lo que querés hacer, nosotros te vamos a apoyar en lo que elijas —dijo en tono de cierre.

¿Qué pasa cuando uno queda a las puertas del deseo y estas parecen abrirse, invitándote a pasar? El que no ha visto jamás esa entrada contesta con rapidez que se “tira de cabeza”. De hecho, fue la respuesta más habitual con la que me encontré en las semanas siguientes, cuando empecé a jugar con la idea de concretar esta propuesta que me hacía Josefina, contándole el proyecto a mis amigos. “Ni lo dudes”, “hacelo ya”, “puedo ir yo en tu lugar, si vos no querés”. Para mí era un poco más complejo. No podía entonces ponerlo en palabras, pero intuía que allí se jugaba el partido más importante de mi destino. Cuando la experiencia laboral empezaba a tallarme en el molde de mi viejo, se me presentaba la oportunidad inédita de hacer algo diametralmente opuesto.

A papá se le había ido el deseo de la vida en la obsesión de proveer, de estar siempre apto para generar dinero. La contracara de esa realidad había sido, primero, su ausencia como padre, y luego, su desaparición como persona. Si le hubieran presentado una idea semejante en vida, probablemente le habría parecido una vergüenza y una completa deshonra. ¿Dónde se ha visto un padre que no quiera proveer? Sin saberlo, Josefina volvía a formular esa pregunta para reinterpretarla y darle otro sentido: si no se ha visto al padre, ¿de qué sirve que pueda proveer un bienestar económico, ese soporte incapaz de satisfacer lo que los hijos demandan de los padres, que es precisamente su tiempo? Josefina me ofrecía la posibilidad de disponer de todo mi tiempo para que lo usara en lo que quisiera hacer. Apostaba a que esa transición hacia la realización de un deseo que se había manifestado en mí de manera tímida, en cada viaje que habíamos hecho juntos (solíamos enviar mails masivos en los que referíamos nuestras peripecias de viaje, firmando juntos lo que yo producía en soledad) le diera también, en el mismo movimiento, un padre a sus hijos. Uno parecido al que su esposo hubiera deseado tener cuando era hijo.

Volví a mirar la pantalla. La transferencia de bitcoins desde mi wallet hacia la del hacker que había capturado la información de mi amigo se había iniciado y ya tenía una de seis confirmaciones. Mi dedo índice empezó un golpeteo de repetición contra el marco de la computadora. Afuera el sol ganaba protagonismo, formando una pantalla resplandeciente al tocar el suelo cubierto de nieve. Se escuchó crujir la madera en las escaleras, señal inequívoca de que los mellizos se habían levantado y venían en busca del desayuno.

2

El golpe del tren de aterrizaje al tocar la pista me despertó. Juana continuaba durmiendo sobre mi regazo. Josefina y Benito intercambiaban galletitas de asiento a asiento, trazando un puente de brazos que sorteaba el pasillo del avión. Miré por la ventana. El Aeroparque Metropolitano comenzaba a recortarse contra la noche porteña. Era una imagen que siempre me traía satisfacción. Y si a eso le sumaba algún escrito sintetizando el viaje, se convertía en algo inolvidable. Recorrí la manga que conectaba con el aeropuerto saboreando esa sensación tan espectacular como paradójica que permite entender que llegaste y que, antes de que cante un gallo, podrías volver a irte. La propuesta de Josefina tenía algo de viaje permanente.

Se me fueron los primeros días casi sin darme cuenta. Distinguir los lunes de los miércoles o los sábados de los martes me fue imposible. Concentrarme en un trabajo que había aprendido a odiar, sumado a la sugerencia de Josefina de que podría abandonarlo, fue de las tareas más difíciles que tuve que llevar a cabo. La rutina que antes era manejable me cayó encima como un manto de piedras. Mi único momento de disfrute era llevar a los chicos al jardín, pero apenas pasaba la puerta de salida, enredando mi vista con las copas de las tipas en la avenida Melián, empezaba a preguntarme qué estaba haciendo ahí. A quién o a qué le ofrecía mi tiempo. Sentía que le ponía un precio irrisorio y que, incluso aunque me ofrecieran una fortuna, seguiría estando mal pagado. Empecé a notar con desagrado que mis días se parecían a los últimos que transitó mi padre, o al menos a lo que yo imaginaba que habían sido esos días. No era sólo que quería algo distinto: yo sentía que merecía hacerlo mejor, fuera cual fuese esa diferencia.

 

 

Fue durante una noche que llevé a los mellizos a dormir más temprano que de costumbre. No tenían sueño y querían seguir aprovechando el día, así que intenté leerles un cuento. No prestaron mucha atención. Entonces, se me ocurrió contarles una historia, una que fuera más o menos verosímil. La ubiqué en la playa que más conocía, la que mejor me salía decorar con detalles coloridos. La misma en la que su papá, cuando tenía la edad de ellos, había conocido el mar.

Aquel lugar ya no me pertenecía, pero me seguía resistiendo a que se lo tragara el olvido. Les hablé de las escolleras en las que se escondían familias enteras de cangrejos que, al quedarse uno quieto por el lapso de al menos tres minutos, salían de sus agujeros en la arena y le mostraban al mundo el rosa de sus caparazones. Algunos, más intrépidos, elevaban sus pinzas y ofrecían resistencia. Les conté de la fuerza de las olas que a veces se los llevaban de paseo mar adentro y los devolvían tan mareados que terminaban caminando para atrás.

Les prometí que, más temprano que tarde, los llevaría a conocer la playa de los cangrejos.

La cara se me iluminó con una sonrisa indisimulable cuando Juanita, muy metida en el relato, comenzó a gatear en reversa simulando ser un cangrejo. Benito, a su vez, intentaba chasquear sus dedos para reproducir el sonido de las tenazas al cerrarse. Josefina, que había escuchado parte del relato desde la planta baja, me recibió con una expresión de orgullo cuando conseguí bajar, sin estar del todo seguro si habían conseguido dormirse o no.

Me acodé en la barra y miré el vaso vacío, que Josefina enseguida se ocupó de llenar. Me puse a jugar con una birome, haciendo garabatos sobre un papel. Al estirar las curvas de la inicial de mi nombre me sorprendí dibujando una ola.

Cuando estaba por terminar la primaria, a mis doce o trece años, el surf me había hipnotizado. En aquellos veranos de Miramar, como les acababa de relatar, en parte, a los mellizos, me pasaba horas enteras sentado sobre los espigones. La vista diluida en el imposible azul del mar, viendo cómo los surfistas desafiaban la marea y las olas que intentaban, en cada sacudida, llevarlos contra las piedras. Mamá había accedido, luego de muchas súplicas, a que me iniciara en la práctica de un deporte que entendía que era peligroso. Le había arrancado la promesa de que me comprara una tabla y pudiera tomar clases. Me había asegurado de que en el próximo verano llegaría con la tabla en mi poder. Pero lo que llegó al año siguiente fue la convertibilidad, y con ella la debacle del imperio comercial que papá había forjado. Mi padre entró en una depresión tan fuerte, tan avasallante, que antes de que volviera a caer enero en el calendario ya se había esfumado para siempre.

Habían pasado muchos años, pero me seguía costando poner ese acto en palabras. Me provocaba estupor la metáfora de aquella mecánica de salida. Como muchas veces antes en mi vida, esa revelación me tomó de imprevisto. ¿Y si el deseo de aventurarme en las palabras, en la incertidumbre absoluta de la escritura, tuviera que ver con la última acción de papá? Había muchas maneras de suicidarse. Papá eligió una que, más allá de la eficacia para conseguir el objetivo, entregaba pocas interpretaciones posibles.

Acaso una sola.

Al hacer ingresar por su boca el plomo con el que ponía fin a su existencia, también le decía a los que dejaba atrás que no habría jamás otra palabra, por un lado, pero que además podía significar cierto arrepentimiento sobre lo dicho.

“Me gusta todo lo que no habla”, le había escuchado decir una vez que lo encontré en el sillón del living acariciando a mi mascota. Fue en sus meses de depresión.

Me lo impuse como mi gran prioridad de ahí en adelante: si me tocaba desaparecer, no podía instalar un silencio así para los que dejaba atrás.

Repasé con acritud los años amargos en los que busqué respuestas a esa acción. Me enojé, maldije, lloré y me volví a enojar. Pero más allá de tratar de encontrar cierto confort en mi propio dolor, no había hecho mucho más. No conseguía rearmar aquella historia silenciosa, y eso me desesperaba.

 

 

Sentí sobre mi espalda un tacto suave. Sensible a las cavilaciones en las que varias veces me veía absorto, Josefina se acercó a mi lado en la barra y comenzó a hacer círculos con sus manos sobre mis omóplatos. Mi vista recorría los contornos de la figura central, color verde esmeralda, del cuadro que decoraba el living de casa. Sentado en esa posición me quedaba justo a la altura de los ojos. Una oración que señalaba mi vuelo me devolvió al mes en curso, tres días antes de que papá hubiera cumplido setenta y seis años.

—Te fuiste —dijo Josefina con una media sonrisa.

¿Qué me impedía iniciar la acción? ¿Qué dejaría atrás si aceptaba su propuesta? Quizá no era tanto lo que ponía en juego. Había sabido reinventarme en ocasiones peores. Ahora tenía los ahorros suficientes para pasar una temporada sin pensar en los ingresos. Josefina seguiría trabajando y su proyección de crecimiento profesional era alucinante. ¿A qué le tenía miedo? ¿A que mis clientes se sintieran abandonados, y por eso yo estaba abandonando a mis hijos para atenderlos?

Si las dudas no me iban a abandonar hiciera lo que hiciere, ¿por qué no podía llevármelas de viaje? La idea de una fila de dudas que hacían check-in en un aeropuerto me arrancó una sonrisa.

Pensé en cómo había empezado a trabajar de lo que ahora quería dejar: la última gran crisis económica argentina me había anotado como un desempleado más durante meses. Desde ese lugar se me ocurrió empezar a ofrecer como servicio lo que ya hacía como pasatiempo: solucionar problemas de computadoras. Casi veinte años después, haber escalado desde ese lugar hasta el mundo corporativo me entregaba buenos dividendos y ninguna satisfacción. Se me figuró como un destello inquietante un espejo similar al de papá, dándole marcha al auto que jamás lo devolvería a casa.

—Estaba pensando en lo que me dijiste en la montaña —dije sin revelar la secuencia de imágenes que daba vueltas a mi cabeza. Si se me hubiera pedido que hiciera en ese momento un orden para esa andanada de fotografías, habría puesto en primer lugar imágenes de playa, de olas, de mar. Mis hijos correrían por la arena exultantes, señalando el mar, al ver que su padre lograba una pirueta en el agua con su tabla. Josefina tendría un trago helado entre sus dedos y unas gafas de sol ocultarían una mirada de triunfo.

Me puse a contemplar una vez más el cuadro en la pared, que yo a veces llamaba “concha verde” y que era, en realidad, el cráter del volcán Irazú, que en tiempos de inactividad se inundaba con un agua verde esmeralda. Estaba ubicado en el cinturón de las Américas, en el centro de Costa Rica, a pocos kilómetros de San José. Además de los volcanes, era un país famoso por sus playas, su vegetación, su tranquilidad y, por sobre todas las cosas, por ser un gran destino para la práctica del surf.

Golpeé la barra con la palma de mi mano para que Josefina supiera que estaba a punto de tomar una decisión importante.

—Nos vamos a Costa Rica.

3

El gran miedo que tenía antes de tomar la decisión del viaje se relacionaba con el trabajo, específicamente con abandonarlo. Papá había hecho del trabajo el objetivo de su vida; cuando este tambaleó, su vida se desmoronó. Ese fue el ángulo que elegí para acercarme a la idea de ponerle fin al padre proveedor, a esa noción que de pronto, ayudado por el clima de época, empezaba a sonar arcaica. No estaba obligado a ser el sostén económico de la familia. Independientemente del avance arrollador de la carrera de Josefina, yo estaba eligiendo apartarme de lo que hasta ese momento había considerado la materia prima sobre la que se edificaba el éxito: la guita. No me quitaba el miedo, pero la percepción de estar desafiando de alguna manera ese legado me hizo sentir bien.

Hacía veinte años que trabajaba de manera autónoma. O al menos así se las llamaba a esas relaciones laborales, porque yo había entendido, a lo largo de una amarga experiencia, que allí también se jugaba una dependencia. Así como puede ser un jefe o una política determinada dentro de una empresa, para los “independientes” el idilio terminaba en la preferencia del cliente: “Ya no necesito de tus servicios”. Las razones podían ser aparentemente objetivas, pero al final toda decisión era afectiva. Envalentonado por el apoyo —emocional, económico, psicológico, acaso total— de Josefina, decidí darme un último gusto laboral.

Como buena parte de mi trabajo consistía en resolver cuestiones sensibles de la operación de las empresas, en los momentos previos a esas soluciones se generaban intervalos de desesperación. Innumerables fueron las situaciones en las que me encontré mirándome a los ojos con dueños de negocios exitosos, teniendo en mis manos el futuro de las siguientes semanas de su vida empresarial. Esos intersticios generaban cierta atmósfera de confianza y de confesión. Había algo que no se podía negar: sin esos sistemas andando, todo lo demás colapsaba. Muy parecida a una situación de análisis en consultorio, operaban deslizamientos hacia sus vidas personales. Yo usaba mi atención flotante; lo que ellos no sabían es que prefería sostener esa mirada de interés antes que revelar algún grado de avance o de acierto en lo que estaba haciendo. La realidad es que muchas veces, lo mismo que en una terapia, las cosas salían de casualidad.

Decidí organizar dos almuerzos: uno con cada uno de mis dos mejores clientes. La primavera avanzaba en Buenos Aires de manera incontenible.

Retiré a los mellizos del jardín y los llevé a casa. Benito lloró cuando le dije que no iba a almorzar con ellos. Juana no pareció darle importancia, o tal vez no quiso exteriorizar su descontento. No sabía cómo explicarles que ese almuerzo que no íbamos a tener podía garantizarnos todos los almuerzos futuros que quisiéramos. El porvenir era un concepto difícil de transmitir a los niños. De alguna manera, mi sentir empezaba a ser parecido.

Fui a un restaurante de Palermo. Pedí un menú de mediodía que no llegué a consumir. Cuando empecé a esbozar mi plan de escape, un cliente que alguna vez me había confiado intimidades sobre las desgarradoras semanas en que sostuvo como pudo el aliento de su madre agonizante, cortó mi relato con una pregunta tan sencilla como irreverente.

—¿Para esto me dijiste de venir a almorzar? Me hubieras mandado un mail.

Si me hubiera pasado el mes anterior al episodio de San Martín de los Andes, me habría desmoronado un destrato así. Pero ahora tenía el efecto inverso. Operaba como un catalizador para convencerme a mí mismo.

El mozo llegaba con la bandeja llena. Hice un bollo con la servilleta de tela y la dejé al lado del plato vacío. Se acercó a la mesa y comenzó a descargar la comida. Arrastré la silla unos centímetros hacia atrás y el mozo temió haber hecho algo malo. Lo miré sonriendo y le dije que el señor que se quedaba sentado se ocuparía de ambos almuerzos.

—Un vago más —le oí decir mientras me alejaba, casi como una voz en off dentro de mi cabeza. Una que bien podría haber tenido el tono de la de mi padre.

Al día siguiente, el viernes, la rutina fue similar. Saqué a los mellizos del jardín, los dejé en casa. La desazón de Benito fue parecida a la del día anterior. Juana decidió regalarme un abrazo en vez de su indiferencia de la víspera. Llegué al restaurante de Palermo nuevamente y encontré a Eduardo, un arquitecto devenido en gran empresario nacional, sumergido en la pantalla de su teléfono. Me senté sin que se diera cuenta.

Con la experiencia del día anterior ni siquiera me molesté en mirar el menú. Hice notar mi presencia con un leve golpe sobre la vajilla, que se mantenía limpia en la mesa.

—¿Querés que te cuente para qué te pedí de almorzar? —pregunté sin mucha expectativa. Eduardo alzó la vista con sorpresa, dejando caer su teléfono sobre la mesa.

—¿Cómo andás, Luis? ¡Claro, contame! —dijo en modo alegre.

Tuve por primera vez la oportunidad de verbalizar en el formato de un plan lo que tenía desordenado entre deseos y fantasías en mi cabeza hacía algunos meses. Me descubrí ganando entusiasmo a medida que avanzaba en el relato de lo que pretendía hacer en ese viaje que comenzaba a ser real al ponerlo en palabras.

Le dije que iba a tomarme una temporada sabática. Que viajaría a establecerme en una playa con mi familia. Que la primera intención era pasar tiempo de calidad con mis hijos. Que me entusiasmaba aprender a surfear, despertarme cerca del mar, retirarme de la playa al anochecer. Y que en medio de todo eso intentaría escribir un libro que sintetizara de alguna manera el viaje. Me escuché tan sorprendido como él al poder decirlo de forma sencilla, tan plausible de poder ser cierta. Lo que antes asomaba con desconfianza en conversaciones con Josefina, al presentarse frente a un interlocutor al que ya no me ataba nada, terminó por darle un envión definitivo de libertad a mis oraciones. Tan pronto como terminé de decirlo me incorporé. Sentía una fuerza que me recorría el cuerpo e impedía que me mantuviera quieto un minuto más. Deseaba que fuera la noche para encontrarme con Josefina y decirle que estaba listo para empezar la siguiente gran etapa de nuestras vidas. Me provocaba escribir un elogio de las renuncias, porque yo sentía que esta que estaba ejecutando casi sin proponérmelo era el preludio de una temporada fantástica.

Supongo que Eduardo supo interpretar en ese mismo instante lo que me pasaba, y no hizo nada por detenerme. Se paró algunos segundos después. Nos fundimos en un abrazo sincero. Cuando nuestras cabezas se desengancharon me confesó que a él, en un tiempo similar al que yo estaba viviendo, le habría encantado hacer algo así.

—Estoy seguro de que vas a escribir un gran libro —me dijo sin disimular la sonrisa.

Cuando me encontré con Josefina a la noche en casa, mi cerebro había entrado en un frenesí imparable. Si hubiera dependido de mí, la habría citado directamente en el aeropuerto de Ezeiza. Decidí no mencionar el almuerzo del jueves. Pero el del viernes se lo conté sin ahorrar un solo detalle.

4