La última rosa de Shanghái - Wina Dai Randel - E-Book

La última rosa de Shanghái E-Book

Wina Dai Randel

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Beschreibung

Es una épica historia de amor que se desarrolla durante un episodio casi desconocido de la Segunda Guerra Mundial.    1940. Aiyi Shao es una joven heredera, propietaria de un club nocturno en Shanghái, internacional y lleno de glamour. Ernest Reismann es un refugiado judío expulsado de Alemania. Ha perdido casi toda esperanza hasta que se cruza con Aiyi, quien lo contrata para tocar el piano en su club, en un escandaloso desafío a las costumbres. Ernest logra un éxito inmediato que hace revivir el club de Aiyi. Rápidamente ambos se dan cuenta de que comparten mucho más que la pasión por el jazz, pero sus diferencias son insuperables: Aiyi está comprometida y Ernest no le puede prometer ningún futuro.A medida que la guerra se hace más cruel, las vidas de Aiyi y Ernest se ven desgarradas por tener que elegir entre el amor y la supervivencia, y ya no queda más que sucumbir a la desesperación. Mientras todo parece ir en contra de ellos, se pone en marcha una cadena de sucesos, que cambiará la vida de los dos para siempre.Desde los brillantes clubes de jazz, pasando por las calles empobrecidas de una ciudad sitiada, y hasta el gueto judío, La útima rosa de Shanghái es una historia inolvidable de amor y redención.

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LA ÚLTIMA ROSA DE SHANGHÁI

Weina Dai Randel

Traducción: María Inés Linares

Título original: The last rose of Shanghai

Amazon Publishing Esta edición ha sido posible gracias a Amazon Publishing, www.apub.com, en colaboración con Sandra Bruna Agencia Literaria.

© 2021 Weina Dai Randel

© 2023 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2023 Vidis Histórica

www.vidishistorica.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-19767-15-8

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Dedicatoria
Nota de la autora
Capítulo 1 OTOÑO DE 1980
Capítulo 2 ENERO DE 1940
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10 Otoño de 1980
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27 FEBRERO DE 1941
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37 OTOÑO DE 1980
Capítulo 38 AGOSTO DE 1941
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51 OTOÑO DE 1980
Capítulo 52 ENERO DE 1942
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69 OTOÑO DE 1980
Capítulo 70 FEBRERO DE 1943
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79 OTOÑO DE 1980
Capítulo 80 JUNIO DE 1944
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85 OTOÑO DE 1980
Capítulo 86 JULIO DE 1945
Capítulo 87
Capítulo 88 OTOÑO DE 1980
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92 OTOÑO DE 1980

A mi madre (noviembre de 1950 - marzo de 2018)y a Raymond Randel (enero de 1933 - junio de 2017)

Nota de la autora

Aunque en esta novela se relatan hechos históricos, se trata de una obra de ficción. Los nombres, personajes, organizaciones, sucesos, fechas e incidentes son producto de mi imaginación o se usan de manera ficticia.

Capítulo 1 OTOÑO DE 1980

Peace Hotel, Shanghái

Tengo sesenta años y soy empresaria, filántropa y una mujer atormentada. Me he vestido con esmero para la reunión de hoy: llevo un cárdigan negro de cachemira, una blusa amarilla bordada, pantalones negros y un zapato a medida. Espero, con todo mi corazón, parecer refinada y humilde, tal como debe verse una multimillonaria relajada.

Hago avanzar mi silla de ruedas de una mesa octogonal a otra. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vine aquí, y parece que todo el hotel —las paredes revestidas de madera de castaño, los grabados en blanco y negro, la lámpara de araña dorada que cuelga del techo como un resplandeciente nido de pájaros— me recibe como a una vieja amiga. En el aire, por supuesto, no hay melodías conocidas de jazz, ni gritos de ira, ni se oye su voz firme. Después de todo, han pasado cuarenta años. Nuestro pasado —mi luz y mis lágrimas— se ha ido para siempre, lejos de mi alcance. Pero confío en que después de hoy sea diferente; después de hoy, estaré en paz.

He decidido donar este hotel, este monumento que ya es un símbolo, construido por un británico, controlado por varios gobiernos y ahora de mi propiedad, a una documentalista estadounidense a quien conoceré hoy. Le pediré que haga una sola cosa: filmar un documental. Este es un trato poco habitual, un negocio poco ventajoso para mí, pero no me importa. La documentalista ha cruzado el océano para encontrarse conmigo y estoy ansiosa por conocerla.

Aparco mi silla de ruedas junto a una mesa negra, cerca de las columnas corintias. No debería estar nerviosa, pero se me acelera el corazón. ¿Acaso me habré olvidado de tomar mi medicación esta mañana? No me acuerdo, y parece que tampoco puedo moverme, atrapada dentro de la grieta de los recuerdos.

Capítulo 2 ENERO DE 1940

Aiyi

Aproximadamente dos años después de la caída de Shanghái, a cuatro meses de que comenzara la guerra en Europa, yo tenía veinte años y un problema. Mi club nocturno, un negocio millonario, se estaba quedando sin bebidas alcohólicas debido a la escasez que se vivía durante la guerra. Había visitado, sin éxito, cervecerías y otros comercios, y los clientes ya se percataban de que el vino que les servía estaba diluido. Al borde de la desesperación, fui a ver a la última persona que hubiese elegido de todo el mundo para pedirle ayuda: mi rival en el negocio, el empresario británico sir Victor Sassoon.

Vivía en su hotel, en el corazón del Asentamiento Internacional, cerca del río Huangpu. Cuando estábamos llegando al edificio, le pedí a mi chófer que aparcara mi sedán Nash marrón para poder hacer a pie el resto del camino. Con una bufanda cubriéndome el rostro, pasé junto a rickshaws chirriantes y coches atronadores, con la cabeza gacha, rezando para que nadie me reconociera.

Eran las últimas horas de la tarde y se había desatado una gran tormenta; el cielo tenía un aspecto sombrío y el sol se ocultaba detrás de las nubes como una moneda de plata. El aire, gélido, olía a perfume, a humo de cigarro y a las empanadillas fritas que se vendían en el hipódromo, a unas calles de distancia. Cuando llegué a una de las entradas del hotel, vi cómo un jeep se estrellaba contra un hombre que iba en bicicleta —me di cuenta de que era shanghainés—. El hombre se sujetaba la pierna y gritaba, con la cara ensangrentada. Del jeep saltó un soldado japonés de uniforme caqui. Con una sonrisita de suficiencia, se acercó al pobre ciclista, desenfundó su arma y le dio un tiro en la cabeza.

El fuerte disparo atravesó mis oídos y mi corazón, pero no pude hacer nada más que apartar la mirada. Habíamos perdido la ciudad ante los japoneses; ahora, lamentablemente, todos los chinos que vivíamos en Shanghái éramos como peces atrapados en un pantano sombrío. Para evitar el anzuelo de la muerte y seguir viviendo, no teníamos más remedio que permanecer ocultos bajo el agua.

Aceleré el paso, subí los escalones de la entrada principal del hotel y crucé la puerta giratoria. Una ráfaga de aire cálido me recibió en el vestíbulo. Con un suspiro de alivio, me desenrollé la bufanda y observé las lujosas alfombras persas, el suelo de mármol reluciente, los elegantes sofás Chesterfield de cuero burdeos y los ramos de rosas y claveles frescos en altos jarrones de color índigo. Me encantaba este hotel. Antes de la guerra, a menudo me daba el gusto de reservar la Jacobina, una de las suites más extravagantes, que tenía una decoración única de estilo francés.

No vi a Sassoon, pero un hombre rubio, sentado en un sofá Chesterfield y vestido con un traje de franela gris similar al que tenía mi prometido, me miraba ceñudo. Cerca de él, había otros tres hombres con uniformes azules del Cuarto Regimiento de Infantería de Marina de los Estados Unidos, que debieron de haber escuchado el disparo, dejaron de fumar sus cigarrillos y también se volvieron hacia mí. Parecían fastidiados, como si yo fuera una intrusa que acababa de irrumpir en su comedor.

Me pregunté si pensarían que yo tenía algo que ver con el tiroteo de fuera, pero lo más probable era que estuvieran disgustados porque yo era la única clienta china en el vestíbulo. Debía tener cuidado. Todos sabían que los chinos y los extranjeros eran como la sal y el azúcar, que no debían mezclarse, ya que los extranjeros del Asentamiento veían a los locales como una molestia y nosotros rehuíamos de ellos como a enemigos. Estos hombres que estaban en el vestíbulo no me conocían, pero la gente en Shanghái, incluido Sassoon, me tenían en alta estima.

Además, vestía mis mejores galas, como siempre: un vestido rojo a medida con una abertura hasta el muslo y un exquisito abrigo de visón negro con cuello de esmoquin, que complementaba con pendientes de oro, un collar de oro y un bolso caro. En Shanghái no había muchas chicas como yo: joven, a la moda, rica, me atrevo a decir hermosa y hábil, gracias a los años de experiencia como dueña de un club nocturno. Sabía cómo manejar a todo tipo de personas.

No contoneé mis caderas con coquetería, no bajé los ojos como una sirvienta, no sonreí como si me pagaran por ello. En lugar de eso, levanté una mano, asentí con cortesía, como la mujer de negocios que era, y dije en perfecto inglés estadounidense: “Buenas tardes, caballeros. ¿Cómo están?”.

Nadie respondió. No me importó. Pasé junto a ellos hacia el otro lado del vestíbulo, saludando a los botones con uniformes beis que me ofrecían su ayuda. Sassoon, que vivía en el ático del undécimo piso, había dicho que nos encontraríamos en el vestíbulo, pero aún no había bajado. Me alegré, pues tenía grabadas en la mente su notable afición a la fotografía y la petición que me había hecho, y también necesitaba un momento para pedirle un favor sutilmente sin humillarme.

Me dirigí a una silla cerca del ascensor, del que dos hombres blancos salieron tambaleándose, con botellas de Pabst. Estaban borrachos, los rostros sudorosos, los ojos vidriosos. El de la cabeza rapada me miró fijamente. Un murmullo, en inglés, me golpeó: “Los perros y los chinos no están permitidos en este hotel”.

Si hubiera estado en mi club, habría ordenado que lo echaran. Lo fulminé con la mirada, cambié mi bolso a la mano izquierda y caminé hacia el Jazz Bar al final del vestíbulo. No había dado dos pasos cuando una botella cruzó veloz el aire y me golpeó la cabeza. Una violenta carcajada estalló en mis oídos. Me sentí mareada, pero pude ver que, en el vestíbulo iluminado, todo estaba normal y nadie se había preocupado por mí. Ni el rubio del traje de franela, que se cubrió la cara con una revista, ni los marines, que desaparecieron en el Jazz Bar, ni tampoco, por cierto, el viejo de cuello grueso, que aplaudió como si estuviera viendo un espectáculo divertido.

No necesitaba su ayuda, de todas maneras. Con perfecto aplomo y una mano en la cintura, toqué mi frente palpitante con la otra mano. Sentí algo viscoso. El pánico me recorrió, mi aspecto lo era todo para mí.

—¡Me has agredido! Voy a llamar a la policía.

—Adelante. Te llevarán a la cárcel. —El hombre que me había herido resopló y luego los demás corearon: “Cárcel, cárcel, cárcel”.

Odiaba que me amenazaran, pero todos en Shanghái también lo sabían: los policías sijes del Asentamiento eran parciales, y nosotros, los lugareños, los vencidos en la guerra, no podíamos contar con ellos para recibir ningún tipo de justicia. Me olvidé de Sassoon. Solo quería salir de allí. Me di la vuelta, pero de alguna manera, mis tacones altos resbalaron sobre un montón de fragmentos de vidrio de la botella y caí al suelo con un ruido sordo. Fue mortificante.

—Déjeme ayudarla —dijo un hombre cerca de mí, y me tendió la mano. Era una mano fea de nudillos deformes, con el dedo meñique curvado hacia arriba como un signo de interrogación y una telaraña de cicatrices irregulares y magulladuras serpenteantes en el dorso. Agradecida por el ofrecimiento, dejé que me ayudara a levantarme y también me alegré de que el hombre pareciera ser capaz de leerme la mente: me alejó de los fragmentos de vidrio, de los rufianes que gruñían y me llevó apresuradamente por la puerta giratoria.

En la entrada, el viento helado me acarició la cara. Me ajusté el abrigo sobre el pecho, aliviada, aturdida. Nunca me habían atacado y ahora tenía una deuda de gratitud con el hombre de la mano llena de cicatrices. Lo miré.

Era joven, alto y huesudo; vestía un abrigo negro cruzado con solapas arrugadas y no llevaba reloj ni cadena de oro; no era el tipo de persona con el que yo solía tratar. Sus rasgos faciales eran distintivos: labios carnosos, una mandíbula fuerte y una nariz prominente parecían decirle al mundo que tenía un propósito para su vida. Pero aun así le habría dado las gracias si no hubiera sido por sus ojos, de un llamativo tono azul.

Otro hombre blanco.

—¡Allí están! Nos han asaltado. ¡Arréstenlos! —Por la puerta giratoria, como un mal augurio, salieron los dos matones, acompañados por un enorme policía sij con turbante.

Qué descarados. Me aparté el flequillo para mostrarle al policía mi frente sangrante, y en inglés, con mi voz tranquila de mujer de negocios, dije:

—Mire lo que me hicieron ellos, señor. Están mintiendo. Pero vamos a olvidarlo, ¿de acuerdo? No hay necesidad de arrestar a nadie.

El sij, enorme como un toro, apoyó la mano sobre el revólver Webley que llevaba en la pistolera.

—Señorita, estoy tratando de hacer mi trabajo.

Solo un típico oficial del Asentamiento, porque cualquier policía imparcial sabría que era más probable que una mujer como yo fuese una víctima.

—Ella dice la verdad, señor —agregó el extranjero de ojos azules a mi lado. Sostenía mi bolso y mi bufanda, que se me habían caído en el vestíbulo sin que me diera cuenta. Me hubiera gustado recuperarlos, pero la prudencia me dijo que me mantuviera alejada de él.

—¡Arréstenlos, arréstenlos! —Fuertes protestas estallaron cerca de la puerta giratoria, y el sij se me acercó más, con pasos enérgicos.

—Lo siento señorita. —Aferró por las solapas del abrigo al hombre que me había ayudado.

Sucedió muy rápido: el extranjero se apartó, dejó caer mi bolso y mi bufanda, y se tambaleó hacia atrás. Sin percatarse de la escalera que había detrás de él, pisó en falso un escalón, cayó y rodó desde el rellano hasta la calle. El policía sij se abalanzó sobre él, y esos odiosos atacantes se partieron de risa.

Me apresuré a recoger el bolso y la bufanda y corrí hacia mi Nash aparcado en la calle. Solo cuando llegué al coche miré hacia atrás. A lo lejos, entre la masa de veloces rickshaws, peatones con túnicas largas y automóviles negros que avanzaban lentamente, no muy lejos del cuerpo del ciclista, estaba el enorme policía sij, que le sujetaba las manos detrás de la espalda al extranjero, al hombre inocente, y lo conducía en dirección a la comisaría.

Capítulo 3

Ernest

Recién salido del barco, recién llegado a la cárcel. Esta no era la nueva vida que Ernest Reismann había imaginado en Shanghái. Luchó por soltarse del enorme policía sin éxito. El hombre era demasiado fuerte y murmuró algo acerca de que Ernest era un estúpido por haberse dejado atrapar entre los vándalos, con voz sorprendentemente suave. No hubo insultos racistas ni amenazas maliciosas. Un alivio. Así que no sería encarcelado por su religión en Shanghái; pero hubiera preferido no ser encarcelado en absoluto en esta nueva ciudad, donde estaba decidido a construir su futuro.

Ernest tuvo que pensar rápido. Doblaron en una calle llena de gente y tiendas que vendían frascos de encurtidos y bolsas de castañas asadas y champiñones secos, y los hombres de túnicas largas que avanzaban a empellones entre las bicicletas, los carruajes y los carromatos de una rueda lo empujaban a él.

—Señor, ¿cómo se llama eso? —Ernest movió la cabeza en dirección a un hombre flacucho que pasó corriendo, tirando de dos palos sujetos a un vehículo con forma de cochecito de bebé.

Una distracción. Había visto esos vehículos antes; los porteadores sudaban copiosamente mientras sus clientes se sentaban con las piernas cruzadas como si fuera el viaje más agradable. Ese transporte era, tal vez, la imagen más extraña de todas las de Shanghái. Sintió pena por esos bueyes humanos.

—Rickshaws. —El sij lo guio—. ¿Nuevo en Shanghái? Por aquí.

—Parece una buena persona, señor. Lo siento.

Empujó con fuerza el pecho del sij con el codo, se alejó y echó a correr. Pasó corriendo junto a un carruaje, una fila de rickshaws y luego al lado de un hombre que avanzaba pesadamente, cargando un palo con una cesta en cada extremo, cada una con un niño pequeño dentro. Desde detrás de Ernest llegó un grito: el sij, pisándole los talones, se había estrellado contra una de las cestas y los dos niños habían caído al suelo. Murmurando una disculpa, Ernest pasó junto a un autobús rojo de dos pisos y corrió hacia un callejón detrás de un edificio art déco de ladrillos rojos. Miró hacia atrás. El policía no estaba a la vista.

Se alisó el abrigo, se pasó los dedos por el pelo —había perdido el sombrero— y se puso el guante, el de la mano llena de cicatrices, que se había quitado antes para estrechar la mano del director del hotel. No le importaba la moda, pero ese guante era el único accesorio del que no podía separarse. Sin él, a menudo se sentía como si estuviera desnudo en público.

Se dio la vuelta para comprobar una vez más que no lo estuvieran siguiendo y se sumergió en la marea de la multitud en la calle. Había tenido un comienzo difícil para buscar trabajo, pero no era para tanto. Debería intentarlo de nuevo.

Ernest Reismann, un judío que huía de la Alemania nazi, acababa de aterrizar en Shanghái en un transatlántico italiano hacía horas. Después de trasladarse del muelle al Edificio Embankment, el refugio temporal para refugiados judíos, dejó su maleta en la litera con su hermana, Miriam, y salió a buscar trabajo sin cambiarse de ropa.

No quería perder el tiempo. Ya se habían gastado los veinte marcos imperiales, todo el dinero que le habían permitido sacar de Alemania. Planeaba encontrar un trabajo lo más rápido posible y luego establecerse en un apartamento para que Miriam tuviera un lugar donde quedarse.

Había ido directamente al hotel de Sassoon, situado en el bullicioso paseo marítimo donde había atracado el transatlántico. El rico británico, según había oído Ernest, era muy caritativo y había donado una planta completa de su Edificio Embankment, sin cargo alguno, para albergar a los refugiados y que estos pudieran empezar de nuevo en esa ciudad extranjera. Pero Ernest no llegó a conocer al hombre, solo al gerente de hotel, que lo escrutó a través de sus gafas y le dijo que no estaban contratando personal nuevo. Decepcionado, Ernest estaba atravesando el vestíbulo cuando vio que esos idiotas le tiraban la botella a la joven. Se había apresurado a ayudar, pues los recuerdos de pogromos, violencia y dolor aún estaban frescos en su mente.

Nunca había visto a una mujer china en Berlín. La de hoy era fascinante, una bellísima criatura. Tenía el rostro ovalado, la piel pálida impecable, expresivos ojos negros, nariz pequeña y labios rojos. Llevaba el pelo cortado a la altura de los hombros, y un flequillo recto y meticulosamente rizado enmarcaba su rostro. Parecía de la misma edad que él, pero sus gestos eran sofisticados, fríos, notablemente distantes.

Esperaba, con todo su corazón, volver a verla.

Con repentina euforia, Ernest miró a su alrededor. Estaba frente a un edificio de cinco pisos con un elegante diseño art déco, cerca de otro clásico, adornado con una estatua de un dios griego y un tercero, neoclásico, coronado por una cúpula. Y el imponente hotel de Sassoon, con su cúpula piramidal verde, estaba a unos metros de distancia. Parecía que en su huida había dado una vuelta a la manzana y regresado a la bulliciosa zona costera. Empezó a caminar, buscando, mirando las inscripciones en francés, danés, italiano e inglés de los edificios. Eran bancos internacionales, empresas estadounidenses de comercio de licores, grupos tabacaleros británicos y compañías de telégrafos danesas. Varias empresas habían colgado la estrella de David en alguna pared. Sonrió al recordar que la gente del transatlántico decía que los judíos habían llegado a Shanghái para hacer fortuna ya en 1843, después de que Gran Bretaña derrotara a la dinastía china Qing durante la primera Guerra del Opio. Al estallar la Revolución bolchevique en Rusia, muchos judíos rusos, por temor a la persecución, también habían huido a Shanghái.

El hecho de que sus paisanos hubieran tenido éxito en Shanghái le infundía una gran confianza. Seguramente, se ganaría la vida aquí. Es cierto que había obstáculos: no sabía el idioma, no conocía a nadie en la ciudad y no tenía experiencia en banca, ingeniería, panadería ni comercio. Le encantaba la fotografía y tocar el piano, aunque la fotografía era una afición y había dejado el piano hacía tiempo. Pero tenía diecinueve años y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para sobrevivir.

Decidió probar suerte en una barbería detrás del edificio del dios griego; vio palabras en ruso en la puerta de entrada y un cartel descolorido de Rosh Hashaná en la ventana; habría gente como él allí, después de todo. Entró. La tienda tenía cinco sillas vacías, y un peluquero de mediana edad con bigote, que sostenía una escoba como un hacha, lo miró con cara de pocos amigos. Antes de que Ernest pudiera preguntar, el barbero gritó:

—¡Fuera de mi tienda!

Atónito, Ernest retrocedió; un débil murmullo lo persiguió.

—Refugiados. ¡Ratas!

Lo habían llamado de muchas maneras, pero esto era nuevo. Se encogió de hombros y continuó su búsqueda por la calle. Entró en una tienda tras otra, ofreciendo sus servicios como empleado al dueño de una ferretería rusa, como cochero a un empresario francés en una tienda de marroquinería, luego como lavaplatos, pulidor de engranajes, freidor de pescado, cualquier cosa. Nadie quiso contratarlo. Salió de las tiendas con la cabeza gacha. Lo habían expulsado de su hogar por ser judío; ahora, después de cruzar océanos hasta una tierra extraña, lo expulsaban nuevamente por ser un refugiado.

Capítulo 4

Aiyi

De camino a mi club nocturno, mirando pasar por la ventanilla los edificios de ladrillo rojo y las villas de tejas rojas, pensé en el extranjero de ojos azules. Parecía diferente de los atacantes. Podría suponer que lo habían arrestado porque estaba conmigo: el policía sij debió de haberse dado cuenta de que yo era una víctima, pero tuvo que montar un espectáculo para apaciguar a mis atacantes. Arrestar al joven había sido injusto. Sin embargo, en esto se había convertido Shanghái: una ciudad demasiado alejada de la justicia, demasiado cerca de la cárcel.

¿Quién era? ¿Por qué se había molestado en ayudarme? ¿Acaso no conocía las reglas de Shanghái?

Shanghái, mi hogar, mi ciudad, ya no era mía después de una plaga de guerras; pertenecía a los extranjeros de muchos países. Los británicos, después de habernos derrotado hace un siglo, controlaban el rico y próspero Asentamiento Internacional con los estadounidenses, y los franceses habían construido sus mansiones en la Concesión Francesa. Los japoneses, armados con terroríficos aviones de combate y rifles, eran los nuevos y poderosos vencedores. Habían establecido su propio dominio durante muchos años en el distrito de Hongkou, al norte del río Huangpu, donde jugaban al béisbol en el parque, empleaban a sus mujeres en los hospitales para atender a los soldados, y ahora marchaban por nuestras calles y dormían en las casas que habían expropiado. Nosotros los shanghaineses, los conquistados, no podíamos hacer nada. Muchos habían perdido sus hogares en la Ciudad Vieja, al sur del Asentamiento; solo unos pocos afortunados, como mi familia, pudimos conservar nuestros hogares ancestrales, y otros se amontonaron bajo las sombras de los edificios art déco o se dispersaron por los arrozales y los campos infestados de mosquitos en el norte y el oeste.

La segregación no era una ley, pero el prejuicio proliferaba como una enfermedad. Todos nos mantuvimos alejados unos de otros. Los chinos atendíamos a nuestros enfermos en casa y los extranjeros a los suyos en sus hospitales. Cenábamos en nuestros patios, los europeos bebían en sus cafeterías y los japoneses comían en sus restaurantes revestidos con tatamis.

Por necesidades comerciales, conservé amistades como la de Sassoon y socialicé con esas personas; a menudo bebíamos coñac mezclado con nuevos intereses y viejos resentimientos. Era consciente del riesgo de mezclarme con ellos. Que me atacaran no me sorprendió, pero sí fue una sorpresa que me auxiliara un hombre blanco, un desconocido.

Mi Nash giró en la calle Bubbling Well y se detuvo en una calzada bordeada de plátanos con las ramas desnudas. Salí del coche, me ajusté más el abrigo de visón para luchar contra el frío invernal y caminé hasta un majestuoso edificio art déco de tres plantas con un elegante voladizo circular de piedra blanca. El aire vibraba con melodías de jazz; la sesión del atardecer había comenzado. En la penumbra que se tragaba la ciudad, el club nocturno Cien Alegrías, coronado con una cúpula de cristal rematada por un elegante mástil, brillaba intensamente con sus luces de neón rojas. Una visión de belleza y opulencia, fue el primer club nocturno de lujo abierto en Shanghái y se ganó la envidia de Sassoon en la inauguración.

Y era mío.

Entré en el edificio. En el vestíbulo de techo alto, un coro de voces se elevó para saludarme. Respondí con una inclinación de cabeza a los botones y los dueños de restaurantes que ocupaban los espacios de la planta baja, crucé el suelo de mosaico y subí la escalera de mármol hasta el salón de baile. En el rellano, uno de los guardias de seguridad abrió las gruesas puertas de madera de mi club y entré. Instantáneamente, el sonido de la música y las voces de los clientes llegaron a mis oídos, y me envolvió un vapor translúcido como una gasa, cargado del olor de los cigarrillos importados, las fragancias caras y el fuerte aroma a alcohol que ya me eran familiares. Como de costumbre, lo estudié todo: las dieciocho mil bombillas brillantes incrustadas meticulosamente en el techo abovedado de color oro, una vista que siempre dejaba boquiabiertos a quienes venían por primera vez; la pista de baile redonda de teca, resplandeciente, con guijarros de luz; la banda en el escenario con cortinajes, los clientes en los rincones y la escalera curva de hierro forjado que conducía al tercer nivel.

Nadie se quejaba del licor, afortunadamente.

Le di mi abrigo de piel al encargado del guardarropa, rodeé la pista de baile y me dirigí al bar. En el escenario, la banda comenzó a tocar. El contrabajo dejó caer las primeras gotas de sonido, como un hilo de melaza oscura; los tambores marcaron el ritmo, juguetones como la provocación de un amante. Luego, con un rayo de pura energía, sonó la trompeta. Las siluetas sombrías de los clientes se recortaron en la oscuridad y corrieron a la pista de baile. Girando, balanceándose, levantando los pies, los trajes negros y los vestidos brillantes se arremolinaron en un mar de verde jade, rojo vino y amarillo jengibre. El salón de baile tenía todo lo que querían los buscadores de diversión: la música, las voces arrulladoras y toda la alegría, libre, oscura, tan íntima como un aliento cálido.

Mis clientes eran chinos, y conocía a muchos de ellos: los jóvenes de trajes y pantalones planchados, las chicas modernas con zapatos de cuero y vestidos ajustados, los empresarios barrigudos que recientemente habían duplicado su riqueza por medios dudosos, los arquitectos con gafas, educados en universidades occidentales, e incluso el señor Zhang, un gángster que tenía la costumbre de hacer girar una navaja en su mano. También había traidores nacionalistas, aduladores de los japoneses, asesinos anónimos y espías comunistas.

Todos venían por sus propios motivos, pero me gustaba pensar que anhelaban el jazz, la música extranjera del amor y el deseo que los puritanos criticaban por considerarla erótica y sucia, así como el vals y el tango, que los hombres estoicos tradicionales ridiculizaban alegando que eran inmorales e indecentes. Y, lo más importante, todos ellos tenían dinero. Porque el entretenimiento en mi salón de baile no era barato: la tarifa de una hora costaba más que una comida para muchas familias y una bebida valía más que el salario de una semana para muchos trabajadores. Pero en una Shanghái caída, con tantos negocios cerrados, enfermedades que se propagaban descontroladamente, decapitaciones, asesinatos y tiroteos diarios en la calle, ¿qué más se podía hacer para sentirse vivo, además de bailar y cantar algunas canciones desde el corazón?

Taconeé con mis zapatos de cuero contra el suelo de teca y moví las caderas y los brazos, solo un poco, sin que nadie se diera cuenta. Me encantaba el jazz y me encantaba bailar, pero como dueña del club nocturno, había aprendido a demostrar un gran autocontrol de mi pasión para evitar que algunas manos no deseadas me tocaran. Así que nunca canté, tarareé o bailé en mi propia pista de baile.

Los clientes me llamaban.

—Buenas noches, señorita Shao.

—Se ve encantadora, señorita Shao. ¿Dónde está mi whisky favorito que me prometió?

—¿Ya ha conseguido mi coñac, señorita Shao?

Adopté una pose, una silueta agradable y atractiva que funcionaba bien para atraer las miradas y estimular a los clientes a gastar más dinero. Ser una joven empresaria en un mundo de hombres me había enseñado a mantener un equilibrio entre llamar la atención de los clientes y ahuyentarlos. Se me daba bien crear una impresión de afabilidad sin alentar sus avances.

—¿No confía en mí? Claro que conseguiré todas las bebidas. Pronto, muy pronto.

Luego, mientras saludaba con la cabeza a un grupo aquí y con la mano a los bailarines allá, me senté en la barra. Bajo las luces brillantes, conté las botellas que había en los estantes. Dieciséis. Era todo lo que tenía, incluyendo el vino de arroz local barato, algunos refrescos y restos de ginebra. Durarían tres días, cinco como mucho. Entonces me quedaría sin reservas; en el mercado, los refrescos, el vino de sorgo, la cerveza, la ginebra y todas las variedades de whisky ya no se conseguían desde hacía meses.

Mi negocio había comenzado a declinar el año anterior y esperaba sostenerlo con la venta de alcohol. Ahora no sabía qué hacer. Nunca había imaginado tener que lidiar con este tipo de problema. Tres años atrás, antes de la guerra, yo era la heredera más rica de Shanghái gracias a la herencia que mi madre me había dejado, y no había pensado en dirigir un club de jazz; trabajar no era para alguien como yo. Pero los japoneses bombardearon la ciudad y los cobardes ejércitos nacionalistas no lograron protegernos. Victoriosos, los codiciosos japoneses tomaron Shanghái, congelaron mi cuenta bancaria y confiscaron la fortuna de mi familia. Ahora era pobre, estaba aturdida. Nunca pensé que necesitaría trabajar, pero para sobrevivir tuve que aprender a ganar dinero.

Desesperada, abandoné mis planes de ir a la universidad y pedí ayuda a un primo, antiguo accionista de un club de jazz que había quebrado. Vendí mis joyas, compré el negocio a precio de ganga y me puse un vestido largo y ajustado con una abertura hasta el muslo. Aprendí a multiplicar mentalmente cifras de dos dígitos. Guardaba un libro de contabilidad de color peonía en mi bolso para llevar un registro de los gastos diarios. Cuando me encontré con hombres lascivos y con sus garras extendidas, rara vez grité; en cambio, me entrené para ser una excelente bebedora e inventé un juego para alentarlos a gastar en alcohol. Este club, este negocio, era mi vida.

La banda terminó de tocar y la multitud abandonó la pista de baile para correr hacia la barra, hacia mí. Se elevó una ola de quejas. “¿Qué? ¿No hay coñac? Vamos a Ciro’s”.

Ciro’s, el club nocturno de Sassoon, también atendía a los lugareños. Era uno de los muchos competidores a los que me enfrentaba, entre ellos varios locales de baile en la Concesión Francesa que atraían a los clientes con bailarinas exóticas rusas, y una docena de pequeños clubes locales con entradas baratas.

Cogí un vaso del mostrador.

—¿Quién quiere jugar un juego de beber?

—Lo siento, señorita Shao. Necesitamos buen whisky y coñac —dijo Zhang, el gángster que hacía girar la navaja en su mano.

—Tengo coñac.

—Hace un mes que no sirves nada bueno.

Se dirigió a la salida con sus hombres. Varios clientes lo siguieron meneando la cabeza. Los miembros de la banda me miraron, con sus violines y trompetas en el regazo.

—Escuchemos algo de Duke Ellington —dije tocando mi frente dolorida al saludar con la mano a los que se iban. Me quedaban dos opciones: o dejaba que mi negocio siguiera languideciendo, o iba a visitar a Sassoon de nuevo.

Capítulo 5

Ernest

El vestíbulo del Edificio Embankment estaba débilmente iluminado por una lámpara en un rincón; el globo de luz arrojaba un resplandor amarillo sobre las literas de acero que se extendían de pared a pared, y una tela escocesa colgaba entre ellas a modo de cortina. La rejilla del radiador zumbó en alguna parte; el aire era rancio y húmedo, pero Ernest se había acostumbrado a ello. Silenciosamente, se abrió paso entre las literas, con cuidado de no pisar los abrigos y sombreros esparcidos por el suelo. En el pasillo, la gente se amontonaba sobre las maletas; era difícil distinguir una persona de otra. Tropezó dos veces con un codo hasta que finalmente llegó al oscuro salón de baile, donde estaba su litera.

Miriam estaba dormida en la de arriba, con la maleta a sus pies. Ernest se acostó y escuchó todo tipo de ruidos: la tos con flema, los suspiros estresantes, los sollozos ahogados y la voz gruñona de una mujer que hablaba alemán: “¿Cómo podemos sobrevivir en esta ciudad extraña?”. Sintió el terrible peso de la angustia que sentían todas las personas a su alrededor. Al menos mil judíos, le dijeron, se habían apiñado en la planta baja del edificio. Algunos de ellos eran alemanes, la mayoría austríacos, que llegaban a Shanghái en transatlánticos. Alemania había atacado Polonia cuando Ernest partió de Berlín hacia Italia para abordar el transatlántico que él y Miriam habían esperado seis meses. Ahora se rumoreaba que Alemania había conquistado Polonia, y que Francia y Gran Bretaña le habían declarado la guerra a Alemania. Eran noticias devastadoras, pero no podía confirmarlas sin leer un periódico o escuchar la radio.

El viaje de Italia a Shanghái duró casi un mes; se detuvieron en Port Said, navegaron a través del golfo de Suez y el golfo de Adén, viraron hacia el este y finalmente llegaron a Shanghái. El tiempo que pasaron en el transatlántico había sido un tiempo de lujo y esperanza. Sí. Él podría hacerlo; comenzaría una nueva vida en Shanghái, protegería a Miriam y esperaría a sus padres, a los que habían dejado atrás. Pero cuando llegó, tuvo que reflexionar un momento. Shanghái estaba bajo la ocupación japonesa, se había enterado, pero no había imaginado que encontraría la ciudad en un estado tan lamentable. El río Huangpu, donde atracaban muchos barcos con forma de banana, esquifes, arrastreros y veleros, era una esclusa amarilla caudalosa, llena de aceite reluciente y montones de basura. Al otro lado del río, detrás de los rascacielos y los edificios art déco, estaban las casas destruidas por las bombas; callejones oscuros como madrigueras y chozas bajas sin ventanas. La ciudad entera hervía con un hedor insoportable y una cacofonía de bocinas y los chirridos agudos de las ruedas de madera de los rickshaws; en las calles, bicicletas, carretas, automóviles y carruajes zigzagueaban esquivando a los demacrados porteadores de los rickshaws, los mendigos amputados y los refugiados chinos que tosían, con la piel cetrina enfermiza y los ojos muertos.

Pero era la ciudad más hermosa del mundo. No tenía repugnantes banderas con la esvástica, ni malditos uniformes nazis, ni alemanes que amenazaran con arrestarlo. La Shanghái ocupada era el único puerto abierto para los judíos, la única ciudad que lo aceptaba sin visado de entrada. Esta ciudad era su sueño; Berlín, una pesadilla. No volvería hasta que Hitler se hubiera ido.

—¡Ernest! ¿Dónde has estado? —Miriam asomó la cabeza desde la litera superior, mordisqueando la correa que le sujetaba el gorro de cazador a la barbilla. El gorro de piel de oveja beis era un recuerdo que había comprado en el transatlántico. Era de chico, pero a ella le encantaba.

—Pensé que estabas dormida. Fui a buscar trabajo.

—¿Has encontrado algo? —Los grandes ojos de Miriam estaban llenos de esperanza—. Tengo hambre. Podría comer una docena de Pfannkuchen.

—Aún no. Pero no te preocupes, lo encontraré.

Cuando lo hiciera, la invitaría a todo lo que ella quisiera. Tenía doce años, era una niña reservada. Él había jugado al dreidel con ella cuando era una niña pequeña y caminado con la nieve hasta las rodillas para ir a comprarle Pfannkuchen, su desayuno favorito. Después de lo de Leah, juró que cuidaría bien de Miriam.

—Ernest, el Comité Komor te ha estado buscando —dijo Miriam con su voz inocente llena del miedo que había comenzado a apoderarse de ellos desde que huyeran de Berlín—. Dijeron que nuestras literas serían reasignadas a los refugiados nuevos. Tendremos que mudarnos en cinco días.

El comité, un grupo benéfico voluntario organizado por judíos locales, los había recogido en el muelle y los había llevado a ese edificio, un lugar de acogida. Les habían dicho que su estancia sería temporal. Pero cinco días…

Se puso de lado y apoyó la cabeza en la mano. De repente, el agotamiento lo envolvió y todo el coraje y el optimismo que había forjado en el transatlántico se evaporaron. Cerró los ojos. Estaba cansado. Solo necesitaba una buena noche de sueño.

A la mañana siguiente, se sintió peor. Le dolían la cabeza y las piernas, y al escuchar el interminable alboroto y las quejas a su alrededor, se sintió pesimista: nunca encontraría trabajo en esa ciudad. Finalmente, se levantó y revolvió en la maleta en busca de un cepillo de dientes y los restos de la pasta dentífrica que le quedaban del transatlántico, y sus manos rozaron todos los bienes que guardaba dentro: su preciada Leica, una pluma Montblanc, un montón de partituras que había rescatado de debajo de las botas de las Juventudes Hitlerianas, la ropa de Miriam, la suya y un par de guantes que su madre había agregado.

La fila para el baño era larga. Muchas personas de rostros sombríos llevaban cantimploras y cajas de hojalata para llenar con agua. Por el reflejo de los cristales, Ernest vio su propio rostro cubierto por la barba, desesperado como los de todos los demás. Miró hacia otro lado y deseó que la fila se moviera más rápido, porque su vejiga estaba llena. Pero adelantarse era impensable. Entonces, permaneció rígido durante una larga hora, conteniendo la respiración por momentos a medida que su vejiga se expandía, se volvía más pesada y, luego, dolorosa. ¿Quién hubiera dicho que después de escapar de la guerra en Europa se enfrentaría a tal miseria humana? ¡Hubiera hecho cualquier cosa por un cubículo para hacer sus necesidades! Cuando estuvo seguro de que le estallaría la vejiga y moriría de una manera indigna, finalmente le llegó el turno de usar el baño.

Por Dios, juró, era el momento más dichoso de su vida: dejarse llevar, soltar cada gota que tanto dolor le había causado. Cuando terminó, de pie frente a un lavabo para lavarse las manos, fue como si hubiera vuelto a nacer: un hombre nuevo, sin cargas, invencible. Se puso a tararear.

—Ah. Chopin en un retrete —murmuró a su lado un anciano con sombrero de fieltro.

Ernest sonrió.

—¿Nos conocimos en el transatlántico, señor? Soy Ernest Reismann.

—Carl Schmidt. ¿Estás listo para salir de aquí? Está lleno de gente.

—Tan pronto como encuentre un empleo. —Ernest estrujó el tubo de pasta de dientes y comenzó a cepillarse. Le hubiera gustado conversar más, pero la gente detrás de él esperaba su turno en el lavabo.

—¿A qué te dedicas? ¿Eres pianista?

—Oh, no. —Había conservado sus partituras, todavía recordaba cómo tocar de memoria el Nocturno en do sostenido menor de Chopin, pero había dejado el piano hacía años. Ahora, el señor Schmidt le hizo pensar. Seguramente la gente de Shanghái escuchaba música.

—¿Me prestas tu cepillo de dientes, Ernest? Te lo devolveré. Me robaron el mío. ¡Sí, mi cepillo de dientes! No confíes en nadie aquí. La gente está desesperada —dijo el anciano.

Ernest se frotó rápidamente los dientes y le entregó al anciano su único cepillo.

—Aquí tiene, señor Schmidt. Deséeme suerte. Sí, soy pianista.

Capítulo 6

Aiyi

En la puerta giratoria, me detuve con cautela y observé el vestíbulo del que había huido unos días atrás. Me vino a la mente el recuerdo del ataque y el arresto del hombre de ojos azules, y me estremecí. Entonces vi al británico, que llevaba su bastón con incrustaciones de plata y venía cojeando, rápido, directo hacia mí.

Sir Victor Sassoon era un hombre alto de ojos negros, cejas pobladas y canosas, bigote cuidadosamente recortado y rostro alargado. Estaba impecablemente vestido con un frac negro, un clavel blanco en la solapa y un sombrero de copa de seda negra; parecía duro como una barra de hierro, común como el arroz y demasiado marchito para ser mi amigo. Pero ¿qué importaba? Era el hombre más rico de Asia, multimillonario con toda probabilidad, y dueño de más de dieciocho mil propiedades en Shanghái, incluido ese hotel, además de clubes nocturnos, apartamentos de gran altura, un hipódromo y compañías de transporte.

Tenía cincuenta y nueve años; todavía soltero, vivía según sus propias reglas, sordo a la advertencia de la sal y el azúcar. Ignoraba los gestos de desaprobación de sus socios y me invitaba a muchas de sus fiestas llenas de perfume, vestidos de seda y baile, aunque no sabía bailar. Era un mujeriego, así lo veía yo, que cambiaba de pareja más a menudo de lo que yo cambiaba de vestido: una princesa india con un tocado de piedras preciosas en la cabeza, una estrella de cine estadounidense con cara de muñeca y decenas de bailarinas rusas ligeras de ropa y con cuerpos voluptuosos. Las exhibía, orgulloso, en el hotel.

Me apoyé una mano en la cintura, aliviada. Nadie me atacaría si él estaba presente. La gente lo respetaba, incluso los japoneses. Cuando las esquirlas del bombardeo rozaron el borde de la marquesina del hotel, hacía poco más de dos años, un oficial japonés se inclinó en una profunda reverencia hacia Sassoon, para disculparse por haber errado la puntería.

—Buenas tardes, querida. Una ocasión crucial para verte. Iba a llamarte por teléfono. ¿Cómo estás? —Su inglés británico era impecable; su voz era cálida, confiada, pero, como siempre, arrogante. Estaba acostumbrada a ese tono.

Habíamos hecho pocos tratos de negocios, pero lo conocía bien porque solía hospedarme en el hotel con mi mejor amiga, Eileen. Aquellas mañanas de adolescentes, con desayuno en la cama, aquellos días dedicados a hojear revistas de moda, aquellas tardes de té con torres de pasteles dorados y las noches llenas de espectáculos exclusivos de jazz… cómo las echaba de menos. Sassoon a veces era generoso, a veces áspero y totalmente arrogante, pero me caía bien. Era diferente de los chinos que yo conocía. Aunque siempre se quejaba de dolor en la pierna, me sostenía la puerta para que yo pasara, apartaba la silla de la mesa para que me sentara y llenaba mi taza de café. Me llamaban la atención sus modales. Ni Cheng, mi prometido, ni mis parientes se dignarían llenar sus propias tazas; tenían sirvientes para ello.

No dudaba de que Sassoon me ayudaría: él tenía muchas cajas de ginebra y whisky de sobra, ya que la restricción japonesa sobre el alcohol solo se aplicaba a los chinos. Pero ver su rostro me recordó su perversa pasión por las fotos de desnudos.

—Estoy bien, sir Sassoon. Sobre nuestra cita del otro día, le ofrezco mis disculpas. Pero supongo que se ha enterado de lo que pasó.

—El incidente. Absolutamente espantoso. ¿Me permitirás compensarte, cariño? —Su bastón resonó contra el suelo de mármol mientras me escoltaba al Jazz Bar. Lo siguió su séquito: una dama rubia con un vestido de noche azul y sus guardaespaldas.

—¿Cómo me lo compensaría?

Entré en el local. El gramófono estaba tocando jazz shanghainés, una mezcla de jazz y música popular china, muy apreciada por los lugareños, más que el jazz estadounidense. El establecimiento debía de haber experimentado algunos problemas. El escenario, donde solía tocar una banda traída de los Estados Unidos, estaba vacío; el piano, cerrado, y el local estaba lleno de humo y ruido; mucha gente se agolpaba alrededor de las mesas octogonales. Todos extranjeros. Se me ocurrió que el hombre que me había rescatado podría ser un huésped del hotel. Si lo volviera a ver, al menos debería expresarle mi gratitud.

—Cariño, estaré encantado de hacerte un descuento en cualquier suite que elijas. Dime, ¿cuándo fue la última vez que viniste aquí? ¿El año pasado? Deberías venir más a menudo.

Sassoon se sentó en la mesa más cercana a la entrada (no le gustaba caminar), así que me senté frente a él, donde podía mirar, con envidia, todas las botellas brillantes de coñac, whisky, absenta y ginebra que se alineaban en los estantes.

Incluso en su esfuerzo por compensarme, todavía tenía la intención de ganar dinero. Eso era lo que Sassoon y yo teníamos en común: éramos empresarios y teníamos un instinto para sacar beneficios.

—Estaré encantada de considerarlo. Ya sabe cuánto me gustan las suites. Y su provisión de alcohol. ¡Mire esas botellas!

—Ah. Puedes tomar lo que quieras, cariño. ¿Qué puedo ofrecerte? ¿Un martini? ¿O mi trago especial?

—Nunca puedo decir que no a su famoso cóctel. —Había creado el mejor, lo llamaba “beso de la cobra”.

—Buena elección, querida. —Señaló a su séquito; dos de ellos se apresuraron hacia los estantes detrás del mostrador—. Haré que te reserven la suite Jacobina mañana si quieres. Recuerda, la puerta de mi hotel siempre está abierta para ti.

—Pero el mundo ha cambiado, ¿no? No puedo creer que ya no sea seguro.

—Cariño, mi hotel es el lugar más seguro de Shanghái. Y tú eres mi huésped más distinguida. Eres una mujer extraordinaria, inteligente y hermosa. Lo confieso, si fueras judía, me casaría contigo.

Siempre hablaba de lo mismo: judíos y gentiles. Yo no encontraba diferencia alguna; para mí, todos eran extranjeros. Pero ¿casarme con el hombre más rico de Asia? Estaría más que feliz de aceptar la propuesta si fuera genuina y realista. Después de todo, un matrimonio podía ser muy ardiente o muy frío, pero era esencial, como las gachas de avena.

Sin embargo, era imposible una unión con Sassoon. Yo sabía bien que el matrimonio entre una china y un extranjero sería una fábula con moraleja, no un cuento de hadas.

—Sir Sassoon, ¿está tratando de seducirme?

—¿Lo he logrado?

—No lo sé, pero le digo en serio que, si fuera chino, me casaría con usted.

Él se rio. Era raro que alguien lo rechazara, por lo que le intrigaba.

—Qué decepción, cariño. Espero que cambies de opinión. —Cogió una botella de absenta que le tendía un miembro de su séquito, vertió el líquido verde en una coctelera y la agitó con pericia.

Observé las botellas de coñac, curaçao, crema y absenta verde sobre la mesa; el fuerte olor a alcohol era embriagador.

—Entre nosotros, sir Sassoon, me está resultando difícil cumplir con los pedidos de mis clientes. No hay alcohol para mi club. Estoy segura de que sabe el motivo.

Por el rabillo del ojo, vi a varios hombres con traje. Los japoneses, a quienes pude identificar con una mirada, levantaron la cabeza para mirarme. Rápidamente desvié la vista hacia otro lado.

Sassoon se inclinó hacia mí y dijo en voz baja:

—Esos activistas. Se han estado congraciando con el consejo. Los detesto.

Solo por eso, pasaría por alto todos sus defectos.

—¿Qué negocios tienen ellos con el consejo?

Sassoon, como hombre poderoso, era alguien a quien tenía en cuenta el presidente del Consejo Municipal de Shanghái, el órgano rector del Asentamiento, formado por miembros británicos, estadounidenses, japoneses y chinos, pero que controlaban en gran medida británicos y estadounidenses. Cuando los japoneses conquistaron Shanghái, habían dejado intacto el Asentamiento, y el consejo seguía firmemente controlado por los mismos miembros.

Sassoon vertió un poco de mezcla verde en dos copas y colocó una frente a mí.

—Algunos asuntos muy molestos. Pero no se atreverán a hacer ninguna tontería.

—Por supuesto que no. —Levanté mi copa. El primer trago me dio un intenso escozor en la lengua. Aguardiente fuerte. No había probado nada igual en meses. Se vendería bien en mi club—. Tengo que pedirle un favor. ¿Me vendería algo de alcohol? Por ejemplo, ¿qué tal un poco de ginebra y whisky? Diez cajas de cada. O cualquier cantidad de la que pueda prescindir.

Se acercó más, y la hombrera de su fino traje rozó mi hombro.

—Cariño, estaré encantado de ayudarte. Pero ¿qué te parece si vienes a visitar mi estudio primero?

Me aparté. Él no lo había olvidado.

—Bueno, cariño. —Se sirvió un poco más de beso de la cobra—. Déjame que te lo diga una vez más. Tienes una figura perfecta, eres joven y hermosa. ¿Por qué no mostrarla ahora? Fotografiar cuerpos desnudos es un arte.

Fue incómodo. Fotografiar desnudos, aunque él afirmara que era arte, para mí solo era un eufemismo para la pornografía. Nunca aceptaría, no por unos cientos de dólares, y definitivamente no por un poco de ginebra. También tenía la sensación de que Sassoon buscaba algo más que mis fotografías, como mujeriego que era. Pero yo era una mujer decente. Si bien estaría encantada de bailar un tango con él en un salón de baile, no me revolcaría con él en la cama.

Sin embargo, si lo rechazaba rotundamente, si lo disgustaba, ya podía ir olvidándome del alcohol.

—¿Entonces? —Sus ojos negros estaban cerca, demasiado cerca.

Sonreí.

—Veamos, sir Sassoon. Es el hombre más rico de Asia y, por supuesto, siempre obtiene lo que quiere.

—Sí.

Yo también.

—Lamentablemente, soy una empresaria, no una modelo.

Gimió, apoyó las manos sobre la empuñadura del bastón con incrustaciones de plata, su bigote se arqueó. Estaría malhumorado y taciturno por un tiempo, y yo le dejaría espacio, tiempo para pensar, para que se calmara y luego pudiera volver a negociar el alcohol. Estiré las piernas y giré la cabeza hacia un lado, y fue entonces cuando vi a través del aire brumoso, recortado entre las bocanadas de humo pálido y las luces perladas, a un hombre en la entrada del bar que levantó una mano enguantada y me saludó.

Capítulo 7

Ernest

Era la chica a la que había ayudado el otro día. Ella lo miró; sus grandes ojos negros mostraron sorpresa, su rostro brillaba con la luz. Tenía un codo sobre la mesa y el cuerpo levemente girado, para lucir su figura esbelta y curvilínea envuelta en un largo vestido verde bordado con bambúes; una abertura hasta el muslo revelaba una franja de su piel nacarada.

Él se irguió y caminó hacia ella. Era un placer ver una cara familiar. Su búsqueda de trabajo había sido un desastre. ¿Quién hubiera dicho que las salas de música, los teatros y los cabarets estarían cerrados? Varios cines y salones de baile estaban abiertos, pero tan pronto como la gente lo veía, las puertas se cerraban.

Se había enterado de que había unos ocho mil británicos, dos mil estadounidenses y unos pocos miles de rusos y otros europeos en Shanghái, y ahora la ciudad estaba invadida por miles de refugiados judíos. Cada día, Ernest pasaba junto a refugiados europeos de rostro sombrío que exhibían sus objetos de valor en la calle: amas de casa alemanas envueltas en chales que vendían sus estolas de piel o sus collares a mujeres rusas de mediana edad que parecían haberse establecido en esta ciudad, y hombres austríacos desesperados por vender salchichas llamando a las puertas de las casas. Se dio cuenta de que Shanghái, devastada por la guerra, con una avalancha de judíos y miles de refugiados chinos desplazados, simplemente no tenía trabajo para ofrecer a un recién llegado como él.

Este era el quinto día de su búsqueda de trabajo y se sentía desanimado nuevamente. Pero luego escuchó el característico ritmo cadencioso de la música proveniente del edificio de la pirámide verde, el hotel de Sassoon. Era similar al jazz estadounidense, con un coro ordenado de una trompeta y un piano, pero envuelto en un ritmo suave, cantado por una dulce voz femenina. Eufórico, Ernest corrió hasta el rellano y entró por la puerta giratoria que había dejado hacía unos días. Siguiendo la música, pasó por una tienda Rolex brillantemente iluminada, por el Jasmine Lounge, por un café, hasta que encontró la fuente del sonido: el gramófono del Jazz Bar. Y justo al lado del gramófono estaba el hermoso rostro de la joven.

—¡Hola! Volvemos a encontrarnos —dijo en inglés mientras se acercaba a su mesa.

Una sonrisa apareció en su rostro.

—¡Te han soltado!

—Me escapé.

Ella seguía hermosa, sofisticada, con una mirada reservada, casi distante. Pero lo recordaba.

—Me alegro por ti.

—¿Estás bien? Espero que nadie te esté molestando.

—No. Y me alegro. ¿Te imaginas, ser atacada no una, sino dos veces?

Su voz tenía un tono suave, como el de la cantante de jazz que acababa de escuchar. Ernest sonrió, incapaz de apartar los ojos de ella, de sus labios rojos, de su rostro terso, de sus ojos brillantes.

Ella continuó:

—Esperaba volver a verte para poder darte las gracias. No hay muchos extranjeros como tú. Te agradezco la ayuda. ¿Qué te trae por aquí? ¿Eres huésped del hotel?

De hecho, su voz sonaba más melodiosa que la de la cantante de jazz.

—Oh, no. Me atrajo la música.

Esta dejó de sonar. Un hombre de traje estaba inclinado sobre el gramófono del mostrador; alguien gritó en la esquina del bar. Ernest se volvió para mirar y lo recorrió un estremecimiento de entusiasmo. En el bar oscuro lleno de humo de cigarrillos y absenta y figuras sombrías de hombres, cerca de un escenario, vio el instrumento que más amaba: un piano.

—¿Lo conoces, cariño? —dijo el hombre mayor que estaba sentado frente a ella.

Tenía un clavel blanco en el ojal; un bastón, como un cetro real, descansaba cerca de su mano. Parecía estar de mal humor; su mirada taciturna, casi hostil.

—Sir Sassoon, cuando me atacaron en su hotel el otro día, este hombre me ayudó. Fue arrestado por su valentía —dijo ella.

Sir Sassoon, el hombre caritativo, el tercer barón de Bombay, un judío de Bagdad, estaba sentado justo frente a él. Su suerte estaba a punto de cambiar. Ernest sonrió.

—Soy Ernest Reismann, señor. Es un honor conocerlo. Espero que no le parezca demasiado atrevido por mi parte, pero ¿necesita un pianista? Tiene un Steinway muy bueno. Acabo de llegar a Shanghái y estoy buscando trabajo.

El hombre vertió un líquido verde en la copa que tenía delante de él.

—Me alegro de que hayas ayudado a la señorita Shao, jovencito. Es una buena amiga mía. Pero todo el mundo me pide trabajo. Sois demasiados, y siguen viniendo. ¡Refugiados! He terminado con la caridad. ¡Les he donado mi Edificio Embankment, una subvención de 150.000 dólares a los propietarios de pequeñas empresas y he apoyado a personas como tú durante cinco años, antes de que Alemania anexionara Austria! Ahora necesitáis ganaros la vida por vuestra cuenta. Los antiguos chinos eran muy sabios. Decían: “No le des pescado a un hombre; enséñale a pescar”. Joven, aprende a pescar.

Las palabras empaparon a Ernest como agua fría; todo su vértigo se desvaneció. Sintió el peso muerto de sus pies, el dolor de las piernas y el estómago vacío que, misericordiosamente, había dejado de gruñir. Durante días había escuchado negativas bruscas, maldiciones degradantes lanzadas por extraños. Ahora esto.

—Por supuesto, señor. Lamento haberlo molestado.

—Bien. —Se oyó de nuevo la voz de la joven—. No te vayas todavía. ¿Te gustaría tomar algo, quizá? —Levantó una copa de cóctel.

Ernest sintió un nudo en la garganta. Con todo su atractivo, esta era su verdadera belleza: tratarlo con dignidad. Sí, le gustaría tomar una copa, algo fuerte para apagar todas las desilusiones, una bebida potente para ordenar sus pensamientos y poder erguirse de nuevo. Pero no tenía ni un centavo.

—Claro. ¿Qué estáis tomando? —dijo él.

—El beso de la cobra, creación de sir Sassoon.

Se volvió hacia el hombre; no tenía nada que perder, de todas maneras.

—¿Le importa si pruebo su cóctel, señor?

—Claro que puedes hacerlo, joven, pero ¿cómo lo pagarías? —El tono de voz de Sassoon era de puro fastidio.

Ernest levantó la copa que tenía delante y la vació antes de arrepentirse. El cóctel, un fuego ardiente y asesino, le quemó la garganta; justo lo que quería.

—Le pagaré con un tema musical, señor. ¿Me da su permiso para tocar?

Sassoon entornó los ojos; Ernest no le caía bien, él lo entendió. Entonces, ella habló de nuevo.

—Me encanta el piano, sir Sassoon. Me gustaría escucharlo.

—Adelante entonces, toca, si es lo que quiere la dama —gruñó Sassoon.

Ernest inclinó la cabeza y se dirigió hacia el piano. Su imprudencia le había valido la oportunidad de tocar para ella; eso era todo lo que importaba. Y quería tocar bien; quería que ella recordara su ejecución al piano, que lo recordara a él aun antes de que dejara el bar. Porque estaba cansado hasta los huesos y no estaba seguro de cuánto más podría soportarlo.

Llegó al piano, se sentó en el taburete, se quitó el guante y levantó la tapa de caoba. Sus dedos desnudos tocaron el teclado; un escalofrío le recorrió el brazo y los sentimientos tan conocidos de miedo y resentimiento, mezclados con ira, brotaron en su pecho. Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que tocara un teclado, desde que le habían incautado el piano. Sus brazos, que solían ejecutar poderosos arpegios y sedosos legatos, estaban débiles por la falta de práctica. Ante él aparecía de nuevo la pesadilla: la mano que temía mostrar en público, los surcos en la piel y el dedo meñique torcido donde los huesos se habían roto y soldado mal.

Lo único que escuchaba era el silencio casi absoluto del bar, los resoplidos de los bebedores. No podía verla, pero ella escuchaba, observaba.

Una nueva sensación, un estallido ardiente de ternura mezclado con un dolor familiar, lo atravesó. Inspiró profundamente, dejó caer los hombros y miró el teclado. Notas de Beethoven, Debussy y Chopin fluían, rebotaban, hormigueaban a través de su mente. Ya no oía a la multitud, ni olía los cigarrillos, ni veía los puntos plateados de luz sobre la tapa del piano. Estaba en un bar, pero bien podría estar en alguna cumbre del macizo de Harz o en el centro de la plaza de Leipzig.

Con el corazón henchido, levantó las manos.

Esta canción era para ella.

Capítulo 8

Aiyi

Las notas barrieron el aire, un goteo tan delicado como el rocío primaveral; luego, gradualmente, se convirtieron en una ola de suaves legatos. El aire burbujeaba en una fuente de sonidos que me calmaron y reconfortaron; luego, de pronto, saltaron y el ritmo explotó en un diluvio apasionado de fuego y staccatos, notas y arpegios que hervían uno tras otro. El aire se volvió incandescente; el bar rugió con el resonar de los acordes. Una batalla arrasaba mi cabeza; mi cuerpo se enardeció, envuelto en una excitación contagiosa y antes desconocida para mí. Fue un placer permanecer allí, cautiva, cabalgar hacia la cima hasta quedar desgarrada. Pero la música era amable; no buscaba destruir, sino consolar, a medida que su magnífica cascada disminuía, se aflojaba y descendía, suavemente, como una roca que cae en el abrazo de un río, hasta un tierno goteo. Cuando las notas murmuraron y finalmente se desvanecieron en el aire, descendió una burbuja de silencio.