La Unión - Daniel Cervantes - E-Book

La Unión E-Book

Daniel Cervantes

0,0

Beschreibung

¿Alguna vez te has preguntado qué pasaría si todos los seres humanos del planeta comenzaran a unirse bajo un mismo cuerpo? En La Unión, Daniel Cervantes te invita a explorar este escenario apocalíptico y fascinante, donde el concepto de identidad se desvanece y las personas pueden fusionarse a voluntad. Mientras la humanidad se aglutina bajo un mismo cuerpo, tú te refugias en un solitario y gigantesco hotel. Los traumas e inquietudes de una vida insostenible son tu única compañía mientras el concepto de identidad se desdibuja en un mundo en el que las personas pueden unirse —literalmente— a voluntad. Sin embargo, esta vida contemplativa y apocalíptica —un término que te resistes a aceptar— no durará mucho. Alguien acabará encontrándote, obligándote a tomar una decisión: unirte o no a la amalgama universal, unirte o no a La Unión.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 133

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición digital: julio 2023 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: and machines | Unsplash Maquetación: Irene E. Jara Corrección: Ana Briz Revisión: Isabel Bravo de Soto

Versión digital realizada por Libros.com

© 2023 Daniel Cervantes © 2023 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19435-51-4

Daniel Cervantes

La Unión

A Elena.

 

 

En las matemáticas, el conjunto vacío es aquel que no posee ningún elemento. Puesto que lo único que define a un conjunto es la propiedad que satisfacen sus elementos, el conjunto vacío es único.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Cita

Prólogo

La Unión

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Prólogo

6.739.904.501

Bailas. No muy bien, pero bailas. Las luces de colores del salón —lounge— tiñen sin mucho énfasis las pieles de varias familias que se han concentrado en el lugar como colofón de un evento para niños que ha durado todo el día. Los animadores del hotel, bailando sobre una tarima, os invitan a hacer lo mismo junto a vuestros peques. Hay premio para el mejor bailarín: un fin de semana para dos a pensión completa en cualquiera de los lujosos resorts de la cadena. No sabes qué vas a hacer con el niño si ganas el concurso, pero igualmente bailas. Una pareja de músicos mediocres (teclado-voz y guitarra) interpretan canciones populares de todos los estilos y épocas. Es un cuadro decadente que no parece casar mucho con la elegancia que proyecta el hotel, pero a nadie parece importarle. Encontrarte actuaciones cutres en un hotel te parece un proceso tan natural como filtrar oxígeno a través de los pulmones.

Has bebido un poco. Hay niños por todas partes y algunos monitores se han bajado de la tarima y están bailando con el público. La animadora a la que llevas mirándole el culo toda la tarde está bailando con tu hijo. Crees que tu mujer te ha pillado un par de veces, pero te da igual. Te da bastante igual. Suena una canción compuesta —o quizás es más correcto decir «diseñada»— específicamente para animar a las masas a interpretar un baile ridículo. Participas de la ceremonia. Aunque te cueste creerlo, lo disfrutas. Miras a la animadora, que te devuelve la mirada y te obliga a disimular y a apartar la vista hacia tu hijo. El volumen empieza a ser un poco molesto; te apetece sentarte, pero sigues bailando. Ahora el ritual consiste en agacharse a la espera de un clímax musical con el que ponerse en pie. Estando de cuclillas, el botón del pantalón te aprieta un poco y recuerdas el batiburrillo de cosas que te has echado al plato en el bufet hace apenas treinta minutos. Te sientes pesado, torpe, patético y feliz.

La música rompe, y al ponerte en pie te mareas un poco. No sabes si sigue sonando la misma canción o una similar. Hay menos gente a tu alrededor, aunque no te ha parecido ver a nadie irse. Algunas caras te suenan. ¿Padres de algunos de los niños que han estado en la actividad de esta tarde? ¿Gente que llevas viendo estos últimos dos días en los pasillos del hotel? ¿En la piscina? ¿En el restaurante? O puede que una mezcla de todo lo anterior. Sí, una mezcla de cosas, lo que ves es una mezcla de cosas. La monitora te ha pillado, definitivamente te ha pillado, pero parece no importarle. Quizás está tan acostumbrada a que hombres como tú la miren de arriba a abajo, incluso delante de sus mujeres, que ya le da igual. A ti también te da igual.

Menos gente, hay mucha menos gente. No sabes adónde ha ido todo el mundo, no ves a nadie salir, no ves a nadie sentado en los sillones alrededor de la pista de baile. Ves a niños sin padres vagando por la moqueta, bailando sin ton ni son al ritmo de una música compuesta varios años antes de haber sido concebidos —diseñados—. Recuerdas las noticias, los comentarios de amigos y familiares, el nuevo evento, la nueva cosa, tan natural como fumar, como beber. Puede que hayas bebido más de la cuenta. Quizás no es a tu mujer, bailando a un metro de distancia, a quien empiezas a darle un poco de asco, quizás es a ti mismo a quien empiezas a darte un poco de asco. A lo mejor debiste haber dejado la carrera antes de llegar al punto de no retorno, aquel estadio en el que tu padre te dice que para lo que te queda la termines y ya luego te dediques a lo que te gusta. Pero nunca te dedicaste a lo que te gusta. A lo que te gustaba. Hay días en los que te preguntas en qué momento quisiste realmente tener un hijo. La monitora sigue moviendo el culo con él, le ha dado las manitas y juguetean juntos. Lo quieres. Te arrepientes tanto de haberlo tenido que en un delirio crees ver a la monitora fagocitando a tu hijo, incorporándolo a su estructura molecular de una forma que no sabes decir si es sucia o limpia, elegante o vulgar, biológica o divina. Ya no tienes que preocuparte por él. Ahora puedes querer a tu hijo y follarte a la monitora, todo al mismo tiempo. Hay menos gente. Solo un músico, el pianista, ¿o es el guitarrista? Podría ser cualquiera de los dos, o los dos al mismo tiempo.

Tu mujer se está uniendo a uno de los camareros, que a su vez se está uniendo a una de las niñas, que a su vez se está uniendo a su propia madre. Quieres salir de allí, irte corriendo a por el coche y dejarlos/dejarlo allí, pero también quieres quedarte y acercarte a la monitora y besarla en la boca. O besarlo en la boca. El lunes vuelves al trabajo, a tu casa, a la realidad que hay más allá de los límites espaciotemporales de este gigantesco hotel, y eso te parece motivo suficiente para negarte y negarles toda resistencia. La música te ensordece y corres hacia la animadora justo a tiempo para unirte a ella antes de que os juntéis con todos los demás. Un solo cuerpo baila en mitad de la pista. No muy bien, pero bailáis.

Capítulo 1

50.257

Elegiste una de las habitaciones más grandes del hotel. Esta contiene a su vez dos dormitorios, por lo que en realidad se puede considerar una suerte de piso dentro del complejo, solo le falta la cocina. Los techos son altos, mucho más altos que los de tu casa, que de tan bajos que eran te resultaban asfixiantes. A la falta de luz siempre te has acabado acostumbrando con resignación, pero a los techos bajos no, por lo que agradeces los casi dos metros de aire que ahora quedan por encima de tu cabeza.

Te instalaste en el dormitorio pequeño, aquel que los matrimonios extranjeros reservarían para los niños. Cuanto más lejos, mejor; si por ellos fuera, dejarían a sus hijos metidos en una caja todas las vacaciones. Encuentras divertida esta idea y fantaseas con la imagen de la familia —ya unida a estas alturas— luchando por su intimidad dentro de algo tan estrecho y cavernoso como es un cuerpo humano.

La otra habitación, la principal, tiene una absurdamente grande cama de matrimonio y da a una amplia terraza con vistas a las distintas piscinas del hotel y, en último término, al mar. La desolada escena podría ser similar durante el único mes en el que el hotel cerraba sus puertas: jardines inmaculados esperando pacientemente a ser pisados durante la temporada alta. Ahora mismo, en circunstancias normales, se hubiera podido escuchar cierto jaleo proveniente de la piscina más cercana. No es el caso.

La terraza te inquieta; las pocas veces que intentaste dormir en la habitación con la que conecta, al poco de llegar al hotel, tuviste la sensación de que los miles de personas que pasaron por ese dormitorio te miraban desde fuera, volcando una sola silueta sobre la cortina, curioseando a través de un solo par de ojos. Tardaste dos noches en mudarte a la habitación pequeña, que da a un elegante —pero decadente, en comparación con la playa— patio interior.

Sales a la terraza; lo haces cuando te sientes lo suficientemente optimista como para conjurar tal burla a la inquietud que esta te produce. Te apoyas en la cornisa y echas un vistazo. Has mirado tanto esta escena que podrías dibujarla de memoria; las hamacas, blancas y azules, se apiñan cómicamente en grupitos de entre tres y cuatro bajo las sombrillas de brezo, imitando a una manada de animales gregarios en busca de sombra. El efecto lo rompe el hecho de que es de noche y no hay sol del que protegerse; puede que por la mañana el chiste tenga más gracia.

Las palmeras bailan con el viento, cada palma parece un ser autónomo luchando por su independencia. Los grillos vitorean esta frustrada huida mientras apuntas mentalmente tus teorías sobre La Unión, algo que empezaste a hacer fruto de la desesperación y que ha acabado convirtiéndose en un retorcido pasatiempo.

Quizás hubo un momento, en las profundidades de la historia, en el que aquello que fuese La Unión llegó a la Tierra, se separó en millones de personas diferentes, y ahora simplemente está recolectando lo que dejó atrás. Una especie de creacionismo alienígena que se está dando a la inversa. Destruccionismo.

Quizás lo que para nosotros han sido millones de años no ha durado más que cinco minutos en el pupitre de Dios, que, insatisfecho o aburrido con su creación, ahora nos recoge como pegotes de plastilina, pegándonos poco a poco los unos a los otros, haciendo una bolita color carne.

Quizás la naturaleza nos está masticando a su manera, convirtiéndonos en un enorme bolo alimenticio, y esta calma solitaria no es más que el momento previo a ser engullidos definitivamente.

Piensas que tanto esta como la anterior teoría, aunque igual de disparatadas que todas las que tienes en tu cuaderno mental, no son del todo acertadas. Una bola de plastilina o un bolo alimenticio son más grandes que las partes que lo componen, pero La Unión no. La Unión es igual, es humano, o de tamaño y proporciones humanas al menos. Esto te resulta más aterrador que la idea de una gran bola gigante hecha de piel, músculos y tendones, ya que, mientras esta última imagen pertenece exclusivamente al plano de las pesadillas, la otra es aceptable a simple vista. Una realidad aterradora bajo una cáscara reconocible. Una persona con forma de persona hecha de personas.

Una brisa más fría de la cuenta acaba con tu teorización y vuelves a tu cuarto, al pequeño. Antes de dormir te masturbas con la ventana abierta, sin miedo a que nadie te vea.

Capítulo 2

48.234

Te pegas una larga ducha y como siempre agradeces, sin saber a quién, que los calentadores del hotel sigan funcionando. Probablemente ya no habrá ningún juez encargado de comprobar quién paga o deja de pagar las facturas, ni un verdugo que aniquile el suministro de agua y electricidad de los que no lo hacen. Con cada unión, el automatizado primer mundo humano, diseñado para ahorrarnos el mayor tiempo posible con cada trámite, por pequeño y absurdo que sea, se ha ido quedando más y más desolado, acabando en un estado de eterno piloto automático. Agradeces esto ahora aun habiéndolo odiado toda tu vida.

Tras intentar rescatar sin éxito la fantasía de las hamacas vivientes (durante la noche se ven las cosas de otra manera), bajas al restaurante. El interior, pensado para cientos de comensales, te resulta extraño ahora que lo tienes para ti sola. Es por eso por lo que sueles comer fuera; no en la terraza del bar, sino en una terraza que has improvisado en mitad del jardín, delante de la piscina.

El asunto de la comida, al igual que el de la luz y el agua, quedó solventado fácilmente gracias a las comodidades propias de la vida moderna; en este caso, los innumerables conservantes y envases de plástico que envuelven casi todos los productos que se pueden encontrar en el supermercado. Con un par de expediciones al pueblo tuviste suficiente para, junto a los congelados del propio restaurante, asegurarte una reserva de comida para un año. Aun así, y a pesar de que tu apatía por la cocina no te hace ajena a este tipo de alimentos, la perspectiva de pasar tanto tiempo alimentándote de conservas y procesados no te entusiasma. Llevas varios días pensando en plantar un huerto, pero no tienes del todo claro de dónde sacar las semillas y no confías en tu capacidad para mantenerlo vivo, no digamos sano.

Terminas de comer, te sientas en el borde de la piscina y pones los pies en remojo. Es una mañana estupenda, las rosadas nubes de las primeras horas del día contrastan perfectamente con el pálido azul del cielo, y la suave brisa de la noche anterior trae consigo el aroma del mar. De puto anuncio, piensas mientras sacas los pies del agua y te diriges a la playa.

A diferencia de tu ciudad natal, donde la arena es fina y blanca, aquí es gruesa y oscura. Esto no te molesta; al contrario, le confiere a la playa una cualidad un tanto extraterrestre que te gusta por lo bien que encaja con tu situación. La playa, que se extiende pocos kilómetros, acaba, bien en un risco inquebrantable, que esconde otra playa al otro lado y el pueblo más allá, o bien en un bosque de pinos, alcornoques y pinsapos que ahora forman todos ellos una gran reserva natural, pero que antes de serlo fue ligeramente amputado para colocar el gran resort que es el hotel.

Dejas los zapatos en la carretera que separa el hotel de la playa, te aseguras de que los calcetines estén dentro y bajas, descalza como estás, a la orilla. El sol, que lleva casi tanto tiempo despierto como tú, no ha tenido tiempo de calentar debidamente el mar, por lo que sientes un repentino escalofrío en cuanto tus pies tocan el agua. No es que te entusiasme el frío, pero desde luego lo prefieres al calor. Al menos el frío te mantiene alerta; el calor te quita las ganas de vivir.

Caminas en dirección al risco mientras piensas en lo que vas a hacer hoy. Buscar algo de lectura entre los abandonados equipajes parece un plan tan bueno como cualquier otro; ya te has leído varias de las tontorronas y prácticamente ornamentales novelas románticas que descansan en las zonas comunes del hotel, y te apetece algo nuevo. Tras el paseo, te pones los zapatos y te diriges de nuevo hacia el complejo.

Tienes una tarjeta que has configurado para poder abrir con ella todas las habitaciones del hotel menos la tuya, para la cual tienes otra tarjeta aparte. Podrías haber incluido tu habitación en la tarjeta maestra, pero había algo en eso que te producía cierto desasosiego, como si al tener acceso a todas las habitaciones, incluida la tuya, con una misma llave, tu casa fuese el inmenso hotel, con todos sus silenciosos compartimentos, en lugar de solo tu habitación. No, tu casita se mantendría separada del resto, aunque solo fuese de manera virtual.

Con la tarjeta en el bolsillo de los vaqueros te das un paseo por la tercera y última planta, que es la que menos te has preocupado de explorar. Hay tantos accesos distintos que aún hoy te cuesta un poco hacerte una imagen mental de la disposición de los espacios del hotel. En algunas partes hay un ascensor que abarca las tres plantas, mientras que en otras la irregular forma del edificio obliga a tener un ascensor que conecte la planta baja con la primera, y otro que conecte la primera con la segunda y tercera.

Trescerouno, trescerodos, trescerotrés, trescerocuatro y así hasta la tresceronueve, que fue en la que decidiste, arbitrariamente, entrar.