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Si el Rubén Darío poeta es todavía importante para toda la lengua española, sus prosas no lo han sido menos, como, asimismo, su biografía y peripecia vital fueron y son legendarias por los efectos de su fuerte personalidad literaria y humana. De allí que siga siendo una experiencia de contacto directo irreemplazable leer lo que el rey de nuestros poetas (1867-1916) cuenta sobre sí mismo.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Si el Rubén Darío poeta es todavía importante para toda la lengua española, sus prosas no lo han sido menos, como, asimismo, su biografía y peripecia vital fueron y son legendarias por los efectos de su fuerte personalidad literaria y humana. De allí que siga siendo una experiencia de contacto directo irreemplazable leer lo que el rey de nuestros poetas (1867-1916) cuenta sobre sí mismo. Tal vez estas prosas obligadas no están a la misma altura de otras del autor, sin embargo, es importante ver cómo Darío se veía a sí mismo y sabía que otros lo observaban, al igual que escucharlo narrar, de propia mano, la historia de sus libros.
Rubén Darío
Siempre sorprende a los lectores saber que Rubén Darío (1867-1916) conoció la fama siendo apenas un jovencito en su natal Nicaragua y que los presidentes centroamericanos de entonces se disputaron la protección de este poeta precoz en todas sus vibraciones de hombre y artista. Que más tarde, donde era más difícil competir como en Chile, en Argentina y en España, Darío conoció la gloria, la consagración y el renombre, éxitos que no suelen ser frecuentes para los escritores latinoamericanos, se piensa que por las características de las sociedades en las que viven y trabajan. En el caso de Darío, se trata de una fama merecida, pues su obra cambió el concepto y la sensibilidad de la poesía. El resultado es que la historia completa de la lengua española, incluyendo la peninsular, pasará siempre por Darío para contar los comienzos de una actualidad llamada, precisamente, con el nombre del movimiento renovador del cual este poeta fue y sigue siendo su rey: el modernismo. Pasado el tiempo de ese movimiento, incluso superado lo temporal de su patriarca, Darío sigue siendo el punto de referencia.
Acerca de la importancia de su poesía (ver el volumen 9 de Biblioteca Ayacucho) todavía se trabaja y cada generación se siente voluntariamente obligada a hacer su balance. Acerca de sus prosas ocurre lo mismo. No menos con los hechos vitales de un hombre exitoso, contradictorio, enfermo por el alcohol, dotado además de una complicada vida amorosa. Cómo pudo cubrir sus gastos, figurar siempre en primera plana, «hacerse una posición», Según pretendía de muchacho, resulta siempre ese lado humano que sigue despertando la curiosidad de los lectores.
Para redondear sus ingresos o para obtener algunos escribió y publicó de manera infatigable en la prensa de su tiempo y toda revista hispanoamericana lo reproducía. De esta colaboración nacieron sus mejores prosas —que con su poesía, marcaron época— y hasta ficciones narrativas. Aunque de menor calidad redactó a los 45 años (1912) —le quedaban cuatro de vida— el relato de su peripecia vital. En este volumen se restituye el título original, La vida de Rubén Darío escrita por él mismo que le solicitara el director de la revista Caras y Caretas.
Deshilvanado muchas veces, desmemoriado otras, obligado en ciertas ocasiones a silenciar o disimular acontecimientos, este cuento de Darío resulta sin embargo una experiencia singular. Sus biógrafos posteriores han logrado aclarar muchas oscuridades vitales y documentado mejor su peripecia, o desmentido errores de interpretación, pero el contacto directo con lo que Darío escribió a la fuerza sobre sí mismo es insustituible.
Pasa lo mismo con el trabajo llamado «Historia de mis libros», que le solicitara el periódico La Nación de Buenos Aires, también en 1912, y que puede llegar a ser un acercamiento paralelo y parcial para el conocimiento de lo más importante, el escritor y el poeta.
Fuera pues de las notorias deficiencias de estas piezas de literatura memorialista, la galería de nombres y sucesos, relaciones y lugares, la manera cómo Darío se entiende a sí mismo frente a la historia, constituyen un lugar indispensable para aumentar y desvanecer los mitos y leyendas que, con toda lógica, suscitó su personalidad. Por otra parte, se ha dicho, en la literatura hispanoamericana no abunda la confesión autobiográfica y es una lástima. Con pocos antecedentes, la impusieron los escritores modernistas en plena correspondencia con la estética que los animaba hasta cuando repetían mecánicamente las fórmulas que ellos mismos habían inventado. Pero esos inconvenientes los perdona el tiempo cuando pone en perspectiva el tamaño vivo de un autor como Darío. «Todos los hombres —comienza el poeta citando a Benvenuto Cellini— que hayan hecho algo virtuoso o parecido a la virtud, para ser verídicos y de bien, deben escribir por sí mismos su vida, pero esa bella empresa no debe ser hecha antes de los cuarenta años». Pero alcanzada esa edad el escritor precoz había dado todo de sí y estaba consumido.
Tutti gli uomini d’ogni sorte, che hanno fatto qualche cosa che sia virtuosa, o che veramente alla virtù si somigli, dovrebbero, essendo veritieri e da bene, di lor propria mano descrivere la loro vita; ma non si dovrebbe cominciare una tal bella impresa prima che sia passata l’eta dei quarantanni.
La Vita del Mo. Benvenuto Cellini.
TENGO MÁS AÑOS, DESDE HACE CUATRO, que los que exige Benvenuto para la empresa. Así doy comienzo a estos apuntamientos que más tarde han de desenvolverse mayor y más detalladamente.
En la catedral de León, de Nicaragua, en América Central, se encuentra la fe de bautismo de Félix Rubén, hijo legítimo de Manuel García y Rosa Sarmiento. En realidad, mi nombre debía ser Félix Rubén García Sarmiento. ¿Cómo llegó a usarse en mi familia el apellido Darío? Según lo que algunos ancianos de aquella ciudad de mi infancia me han referido, un mi tatarabuelo tenía por nombre Darío. En la pequeña población conocíale todo el mundo por Don Darío; a sus hijos e hijas, por los Daríos, las Daríos. Fue así desapareciendo el primer apellido a punto de que mi bisabuela paterna firmaba ya Rita Darío; y ello convertido en patronímico llegó a adquirir valor legal, pues mi padre, que era comerciante, realizó todos sus negocios ya con el nombre de Manuel Darío; y en la catedral a que me he referido, en los cuadros donados por mi tía doña Rita Darío de Alvarado, se ve su nombre de tal manera.
El matrimonio de Manuel García —diré mejor de Manuel Darío— y Rosa Sarmiento fue un matrimonio de conveniencia, hecho por la familia. Así no es de extrañar que a los ocho meses más o menos de esa unión forzada y sin afecto, viniese la separación. Un mes después nacía yo en un pueblecito, o más bien una aldea, de la provincia, o como allá se dice, departamento, de la Nueva Segovia, llamado antaño Chocoyos y hoy Metapa.
MI PRIMER RECUERDO —debo haber sido a la sazón muy niño, pues se me cargaba a horcajadas, en los cadriles, como se usa por aquellas tierras— es el de un país montañoso: un villorrio llamado San Marcos de Colón, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragüense; una señora delgada, de vivos y brillantes ojos negros —¿negros?… no lo puedo afirmar seguramente…, mas así los veo ahora en mi vago y como ensoñado recuerdo—, blanca, de tupidos cabellos oscuros, alerta, risueña, bella. Ésa era mi madre. La acompañaba una criada india, y le enviaba de su quinta legumbres y frutas, un viejo compadre gordo, que era nombrado «el compadre Guillen». La casa era primitiva, pobre, sin ladrillos, en pleno campo. Un día yo me perdí. Se me buscó por todas partes: hasta el compadre Guillen montó en su mula. Se me encontró, por fin, lejos de la casa, tras unos matorrales, debajo de las ubres de una vaca, entre mucho ganado que mascaba el jugo del yogol, fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera y del cual se saca aceite en molinos de piedra como los de España. Dan a las vacas el fruto, cuyo hueso dejan limpio y seco, y así producen leche que se distingue por su exquisito sabor. Se me sacó de mi bucólico refugio, se me dio unas cuantas nalgadas y aquí mi recuerdo de esa edad desaparece, como una vista de cinematógrafo.
Mi segundo recuerdo de edad verdaderamente infantil es el de unos fuegos artificiales, en la plaza de la iglesia del Calvario, en León. Me cargaba en sus brazos una fiel y excelente mulata, la Serapia. Yo estaba ya en poder de mi tía abuela materna, doña Bernarda Sarmiento de Ramírez, cuyo marido había ido a buscarme a Honduras. Era él un militar bravo y patriota, de los unionistas de Centroamérica, con el famoso caudillo general Máximo Jerez, y de quien habla en sus Memorias el filibustero yanqui William Walker. Le recuerdo: hombre alto, buen jinete, algo moreno, de barbas muy negras. Le llamaban «el bocón», seguramente por su gran boca. Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia. Dios le ha dado un buen sitio en alguno de sus paraísos. Yo me criaba como hijo del coronel Ramírez y de su esposa doña Bernarda. Cuando tuve uso de razón, no sabía otra cosa. La imagen de mi madre se había borrado por completo de mi memoria. En mis libros de primeras letras, algunos de los cuales he podido encontrar en mi último viaje a Nicaragua, se leía la conocida inscripción:
Si este libro se perdiese,
como suele suceder,
suplico al que me lo hallase
me lo sepa devolver.
Y si no sabe mi nombre
aquí se lo voy a poner:
FÉLIXRUBÉNRAMÍREZ
El coronel se llamaba Félix, y me dieron su nombre en el bautismo. Fue mi padrino el citado general Jerez, célebre como hombre político y militar, que murió de ministro en Washington, y cuya estatua se encuentra en el parque de León.
Fui algo niño prodigio. A los tres años sabía leer; según se me ha contado. El coronel Ramírez murió y mi educación quedó únicamente a cargo de mi tía abuela. Fue mermando el bienestar de la viuda y llegó la escasez, si no la pobreza. La casa era una vieja construcción, a la manera colonial; cuartos seguidos, un largo corredor, un patio con su pozo, árboles. Rememoro un gran «jícaro», bajo cuyas ramas leía; y un granado, que aún existe y otro árbol que da unas flores de un perfume que yo llamaría oriental, si no fuese de aquel pródigo trópico y que se llaman «mapolas».
La casa era para mí temerosa por las noches. Anidaban lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los dos únicos supervivientes: la Serapia y el indio Goyo. Vivía aún la madre de mi tía abuela, una anciana, toda blanca por los años, y atacada de un temblor continuo. Ella también me infundía miedo, me hablaba de un fraile sin cabeza, de una mano peluda, que perseguía, como una araña… Se me mostraba, no lejos de mi casa, la ventana, por donde, a la Juana Catina, mujer muy pecadora, y loca de su cuerpo, se la habían llevado los demonios. Una noche, la mujer gritó desusadamente; los vecinos se asomaron atemorizados, y alcanzaron a ver a la Juana Catina, por el aire, llevada por los diablos, que hacían un gran ruido, y dejaban un hedor a azufre.
Oía contar la aparición del difunto obispo García, al obispo Viteri. Se trataba de un documento perdido en un ya antiguo proceso de la curia. Una noche, el obispo Viteri hizo despertar a sus pajes, se dirigió a la catedral, hizo abrir la sala del capítulo, se encerró en ella, dejó fuera a sus familiares, pero éstos vieron, por el ojo de la llave, que su ilustrísima estaba en conversación con su finado antecesor. Cuando salió, «mandó tocar vacante»: todos creían en la ciudad que hubiese fallecido. La sorpresa que hubo al otro día fue que el documento perdido se había encontrado. Y así se me nutría el espíritu, con otras cuantas tradiciones y consejas y sucedidos semejantes. De allí mi horror a las tinieblas nocturnas, y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables.
Quedaba mi casa cerca de la iglesia de San Francisco, donde había existido un antiguo convento. Allí iba mi tía abuela a misa primera, cuando apenas aparecía el primer resplandor del alba, al canto de los gallos. Cuando en el barrio había un moribundo, tocaban en las campanas de esa iglesia el pausado toque de agonía, que llenaba mi pueril alma de terrores.
Los domingos llegaban a casa a jugar el fusílico viejos amigos, entre ellos un platero y un cura. Pasaba el tiempo. Yo crecía. Por las noches había tertulia en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conversación y la noche cerraban mis párpados. Pasaba el «vendedor de arena»… Me iba deslizando. Quedaba dormido sobre el ruedo de la maternal falda, como un gozquejo. En esa época aparecieron en mí fenómenos posiblemente congestivos. Cuando se me había llevado a la cama, despertaba y volvía a dormirme. Alrededor del lecho mil círculos coloreados y concéntricos, kaleidoscópicos, enlazados y con movimientos centrífugos y centrípetos, como los que forman la linterna mágica, creaban una visión extraña y para mí dolorosa. El central punto rojo se hundía hasta incalculables hípnicas distancias, y volvía a acercarse; y su ir y venir era para mí como un martirio inexplicable. Hasta que, de repente, desaparecía de la decoración de colores, se hundía el punto rojo y se apagaba, al ruido de una seca y para mí saludable explosión. Sentía una gran calma, un gran alivio; el sueño seguía, tranquilo. Por las mañanas mi almohada estaba llena de sangre, de una copiosa hemorragia nasal.
SE ME HACÍA IR a una escuela pública. Aún vive el buen maestro que era entonces bastante joven, con fama de poeta, el licenciado Felipe Ibarra. Usaba, naturalmente, conforme con la pedagogía singular de entonces, la palmeta, y en casos especiales, la flagelación en las desnudas posaderas. Allí se enseñaba la cartilla, el Catón cristiano, las «cuatro reglas», otras primarias nociones. Después tuve otro maestro, que me inculcaba vagas nociones de aritmética, geografía, cosas de gramática, religión. Pero quien primeramente me enseñó el alfabeto, mi primer maestro, fue una mujer, doña Jacoba Tellería, quien estimulaba mi aplicación con sabrosos pestiños, bizcotelas y alfajores que ella misma hacía, con muy buen gusto de golosinas y con manos de monja. La maestra no me castigó sino una vez, en que me encontrara, ¡a esa edad, Dios mío! en compañía de una precoz chicuela, iniciando, indoctos e imposibles Dafnis y Cloe, y según el verso de Góngora, «las bellaquerías, detrás de la puerta».
EN UN VIEJO ARMARIO encontré los primeros libros que leyera. Eran un Quijote, las obras de Moratín, Las mil y una noches, la Biblia, los Oficios de Cicerón, la Corina de Madame Stäel, un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica, de ya no recuerdo qué autor, La caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño.
¿A QUÉ EDAD ESCRIBÍ los primeros versos? No lo recuerdo precisamente, pero ello fue harto temprano. Por la puerta de mi casa —en las Cuatro Esquinas— pasaban las procesiones de Semana Santa, una Semana Santa famosa: «Semana Santa en León y Corpus en Guatemala»: y las calles se adornaban con arcos de ramas verdes, palmas de cocoteros, flores de corozo, matas de plátanos o bananos, disecadas aves de colores, papel de China picado con mucha labor; y sobre el suelo se dibujaban alfombras que se coloreaban expresamente, con aserrín de rojo brasil o cedro, o amarillo «mora»; con trigo reventado, con hojas, con flores, con desgranada flor de «coyol». Del centro de uno de los arcos, en la esquina de mi casa, pendía una granada dorada. Cuando pasaba la procesión del Señor del Triunfo, el Domingo de Ramos, la granada se abría y caía una lluvia de versos. Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno…, pero sí sé que eran versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprendí a hacer versos. Ello fue en mí orgánico, natural, nacido. Acontecía que se usaba entonces —y creo que aún persiste— la costumbre de imprimir y repartir, en los entierros, «epitafios», en que los deudos lamentaban los fallecimientos, en verso por lo general. Los que sabían mi rítmico don, llegaban a encargarme pusiese su duelo en estrofas.
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