La vida es un tango, Gari - Urko Mantzizidor - E-Book

La vida es un tango, Gari E-Book

Urko Mantzizidor

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Beschreibung

¿Puede una persona normal convertirse en traficante de drogas si se le presenta la oportunidad para ello? Gari e Irati, una pareja de vida convencional, se verán arrastrados a una vorágine de mentiras y violencia por el egoísmo y avaricia que anidan en el espíritu de él. Gari, triatleta amateur, encuentra un fardo de cocaína mientras nada por la ría de Urdaibai. Su opción es clara: asociado con su cuñado Unai, un camello de poca monta, tratará de vender la droga, desencadenando, de esa manera, una serie de acontecimientos que involucran a traficantes de distinto nivel, policías corruptos, adictos, jueces e incluso a su propia familia. La novela relata el descenso a los infiernos de Gari, quien renuncia voluntariamente a una vida que se venía desarrollando en los estándares convencionales, hasta el punto de verse arrastrado por la espiral de violencia que él mismo ha desencadenado y de la que es incapaz de zafarse. Su intención de vender la cocaína choca frontalmente con los intereses de Corso, líder de la mayor banda narcotraficantes de Bizkaia y propietario del fardo, quien no reparará en medios ni métodos para eliminar la amenaza que Gari y sus socios suponen para su negocio… El curso de los acontecimientos y el doloroso desengaño respecto a la actitud y valores de Gari provocarán una profunda transformación en Irati, quien jugará un papel clave en el desenlace de la trama.

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la vida es un tango, gari

Este libro ha recibido una ayuda a la edición del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco.

1ª edición: abril de 2023.

© 2023, Urko Mantzizidor Torrontegi

© De la presente edición: 2023, ALBERDANIA, SL

Istillaga, 1, bajo - 20304 Irun

Tel.: + 34 943 63 28 14

[email protected]

www.alberdania.net

Imagen de portada: Urko Mantzizidor.

Impreso en Ulzama (Uharte, Navarra)

ISBN papel: 978-84-9868-814-6 ISBN digital: 978-84-9868-815-3

Depósito legal: D. 361/2023

la vida es un tango, gari

urko mantzizidor

ALBERDANIA

negra

A Natalia, por todo.

A Hiart y Amets. Jamás dejéis de leer,

aunque para esta novela,

aun tengáis que esperar unos años.

He observado lo incongruentes e irracionales que son los seres humanos, […] que no se avergüenzan de hacer cosas por las que, legítimamente, serían tomados por tontos, sino de retractarse, por lo que serían tomados por sabios.

Daniel Defoe, Robinson Crusoe

1

CRISIS

–La vida es un tango, Gari –me decía Mikel mientras apuraba las últimas caladas de su cigarro. Era la tercera o cuarta vez que repetía lo mismo aquella noche. No es que fuera ninguna sorpresa: cada vez que nuestra cuadrilla se echaba una juerga llegaba un punto de la noche en la que Mikel te lo decía. Lo pronunciaba como se dicen los grandes secretos de la vida, mirándote a los ojos, acercando su cabeza a la tuya, bajando un poco el volumen de la voz y, si el tabaco y el vaso le dejaban una mano libre, agarrándote de la nuca para acercar aún más su cabeza a la tuya.

La frase siempre llegaba, poco más o menos, en el mismo momento de la noche: después de seis o siete rondas de cerveza, después de las risas iniciales, los abrazos de después, las promesas de amistad eternas, y un poco antes de que todos empezásemos a balancearnos al ritmo de la música mientras en nuestras cabezas pensábamos que bailábamos mejor que John Travolta.

Las primeras veces no le presté demasiada atención, me pareció una frase más de filosofía barata que se dicen en una borrachera. No quiero parecer pretencioso: yo soy el primero que recurre a la filosofía barata cuando está borracho, probablemente porque soy consciente de mis limitaciones en filosofía de verdad; porque sé que no he reflexionado lo suficiente acerca de casi nada.

Pero volvamos a Mikel, entendía lo que quería decir, no era tan diferente del carpe diem de toda la vida, pero dicho de otra manera. Sin embargo, su insistencia despertó algo en mí. No es que salgamos a emborracharnos a menudo, al menos yo: un par de veces al año, tres a lo sumo. Pero aquello lo decía una y otra vez, en cada juerga, en el mismo momento de la noche, ya fuera en fiestas de Mundaka, en Bilbo o en Praga, en verano o en invierno. Y aquella insistencia, aquella repetición, me dejó intrigado. Mikel tiene mi misma edad, treinta y ocho años; de hecho, toda nuestra cuadrilla tiene la misma edad. Además todos fuimos juntos a la escuela, todos practicamos fútbol y remo de niños, todos somos hombres, todos somos oficialmente heterosexuales, casi todos casados, casi todos con hijos, casi todos con trabajos estables… ¡Algunos incluso estamos delgados y con pelo! Aburguesados, satisfechos… Entonces, ¿a qué venía aquella insistencia con que la vida era un tango? ¿Quería decir que su vida era fantástica y que tenía que exprimir cada minuto como si fuera el último, o por el contrario que era una puta mierda, que le estaba pasando por delante suyo sin aprovecharla y que había que lanzarse a tener otra antes de que fuera demasiado tarde?

Me obsesioné con la frase. Llegó un punto en el que pensaba en ella a todas horas: en el trabajo, entrenando, mientras ayudaba a mi hija a hacer los deberes, hablando con mi mujer, mientras leía un libro, viendo una serie, una vez incluso mientras hacía el amor, siempre el puto tango en la cabeza.

Y empecé a plantearme cosas que antes no me había cuestionado: ¿quería a mi familia? ¿Quería ser padre? ¿Me gustaba mi trabajo? ¿Realmente quería seguir practicando triatlones? Si la vida era un puto tango, si duraba lo que duraba la música, ¿estaría satisfecho en mi lecho de muerte conmigo mismo o me arrepentiría amargamente de lo no hecho, lo no arriesgado, lo no vivido?

Todo podía haber terminado ahí, en la típica crisis de los cuarenta. Si la cosa se complicaba mucho, incluso podía haber desembocado en el típico divorcio de los cuarenta, en el que la mujer tiene que hacerse cargo de la niña porque el marido quiere exprimir su último tango y vivir como si fuera un adolescente más.

Viéndolo en perspectiva, habría tenido mucha suerte si todo hubiera sido así: seguiría siendo el mismo gilipollas, pero al menos no estaría escribiendo mi vida en un cuaderno de anillas mirando desde la ventana de esta celda de la cárcel de Basauri, mientras comparto celda con un yonqui que suda, jadea, murmura y vomita cada media hora para pasar el mono como puede. Estaría en un piso de alquiler, jugando a la videoconsola, pensando que mis colegas son unos gilipollas porque siguen saliendo solo dos o tres veces al año, mientras que yo tengo casi todos los viernes y sábados para salir a emborracharme y tratar de ligar con alguna chica, probablemente sin mucha suerte, pero intentándolo…

Pero, como decía, aquí estoy, en una celda de tres y medio por dos metros, con un compi, como dicen aquí, que apesta y que despierta mis más oscuros instintos homicidas.

¿Cómo he llegado a este lugar? ¿Por qué estoy escribiendo acerca de mi vida en este cuaderno de mierda, en esta celda de mierda, con este compañero de mierda?

2

GASTEIZ

Habréis oído muchas veces que el deporte en exceso es malo para la salud. Generalmente es algo que te dice quien es incapaz de recorrer trescientos metros a un paso vivo sin que le falte el aire. Siempre te lo dicen con un vino en la mano, o con un cigarro en la boca, o peor, con ambos a la vez, mientras les tiembla la pequeña papada que se les empieza a asomar bajo la barbilla. Reconozco que me ponían de mal humor: ¿qué sabrían ellos lo que era bueno o malo para la salud? ¿Muere más gente de hacer deporte que de fumar o beber? Pero lo malo siempre es lo que hacen los demás, claro… Aunque, en mi caso, excepcionalmente, quizás tuvieran razón, quizás hacer deporte es lo peor que me ha pasado en la vida.

Todo empezó el verano pasado, el de dos mil dieciocho. Yo llevaba ya cierto tiempo practicando triatlones a un nivel bastante serio; nada espectacular, pero a buen nivel dentro de la categoría máster treinta y cinco, que es la forma fina de decirnos a los deportistas que empezamos a ser viejos. Si googleáis mi nombre no me veréis ganando ningún triatlón, pero siempre salía entre los primeros puestos de mi grupo de edad. Triatlones de distancia olímpica, un par de Ironman… Cada vez más en serio, cada vez dedicándole más horas, cada vez invirtiendo más dinero: una bicicleta nueva, la ropa de verano, la de invierno, el rodillo, los suplementos alimenticios, las zapatillas de correr de placa de carbono, los bañadores, las gafas, los cascos, el entrenador, el dietista, el reloj, el potenciómetro, el ciclocomputador… Todo lo que podáis imaginar. Os aseguro que hacer deporte no es nada barato, llegó un momento en el que gastaba tanto que tenía que mentir a mi mujer para explicar en qué me lo gastaba.

Los triatlones se convirtieron en mi obsesión: preparaba mis comidas teniendo en cuenta las calorías, proteínas y carbohidratos que necesitaba; me pesaba cada día al despertarme; si veía la televisión eran triatlones, o vídeos para mejorar la técnica en el agua, o el último grito en componentes de bicicletas. Siempre buscando la última novedad, siempre buscando ser unos segundos más rápido, siempre gastando un poco más de dinero, siempre mintiendo un poco más a mi mujer.

Como decía, todo empezó en el verano de dos mil dieciocho. Yo participaba en el Ironman de Vitoria-Gasteiz. No era el primero, pero sin duda era al que mejor preparado iba. Llevaba meses de extenuantes entrenamientos, había pulido mi técnica de natación, me acoplaba a la bicicleta perfectamente, y conseguía correr la maratón final a un ritmo alto. El resultado fue la hostia: conseguí llegar en el puesto decimosegundo, sexto de mi grupo de edad. No podéis imaginaros el subidón, la adrenalina, el orgullo… Y los días siguientes la cosa no hizo sino mejorar: las felicitaciones por Facebook, Twitter y WhatsApp; todo Mundaka parándome por la calle; en mi trabajo no paraban de felicitarme; los compañeros que hacían deporte venían a mi mesa a decirme lo grande que era; en la máquina de café no me hablaban de otra cosa… Era la droga más dura que había probado, el Éxito, la Gloria, así, con mayúsculas.

Pero por supuesto no podía durar.

Al cabo de pocos días la gente comenzó a olvidarse de mi gesta, las felicitaciones se hicieron más esporádicas, menos efusivas. Como toda droga, esta también dejó su resaca. ¿Cómo coño era posible que la gente no siguiera felicitándome? ¿Es que no podían darse cuenta de que yo había conseguido lo que ninguno de ellos sería capaz de hacer ni en diez vidas? Mi humor pasó de la euforia a la melancolía. A ello se le unía algo que suele suceder a menudo en el deporte: tras conseguir un gran logro, tras terminar una prueba para la que ha estado preparándose durante meses, que ha consumido hasta el último de sus pensamientos, el deportista se enfrenta a la realidad de que ya ha cumplido su objetivo; que el motor que le movía para despertarse un domingo a las cinco de la mañana para salir a correr dos horas y media cuando aún le duelen las piernas ya no existe. Solo conozco dos salidas para esa situación: o te pones un nuevo objetivo rápidamente o te dejas llevar por la apatía, dejas de entrenar en serio y empiezas a engordar y perder la forma. En mi caso yo me puse otro objetivo.

Fue Markel, mi entrenador, el que plantó la idea en mi cabeza como un agricultor planta una semilla.

–Es la hostia, Gari. ¡Decimosegundo! –me dijo con orgullo.

–Ya te digo –le respondí mientras tomaba otro sorbo de mi café solo sin azúcar.

–¿Te das cuenta de que has estado cerca de ganar una plaza para Kona? –me lanzó de sopetón.

Me quedé paralizado. Kona, el Santo Grial de los triatletas. Si el Ironman fuera una religión (y no tengo claro que no lo sea), Kona sería el puto Vaticano, la basílica de San Pedro. El condado de Hawái, donde cada año se celebra el campeonato del mundo de Ironman. La carrera más dura de todos los Ironman, el lugar donde, cada año, los mejores triatletas del mundo acuden como cardenales a un concilio para competir y ganar la gloria eterna, para retarse y que uno solo de ellos se corone como el sumo pontífice de nuestra religión. Por supuesto, yo no era de los mejores triatletas del mundo, pero en Kona se compite por franjas de edad y, ahí estaba el truco, en la mía sí podía soñar con competir en Kona. No en ganar, por supuesto, pero el mero hecho de poder competir allí ya sería algo increíble.

Aquella idea, aquella remota posibilidad se instaló en mi cabeza como un gusano en una manzana. El pensamiento me reconcomía por dentro, pudriéndome, vaciando todo lo demás, aumentando aún más mi obsesión. Pero había un problema: el dinero. Hacía falta mucho para ir a Kona, más del que podía permitirme, y a pesar de intentarlo no conseguía ningún patrocinador que sufragase al menos parte de mis gastos. Visité todas las empresas de la zona, todas las tiendas de deporte, de bicicletas… No había nada que hacer, para la publicidad yo no era nadie. Un veterano más en un deporte minoritario. Imposible.

Y no era solamente el gasto del viaje en sí: primero debía ganarme una de las plazas disputando algún otro Ironman, lo que incrementaba el coste de toda aquella aventura.

Así que hice lo único que sabía hacer: exprimir aún más a mi familia. Ya no habría vacaciones de verano, ni salidas a comer, ni caprichos para nadie (salvo mis Ironman, claro). Pero, por supuesto, ni así era suficiente.

Visto en perspectiva no sé cómo Irati me aguantó tanto. Aunque, para mí, todo aquello era perfectamente normal. Tan solo era cuestión de un par de años, se trataba de un esfuerzo pequeño para conseguir algo memorable en la vida, me engañaba. ¿Qué eran un par de años de estrecheces para conseguir algo así? Ni se me pasaba por la cabeza que Irati pudiera pensar de otra manera, que su prioridad fuese nuestra hija Izaro, y no Kona… Sí, lo sé, pero recordad que yo era un puto yonqui, no muy diferente de este que vomita junto a mí.

3

LA PLAYA DE SAN ANTONIO

–Hutsa, mesedez1 –le pedí a Andrei, el barman del chiringuito de la playa de San Antonio en Busturia. Era el quinto café solo que tomaba ese día. El café me ayudaba a lidiar con la perpetua fatiga de mis músculos, y me tomaba siempre uno antes de cada entrenamiento.

–Azukrea? Sakarina?2 –me interrogó como siempre Andrei, con su marcado acento rumano y su perpetua sonrisa.

–Ezer ez3 –le contesté yo también como siempre. Si el café era mi aliado, el azúcar era el enemigo que batir.

Por supuesto que Andrei sabía perfectamente que yo tomaba el café solo y expreso, pero siempre preguntaba, por si acaso, como si fuera posible que alguien cambiase sus gustos de manera tan radical. Como si fuera posible que alguien cambiase.

Supongo que tenía una pinta bastante ridícula allí sentado, a la barra del chiringuito, con mi traje de baño de neopreno, las gafas de nadar en la mano y tomando un café mientras ojeaba las noticias del día en el Busturialdeko Hitza.

Aquel día tenía un entrenamiento bastante relajado, apenas una hora de natación a ritmo tranquilo. Tras terminar mi café y despedirme de Andrei, me acerqué a la orilla poco a poco. San Antonio es una playa bastante grande que está en plena ría de Urdaibai, un poco a resguardo del mar abierto. Siempre entraba al agua junto a la pequeña isla de Sandindere, cumpliendo paso a paso todos mis ritos: meterme en el agua hasta las rodillas, mojarme brazos y nuca, ajustarme las gafas y, tras coger aire, lanzarme de golpe. Aquel día el agua estaba bastante fría. A pesar de que aún era septiembre, dos días antes había habido un pequeño temporal y, como siempre que hay temporal, el agua de la ría se enfriaba un poco más. El frío me espabiló de golpe, más aún que el café, y comencé a nadar en dirección a Gernika.

Eran mareas vivas y, si bien todavía no era plena bajamar, el nivel de agua ya era bastante bajo, con mucha playa a la vista, y la corriente descendiente de la ría me impedía avanzar a un ritmo alto. Entre la corriente y que no era un día de exprimirme a fondo, no avanzaba gran cosa.

Al cabo de un rato todo pensamiento había huido de mi mente. Los primeros minutos estaba muy focalizado en la técnica, en ser plenamente consciente de cómo movía mis brazos, mis piernas, mi tronco…; pero, al cabo de un rato, me quedé ensimismado, cada vez que sacaba la cabeza del agua apreciaba la belleza del entorno: a mi izquierda Kanala y las marismas, a mi derecha las rocas y la abrupta pendiente hacia Axpe.

En el primer vistazo ya me di cuenta de que había visto algo, pero no sabía exactamente el qué. Mientras tenía la cara debajo del agua y exhalaba el aire de mis pulmones me pregunté: «¿Qué ha sido eso?». Cuando volví a sacar la cabeza del agua enfoqué la vista hacia donde lo había visto antes, pero no lo vi. Volví a meter la cara debajo del agua y pensé: «¿Tal vez un poco más a la derecha?». Al sacar la cabeza del agua enfoqué la vista en aquella dirección. Sí, ahí estaba, entre dos rocas. Había que estar justo en perpendicular respecto a estas para que alguna de ellas no te lo ocultase, y de no haber ido tan lento aquel día no creo que lo hubiera visto. Me paré y me quité las gafas para ver bien. Era un paquete negro, de unos treinta por treinta centímetros.

No voy a engañar a nadie, inmediatamente me imaginé lo que era, no se me pasó por la cabeza que fuera ninguna otra cosa. Al fin y al cabo, casi todos los que vivíamos en la zona habíamos oído historias de pequeñas embarcaciones que remontaban la ría de noche, a San Antonio, a Kanala, a Murueta… Historias de desembarcos sin luces y en silencio. No tenía ni idea de qué sustancia era exactamente la que contenía el paquete, pero tenía claro que debía de ser algún tipo de droga.

Notas:

1 Solo, por favor.

2 Azúcar? ¿Sacarina?

3 Nada.

4

EL FRONTÓN

–¿Jasone? Salgo un poco tarde del curro y me voy a retrasar cinco minutos. ¿Puedes recoger a Izaro, mesedez?4 –La voz de Irati sonaba apresurada en el mensaje de WhatsApp que acababa de grabar treinta segundos antes.

«No llego, no llego ni de coña. Siempre tarde, joder… ¿Oirá Jasone el WhatsApp? Ya le ha llegado, pero no lo ha visto», pensó Irati nerviosa mientras frenaba el coche en el enésimo semáforo rojo.

–Ok, Google, llamar a Jasone –ordenó en voz alta al teléfono.

«Un tono, dos tonos, tres tonos… Venga, joder…», pensaba nerviosa mientras miraba a ratos a la carretera y a ratos al teléfono.

–Ok, Google, llamar a Jasone –ordenó de nuevo.

«Un tono, dos tonos, tres to…»

–Bai?5 –contestó Jasone.

–Jasone, soy Irati. –«Va a pensar que soy idiota. Ya sabe que soy Irati, lo ha visto en la pantalla del móvil»–. He salido tarde del trabajo y no voy a llegar para las cuatro. ¿Podrías recoger tú a Izaro?

–¡Claro! Estate tranquila que va a estar jugando con Naia. Estaremos en el frontón. ¿Quieres que le lleve la merienda? –respondió Jasone.

–Eskerrik asko.6 ¿No te importa?

–¿Cómo me va a importar?

–Pues si le llevas algo ya te lo agradezco, porque así no tengo que pasar por casa antes. Eskerrik asko, de verdad –le contestó Irati agradecida y aliviada.

–Tranquila, hija, otro día ya te tendré que pedir yo que recojas a Naia.

–No lo sé, siempre te lo tengo que pedir yo –dijo Irati finalmente, con el corazón en un puño.

«Es septiembre, acaba de arrancar el curso y Jasone ya ha tenido que recoger a Izaro más veces que yo misma… ¿Y dónde estará Gari? Creo que hoy iba a nadar a San Antonio, ¿o era a correr? Siempre tiene algo, vaya huevos… Pero esto se va a acabar, ¿eh? Yo no puedo seguir así más tiempo. Cuando estaba preparando el Ironman ese no le veía el pelo, pero ahora es que es peor todavía, siempre tiene que entrenar. Y encima este verano nos hemos quedado sin vacaciones por culpa de su jefe. Le quitan la paga extra, tenemos que cancelar el viaje, todo el verano entrenando… No aguanto más, tengo que hablar con él».

Quince minutos después había logrado aparcar el coche y llegaba, con paso apresurado, al frontón de Mundaka, donde Izaro jugaba con sus amigas.

–Amatxu!7 –gritó, mientras corría hacia su madre con los brazos abiertos.

«Si no fuera por estos momentos… Lloraría de felicidad solo por ver cómo corre hacia mí».

Irati se arrodilló y ambas se fundieron en un abrazo que casi la tumba.

«Cómo pasa el tiempo… Hace ya siete años que nació y cada día está más alta. Además, desde que le dejamos el pelo tan corto parece aún mayor. ¡Y qué alegre es! Ojalá pudiera pasar más tiempo con ella».

–Non dago aita?8 –preguntó Izaro casi inmediatamente, apenas unas décimas de segundo después de abrazarse.

A Irati se le partía el corazón con esas preguntas. Sabía que no debería sentir lo que sentía, pero no podía dejar de estar celosa.

«Gari se ocupa lo mínimo de Izaro. Menos de lo mínimo. ¿Cómo se va a encargar si está siempre entrenando o trabajando? Y mientras tanto yo tengo que ocuparme de todo: mi trabajo, la casa, Izaro, sus estudios… Y lo primero que pregunta es por su aita… Lo adora, y lo peor es que, cuanto menos se ocupa de ella, ella más lo adora».

Irati inspiró profundamente mientras trataba de que aquello no le afectase tanto.

«No seas injusta, Irati, Gari quiere mucho a Izaro, a su manera egoísta. El problema es que el deporte está por delante de nosotros… Pero dice que solo serán un par de años».

–Aita? –La pregunta interrumpió el hilo de los pensamientos de Irati.

–Lanean laztana.9 –le mintió su madre.

«Siempre le saco la cara. Izaro debe pensar que su padre es el mayor trabajador del planeta, siempre trabajando. No sé por qué no le digo la verdad, que está en la playa nadando, que no trabaja tanto como ella piensa y que entrena muchísimo más de lo que ella piensa».

La cara de desilusión de la niña le partió el alma a Irati, así que, una vez más, como todas las tardes, Irati le mintió a su hija diciéndole que estuviera tranquila, que aquel día su padre saldría pronto del trabajo y que llegaría a casa antes de cenar.

«La cena, joder. Antes de ir a casa he de comprar algo para cenar. Tengo que sacar dinero del cajero».

–Jasone, tengo que ir a la calle Mayor, al cajero. ¿Te importa si te dejo a Izaro otros cinco minutos?

–Sí, sí. Si están jugando tranquilas –respondió Jasone medio ausente, interrumpiendo la conversación con otra de las madres que estaban en el frontón.

«Ocho, cuatro, cinco, tres». Irati introdujo el pin en el cajero y sacó cincuenta euros.

«¿Desea recibo? Sí».

El cajero expidió el recibo al cabo de un par de segundos y sus ojos bajaron directamente a la línea del saldo. «¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda! Todavía falta para la siguiente nómina y ya estamos en números rojos».

Sus pensamientos divagaron a lo de siempre: ¿cómo habían terminado así? Siempre habían vivido un poco al día, incluso cuando aún eran novios, y cada uno todavía seguía en casa de sus respectivas familias, no ahorraban gran cosa. «Lo cierto es que tampoco nos privábamos de nada, claro, pero ahora… No sé dónde hostias se va el dinero. Tenemos unos buenos trabajos, no es que tengamos unos sueldos de llamar la atención, pero no deberíamos pasar apuros… El piso nos lo pagaron en parte nuestros padres, solo tuvimos que abonar la otra parte y la obra, aunque todavía tenemos el crédito, pero no es para tanto… Y solo tenemos una hija, muchos de nuestros amigos tienen dos o tres hijos y no andan tan justos. He de hablar con Gari de esto también, tenemos que ponernos serios porque no hacemos más que gastar y no sé en qué».

Mientras pensaba en todo ello, Irati volvió al frontón y buscó con la mirada a ver si Gari ya había vuelto.

«Ni rastro, claro. Todavía va a tardar un rato, pero por lo menos hoy no ha ido en bicicleta, llegará antes. ¿Qué compro para la cena? Creo que Gari quería un pescado a la plancha, ¿o era pechuga de pollo? Me parece que lo tengo apuntado en algún sitio. Ya se podría preparar él sus cenas, siempre algo especial para él».

–Izaro! Etxera!10

«Ya son las seis y debemos volver a casa, que habrá deberes y tengo la todo para recoger, la cena… ¿Cuándo hostias va a llegar Gari?».

Notas:

4 Por favor.

5 ¿Sí?

6 Gracias.

7 ¡Mamá!

8 ¿Dónde está papá?

9 En el trabajo, cariño.

10 ¡A casa!

5

LA CENA

«¿Dónde se habrá metido este hombre?», se preguntaba Irati mientras ayudaba a Izaro con sus deberes. Como de costumbre se les había hecho tarde, entre las compras, la ducha, hacer la cena…

«Y todavía le quedan los deberes de inglés, con lo que le cuesta… Llevamos media hora con estas restas y siempre acabamos enfadadas, joder. Ya he perdido la paciencia, le he medio reñido dos veces y, claro, ahora ella enfurruñada… Siempre igual. Le voy a decir a Gari que mañana se encargue él de ayudar con los deberes a Izaro, yo ya estoy harta».

En aquel momento se oyó abrirse la puerta de la entrada.

«Por fin llega».

–Aita! –gritó Izaro mientras salía corriendo hacia la entrada, dejando sola a su madre en la cocina, que era donde hacían siempre los deberes.

«Con él nunca hay malas caras, claro, como él no tiene que reñirle…», pensó Irati amargamente. Las discusiones con Izaro la dejaban triste y propensa a enfadarse con Gari, de manera que, cuando salió lentamente al pasillo, ya estaba resentida con su marido, a pesar de no haberlo visto en todo el día. Gari había cogido en brazos a Izaro, y ella se reía y le abraza como si no lo hubiera visto en un mes. Inmediatamente, Irati se sintió mal consigo misma; sentía unos celos terribles de Gari y eso no hacía más que complicarlo todo aún más, ya que, en el fondo, creía que no debería sentirse así, pero no podía evitarlo.

«No le dedica a su hija ni cinco minutos al día. Para ella es como su héroe, mientras que yo me tengo que ocupar de todo y la mitad del tiempo estamos enfadadas».

–¡Vaya horas! –le espetó nada más verle, incapaz de reprimir su rencor–. ¿Dónde te has metido?

Gari la miró con sus ojos marrones y sonrió tímidamente mientras dejaba a Izaro en el suelo. Comenzó a andar torpemente hacia ella. En ese momento su esposa se dio cuenta de que cojeaba de un pie.

–Lo siento mucho, Irati, es que me he cortado el pie con una ostra en San Antonio y luego he estado un montón de tiempo en urgencias en Gernika. Ya sabes cómo es aquello: si hay gente esperando y lo tuyo no es grave, te tienen esperando horas… –contestó Gari apesadumbrado.

«Joder, ahora me siento fatal… ¿Por qué tengo que pensar siempre mal?».

–¿Y cómo no me has llamado? –le preguntó, ya en un tono mucho más suave, mientras se acercaba a él, le daba un beso y le ayudaba con la mochila de deporte.

–No podía, no sé qué le pasaba al móvil, era como si no tuviera cobertura. Justo al salir de Urgencias se me ha ocurrido reiniciarlo y ahora ya funciona normal –respondió Gari mientras pasaban a la sala y se sentaba pesadamente en el sofá.

–¿Y es profundo el corte? ¿Te han dado puntos?

–No, ha sido aparatoso y sangraba bastante, pero una vez limpio no era para tanto. Me han puesto una gasa de mala manera y me han dicho que mantenga el corte limpio. Estaban bastante liados en Urgencias y la verdad es que me han despachado rápido. Voy a darme una ducha, ¿vale? ¿Tenemos de esas tiritas pequeñas que sustituyen a los puntos? Creo que voy a colocarme una o dos.

Irati salió inmediatamente de la sala a por el botiquín.

«Voy a preparar una ensalada, además de la cena que ya tenía. A Gari le gustan las ensaladas, siempre está diciendo que le convienen para su preparación», pensó, sintiéndose culpable de haber pensado mal acerca de él, y con la intención de compensarle.

–¿Qué tal el pie? –le preguntó mientras se sentaban los tres a la mesa.

–Bien, me he colocado dos de esas tiritas y, si no apoyo esa parte, no me duele nada.

–¿No podrás entrenar en unos días con el pie así, ¿verdad? –preguntó ella esperanzada.

–¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? –respondió él picado.

«No tenía que haber sacado el tema», pensó ella, arrepentida de haber mencionado el tema de los entrenamientos.

–Puedo nadar, ir al gimnasio…, igual hasta andar en bici. A lo mejor no puedo correr hasta dentro unos días, pero eso no es motivo para no entrenar.

Fue Izaro quien se encargó de cortar el tenso silencio con el que había terminado la conversación.

–Lukak eskolan jo egin nau! Beno, jo ez, sakatu…11 –y continuó con una parrafada interminable acerca de Luka, su némesis en la escuela, el origen de todos los males para la pequeña.

–¿Qué tal está Unai? –soltó Gari a bocajarro, en un momento en el que Izaro se había callado para masticar un trozo de croqueta, sin contar nada acerca de la niña ni de Luka, su archienemigo. Irati se quedó helada. Unai… Solo con oír el nombre de su hermano se ponía a la defensiva, tensa. Era que alguien lo mencionase y sentía la vergüenza de siempre, como si ella fuera responsable de él, como si el comportamiento de su hermano fuera su responsabilidad.

–No lo sé. Como siempre, supongo. –Irati no podía disimular la tensión en su voz, la rigidez en sus hombros y en su espalda–. ¿Por qué preguntas ahora por él? –le preguntó mientras miraba de reojo a Izaro.

–Osaba Unai?12 –preguntó extrañada Izaro. No se hablaba mucho de Unai en casa y rara vez se había hablado en positivo además…

–Bai laztana, jan dituzu kroketa guztiak?13 –respondió Gari intentando desviar la atención de Izaro de su innombrable tío–. No lo sé, he pensado que hace mucho tiempo que no lo vemos, que no hablamos con él. Es tu hermano al fin y al cabo…

–No sé para qué querríamos hablar con él, la verdad –espetó Irati.

«No debería haber dicho eso, joder, Izaro se queda con todo. Pero es que no puedo evitarlo, es hablar de Unai y me pongo de mal humor».

Una vez que Gari había sacado el tema, Irati comenzó, muy a su pesar, a pensar en su hermano. Hacía tiempo que había conseguido borrarlo de sus pensamientos, pero en aquel momento se quedó ensimismada en sus pensamientos. Unai había sido la vergüenza de la familia desde hacía demasiado tiempo: era conocido por ser el camello oficial del pueblo, esa era la única razón.

«Camello de poco éxito probablemente. Seguro que se mete más coca que la que vende».

Unai era tres años más joven que Irati, pero ya empezaba a estar demacrado. A Irati le vino a la cabeza el estribillo de una canción de Irula, un grupo de música local: «¡Muchos años de caña!». Pero su hermano, a diferencia del protagonista de la canción, no había muerto; eso sí, no se había llevado a la tumba a la madre de ambos de milagro.

«Ama nunca ha vuelto a ser la misma desde que Unai empezó a torcerse, desde que le empezaron a hacer preguntas y comentarios incómodos en la panadería, en la carnicería, en todos lados. Es el peaje de vivir en un pueblo pequeño como el nuestro, todos nos conocemos, para bien y para mal».

A Irati y a su madre ni siquiera les quedaba el consuelo de que Unai hubiese sido un niño encantador que se metió en las drogas por una experiencia traumática como en las películas, o alguna explicación similar.

«Era un niño normal; un pelín cabrón desde pequeño, pero sin llegar a ser mala persona. En cualquier caso, para ama era su joya, su chico. Tan guapo, tan rubio… Siempre lo tuvo todo fácil: si no hacía los deberes, ama o yo se los hacíamos, lo que fuera con tal de que no lo castigasen en el colegio. Con su carita de ángel, de no haber roto un plato en su vida, todo eran sonrisas allá donde fuera. Nunca tuvo que esforzarse por nada, nunca se le exigió nada… Y ahí empezó todo. Por eso soy tan dura con Izaro a veces, porque no quiero que se trunque como Unai.

»Del tabaco pasó al hachís, la fiesta con chavales mayores que él… Discotecas, éxtasis, coca…, de todo lo que le pusieran delante. Su ritmo de vida casi llevó a la ruina a ama. Aita no llegó a ver gran cosa, murió cuando Unai tenía quince años, un ictus fulminante. A veces pienso si no tuvo más suerte que ama: mejor morir en la ignorancia que esa condena en vida viendo como tu hijo preferido se tuerce sin remedio, te roba, se convierte en un yonqui, en un camello de poca monta, en la vergüenza del pueblo, de la familia».

Irati se dio cuenta de que estaba divagando y volvió abruptamente a la conversación:

–No, hace tiempo que no hablo con él –respondió a Gari de manera seca y cortante, intentando zanjar el tema.

–Igual deberíamos llamarle, ver qué tal está… No sé, Irati, los años van pasando y luego estas cosas ya sabes, cuando es tarde te arrepientes de no haber hablado con él. –No se daba por vencido.

«¿Qué coño le ha dado con mi hermano ahora? Ni que fuesen amiguitos del alma, joder.»

–Llámale tú si quieres –le respondió, demasiado brusca, demasiado tensa, demasiado enfadada.

–Sí, igual le llamo. Pásame el contacto por WhatsApp luego, ¿vale? –Gari estaba casi alegre como si nada hubiera pasado.

Notas:

11 ¡Luka me ha pegado en el colegio! Bueno, pegar no, me ha empujado…

12 ¿El tío Unai?

13 Si cariño, ¿te has comido todas las croquetas?

6

EL PAQUETE

Salí del agua y me acerqué lentamente al paquete. Cada pocos segundos miraba alrededor, temeroso de que alguien me observara; pero por suerte no hacía muy buen tiempo y no se veía ninguna embarcación en los alrededores.

Sabía lo que tenía que hacer, cualquier persona normal solamente sopesaría dos opciones: pasar de largo como si no hubiera visto nada o dar media vuelta y llamar al 112 para que avisase a la Ertzaintza de que había un paquete sospechoso en la ría. Cualquier persona normal, pero yo ya no era una persona normal, sino, como he escrito anteriormente, un egoísta que no podía ver más allá de sus deseos. Ahora lo sé: debería haber seguido nadando como si nada, pero la tentación era demasiado grande.

Realmente no tuve que pensar y decidir qué hacer; la decisión ya estaba tomada incluso antes de que pensase en ella: iba a quedarme con el paquete, fuera lo que fuera. Porque para mí aquello no era un paquete de droga, era mi billete a Kona.

De todas formas, una cosa era decidir llevarme el paquete y otra muy distinta hacerlo sin que nadie me viera. Por el lado de la costa las rocas ascendían en una pendiente muy abrupta hacia un bosquecillo de encinas. No iba a poder subir por allí descalzo y cargando con el fardo; además, después tendría que atravesar el bosquecillo que daba a las viviendas de Abiña. Descarté aquel camino de inmediato.

Como era casi bajamar, podía ir andando por la orilla metiéndome en el agua hasta la cintura o menos, pero, claro, solo había dos posibilidades: la primera era remontar la ría en dirección Gernika; la segunda era bajar en dirección al mar. En dirección Gernika no había nada excepto kilómetros de marisma. Tal vez podría salir de las marismas en Axpe, a uno o dos kilómetros de donde me hallaba, pero de nuevo aparecería en una zona habitada, con un paquete sospechoso, en traje de baño… Aquel camino quedaba tan descartado como el de Abiña. Así que solo me quedaba volver por donde había venido, a la playa de San Antonio. Pero ¿cómo evitar que me viesen con un fardo en los brazos la gente que estaba en la playa y en el chiringuito? Era septiembre y, a pesar de no hacer muy buen tiempo, en esa época del año siempre hay gente allí, paseando, jugando con la arena, tomando algo en el chiringuito. Y esperar a la noche tampoco era una opción, la marea empezaría a subir y solía haber cuadrillas hasta tarde tomando algo. «Si al menos todavía tuviésemos el bote… –pensé–. Podría ir a Mundaka, remontar la ría, recoger el fardo y sacarlo por el puerto tranquilamente dentro de una mochila. Pero vendimos el bote el año pasado, no podíamos mantenerlo».

Cada minuto que pasaba me sentía más frustrado: allí estaba yo, con un paquete que podía valer mucho dinero, que podía hacer realidad todos mis sueños (mi único sueño realmente), y no podía sacarlo sin que me viera nadie… Repasé la costa en mi cabeza una y otra vez. Conocía la ría como el pasillo de mi casa, desde niño había remado, nadado o navegado por ella en infinidad de ocasiones. Tenía que haber una solución, una salida. Entonces recordé cuando, de niños, con el bote de aita en una ocasión subimos desde la ría a los terrenos del caserío Urkitze.

A muy poca distancia de donde me encontraba, en dirección a Gernika y antes de llegar a Axpe, había dos caseríos cuyos terrenos llegaban hasta la costa. Los terrenos terminaban en un terraplén similar al que tenía en frente, pero menos alto e inclinado, sin bosquecillo a continuación, sino con una pendiente de hierba y, sobre todo, sin viviendas al final, porque creía recordar que el primero de ellos estaba deshabitado. Sí, cuanto más pensaba en ello más me convencía. Alguien había dicho que estaba en venta, que sería un lugar increíble para vivir. Sí, definitivamente allí no viviría nadie.

No lo pensé mucho más, al fin y al cabo era la única solución que veía. Así que cogí el fardo con las dos manos y comencé a tirar suavemente hacia mí, con cuidado de no rasgar el envoltorio plástico con las rocas. El plástico ya estaba rozado en varios puntos, allí donde había rozado contra las rocas, pero debajo solo se veía aún más plástico. Se notaba que aquel paquete había sido hecho con mimo. Me sorprendió que pesaba más de lo que parecía, pero, aun así, podía manejarlo cómodamente.

Me metí en el agua hasta la cintura y comencé a caminar con el paquete parcialmente introducido en el agua. De esta manera, si pasase una embarcación o alguien me viese desde la otra orilla de la ría, en Kanala, les sería difícil apreciar que llevaba un fardo. Tal vez se extrañasen de ver a alguien andando por aquella parte de la ría, pero probablemente pensarían que era un mariscador furtivo.

No tardé mucho en llegar. En algunos puntos había perdido pie y había tenido que vadear en el agua, pero en general no había sido muy difícil llegar a las inmediaciones del terreno de Urkitze. Ahora venía lo más difícil, subir entre las rocas, descalzo y con el paquete. Miré una vez más alrededor y empecé a visualizar en mi cabeza la ruta más sencilla. Podía llevar el paquete bajo un brazo y así ayudarme con el otro para escalar. En total habría unos dos metros y medio o tres desde el borde del agua hasta donde comenzaba la campa. Después había una pequeña hilera de arbolitos y a partir de ahí una suave pendiente hasta un camino rural muy poco transitado.

Tomé aire y, con el corazón a más de ciento cincuenta pulsaciones, comencé a escalar lentamente el terraplén de rocas. Además de con las propias rocas, debía tener cuidado con las afiladas ostras que asomaban sobre ellas, y el paquete debajo de mi brazo izquierdo era una molestia bastante grande que dificultaba mis maniobras. Cuando ya había ascendido como un metro desde el agua y el borde del terreno ya aparecía ante mis ojos, perdí contacto y casi caí hasta el agua. Sentí un agudo dolor en el pie izquierdo y supe de inmediato que me había hecho una buena herida. Miré hacia abajo y, efectivamente, ya se podía apreciar algo de sangre en la roca y entre mis dedos. Maldije entre dientes y me dije que ya no había vuelta atrás, que tenía que subir la droga hasta el terreno costase lo que costase. Menuda puta mentira… ¿Por qué hostias no iba a haber vuelta atrás? Podía tirar el fardo al agua y volver a casa como si tal cosa, pero estaba tan acostumbrado a mentirme a mí mismo, a creerme mis mentiras, que seguí subiendo con él firmemente sujeto bajo mi brazo izquierdo. Creo que, ni aunque su vida dependiera de ello, no habría sujetado con más determinación a Izaro, a mi propia hija, que a aquel paquete de mierda. Aquel paquete que, en aquel momento, aún no sabía ni qué mierda contenía.

Aún tardé unos minutos en terminar de escalar hasta el terreno. Inmediatamente me acuclillé entre dos de los arbolitos, dejé el bulto al pie de uno de ellos y comencé a mirar alrededor. El terreno ascendía en una pendiente bastante más pronunciada de lo que había supuesto, pero estaba totalmente despejada hasta el camino vecinal. No podía ver el camino, sin embargo sabía exactamente dónde estaba, ya que la valla que lo separaba del terreno era perfectamente visible desde donde me encontraba. La cerca era, en realidad, una vieja alambrada, medio caída en varios puntos, que solo servía para retener a los animales que en su día hubo en el caserío. Este en sí era impresionante. Se notaba que estaba abandonado, necesitaba una reforma en profundidad, pero su tamaño, sus paredes de piedra, su entrada en arco y su enorme tejado a dos aguas le daban un aire casi majestuoso. Se veía que en su día había sido una casa llena de vida, uno de tantos caseríos de Euskal Herria donde convivían tres y cuatro generaciones de la misma familia juntas; donde el hijo mayor se hacía cargo del mayorazgo y los menos agraciados elegían entre la industria, el clero, la servidumbre o América… Unos tiempos que no volverán.

Miré hacia la izquierda en dirección a Axpe y me fijé en el otro caserío, el que sí estaba habitado. No recuerdo su nombre, era un edificio reformado y parecía que separado en varias viviendas. Por suerte el lugar donde yo estaba daba a la parte trasera de la vivienda y era poco probable que alguien estuviera en aquel lado, en la cara norte del inmueble. La vida se hace en la cara sur de los caseríos, a resguardo del viento norte, al calor del sol.

Satisfecho con lo que veía, escondí un poco más el paquete entre los árboles. Era difícil que alguien se fijase en ese lugar y, menos aún, que pudieran ver un paquete entre las sombras, al pie de un árbol cualquiera entre varios árboles.

Miré la hora y me sorprendí: parecía que apenas habían pasado unos minutos desde que encontré el paquete, pero para entonces ya debería haber terminado el entrenamiento. «Bueno, Irati está con Izaro, así que tampoco tengo prisa». Comencé a bajar por el mismo lugar por donde había subido. La bajada debería haber sido más fácil ahora que iba sin nada entre los brazos, pero, con la herida del pie, cada paso era un pequeño suplicio. Cuando llegué a la ría, el agua salada me provocó un escozor bastante molesto en el corte, pero era más llevadero que escalar y pisar sobre la herida. Comencé a nadar en dirección a la playa, ayudado por la corriente y terminando de perfilar mi plan. Esta vez no me concentraba en la técnica ni en la respiración, sino en lo que tenía que hacer en las próximas horas, en los próximos días…

Cuando llegué a la playa no me dirigí al coche directamente. Primero fui al puesto de socorro de la Cruz Roja que se instala todos los veranos. Si tienes algo serio te derivan a urgencias de inmediato, su tarea principal es el rescate de bañistas en peligro y controlar un poco a la gente, pero también suelen hacer pequeñas curas.

La socorrista que me atendió, una joven veinteañera, probablemente estudiante u opositora a algo, que tenía que sacrificar su verano para ganar algo de dinero mientras sus amigas y amigos pasaban ese mismo verano en la playa o de fiesta en fiesta, miró con ojo crítico la herida y me dijo:

–Buff, igual tienen que darte algún punto… Te voy a limpiar la herida y ponerte una gasa, pero luego vete a urgencias a que te lo miren. Y limpia bien la herida, que la ría está bastante sucia y se puede infectar.

Preferí no pensar mucho en qué tipo de suciedad se refería. A pesar de que a Urdaibai se la llamase «reserva de la biosfera» en dos mil dieciocho, todavía la gran mayoría de los desagües de los pueblos de la comarca acababan en el estuario y los niveles de contaminación fecal eran intolerables; más aún en verano, cuando la población se multiplicaba y los ríos apenas llevaban agua que ayudase a limpiar las marismas y playas. Vivíamos, literalmente, en un gigantesco desagüe de mierda.

Con la herida limpia y la gasa en el pie, me dirigí al coche de inmediato. Comencé a cambiarme de ropa cuando, de pronto, un vehículo de la Ertzaintza pasó a mi lado. Casi me caí del susto. ¿Me habría visto alguien con el paquete? ¿Estarían los del caserío de abajo mirando por alguna ventana cuando dejé el fardo en los árboles? El coche-patrulla iba muy despacio, ya que era una zona con muchos peatones, pero al pasar a mi lado comenzó a frenar aún más. Sentí que el pánico se apoderaba de mí, estaba claro que alguien me había visto con el paquete y que habían dado el aviso. Entonces, lentamente, el coche-patrulla pasó junto a mí y aceleró suavemente. Ahí fue cuando me di cuenta de que, entre la puerta abierta, la toalla y yo mismo, ocupaba parte de una calzada que ya de por sí era estrecha, y que habían frenado simplemente por prudencia. El terror dio paso al alivio y a una extraña euforia. Me reí de mi pánico de apenas unos segundos antes y me convencí de que nada podía salir mal.

Una vez vestido, me monté en el coche y empecé a conducir en dirección al caserío Urkitze. Eran apenas trescientos metros. Había que ascender una pronunciada cuesta justo antes de llegar. Inmediatamente, el camino se bifurcaba: por un lado, el camino de salida de la playa; por el otro, el camino vecinal junto a la campa que he mencionado antes. Paré el coche en una esquina del cruce y me quedé observando. Desde donde estaba tenía una vista privilegiada: a mi izquierda podía ver el caserío, el inicio de la pendiente que descendía hasta la ría y el lugar donde había dejado el paquete; un poco más lejos, en dirección sur, veía el otro caserío; a mi espalda, al norte, estaba el barrio de Abiña, por donde había venido. Todavía había mucha claridad, así que decidí esperar un rato a que comenzase a oscurecer. Pensé en llamar a Irati, pero no quería empezar a dar explicaciones, además, lo más probable era que no se acordara de qué entrenamiento tenía. Estaba seguro de que, ante mi tardanza, pensaría que estaba haciendo bicicleta y que tardaría todavía un rato.

Una hora después ya no había tanta claridad, apenas pasaban coches o gente paseando, y en el otro caserío hacía ya un buen rato que no se veía a nadie. Probablemente ya estarían preparando la cena, ajenos a todo lo que ocurriese fuera. «Ahora es el momento, Gari», pensé. Cogí la maleta de deporte, que previamente había vaciado, y comencé a bajar por el camino vecinal como un paseante cualquiera. Calculé mentalmente qué punto de la valla quedaba perpendicular a la zona donde había dejado el paquete y, tras un último vistazo alrededor, salté la valla y me metí en el terreno del caserío. Instintivamente adopté una postura en cuclillas, como la de los soldados americanos en las películas de la Segunda Guerra Mundial. Definitivamente los de mi generación hemos visto demasiados soldados americanos en cuclillas… Pero no pude evitarlo, era como si otra persona se hubiera apoderado de mi cuerpo.

Apenas sentía la herida del pie, no sé si debido a que el corte estaba limpio, tapado y con calzado, o si simplemente era efecto de la adrenalina, pero apenas era consciente de una pequeña molestia en el pie. Comencé a correr agachado hacia la fila de árboles. Había más distancia de la que parecía, pero era cuesta abajo y yo, en aquel entonces, estaba en una forma física envidiable: en menos de un minuto ya había llegado. Mientras corría ya había localizado el paquete y corregido mi trayectoria, así que alcancé el sitio inmediatamente. No me entretuve con nada: dejé la maleta en la hierba, cogí el paquete con las dos manos, lo metí, cerré la cremallera y miré de nuevo al caserío habitado y al camino. Nadie. Sin pensarlo dos veces arranqué de nuevo a correr, esta vez cuesta arriba y con el fardo a cuestas. Pero ¿qué era aquello para mí? Un sprint en cuesta, un trámite. Llegué de nuevo a la valla, la salté y, una vez en el camino, disimulando los jadeos de mi respiración, me puse a andar como si nada hacia el coche. Toda la incursión no había durado ni tres minutos. «Hasta Tom Hanks estaría orgulloso» –pensé, con media sonrisa cruzando mi cara.

Metí la bolsa en el maletero y, con una alegría y excitación como no había sentido desde hacía mucho tiempo, arranqué el motor mientras encendía la radio.

7

LA LLAMADA

Fue fácil conseguir el teléfono de Unai; al fin y al cabo, era mi cuñado. Una conversación intrascendente en la cena y le saqué el número a Irati sin levantar ninguna sospecha. Estaba nervioso, excitado, apenas pude dormir aquella noche. Cuanto más lo pensaba más me convencía: sin duda necesitaba la ayuda de Unai con aquel paquete. No es que no supiera cómo ni a quién vendérselo, es que no sabía ni lo que contenía. Todavía no lo había abierto, pero ¿de qué me iba a servir? Era incapaz de distinguir la droga de la harina, no digamos ya saber qué tipo de droga era, a menos que fuera marihuana… Suponía que habría diferencias y que probablemente podía aprender acerca de esas diferencias simplemente googleando, pero no me atrevía. «Esas cosas dejan rastro –me decía–, las cookies y todas esas mierdas». Si algo se torcía no quería que hubiera una consulta del tipo «Diferencias entre la cocaína y la heroína» en mi móvil o en mi ordenador.

Por la mañana me desperté temprano y, antes de que Irati e Izaro se despertaran, ya estaba camino de la oficina. El paquete seguía en el maletero, pero no me preocupaba demasiado. Desde la desaparición de eta cada vez se veían menos controles en la carretera; de hecho, no recordaba ninguno en los dos últimos años. Al principio se hacía raro, pero después de toda la vida viéndolos tan a menudo en las carreteras, en las estaciones, ya estábamos acostumbrados. Era extraño, cuando era joven recuerdo que pasaba siempre con un punto de miedo esos controles de la Guardia Civil, a pesar de no ocultar nada, a pesar de que nunca estuve metido en política –a diferencia de Irati–. Siempre era un momento angustioso cuando te paraban, bajabas la ventanilla y te preguntaban: «¿A dónde se dirige? o «¿De dónde viene?», con la sensación de que era un examen, de que si mirabas mal, o no sonreías, o sonreías demasiado, te harían aparcar a un lado. En cambio, aquel día, cuando por primera vez en mi vida tenía algo que temer, algo que esconder, cuando llevaba en el maletero un fardo de quién sabía qué mierda, me sentía curiosamente tranquilo.

Llegué pronto al trabajo, encendí el ordenador y me puse a dibujar distraídamente. No le prestaba mucha atención al Autocad, así que decidí mirar un poco el correo. No recuerdo qué mensajes tenía, solo que no podía concentrarme en nada. Cada pocos minutos miraba el reloj: el tiempo parecía no pasar. Por fin dieron las nueve y pensé que ya era una hora apropiada para llamar.

Por supuesto, Unai no me cogió el teléfono. Estaba telefoneando a un camello, solo podía estar despierto un día a las nueve de la mañana si estaba de fiesta, si todavía no se había acostado.

Pensé que ya me respondería cuando viese la perdida, pero pasaron las horas y eso no ocurrió. Entonces caí en la cuenta de que, igual que yo no tenía su número, él no tendría el mío; que mi telefonazo no sería sino un número desconocido más en su teléfono, y que, probablemente, no me devolvería la llamada. Así que a mediodía volví a intentarlo.

–Bai? –me respondió una voz rasposa, esa voz extraña, como con eco, que suelen tener los adictos a la cocaína después de muchos años, o de muchos gramos, o de ambas cosas.

–Aupa, Unai. Soy Gari –le dije con confianza.

–¿Qué Gari? –me respondió.

–Gari, tu cuñado. ¿Qué tal estás? –respondí un poco descolocado porque no me había reconocido.

–Ah, Gari… ¿Pasa algo con Irati?

–¡No, no! ¡Todo bien! –me apresuré a decirle.

–¿Y con…? –No conseguía acordarse del nombre de su sobrina.

–¿Izaro? ¡No, no! Todo bien, eskerrik asko.

–Ah –me respondió. Imaginé que ahora sí que estaba confuso.

–Te llamaba para ver qué tal estás y si podíamos quedar un rato, tomar un café o algo así… –le dije, un poco incómodo. Llevábamos mucho tiempo sin hablar y ahora le llamaba como si tal cosa.

–¿Un café? ¿Seguro que va todo bien? –insistía él.

–Sí, joder, de verdad, es solo que llevamos demasiado tiempo sin hablar. Vivimos en el mismo pueblo, somos cuñados y parecemos desconocidos… ¿Qué te parece si quedamos hoy a la tarde, a eso de las cinco, en el bar de Errekatxu? –No quería quedar con él en los bares del centro del pueblo donde Irati pudiera vernos. Errekatxu es el barrio de Mundaka que está junto a la playa, a unos trescientos metros del centro, alejado de donde suelen estar las madres con los niños después de la escuela.

–¿A las cinco? No sé, la verdad, tengo unos temas… –Me respondía con evasivas. Sin duda estaba más incómodo que yo mismo.

–Venga, a las cinco en Erreka. Si va a ser media hora… –le dije, intentando convencerle.

–Vale, a las cinco –me respondió con desgana.

8

ZAMBURIÑAS, PULPO Y ALBARIÑO

–¡Es mi hijo, joder! ¡ES MI HIJO!

¡PUM!

Se despertó con el ruido del disparo. Casi siempre se despertaba con el ruido del disparo. Justo antes de que la bala entrase por la sien derecha y saliera por la izquierda en un estallido de sangre, piel y sesos.

Llevaba ya un año con la misma pesadilla, casi todas las noches lo mismo. Se despertaba con ganas de vomitar, asqueado por la pesadilla y por sí mismo a partes iguales. «¿Qué coño me pasa? –pensaba mientras se incorporaba en la cama–. Tener pesadillas es de maricones y mujeres, joder. Lo pasado, pasado está». Pero no había manera de quitarse la angustia de encima. Y lo peor era que, en las últimas semanas, aquella sensación le acompañaba durante el día también. «Tiene que ser el estrés. Sí, eso es, el estrés. Si no fuese por el imbécil de Guzmán… Nunca tenía que haber confiado en ese puto sudaca de mierda. Nunca sale nada bueno de esa gente, no valen ni para tomar por culo», pensaba mientras cogía un cigarro con manos temblorosas.

–¡Pero qué cojones me pasa! –gritó observándose las manos, sin importarle si le oía su mujer o no.

Guzmán era un argentino que había emigrado a Galicia seis años antes huyendo de la miseria, como tantos otros. Y como tantos otros, no encontró El Dorado en Europa, sino otro tipo de miseria, miseria en medio de la abundancia, miseria donde no debería haberla. Tras tres años sin papeles, en los trabajos que los gallegos no querían hacer, apenas consiguiendo dinero suficiente para enviar algo a casa, hizo lo que tantos, empezó a trabajar para el narco: primero desembarcando lanchas en noches sin luna en playas remotas; después, cuando los jefes se enteraron de que sabía navegar, pilotando una lancha. La paga era mejor. El riesgo, mayor, claro, pero por fin veía dinero, más del que había tenido nunca.

Cuatro meses antes conoció a Corso. Se lo presentó su patrón una noche en un restaurante de las Rías Baixas. Entre zamburiñas, pulpo y albariño, le explicó que Corso era su contacto en el País Vasco y que recientemente se había quedado sin nadie para dirigir lanchas. Al parecer, su piloto tenía cáncer o algo así, y no podría trabajar en al menos seis meses. Seis meses en Bilbao, le pagarían bien… Era una buena oferta, así que, sin pensárselo mucho, dijo que sí y comenzó a pilotar por la costa vasca para su nuevo patrón.

«Puto Guzmán, cagao