La vida es una novela - G. K. Chesterton - E-Book

La vida es una novela E-Book

G.K. Chesterton

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Beschreibung

 La gente se pregunta por qué la novela es la forma literaria más popular; la gente se pregunta por qué se lee más que los libros de ciencias o los libros de metafísica. La razón es muy simple: porque la novela es más verdadera. Es legítimo que la vida pueda parecer a veces como un libro de ciencias. Es todavía más legítimo que la vida parezca a veces un libro de metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser una canción; puede dejar incluso de ser un hermoso lamento. Nuestra existencia puede no ser una justicia comprensible o un error identificable. Pero nuestra existencia sigue siendo una historia. En el fiero alfabeto de cada atardecer está escrita la palabra "continuará".       G. K. Chesterton    

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G. K. Chesterton

La vida es una novela

Escritos sobre literatura

G. K. Chesterton, fotografía tomada de Crisis Magazine, disponible en línea: http://www.crisismagazine.com/2012/new-study-marred-by-old-cliches-about-preconciliar-catholic-writers

Editorial Universidad de Antioquia®

Biblioteca Clásica para Jóvenes Lectores

Editora: Doris Elena Aguirre Grisales

© De esta edición, de la selección, la traducción, el prólogo y la cronología, Editorial Universidad de Antioquia®

Selección, traducción y prólogo: Gustavo Arango Toro

ISBN: 978-958-501-162-5

ISBN-e: 978-958-501-159-5

Primera edición en la Editorial Universidad de Antioquia: abril de 2023

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Las imágenes incluidas en esta obra se reproducen con fines educativos y académicos, de conformidad con lo dispuesto en los artículos 31-43 del Capítulo III de la Ley 23 de 1982 sobre derechos de autor

Editorial Universidad de Antioquia

(57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(57) 604 219 53 30

[email protected]

Cronología

Gilbert Keith Chesterton

1874. El 29 de mayo nace Gilbert Keith Chesterton en Londres. Hijo de Edward Chesterton y Marie Louise Grosjean y hermano de Beatrice (quien muere a edad temprana) y Cecil.

1881-1886. Ingresa a la escuela preparatoria de Colet Court. En 1886 empieza a dibujar y escribir poesías y artículos en su cuaderno de notas.

1887. Inicia estudios de secundaria en el St Paul’s School (Hammersmith, Londres).

1893-1895. Cursa algunas asignaturas en la University College of London y asiste, por períodos, a las escuelas privadas St. John’s Wood Art School y Slade School of Fine Art. Vive también una temporada en Oxford.

1895-1901. Se desempeña como lector en las editoriales Readway’s y Fisher Unwin.

1900. Publica, con el apoyo de su padre, los libros de poemas Greybeards at Play (con ilustraciones propias) y The Wild Knight and Other Poems y para entonces es ya colaborador habitual en The Speaker, The Bookman y Daily News.

1901. Se casa con Frances Blogg, con quien permanecerá casado hasta su muerte, y publica el libro de ensayos The Defendant, con ensayos previamente publicados en The Speaker.

1902-1903. Publica Twelve Types, segundo libro de ensayos aparecidos en The Speaker y Daily News, y una serie de pequeñas biografías en colaboración: Thomas Carlyle, con J. E. Hodder Williams; Robert Louis Stevenson, con W. Robertson Nicoll; León Tolstoi, con Edward Garnett y G. H. Perris.

1904. Colabora con treinta y cuatro ilustraciones en el libro Emmanuel Burden de Hilaire Belloc y publica G. F. Watts, un ensayo biográfico, y su primera novela, The Napoleon of Nothing Hill. Cuenta para entonces con amplio reconocimiento en el medio intelectual, literario y político, tanto en Europa como en América.

1905-1906. Publica las obras Heretics (ensayo), The Club of Queer Trades (relatos) y Charles Dickens (biografía) e inicia su colaboración semanal en Illustrated London News, colaboración que sostendrá hasta 1936.

1908-1909. Publica los libros de artículos y ensayos All Things Considered, Orthodoxy y Tremendous Trifles; las novelas The Man Who Was Thursday. A Nightmare y The Ball and the Cross, y la biografía George Bernard Shaw.

1910-1911. Publica las compilaciones de artículos What’s Wrong with the World, Alarms and Discursions, Five Types, A Chesterton Calendar. Compiled from the Writings of G.K.C. y The Wit and Wisdom of G. K. Chesterton; el estudio crítico William Blake; la compilación de prólogos Appreciations and Criticisms of the Works of Charles Dickens; el libro de relatos The Innocence of Father Brown y el poema épico The Ballad of the White Horse.

1912-1915. Publica los libros de ensayos A Miscellany of Men y Simplicity and Tolstoy, la obra de teatro Magic (que estrena en el Little Theatre de Londres), el libro de crítica The Victorian Age in Literature y la novela The Flying Inn. Empieza en 1914 la Primera Guerra Mundial e Inglaterra declara la guerra al imperio germánico. Chesterton publica The Wisdom of Father Brown; The Barbarism of Berlin; Wine, Water and Song; The Crimes of England; Poems y The Appetite of Tyranny (conformado por dos pequeños libros: The Barbarism of Berlin y Letters to an Old Garibaldian).

1916-1917. Inicia un período vertiginoso de publicación de compilaciones de sus artículos, ensayos y relatos y de presentación de conferencias y debates públicos. Publica Divorce vs. Democracy, The Book of Job, A Shilling for My Thoughts, Temperance and The Great Alliance, Utopia of Usurers y A Short History of England.

1918-1920. El 6 de diciembre de 1918 muere su hermano Cecil. Antes de concluir la Primera Guerra Mundial viaja a Irlanda a dar una serie de conferencias por invitación del poeta W. B. Yeats. Publica How to Help Annexation, Irish Impressions, The New Jerusalem, The Uses of Diversity, The New Witness y The Superstition of Divorce.

1921-1922. Viaja con su esposa a Norteamérica y a Canadá en una gira de conferencias. Sus impresiones quedarán registradas en su libro What I Saw in America. Publica Eugenics and other Evils, The Ballad of St. Barbara and Other Poems y The Man Who Knew Too Much. Muere su padre y es sepultado en Brompton Cemetery (Londres) donde también fue sepultada su hermana Beatrice. Se convierte al catolicismo.

1923-1925. Publica St. Francis of Assisi, su primera obra después de la conversion al catolicismo, The End of the Roman Road, Tales of The Long Bow, The Outline of History y The Superstitions of the Sceptic.

1926. Viaja a España. Publica The Incredulity of Father Brown, The Outline of Sanity, The Catholic Church and Conversion y The Queen of Seven Sword. Funda, junto con Hilaire Belloc, Fr. McNab, Eric Gill y Arthur Penty, The Distributist League.

1927-1929. Publica Robert Louis Stevenson, The Secret of Father Brown, The Return of Don Quixote, The Judgment of Dr. Johnson, The Collected Poems of G. K. Chesterton, Generally Speaking, The Thing: Why I am a Catholic y The Poet and the Lunatics.

1930-1934. Publica Four Faultless Felons, viaja nuevamente a Norteamérica y Canadá y emprende una extenuante gira de conferencias. Publica All is Grist, Sidelights of New London and Newer York, Chaucer y New Poems.

1934-1935. Con motivo de la distinción de Caballero del Orden de San Gregorio que recibe del Papa Pío XI, viaja junto con Frances a Roma. En 1935 recorre España, el sur de Francia, Florencia en Italia y visita Suiza y Bélgica. Publica Avowals and Denials, The Well and the Shallows, The Way of the Cross, The Scandal of Father Brown(quinto y último libro de la saga policíaca) y Stories, Essays and Poems.

1936. El 14 de junio, con 62 años de edad, muere Chesterton en Top Meadow y es enterrado en Sepherds Lane, el cementerio de Beaconsfield, donde también reposará su esposa, Frances, dos años después.

Introducción

El romance de Chesterton

Gilbert Keith Chesterton nació en Londres, el 29 de mayo de 1874, y murió en Beaconsfield,1 el 14 de junio de 1936. Su amigo Hilaire Belloc dijo que su posteridad estaba en riesgo porque no despertó odios —polemizar con él era un honor—, por la profusión de su obra y por la tendencia a que sus paradojas se tomaran como meras ocurrencias. Es posible que el olvido relativo en que se encuentra se deba a otras razones. Para las fuerzas que dominan el mundo —desde su tiempo hasta nuestros días— sería peligroso que la gente descubriera y encontrara inspiración en su entereza y claridad de pensamiento.

Chesterton fue autor de novelas, cuentos, poemas, ensayos, crónicas de viaje, biografías, obras teatrales, programas radiales y millares de artículos periodísticos. También fue popular por sus relatos policiales. Era tan fascinante hablando como escribiendo y, en buena parte, vivió de lo que le pagaban por sus conferencias y notas de prensa. Cuenta la leyenda que era capaz de escribir un libro mientras le dictaba otro a su secretaria y, cuando intentó ser empresario, llegó a escribir la totalidad del contenido de su periódico, G. K. Weekly. Su bibliografía (incluida su obra póstuma) supera el centenar de títulos. Pero sus muchos talentos han dificultado la valoración de su legado. En medio de una producción tan gigantesca, se diluye —por ejemplo— su contribución al estudio de la literatura.

Pocos autores ingleses han dedicado tanto esfuerzo a la valoración de otros autores. Chesterton escribió libros completos sobre Geoffrey Chaucer, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens, Robert Browning, William Blake y George Bernard Shaw, y cientos de ensayos individuales sobre muchos otros. Escribió una historia de la literatura de la Inglaterra victoriana y opinó sobre temas tan diversos como las historias de detectives, la poesía, el teatro, los cuentos de hadas o las novelas populares. Su sentido común nos ofrece una mirada refrescante sobre la trascendencia, los mecanismos y los motivos de la literatura.

Es imposible hablar de la relación de Chesterton con la literatura sin mencionar su fe religiosa. Nacido en el seno de una familia anglicana, el proceso que culminó con su conversión al catolicismo —en 1922— fue determinante en su pensamiento y en su obra. No es de extrañar que algunos de sus autores favoritos personifiquen, según él, las virtudes teologales: Dickens, la caridad; Stevenson, la esperanza. Tampoco sorprende su afirmación de que la novela es un subproducto del cristianismo. Incluso, sus historias de detectives están marcadas por su religiosidad. Su detective es un sacerdote católico que conoce como nadie el alma del criminal. “Soy un hombre”, dice en cierta ocasión el padre Brown, “y por lo tanto todos los demonios residen en mi corazón”.

Chesterton fue un hombre comprometido con su tiempo, pero su mirada estaba enriquecida con los aportes de la Edad Media. Según esa perspectiva, el arte es un componente integral e inseparable de esa totalidad —hoy fragmentada— que antes constituía una religión. Su acercamiento a la literatura intenta restituir esa unidad del arte con otros componentes de lo religioso: una teoría de la verdad última y de la naturaleza del universo, una tentativa de comunicación con la divinidad y los principios de la ética y del patriotismo.

Para Chesterton, toda verdad profunda solo puede ser abordada en los términos de una paradoja. Su obra está repleta de paradojas. Dijo que un libro sin muertos es un libro sin vida. Dijo que, si los personajes no son malvados, el libro lo es. Dijo que el loco es aquel que lo ha perdido todo menos la razón. Su credo era una paradoja hecha de aprecio y gratitud: “La única manera de poder disfrutar de la más pequeña hoja de hierba es sintiéndonos indignos incluso de una hoja de hierba”. Dijo que el humor es el secreto más sagrado del cosmos y que el cristianismo impone sobre sus héroes una paradoja: una gran humildad en relación con sus pecados combinada con una gran ferocidad en relación con sus ideas.

Equipado con las contradicciones de su fe, Chesterton no ve la literatura como un fin en sí misma o como un hecho aislado, sino como la manifestación de algo mucho más vital y trascendente. Por eso afirma que “el hombre de genio es menos importante que el genio del hombre” y que “la vida es siempre una novela”.

Pero la vida, para Chesterton, no es cualquier tipo de novela: es un “romance”. En la literatura inglesa de su tiempo era común establecer diferencias entre la novela de “carácter realista” y el romance, el cual admite la presencia del misterio, de lo inexplicable. En el caso de Chesterton, el romance es mucho más que un género literario: “El romance es lo más profundo que tiene la vida; el romance es todavía más profundo que la realidad”. En otra ocasión, dice: “El romance consiste en pensar que una cosa es más deliciosa porque es peligrosa; y esa es una idea cristiana”. Según Chesterton, todo romance consta de dos elementos (el amor y la lucha) y de tres personajes: san Jorge (aquel que ama y lucha), el dragón (aquello contra lo que se lucha) y la princesa (aquello que se ama). Concluye que concebir la vida como un romance plantea una paradoja definitiva: “la de admitir que amar el mundo es lo mismo que luchar por el mundo”. Por eso insiste en que la vida es un viaje, una batalla, una aventura tremenda.

Si la doctrina cristiana define su perspectiva, la modernidad es el objeto de muchos de sus ataques. Eso explica, en buena parte, que hoy en día haya poco interés en que se lea. Chesterton reflexiona de manera constante sobre los sofismas, los absurdos y los crímenes de las sociedades modernas: la idea de progreso, las falsas rebeldías, la vana arrogancia de académicos e intelectuales, la falsa novedad de las ideas “novedosas”, la desaparición del sentido religioso considerada como un avance, los fanatismos de la razón, el sometimiento de las sociedades a los intereses del capital o al totalitarismo del Estado, la complicidad de sectores de la prensa con esos intereses y la persecución de los pobres. En Ortodoxia, uno de los textos religiosos más influyentes del siglo xx, nos dice que el rebelde no es quien cambia constantemente de opinión, sino quien mantiene fijo su propósito. En su ensayo sobre la lectura, aquí incluido, nos recuerda que muchas de las ideas que la modernidad ofrece como nuevas fueron consideradas y puestas en su sitio por los grandes autores del pasado. Su ensayo sobre la institución de la familia es una de las mejores síntesis de su actitud y sus ideas. En el campo social, creía en una utopía de comunidades pequeñas —el distributismo— donde cada uno sería dueño de su hogar y de sus medios. Consideró abominable la eugenesia y advirtió sobre los peligros que representaban la Alemania nazi, la consolidación de las plutocracias y la impunidad con que bancos y corporaciones imponían su dominio. Un hecho determinante, en su manera de pensar estos asuntos, fue la persecución política y económica que de manera indirecta produjo la muerte de su hermano Cecil (1879-1918).

La influencia de Chesterton en la literatura hispanoamericana ha sido notable. Podría decirse que su posteridad es más vigorosa por estos lados que en el ámbito de la literatura inglesa. Alfonso Reyes tradujo cuatro libros suyos, incluidos Ortodoxia y El hombre que fue jueves. Julio Cortázar tradujo su novela o secuencia de relatos El hombre que sabía demasiado y le debe en buena parte su reivindicación del asombro. Borges no sería Borges si no se hubiera dejado poseer por la voz de ese hombre de inteligencia abismal que se le antojaba “más aterrador que Poe”. La selección y traducción de estos escritos sobre literatura busca hacer más visible en nuestra lengua su aporte particular al entendimiento de la experiencia literaria.

Este libro incluye notas de prensa, ensayos autónomos y capítulos de libros. Como la claridad y las convicciones de Chesterton se manifiestan desde los textos más tempranos, he descartado la idea de darles un orden cronológico de escritura o publicación. En cambio, he preferido ordenar la selección como un recorrido —desde “el oscuro inicio de los tiempos” hasta la literatura del siglo xx—, intercalado con reflexiones más generales. Hay aquí también ensayos inéditos o nunca incluidos en sus libros: “Lo sagrado de las bibliotecas”, “Walt Whitman” (escrito alrededor de los 20 años), “El hombre astuto y los cuentos de hadas”, “Un libro para la isla desierta” y “La moraleja de las historias de asesinatos”, cuyas traducciones se basan en los originales manuscritos o mecanografiados. Por su ayuda para acceder a estos documentos, agradezco al personal de la sección de manuscritos de la Biblioteca Británica, en Londres, y a Lucy Wells y William Griffiths, de la Biblioteca Chesterton, en Oxford, Inglaterra.

La materialización de este proyecto ha sido posible gracias al semestre sabático que me concedió la Universidad Estatal de Nueva York —suny— en Oneonta, en el otoño de 2018, y al apoyo de la Escuela de Artes Liberales y al Departamento de Lenguas y Literaturas Extranjeras de esa universidad. Para ellos, mi más profundo agradecimiento.

*

Gustavo Arango

Profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York —SUNY—, en Oneonta, ha publicado casi una treintena de libros en diversos géneros como la crónica y el reportaje periodísticos, el ensayo, la novela y el cuento, entre los que destacamos: Un tal Cortázar, Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal, La brújula del deseo: cuentos 1986-2014, La voz de las manos: crónicas sobre escritores latinoamericanos, La risa del muerto, Impromptus en la isla, El origen del mundo, Santa María del Diablo, Vida y opiniones de Wenceslao Triana, Marilla Waite Freeman: A Life in Pictures, Articles, Letters and Personal Writings y Lecturas cómplices: En busca de García Márquez, Cortázar y Onetti, este último publicado en 2019 por la Editorial Universidad de Antioquia. En 1992 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar y algunas de sus obras han sido premiadas en México y en Estados Unidos.

1 Pequeña ciudad a medio camino entre Londres y Oxford. Frances Blogg, su esposa, quería alejar a Chesterton de los excesos alcohólicos a que era dado en Londres (Chesterton moriría de cirrosis, a los 62 años). Eligieron el lugar un poco al azar, durante un paseo por el campo, y se mudaron en 1909. Los restos de ambos yacen en el cementerio católico de esa localidad.

La vida es una novela

Escritos sobre literatura

Sobre el ensayo

Hay estados de ánimo, oscuros y enfermizos, durante los que siento la tentación de pensar que el Mal volvió a entrar en el mundo en forma de Ensayos. El ensayo es como la serpiente: elegante y fluido en sus movimientos, también titubeante y errático. Supongo que la misma palabra ensayo tenía el significado original de “tentativa”. La serpiente era “tentativa” en todos los sentidos de la palabra. En el ensayo, el temperamento está tanteando el camino y descubriendo qué tanto puede soportar la gente. Ese engañoso aire de irresponsabilidad que rodea al ensayo hace que no parezca estar armado y, al mismo tiempo, consigue desarmarnos. Pero la serpiente puede atacar sin garras, del mismo modo que puede correr sin piernas. Es el emblema de todas esas artes esquivas, evasivas, impresionistas y llenas de sombras. Supongo que el ensayo, al menos en lo que a Inglaterra concierne, fue casi inventado por Francis Bacon. Puedo creer que fue así. Siempre pensé que Bacon era el villano de la historia inglesa.

Sería mejor explicar que no creo que todos los ensayistas sean malvados. Yo mismo he sido un ensayista o traté de ser un ensayista o me las di de ensayista. Mucho menos me disgustan los ensayos. Tal vez mi mayor placer literario lo encuentro en leer ensayos; después de necesidades del intelecto verdaderamente serias, como las historias de detectives y los tratados escritos por locos. No hay mejor lectura en el mundo que algunos ensayos contemporáneos, como los del señor E. V. Lucas o los del señor Robert Lynd. Y a pesar de que —a diferencia de ellos— soy por completo incapaz de escribir un buen ensayo, el motivo de mi oscura sugerencia no es una envidia diabólica. Solo es un gusto natural por la exageración, cuando me refiero a un asunto tan sutil que no permite ser exactos. Si yo mismo imitara el tono tímido y tentativo del verdadero ensayista, me limitaría a decir que hay algo en lo que digo: que hay un elemento en las letras modernas que es, al mismo tiempo, indefinido y peligroso.

La diferencia entre ciertas formas antiguas de la literatura y ciertas formas relativamente recientes es que las antiguas estaban limitadas por un propósito lógico. El drama y el soneto son formas antiguas; el ensayo y la novela son formas recientes. Si un soneto rompe con la forma del soneto deja de ser un soneto. Puede convertirse en un espécimen desaforado e inspirador del verso libre; pero nadie está obligado a llamarlo soneto porque no haya otra manera de llamarlo. En el caso del nuevo tipo de novela, a menudo hay que llamarla novela porque no hay otra manera de llamarla. A veces se le llama novela cuando a duras penas es una narración. No hay nada que sirva para ponerla a prueba o para definirla, excepto que no está espaciada como un poema épico, y a veces ni siquiera alcanza a tener una historia. Lo mismo se aplica al desenfado aparentemente atractivo y a la libertad del ensayo. Por su misma naturaleza, el ensayo no explica con exactitud lo que está tratando de hacer y, de esta manera, evita que se juzgue si pudo lograrlo o no. En el caso del ensayo hay un peligro práctico, porque muy a menudo se refiere a asuntos teóricos. El ensayo siempre está tratando asuntos teóricos sin la responsabilidad de ser teórico o de proponer una teoría.

Por ejemplo, hay cualquier cantidad de sentido y de sinsentido en lo que se habla a favor y en contra de lo que se denomina medievalismo. Hay también cualquier cantidad de sentido y de sinsentido en lo que se habla a favor y en contra de lo que se denomina modernismo. A menudo he tratado de decir cosas con algún sentido, con el resultado de que generalmente se me haya dado crédito por todo el sinsentido. Pero, si un hombre de verdad quisiera una prueba real y racional para distinguir el temperamento medieval del temperamento moderno, debería expresarse de este modo. El hombre medieval pensaba en términos de la tesis, mientras que el hombre moderno piensa en términos del ensayo. Tal vez sería injusto decir que el hombre moderno solo ensaya a pensar; o que, en otras palabras, hace un intento desesperado por pensar. Pero sería cierto decir que el hombre moderno a menudo solo ensaya, o intenta, llegar a una conclusión. El hombre medieval, por el contrario, a duras penas consideraba que valía la pena pensar, a menos que se pudiera llegar a una conclusión. Por eso tomaba una cosa definida, llamada tesis, y se proponía demostrarla. Por eso Martin Lutero, que en muchos sentidos era un hombre bastante medieval, clavó en la puerta las tesis que se proponía demostrar. Mucha gente supone que con ese gesto estaba haciendo algo revolucionario e incluso moderno. Pero, de hecho, estaba haciendo exactamente lo que todos los demás académicos medievales y doctores habían venido haciendo desde el amanecer del oscurantismo. Si el modernista verdaderamente moderno intentara hacerlo, probablemente descubriría que nunca se le ocurrió organizar sus pensamientos en forma de tesis. Bueno, en lo que a mí concierne, es bastante equivocado suponer que aquí se trata de restaurar el rígido aparato de la Edad Media. Pero sí pienso que el ensayo ha deambulado muy lejos de la tesis.

En muchas de las frases más brillantes de los ensayos más hermosos hay una especie de cualidad irracional e indefensible. No hay un ensayista que yo disfrute más que a Stevenson. Es probable que no haya en este mundo alguien que admire más a Stevenson. Pero, si tomamos alguna cita favorita de muchos y a menudo repetida, como aquella que dice: “Viajar con esperanza es mejor que llegar”, veremos que ofrece una grieta por donde se cuelan toda clase de absurdos y sofismas. Si pudiera ser expuesta como una tesis, sería indefensible como pensamiento. Ningún hombre podría viajar con esperanza si pensara que la meta sería decepcionante en comparación con sus viajes. Se puede sostener que el viaje es lo que más se disfruta; pero en ese caso no se puede considerar al viaje esperanzado. Pues se presume que el viajero tiene esperanza de que el viaje termine, no solo de que se prolongue.

No digo que paradojas agradables como esa no tengan lugar en la literatura. Es por ellas que el ensayo tiene un lugar en la literatura. Hay espacio para el ensayista apenas ocioso y errabundo, como lo hay para el viajero ocioso y errabundo. El problema es que el ensayista se ha convertido en el único filósofo ético. Los pensadores errabundos se han convertido en los predicadores errabundos y en nuestro único substituto de los frailes predicadores. Y, ya sea que nuestro sistema sea materialista o moralista o escéptico o trascendental, necesitamos un sistema que sea más que eso. Después de una cierta cantidad de vagabundeo la mente quiere llegar o volver a casa. Una cosa es viajar con esperanza —y decir medio en broma que eso es mejor que llegar—, pero otra cosa es viajar sin esperanza, porque sabes que no puedes llegar.

Encuentro esa misma tendencia al releer los mejores ensayos jamás escritos (los que Stevenson disfrutó de manera especial). Me refiero a los ensayos de Hazlitt.1 “Puedes vivir como un caballero, con las ideas de Hazlitt”, señaló con acierto el señor Augustine Birrell; pero incluso en esos ensayos vemos el inicio de ese temperamento inconsistente e irresponsable. Hazlitt, por ejemplo, fue un radical y criticó de manera constante a los conservadores por no confiar en los hombres o en las multitudes. Creo que fue él quien sermoneó a Walter Scott por un asunto tan pequeño como hacer —en Ivanhoe— que una turba medieval se burlara descaradamente de unos templarios en retirada. A juzgar por muchos pasajes, uno inferiría que Hazlitt se presentaba a sí mismo como amigo de la gente. Pero se presentaba con más furia como enemigo del público. Cuando empezó a escribir sobre el público, describió exactamente el mismo monstruo multicéfalo de ignorancia y cobardía que los conservadores llamaban el populacho. Si a Hazlitt lo hubieran obligado a expresar sus opiniones sobre la democracia, en las tesis de un académico medieval, habría tenido que pensar con más claridad y tomar partido de manera más decisiva. Le dejaré la última palabra al ensayista y admitiré que no estoy seguro de que hubiera escrito tan buenos ensayos.

*Publicado originalmente en 1926. Incluido en The Glass Walking Stick (1955) y The Spice of Life, and Other Essays (1964).

1 William Hazlitt (1778-1830) es uno de los más reconocidos ensayistas ingleses, al lado de Samuel Johnson.

Las fábulas de Esopo

Esopo personifica un epigrama frecuente en la historia de la humanidad: su fama es más que merecida porque no la merecía. Las sólidas bases del sentido común, los astutos aciertos de una sensatez poco común, que caracterizan todas las Fábulas, no le pertenecen a él, sino a la humanidad. En la historia temprana de la humanidad, todo lo que sea auténtico es universal, y todo lo que es universal es anónimo. En esos casos siempre hay algún hombre central que fue el primero en tomarse la molestia de recoger estas historias y, después, recibió la fama de haberlas creado. Esopo tuvo la fama y, en términos generales, se ganó esa fama. Algo de grandioso y humano, algo del pasado y el futuro de los humanos, debía tener un hombre así; aunque apenas lo haya utilizado para engañar al futuro robándole al pasado. Los cuentos de hadas pudieron haber venido de Asia con la raza indoeuropea, ahora por fortuna extinta; pudieron haber sido inventados por alguna elegante dama francesa o un caballero como Perrault; es posible incluso que sean lo que ellos mismos dicen que son. Pero siempre llamaremos a la mejor selección de esas historias “Los cuentos de los hermanos Grimm”, simplemente porque es la mejor colección.

El Esopo histórico, en la medida en que fue histórico, parece que fue un esclavo de Frigia o al menos alguien que no debió llevar el adorno simbólico de la capa frigia de la libertad. Vivió, si es que vivió, alrededor del siglo vi antes de Cristo, en los tiempos de aquel Creso cuya historia nos fascina y nos parece dudosa, como todo lo demás que hay en Heródoto. Hay historias que hablan sobre cierta deformidad de rasgos y sobre la disposición de su lengua a las rivalidades verbales. Esas historias explican —aunque no excusan— que lo hayan arrojado por un precipicio de Delphi. A quienes leen sus fábulas les corresponde juzgar si lo arrojaron por feo y ofensivo o más bien por ser moralmente elevado y correcto. Pero no hay ninguna duda de que la leyenda general sobre Esopo lo sitúa como parte de una raza muy fácilmente olvidada en nuestras comparaciones modernas: la raza de los grandes esclavos filosóficos. Esopo pudo haber sido una ficción, como el tío Remus;1 pero, al igual que el tío Remus, era un hecho. Es un hecho que los esclavos del viejo mundo podían ser reverenciados como Esopo o amados como el tío Remus, y es curioso notar que las mejores historias de ambos esclavos eran sobre bestias y pájaros.

Cualquiera que sea la deuda justa que tenemos con Esopo, la tradición humana llamada fábula no se la debemos. Esta había transcurrido por mucho tiempo —antes de que a algún sarcástico liberto de Frigia lo arrojaran o no por un precipicio— y ha seguido transcurriendo mucho después. Para nosotros es conveniente entender la diferencia, porque hace que Esopo sea efectivo de manera más obvia que cualquier otro fabulista. Los cuentos de los hermanos Grimm, siendo tan gloriosos como son, fueron recopilados por dos estudiantes alemanes; al menos sabemos más sobre ellos. Por supuesto, las fábulas de Esopo no son fábulas de Esopo, de la misma manera que los cuentos de los hermanos Grimm no eran cuentos de los hermanos Grimm. Pero la fábula y el cuento de hadas son dos cosas marcadamente distintas. Hay muchos elementos de diferencia, pero el más simple de todos es suficientemente simple. No puede haber una buena fábula con humanos. No puede haber un buen cuento de hadas sin humanos.

Esopo o Babrio (o cualquiera que haya sido su nombre) entendió que, para una fábula, todas las personas deben ser impersonales. Deben ser como abstracciones en álgebra o como piezas de ajedrez. El león siempre debe ser más fuerte que el lobo, así como cuatro siempre es el doble de dos. La zorra de la fábula debe tener movimientos quebrados, así como el caballero del ajedrez debe tener movimientos quebrados. El cordero en una fábula debe moverse hacia adelante, como el peón del ajedrez debe moverse hacia adelante. La fábula no debe permitir que el peón capture piezas con movimientos quebrados; no puede permitir lo que Balzac llamó “la rebelión de los corderos”. El cuento de hadas, por otro lado, gira absolutamente en torno a la personalidad humana. Si no hubiera un héroe para enfrentarse a los dragones, ni siquiera sabríamos que eran dragones. Si ningún aventurero quedara varado en la isla desconocida, seguiría sin ser descubierta. Si el tercer hijo del molinero no encontrara el jardín encantado donde están las siete princesas, blancas y congeladas, seguirían blancas y congeladas y encantadas. Si no hay un príncipe que encuentre a la bella durmiente, la bella simplemente seguirá durmiendo. Las fábulas se apoyan en la idea opuesta: que cada cosa es ella misma y que, en todo caso, hablará por sí misma. El lobo será siempre egoísta; la zorra será siempre astuta. Algo similar puede estar implícito en la adoración de los animales, una práctica en la que coinciden los egipcios y los hindúes y muchos otros grandes pueblos. Los hombres no aman a los escarabajos o a los gatos o a los cocodrilos con un amor completamente personal; los celebran como expresiones de esa energía abstracta y anónima en la naturaleza, que a cualquiera le resulta tremenda y que para los ateos debe ser aterradora. Así que —en todas las fábulas que son o no son de Esopo— las fuerzas animales se conducen como fuerzas inanimadas, como grandes ríos o árboles que crecen. El límite y la pérdida de todas esas cosas es que no pueden ser otra cosa que ellas mismas. Su tragedia es que no podrían perder sus almas.

Esa es la justificación inmortal de las fábulas: que no podemos explicar las verdades más simples, de manera tan simple, sin convertir a los hombres en piezas de ajedrez. No podemos hablar de cosas tan simples sin usar animales que no pueden hablar. Supongan, por un momento, que convierten al lobo en un barón egoísta o al zorro en un astuto diplomático. Uno recordaría de inmediato que incluso los barones son humanos, será imposible olvidar que incluso los diplomáticos son hombres. Uno estará siempre buscando ese sentido del humor accidental que debe acompañar la brutalidad de todo hombre brutal, ese toque de delicadeza —incluida la virtud— que debería existir en todo buen diplomático. Una vez se pone algo en dos piernas —en lugar de cuatro— y se le arrancan las plumas, uno no puede evitar preguntarse por un ser humano, ya sea heroico, como en los cuentos de hadas, o antiheroico, como en las novelas modernas.

Pero al usar animales en este estilo austero y arbitrario, como se usan en los escudos de la heráldica o en los jeroglíficos de los antiguos, los hombres han conseguido transmitir esas verdades tremendas a las que también se les llama perogrulladas. Si el león caballeresco fuera rojo y desenfrenado, sería rígidamente rojo y desenfrenado; si el ibis sagrado se sostiene en una pata, se sostiene en una pata para siempre. En este lenguaje, como en un enorme alfabeto de animales, están escritas las primeras certezas filosóficas del hombre. Así como el niño aprende que con la a se escribe asno y con la b se escribe burro o con la c se escribe casa, del mismo modo el hombre ha aprendido aquí a conectar a las criaturas más simples y fuertes con las verdades más simples y fuertes. Que una corriente no puede ensuciar su propio manantial, y que todo aquel que lo diga es un tirano y un mentiroso; que un ratón es muy débil para enfrentar a un león, pero muy fuerte para las cuerdas que atan al león; que una zorra que saca mucho de un plato plano bien puede obtener menos de un plato hondo; que al cuervo al que los dioses le prohíben cantar, los dioses sin embargo le dan queso; que cuando la cabra insulta desde la cima de una montaña no es la cabra la que insulta, sino la montaña. Todas estas son verdades profundas talladas profundamente en las piedras de todos los lugares por donde el hombre ha pasado. No importa lo viejas que sean o lo nuevas; son el alfabeto de la humanidad, que —como muchas formas de escritura y pintura primitivas— prefiere cualquier símbolo vivo en lugar del hombre. Estos relatos antiguos y universales son todos de animales; así como los descubrimientos más recientes en las cavernas prehistóricas son todos de animales. El hombre, en sus historias más simples, siempre sintió que él mismo era algo demasiado misterioso para ser dibujado. Pero la leyenda que talló con esos crudos símbolos era la misma en todas partes. Y, ya sea que las fábulas empezaran con Esopo o con Adán, ya sea que su origen sea tan medieval como el de Reineke el zorro o tan francés o del Renacimiento como La Fontaine, el resultado es el mismo en todas partes: que el orgullo antecede a la caída, y que es posible ser astutos en exceso. No se encontrará ninguna otra leyenda, solo esta que fue escrita en las rocas por cualquier mano de hombre. La fábula ha tenido toda clase de formas y periodos, pero la moraleja solo es una; porque solo hay una moraleja para todo.

*Prólogo a una edición de las Fábulas de Esopo (1912). Incluido en The Spice of Life, and Other Essays (1964).

1 Personaje de la tradición popular afroamericana de los Estados Unidos. Sus historias fueron recopiladas por Joel Chandler Harris, en 1881.

Lo sagrado de las bibliotecas

La religión de las bibliotecas es la religión de los libros, y la religión de los libros es mucho más que lo que entienden los modernos. En la historia de la humanidad, el asombroso arte de la escritura fue, con justicia, considerado divino. No era en vano o sin sentido que al hablar de textos sagrados se usara la expresión “Escrituras”, y que la palabra Biblia significara simplemente “libros”. Lo esencial era que la literatura, como tal, era una cosa espléndida y sorprendente que exhibía el imprimátur del poder divino. Los libros son, en cierto sentido, la más sagrada de las cosas materiales. Una definición de algo sagrado, que probablemente aceptarían todas las religiones, es que se trata de un objeto trivial que concentra todas las fuerzas vitales del universo. Si los huesos de un santo o los trocitos de tela de una reliquia son de veras sagrados, es porque en ellos habita una fuerza que conecta los abismos e impulsos de las estrellas. En este sentido, los libros son la más asombrosa y emocionante de las cosas. En ellos, un valor más grande está unido a una parcela más diminuta que en cualquier otro rincón del universo. Un libro que puede deslizarse en un bolsillo puede contener teorías que han destruido reinos y han mezclado continentes en crisoles. Un libro con menos páginas que una libretita de apuntes puede haberse enfrentado con héroes y gigantes, con problemas que fueron conquistados y con hombres inconquistables. Un volumen que la humanidad no puede darse el lujo de perder puede perderse tras el cubo del carbón.

De las cosas inventadas por el hombre, ese tremendo código de señales que llamamos alfabeto es el camino más corto para expresar las cosas más grandes. Los incidentes más prolongados e inarticulados, los ánimos más híbridos e innominados, pueden todos ser expresados —al menos hasta cierto punto— con algunas palabras salvajes y peladas, armadas con unos cuantos inanes jeroglíficos en blanco y negro. La palabra más tremenda de nuestra lengua, la palabra que confirma una divina vigilancia sobre el más feo de los tulipanes y la estrella más solitaria —una palabra que rescata de su orfandad a todo el universo— puede ser garabateada por un niño con cuatro letras dispersas. El libro sobre el que la civilización moderna ha basado su única esperanza de que el mundo sea mejor de lo que parece, el libro que nos abre la puerta hacia la enceguecedora inocencia de todas las cosas, el Nuevo Testamento, ocupa menos espacio que muchos catálogos de muebles y que muchas circulares sobre campañas de beneficencia o zapatos de moda. Los que encomian las grandes bibliotecas no se equivocan cuando insisten sobre la incalculable importancia de todo material impreso. No debemos acusarlos si llegaron tan lejos como los piadosos musulmanes, que se niegan a destruir un trozo de papel porque puede contener el nombre de Alá.

Tan condensado, tan incalculable, es el valor que acompaña cualquier disposición de símbolos, que un hombre puede insultar y maldecir frente a un jeroglífico egipcio en el Museo Británico —para asombro del vigilante de la sala— porque, para su entendimiento, ese laberinto de símbolos monstruosos y torpes puede contener una verdad práctica y deslumbrante que se ha perdido para siempre. Por una piedra quebrada o un pergamino roto es posible que hayamos perdido doctrinas científicas tan precisas como la de la evolución o inventos mecánicos tan elementales como el telégrafo o el arado. De manera que no es extraordinario que los hombres cuiden las bibliotecas.

Las bibliotecarias son plenamente conscientes de que la perpetuación de la literatura no es un trabajo menor ni fácil, saben que son las guardianas de un evangelio tan frágil como monumental. Parecen saber que la gloria que acompaña su tarea es tan variable como sublime. Los grandes estudiosos e investigadores han apilado hasta los cielos pirámides de libros, como la de la Biblioteca del Museo Británico,1 que rara vez se utilizan. Hablamos de ellos como pedantes y anacoretas; pero es seguro que lo son para garantizar que los demás podamos ser liberales y mundanos. El hecho trivial que descubrimos en cualquier diccionario o el detalle de historia natural que les enseñamos a los niños un día de verano han significado, para algunos hombres, oscuridad y condenaciones más sombrías que las de las leyendas de los mártires. Para que podamos ver de verdad y de manera genuina un escarabajo, muchos hombres han pensado sobre los escarabajos y han soñado con ellos hasta que los escarabajos cobraron proporciones en el cosmos como las de los elefantes o las ballenas. Así mismo, para que podamos hojear un libro y seleccionar un hecho que nos sorprende o entretiene, miles de hombres han vivido y han muerto estudiando el fenómeno. Vislumbrar en sus justas proporciones las dimensiones de todo eso nos conduciría a la muerte en la hoguera o a algún país sudamericano.

Es curioso que los hombres miren con resentimientos que haya personas con gustos diferentes a los suyos, cuando —si todos tuvieran los mismos gustos— el andamiaje de la civilización se caería en pedazos. Debemos agradecer que a algunos les interesen las fechas de las monedas etruscas y el pedigrí de los soberanos de Prusia; incluso si nos parece que recopilar cosas así es como coleccionar paraguas rotos o escribir la historia de la estación de trenes de Clapham Junction. Estos estudiosos humildes y espléndidos son, como las fuerzas de la naturaleza, las cosas que eternamente vilipendiamos y en las que eternamente confiamos. Nuestra misma felicidad, nuestra misma frivolidad está hecha con sus trabajos y sus lágrimas. Ellos han sufrido por cada chiste que hacemos, y sus cicatrices son las que nos sanan.

[Hay otro aspecto de la biblioteca que no se debe ignorar. La naturaleza nos llega filtrada a través de los libros. Cuando hoy miramos el mundo no lo hacemos con los ojos de un solo hombre, sino con los mil ojos de una mosca. Miramos la realidad múltiple a través de innumerables ventanas. Cada hombre en el mundo ve un árbol de manera diferente a los demás, y el árbol que hoy vemos es un injerto hecho de muchos árboles. Cuando un hombre se asoma a la ventana ve colinas humanas, bosques humanos y un sol humano. El paisaje más popular es aquel que se concibe con facilidad como paisaje; es decir, como telón de fondo para los actores humanos].2

Si alguien quisiera entender la manera tan profunda como nuestras más elementales simpatías dependen de la literatura, solo tiene que observar la diferencia entre el sentido de lo pintoresco, como se le evoca con las montañas de Suiza e Italia, y como se evoca con las montañas de Nueva Zelanda. Nueva Zelanda tiene paisajes estupendos, a cuyo lado mucho de lo que admiramos en Europa se reduce al rango de los montículos y los pantanos. Pero todo aquello es desolado y sin sentido para la imaginación humana, como las montañas de la luna, porque no ha sido transmitido a nosotros a través del cerebro humano, no ha sido atrapado por la garra dorada de los libros. La imaginación humana ha colonizado los peñascos más altos y ha domesticado las fuerzas salvajes del aire, pero aquellos sitios a los que no ha llegado siguen siendo un caos para nuestro entendimiento. Encontramos mucho más de la verdadera Naturaleza en la más lóbrega y humilde de las bibliotecas.

*Publicado en Daily News el 28 de agosto de 1901. Este texto no ha sido incluido en ninguna colección. La traducción está basada en el original mecanografiado, disponible en la Biblioteca Chesterton (Oxford, Inglaterra).

1 Hoy, Biblioteca Británica.

2 Este párrafo aparece tachado en el original.

W. H. Robinson, ilustración de Sueño de una noche de verano de William Shakespeare, tinta sobre papel, 1914, Nueva York, Henry Holt Publisher, Biblioteca Pública de Nueva York (Estados Unidos)

Un mundo de maravillas y batallas

Algunas personas superficiales y solemnes (porque casi todos los superficiales son solemnes) han declarado que los cuentos de hadas son inmorales. Para decir esto se basan en algunas circunstancias accidentales o en algunos incidentes lamentables de la batalla entre los gigantes y los niños, en particular cuando los últimos se permiten engañar o hacer bromas pesadas a los primeros. Esa objeción no solo es falsa, sino que casi siempre la verdad es lo contrario. Los cuentos de hadas son fundamentalmente morales, en el sentido de inocentes, y también son morales en el sentido didáctico, moralizante. Está muy bien hablar de la libertad del país de las hadas, pero —si consideramos los mejores reportes oficiales— la libertad es mínima. El señor W. B. Yeats y otras sensibles almas modernas, con la sensación de que la vida moderna es una de las esclavitudes más oscuras que han oprimido a la humanidad (y tienen razón en eso), han descrito el país de las hadas como un lugar de comodidad y abandono completos: un lugar donde el alma, como el viento, puede moverse a voluntad en cualquier dirección. La ciencia denuncia la idea de un Dios caprichoso, pero la escuela del señor Yeats sugiere que en el mundo de las hadas cada uno es tan caprichoso como un dios. El mismo señor Yeats ha dicho cientos de veces —en ese estilo literario a la vez triste y maravilloso que lo hace el primero de los poetas que hoy escriben en inglés; no diré que el primero de todos los poetas ingleses, porque para los irlandeses es habitual la práctica del asalto físico—, ha denunciado cientos de veces la terrible libertad del mundo de las hadas, cosa que según él tipifica la más extrema anarquía en el arte:

Donde nadie se hace viejo ni sabio ni se cansa,

Donde nadie se hace viejo ni piadoso ni acaba

en la sepultura.

Dudo que el señor Yeats (es chocante decirlo) conozca la verdadera filosofía del país de las hadas. Le falta simpleza; le falta estupidez. En ese sentido, en el sentido de gozar de una sana y consistente estupidez, me atrevo a decir —aunque no debería— que derrotaría al señor Yeats en cualquier momento. Las hadas me quieren más que a él, me acogen mejor y tengo mis dudas sobre si esa libertad de la que hablan los modernos es el espíritu central y verdadero del mundo y las historias de las hadas. Creo que los poetas se han equivocado. Como el mundo de los cuentos de hadas es más brillante y variado que el nuestro, se les ha ocurrido que es menos moral. Pero en realidad es más brillante y variado justo porque es más moral. Supongamos que un hombre pudiera nacer en una prisión. Por supuesto, eso es imposible, porque nada humano puede ocurrir en una prisión moderna. Algo así podía ocurrir en una mazmorra antigua. Una prisión moderna es siempre inhumana, aunque no siempre sea deshumanizada. Pero, supongamos eso, que un hombre pudiera nacer en una prisión moderna y que creciera habituado al silencio mortal y a la horrible indiferencia. Supongamos que ese hombre fuera después liberado de repente y puesto en medio de la vida y las risas de Fleet Street.1 Pensaría, por supuesto, que los letrados de Fleet Street son una raza de hombres libres y felices; pero lo triste e irónico es que son todo lo contrario. Del mismo modo, cuando esos sirvientes trajinados de Fleet Street vislumbran el país de las hadas, piensan que las hadas son libres. Pero las hadas son como los periodistas en este y muchos otros aspectos. Las hadas y los periodistas tienen un colorido aparente y una belleza engañosa. Las hadas y los periodistas son vistosos y parecen no estar regidos por leyes; ambos tienen un aspecto tan exquisito que no parecen mezclarse con la fealdad de las obligaciones cotidianas. Pero todo es una ilusión creada por la dulzura súbita de su presencia. Los periodistas viven bajo la ley, al igual que las hadas.

Si usted de veras lee los cuentos de hadas, observará que hay una idea que los recorre de un extremo a otro: la idea de que la paz y la felicidad solo pueden existir bajo alguna condición. Esa idea, que es el centro de la ética, es el centro de los cuentos infantiles. Toda la felicidad del país de las hadas pende de un hilo, de cierto hilo. La cenicienta puede tener un vestido de algodones sobrenaturales y con brillos que no son de este mundo, pero debe regresar cuando el reloj marque las doce. El rey puede invitar hadas al bautizo, pero debe invitarlas a todas o habrá terribles consecuencias. La esposa de Barba Azul puede abrir todas las puertas, menos una. Si se rompe una promesa que se le hizo a un gato, el mundo entero se trastorna. Si se rompe una promesa que se le hizo a un enano amarillo, el mundo entero se trastorna. Una chica puede ser la esposa del mismo dios del Amor, siempre y cuando no trate de mirarlo; si lo mira, se desvanece. A una chica se le entrega una caja, con la condición de que no la abra; la abre y todos los males del mundo caen sobre ella. Un hombre y una mujer son puestos en un jardín, con la condición de que no coman cierto fruto; lo comen y pierden la alegría y el resto de los frutos de la tierra.

Esta idea maravillosa es la espina dorsal de toda tradición popular: la idea de que toda felicidad depende de una pequeña prohibición, que toda la dicha positiva depende de una negación. Es obvio que esto simboliza o se asemeja a muchas ideas filosóficas y religiosas; pero aquí no estoy hablando de eso. Es obvio que toda ética debe enseñarse con esa melodía de los cuentos de hadas: que si uno hace lo que está prohibido pone en peligro lo que le ha sido concedido. A un hombre que rompe la promesa que le hizo a su esposa se le debe recordar —incluso si ella es un gato— que esa conducta es imprudente. A un ladrón que se dispone a abrir una caja fuerte ajena se le debe recordar, de manera juguetona, que se encuentra en la misma peligrosa posición de la bella Pandora: que está a punto de levantar la tapa prohibida y que liberará males desconocidos. El chico que se está comiendo la manzana ajena en el árbol ajeno ha llegado a un momento místico en su vida, ese momento en que una sola manzana puede llevarlo a perder todas las demás. Esta es la moral profunda de los cuentos de hadas: que, en lugar de carecer de leyes, van a la raíz de todas las leyes. En lugar de encontrar la base racional para cada mandamiento, como lo hacen los libros comunes de ética, encuentran la grandiosa base mística de los mandamientos. Estamos contra nuestra voluntad en este país de las hadas; no nos corresponde disputar las condiciones bajo las que disfrutamos esta visión desaforada del mundo. Las prohibiciones son extraordinarias, pero también lo son las concesiones. La idea de propiedad —la idea de una manzana ajena— es una idea rara; pero también es rara la idea de que haya manzanas. Es extraño y muy raro que yo no pueda tomarme sin riesgo diez botellas de champaña; pero, pensándolo bien, la champaña misma es extraña. Si he tomado la bebida del país de las hadas, es apenas justo que lo haga bajo las reglas del país de las hadas. Es posible que no veamos la conexión directa y lógica entre tres hermosas cucharas de plata y un enorme y feo policía; pero ¿quién ha visto en los cuentos de hadas alguna conexión directa y lógica entre tres osos y un gigante o entre una rosa y una bestia rugiente? Los cuentos de hadas no solo pueden ser disfrutados porque son morales, sino que la moral puede ser disfrutada porque nos conduce al país de las hadas: a un mundo de maravillas y batallas.

*Incluido en All Things Considered (1908).

1 Sector de Londres ocupado por impresores desde el siglo xvi. En el siglo xx, muchos de los periódicos de la ciudad tenían allí sus oficinas.

Sobre la lectura

La principal utilidad de los grandes maestros de la literatura no es de tipo literario; está separada de su estilo magnífico e incluso de su inspiración sensible. La principal utilidad de la buena literatura es que impide que un hombre sea simplemente moderno. Ser simplemente moderno lo condena a uno a una estrechez extrema; del mismo modo que gastarse la última moneda que uno tiene para comprar el sombrero de moda es condenarse uno mismo a estar pasado de moda. El sendero de los siglos antiguos está adoquinado con modernos que murieron. La literatura, la clásica y duradera, cumple su mejor labor cuando nos recuerda los giros de la verdad, equilibrando ideas viejas con ideas novedosas hacia las que podríamos sentir alguna inclinación. La forma como lo hace es tan curiosa que amerita que empecemos por entenderla.

En la historia de la humanidad, cada cierto tiempo, pero en especial en épocas inquietas como la nuestra, aparecen cosas a las que en el mundo antiguo se les llamaba herejías. En el mundo moderno se les llama modas. A veces resultan útiles por un tiempo; a veces son completamente perversas. Pero siempre consisten en prestar atención indebida a una verdad o a una verdad a medias. Está bien insistir en el conocimiento de Dios, pero es herético insistir en hacerlo —como lo hizo Calvino— a expensas de su amor. Es sincero desear una vida simple, pero es herético hacerlo a expensas de los buenos sentimientos y de las buenas costumbres. El hereje (que también es el fanático) no es un hombre que ama demasiado la verdad; ningún hombre puede amar demasiado la verdad. El herético es un hombre que ama su verdad más que a la verdad misma. Prefiere la verdad a medias que ha encontrado a la verdad completa que la humanidad ha encontrado. No le gusta ver, en la sabiduría del mundo, su pequeña y preciosa paradoja revuelta con veinte perogrulladas.

Esos innovadores tienen a veces una sinceridad sombría —como Tolstoi—, a veces tienen una elocuencia sensible y femenina —como Nietzsche—, y a veces son de un humor admirable, de un coraje y un espíritu público como el del señor Bernard Shaw. En todos los casos producen revuelo y, tal vez, fundan una escuela. También en todos los casos se comete siempre el mismo error fundamental. Siempre se supone que los hombres en mención han descubierto una idea nueva. Pero lo nuevo no es la idea, sino la separación de la idea. Lo más probable es que esa misma idea pueda encontrarse dispersa a través de los libros de temperamento más clásico e imparcial, desde Homero y Virgilio hasta Fielding y Dickens. Es posible encontrar todas las ideas nuevas en los libros viejos; solo que allí se encontrarán balanceadas, puestas en su lugar, y a veces refutadas y superadas por mejores ideas. Los grandes escritores no dejaron de prestar atención a una idea porque no pensaran en ella, sino porque habían pensado en ella y también en las respuestas que se le podían dar.

Para ser más claro, tomaré dos ejemplos, ambos sobre nociones de moda entre los teóricos más jóvenes y extravagantes. Nietzsche, como todos saben, predicó una doctrina que él y sus seguidores al parecer consideran muy revolucionaria. Sostuvo que la moral altruista común había sido inventada por la clase esclavizada, para evitar el surgimiento de tipos superiores que pudieran combatirlos y gobernarlos. Estén o no de acuerdo, los modernos siempre hablan del asunto como si fuera una idea nueva, de la que nunca se había escuchado. Se supone de manera inopinada que los grandes escritores del pasado, digamos Shakespeare, no vieron las cosas de ese modo, porque la idea nunca se les ocurrió. Pero vaya usted al último acto de Ricardo III, de Shakespeare, y encontrará en dos líneas no solo todo lo que Nietzsche tenía para decir, sino también en las mismas palabras de Nietzsche. Ricardo “Espalda-torcida” les dice a sus nobles: “Conciencia no es más que una palabra utilizada por los débiles, concebida para mantener paralizados a los fuertes”.

Como dije, el hecho es simple. Shakespeare había pensado en Nietzsche y su moral, pero la sopesó según su propio valor y la puso en su justo lugar. Su justo lugar es la boca de un jorobado medio loco y a punto de ser derrotado. Esta rabia contra los débiles solo es posible en un hombre enfermizamente valiente, pero fundamentalmente enfermo: un hombre como Ricardo III, un hombre como Nietzsche. Este solo caso bastaría para destruir la idea absurda de que estas filosofías modernas son modernas en el sentido de que los grandes hombres del pasado no pensaron en ellas. Claro que pensaron en ellas; solo que no pensaron que fueran gran cosa. No es que Shakespeare no viera la idea de Nietzsche; la vio y pudo ver a través de ella.

Tomaré otro ejemplo: el señor Bernard Shaw, en su impactante y sincera obra La directora Bárbara, lanza uno de sus más violentos ataques verbales contra la moral proverbial. La gente dice: “La pobreza no es un crimen”. El señor Bernard Shaw dice: “Sí, la pobreza es un crimen. Es la madre de todos los crímenes. Es un crimen ser pobre si puedes rebelarte y hacerte rico. Ser pobre significa ser pobre de espíritu, servil o engañoso”. El señor Shaw parece tener la intención de concentrarse en esta doctrina, y muchos de sus seguidores hacen lo mismo. Ahora bien, es solo la concentración lo que es nuevo, no la doctrina. Thackeray hace que Becky Sharp diga que es fácil ser moral con ingresos de mil libras esterlinas al año, y muy difícil con solo cien. Pero, como en el caso de Shakespeare, el punto no es solo que Thackeray conociera esa idea, sino que también sabía exactamente el valor que tenía. No solo se le ocurrió, sino que también supo dónde debía ocurrir: en la conversación de Becky Sharp, una mujer astuta y no falta de sinceridad, pero profundamente ignorante de las emociones que hacen que la vida merezca ser vivida. El cinismo de Becky, con lady Jane y Dobbin para equilibrarlo, tiene algo de verdad casual. El cinismo de la Undershaft del señor Shaw, predicado por sí solo, con la austeridad de un predicador de campo, es simplemente una mentira. No es cierto que los muy pobres sean menos sinceros o más serviles que los ricos. La verdad a medias de Becky se ha vuelto primero una pequeña extravagancia, luego un credo y después una mentira. En el caso de Thackeray, como en el de Shakespeare, la conclusión que nos concierne es la misma. Lo que llamamos nuevas ideas son generalmente pedazos en los que se han roto las viejas ideas. El asunto no es que cierta idea no hubiera entrado en la cabeza de Shakespeare, sino que Shakespeare encontró un buen número de ideas distintas, dispuestas a exponer el sinsentido de tales tonterías.

*Incluido en The Common Man (1950).

El Libro de Job

Entre los libros del Antiguo Testamento, el Libro de Job es a la vez un acertijo histórico y filosófico. En una introducción como esta, lo que nos interesa es el acertijo filosófico. Así que podemos empezar por salir de la breve explicación general sobre su aspecto histórico. Siempre ha habido una encendida controversia sobre cuáles partes de esta épica pertenecen al propósito original y cuáles son interpolaciones agregadas mucho más tarde. Los doctores polemizan, como corresponde a los doctores; pero la tendencia investigativa siempre se ha orientado a sostener que las partes interpoladas —si las hay— fueron el prólogo, el epílogo en prosa y, posiblemente, el discurso del muchacho que aparece al final con una apología. No me considero competente para decidir sobre esas cuestiones. Pero, cualquiera que sea la decisión que el lector tome sobre ellas, hay una verdad general que se debe recordar en relación con el asunto. Cuando se trata de una creación artística antigua, no debe suponerse que la menoscaba el hecho de que haya tomado forma gradualmente. El Libro de Job puede haber crecido gradualmente, del mismo modo que la Abadía de Westminster creció gradualmente. Pero la gente que hizo la vieja poesía popular, como la gente que hizo la Abadía de Westminster, no le asignó importancia a la fecha específica o al autor verdadero. Esa importancia es por completo creación del casi demencial individualismo de los tiempos modernos.

Podemos dejar de lado el caso de Job, como algo complicado con dificultades religiosas, y tomar cualquier otro: la Ilíada, digamos. Muchos sostienen la fórmula característica del escepticismo moderno, según la cual Homero no fue escrito por Homero, sino por otra persona del mismo nombre. Del mismo modo que muchos han sostenido que Moisés no fue Moisés, sino otra persona llamada Moisés. Pero lo que debemos recordar en el caso de la Ilíada es que, si otras personas interpolaron pasajes, la cosa no produjo el mismo desconcierto que procedimientos similares habrían producido en estos tiempos individualistas. La creación de la época tribal, como la construcción del templo tribal, era vista hasta cierto punto como una tarea tribal. Es posible creer, si quiere, que el prólogo y el epílogo de Job, así como el discurso de Elihu, fueron cosas insertadas después de la composición del original. Pero no hay que suponer que tales inserciones tienen el carácter obvio y espurio que tendría cualquier inserción en un libro moderno individualista. No hay que mirar los agregados como se miraría un capítulo de George Meredith que luego se descubriera que no fue escrito por Meredith o la mitad de una escena de Ibsen que luego se descubre que fue astutamente sustraída por el señor William Archer. Recuerde que ese viejo mundo, que hizo esos viejos poemas como la Ilíada y Job, siempre conservó la tradición de lo que estaba haciendo. Un hombre casi podía dejarle a su hijo la tarea de terminar un poema como él mismo lo hubiera terminado, así como un hombre podía dejarle a su hijo una tierra para que la cosechara como él la hubiera cosechado. Lo que se ha llamado unidad homérica puede o no ser un hecho. La Ilíada puede haber sido escrita por un hombre. Puede haber sido escrita por cien hombres. Pero recordemos que en esos tiempos había más unidad entre cien hombres que la unidad que hoy puede haber en un solo hombre. En esos tiempos, una ciudad era como un hombre. Ahora, un hombre es como una ciudad en guerra civil.

Sin adentrarnos en cuestiones de unidad, como la entienden los académicos, podemos decir del acertijo académico que el libro tiene unidad en el mismo sentido en que todas las grandes creaciones tradicionales tienen unidad: en el sentido en que la catedral de Canterbury tiene unidad. Y lo mismo es generalmente cierto de lo que he llamado el acertijo filosófico. Hay un sentido real en el cual el Libro de Job se diferencia de la mayoría de los libros incluidos en el canon del Antiguo Testamento. Pero aquí también se equivocan quienes insisten en la completa falta de unidad.