La vida parisiense - Enrique Gómez Carrillo - E-Book

La vida parisiense E-Book

Enrique Gómez Carrillo

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Beschreibung

La vida parisiense es la construcción literaria de una ciudad. Trazos que dibujan el perfil de un París vital que alimenta la creación literaria del autor. La voz guatemalteca de Enrique Gómez Carrillo es la voz de los modernistas latinoamericanos que convierten la ciudad francesa en su paradigma. La visión de la ciudad, a través de la moda, la literatura, el teatro y la vida bohemia, construye una crónica de viaje al modernismo, donde París es el centro y el punto de partida. En La vida parisiense el autor nos invita a pasear por la capital francesa. Nos muestra la ciudad desde diversas perspectivas, para que descubramos, junto a él, todos sus matices. El viaje del escritor a la capital cultural del mundo se convierte en una estancia permanente pues París será su lugar de residencia. La bohemia de la ciudad será el espacio que le permitirá gestar una serie de crónicas, de novelas y de artículos que publicará más tarde. «Pero sin ir tan lejos como el soñador helvético, sin esperar la vejez y la miseria, todo aquel que conoce a París a fondo, dirá siempre; — Pobre o rico, fuerte o débil, triste o alegre, si me preguntáis dónde quiero acabar mi vida, os contestaré que en París… Y es que París es un mundo, es que en París hay cien ciudades y cien aldeas, es que París tiene todos los cielos, todos los climas, todas las bellezas, todos los contrastes…» La vida parisiense es una recopilación de algunos de sus textos aparecidos entre 1895 y 1908 en una de las secciones permanentes del mismo título que tenía en la revista venezolana El Cojo Ilustrado.

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Sammlungen



Enrique Gómez Carrillo

La vida parisiense

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: La vida parisiense.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-635-4.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-290-3.

ISBN ebook: 978-84-9007-237-0.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

La obra 10

De la bohemia 11

La bohemia actual 17

El arte nuevo 25

El salón I 29

Campo de Marte 29

El salón II 33

Campos Elíseos 33

Los pintores españoles en París 37

Los teatros 45

Los poetas del silencio 51

El espiritismo de Victorien Sardou 59

Actrices y mujeres bonitas 65

La pantomima 69

Una nueva moda teatral 73

Derrota del sombrero de copa 79

Un hombre a la moda 87

Un proceso curioso 93

El público ruso 99

Traductores traditores 105

La influencia italiana en París 111

La poesía contemporánea (1884-1897) 119

Los poetas a la moda 125

La muerte de Paul Verlaine 131

Teodoro de Wyzewa 137

Una visita a François Coppée 145

Una visita a Max Nordau 153

Una visita a Augusto Strindberg 159

Una visita a J. K. Huysmans 167

Una visita a Alfonso Daudet 175

El poeta de París (Catulle Mendés) 181

Libros a la carta 189

Brevísima presentación

La vida

Enrique Gómez Tible, llamado Enrique Gómez Carrillo (Ciudad de Guatemala, 27 de febrero de 1873-París, 29 de noviembre de 1927). Guatemala.

En 1890 trabajó en el diario El Correo de la Tarde, dirigido por Rubén Darío, quien vivía en Guatemala. Y en 1891 recibió una beca para estudiar en España, recomendado también por Darío.

Al año siguiente publicó su primer libro en Madrid, Esquisses, una antología de semblanzas de escritores de la época, y escribió en Madrid cómico, La vida literaria, Blanco y negro, La ilustración española y americana y Revista crítica.

En 1898 fue nombrado cónsul de Guatemala en París; años después, el presidente argentino Hipólito Yrigoyen lo nombró a su vez representante de Argentina en dicha ciudad.

Desde 1895 fue miembro de la Real Academia Española. En 1917 conoció a la artista española Raquel Meller, con quien se casó en 1919 y se separó en 1922.

Enrique Gómez Carrillo murió en París, el 27 de noviembre de 1927, y fue enterrado en el Cementerio de Père Lachaise. Su esposa Consuelo, condesa de Saint-Exupéry tras su matrimonio con el célebre escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, fue enterrada en 1979 junto a Enrique Gómez Carrillo.

La obra

La vida parisiense es la construcción literaria de una ciudad. Trazos que dibujan el perfil de un París vital que alimenta la creación literaria del autor. La voz de Enrique Gómez Carrillo es la voz de los modernistas latinoamericanos que convierten la ciudad francesa en su paradigma. La forma de leer la ciudad, a través de la moda, la literatura, el teatro y la vida bohemia, es una crónica de viaje al modernismo donde París es el centro y el punto de partida.

De la bohemia

Hace seis u ocho años, un poeta muy notable, aunque casi desconocido en España, Rubén Darío, estuvo a punto de asesinar a un periodista amigo suyo que tuvo la ocurrencia de llamarle bohemio.

—¿Bohemio? —gritaba el autor de Azul— ¿...bohemio yo?...

—¡Pues no faltaba más!

Los bohemios ya no existen sino en las cárceles o en los hospitales. En nuestra época los literatos deben llevar guantes blancos y botas de charol. El arte es una aristocracia...

En esa época, en efecto, las teorías de vida burguesa y de trabajo metódico predicadas por Emilio Zola y vulgarizadas por los cronistas del bulevar, habían hecho nacer, en las almas de los jóvenes literatos de todo el mundo, un odio sagrado contra los artistas que viviendo al día, endulzaban las miserias de su vida con las truculencias inconscientes de sus costumbres. Los mismos bohemios empedernidos, trataban entonces de no pasar por tales y Alejandro Sawa incomodábase seriamente porque Luis Bonafoux hablaba de su pipa y de su melena al elogiar sus novelas.

Hoy el odio contra la vida de bohemia ha desaparecido casi por completo gracias a los recientes estudios sobre Murger y sus héroes, en los cuales se ve que la juventud abigarrada y bulliciosa del antiguo Barrio Latino, fue completamente inofensiva y no del todo estéril.

«Antes de asegurar que una cosa es excelente u horrible, conviene, a veces, conocerla.»

Esta frase irónica de Anatole France viene ahora de perlas, pues, en realidad, todos hablamos de la bohemia y no todos sabemos a punto fijo lo que la bohemia es.

Lo mismo que la palabra esnobismo, la palabra «bohemia» es un término vago que cada uno emplea a su antojo. Rubén Darío ve en él un insulto, mientras Joaquín Dicenta lo considera como un elogio. Y lo curioso es que los más célebres libros que tratan del asunto, lejos de sacarnos de dudas, nos hacen perdernos en un laberinto de definiciones tan distintas como variadas, obligándonos a vacilar indefinidamente. ¡Qué diferencia tan grande, en efecto, entre los bohemios de Balzac y los de Murger, entre los de Nerval y los de Carlos Hugo, entre los de Fremy y los de Delveau...! Todos, sin embargo, son bohemios, todos —hasta los que en La confesión de un bohemio de Montepío, asesinan y no hacen versos.

¿Os acordáis del príncipe de la bohemia de Balzac? Sus aventuras se parecen más a las del triste Adolfo de Benjamín Constant que a las del poeta Rodolfo. A pesar de todo, es un bohemio porque tiene poco dinero y porque lleva una vida desarreglada, su aventura amorosa es un poema cruel. Claudina, la mujer de un autor dramático rico y austero, está locamente enamorada de él y, por no perderle, se somete a todos sus caprichos de hombre sin alma y sin escrúpulos. Un día la pobre enamorada se encuentra enferma de muerte.

Para salvarla es necesario hacerle una operación en la cabeza y cortarle la cabellera. Su amante le dice: «lo que yo más quiero en ti es la cabellera; si te la cortan, quizás mi amor desaparezca.» Y ella, entre el peligro de perder la vida y de perder a su amante, prefiere exponerse al primero y no se deja operar. ¿Os acordáis?...

En todo caso, si habéis olvidado a ese príncipe de Balzac, estoy seguro de que aún os acordáis de los nombres de los «bohemios galantes» de Gerardo de Nerval que fueron, como quien no dice nada, Teófilo Gautier, Arsenio Houssaye, Corot y otros artistas no menos ilustres.

En las breves páginas de su estudio, el célebre traductor del Fausto nos relata la crónica de las veladas durante las cuales esos bohemios consolaban las miserias de sus juventudes combinando planes fantásticos para el porvenir y disputándose los besos de las chicas que iban a visitarles.

Los bohemios de Murger son todos jóvenes y todos artistas. Marcelo es pintor, Rodolfo poeta, Schaunar músico y Colline filósofo. Los cuatro son pobres de solemnidad. Uno de ellos encuentra un día un empleo: ¡veinte horas de trabajo cotidiano por cincuenta céntimos al mes! ¡Perfectamente!

Mas ante todo es necesario levantarse a las seis de la mañana y como no tiene despertador, se roba un gallo de la vecindad. Al cabo de una semana sus amigos le encuentran llorando a lágrima viva.

«Me he comido mi despertador» —solloza.

Otro hereda de su tía una suma de catorce francos, y no habiendo tenido nunca tanto dinero junto, se figura que su fortuna es inagotable. Lo primero que hace es invitar a diez o doce amigos suyos a comer en la Maison Doré. Pero antes van a tomar algunas copas (4 francos) y a comprar cigarros puros para todo el mundo (4 francos); y van en coche (5 francos); al acabar de comer, cuando el mozo presenta la cuenta de ciento y tantos francos, el anfitrión recuerda que solo le queda una peseta.

Todas las aventuras de los personajes de Murger son por el estilo, con excepción de dos o tres idilios pintorescos como las mejores novelas de Paul de Kock y sentimentales cual las más populares canciones de Beranger, lo que no es muy artístico.

No obstante, el libro deja una impresión encantadora gracias a su sencillez, a su sinceridad, a su tristeza —a su tristeza, sobre todo, esa tristeza bonachona y resignada, que llora y sonríe al tiempo mismo.

Un libro también muy triste, pero de otro modo, con gran amargura e intensa crueldad, es el Chatterton de Alfred de Vigny.

El bohemio del poeta de Eloa es, ante todo, un orgulloso. Su primera obra es una imitación de la literatura antigua que, según él cree, dejará espantado al más gran crítico de su época. La opinión de ese crítico aumenta su amargura. El bohemio vende entonces su pluma a varios personajes y escribe al mismo tiempo, en favor de muchos partidos opuestos, que naturalmente, acaban por suprimirle toda subvención. Al encontrarse en la miseria no logrando hacerse adorar de Ketty, por quien él no profesa sino un amor relativo, se suicida, maldiciendo de la humanidad que ha desconocido su genio.

Lo mismo que el héroe de Vigny el personaje principal de Las confesiones de un bohemio de Fremy, padece de esa terrible enfermedad que se llama vanidad.

Es un sabio. Para ganar su vida en Francia tiene necesidad de dar lecciones de latín y de gramática a cualquier hijo de burgués acomodado. Huyendo de esa situación odiosa, refúgiase en Alemania que, según él cree, es la Jerusalén de los eruditos. No obstante, en Múnich, en Berlín, en Heidelberg, en todas las ciudades universitarias del imperio germánico, vése obligado a continuar su vida de lecciones. Al fin se resigna o, al menos, parece resignarse, convencido de que la humanidad es siempre, y en todas partes, injusta para con los sabios. De repente, sin creer en el amor, enamórase apasionadamente de una amazona de circo; ella también se enamora de él; pero él es austero y serio, mientras ella es ligera y coqueta. Los celos le envejecen en pocos años y le enferman rápidamente. Va a morir... Pero no quiere morir lejos de su patria y vuelve a París, claudicante y miserable.

La bohemia dorada de Carlos Hugo, es la historia romántica de un hombre rico y de una dama poco menos que millonaria. Sin embargo ambos son bohemios. La dama necesita hacer creer que tiene un hijo, para que la herencia de su marido no caiga en manos de parientes lejanos. ¿Cómo hacer? El medio más fácil es el aconsejado por los autores de novelas por entregas y ése es el que la gran dama adopta al robarse la hija de una pobre mujer agonizante. La cuestión de la herencia se arregla; pero la madre de la chica no muere, sino que consagra su existencia a buscar a su hija. Al fin la encuentra en las puertas del vicio, y la salva.

Los bohemios de Fremy son los mismos bohemios de Murger, pero ya no se llaman Rodolfo, Marcelo y Schaunar, sino Privat d’Aglemon, Schaune y Champfleuri. Ya no son jóvenes. Al llegar a la celebridad o a la fortuna, han perdido la alegría. Y ellas también. Las chicas sonrientes y sentimentales que llenaban de flores las buhardillas de sus amantes, las Mussetes, las Mimís, las Fhemies, ellas también han perdido la frescura y el buen humor. Una se ha casado con el farmacéutico de la esquina; la otra se ha marchado a América; la otra tiene un carruaje y un amigo viejo.

En el libro de Delvau no hay ya pobrezas, ni días de hambre. Y sin embargo es más triste que el de Murger porque carece de juventud, y de sonrisas, y de amor.

Los bohemios de Tomel no tienen nombre. Unos son músicos, otros poetas, otros pintores, otros sabios. Todos viven, miserablemente, sin alegría y sin esperanza, sin entusiasmos y sin locuras, esperando la ocasión de lograr un empleo en una oficina cualquiera para convertirse en burgueses y para comer todos los días. El que quiera encontrarle veinte años después, que no le busque en la república del arte, sino en el mundo de los funcionarios o en la lista de los suicidas.

Nada tan espantoso como esta bohemia.

Otros libros hay, en los cuales se habla de la bohemia y de los bohemios; pero me parece que los anteriormente citados bastan para darnos una idea de la complicación y de la variedad de la especie.

Ahora bien, ya que hemos visto rápidamente a los más notables bohemios de la literatura moderna, ¿podremos decir lo que es la bohemia?

Yo creo que no.

La bohemia es todo y no es nada. Y cuando Rubén Darío se enfada porque un amigo le llama bohemio, tiene razón. Y cuando Joaquín Dicenta se siente orgulloso al oírse calificar de bohemio, también tiene razón.

10 de febrero de 1898

La bohemia actual

Un lector que se acuerda aún de mi artículo sobre el «café literario» del bulevar, me pregunta si las reuniones de poetas existen todavía en el Barrio Latino. Y luego agrega: «Se habla tanto de la desaparición de la bohemia, que en realidad los jóvenes ya no creemos en ella.»

No importa. La bohemia existe aún, como en los tiempos de Murger. Lo que no existe ya son los trajes aquellos de las estampas de hace treinta años. Ya no hay anchos sombreros de fieltro, ni amplias corbatas flotantes, ni levitas ajustadas, ni pantalones de terciopelo, ni chalecos abiertos hasta la cintura. Ya no hay tampoco melenas, ni la pipa es ya de rigor. Pero fuera de estos detalles de indumentaria, los bohemios existen hoy, como existieron ayer, como existirán mañana. Porque la bohemia no es ni una fórmula de vida, ni una disciplina literaria, ni un alarde momentáneo de desorden. La bohemia es sencillamente la juventud pobre que se consagra a las artes y que lleva su miseria con orgullo. El nombre, pues, podrá cambiar. La cosa no.

En todo caso, en nuestros días el nombre existe todavía y los muchachos que tienen más ilusiones que dinero permanecen siempre fieles al método que sirvió de pauta a los actores de la tragicomedia romántica.

Alguien dirá:

¿Cómo puede ser eso, puesto que el bulevar San Miguel mismo ha cambiado por completo y en sus cafés no se ven sino chicos bien vestidos y chicas elegantes?

Pues esos chicos y esas chicas son los bohemios de hoy. En la miseria misma, existen, según las épocas, grados y matices. El enriquecimiento general, ha dado a los que ayer no tenían sino un panecillo, un panecillo y medio. Los Rodolfos actuales cobran un poquito más que los de hace un cuarto de siglo. También tienen mayores necesidades y pagan más caro el ajenjo y gastan más en tabaco.

Lo único que permanece invariable es el alma.

Yo quisiera que los que niegan la bohemia actual, y la niegan con tristeza, leyeran de nuevo los libros de antaño en los cuales Gautier, Nerval, Banville y Murger, hablaron de la bohemia romántica. En todos ellos los ideales de los héroes y de las heroínas son los mismos; a saber: gloria, amor, dinero.

Y quisiera también que, después de leer esos libros pasados de moda, vinieran conmigo a interrogar a los jóvenes pobres que en el Barrio Latino hacen versos o cuadros, música o filosofía. En una sola noche se convencerían de que en este siglo que nace, cual en todos los siglos que fueron, para las almas de veinte años, las ilusiones son siempre las mismas.

Justamente en esta semana los periódicos han hablado de Pierre de Guerin, poeta adolescente que murió poco menos que de hambre en una buhardilla de la rue Monsieur le Prince. «Era —dicen— un escritor de gran talento.» Y es cierto que lo era. En poemas muy ligeros que hacían pensar en las Fiestas galantes de Verlaine, expresó sus inquietudes voluptuosas y sus tempranas melancolías. Cantó a Manón infiel, tratando de ocultar sus lágrimas, entre sonrisas. Cantó a Femi apasionada, sin querer confesar todo su ingenuo ardor de amante satisfecho. Cantó los grandes sentimientos en pequeños versos, en fin fue un artista serio que supo reír. Yo lo conocí una tarde en el café en que Moréas, siempre olímpico, ocupa el sitio que dejó vacío Verlaine al morir. Tenía los ojos azules y el pelo rubio.

En su extremada juventud había una gravedad extraordinaria. Su frente era pura y tersa. Cuando sus padres, que le habían mandado a París para que estudiase medicina, supieron que en vez de oír las lecciones del doctor Debove escuchaba los poemas de Henri de Regnier, lo amenazaron con «cortarle los alimentos.» ¡Qué le importaban a él los alimentos! A la carta paternal llena de reproches, contestó con un himno suave en honor de las musas. Luego, cuando las amenazas se trocaron en realidades, no se emocionó un solo instante. En su fe de poeta, creía que los labios no han sido hechos para los biftecs, sino para los besos y para las canciones. Una chiquilla de dieciocho años, rubia como él y como él zarca, compartía su miseria llena de ilusiones.

Me acuerdo de que el mismo Moréas, que no es aficionado a conmoverse, murmuró retorciéndose los bigotes, al verlos alejarse por el bulevar San Miguel:

—¡Pobrecitos!...

Pero yo, que conozco a los chicos de esa raza por haber vivido fraternalmente con ellos en los tiempos ya lejanos de mi bohemia; yo, que vi morir a Leclercq en una apoteosis de ilusiones; yo, que acompañé a Augusto de Armas hasta el borde del sepulcro, sin haber sorprendido jamás en él una desesperanza; yo, que la víspera de su muerte, oí aun a Signoret hablar de sus triunfos y de sus goces; yo, en fin, no compadecía aquella tarde al joven amigo de Moréas, sino que, por el contrario, le vi marcharse con envidia. ¡Con envidia, sí! Porque yo sabía que su buhardilla, en la que no había ni fuego, ni muebles, ni pan, era para él un palacio encantado, y que, al asomarse a los ojos de su musa, veía paraísos infinitos. ¿Pobre él? Al contrario. Su misma suavidad poética obedecía a un deseo discreto de ocultar sus tesoros. En los poemitas tiernamente irónicos en que decía sus Fiestas galantes, escondía, por pudor de millonario, sus riquezas sentimentales. Aquí tengo una estrofa suya en la que habla de las pedrerías que ofrece a su amada. ¿Creéis que son diamantes y rubíes? No. Eso se queda para los seres vulgares. El poeta joven no le brindaba sino piedras de Luna, «color de sus ojos», y esto consistía en que, teniendo a su disposición todas las gemas de Oriente, parecíale de mal gusto escoger lo más caro. Pobre no, sino infinitamente rico, infinitamente feliz, infinitamente glorioso, era el poeta que acaba de morir. Y yo estoy seguro de que en el momento mismo de expirar, cuando su musa rubia lloraba a su cabecera, él, suave siempre y magnánimo, consolábala con palabras de entusiasmo y amor.

Si el caso de este poeta que, como un personaje de cuento árabe, muere de hambre entre tesoros, fuera un caso raro, ni siquiera lo evocaría.

Pero la verdad es que, mal que pese a los profetas de amargura, el mundo es siempre el mismo y ni el «mercantilismo», ni el «egoísmo», ni el «positivismo», ni nada de eso que hablamos a cada paso con objeto de infamar a nuestro siglo, ha hecho mella ninguna en las almas de los hombres. En el Barrio Latino, como fuera del Barrio Latino, y en literatura como en lo demás, lo único que ha cambiado es el traje. Sin sombreros a la Daumier y sin vestidos de percal rameado, las costureras siguen echándose al Sena cuando sus amantes las abandonan. (Leed las noticias de los diarios.) Sin espada al cinto y sin calzas de terciopelo, los caballeros siguen acudiendo al juicio de Dios cuando creen que el punto de honor está en juego. (Leed las noticias de los diarios.) Sin trabuco y sin sombrero calabrés, los bandidos siguen ejerciendo, en pleno París, su romántico oficio. (Leed, leed las noticias de los diarios.)

¿Y por qué solo la bohemia había de desaparecer? ¿Por qué solo el alma de los que se sienten irresistiblemente atraídos por una de las musas artistas, había de metamorfosearse? ¿Por qué en el eterno durar de todas las cosas, y en el infinito recomenzar de todas las existencias únicamente la vida del que se consagra a dar formas al ensueño había de transformarse? Mi ilustre amigo Ferrero, que vive con el espíritu en la Roma antigua, tiene la costumbre de sonreír con su sonrisa mefistofélica, cada vez que alguien le habla de novedades políticas. «No hay nada nuevo desde hace dos mil años» —dice con la más suave convicción. Y esto, que demuestra la vanidad de los esfuerzos por inventar algo fuera del orden material, prueba también lo invariable de las almas. Las razones de Bécquer para hacer ver al mundo que la poesía no puede desaparecer, y que son razones mucho más serias que todas las invocadas en el mismo sentido por los filósofos, pueden servir para convencer al mundo que siempre habrá bohemia y bohemios.

«¡Mientras exista una mujer hermosa!...»

Los escritores que con más saña han hablado de la bohemia, dicen:

—Es una escuela de melenas mal peinadas y de envidias mal comprimidas. El bohemio es el «raté» que, en su círculo estrecho, se consuela de sus fiascos maldiciendo de los que han conquistado fama y fortuna. Cuando un poeta de talento cae en la vida de bohemia, se anula, se envilece. Salir de entre los bohemios con el cerebro limpio y el cuello blanco es casi imposible. ¡Maldita sea la bohemia!

Esa bohemia, en efecto, maldita sea. Pero ¿quién os dice que los grupos de envidiosos sórdidos que existen en todos los medios sociales son los cenáculos de los bohemios? El nombre mismo, en su exotismo romántico, indica lo contrario. Ser bohemio, en el mundo de las razas errantes, como en el de los artistas apasionados, es no tener un hogar fijo, y correr por los grandes caminos buscando la dicha intangible. Ser bohemio es no quererse plegar a los yugos de la vida burguesa, para poder consagrarse a cultivar las quimeras adoradas. Ser bohemio es poner el ensueño por encima de la realidad, las flores por encima de los frutos, los pájaros por encima de las aves. Ser bohemio es tener la fuerte convicción de que, fuera del arte, el artista se agota.

¡Bohemio! No hay necesidad de fumar pipa para serlo. En el Barrio Latino actual, rodeando a Moréas o acompañando a Paul Fort, asistiendo a los mates del Mercure de France o tomando café al lado de Faguet; en el Barrio Latino que ya no tiene cervecerías sucias, ni tabernas oscuras, ni cafés subterráneos; en el Barrio Latino brillante, limpio, claro y alegre que todos vemos al pasar por el bulevar San Miguel, hay una bohemia que trata de no llevar camisas mugrientas, ni sombreros viejos, ni pantalones raídos. De los nuevos modos de vivir, esa bohemia ha tomado lo útil. Pero de lo antiguo ha conservado lo eterno, que son los anhelos, los ideales, los amores, los entusiasmos, los desintereses y sobre todo la pasión exclusiva del arte.

¿Qué mejor ejemplo de gran bohemio noble, que el mismo Jean Moréas, príncipe de los poetas franceses? Sus cuellos son muy blancos y su sombrero tiene los ocho reflejos reglamentarios. Su levita está cortada por un sastre del bulevar. Y sin embargo este poeta, que como prestigio es el heredero de Verlaine, también lo es como bohemio.

Tal vez alguien me dirá:

—Moréas es oficial de la Legión de Honor, Moréas escribe tragedias que los artistas de la Comedia Francesa representan ante los reyes, Moréas es el poeta que más cerca se encuentra actualmente de la Academia.

—Es cierto —contesto.

Mas, con todo y con eso, Moréas pertenece a la raza incorregible e inextinguible de los bohemios. Su juventud todo el mundo la conoce. Todo el mundo sabe que al llegar a París, no desprovisto de dinero, se internó en el país latino y ayudó a unos cuantos poetas jóvenes a fundar el simbolismo. Todo el Inundo sabe que cinco o seis veces se batió en duelo por defender a Homero. Todo el mundo, en fin, ha leído las anécdotas relativas a su vanidad estupenda y a su estupenda ingenuidad. Pero lo que en general se ignora, es que este nómada del Barrio Latino podría hoy ser, si le viniera en ganas, uno de los diplomáticos más respetados de Europa. Varias veces, en efecto, el rey Jorge de Grecia, que sabe aún ser rey y que respeta a los pobres nobles, ha ofrecido a Moréas nombrarlo secretario de la Legación y hasta ministro Diplomático.

Solo que —dice el poeta cuando alguien le habla del asunto— solo que cuando uno es poeta, no puede rebajarse.

Porque para este bohemio de sombrero de copa, no hay corona igual a la de laurel, ni paraíso comparable al monte Parnaso. No una Legación, sino una Embajada rechazaría, si para desempeñarla fuera necesario renunciar a su existencia de olímpica y vagabunda sencillez.

—Mi vida —suele decir— no tiene importancia; lo único que importa es mi obra.

Pero cuando alguien, abusando de la confianza que existe entre gente de café, le aconseja que

—No hay vida más admirable que la mía. Y en esto, por mi fe, tiene razón, puesto que los tesoros todos de la tierra no pueden compararse con los que un poeta lleva en su propia alma cuando sabe ser poeta en la vida como lo es en el ensueño: cuando sabe, cual el autor del «Peregrino apasionado», ser el Homero de su barrio, de su círculo, y recorrer las calles por donde pasa cotidianamente, lo mismo que un Emperador recorre las rutas de sus pueblos.

—Para mí —murmura Moréas— fuera de mi poesía no hay nada.

Lo dice por la tarde, cuando, acabando de levantarse, charla en el café con los profesores de la Sorbona. Lo dice luego, por la noche, después de cenar rodeado de homéridas jóvenes que oyen su palabra sonora con filial entusiasmo. Lo dice, en fin, allá al amanecer, cuando después de haber recorrido todos los lugares en donde se charla, regresa a su lejana casa acompañado por dos o tres bohemios empedernidos. Y lo dice desde hace veinte años, desde que llegó, joven y sonoro, de su Grecia natal.

«Fuera de mi poesía no hay nada.»

¿No os parece una fórmula admirable para explicar la bohemia noble y grande? Por repetirla mentalmente, los muchachos a quienes sus padres les ordenan que estudien derecho o medicina, mueren en la miseria y mueren felices. Por repetirla, otros viven una vida de supremos goces y de admirables triunfos. Porque todo estriba en creer en el arte como se cree en una religión y en ofrecerse al martirio de todas las privaciones antes que renegar de la belleza.

Y lo que no es esto, no es bohemia, sino miseria, o crápula, o desorden o impotencia.

Mayo de 1907

El arte nuevo