La vida que cuenta - Daniel Waisbrot - E-Book

La vida que cuenta E-Book

Daniel Waisbrot

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Beschreibung

La vida que cuenta es una novela conmovedora, atrapante y poética, en la que confluyen dos historias que revelan, a un mismo tiempo, lo más terrible y lo más sublime del ser humano. Lutek, el protagonista esencial, ve destruido el cálido mundo de su infancia por la irrupción de los nazis en Polonia. Trasladado a Auschwitz y luego a Sachsenhausen, elegido por Mengele para las experiencias médicas más crueles, lo soporta todo, sobrevive y llega a la Argentina. Muchos años después, su hija Silvia padece la experiencia atroz de la dictadura y del exilio. Ambos destinos, sin embargo, están marcados por un triunfo secreto que sorprenderá al lector. En la literatura no abundan obras que traten el holocausto desde la mirada de un niño. Pero Lutek no es sólo un niño. A lo largo de la novela lo vemos crecer y sufrir, tornarse adolescente, hombre maduro que forma una familia y viejo sabio, profundo y dulce, que da al universo una lección final y sabe que ha vencido. Cuando creía que había llegado la paz, Silvia lo lleva, sin proponérselo, a conocer otra forma del dolor que le hace revivir todo: la tragedia de los desaparecidos. Borges decía que un escritor trasciende cuando logra crear un gran personaje. Lutek lo es y está construido de una manera tan vívida y perfecta, que el lector siente tristeza por no haberlo tratado y, a su vez, orgullo de que haya existido. Theodor Adorno, que conoció el horror de cerca, pronunció la polémica frase: "No se puede escribir poéticamente después de Auschwitz". Daniel Waisbrot (y Lutek), desde Buenos Aires, demuestra que no es cierto. Eduardo Álvarez Tuñón

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Seitenzahl: 304

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Daniel Waisbrot

La vida que cuenta

Waisbrot, Daniel

La vida que cuenta / Daniel Waisbrot. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2017.

Libro digital, EPUB - (Ficcionaria)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-488-1

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novelas Testimoniales. 3. Holocausto Judío. I. Título.

CDD A863

Diseño de tapa: Juan Pablo Cambariere

©Libros del Zorzal, 2016

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <[email protected]>.

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>.

Índice

Primera Parte | 7

1

Frío | 8

2

Tren | 16

3

Chupado | 22

4

Búnker | 28

5

Blancanieves | 36

6

Esculapio | 43

7

Princesa | 50

8

Block 28 | 60

9

Invierno | 67

10

Viaje | 74

11

Raúl | 84

12

Hospital | 91

13

Cadáveres | 101

14

Despedida | 109

15

Incrustado | 117

16

Callar | 120

Segunda Parte | 129

1

Marcha | 130

2

Campo | 137

3

Kinder | 146

4

Reencuentro | 152

5

Volver | 156

6

Partuza | 163

7

Andrés | 170

8

Pesadillas | 176

9

Padre | 183

10

Búsqueda | 189

11

Violadas | 196

Epílogo | 205

A mi suegro, Salomón Feldberg, por haberse animado a vivir y a contarlo.

A mi prima, Mónica Rozen. Ahora que te fuiste, mi infancia ya no será como antes.

Primera Parte

1

Frío

Veinte años después de la huida, había llegado la hora de volver. Silvia sentía los cincuenta en la piel, pero lo que la conmovía, aún más, era darse cuenta de lo larga que se había hecho su ausencia. Hacía muchísimo frío en Madrid. La lluvia ligera armaba una especie de bruma que oscurecía aún más la tarde. Silvia observaba desde el ventanal del Aeropuerto de Barajas ese gris neblinoso que cubría la profundidad del paisaje. Apenas se veían los aviones en las cercanías. Venía de un lugar tan helado que sus vecinas de las afueras de Helsinki se reirían a carcajadas si les contara que en Madrid hacía frío. Iba a estar unas cinco horas en tránsito a la espera del avión que la llevaría finalmente a Buenos Aires. La decisión la había encontrado de golpe, después de haberse negado y negado, una y otra vez, ante los pedidos de todos. Silvia no había querido volver. No había podido. Pero la visita a Berlín, al Museo del campo de concentración de Sachsenhausen al que tantas veces había querido conocer, y que también había evitado, esa visita la obligó a llamar sin dudarlo, casi sobresaltada, como despertando de un largo letargo, descubriendo de golpe que ya no había tanto tiempo, es más, ya no había casi tiempo y tenía que volver. Por primera vez, allí, en Berlín, llorando y casi trastabillando, se sentó al borde de un cantero sobre la vereda, tomó el celular y llamó a Lutek, su padre, a Buenos Aires y le dijo eso que él venía esperando desde hacía tanto tiempo: preparame un tecito, viejo, que voy para allá.

Madrid era un lugar conocido para Silvia. Durante muchos años solían encontrarse allí con sus padres y su hermano Edy para festejar la llegada del Año Nuevo. Sin embargo, estar allí sola, en ese lugar que tantas veces había albergado los encuentros familiares, la hizo sentirse extraña. Vaya a saber cómo se fue instalando aquella costumbre de esperar todos juntos las doce campanadas del Reloj de Correos. A Silvia le costaba mucho pasar diciembre en Helsinki. El hielo, la noche eterna por momentos la agobiaban. Entonces, durante el invierno finés, cuando podía viajaba. A Lutek tampoco le encantaba ir desde Buenos Aires a Finlandia por las mismas razones, y uno de los primeros años después de la huida de Silvia, decidieron pasar las fiestas juntos en Madrid. También a Katy la ponía feliz ir a encontrarse con los abuelos y así se fue instalando la costumbre. Una semana entre Navidad y Año Nuevo que disfrutaban en familia. La pequeña Katy, hija de Silvia, esperaba ansiosamente ese momento en que empezaban a sonar las campanadas para jugar con su abuelo Lutek el juego que más le gustaba: comerse las doce uvas, una en cada campanada. No hacía a tiempo de tragar una uva cuando ya sonaba nuevamente la campana y el abuelo le ponía la otra en la boca y todos reían y festejaban con ese clásico de Lutek que decía “el año que viene lo festejamos en casa” y todos repitiendo al unísono la misma frase. Todos menos Silvia que sabía que no podía volver.

Así que ella solía ir a Madrid a eso, a encontrarse con su familia en un lugar equidistante entre Buenos Aires y Helsinki. Pero últimamente su padre ya no iba. Los últimos años Lutek ya estaba muy grande y no le resultaba tan fácil viajar. Encima, su corazón cada tanto se negaba a seguir latiendo. Pero era apenas una protesta, un paro, una huelga. Después volvía a hacerlo, y todo seguía su curso, ayudado por pastillas y tecnologías avanzadas. Pero la última vez que iban a encontrarse hubo “paro” y Lutek no pudo subirse al avión.

Edy le venía advirtiendo a Silvia que la cosa se estaba poniendo difícil, que aquel viejo bypass que le habían hecho a su padre a los cuarenta y pico, ahora, cercano a los setenta años, ya no le funcionaba tan bien. Que por más que estuviera muy bien controlado por sus médicos, eso de subirse a un avión así nomás no sería tan sencillo, …y por qué no pensás en serio en venirte vos hermanita, venirte de una vez por todas, ya pasaron tantos años de aquello. Y por primera vez en mucho tiempo, por primera vez desde la huida, seriamente, apareció en Silvia la pregunta de si no había llegado la hora. Se dio cuenta, con cierto horror, cuántos años habían pasado desde su partida y reconoció que su padre, esa luz que había iluminado su vida, se podía morir. Aun siendo optimista, si esa posibilidad quedara negada y postergada, lo cierto es que su hermano tenía razón, que no podría viajar como antes, y que si ella quería verlo, (y claro que quería), tendría que volver. Y ahora, en la mitad del retorno, esta espera en Madrid le venía muy bien. Ese tiempo entre aviones le hacía como de colchón para el regreso, le permitía una pausa para acomodar un poco más las cosas. Casi veinticuatro horas entre los vuelos y la escala. Un día en el aire. Así se sentía: un día entero flotando entre irse y volver.

Si aquel día en Berlín, cuando visitó el Museo, había sentido la imperiosa necesidad de hablar con su padre para anunciarle el regreso, ahora Silvia sentía la misma urgencia de hablar con Andrés. Se habían visto por última vez veinte años atrás en Buenos Aires y aquella noche lejana iba a ser la última, aun cuando ellos mismos no lo sabían. Habían salido de la parrilla Negro el Once, en plena Costanera porteña. Silvia y Andrés caminaron hacia el Aeroparque. Una brisa suave y fresca que provenía del río contrastaba con el calor del abrazo, apoyados en el murallón costero que cada tanto ofrecía una pequeña torre que permitía sentarse. Ambos cobijándose juntos pero con sensaciones distintas.

–Prometeme que me vas a llamar algún día, dentro de muchos años –dijo Silvia anticipando una despedida que en ese momento ni imaginaba que estaba tan cerca.

–...Shhhhhh, no digas boludeces –interrumpió Andrés.

–Por qué “boludeces” –insistió Silvia–. ¿Acaso no sabemos que esto no tiene futuro, que es un disparate?

–¡Otra vez con lo mismo! No, la verdad es que no sabemos.

Silvia había recordado muchas veces esa noche, ese diálogo, pero ya hacía muchas, muchísimas noches que había dejado de recordarlo. Siempre supo que si algún día decidía volver, iba a ser inevitable hablar con Andrés. Y en esos días, desde que llamó a su padre en Berlín anunciándole el regreso, en todos esos días mientras preparaba la partida, pensó en llamarlo pero no lo hizo. Ya habrá tiempo, se decía a sí misma. Pero hoy, de pronto, sola en Madrid y en tránsito, en la inmensidad del Aeropuerto de Barajas, volviendo después de tantos años, volviendo por primera vez sin saber muy bien a dónde, la sorprendió un impulso inesperado, urgente: se metió en internet, buscó, encontró y lo llamó.

–Hola Andrés, soy Silvia. Te estoy llamando desde Madrid.

Así de simple. Apenas una enunciación que anulaba veinte años de ausencia. Hablaron y callaron. Más momentos de silencios que de palabras, silencios de quienes no se atreven del todo a decir, de quienes no saben exactamente qué hay para decir. Él, sorprendido por el llamado. Ella, temblorosa de haberse animado, tanto tiempo después, sin mediar siquiera una noticia, un saber, aunque más no fuera, un dato. Fue apenas googlear su nombre y aguardar. Una página enviaba a un roster, con más información que la que necesitaba. Un domicilio, una dirección de correo electrónico, dos teléfonos, uno particular, otro del consultorio. Calculó la diferencia horaria, intuyó su presencia en la casa, temió por quién la atendería.

Al principio, palabras sueltas, entre alegres y conmovidas, alguna pregunta, algún silencio, un intervalo. Llevaban ya unos cuantos minutos cuando sonó la frase, un poco pregunta, un poco afirmación, tenue reproche:

–Te fuiste sin explicarme nada, yo me fui enterando mientras esperaba, pero no volviste.

–No, no volví. Primero quise, pero no se podía. Después, cuando ya sí se podía, no sabía si quería. Estuve a punto, muchas veces estuve a punto, pero me detuve. No quería volver, no quiero… pero estoy volviendo.

Silvia se quedó en silencio. No sabía muy bien qué sentido tenía intentar explicarle a Andrés que volver era deshilacharse, rasguñarle la piel al pasado. No sabía muy bien si seguir diciéndole cosas a quien no sabía nada de ella desde hacía tanto tiempo, a quien se le apareció de pronto, sin haberle explicado nunca que se había ido huyendo. Cómo seguir diciendo, entonces, a quien seguramente habría pensado que ella había huido de él, que en realidad no había sido así. Silvia no huyó de esa historia de amor tan rara que habían construido, sino que se fue huyendo de verdad, huyendo sin metáfora, huyendo para que no la mataran también a ella.

–Pero me llamaste –dijo Andrés como pidiendo alguna explicación, intentando que esa mujer que estaba al otro lado del teléfono le diera cuenta de algo más, le explicara algo, por lo menos sobre esta aparición imprevista, hasta se podría decir, intrusiva.

Ahí fue cuando Silvia le contó que estaba volviendo. Andrés la interrumpió.

–¿Estás viviendo en Madrid?

–No, no, no vivo en Madrid, ahora estoy acá en escala hacia Buenos Aires, aunque es como mi segundo hogar. Viajo seguido a encontrarme con mi familia que sigue viviendo en Buenos Aires y como yo no quiero volver, cada tanto nos juntamos aquí, casi siempre para Año Nuevo y estamos juntos unos días.

–Es raro escucharte –dijo él–. Me costó mucho dejar de pensar en vos en aquellos días, intenté ubicarte…pero nunca supe nada, no se te hallaba por ningún lado, nadie sabía…Hasta que me empecé a enterar y esperé en vano algún llamado tuyo.

–Es larga la historia, no me reproches, por favor, sé que debo explicaciones, sé que no puedo aparecerme así como así y no darlas después de haberme ido como me fui, pero bueno, ya vendrá eso. Supongo que en algún momento podremos vernos en Buenos Aires. ¿Y vos? ¿Cómo estás?

Formuló su pregunta con miedo, con ese miedo de escuchar lo que no sabía si quería escuchar. Es que Andrés fue un amor intenso. Y aunque hubieran pasado tantas cosas en estos años, escucharlo, saber de él, la conmovía. Cuando se conocieron, Silvia ya estaba casada y su hija Katy estaba cumpliendo tres años. Tanto el embarazo como el nacimiento estuvieron atravesados por dificultades muy serias que marcaron para siempre el destino de la pareja. Ella y Raúl, su marido, eran médicos psiquiatras y trabajaban en el hospital de Turdera. Él militaba y Silvia no, pero de eso se hablaba muy poco. A ella esa vida la abrumaba. La casa, el trabajo, las urgencias económicas, la ausencia silenciosa de Raúl, sus desencuentros, el país difícil. Para Raúl, en cambio, la militancia era el centro alrededor del cual giraba su vida, y Silvia no se atrevía a preguntar mucho sobre eso. Y así se olvidaron de la pareja. La alegría de ser padres por primera vez no alcanzó para reencontrarse. La vida de todos los días les había tragado la relación casi desde el vamos. Entre Raúl y Silvia todo lo amoroso estaba muy empequeñecido, era un amor al que no podían hacer crecer, y a los treinta, un amor chiquito no resiste. Cuando Silvia conoció a Andrés, él andaba por los veinte y monedas y era un vendaval que la arrastró a una aventura de final incierto. Después, la vida fue haciendo que todo se precipitara inesperadamente. Y así, aquella noche última en la Costanera los encontró en un desencuentro. Para Andrés, esa pareja tenía futuro. Para Silvia, en cambio, tenía un presente escaso y un pasado adorable. Acumulaba vivencias que habría de recordar para siempre, pero no veía nada hacia adelante. Andrés estaba por recibirse de psicólogo y era casi un adolescente que aún vivía con sus padres. Ella, en cambio, era una médica psiquiatra de casi treinta años con hija y marido, con miedo a lo que vendría y que había hallado en él un manantial en el camino.

Cuando Silvia le preguntó cómo estaba, Andrés, veinte años después de haber dejado de verla, mientras su esposa lo miraba y gesticulaba inquisidora, le respondió como pudo.

–Bien, bien… sorprendido… en fin… mis cosas bien, no sé qué contarte… vivo de mi profesión, trabajo mucho en muchos lados, como todo argentino que se precie, estoy casado, tengo tres hijos… pero tengo ganas de saber más de vos… si volvés podemos vernos... Entonces no es en Madrid, ¿dónde estás viviendo?

–En Helsinki, Finlandia.

–¡Finlandia! ¿Qué haces en Finlandia? ¡Ahí sí que debe hacer frío!

2

Tren

Frío que no se detenía, frío que penetraba por las innumerables hendijas entre las deterioradas maderas de los vagones del tren de carga, frío de la amargura por lo que sabían que sobrevendría. Años después, recordando los episodios, el mismo Lutek se preguntó sobre el porqué del frío, dado el hacinamiento que había en ese ferrocarril. Como si no hubiera quedado entre los cuerpos ni el mínimo calor humano.

Lutek era un niño en aquel entonces y sólo sus manos conservaban algo de ese calor. Szaindla, su madre, sostenía una de ellas. La apretaba lo suficiente como para que no se soltara. Él hacía lo propio con su primita, la pequeña Regina. Le tomaba la mano, la apretaba, la sostenía para que tampoco se soltara. En una maniobra extraña y sin desarmar ese nudo que los ataba a los tres, Lutek pudo en un momento acercarse hacia una de las hendijas por donde penetraba ese frío desgarrador y mirar hacia afuera. El tren pasaba por un paisaje conocido para él. Lo había visitado hacía poco tiempo, cuando su padre era el que le sostenía la mano. Se trataba de la hermosa campiña preserrana de la Alta Silesia y así fue como se dio cuenta de que viajaban rumbo a Cracovia. Entonces, se sentó nuevamente y se fue durmiendo junto a Regina y su madre, acurrucados los tres sin saber quién cobijaba a quién, en bloque, como una sola carne. Se fue durmiendo en el medio del traqueteo de esas horas interminables. Lo despertó el ruido del tren que iba frenando, chillando entre las ruedas y las vías, hasta que se detuvo totalmente. No sabían adónde, pero habían llegado.

Ahora sí, despegado de los cuerpos de su madre y su prima, Lutek espió nuevamente por esa hendija que quedaba casi a la altura de los ojos. Esforzándose un poco y casi en puntas de pie, ya veía bastante mejor. No se trataba de una estación de trenes sino apenas de un apeadero de una sola vía, un lugar intermedio entre las estaciones. No era un lugar donde bajara o subiera gente. No era un lugar. Sólo se veía una vía desmalezada. Antes de que pudiera amarrarse nuevamente al trenzado de manos, la puerta se abrió. Los oficiales de las SS entraron a los gritos. Saltaron hacia adentro con una destreza inimaginable y empezaron a tirar a todos hacia afuera, a arrojarlos como trastos y que cayeran como pudieran, a los empujones y moliéndolos a palazos. Lutek rodó como por un tobogán de tierra seca y polvorienta luego de aterrizar ese metro y medio desde el vagón hasta el piso. En la caída intempestiva vio, con los ojos desorbitados, cómo la pequeña bolsita con ropa que traía colgada de uno de sus hombros voló por el aire. Observó como en cámara lenta el arco que describió entre el vagón y el cielo para terminar cayendo unos cuantos metros hacia adelante y quedar escondida entre la maleza. Era su única pertenencia y ya no estaba. ¡Todos de pie!, gritó uno de los oficiales delas SS al mismo tiempo que lo levantaba por el aire agarrándolo del mismo hombro del que hasta hace un rato colgaba la bolsita. El oficial estaba vestido con un uniforme de color gris verdoso. Para la mirada de ese jovencito que era Lutek, tenía una altura extrema, un enorme cuerpo de bravucón y un birrete que asustaba. En el centro de la gorra, una calavera amenazante distinguía a las SS de las otras fuerzas de la ocupación.

El aire caluroso mezclado con la tierra del viento seco hacía aún más irrespirable esa mañana. Lutek miró a los costados y sus ojos se cruzaron con la mirada rota de su madre. Al lado de ella, la pequeña Regina lo miraba a él, temblando por lo que también ella había visto en los ojos de su tía. De pronto, y casi de la nada, aparecieron varias personas marchando a las corridas, vestidos con piyamas blancos (más grises que blancos) rayados en azul, pelados, con aspecto cadavérico y calzados con suecos. Rápidamente, comenzaron a juntar las pertenencias que habían caído junto con los que venían en ese tren. Uno de ellos se acercó a la maleza que escondía el tesoro de Lutek, tomó la bolsita y la arrojó sobre el montón de otras ropas que se fueron apilando en una plataforma de madera sostenida por dos neumáticos muy viejos y cansados a los costados. Dos hombres de piyamas rayados hacían de caballos que arrastraban ese carro inesperado. Se fueron. Seguidos por varios oficiales de las SS fuertemente pertrechados, se fueron por donde vinieron y desaparecieron en la bruma de la que habían emergido. Lutek amagó un gesto interrumpido por un ademán de su madre. La miró y ya no le vio aquella mirada tan rota. En cambio, vio esa mueca que ya le conocía cuando ella se enojaba, el semblante adusto e inflexible que sin embargo lo cobijó, como cuando un rato antes le había sostenido la mano. Ese gesto estaba adornado con una lágrima que daba a entender: ni se te ocurra pronunciar ninguna palabra. Lutek se dio cuenta de que cualquier vocablo sería el último y se calló, se apenó, se entristeció por esa bolsita que ya no era suya y apretó los dientes, trabó la cara y los lagrimales para que no se abriera el grifo y dibujó una mueca que de allí en más se repetiría incansables veces.

En el silencio sórdido de esa mañana que apenas había despuntado, con un viento seco que seguía levantando polvareda, en ese apeadero que debía conducirlos a algún lugar, los oficiales de lasSS separaron a las mujeres de los hombres y cuando un disparo enmudeció para siempre el ataque de llanto de una mujer, ya nadie más lloró en esa mañana polvorienta. No sólo separaron a los hombres de las mujeres, sino también a los niños de los hombres. Quedaron dos filas enfrentadas. Lutek pensó que iba a ser como en el gueto, que iban a seleccionar a quienes eran más útiles para el trabajo, que esa selección era para aprovechar más y mejor las posibilidades de cada uno. Él no sabía lo que sobrevendría. Desde atrás de los vagones del tren, se escuchaba ruido de motores. Venía del mismo lugar de donde se habían evaporado las personas de piyamas rayados y los oficiales pertrechados. Detrás de esa bruma de tierra aparecieron camiones y camiones fuertemente custodiados. Subieron a las mujeres a esos camiones. Nadie pronunciaba una sola palabra. La mamá de Lutek subió a uno de ellos como pudo, llevando a Regina en sus brazos, mientras era ayudada por otras mujeres que habían subido antes. Lutek estaba petrificado, observando esa escena que ocurría a unos pocos metros de su fila. Con los motores de los camiones en marcha y a punto de partir, él y su madre se miraron. Ella con el gesto ahogado, los músculos de la cara trabada y los lagrimales cerrados, espejando aquella mueca que Lutek había dibujado un rato antes. Mientras tanto, Reginita moqueaba lágrimas silenciosas que caían sobre sus mejillas rosadas, gotas desparejas que chorreaban desde la cara al suelo, con los brazos rodeando el cuello de su tía y las piernas atenazadas como pinzas alrededor de su cintura. De pronto, la larga fila de vehículos con su carga de mujeres a bordo se abalanzó de nuevo sobre una ruta inexistente, vaya a saber hacia dónde.

Lutek se quedó solo. En una larga hilera con otros niños y hombres silenciados y también solos, intentó tranquilizarse. Seguía pensando que si las llevaban a un campo de trabajo como se decía, su madre era partera y seguramente la pondrían a hacer parir; y Regina, Reginita, tan sola y tan pequeña, seguramente seguiría con ella. Era momento de esperar. Sin embargo, el gatillazo del arma sobre la cabeza de aquella mujer que lloraba, gatillaba nuevamente en su cabeza. Una y otra vez. En algún lugar sabía que no quería saber, que prefería no saber. Volvió a pensar que el oficio de la madre les iba a resultar muy útil y que ya volverían a encontrarse, que ellos eran gente buena y sana. Quiso creer que todo iba a mejorar. Después de todo así había sido criado, en la ilusión y la confianza, en la apuesta al bienestar, con una madre partera y un papá que era propietario de una pequeña fábrica de calzado, en una vida hermosa antes de la ocupación, antes del gueto, antes del campo. Quiso creer. Quiso, pero no pudo.

Después de que la polvareda de los camiones se había asentado, los hombres y los niños, en fila y custodiados, fueron obligados a iniciar una marcha. Caminaron y caminaron largos kilómetros descampados. Cuando el cansancio estaba por empezar a vencer, cuando el hambre y el agotamiento empezaban a doblegar las rodillas de Lutek, aparecieron a lo lejos unas barracas que se dibujaban entre los pocos árboles que había y los pastizales secos y amarillentos. Se veía un enrejado de alambre de púas de arriba abajo y un portón semioxidado de hierro que algo parecía decir en la arcada de su entrada. A medida que se fueron acercando, Lutek afinó los ojos para detectar qué decían esas letras y, al leer, creyó que auspiciaban mejores vidas para él y sus compañeros de fila. La construcción se fue haciendo más grande a medida que se acercaban, hasta volverse inmensa, estremecedora. Al frente, un enorme muro de piedras grises atravesado por un portón de hierro más gris que el gris de esas paredes. Y arriba, como colgando del vacío entre los dos muros que sostenían el portón, el cartel que por primera vez vería con claridad, un cartel que de a poco se iría convirtiendo en parte del mobiliario.

El pequeño Lutek tenía edad suficiente para entender qué era ese lugar y a qué iban allí, arrastrados en vagones cerrados de carga, cientos de personas, quizás algunos miles. Sólo que prefería no pensar en ello y aferrarse fuertemente al recuerdo de su madre y de su prima Regina que viajaba con ellos. Ya no quedaban muchas dudas de donde estaban. ARBEIT MACHT FREI llegó a leer finalmente, cuando lo permitió la cercanía, en esas letras en hierro forjado que inauguraban la entrada a un campo de trabajo. Entendió la frase en alemán, gracias al parecido con el ídish que hablaban en su casa. La construcción parecía sólida. Había en el centro una calle que separaba a ambos lados edificios de ladrillos muy altos con techos de tejas.

“El trabajo libera” era lo que decía ese cartel colgado por encima del portón gris, más gris que las piedras de las paredes de ese muro por donde se ingresaba al campo de trabajo que supuestamente liberaría. El pequeño Lutek atravesó esa enorme puerta, y sólo mucho tiempo después hubo de enterarse por dónde saldrían los que habían entrado por allí.

3

Chupado

–Lo chuparon... lo mataron... –dijo Lutek con la voz entrecortada.

–¿Lo chuparon o lo mataron? –preguntó Silvia con el corazón batiente y los sollozos a punto de emerger.

–No es claro... llamaron... Alguien que vio... Llamaron desde un teléfono público... Era una mujer que se estaba escapando a Montevideo, contó que Raúl y otros más estaban en un escondite, dijo eso, que hubo una balacera, y él cayó y lo agarraron y se lo llevaron, pero no estaba segura de si sobrevivió, no fue muy claro lo que transmitió.

Sin embargo, era bastante claro. Cualquier alternativa era desesperante y Silvia lo sabía. Venían de meses difíciles, Raúl se había enterado de que lo estaban siguiendo pero le restaba trascendencia al asunto y Silvia no sabía demasiado sobre las actividades de él, no sabía exactamente de sus actividades pero sí que el asunto era muy serio.

–Tenés que irte. Sabemos cómo es esto, le dijo Lutek a su hija e insistió. Tenés que irte ya.

–Pero, papá..., ¿lo mataron o no?... No puedo irme así, de pronto, sin saber siquiera qué pasó –respondió Silvia intentando hilvanar algún pensamiento en la maraña moqueante de llantos y palabras.

–Tenés que irte, después vemos, averiguamos, veremos qué se puede hacer, pero vos tenés que irte ahora. Ya lo hablamos antes, yo me la veía venir, pero ustedes, ¡necios!, no saben con quiénes se enfrentan...

–¿Ustedes? ¡Raúl! ¿Por qué me metés en esto? Estoy separada hace meses... nunca milité en nada...

–Por eso te digo, ustedes no saben ante quiénes están. Para ellos es lo mismo, él, vos. Separarse es un hecho privado, para ellos sos su mujer... tenés que irte.

Silvia sabía que su padre decía la verdad, y de hecho hacía meses que había hablado con Marisa, su prima chilena exiliada en Finlandia. La idea que fueron pergeñando con su padre era que si la realidad se ponía aún más densa, Silvia se iría con Katy para allá. Todo estaba calculado. Sólo tenía que activar los pasajes ya reservados que todas las semanas pasaba para la semana siguiente. Además, por si fuera poco, había dejado su departamento y se había mudado con sus padres para que todo resultara más fácil. El problema más serio lo tenía con Katy. Hacía unos cuantos días que la niña no veía a su padre, que el ritual de llevarla todas las mañanas al jardín se había interrumpido y que a Katy eso no le resultaba fácil de comprender.

–Quiero hablar con papi, ¿lo llamo a la casa?

–No, mi amor. Papá viajó por trabajo unos días, así que no está en su casa. En cuanto pueda va a volver y va a venir a verte.

–Pero no me dijo nada –balbuceó Katy entre palabras cortadas por el dolor de no entender. Y al rato, o al otro día, volvía a preguntar:

–¿Y por qué no me llama, vos no sabés dónde está, no puedo hablar con él?

–No, mamita, él está viajando por diferentes lugares y ya te va a llamar, hay que tener paciencia –contestaba Silvia diciendo una mentira intragable para ella misma, con ese descaro de quien sabe que no puede decir la verdad, dado que la desconoce.

Silvia se daba cuenta de que no iba a poder ocultarle a Katy durante mucho tiempo las razones de la ausencia de Raúl, pero por ahora, sentía que lo mejor era salir del paso, tirar para adelante la verdad mientras se pudiera, dejarla correr hasta que se volviera insostenible y retornara atropellante. Silvia no mentía por malicia, en realidad no tenía ni idea de cómo tratar este tema con su hijita de tres años. ¿Qué se le puede decir a una niña tan pequeña que ama a su padre y no puede verlo? No se le puede decir que no sabemos si va a volver y menos esto de que “lo chuparon”. ¿Qué quiere decir eso, que lo secuestraron o que lo mataron? Y de pronto, Silvia estaba allí, parada en la puerta de la cocina de la casa de sus padres, exactamente abajo del marco, como si ese fuera el único lugar seguro ante el terremoto, mirando a Lutek que, levantando la voz, no podía parar de decirle tenesqueirtetenesqueirtetenesqueirte. Hasta Katy se despertó de la siestita por los ruidos que provenían de ese griterío en sordina que sucedía en la cocina.

Silvia y su padre habían preparado todo muy silenciosamente. Hacía meses que ella venía hablando con su prima, que desde el Golpe de Pinochet vivía en Helsinki. Hacía casi cinco años que Marisa habitaba el frío con su marido y sus hijos. Ellas hablaban de un eventual viaje si el peligro se tornaba más inminente. Marisa le había contado a Silvia del cuarto que tenía preparado para ella y Katy para cuando vinieran, con ese amor que las hermanaba desde pequeñas.

Ni Andrés ni Raúl sabían de Finlandia. El secreto era total. Sólo Lutek y sus hijos lo sabían, además de Marisa. Nadie más. Aída, la madre de Silvia, tampoco era partícipe del plan. Ya hacía años que padecía una serie de problemas neurológicos que habían adelantado demasiado el ocaso. A veces estaba conectada con la realidad, otras parecía haberse ido a su mundo hasta que volvía a estar presente. Edy, el hermano de Silvia, se había encargado de viajar a Montevideo para sacar los pasajes. Los pasaportes estaban listos desde hacía tiempo, y Raúl ya le había firmado un poder a Silvia para sacar a Katy del país si hiciera falta. Pero tranquila, le decía, no va a hacer falta.

El plan era sencillo. Un vuelo a Montevideo, un par de días en un hotel de morondanga en los que siempre habría lugar, y en veinticuatro o cuarenta y ocho horas, al norte, al frío, lejos, lejos de casa. Sin embargo, a Silvia la idea de viajar a Finlandia la aterraba. Le temía a un idioma desconocido y al que imaginaba imposible de aprender y además la asustaba ese frío amenazante del que tanto le habían hablado. Pero la verdad era que no le quedaba otra salida, Montevideo no era un lugar seguro para quedarse y Santiago de Chile, donde vivían sus tíos, menos, por algo Marisa se había ido de allí. Pero lo más difícil, lo que más la angustiaba a Silvia cuando pensaba en la posibilidad de viajar tan lejos, no era ni el frío ni el idioma. Lo que más temía, era separarse de Lutek. Desde hacía algún tiempo, sobre todo a medida que Aída se había ido enfermando, ella estaba cada vez más cerca de su padre y lo ayudaba a resolver muchas de las situaciones médicas que se iban suscitando. Y más allá de la presencia de su hermano, sentía que lo iba a dejar solo. Yo te voy a ir a visitar, sabés que me encanta el frío, le decía Lutek. Así era él, un optimista serial.

Los últimos meses había ocurrido una serie de situaciones diversas que Silvia no llegaba a procesar. En el hospital donde trabajaban con Raúl había conocido a Andrés. Un jovencito veinteañero que estaba por recibirse y que había entrado al servicio de Psicopatología que ella coordinaba para hacer una pasantía. Las cosas entre Silvia y Raúl habían terminado unos cuantos meses si no un año antes, más o menos. Y Andrés fue un huracán volcánico en el mundo demasiado cansado y triste de Silvia, que ya sospechaba que tendría que irse y dejar a su padre, a su país, a su hospital, a su gente, a Raúl, a quien ya no amaba. Andrés apareció en una tarde oscura y lluviosa a la salida del hospital y le dijo te acerco con el auto a la estación. Esa tarde, el tiempo se detuvo en el interior del coche mientras los trenes pasaban y pasaban por la estación de Turdera. Sólo existían Andrés y Silvia, atrapados en un incendio de abrazos y caricias mientras la lluvia revoloteaba en el parabrisas del Fiat 128 IAVA, típico de un joven de veinte que, en este caso, había logrado enredar a una de treinta.

Lo que no entiendo bien es por qué lloras tanto, le dijo Lutek a Silvia, como no comprendiendo sus razones. Todo va a estar bien allá, te están esperando, sos una psiquiatra joven, te dijeron que hay población latina con la que podrías trabajar mientras aprendés el idioma. Silvia lo miró con odio. La indignaba la simplicidad con la que su padre veía los acontecimientos. Cuando él planteaba así las cosas, ella no sabía cómo responder, atravesada por la angustia y la furia. Lo que más la irritaba era la velocidad con la que Lutek pretendía ir hacia adelante sin mirar todo lo que dejaría atrás. Ella no era así, no podía hacer eso. Ahora no hay que pensar en nada, sentenció Lutek con la voz firme y la mirada fría. Hay que agarrar las valijas, activar el pasaje y volar. Mientras lo escuchaba, Silvia meneaba la cabeza de un lado al otro hasta que de pronto le gritó:

–¡No puedo, papá! No puedo así... ¡No puedo...! Y ahora menos, con lo de Raúl... No puedo creerlo. ¿Qué voy a hacer con Katy, qué le digo? –insistía Silvia hundida en una montaña de pañuelos de papel–. ¿Que Raúl está muerto, que está secuestrado? ¡No puedo no decirle nada! ¿Cómo hago para irme así?

Poco a poco el llanto se fue atenuando. Se quedaron en silencio unos minutos. Lutek no sabía más que hacer ante tamaño desconsuelo. Silvia volvió a mirarlo y le dijo:

–Esto no estaba en los planes… pero quedate tranquilo, tonta no soy, sé que tengo que irme, y aunque me cuesta hacerlo me voy a ir igual.

Y activó el pasaje. Y armó las valijas. Y lloró la noche entera que se hizo más larga que nunca. Y miró y abrazó cientos de veces a un Lutek que ya no estaba ni tan firme ni tan frío como hasta hacía un rato y que sabía que esa despedida no iba a ser sencilla.

Esa mañana, Silvia, partió callada, amedrentada. Y mientras el avión despegaba, en ese momento no tan fugaz de la subida al que le temía tanto, cuando los oídos se tapan y el cuerpo parece pegarse al respaldar del asiento, mientras Katy le apretaba la mano entretenida con el despegue, en ese instante y no en otro (ni antes con su papá ni ante sí misma, ni frente al espejo), asustada por la partida de ese avión que la llevaría al fin del mundo, por primera vez, Silvia se tocó la panza.

4

Búnker

Una vez traspasado el portal y mientras esperaba parado junto a los otros hombres y a los otros niños, con la incertidumbre acerca de sus destinos instalada en el aire espeso de esa mañana, Lutek cerró los ojos, cansados por el largo viaje en aquel tren, por el descenso brusco en el apeadero y la separación con su madre y su prima, por la larga marcha obligada a través de los campos secos y amarillentos. La vida diaria con su familia en Bedzin, en la Alta Silesia, allí donde el sur de Polonia lindaba con el norte de Alemania, le parecía lejana. Ya habían pasado tres años desde que había dado sus exámenes de ingreso al Gimnasyum y estaba muy contento de empezar otra etapa en su escuela. Sólo le faltaban dos meses para cumplir los 12 años y entonces sí, iba a empezar a prepararse para el año siguiente, el año de su bar mitzvá.

Pero nada de eso pudo ser. El 1.° de septiembre de 1939 Alemania invadió Polonia y ya no hubo escuela ni tampoco bar mitzvá. En aquellos días, Lutek solía ir de visita a las casas de sus amigos católicos para estudiar y jugar. Incluso cuando llegaban las fiestas y ellos festejaban la Navidad, lo invitaban a compartir la cena de Nochebuena. Y cuando llegaban las fiestas judías, Lutek retribuía la invitación y los amigos iban a su casa a comer los manjares de Pesaj largamente preparados por su mamá. Por eso no entendió por qué de pronto, después de la invasión alemana, todo comenzó a ser distinto.