La vida y la muerte en Oporto - Ramón Ayerra - E-Book

La vida y la muerte en Oporto E-Book

Ramón Ayerra

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Beschreibung

Con un sabor a Raymond Carver mezclado con aromas costeros del Atlántico, Ramon Ayerra mueve a un grupo dispar de personajes por la ciudad de Oporto. Amores, desventuras, traiciones, serendipias y secretos se suceden a medida que las vidas de todos ellos se van mezclando hasta alcanzar un inesperado final. Una novela inolvidable.

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Seitenzahl: 69

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ramón Ayerra

La vida y la muerte en Oporto

 

Saga

La vida y la muerte en Oporto

 

Copyright © 2015, 2022 Ramón Ayerra and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374306

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Al joven Jerónimo y a la mágica ciudad de Oporto.

LA VIDA Y LA MUERTE EN OPORTO

«En este momento —dijo Simone— los españoles sólo desean matarse los unos a los otros.»

Leonardo Sciascia, en «Puertas abiertas»

I La dama imposible del Café Majestic

No es precisamente una beldad que en calidad de tal pudiera figurar en un catálogo para esparcimiento de exquisitos y de exigentes. No lo es, no. Mas tiene un encanto colosal y un ambiente de mucha paz y de intensa cordura acompaña sus desplazamientos por el local, las tareas de las que se ocupa, la forma de hablar, la utilización de las manos, sobre todo cuando despliega en el velador el mantel de hilo blanco, y luego la servilleta también de hilo, pero de un blanco distinto, más tomado, más crudo, la manera en que los objetos van apareciendo sobre la mesa, todo ello como formando parte de una ceremonia muy privada y silenciosa, muy secreta, hasta alcanzar el ritual una plenitud llena de armonía, que no es otra cosa sino el reflejo de ella misma, de su personalidad clara, suave, tan cuidadosa con los útiles y menudencias de su espacio, un espacio sin estridencias, con una leve sonrisa acariciando el entorno, el óvalo de una cara pálida, alargada, unas gafas de finísima montura plateada, el cabello peinado como un adolescente de entreguerras, con raya en medio, y descendiendo luego en cascada custodiando ambos lados del rostro, un adolescente del tiempo aquel, cuando nacían los totalitarismos, pero los muchachos eran aún hermosos, antes de que se desdibujase todo.

—Por favor, qué le sirvo al señor.

Anota la comanda, hace una tenue inclinación de asentimiento y luego marcha hacia el fondo del local, y los espejos del Majestic van devolviendo la imagen de la joven camarera, que discurre acompasadamente, sin pasos tonantes, resueltos, es sólo el deslizamiento de ella por el espacio, sorteando veladores y clientes y colegas, embutida en el severo uniforme con un toque masculino, la dirección ha perseguido un ideal andrógino, una discreta ambigüedad, mas tal propósito se desvanece cuando ella aproxima su rostro al cliente y le habla con tanto encanto, tanto, que intimida una inminencia femenina tan acusada, capaz de absorber toda atención y de que solamente el óvalo de su rostro muy claro ordene con autoridad un territorio abigarrado de maderas oscuras, angelotes barrocos, grecas y guirnaldas, rosetones, mármoles y divánes disfrutados por fantasmas de fracmasones diseñando estrategias filosóficas, y espejos, espejos, espejos.

 

Desde Vila Nova de Gaia, la Ribeira, al otro lado del Duero, tiene la alegría juguetona, pero al borde de la llantina, de una fila de colegiales de corta edad contemplando embebidos un teatrillo en el que se despachan hadas y dragones, hombres malos con estacas, animalitos ansiosos de cariño, la pavorosa bruja, un bandolero y mil estampas más, todas ellas entre el alborozo y la desdicha.

Fachadas desiguales, estrechas y altiriconas, es la edad del crecimiento, la cabecita abuhardillada y el porte escueto, con desiguales ventanales y balcones desiguales. En un balcón, retranqueado, un hombre viejo medita en una silla mientras se fuma un cigarrito. Hay vecinas que intercambian información desde sus respectivos reductos, y hay enseres al clamor del día, y hay, sobre todo, ropa colgada, mucha ropa colgada, todos los variados repertorios de las galas que el vecindario luce, y que, atropelladas por el uso, acaban de padecer un purgatorio de jabones y de agua, y hasta incluso de lejías.

Pero son ropas que ahora disfrutan de un milagro. Es el tiempo taciturno y bello de un sol que se retira, allá por la Foz, donde el Océano se convierte en una raya mordisqueada por la bruma.

Cruzar el río por el puente de Luís I, tiene una magia ferroviaria, un aire a revolución industrial, a espacio fabril con chimeneas y fuego y humo y cenizas abatiéndose lenta, tímidamente, sobre todo el entorno, un resabio de algaradas obreras, con la Autoridad a caballo y emboscada en la neblina baja, en silencio, expectante y con las armas dispuestas.

[Aquella llegada a Bilbao, nocturna y ferroviaria, con los Altos Hornos en acción, un paisaje de furor y de llamas que contemplé hipnotizado, a poco de dejar la estación de Abando, desde el Arenal, un furor de hombres que se abrasan y de máquinas con el vientre atormentado, Abandoibarra ardiendo, fumarolas rojizas, azulencas, con ribetes de oro, o rosados, la respiración de un gigante que fallece de un padecimiento bronquial.

Y luego la fogatina inmensa se apaciguó y de sus cenizas alzó el tipito una flor de titanio, una flor quieta y dislocada que goza contemplándose en la ría del Nervión, como la dama más coqueta de Vizcaya. Oh, Señor, cuanta mudanza trae el Tiempo Nuevo.]

 

Resuena el puente con los pasos, con los automóviles rodando, con los golpes de martillo que dan hombres a su metálico paciente solventando una avería, el puente, un juguete fabuloso, un mecano discurrido para el solaz de un peque inmenso, y bajo el puente, el río se desliza, manso y en paz, a cumplimentar su destino, la implacable ley que gobierna los ríos, como la que reglamenta las vidas, nada escapa a su obediencia, nada se libra de un discurso cuyas palabras están contadas, y numeradas, desde el nacimiento.

Al dejar el puente, una tropa famélica y bellísima presenta armas. En el muelle de Ribeira se alinean las casas, frente al río, altas, flacas, tal que chicos desnutridos, desiguales de altura y de color, pero en formación muy regular, sumamente obedientes al instructor que disciplina su atropellada convivencia, con distinta ropa colgada, con balconadas y ventanales distintos, pero tan marciales, plantando cara al río, sobre las arcadas que preservan al vecindario de la lluvia fina, cuando el cielo gimotea, y bajo las arcadas, a cubierto, se refugian cafetines y tenderetes, con telas y juguetes, recuerdos y sombreros, azulejos y postales, ciclistas de madera y con un timbre para con ellos los niños pedalear por tierras portuguesas, bisutería, cuentas de vidrio y retratos viejos de pescadores viejos recogiendo el aparejo.

 

A las puertas de un tenducho, una joven elige un pañuelo en un árbol que gira, y toca uno amarillo, y luego uno verde, y luego pasa a otro azul, y con cada uno medita unos instantes, hasta seguir de nuevo, hasta que aparezca aquella sorpresa que sus ojos persiguen, una pieza de la que ella misma ignora el color y las características, mas ahí está la sorpresa, cuando un pañuelo haga esfuerzos por abandonar el árbol, un discreto amago por acariciar sus manos, su cuello acaso, un denodado intento por cambiar de paisaje, marchar, vincular su fortuna a la de la joven, formar parte de sus pertenencias, de su atavío, convivir con las otras prendas que configuran su ropero, familiarizarse con su perfume preferido, con su aliento, y hasta quizá con las manos ardientes de un amante.

Y al llegar junto a ella, al lado mismo del árbol de los pañuelos, hago sitio con apuros para que pase por la estrecha acera que linda con las arcadas una señora con un niño en su cochecito, es entonces cuando la joven, quizá por sentirse observada, vuelve la cara, y es ella, con su rostro ovalado, la tez clara, las livianas gafas de montura plateada, es ella, la linda camarera del Majestic, mas con ropa de calle, la misma joven pero sin la chaquetilla blanca y la falda negra.

 

—¿No recuerda?... me atendió en el Majestic.

—Ah —se dibuja en su rostro un gesto de duda, pero enseguida rescata la imagen y sonríe, levemente sonríe, todo en ella es leve—, sí, en la mesita junto a la cristalera, a la puerta.

—Exacto... ¿no encuentra un pañuelo de su agrado?

—Es para un regalo, y mi tía tiene un gusto muy... especial.