La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria - Matei Chihaia - E-Book

La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria E-Book

Matei Chihaia

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Beschreibung

En los últimos veinte años, la violencia ha venido a ser el marco interpretativo principal de la narrativa contemporánea hispanoamericana. Se aplica a fenómenos culturales y temas literarios muy diversos. Con la violencia como punto de fuga común, los artículos de este libro abordan narraciones creadas en varios contextos regionales: Argentina, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Perú... Las perspectivas abiertas por ellos ejemplifican, sin embargo, la diversidad metodológica vigente en esta área del hispanismo. Así, este marco interpretativo permite el diálogo de los estudios literarios con otras disciplinas que se dedican a la violencia: antropología, filosofía, historia, politología, sociología...

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Matei Chihaia / Roland Spiller

La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria

Una mirada pluridisciplinar a la narrativa hispanoamericana contemporánea

Narr Francke Attempto Verlag Tübingen

 

 

© 2019 • Narr Francke Attempto Verlag GmbH + Co. KG Dischingerweg 5 • D-72070 Tübingen www.narr.de • [email protected]

 

Das Werk einschließlich aller seiner Teile ist urheberrechtlich geschützt. Jede Verwertung außerhalb der engen Grenzen des Urheberrechtsgesetzes ist ohne Zustimmung des Verlages unzulässig und strafbar. Das gilt insbesondere für Vervielfältigungen, Übersetzungen, Mikroverfilmungen und die Einspeicherung und Verarbeitung in elektronischen Systemen.

 

ISBN 978-3-8233-8284-3 (Print)

ISBN 978-3-8233-0180-6 (ePub)

Inhalt

La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria1. Introducción2. Cambios en el concepto de violencia2.1 Ontología y estética2.2 Heteronomía y anomia2.3  Acción y estructura3. Dividir el campo de la violencia4. Los límites de un marco investigativoBibliografíaSobre el poder y la legitimidad: dos debates sobre la crítica de la violencia1. La violencia como problema contemporáneo2. Teorías clásicas y contemporáneas sobre la violencia3. Análisis filosófico de la violencia. Dos debates.3.1 Relación poder y violencia3.2 Sobre la legitimidad de la violencia4. La crítica de la violencia como teoría crítica de la sociedadBibliografíaEl testimonio como narrativa decolonial: una apertura crítica1. La teoría del testimonio2. Decolonialidad3. El grito4. Discusión5. ConclusiónBibliografíaLa literatura argentina de los setenta en clave de violencia: el recorrido crítico de Beatriz SarloBibliografía¿De qué hablamos cuando hablamos de desencanto?Consideraciones preliminares1.  Ficciones del “desencanto”2. Breves aproximaciones teóricas al concepto3. Una noción compleja4. A modo de final abiertoBibliografíaNovelasTextos críticosTraumatismo y literatura fantástica – relatos no realistas de la violencia1. Violencia y representación fantástica2.  “Apocalipsis de Solentiname”: lo fantástico como contra-memoriaBibliografíaViolencia y mito en la ficción criminal contemporánea1. Preliminar2. La revolución inconclusa y el advenimiento de un nuevo orden3. El narcotráfico y la destrucción del Estado4. A modo de conclusiónBibliografíaMigración y literatura: Una mirada desde uno de los mayores corredores migratorios del mundo1. Introducción2. Aproximación a la realidad del corredor migratorio Centroamérica-Norteamérica3. La migración como concentración de las violencias3.1 En el origen3.2 En el tránsito3.3 En el destino3.4 En el retorno4. La migración como acumulación de resistencias4.1 Caravana de Madres de Migrantes Desaparecidos4.2  Las Patronas4.3 Movimiento santuario4.4 Los “dreamers” o soñadores5. Migración y literatura en el corredor migratorio Centroamérica-Norteamérica5.1 Ensayos literarios a partir de la experiencia como intérpretes en cortes de inmigración5.2 La crónica periodística en la ruta migratoriaBibliografíaCamino hacia el norte: violencia y fricciones sociales en Moronga (2018) de Horacio Castellanos Moya1. Camino hacia el norte2.  Memoria, identidad y trauma3. Control y fricción social4. El traumaBibliografíaLas piernas de la serpiente: consideraciones sobre el lenguaje de la violencia en la obra de Yuri Herrera1. Disemia2. Lenguaje3. Representaciones de la violencia4. Migración, frontera: espacio de conocimientoBibliografíaLa aniquilación del “otro”1. A manera de introducción: una década, un síndrome, una guerra…2. Los Ángeles de Sodoma: formas de violencia representadas en Paisaje con tumbas pintadas en rosa3. “La única salida es seguir huyendo”: a manera de conclusiónBibliográfíaRobocop: cultura militar y masculinidad extrema en El arma en el hombre1. Introducción2.  Horacio Castellanos Moya en la crítica literaria3. Robocop: el soldado, l’homme-machine4.  ConclusionesBibliografíaLiteratura y violencia en Centroamérica: lecturas de la prensa escrita argentina1. Literatura y violencia en Centroamérica: miradas desde el Cono Sur2.  Lecturas de la prensa escrita argentina: Horacio Castellanos Moya y Sergio Ramírez en Clarín3. Algunas reflexiones y conclusiones finalesBibliografíaFuentes en orden cronológicoNotas sobre violencia/s e imaginación en la posguerra centroamericanaBibliografíaVögelIIIIIIIV“Una silueta indefinida que se arrastra”Gewalt in der Übersetzung1. Einführung2. Äquivalenzen2.1 Die Sprache der Gewalt2.2 Denotative Äquivalenzen2.3 Konnotative Äquivalenzen2.4 Pragmatische Äquivalenz2.5 Formal-ästhetische Äquivalenz3. InterpretationLiteraturBiografíasGabriel BaltodanoFrauke BodeAlbrecht BuschmannMatei ChihaiaLaura CodaroArnoldo GálvezCarlos Gerardo GonzálezLizbeth Gramajo BauerCornelia HermannLutz KlicheMaría Teresa LaordenChrista MartinAna María Miranda MoraSantiago Navarro PastorAlexandra Ortiz WallnerMalena PastorizaJosé Pablo Rojas GonzálezMiroslava Arely Rosales VásquezMercedes Elena Seoane

Este libro no hubiera sido posible sin la subvención del DAAD al Summer School “Literatura y violencia en México y Centroamérica” que se organizó entre el 7 y el 17 de mayo de 2018 en la Universidad de Wuppertal. Debe su existencia al esfuerzo colectivo iniciado con la preparación y realización de este encuentro, a la generosidad de varios organismos que le brindaron un apoyo precioso y al compromiso de numerosas personas que le dedicaron tiempo, ingenio y entusiasmo. Las autoras y los autores de este libro les están profundamente agradecidos.

La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria

Matei Chihaia

1.Introducción

El auge reciente de la investigación sobre literatura y violencia en los estudios latinoamericanos comienza hace dos décadas: el término “violencia” se configura como un eje que vincula varias categorías vecinas (crimen, dictadura, guerra, memoria, poder, transgresión, trauma…), y en varios artículos de aquel tiempo se expresa la necesidad de renovar los paradigmas críticos establecidos en los años 1970. “La representación de la violencia en la reciente literatura colombiana” de Pablo Montoya (2000), por ejemplo, avisa del corte radical entre los años 90 y la generación del ‘boom’. En Alemania, “Política, violencia y literatura” de Karl Kohut (2002) retoma el capítulo de Ariel Dorfman sobre “La violencia en la novela hispanoamericana actual” (1970) a partir de las más recientes teorías sociológicas de la violencia. Ambos coinciden en la necesidad de afinar la categoría de la “violencia”, conforme a los nuevos conceptos sociológicos y los cambios sociales, políticos y culturales que se produjeron en la última década del siglo XX.

Muy pronto este enfoque sobre la violencia resulta ser un punto de convergencia y un lugar de encuentro entre las academias americanas y europeas: propicia un diálogo transnacional que no es frecuente en la investigación literaria. En los estudios latinoamericanos de Europa hay bastantes ejemplos para ello. La serie “Encuentro Debate América Latina Ayer y Hoy” en la Universitat de Barcelona trata el fenómeno de la violencia colonial y poscolonial desde los años noventa; nuestro término aparece en el sexto título de la serie (Dalla Corte 2002), centrada antes en las ideas de “poder”, “memoria” y “olvido”. Otro ejemplo es la tesis de Virginia Capote Díaz, Mujer y memoria. El discurso literario de la violencia en Colombia (2012), cuya autora publica, cuatro años más tarde, el libro Reescribir la violencia: narrativas de la memoria en la literatura femenina colombiana contemporánea (Capote Díaz 2016): el concepto de “violencia” ha sustituido al de “memoria” en el título principal, y el “discurso literario” ha sido especificado como “narrativas”. Notamos finalmente que dos colecciones de ensayos sobre Roberto Bolaño eligen la violencia como punto de alineamiento temático (Ríos Baeza 2010; Hennigfeld 2015).

La posición central adquirida por la violencia en las últimas dos décadas ha propiciado una reflexión crítica sobre este concepto y su impacto en los estudios literarios y la realidad social, reflexión que pretende resumir la presente introducción. Elegí plantear el funcionamiento de este concepto como “marco” en el sentido de Erwing Goffmann, o sea un contexto que orienta la interpretación de hechos en la interacción humana (“frameworks or schemata of interpretation”, Goffmann 1974: 21). El uso del modelo analítico de Goffmann no intenta relativizar la experiencia de la violencia o sobreentender que esta sea el resultado de un acto de interpretación; simplemente recuerda el lugar de este acto en la escritura de ficción y de crítica, y permite resaltar el impresionante trabajo realizado sobre la literatura de la violencia en las últimas dos décadas.

En el mismo período, el concepto de la “violencia” subsume las categorías endémicas, asociadas como rótulos a la literatura latinoamericana desde el “boom”: fantástico, hibridez, identidad, maravilloso, otredad, transculturación…. Este cambio de marco no es meramente cuantitativo, sino que denota una transformación metodológica. Esta atañe primero al campo de la crítica literaria, que pasa de una aspiración a sutilezas teóricas a un modo de argumentación más pragmático, centrado en la posibilidad de extensión y proyección en la realidad social y política, sobre todo por vía de las políticas de la memoria.1 La preocupación de la crítica literaria por la semiótica y la teoría general de la cultura da paso a una cooperación más estrecha con la sociología y la historia, disciplinas que proponen una “violentología” omnipresente en los estudios latinoamericanos recientes.

También se vuelve a la crítica comprometida que había marcado los estudios latinoamericanos de los años 1970 y 1980 –época de los ensayos clásicos sobre el tema de la violencia. Este retorno se produce con notables divergencias teóricas, y una no simultaneidad de lo simultáneo, causada por la permanencia de las ideas adelantadas hace casi medio siglo. El famoso título de Dorfman (1970), Imaginación y violencia en América Latina, se mantiene como una referencia imprescindible para Viridiana Molinares Hassan (2013) y otros. El mismo año, el título será retomado como subtítulo por Sergio Villalobos-Ruminott (2013), que se apoya no sobre Dorfman sino sobre varias teorías decoloniales. El capítulo de Carlos Gerardo González Orellana en el presente libro prolonga este pensamiento sobre las categorías adaptadas al discurso testimonial.

Por otra parte, el “nuevo compromiso” de los intelectuales latinoamericanos se debe conciliar con un nuevo desencanto: las utopías sociales sufren bajo la presión de la crisis económica y de la globalización, prolongación de las influencias imperialistas y de los hábitos económicos postcoloniales, que no cesan con el fin de la Guerra Fría (Amar Sánchez/Basile 2014). Las contribuciones de Malena Pastoriza y Mercedes Seoane al presente volumen se dedican directamente a las consecuencias para la imagen del autor y del intelectual comprometido, entre los años del “posboom” y la época contemporánea.

Además de los cambios en los modos de interacción, el concepto de “violencia” se transforma profundamente en los estudios literarios de los últimos veinte años. Centraré mi introducción en este último aspecto: quisiera determinar qué es este nuevo marco interpretativo y cómo se emplea para comprender la relación de la literatura con un conjunto de fenómenos que, en sí, no son tan nuevos. Porque

la forma en que una sociedad percibe y reacciona a la violencia y a la delincuencia depende más de los procesos dentro de esta sociedad para “negociar” la definición y el sentido de la violencia y la delincuencia –es decir, depende más del discurso sobre estos fenómenos– que de los actos de violencia o delincuencia como tales. (Huhn/Oettler/Peetz 2008: 78)

Examinemos, pues, la contribución de los estudios literarios recientes a estas negociaciones.

2.Cambios en el concepto de violencia

Los cambios en el concepto vienen desde lugares distintos: no se pueden entender simplemente como un avance de la teoría (impulsado, por ejemplo, por la “violentología” reciente), sino que también son el resultado de unas transformaciones de la realidad social y de la literatura de América Latina. Estas tres series –teoría, realidad, literatura– se desarrollan de forma simultánea y no-simultánea, y exigen una adaptación continua y un uso pertinente de herramientas críticas cada vez más diversas. Así conviven y confluyen, en el estado de la cuestión, interpretaciones ontológicas y estéticas (2.1), apoyadas sobre la idea de heteronomía y de anomia (2.2) y centradas en una violencia física y en formas culturales como la violencia estructural o simbólica (2.3).

2.1Ontología y estética

En los discursos clásicos sobre la identidad latinoamericana se suele establecer el vínculo entre la cultura y la violencia con argumentos ontológicos. La violencia aparece como el destino trágico de América Latina. El laberinto de la soledad (1950) por ejemplo caracteriza la identidad mexicana como una repercusión existencial de la Conquista. A ello se deben, según Octavio Paz, los estallidos de agresión en México y las posturas amenazantes de las personas que proceden de allí. Las estadísticas recientes sobre realidad y preocupación existencial de los habitantes de los países latinoamericanos y el talk of crime (término acuñado por Teresa Caldeira 2001) omnipresente (Huhn/Oettler/Peetz 2005: 190–193) parecen corroborar este ser del “continente más violento”. Sin embargo, las investigaciones sociológicas explican la violencia de forma estructural con la persistencia de la desigualdad social (Imbusch/Misse/Carrión 2011; Blanke/Kurtenbach 2017: 13; Moloeznik/Trefler 2017: 13) y otros factores múltiples:

Roberto Briceño-León, sociólogo venezolano, propone una útil distinción entre factores que originan la violencia (en primer lugar la desigualdad económica y social), factores que la fomentan (como la segregación social o la cultura de la masculinidad) y factores que la facilitan (entre otros el acceso a armas de fuego) (Lienhard 2015: 12).

A pesar de estos análisis diferenciados, y de forma simultánea a ellos, sigue habiendo genealogías de la violencia que prolongan el pensamiento de Paz. “O novo homem cedeu lugar ao homem violento”, dice Ronaldo Lima Lins (1990: 51). Otros remontan las injusticias sociales –como lo hace el mismo Dorfman (1970: 11)– a los procesos civilizatorios violentos y a la opresión de la población indígena en los siglos XVI y XVII (Fandino Marino 2004; cit. en Cardoso 2015).

El imprescindible libro de Dorfman proyecta esta visión ontológica sobre la literatura cuando manifiesta “la esperanza de poder comprender, a través de los ojos que nos prestan los narradores de este siglo, exactamente […] qué es América” (1970: 9; la cursiva es mía). Lo novedoso de este estudio es su diferenciación entre la violencia vertical (opresión por el estado), la violencia horizontal (agresividad entre individuos), la violencia interiorizada del “personaje latinoamericano […] condenado a la violencia” (1970: 37) y –como aporte fundamental a la estética literaria– la violencia que ejerce el libro sobre el lector, por ejemplo, en el conocido argumento de “Continuidad de los parques” (1964), de Julio Cortázar (1970: 35–37). Esta última categoría puede ser vista como la semilla de conceptualizaciones tan actuales como las “ficciones que duelen” (Borst/Michael/Schäffauer 2018). Sin embargo, y no obstante el método estructuralista y el aporte sistemático a la discusión, considerar las páginas de los relatos sobre la violencia como “la piel de nuestros pueblos, los testigos de una condición siempre presente” (1970: 9) supone dotar de un índole endémico y casi natural a la cuestión de la violencia –una hipótesis que se puede poner en duda por varias razones.

Es obviamente problemático ceñir la literatura latinoamericana a una temática o a un marco interpretativo único. La popularización del término “narrativa de la violencia” y el nexo cada vez más natural establecido entre este tipo de género y la región latinoamericana se puede considerar en sí mismo como resultado de un “prejuicio colonial” (Hurtado/Hernández 2017: 10). Para cuestionar este hábito crítico, no basta mirar la “tradición universal” (Lowe 1982: 101) de la estética literaria de la violencia puesta de relieve por la literatura comparada (cf. Wertheimer 1986). La inquietud por “problemas universales”, el intento “de ubicar su literatura en el contexto de una tradición occidental mayor” (Lowe 1982: 102) pueden propiciar incluso una idea de la narración latinoamericana que, a pesar de su apertura estética, no deja de estar centrada en Europa y los Estados Unidos.

Para evitar este universalismo, el ya citado artículo de Kohut propone relativizar la tesis de Dorfman a partir de una estética específicamente latinoamericanista. Esta se puede resumir en dos tesis:

(1) si bien la presencia de la violencia como elemento definidor de la literatura latinoamericana del siglo XX tiene sus raíces, sin duda alguna, en la realidad política e histórica del subcontinente, es decisiva la sensibilidad particular de los escritores e intelectuales ante ella;

(2) por lo menos en la literatura del Boom y Posboom, el tema de la violencia se diversifica y cambia, según los distintos países y según la época, tanto en la fuerza de su presencia como en su representación literaria. (2002: 203)

Las explicaciones locales, latinoamericanas y universales atañen no solamente a la realidad social y material de la violencia sino también a una representación literaria, cuyas formas y funciones se pueden rastrear a distintos niveles. Un buen ejemplo para la riqueza y diversidad de estas construcciones específicas de la violencia es la “poética del machete” en la vanguardia de Ecuador, tal y como la analiza Facundo Gómez (2012).

En la misma perspectiva, Hermann Herlinghaus plantea la necesidad de tomar en consideración la dimensión existencial y política de la literatura sin por esto excluir su función estética. Ya habría llegado el momento de superar la contraposición entre una escritura/lectura comprometida y la relativización lúdico-autorreflexiva; mientras la crítica de los años setenta se divide por estas opciones estéticas, los marcos de interpretación recientes las saben conciliar:

The relationship between the “secondary levels” of aesthetic experience (linked to modes of reflexivity) and “primary aesthetic identification” (on the basis of explicit judgments and strong emotions) is not simply a stylistic question that postmodern writing has succeeded in dehierarchizing and ironizing […]. It is a relationship that may have its actual matter in affective as intellectual commitment, to the extent that literary writing is susceptible to turning into polemical ethical discourse. (2009: 136)

O sea, no hay solución de continuidad entre el juego y el compromiso, la ficción metaliteraria y el género testimonial: entre el distanciamiento, el relativismo estético y la glorificación de la violencia que son las opciones tradicionales (cfr. Nieraad 2003) se abre un abanico de experiencias diversas, cuya investigación sigue siendo dificultada por las fórmulas habituales de la tradición estética europea, desde Aristóteles a Adorno.

El campo donde más se ha avanzado en la comprensión de esta dimensión de la violencia son los estudios sobre el trauma, el duelo y la memoria histórica, que son una de las áreas candentes de los estudios literarios alemanes de la última década (Pabón 2015; Spiller et al. 2015; Camacho Delgado 2016; Genschow/Spiller 2017; Spiller/Schreijäck 2019). Las repercusiones de la violencia en la vida de las personas que la experimentaron directa o indirectamente y su impacto en la literatura exigen un marco interpretativo diferenciado. En el presente volumen, los capítulos de Frauke Bode sobre “Apocalipsis de Solentiname” (1977) y de Albrecht Buschmann y María Teresa Laorden sobre Moronga (2018) ejemplifican esta interpretación con vistas a dos estéticas diferentes: la fantástica y la realista.

2.2Heteronomía y anomia

Además de la convivencia de interpretaciones ontológicas y estéticas, recientemente observamos una diversificación del pensamiento en cuanto a las razones y las metas de la violencia. En un prólogo a una colección de ensayos sobre literatura y violencia, Jacques Leenhardt resume la visión de la violencia de la escuela francesa de ciencias sociales:

Ainda que pareça paradoxal, apenas as sociedades totalitárias não conhecem a noção de violência: elas não têm mais do que dissidentes, feiticeiras e loucos, de um lado; casas de correção, inquisições e hospitais psiquiátricos, de outro. Elas só reconhecem a posição que ocupa o poder. Por conseguinte, àquilo que nós […] chamamos de violência, elas conferem nomes que marcam a estranheza essencial do gesto heteronómico, a ruptura neste gesto das próprias regras da sociedade tal como a concebem. (Leenhardt 1990: 14)

Para el sociólogo, el uso de la violencia como marco interpretativo es un gesto libertador: permite visibilizar todas las acciones que, por “heterónomas” son reprimidas y ocultadas por los poderes totalitarios. En esta presentación perviven dos definiciones clásicas francesas. Está la visión de Michel Foucault, para quien la violencia es un ejercicio de dominio sobre el otro que le quita la posibilidad de reaccionar, o sea su libertad y su integridad (cito el resumen que hace Capote Díaz 2016: 18 de Foucault 1971). Frente al poder que puede admitir la respuesta o la resistencia, “las relaciones de violencia actúan directamente sobre el cuerpo y lo destruyen” (Temelli 2012: 7). En la misma época maduran las ideas de René Girard (1972), para quien las instituciones se construyen sobre una reinterpretación de las luchas violentas y un reglamento de la agresividad convertida en sacrificio del chivo expiatorio; la victimización producida por la violencia es, según Girard, la más antigua forma para ejercer un control social sobre el cuerpo y la voluntad del otro (cf. Andrist 2017: ix). En ambos modelos, como en el breve comentario de Leenhardt, la literatura ocupa un lugar ambiguo, entre legitimación de las instituciones y reivindicación de una posible heteronomía:

Todo discurso sobre a violência é, portanto, por essência, ambivalente: visa reduzi-la, recorrendo a uma ordem presente, ou justificá-la, recorrendo a uma ordem futura. Invoca o não -social que é toda violência para defender um social existente ou remeter a um ordem social que se anuncia, mas, em ambos os casos, manifesta uma tensão que se abre sobre uma desordem e inicia, em consequência, um relato. (Leenhardt 1990: 15)

El resultado son dos relatos contrapuestos sobre la violencia, el conservador y el revolucionario. Esta disyuntiva determina la postura del autor como la del “intelectual armado” del tiempo de la Guerra Fría (según el término de Teresa Basile, 2015). También permanece vigente en la crítica actual, como por ejemplo en la denuncia del “sentido común hegemónico que estigmatiza de patológico todo lo que irrumpe con violencia desde fuera de su dominio social”, sentido común ilustrado, según los autores, por la novela peruana Abril rojo (2006), que propaga el “fantasma de un mundo andino supuestamente ‘estancado’ en un tiempo arcaico” (Ubilluz/Hibbett/Vich 2009: 11–12 y 247–260). La contribución de Gabriel Baltodano a nuestro libro profundizará justamente en este tema a través de una lectura comparada con Cualquier forma de morir (2006), novela negra del mismo año, que trata del narcotráfico en México.

Efectivamente, frente a las categorías arraigadas en los conflictos de los años setenta, la violentología de las últimas dos décadas destaca los fenómenos de una agresividad normalizada o generalizada, sin dirección o ‘programa’, para la que los modelos de una violencia heteronómica ya no se pueden aplicar con la misma facilidad. Ana María Amar Sánchez y Luis F. Avilés señalan ya “en trabajos más recientes, la atención a nuevas configuraciones de la violencia, sin dirección” (2015: 11; cursiva de las autoras). Encontramos por un lado, la duda sobre las causas de la violencia, por otra la incertidumbre sobre sus metas. Ambas aperturas de la interpretación se producen en conjunto con un cambio del marco mismo, y una revisión de los vínculos entre violencia y poder será abordada más en detalle por el capítulo de Ana Miranda incluido en el presente volumen.

El análisis de Peter Waldmann (2002), que determina la “anomia” como “la restricción, debilidad o incluso la ausencia de normas sociales” (Michael 2018: 145), introduce un paradigma claramente distinto de los modelos “heteronómicos” que trataban la violencia como la manifestación de un conflicto de órdenes, o del combate entre la represión y la resistencia. Este nuevo paradigma, prolongado más tarde en la idea común de “estados fallidos” o de “violencia difusa” (Santos/Barreira 2016; cit. en Michael 2018: 145), permite en el campo de los estudios literarios el artículo fundamental de Werner Mackenbach y Alexandra Ortiz Wallner (2008) sobre la “deformación” de la violencia en la nueva narrativa centroamericana. Frente a la la “normalización de la violencia en la vida cotidiana” (Mackenbach/Ortiz Wallner 2008: 81), los relatos abandonan “la restricción de representaciones ligadas exclusivamente a proyectos políticos y revolucionarios, así como en nombre de utopías sociales” (2008: 93), o sea, dejan de explicar las causas de la violencia en el marco de los grandes relatos hegemónicos y anti-hegemónicos.

Una transformación semejante se produce con respecto a las metas de la violencia. En las teorías clásicas que hemos citado, la violencia desempeña un papel funcional y sirve para el establecimiento o el mantenimiento del poder. De ahí que “toda violencia que se genere o propague fuera de esas coordenadas y funciones es considerada cuando menos –si es que no se la ignora por completo– una exteriorización un tanto retrasada, patológica o misteriosa” (Buschmann/López de Abiada 2010: 17). Esto cambia cuando la violentología de Jan Philipp Reemtsma introduce la idea de “violencia autotélica” que “es la destrucción per se, gratuita, destruir por destruir” (Buschmann/López de Abiada 2010: 19). La perturbación frente a esta forma suscita respuestas críticas que intentan justamente explicar su existencia por una función social o brindarle una dimensión ética, si no la trata –en el marco de modelos heteronómicos– como transgresión. Albrecht Buschmann y José Manuel López de Abiada hacen hincapié en la realidad de este fenómeno y en el concepto de “violencia autotélica” que permite “nombrar y calibrar con mayor claridad y rigor científico la parte de la acción de novelas o películas que tematizan guerras civiles, el mundo de las drogas, asesinatos en serie o genocidios” (Buschmann/López de Abiada 2010: 20).

2.3 Acción y estructura

La apertura conceptual que tuvo quizás más consecuencias para los estudios literarios se fragua ya en los años setenta, con las ideas de una violencia que se produce fuera de la acción, como sometimiento u opresión imperceptible de los grupos subalternos de la sociedad. La “violencia cultural” descrita por Johan Galtung y la “violencia simbólica” denunciada por Pierre Bourdieu son inherentes al estado de las cosas. No se expresan como transgresión, sino como dominio institucionalizado de un grupo sobre otros. Esto es lo propio

de los poderes instituidos; la violencia de los órganos burocráticos, de los Estados, del Servicio Público. Se trata de la violencia invisible, violencia institucional o estado de violencia, esto es, una condición continua, estructural y rebatible. (Muniz Sodré 2001: 18, cit. en Martínez Bardal 2014: 95)

Desde luego, acción y estructura forman un conjunto de fenómenos que solamente las categorías de la crítica pretenden desentramar. Como comenta Sergio Rojas en una entrevista reciente, el crítico debe “pensar la violencia no solo como lo que el victimario inflige a la víctima, sino como aquello a partir de lo cual llega a naturalizarse un orden de víctimas y victimarios” (Pesce 2018: 163).

Por lo tanto, hay numerosas transiciones entre la violencia directa y la violencia estructural, en la realidad como en la literatura; la ficción, capaz de representar acontecimientos violentos por su aspecto narrativo, de acción, puede al mismo tiempo visibilizar, en el aspecto simbólico del lenguaje, las estructuras violentas que el poder hegemónico se empeña en ocultar.

La centralidad de la violencia política en los textos literarios puede ampliarse y promover el examen y la discusión de otros tipos de violencia y de otros núcleos problemáticos como la heterogeneidad cultural, los procesos de modernización, la constitución de estados nacionales, la construcción de identidades, los antagonismos sociales, las (dis)continuidades del sistema colonial […]. (Amar Sánchez/Aviles 2015: 10)

Esta doble dimensión de la literatura –representación de actos violentos y de “violencia del lenguaje” (Amar Sánchez/Avilés 2015: 18)– llega a ser el centro de la crítica de las últimas dos décadas. Ya en el artículo de Kohut (2002) hay una referencia explícita al término de Galtung. De forma programática, los volúmenes coordinados en 2016 por Maya Aguiluz Ibargüen y en 2018 por Julia Borst, Joachim Michael y Markus Klaus Schäffauer tratan la teoría del noruego junto con los conceptos de Bourdieu. Este último desempeña un papel importante en los libros de Ryukichi Terao (2005), Nadine Haas (2013) y Adelso Yánez Leal (2013), como así también en la colección de ensayos coordinada por Ana María Zubieta (2014). En el marco de nuestro propio libro, los capítulos de Santiago Navarro Pastor y de José Pablo Rojas son buenos ejemplos para el manejo de estas categorías en la crítica y la continuidad entre la violencia directa y la violencia simbólica en la literatura contemporánea.

Aun cuando no haya una referencia explícita a la idea de una violencia estructural, los trabajos recientes se destacan por la atención a estos fenómenos culturales, muy poco advertidos en la época del ‘boom’. Por ejemplo, la mirada a la opresión de la mujer en la sociedad colombiana (Capote Díaz 2016: 23) completa la imagen del conflicto armado. En general, los estudios de género aportan una nueva sensibilidad frente a la discriminación de grupos sociales mediante la construcción cultural y hasta por una legislación desigual que puede propiciar actos violentos (Varela Olea 2010). Su vigencia para los estudios literarios está estrechamente vinculada con la historia de unas vanguardias o revoluciones que se definen como ‘masculinas’ (Ehrlicher/Siebenpfeiffer 2002: 8–9; Rodríguez 2016). Estas construcciones de una masculinidad hegemónica y sus vínculos con la violencia física serán el tema del capítulo que brindó a nuestro libro Miroslava Arely Rosales Vásquez.

Otro tema de triste actualidad es la opresión de comunidades étnicas determinadas, que puede acabar convirtiéndose en guerra civil y genocidio.1 Carlos Humberto Celi Hidalgo comenta a este respecto que “las nociones de construcción de ciudadanía que devienen en ciudadanías étnicas que persisten en afirmar esquemas biopolíticos de inferiorización” (Celi Hidalgo 2016: 187). El borrado simbólico de la identidad y la exclusión de los sistemas de atención social son formas de violencia estructural cuyos efectos sobre el cuerpo y el bienestar de las minorías no se pueden negar.

De la misma forma que la discriminación facilita las violencias físicas, estas últimas pueden solidificarse y permanecer. La duración del conflicto en Colombia, las políticas represivas contra las comunidades indígenas en varios otros estados latinoamericanos no se pueden analizar como una “realidad provisoria” o como una excepción, sino que representan la regla de un conflicto normalizado, fijado en estructuras duraderas, fortalecidas por redes de influencia nacionales y transnacionales y por los hábitos de la corrupción (Vélez Rendón 2003: 39). Incluso un fenómeno tan excepcional como la emigración y la expulsión de migrantes tiende a convertirse en una realidad estable, cuyas formas institucionales son analizadas, en el presente libro, por la contribución de Lizbeth Gramajo. La imagen de nuestra portada, extraída de sus investigaciones, muestra la representación pictórica del itinerario migratorio con sus riesgos y las formas de violencia que los refugiados encuentran en su camino. El uso del mural para esta representación, y el contexto en que se encuentra esta imagen son un buen ejemplo de la dimensión estructural contenida en los circuitos de personas desplazadas.

El papel imprescindible de la literatura a la hora de mostrar la “presencia velada de la violencia cotidiana normalizada en las relaciones sociales y las vidas de los personajes” (Mackenbach/Ortiz Wallner 2008: 85) ha sido relacionado por Mackenbach y Ortiz Wallner con una “violencia presente en el lenguaje y las estructuras narrativas” (2008: 85). Un ejemplo clarísimo para la pertinencia de esta discusión en el campo de la poética es el concepto de “violencia estética” acuñado por la socióloga Esther Pineda para denunciar “ciertos discursos sobre el canon de belleza” que tienen un impacto directo en la imagen del cuerpo, en las emociones y pensamiento de sus receptores (Quijano/Vizcarra 2015: 15). La literatura, además de ser un lugar donde estas estructuras sociales, naturalizadas por el lenguaje, se pueden transmitir o discutir, contribuye por su propia dimensión estética a la construcción de estructuras semejantes: pensemos en la imagen –física, social– del autor promocionada por las editoriales o los escritores mismos, o la del lector, explícita en las estrategias de publicidad, implícita en los medios de comunicación elegidos para dirigirse al público. Véase para esto el capítulo de Laura Codaro en el libro presente. También emergieron nuevas ocasiones para abrir estas estructuras mediante formas de puesta en escena interactivas y permitir una discusión: ha sido desde algún tiempo el empeño fructífero y verdaderamente admirable de las bibliotecas de barrio, y sigue siendo la promesa –o, mejor dicho, la ideología– de los social media.

En resumen, la categoría de violencia en los estudios literarios recientes debe explicar fenómenos bastante diversos: entre ontología y estética, heteronomía y anomia, acciones y estructuras se abre el panorama de una “cultura fracturada por la violencia” (Ortiz Wallner 2004: 226; cit. en Haas 2013: 21). ¿Cómo dividir este campo pluridimensional?

3.Dividir el campo de la violencia

La primera división que se opera es de orden geográfico. Aunque el tema de la violencia es un lugar de encuentro para investigadores de todo el mundo, hay relativamente pocos estudios que se atreven a establecer comparaciones –salvo, desde luego, en la tradición de la literatura comparada (p.e. Lowe 1982, Ahrens/Herrera-Sobek 2005). El proyecto de investigación de Markus Klaus Schäffauer y Joachim Michael sobre África y América, del que emergen varias publicaciones en los últimos diez años (p.e. Borst/Michael/Schäffauer 2018), anticipa en Alemania el actual reparto geopolítico de los estudios literarios, que se institucionaliza luego con los centros y proyectos de investigación sobre el Sur Global (por ejemplo el Global South Studies Center de la Universidad de Colonia).

Al mismo tiempo, con la ampliación de la categoría de violencia, resulta cada vez más difícil circunscribir el tema geográficamente. Hasta cierto punto, la atención centrada en las guerras civiles y dictaduras permite localizar el fenómeno violento (p.e. Tittler 1989, Foster 1995; Vivanco Roca Rey 2013). En cambio, en las zonas de homicidios vinculados con el narcotráfico o la guerra civil, las redes de la violencia van más allá de los contextos regionales y no se pueden vincular con lugares específicos. No obstante, la crítica se centra principalmente en Colombia (cf. López Bernasocchi 2010; López de Abiada 2010; Ospina 2010; Rueda 2011; Lienhard 2015; Adriaensen/Kunz 2016; De la Cruz Lichet/Ponce 2018) y el “espacio anómico” (Quijano/Vizcarra 2015: 21) de la frontera norte de México. Es todavía más complicado proponer una ubicación o división espacial cuando consideramos “la violencia cotidiana normalizada en las relaciones sociales y las vidas de los personajes” (Mackenbach/Ortiz Wallner 2008: 85) y las formas de violencia cultural o simbólica: estas no se proyectan sobre determinados territorios nacionales sino que se manifiestan como estructuras transnacionales y muchas veces –cuando hablamos de la discriminación de género, por ejemplo– globales.

Las migraciones y los medios de comunicación tienden a matizar la oposición tradicional entre campo y ciudad (cf. Spiller/Schreijäck 2019). Celina Manzoni ha destacado la importancia de los ‘no lugares’ (Marc Augé), de la errancia en la ficción reciente: formas por las que la violencia se imprime en el espacio y desestabiliza sus fronteras (Manzoni 2015: 111–112). Por cierto, la literatura de la violencia cambia también la topografía, y sobre todo las proporciones del mundo que representa:

En principio, una paradoja se establece de inmediato: lo que es afuera y suburbano se convierte, en la obra literaria, en centro ígneo donde confluyen todas las coordenadas de la imaginación y la palabra. Y la paradoja llega hasta tal punto que, en esta narrativa, la violencia marginal se vuelve vasta representación de la realidad nacional. Representación a la vez cabal y fragmentada a través de espacios literarios donde la muerte es lo único real. (Montoya 2000, 50)

Por lo tanto, no deberíamos asumir de forma automática que obras individuales, La virgen de los sicarios (1994), por ejemplo, una de las novelas más citadas a este propósito, proporciona ni una imagen adecuada de lo que es la violencia en Colombia, ni un prototipo de la narrativa colombiana contemporánea. De hecho, el marco interpretativo elegido por algunos de los comentarios más destacados de esta obra, como los de Herlinghaus (2009) o los contenidos en el volumen editado por Teresa Basile (2015), queda contextualizado en el género discursivo y no en el espacio urbano elegido como escenario de ficción.

Por cierto, el género literario como marco interpretativo no está menos contrastado que la división por países y el contexto geográfico. Podemos observar que, al mismo tiempo que el concepto de la violencia se amplía también lo hace el concepto de “narrativa”. Pasa de la definición de un conjunto de textos pertenecientes a la “narrativa de la violencia” (Liano 1997) al substrato simbólico de aquel fenómeno multiforme que describimos en el apartado anterior. Por lo tanto, Oswaldo Estrada utiliza

“narrativas” en el sentido más amplio de la palabra, en tanto todas ellas “narran”, desde diversos géneros, situaciones históricas y posicionamientos ideológicos, múltiples historias de violencia, episodios traumáticos, catástrofes personales o comunitarias. (2015: 19)

Por un lado, se perfilan géneros muy específicos, en los que la violencia forma parte de la definición: el narcocorrido o la “sicaresca”1, la novela negra y la novela neopolicial (cf. Forero Quintero 2010; Adriaensen/Grinberg Pla 2012). Por otro lado, se abre un panorama de medios estéticos en transformación continua: teleseries, adaptaciones cinematográficas y películas originales, notas rojas y ficciones apoyadas en ellas (Quijano/Vizcarra 2015).

Más allá de estas diferenciaciones, parece que lo fundamental es contar: dar una forma narrativa a la violencia parece una necesidad más que una elección. El historiador Michael Riekenberg explica el vínculo antropológico de la narración con la violencia:

En ese momento de contracción, la violencia no es significativa porque se reduce a sí misma y la persona se queda sin habla. En consecuencia, quien quiera describir la violencia misma habla de algo que no posee ningún significado. Por eso, en la historiografía tampoco podemos decir absolutamente nada de ella. La violencia solo se reviste de significado cuando las personas la narran y así se la muestran a sí mismos y a otras personas. La narración es un proceso opuesto a la contracción. Supone un desarrollo en el tiempo, más allá del momento puntual. La narración genera algo que en la violencia en sí no es importante, es decir, un antes y un después y a través de estos, también un porqué y un para qué. (2015: 21)

En otras palabras, la representación cultural de la violencia reviste siempre la forma de una historia. La literatura y los géneros narrativos serán, entonces, una puesta en escena de estas historias, o sea, representaciones de segundo grado, y los estudios literarios aparecen, por lo tanto, como un tercer grado. En cada nivel, las formas narrativas confieren una realidad simbólica a la violencia, mientras la interpretan y la proyectan en espacios o géneros determinados. Martin Lienhard recuerda que

[n]o se trata, ni mucho menos, de negar la realidad de los hechos a menudo sangrientos que configuran lo que llamamos “violencia urbana”, sino de dejar claro que esta, en rigor, es una “construcción social”: un concepto creado colectivamente por medio del discurso. En esta construcción intervienen, en particular, el discurso oficial, los diferentes discursos partidistas, el discurso policial, la investigación social y cultural, la prensa, la televisión, el cine (documental y de ficción), el show business musical. Sea desde posiciones críticas o, al contrario, cercanas a las de la cultura de masas, la literatura también contribuye a configurar la “violencia urbana” en el imaginario social. (2015: 16–17)

Aunque desde un punto de vista funcional se entiende la necesidad de transformar la violencia de esta forma, los propios textos literarios plantean los límites de la representación (cf. Martínez Rubio 2017) y la responsabilidad del escritor ante este fenómeno (cf. Lespada 2015). Esta responsabilidad es compartida por el crítico, que debe comentar la violencia sin contribuir a la producción o reproducción de ella (Haas 2013: 8).

4.Los límites de un marco investigativo

Asomaron ya a lo largo esta introducción los malentendidos sobre una agresividad “endémica” (Adriaensen 2016: 10), destino inevitable de la región al Sur de los Estados Unidos. Este estereotipo ha alimentado sin duda el ideal del “muro” propugnado por la actual administración estadounidense, y puede explicar la existencia de los barrios privados en América Latina. En vez de aportar más claridad, la acumulación de interpretaciones produce un efecto de opacidad, y quizás también una pérdida de pertinencia comunicativa. Virginia Capote Díaz muestra contundentemente cómo

esta profusión de análisis sobre la significación política y social de la violencia en Colombia, corren el riesgo de contribuir a la mencionada banalización del mal y acabar contribuyendo a la conformación de una ya acuciada, amnesia colectiva. (2016: 17)

Su reivindicación es que se consideren los “universos particulares que hay detrás de las cifras” (2016: 17) y que la ficción o el testimonio pueden representar mejor que un discurso teórico.

Efectivamente, el traslado de la discusión crítica hacia la visibilización de una violencia cultural o simbólica es, hasta cierto punto, una respuesta eficaz a estos prejuicios; la ficción es capaz de dar voz a la incertidumbre e incluir una diversidad de hablas –como muestran de forma ejemplar Valeria Grinberg Pla (2008: 100) y Alexandra Ortiz Wallner (2008: 88) en sus interpretaciones de las novelas de Horacio Castellanos Moya. En nuestro libro, Ortiz Wallner da continuidad a esta idea mediante la búsqueda de nuevos lenguajes literarios y artísticos en la posguerra; la reacción a la violencia extrema del genocidio en Guatemala repercute, de esta forma, también en la representación de la violencia simbólica.

El análisis de Bourdieu debe suscitar también cierta duda sobre la inevitabilidad de establecer nuevos hábitos hegemónicos en el interior de la academia –y facilitar la autocrítica de la investigación literaria. Werner Mackenbach y Günther Maihold advierten de la responsabilidad del crítico en este sentido, y conectan con las consideraciones del sociólogo francés sobre la lucha en torno al discurso legítimo:

Las representaciones simbólicas, así como también las definiciones, interpretaciones y clasificaciones discursivas y estéticas alrededor de las que se ha soltado una verdadera lucha por la soberanía interpretativa en el ámbito de la violencia, el crimen y la (in)seguridad, juegan un papel central en relación con la percepción social de la violencia. (2015: 3)

Entiendo que no puedo hablar de la violencia en la literatura sin advertir este tipo de violencia que hay en el sistema académico mismo.

Esta violencia se manifiesta quizás hasta en la propia prevalencia de un tema sobre otros. Aunque pueda parecer un argumento muy teórico, tiene una aplicación sumamente práctica cuando nos referimos a la realidad social:

En Centroamérica los discursos sobre violencia y seguridad tienen un carácter claramente transfronterizo y han desarrollado el potencial de desplazar a segundo plano a otros importantes discursos regionales –como aquellos sobre la integración económica centroamericana–. (Huhn/Oettler/Peetz 2005: 190)

De la misma manera, la crítica centrada en la violencia conlleva ciertos riesgos: acaparar demasiado la atención y desvincular los fenómenos violentos de su contexto cultural y otros asuntos pendientes: la integración a varios niveles de los países latinoamericanos, la memoria de los crímenes perpetrados durante las dictaduras, la educación, la salud pública, la pobreza …

Con todo, los problemas así planteados remiten a una deontología de la investigación, “la dificultad ética y epistémica de teorizar sobre la violencia” (Pietrak/Carrera Garrido 2015: 6), que no se debe confundir con las metodologías y los protocolos que sirven para mantener un determinado nivel de calidad científica. Veinte años de trabajos intensivos y sumamente productivos permiten comprender mejor el potencial de la violencia como marco interpretativo de la investigación literaria. También nos dejan entrever sus límites.

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Sobre el poder y la legitimidad: dos debates sobre la crítica de la violencia

Ana Miranda Mora

1.La violencia como problema contemporáneo

Los movimientos de protesta social, de resistencia o desobediencia civil del siglo XX ante el imperialismo, capitalismo, colonialismo o sexismo han intentado re-politizar la categoría de violencia y reclamar su uso legítimo fuera del ámbito estatal. La violencia pasa de ser concebida como inevitable y necesaria (la guerra o el asesinato del enemigo), para describir acciones u omisiones, relaciones de poder y concepciones ideológicas. Frente a las teorías “clásicas”, las teorías “contemporáneas” sobre la violencia son críticas porque cuestionan la concepción del poder que legitima esa violencia, a la vez que revelan los mecanismos (institucionalizados o informales) por los que se conserva y perpetua. El concepto de violencia tiene actualmente un componente denunciatorio y crítico que moviliza reacciones al cuestionar no sólo comportamientos, sino relaciones o estructuras socialmente aceptadas (sexismo o racismo). El argumento del presente artículo se desarrolla en el análisis de autores clave para la comprensión de la violencia desde la perspectiva de la filosofía social. En este marco, los autores que se discuten aquí definen un planteamiento del problema que concibe la violencia como un proceso o fenómeno característico de las sociedades modernas y no tanto como una anomalía en su funcionamiento (Arteaga 2017). Esto implica considerar la violencia como un fenómeno social, no en cuanto conducta, disposición o desviación del individuo sino como una dinámica social. Se analizan teorías que problematizan la violencia en el contexto de los procesos de formación del orden social (Koloma-Schlichte 2017).

La violencia es uno de los fenómenos más complejos analizado actualmente. Una de las principales dificultades consiste en definir qué fenómenos pueden ser considerados como violencia. Los análisis conceptuales sobre la violencia exploran problemas relacionados con el uso descriptivo y normativo del término (Degenaar 2007). El problema de la falta de un concepto que tenga un correlato empírico preciso, implica a su vez la discusión sobre los orígenes etimológicos y los cambios en el significado del concepto de violencia. Lo que incluye, una controversia relativa a una definición adecuada, una diferenciación sustantiva, una evaluación sociopolítica y una evaluación moral de la violencia (Imbusch 2003). A ello, se suma la dificultad de explicar sus causas, efectos o consecuencias. El concepto “violencia” es un concepto analítico-descriptivo, siempre con significado normativo-político. Las teorías normativas o empíricas, que critican o justifican el ejercicio de la violencia buscan aclarar el rol de la violencia en la (re)producción y transformación del orden social. La violencia es un fenómeno complejo porque produce daño y destrucción al mismo tiempo que puede crear orden o estabilidad. La problematización de la naturaleza y función de la violencia aparece como problema central de la teorías sociales y políticas en el siglo XX. Anteriormente había sido tematizada en sus formas concretas como guerra, crimen, desviación, anomalía o en su identificación con el ejercicio del poder, pero no se le había asignado un lugar teórico central.

En este ensayo revisaremos dos debates fundamentales a las teorías contemporáneas sobre la violencia. Nuestra tesis es que ha habido un desplazamiento en la función y el significado que la violencia ha desempeñado en diferentes teorías sociales y políticas. Proponemos una distinción entre lo que denominamos teorías “clásicas” sobre la violencia y teorías “contemporáneas”. Esta distinción se explicará a partir de dos problemas, el primero de ellos, discute la relación entre poder y violencia, el segundo se pregunta por la legitimación de la violencia. Este cambio en la función de la violencia señala el movimiento por el que va de la marginalidad en la teorías clásicas hacia la centralidad en las teorías contemporáneas. Se distingue entre teorías del poder como opresión, poder como dominación y poder como violencia para explicar el giro por el que se resignifica la violencia y se le dota de un sentido crítico en las teorías contemporáneas. Este movimiento en la esfera del análisis significa una nueva concepción de la violencia e implica nuevas metodologías para su análisis.

2.Teorías clásicas y contemporáneas sobre la violencia

La violencia representa un problema actualmente porque dejamos de concebirla como aceptable o necesaria. Las teorías clásicas sobre la violencia ponen el centro de su análisis en la función de la violencia para la continuidad histórica, política o económica como lo fundamental (Arendt 2005: 18). No se problematiza la violencia como objeto central porque esta se halla determinada en función de la persistencia de un proceso que permanece asegurado por lo que precedió a la acción violenta y que va más allá de la violencia misma. De acuerdo con Hannah Arendt en Sobre la violencia (1970), la comprensión dominante de la historia ofrece una versión de esta determinada por una lógica de medios y fines (lógica teleológica). Arendt recurre a Hegel como ejemplo de esta formulación, para quien la historia es un matadero de masacres que lleva a cabo los objetivos de la razón.

Pero aún cuando consideremos la historia como el ara (Schlachtbank) ante el cual han sido sacrificados la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos; siempre surge la pregunta: a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio? (Hegel 2005: 145)

De acuerdo a la lectura de Arendt de Hegel, la violencia es un momento más en el desarrollo de las contradicciones sociales que forman parte de un proceso de progreso (Arendt 2005: 43). Desde esta lógica (teleológica