Laboratorio de sombras - Paula Marrafini - E-Book

Laboratorio de sombras E-Book

Paula Marrafini

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Beschreibung

En Laboratorio de sombras narradores y personajes son médicos o pacientes con enfermedades extrañas para las cuales la extracción de sangre es un método imprescindible. Si ese hilo de sangre, vampírico, no es a la vez hilo conductor de los cuentos, lo será la luz, siempre escasa, ante la oscuridad casi absoluta. Y el lector sentirá esa tensión, la rigidez del cuerpo que espera avanzar para saber qué va a suceder, quién va a morir, quién desde la muerte, va a encargar una sombra para regresar a la vida.  Cada relato nos detiene en un suspenso que no prescinde del humor y que, como un suero, espira pequeñísimas dosis de alivio hasta el final.   Desde el primer renglón, en los textos de Paula Marrafini algo severo está por suceder. Siempre algo siniestro ocurrirá en los ambientes sin luz, abandonados, húmedos, sangrientos y habitados por gatos o por la muerte. O donde hay hambre. Hambre de sangre. Hambre de ira. Hambre de rabia. Y alguien que quiere, literal o simbólicamente morder y contagiar.  

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LABORATORIO DE SOMBRAS

LABORATORIO DE SOMBRAS

PAULA MARRAFINI

Marrafini, Paula

Laboratorio de sombras / Paula Marrafini. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-6602-18-3

1. Literatura Fantástica. 2. Cuentos de Suspenso. 3. Crímenes. I. Título.

CDD A863

© Tercero en discordia

Directora editorial: Ana Laura Gallardo

Coordinadora editorial: Ana Verónica Salas

www.editorialted.com

@editorialted

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-631-6602-18-3

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Para Norberto Marrafini,

tu sabiduría me inspira.

Agradecimientos: a Adriana,

por corregirme con amor y paciencia.

Prólogo

El mundo guarda un secreto. En las ciudades y en las montañas, en las tierras bendecidas por la vegetación, y en los desiertos que sueñan con la alucinación del agua. En todos los lugares donde el cielo se abre para darle lugar al sol, hay un secreto. Es que, antes del día, existió la noche. La penumbra precedió y cubrió con un manto de silencio y hielo todos los sitios antes de que el sol llegue. La llegada del sol fue un accidente desafortunado, y una maldición hizo que el día permaneciera para siempre. Los seres que vivían en la noche intentaron adaptarse, pero no pudieron y tuvieron que esconderse. La mayoría no toleró el calor, la luz, el cielo claro, el amanecer que los encandilaba y enceguecía. La mayoría se transformó en sangre y cenizas. Los pocos sobrevivientes esperan pacientes el fin de la luz y el perdón de quienes los maldijeron. Permanecen ocultos en los lugares oscuros y húmedos del planeta; subtes, morgues, cementerios, sótanos, alcantarillas. Otros reniegan de su especie y viven mal adaptados al mundo actual. Y después están los rebeldes, al acecho, distribuidos estratégicamente en los entrepisos de los edificios de departamentos, donde planean, planifican, escriben y piensan la manera de atacar la luz. Algunos de los rebeldes comprenden la verdad, como Jeremías, otros descreen que afuera haya seres diurnos, como Peter. Para Peter, el único enemigo es el sol, y los humanos son apenas una leyenda.

El ascensor nunca para en el entrepiso. El de Jeremías es un edificio antiguo; tiene la categoría de las construcciones viejas y aristocráticas de la Avenida Alvear. Las puertas del ascensor cierran a mano, desafiando la tecnología de los nuevos edificios inteligentes. El ascensor es de un metal negro con arabescos y vitraux, por el cual no te ven desde afuera. Los cuatro pisos se anuncian en botones de bronce, se aspira involuntariamente un perfume a olvidos y soledades en la alfombra gris perla, y un cartel con letras claras y mayúsculas dice que al entrepiso solo se accede por este ascensor, pero que se recomienda no acceder. Dice literalmente: “No parar en el entrepiso”.

Es una de esas tardes de domingo, espesa, quieta, sin ruidos de autos, casi sin transeúntes. Apenas el chirrido de un celular con notas de Vivaldi se aleja por la vereda mientras viaja en el cinto del dueño del perro que se arrastra al ritmo de la correa. Peter lee un libro sobre las paradojas de Zenón. Jeremías piensa en voz alta.

Mi amigo Peter se come las uñas, lee, y suspira, y suspira otra vez, señal de que está aburrido o de que tiene hambre. Pronto, sea lo que sea, dejará de estarlo; pronto, cuando se muestre por fin a los humanos, le va a sobrar diversión en lugar de suspiros. Bostezos, Peter duerme, pero pronto; cuando la identidad que me define vuelva a escribirse con mayúscula; cuando sea en mi nación un Jeremías de J grande, y en las escrituras ya no puedan acusarme de fabulador ni de delirante. Cuando, en todo caso, solamente me acusen de terrorista. Cuando se los muestre. Cuando mi atentado detenga el ascensor en el entrepiso.

Vivimos aislados, Peter, encerrados en estas paredes perfumadas de oscuridad. Tantas veces mis intentos de pasar los escalones prohibidos, de salir de esta cárcel mentirosa. Vieja e injusta tregua de los temerosos de la luz, de la sangre verdadera, de los contagios y las mezclas. Y, mientras nosotros, Peter, aquí cautivos, alimentándonos de murciélagos, de insectos y de ratas, creyendo que son manjares, y rezando este credo importado que nos jura que los humanos no existen.

Sin embargo, están ahí, en espera del ascensor que vamos a capturar en el entrepiso. En espera del ascensor para descender.

Qué bueno, somos una curiosidad entre ellos.

¡Qué bueno! Los ascensores de hoy son peligrosos.

—¿Qué decís? —Peter pregunta estirando los brazos por encima de la cabeza. Y Jeremías sonríe.

Este libro se escribió el día que el ascensor se detuvo en el entrepiso. El día que los del otro lado saltaron hacia este.

Están por ahí, solo hay que agudizar los sentidos para percibirlos. También están en las próximas páginas.

Bienvenidos al mundo de ellos. Les deseo la mejor de las suertes.

Suele ser necesaria.

Laboratorio de sombras

“Nada, nada amigo mío; lo que he dicho, no estoy seguro de nada, no sé nada. Imagínese que ni siquiera sé la fecha de mi propia muerte…”.

Jorge Luis Borges

En el sótano, Juan tiene un laboratorio de sombras. En la esquina la basura amontonada emana un olor tibio y agrio, potenciado por el calor del verano. El calor no ayuda, las sombras se humedecen, se derriten un poco y salpican el teléfono, la luz, el baño, la cocina, el pelo. Juan abre la pequeña ventana que comunica el techo de su sótano con la calle, el barrio es un poco peligroso, pero el olor no se aguanta y las sombras tienen que secarse para la mañana, así que también prende el ventilador. Es que domina las sombras, pero no el clima. Todo no se puede. Su trabajo no es más que otra forma de ganarse la vida; nadie elige qué talento le toca, algunos juegan bien a la pelota, a él le sale bien lo de las sombras. Con ellas tiene dos tipos de tarea: algunos le piden que les haga una sombra, otros le piden que se las saque. Trabaja, por ejemplo, en hacer desaparecer la sombra diurna de los vampiros, la de los fantasmas en las fotos, la de los elfos en el bosque, la de los duendes de las plantitas del balcón. Una vez que logra sacarlas, se las queda, las moldea y las oferta a quienes las necesiten: lobizones, brujas, hadas, y cualquier tipo de ser que desee camuflarse como un mortal y poseer una sombra. El dato se pasa de boca en boca, y entonces recurren a Juan, que, cuando no trabaja, tiene un hobby: leer y releer a Borges.

Hoy encima que hace calor, llueve. La lluvia se vuelve tormenta eléctrica y se corta la luz. Juan busca el resplandor de la luna para alumbrarse, pero no alcanza; sin luz no puede trabajar, aunque se trate de sombras. Sale a dar una vuelta y a levantar pedidos; la noche se asfixia sobre la avenida igual que Juan, que se desabrocha la camisa; ya sabe dónde ver a los clientes y, a esta altura del mes, suele haber una gran demanda. Son las 00.30. Juan se detiene en la plaza, el teléfono público, frente a él, lo observa; ese teléfono es una pieza de museo que nadie usa, excepto los que andan en el negocio de las sombras. La plaza está adornada por un rocío pegajoso, Juan lo sufre cuando se sienta en un banco mojado. Pasa un ciclista, que casi le roza los pies, y algún auto con la música fuerte. Fuera de eso la ciudad está en silencio. Ni siquiera hay movimiento en el subte que tiene enfrente, el que se iba a inaugurar hace rato y todavía no funciona. Faltan las palomas, una lástima, podrían lucirse a estas horas, tan blancas, y habría más gente en la plaza. Juan respira. Cuenta el número de respiraciones: catorce, así sabe que pasó un minuto. Pasa otro minuto. Nadie llama. Pasa un minuto más. Suena el teléfono público vestido de tarjetas que ofertan sexo barato, y no tanto. Atiende rápido, debe ser un cliente. Llaman a esa hora y a ese teléfono, así es el trato. Del otro lado, contesta una voz pastosa y con acento europeo. Le explica que le habla desde Ginebra, y le pregunta:

—¿Qué piensa un hombre en el instante previo a su muerte? Yo, que ya me morí…, no lo recuerdo.

La voz de un hombre le consulta desde los patios helados de Ginebra, a Juan, que responde desde el teléfono público de la esquina de la plaza. Y le pregunta sobre su pensamiento en el instante previo a la muerte. A Juan, que espera una llamada de trabajo; que se imagina que se trata de otra de las bromas de los duendes; que se da cuenta de que nunca se había hecho esa pregunta; cuya respuesta, de pronto, le importa conocer; que, por un instante, piensa si no será que se está muriendo.

—No sé —responde.

—Usted tampoco sabe, qué pena.

—¿Por qué me pregunta a mí? Yo vendo sombras, tengo un tallercito.

—Pregunto para encontrar la respuesta, pero no le hago perder más tiempo: también llamo para encargarle una sombra.

Juan tiene dudas, no sabe si se trata de un inmortal o de un fantasma o qué tipo de criatura le está hablando.

—¿Cómo…, cómo le gustaría?

—Que parezca con mucha vida. Y similar a la de un mortal.

—Ok, ya estoy anotando ¿Y para qué la va a usar?

—Para escribir.

—¿…?

—Verá, sin sombra no puedo plasmar la tinta sobre el papel, me quedo con las historias en la cabeza, las olvido, las recuerdo de pronto. Con una sombra, en cambio, usted sabe, piensan que uno existe, y entonces existen las letras, las hojas, los libros.

Juan titubea, le encarga una sombra un escritor, aparentemente muerto, que le habla desde Ginebra. No se anima a preguntarle, le cuesta pensar que él es conocido en el exterior.

Lo inquieta pensar si no se tratará de… Borges. ¿Será su espectro? No es estrictamente un ser mágico, un cliente típico, pero ¿será posible? ¿Y qué le hable a él? ¡Que es un fanático de sus cuentos! Fantasea mientras se queda mudo, después lo encara.

—Muy bien, se la hago. Le hago la sombra.

—Dígame el presupuesto.

—Vamos viendo y le aviso. Llámeme mañana.

—Quedamos así.

Quiere preguntar. Encuentra una forma.

—Por favor, dígame su nombre. Así ya le abro una cuenta.

—Tengo muchos.

Y por fin.

—A ver… Usted es… ¿Usted no será Borges?

—No, no lo soy. Soy la condensación de sus personajes.

Juan está conmovido, camina hacia su casa junto a esa voz que hace minutos lo llamó por teléfono, recordándola, resonándole dentro como si fuese una alucinación, tanto que se desorienta e intenta abrir un departamento que no es el suyo. Cuando finalmente entra, baja hacia el sótano, no puede esperar para empezar su obra. Entre las puntadas que cosen retazos, incluye los botones que hubiese usado Funes el memorioso; la tela fresca que hubiese necesitado Yu Tsun para andar los senderos que se bifurcan; la tibieza del pañuelo que ocultó los ojos de Jaromir Hladík antes de descubrir el final de su drama; la negrura azabache que debió acompañar a Borges en las tardes ocupadas de personajes. Personajes con vida propia, ocupados en contar su historia.

Pasan catorce días, Juan trabaja en exceso. Mucho, demasiado, pero no le importa, o sí, igual ya no puede detenerse. A veces, la mañana lo encuentra con las manos acalambradas entre las agujas, o leyendo algún cuento, cuestión de perfeccionarse más en el tema. Y el resto de los clientes se queja por las demoras. Y la voz que pregunta todas las noches cuánto falta, y que lo acompaña también en sueños. Esta última noche, la voz fueron las voces de Asterión y del Inmortal, ayer, la de Tadeo Isidoro Cruz. Luego, la llamada desde la plaza, a las 00:30 h, y a Juan se le empiezan a confundir el sol con el crepúsculo, el sueño con la vigilia, el afuera con el adentro, tanto que el martes pasado terminó tiñendo la tela fuera de casa, sentado en la vereda, cerca de la parada de colectivos. A medida que avanza con la hechura consulta con la voz, para ver si está conforme, para ver qué le parece, si está bien de ancho, si el tono es el correcto, y la respuesta es siempre la misma. Va bien, pero le faltaría algún detalle, algo que la vuelva singular. Exclusiva.

Pasa el tiempo. La sombra mejora, cuanto mejor está, peor está Juan, que parece cautivo de un estado, mezcla de obsesión y tristeza.

Hoy no puede parar de moverse, camina por la cocina, se toma un par de mates, mira el reloj a cada rato, y es que ya casi está lista, y es que le faltan, como mucho, unas cinco puntadas. Un segundo sigue a otro, y juntos se vuelven minutos y la hora de la entrega llega y Juan está listo al lado del teléfono, con la sombra en una bolsa de plástico del supermercado. Orgulloso, demacrado, y débil. Triste también, como cuando uno va a una despedida. Como cuando alguien se queda vacío después de hacer algo importante. Apenas se sostiene en pie. Siente las piernas rígidas y dolorosas. El cansancio lo sienta en el suelo con torpeza. Suena el timbre típico de una llamada, se mezcla con el Nextel del policía que pasea el turno de 00 h a 06 h. Juan descuelga; del otro lado, encuentra a su cliente, la voz repite la pregunta del primer encuentro:

—¿Qué piensa un hombre en el instante previo a su muerte?

Juan siente una puntada detrás de los ojos, un ardor hiriente en la boca del estómago, la vista se nubla y el aire parece irrespirable. En su alma se profundiza el sentimiento de tristeza, lo percibe como una especie de ahogo, pero doloroso. La realidad es que le cuesta respirar y no puede pronunciar ni una palabra. Es que si habla no respira. Del otro lado del tubo, la voz lo tranquiliza. La voz habla por él. Parece despreocupada y para nada sorprendida. Por supuesto, si total él ya está muerto, piensa Juan, porque pensar es lo único que puede hacer ahora. ¿Me habrá contagiado? ¿Se contagia la muerte? La voz no contesta. Hace una pausa y después le explica que el tiempo se acaba y, de pronto, teme que Juan se lleve con él la respuesta que tanto espera. ¿Qué piensa un hombre en el instante previo a su muerte? Y Juan piensa que es una injusticia morirse así, y que al final nadie va a pagarle su sombra. La voz continúa y le dice que el trabajo está perfecto, que es un éxito. Y Juan piensa que cómo que perfecto si le falta el famoso detalle y, por primera vez en su vida, siente que odia a alguien. Y la voz, por esa comunicación inexplicable que ocurre entre los muertos y los que se están muriendo, le dice que el detalle que faltaba era su muerte, que eso le da a la sombra mayor fortaleza. Y Juan piensa que la voz, Borges, y sus personajes se pueden ir todos a la mierda. Y se arrepiente de las cosas pendientes, y de los amores a los que no les avisó que los amaba. La voz se despide. Juan sabe que no tiene tiempo de pedir ni siquiera un último deseo. La voz, a lo mejor por piedad o nada más que por lástima, le dice que no se preocupe; que, para cuando quiera volver a este mundo, ya tiene lista, y terminada como ninguna, su propia sombra. Que esa misma que le encargó, se la presta, o se la regala; total, él puede comprar otra. Juan no lo oye, se concentra en escuchar solo a su corazón, a sus latidos, a ver si aún están ahí.

Finalmente, se hace silencio en la plaza, la noche parece gris y no negra, los cuervos reemplazan a las palomas. Juan siente que se cae en un pozo sin fondo, como en los sueños. La voz siente que es el momento de obtener la respuesta.

—¿Qué piensa un hombre en el instante previo a su muerte?

Juan hubiese querido responder, pero no puede.

El método del doctor Vladimir

“La sangre es para siempre, nada puedes hacer”.

Fito Páez

Omar, arquitecto de unos cuarenta años, padece un cuadro de hipertensión arterial severo, con muy mala respuesta a los tratamientos habituales. Recién comienza el día y, parado en el palier del edificio donde vive, escucha con atención al portero, que no es ningún hombre de ciencia, pero que, mientras barre el hall de entrada, le profetiza una esperanza. Una cura.

—Tiene que ir a ver al Dr. Vladimir.

La casa de Vladimir queda en un valle, justo antes de que termine la ciudad, enfrentada a las sierras, por detrás de una especie de boulevard natural, arbolado y camaleónico. Detrás de la casa hay una granja.

—Vladimir es un apasionado de los animales, y le digo, él tiene la cura para su enfermedad.

La hipertensión de Omar es realmente grave; si no comienza a regularizarse, es probable que termine ciego, loco o muerto. Así es que se decide, llama por teléfono y pide un turno, desafiando la oposición de su familia, para quien la consulta es como la visita a un curandero.

Un jueves de noviembre, en contra de su propia racionalidad, llega por la mañana a la casa del médico recomendado.

Vladimir es galés, lo recibe personalmente en un castellano dificultoso y áspero, y después de pasar por el living, suben por la escalera caracol hacia el consultorio. Caminan por la angostura de la escalera, doblan en ele, siguen por un pasillo rodeado de óleos y, antes de llegar a la ventana que finaliza el pasillo, aparecen en el consultorio a través de un escalón sorpresivo, semioculto. Están en una especie de cueva. Es el consultorio del Dr. Vladimir.

El consultorio es una representación de sí mismo, de sus motivos, de sus formas, de flores que no requieren agua y muebles que no se quejan del polvo. Es nada más que una habitación, pero tan vestida de Vladimir, tan contaminada por su presencia, que se hace interminable a la mirada, como un laberinto resumido en pocos metros. Cueva, consultorio, habitación, nihilismo estético que combina monitores y telarañas, sahumerios y metal, Gales y Buenos Aires.

—Esta es la parte de la casa que uso para mis pacientes; en la parte de atrás, frente a la granja, vive mi familia.

Mientras explica, Vladimir sonríe largamente con una sonrisa joven.

Vladimir tiene un cuerpo delgado y largo, se sienta frente a una computadora vieja que ofrece la única luz del lugar y dice:

—Cuénteme.

Omar relata su padecimiento, las horas eternas de hospital, los malos resultados, el miedo a que la enfermedad lo lleve a un destino trágico.

Vladimir lo tranquiliza.

—El miedo nos lleva hacia lugares extraños, seguramente le habrán comentado algo de mi método.

—Sí. Me dijeron que tiene éxito.

Omar se frota las manos y siente el sudor. Busca un pañuelo de papel del bolsillo, pero no encuentra. Vladimir le ofrece un pañuelo de seda, luego habla.

—Bien, se trata de tres sesiones en las cuales se le realizan sangrías.

Omar se recuesta en la silla y respira hondo.

—Se le extrae una cantidad previamente determinada de sangre. Es un método muy usado en la antigüedad, actualmente la industria de los laboratorios lo ha aplastado. Cuestión de neoliberalismo salvaje. Después de esas tres sesiones tiene un ochenta por ciento de probabilidades de estar curado para siempre, y un veinte por ciento de tener complicaciones.

—¿Qué complicaciones?

—Verá, algo de insomnio y algunos cambios de conducta.

Omar se afloja el botón de la camisa.