Las amistades peligrosas - Pierre Ambroise Choderlos de Laclos - E-Book

Las amistades peligrosas E-Book

Pierre Ambroise Choderlos de Laclos

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Beschreibung

«Si este libro quema, quema como solo el hielo puede quemar».  Charles Baudelaire «Las amistades peligrosas, en resumen, conforma una mitología contemporánea».  André Malraux En esta novela epistolar, ambientada en las postrimerías del siglo XVIII, dos aristócratas sin escrúpulos, la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, forjan una alianza para convertir la seducción en un juego cruel, en un refinado duelo libertino. El objetivo inmediato será pervertir a una respetable viuda, a una quinceañera recién salida del pensionado y a su joven pretendiente. Sin embargo, los tejemanejes de Merteuil y Valmont acabarán revelando más que su afición al escándalo. Conforme aparezcan las voces de los demás personajes, se pondrán en evidencia las dobleces de toda una sociedad, así como los peligros universales que comporta la pasión amorosa. Las amistades peligrosas, que ponemos a disposición del lector en una nueva traducción a cargo de Mauro Armiño, no es solo una de las obras maestras de la literatura francesa, sino uno de los libros más descarados, divertidos y cautivadores de la literatura europea del siglo XVIII.

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Seitenzahl: 731

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


 

Edición en formato digital: enero de 2025

Título original: Les Liaisons dangereuses

En cubierta: © rawpixel

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© De la traducción y notas, Mauro Armiño

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 979-13-87688-37-0

Conversión a formato digital: María Belloso

Nota a la edición

El texto francés de Les Liaisons dangereuses no plantea problemas desde la segunda edición, aparecida en abril de 1782, después de que en mayo se editase la primera. Laclos había corregido las numerosas erratas de esta última. No volvió el autor sobre el texto, aunque en 1787 dio su visto bueno a un editor anónimo para que publicara la novela acompañada por la correspondencia que intercambió con Mme. Riccoboni y por unas treinta páginas más recogidas con el título de Pièces fugitives. Será esta, conocida como la «edición de Nantes», la que, a una pregunta de su hijo, le recomiende Laclos como la mejor, probablemente por la inclusión de esos textos ajenos a la novela, pero relacionados con ella; no ofrece sin embargo más novedades que la corrección de erratas. Aunque Laclos no la «hizo», según él mismo escribe, su contacto con el desconocido editor permitió que el autor la recomendase como la mejor.

Esos textos, el de 1782 y 1787, son los seguidos por las ediciones francesas actuales, empezando por las Œuvres complètes de Laclos (Bibliothèque de La Pléiade, Gallimard, 1979) preparadas por Laurent Versini, que contienen, además, todos los escritos de nuestro autor: su ensayo inconcluso Des femmes et de leur éducation, la abultada correspondencia privada y los breves escritos políticos de un militar que pasó por distintas situaciones profesionales –mariscal de campo destituido y condenado a la guillotina, de la que escapó por poco para terminar como general de brigada en el Ejército napoleónico del Rin–, por tres etapas políticas claves de la historia francesa: el final de la monarquía, la Revolución de 1789 y la asunción del poder por Napoleón Bonaparte, consagrado Emperador al año siguiente de la muerte de Laclos.

Si Versini sigue el texto de 1787, Catriona Seth, encargada de la nueva edición de Les Liaisons dangereuses para la misma colección (Bibliothèque de La Pléiade, 2011), se ha atenido a la edición de Nantes, con la correspondencia entre el autor y Mme. Riccoboni y las Pièces fugitives; se acompaña de ilustraciones de distintas ediciones, desde la primera ginebrina ilustrada (1786) y la londinense de 1796, hasta diversas ilustraciones ya en color de la mayoría de ediciones del siglo XX, así como de carteles y escenas de películas inspiradas en la novela, dirigidas por Roger Vadim y Roger Vailland (1959), Stephen Frears (1988), Miloš Forman (1989) y el director coreano Lee Jae-yong (2003). La Bibliothèque de La Pléiade concluye esta edición con una antología de juicios sobre Les Liaisons dangereuses: desde críticas de la época (1782) hasta comentarios más o menos breves de escritores como Baudelaire, André Gide, André Malraux, Heiner Müller, Philippe Sollers o Pascal Quignard.

Entre las ediciones «sueltas» de Les Liaisons dangereuses puede tener interés la dirigida por Charlotte Burel (Folioplus classiques, 2003), que, a partir de su publicación de 2008, incluye un análisis de la polémica adaptación de Stephen Frears y su guionista, Christopher Hampton, de la novela de Laclos, que entre otros méritos tuvo el de «resucitar» mundialmente Les Liaisons,resurrección a la que también colaboró Hampton con una versión teatral que recorrió los principales escenarios del mundo.

He respetado el color «aristocratizante» del texto, que trata a los protagonistas de acuerdo a los usos ortográficos con que la época reflejaba el poder de esa clase social; modernizo la puntuación, a veces irregular, aunque con la prudencia que requiere el valor expresivo que posee en el original. Dejo de lado las variantes, aunque aprovecho alguna significativa a partir del manuscrito que analiza con precisión admirable Laurent Versini en su edición ya citada de las Œuvres complètes de Laclos (1979).

MAURO ARMIÑO

LAS AMISTADES PELIGROSAS,oCARTASRECOGIDAS EN UNA SOCIEDAD, Y PUBLICADASPARA LA INSTRUCCIÓN DE ALGUNAS OTRAS.POR M. C… DE L…Aumentada con una correspondenciadel Autor con Mme. RiccoboniM. DCC. LXXXVII

«He visto las costumbres de mi tiempo, y he publicado estas cartas».

J.-J. ROUSSEAU, prólogo a La nueva Eloísa

Advertencia del librero1

Las ediciones de esta Obra se han multiplicado tanto hasta este día que no habríamos emprendido esta si el azar no nos hubiera proporcionado medios de asegurar su venta, con preferencia a cualquier otra; y esto sin recurrir ni al papel de vitela ni a los caracteres de Baskerville,2 ni siquiera al pequeño formato, cosas todas que, como se sabe, y como está probado por nuestros libros de venta, añaden muchísimo al mérito de las obras.

Esta edición no es solo para uso de las personas que leen los libros que compran, sino que conviene, más particularmente todavía, a todas aquellas que están encantadas de juzgar una obra sin tomarse la molestia de leerla, y son estas las que hemos tenido particularmente en cuenta en nuestra empresa. Para ellas publicamos una correspondencia en la que se encuentra reunido, en un espacio muy pequeño, prácticamente todo lo que se ha dicho y se puede decir a favor y en contra3 de la novela que reimprimimos, de suerte que cada cual podrá elegir el juicio que le convenga tener sobre ella, y que encontrará a mano todas las razones en apoyo de ese juicio sin estar obligado a buscarlas en la obra, lo cual es sin discusión más cómodo y más seguro.

Se nos ha asegurado que esta correspondencia había existido realmente entre Mme. Riccoboni4 y M. C. de L., y así lo creemos. En efecto, ¿quién sino la encantadora autora de Catesby hubiera podido poner tanta gracia en su crítica, y quién sino el autor de la novela hubiera podido poner tanto celo en su defensa? Nos ha parecido que, por ambas partes, los razonamientos eran intensos e impacientes; y nos ha parecido que esta correspondencia habría podido conseguir un rango distinguido entre las obras polémicas si, por desgracia, los dos adversarios no hubieran olvidado decirse injurias. Tal negligencia nos hace creer que estas cartas no habían sido destinadas a ver la luz.

No creemos deber cuenta alguna al público sobre la forma en que estas cartas nos han llegado; solo le diremos que nos han sido entregadas con algunas poesías fugitivas del autor de la novela. Como algunas de estas poesías aún no han sido impresas, y como las otras lo son de manera defectuosa, y dispersas en diferentes recopilaciones, hemos pensado que a algunas personas les encantaría encontrarlas reunidas aquí, siempre que el precio de la obra no aumente. Nos limitamos a pedir la preferencia.

 

 

 

 

 

 

 

1Advertencia añadida en la edición de 1787, escrita probablemente, como la del «editor» y la del «redactor», por el propio Laclos.

2John Baskerville (1706-1775), impresor inglés que diseñó diversas fuentes tipográficas fundiendo tipos de impresión que destacaban por la búsqueda de la claridad y la elegancia. Sus tipos tuvieron que esperar 150 años para «resucitar» y convertirse desde 1921 en una tipografía muy utilizada.

3La correspondencia entre Mme. Riccoboni y el autor, págs. 429-443.

4Marie-Jeanne Riccoboni (1713-1792) se casó con el dramaturgo y actor Antoine-François Riccoboni, hijo del italiano Luigi Riccoboni (1676-1753) a quien, una vez muerto Luis XIV, el Regente Philippe d’Orléans llamó para que «refundase» en París la Comedia Italiana, expulsada en 1697 por el rey:la amante en ese momento del monarca, Mme. de Maintenon, se había dado por aludida en la obra La Fausse prude (La falsa mojigata). Marie-Jeanne colaboró como actriz en la compañía italiana, aunque, según Diderot, era «una de las peores actrices que apareció nunca en escena. Nadie habla mejor del arte, nadie interpreta peor» (Paradoja sobre el comediante, trad. M. Armiño, Editorial Valdemar, 2003.)Ella misma reconoció su falta de dotes para el teatro y, una vez retirada de la escena en 1761, frecuentó la vida intelectual parisina y escribió novelas de gran éxito que el propio Diderot no dudó en alabar. Publicó diez novelas epistolares bajo la influencia del inglés Richardson; entre sus títulos figuran Lettres de Fanny Butler, Histoire du marquis de Cressy, Ernestine (quizá su mayor éxito), Lettres de Milady Juliette Catesby à Milady Henriette Campley, son amie (1759), a la que se alude en la línea siguiente.Mantuvo amistad y correspondencia con Laclos, a quien empezó recriminando unos «caracteres que no pueden existir», e invitándole a «no adornar nunca el vicio, los atractivos que ha prestado a Mme. de Merteuil». («Correspondance entre Mme. Riccoboni et l’auteur des Liaisons dangereuses», en Laclos, Les Liaisons dangereuses,La Pléiade, Gallimard, ed. Catriona Seth,2011, págs. 461-479).

Prefacio del redactor

Esta obra, o más bien esta recopilación, que el público tal vez encuentre todavía demasiado voluminosa, no contiene sin embargo sino el número más pequeño de las cartas que componían la totalidad de la correspondencia de la que está extraída. Encargado de ponerla en orden por las personas a las que había llegado,5* y cuya intención de publicarla yo conocía, solo pedí, por precio de mis cuidados, el permiso de podar cuanto me pareciera inútil; y de hecho he tratado de conservar únicamente las cartas que me han parecido necesarias, bien para la comprensión de los acontecimientos, bien para el desarrollo de los caracteres. Si se añade a este ligero trabajo el de volver a colocar por orden las cartas que he dejado subsistir, orden para el que he seguido incluso casi siempre el de las fechas, y por último algunas notas breves y raras, y que, en su mayoría, no tienen otro objeto que indicar la fuente de algunas citas, o justificar algunas de las supresiones que me he permitido, se tendrá toda la parte que he tenido en esta obra. Mi misión no se extendía más allá.6**

Había propuesto cambios más considerables, y casi todos relativos a la pureza de dicción o de estilo, contra la que se encontrarán muchas faltas. También habría deseado que se me hubiera autorizado a cortar algunas cartas demasiado largas, varias de las cuales tratan por separado, y casi sin transición, de temas totalmente ajenos unos a otros. Este trabajo, que no fue aceptado, no habría bastado sin duda para dar mérito a la obra, pero al menos habría eliminado una parte de los defectos.

Se me objetó que eran las cartas mismas lo que se quería dar a conocer, y no solo una obra hecha a partir de esas cartas; que sería tan contrario a la verosimilitud como a la verdad que, de las ocho o diez personas que han intervenido en esta correspondencia, todas hubieran escrito con la misma pureza. Y cuando hice ver que, lejos de eso, no había por el contrario ninguna que no hubiera cometido faltas graves, y que no se dejaría de criticar, se me respondió que todo lector razonable esperaría seguramente encontrar faltas en una recopilación de cartas de algunos particulares, ya que en todas las publicadas hasta ahora de diferentes autores estimados, e incluso de algunos académicos, ninguna se encontraba totalmente a salvo de ese reproche. Estas razones no me convencieron, y las encontré, como sigo encontrándolas, más fáciles de dar que de recibir; pero yo no era el dueño, y me sometí. Solo me reservé el derecho a protestar contra ella, y a declarar que no era esa mi opinión, cosa que hago en este momento.

En cuanto al mérito que esta obra puede tener, tal vez no me corresponda explicarlo, dado que mi opinión no debe ni puede influir en la de nadie. Sin embargo, aquellos que, antes de iniciar una lectura, se alegran de saber más o menos con qué contar, estos, digo, pueden seguir; los demás harán mejor pasando de inmediato a la obra misma; ya saben suficiente.

Lo que puedo decir en primer lugar es que si mi opinión fue, como reconozco, dar a conocer estas cartas, estoy muy lejos sin embargo de esperar su éxito: y que no se tome esta sinceridad de mi parte por la falsa modestia de un autor, pues declaro con la misma franqueza que si esta recopilación no me hubiera parecido digna de ser ofrecida al público, no me habría ocupado de ella. Tratemos de conciliar esta aparente contradicción.

El mérito de una obra reside en su utilidad o en su agrado, e incluso en ambos cuando es susceptible de ello; pero el éxito, que no siempre prueba el mérito, a menudo depende más de la elección del tema que de su ejecución, del conjunto de motivos que presenta que de la manera en que son tratados. Pero en esta recopilación que contiene, como anuncia su título, las cartas de todo un grupo de personas, reina una diversidad de intereses que debilita el del lector. Además, como casi todos los sentimientos que en ellas se expresan son fingidos o disimulados, solo pueden provocar un interés de curiosidad siempre muy por debajo del interés sentimental, que, sobre todo, predispone menos a la indulgencia y deja ver tanto más las faltas que se encuentran en los detalles, sobre todo cuando estos se oponen sin cesar al único deseo que se quiere satisfacer.

Tal vez estos defectos queden parcialmente compensados por una cualidad que depende asimismo de la naturaleza de la obra: es la variedad de estilos; mérito que un autor alcanza a duras penas, pero que aquí se presentaba de forma espontánea y que evita al menos el hastío de la uniformidad. Algunas personas también podrán valorar un número bastante grande de observaciones nuevas o poco conocidas, y que se encuentran dispersas en estas cartas. Estos son, creo yo, todos los encantos que pueden esperarse de estas cartas, incluso juzgándolas con la mayor benevolencia.

La utilidad de la obra, que tal vez sea más discutida todavía, me parece sin embargo más fácil de establecer. Pienso al menos que es hacer un servicio a las costumbres desvelar los medios que emplean los que las tienen malas para corromper a los que las tienen buenas, y creo que estas cartas podrán contribuir eficazmente a ese fin. También se encontrará en ellas la prueba y el ejemplo de dos verdades importantes que podrían creerse desconocidas viendo lo poco que se practican: una, que toda mujer que consiente en recibir en su círculo a un hombre sin costumbres, termina por volverse su víctima; la otra, que toda madre es cuando menos imprudente si tolera que otra que no sea ella goce de la confianza de su hija. Los jóvenes de uno y otro sexo podrían además aprender aquí que la amistad que las personas de malas costumbres parecen concederles tan fácilmente no es nunca más que una trampa peligrosa, y tan fatal para su felicidad como para su virtud. Sin embargo, en este caso me parece demasiado temer el abuso, siempre tan cerca del bien; y, lejos de aconsejar esta lectura a la juventud, me parece importantísimo alejar de ella a todas las de este género. La época en que esta puede dejar de ser peligrosa y volverse útil me parece haber sido muy bien captada, para su sexo, por una buena madre que no solo tiene juicio, sino que tiene buen juicio. «Creería, me decía después de haber leído el manuscrito de esta correspondencia, hacer un verdadero favor a mi hija dándole este libro el día de su boda».7 Si todas las madres de familia piensan lo mismo, me felicitaré eternamente de haberlo publicado.

Pero partiendo incluso de esta favorable suposición, sigue pareciéndome que esta recopilación debe agradar a poca gente. Los hombres y las mujeres depravados estarán interesados en denigrar una obra que puede perjudicarlos, y, como no carecen de habilidad, tal vez tengan la de poner de su parte a los rigoristas, alarmados por el cuadro de malas costumbres que no se ha temido presentar.

Los que se pretenden descreídos no se interesarán en una mujer devota, a la que por eso mismo mirarán como una mujerzuela, mientras que los devotos se enfadarán al ver sucumbir a la virtud y se quejarán de que la religión se muestre con demasiado poco poder.

Por otro lado, las personas de un gusto exquisito se sentirán hastiadas por el estilo demasiado simple y demasiado incorrecto de varias de estas cartas, mientras el común de los lectores, seducidos por la idea de que este impreso es fruto de un trabajo, creerá ver en algunas otras la manera laboriosa de un autor que se muestra detrás del personaje al que hace hablar.

Por último, tal vez se diga de manera bastante general que cada cosa solo tiene valor en su sitio; y que, si de ordinario el estilo demasiado pulido de los autores priva en efecto de gracia a las cartas de sociedad, las negligencias de estas se convierten en verdaderas faltas y las vuelven insoportables cuando se las entrega a la imprenta.

Confieso sinceramente que todos estos reproches pueden ser fundados; creo también que me sería posible responder a ellos, e incluso sin exceder la extensión de un prefacio. Pero debe comprenderse que, para que fuera necesario responder a todo, sería preciso que la obra no pudiera responder a nada, y que si yo así lo hubiera considerado, habría suprimido tanto el prefacio como el libro.

 

 

 

 

 

 

 

5* Los herederos de Mme. de Rosemonde. Carta CLXIX.

6** Debo advertir también que he suprimido o cambiado todos los nombres de las personas de las que se trata en estas cartas; y que si, en el número de las que he sustituido, se hallara alguno que perteneciera a alguien,solo sería un error de mi parte, del que no habría que sacar ninguna consecuencia.

7Tópico que figura en varias obras de la época; el marqués de Sade, por ejemplo, la pone como cita previa a su novela, La filosofía en el tocador: «La madre prescribirá esta lectura a su hija».

Advertencia del editor

Nos creemos en el deber de advertir al público que, a pesar del título de esta obra, y de lo que dice el redactor en su prefacio, no garantizamos la autenticidad de esta recopilación, y que tenemos incluso fuertes razones para pensar que no se trata sino de una novela.

Creemos además que el autor, que sin embargo parece haber buscado la verosimilitud, la ha destruido él mismo, y de manera muy torpe, debido a la época en que sitúa los sucesos que publica. En efecto, varios de los personajes que saca a escena tienen tan malas costumbres que es imposible suponer que hayan vivido en nuestro siglo; en este siglo de filosofía, en el que, como se sabe, las luces, difundidas por todas partes, han hecho a todos los hombres tan honrados y a todas las mujeres tan modestas y reservadas.

Nuestra opinión es pues que, si las aventuras relatadas en esta obra tienen un fondo de verdad, no han podido ocurrir sino en otros lugares o en otros tiempos; y censuramos mucho al autor que, aparentemente seducido por la esperanza de interesar más acercándose más a su siglo y a su país, se ha atrevido a hacer aparecer bajo nuestro atuendo y con nuestros usos unas costumbres que nos son tan extrañas.

Para preservar al menos, tanto como nos es posible, al lector demasiado crédulo de toda sorpresa a este respecto, apoyaremos nuestra opinión en un razonamiento que le proponemos con confianza, porque nos parece victorioso y sin réplica: es que, sin duda, las mismas causas no dejarían de producir los mismos efectos, y sin embargo no vemos hoy a ninguna señorita con sesenta mil libras de renta8 hacerse religiosa, ni a ninguna Presidenta9joven y guapa morir de pena.

 

 

 

 

 

 

 

8Renta cuantiosa que sitúa a su propietario muy alto en la escala social; se consideraba que la renta de los nobles tenía que pasar de las cuarenta mil libras.

9Esposa del Presidente de un Parlamento, que ejerce además las funciones de juez.

PRIMERA PARTE

Carta ICÉCILE VOLANGESA SOPHIE CARNAY,en las Ursulinas de …10

Ya ves, mi buena amiga, que cumplo mi palabra, y que las cofias y los perifollos no absorben todo mi tiempo; siempre me quedará para ti. Sin embargo, he visto más adornos en este solo día que en los cuatro años que pasamos juntas, y creo que la orgullosa Tanville11* sentirá más rabia en mi primera visita, en la que cuento con tratar de verla, de la que ella creyó producir en nosotras cada vez que vino a vernos in fiocchi.12 Mamá me ha consultado sobre todo; me trata mucho menos como interna que en el pasado. Tengo una doncella para mí; tengo una habitación y un gabinete del que dispongo, y te escribo en un secreter muy bonito, cuya llave me han entregado y en el que puedo guardar todo lo que quiero. Mamá me ha dicho que la vería todos los días al levantarse; que bastaba con que estuviera peinada para almorzar porque siempre estaríamos solas, y que entonces me diría cada día la hora en que debería ir a reunirme con ella por la tarde. El resto del tiempo está a mi disposición, y tengo mi arpa, mi dibujo y libros como en el convento; salvo que la Madre Perpétue no está aquí para reñirme, y que solo de mí dependería estar siempre sin hacer nada; pero como no tengo a mi Sophie para charlar y reír, prefiero ocuparme en algo.

No son las cinco todavía; no tengo que ir a reunirme con mamá hasta las siete; ¡cuánto tiempo, si tuviera algo que decirte! Pero todavía no me han hablado de nada, y de no ser por los preparativos que veo hacer y la cantidad de costureras que vienen para mí, creería que no piensan en casarme, y que eso no es más que otro chisme de la buena de Joséphine.13* Sin embargo, mamá me ha dicho tantas veces que una señorita debía permanecer en el convento hasta que se casase que, puesto que me han sacado de él, es preciso que Joséphine tenga razón.

Acaba de pararse una carroza en la puerta, y mamá me manda decir que vaya a su habitación enseguida. ¿Y si fuera el señor? No estoy vestida. Me tiembla la mano y me palpita el corazón. He preguntado a la doncella si sabía quién estaba con mi madre. «Sinceramente —me ha dicho—, es el señor C***». ¡Y se reía! ¡Oh!, creo que es él. Volveré sin falta para contarte lo que haya pasado. Ese es su nombre. No hay que hacerse esperar. Adiós, hasta dentro de un momentito.

¡Cómo vas a burlarte de la pobre Cécile! ¡Oh!, qué vergüenza he pasado! Pero también tú habrías caído en la trampa como yo. Al entrar en el cuarto de mamá, he visto a un señor de negro, de pie a su lado. Lo he saludado lo mejor que he podido, y me he quedado sin poder moverme de mi sitio. ¡Ya supondrás cómo lo examinaba! «Señora —le ha dicho a mi madre, al saludarme—, es una señorita encantadora, y siento mejor que nunca el valor de vuestras bondades». Ante estas palabras tan categóricas he sido presa de tal temblor que no podía sostenerme; tras encontrar un sillón, me he sentado en él, muy colorada y muy desconcertada. Nada más sentarme ese hombre se ha postrado a mis pies. Tu pobre Cécile ha perdido entonces la cabeza; me encontraba, como dijo mamá, totalmente asustada. Me he levantado lanzando un grito penetrante…, vaya, como aquel día del trueno. Mamá lanzó una carcajada diciéndome: «Bueno, ¿qué os pasa? Sentaos, y dad vuestro pie al señor». En efecto, mi querida amiga, el señor era un zapatero. No puedo decirte lo avergonzada que me he sentido; por suerte allí solo estaba mamá. Creo que, cuando me case, no seguiré empleando a ese zapatero.

¡Convendrás conmigo en que somos muy sabias! Adiós. Son casi las seis, y mi doncella dice que tengo que vestirme. Adiós, mi querida Sophie; te quiero como si todavía estuviera en el convento.

P. S. No sé con quién enviar mi carta; por eso esperaré a que venga Joséphine.

París, 3 de agosto de 17**

Carta IILA MARQUESA DE MERTEUILAL VIZCONDE DE VALMONT,Castillo de…

Volved, mi querido Vizconde, volved: ¿qué hacéis, qué podéis hacer, en casa de una vieja tía,14 de la que heredaréis todos sus bienes? Partid de inmediato; os necesito. Se me ha ocurrido una excelente idea, y quiero confiaros su ejecución. Estas pocas palabras deberían bastar; y, demasiado honrado por mi elección, deberíais venir deprisa a recibir mis órdenes de rodillas; pero abusáis de mis bondades, incluso después de que ya no os servís de ellas; y en la alternativa de un odio eterno o una excesiva indulgencia, vuestra felicidad quiere que mi bondad se imponga. Deseo, pues, poneros al corriente; pero juradme que, como fiel Caballero, no correréis ningún aventura hasta que no hayáis llevado a buen término esta. Es digna de un héroe; serviréis al amor y a la venganza; será, en fin, una calaverada15*más que poner en vuestras Memorias; sí, en vuestras Memorias; porque quiero que se impriman un día, y yo me encargo de escribirlas. Pero dejemos eso y volvamos a lo que me interesa.

Mme. de Volanges casa a su hija: es todavía un secreto; me lo comunicó ayer. ¿Y a quién creéis que ha elegido por yerno? Al Conde de Gercourt. ¿Quién me habría dicho que me convertiría en prima de Gercourt? Estoy tan furiosa… ¡Pues bien!, ¿seguís sin adivinar? ¡Oh, qué espíritu tan torpe! ¿Le habéis perdonado acaso la aventura con la Intendente? Y yo, ¿no tengo todavía más motivos de queja contra él, monstruo?16** Pero me calmo, y la esperanza de vengarme serena mi alma.

Cien veces os habéis sentido contrariado, como yo, por la importancia que Gercourt da a la mujer que ha de ser suya, y por la especie de presunción que lo hace creer que evitará la suerte inevitable. Ya conocéis sus ridículas prevenciones sobre las educaciones claustrales, y su prejuicio, todavía más ridículo, en favor del recato de las rubias. En efecto, apostaría que, a pesar de las sesenta mil libras de renta de la pequeña Volanges, nunca habría hecho ese matrimonio si ella hubiera sido morena, o si no hubiera sido educada en el convento. Probémosle pues que no es más que un cornudo; sin duda lo será un día; no es eso lo que me preocupa; pero lo divertido sería que empezara por ahí. ¡Cómo nos divertiríamos al día siguiente oyéndolo vanagloriarse! Porque se vanagloriará; y además, una vez que vos hayáis formado a esa pequeña, muy mala suerte tendríamos si Gercourt no se vuelve, como tantos otros, la comidilla de París.

Por lo demás, la heroína de esta nueva novela merece todas vuestras atenciones; es realmente guapa; solo tiene quince años; es un capullo de rosa: torpe en verdad como ninguna, y nada experta en las buenas maneras; pero vosotros los hombres no teméis eso; además, cierta mirada lánguida que en verdad promete mucho; añadid a esto que yo os la recomiendo; no tenéis más que darme las gracias y obedecerme.

Recibiréis esta carta mañana por la mañana. Exijo que mañana, a las siete de la tarde, estéis en mi casa. No recibiré a nadie hasta las ocho, ni siquiera al Caballero reinante: no tiene suficiente cabeza para un asunto tan grande. Ya veis que el amor no me ciega. A las ocho os devolveré vuestra libertad, y regresaréis a las diez, a cenar con el bello objeto;17 porque la madre y la hija cenarán en mi casa. Adiós. Es más de mediodía; pronto no me ocuparé más de vos.

París, 4 de agosto de 17**

Carta IIICÉCILE VOLANGESA SOPHIE CARNAY

Todavía no sé nada, mi buena amiga. Ayer mamá tenía mucha gente a cenar. A pesar del interés que yo tenía por observar, sobre todo a los hombres, me aburrí mucho. Hombres y mujeres, todo el mundo me miró de manera insistente; y luego se hablaban al oído, y yo me daba cuenta de que hablaban de mí; eso me hacía sonrojarme; no podía evitarlo. Lo habría querido, porque advertí que cuando miraban a las otras mujeres no se sonrojaban; o bien es el colorete que se ponen lo que impide ver lo que les causa el apuro; porque debe ser muy difícil no ruborizarse cuando un hombre nos mira fijamente.

Lo que más me inquietaba era no saber lo que pensaban de mí. Creo, sin embargo, haber oído dos o tres veces la palabra guapa;pero oí con toda claridad la de torpe; y es preciso que eso sea verdad, porque la mujer que lo decía es pariente y amiga de mi madre. Parece incluso haber sentido enseguida simpatía por mí. Fue la única persona que me habló un poco durante la velada. Mañana cenaremos en su casa.

También oí, después de la cena, a un hombre que estoy segura de que hablaba de mí, y que decía a otro: «Hay que dejarlo madurar, veremos este invierno». Puede que sea el que debe casarse conmigo; pero entonces ¡no sería hasta dentro de cuatro meses! Mucho me gustaría saber qué hay de todo esto.

Aquí llega Joséphine, y me dice que tiene prisa. Sin embargo, quiero contarte todavía una de mis torpezas. ¡Oh!, ¡creo que esa dama tiene razón!

Después de la cena se pusieron a jugar. Yo me coloqué junto a mamá; no sé cómo ocurrió, pero me dormí casi de inmediato. Una gran carcajada me despertó. No sé si se reían de mí, pero creo que sí. Mamá me permitió retirarme, y me causó un gran placer. ¡Figúrate que eran las once pasadas! Adiós, mi querida Sophie, no dejes de querer a tu Cécile. Te aseguro que el mundo no es tan divertido como imaginábamos.

París, 4 de agosto de 17**

Carta IVEL VIZCONDE DE VALMONTA LA MARQUESA DE MERTEUILen París

Vuestras órdenes son deliciosas; vuestra forma de darlas más amable todavía; haríais amar el despotismo. No es la primera vez, como sabéis, que lamento no ser ya vuestro esclavo; y por más monstruo que decís que soy, nunca recuerdo sin placer la época en que me honrasteis con nombres más dulces. A menudo incluso deseo merecerlos de nuevo y terminar dando a vuestro lado un ejemplo de constancia al mundo. Pero intereses mayores nos llaman; conquistar es nuestro destino; hay que seguirlo: quizás al final de la carrera volvamos a encontrarnos; porque, dicho sea sin molestaros, mi bellísima marquesa, me seguís al menos con un paso igual; y desde que, separándonos para felicidad del mundo, predicamos la fe cada uno por nuestro lado, me parece que, en esa misión de amor, vos habéis hecho más prosélitos que yo. Conozco vuestro celo, vuestro ardiente fervor; y si ese Dios nos juzga, como el otro, por nuestras obras, un día seréis la patrona de alguna gran ciudad, mientras vuestro amigo será a lo sumo un santo de pueblo. Este lenguaje os asombra, ¿verdad?18 Pero desde hace ocho días no oigo ni hablo otro; y es para perfeccionarme en él por lo que me veo forzado a desobedeceros.

No os enfadéis, y escuchadme. Depositaria de todos los secretos de mi corazón, voy a confiaros el mayor proyecto que nunca haya formado. ¿Qué me proponéis? Seducir a una jovencita que no ha visto nada, que no conoce nada; que, por así decir, se me entregaría sin defensa; a la que un primer homenaje no dejará de embriagar, y a la que tal vez la curiosidad empuje más que el amor. Hay otros veinte que pueden conseguirlo igual que yo. No ocurre lo mismo con la empresa que me ocupa; su éxito me asegura tanta gloria como placer. El amor, que prepara mi corona, vacila entre el mirto y el laurel, o más bien los reunirá para honrar mi triunfo. Vos misma, mi bella amiga, quedaréis sobrecogida por un santo respeto, y diréis con entusiasmo: «Ese es el hombre de mi corazón».

Conocéis a la Presidenta Tourvel, su devoción, su amor conyugal, sus austeros principios. He ahí lo que ataco, he ahí la enemiga digna de mí; he ahí el objetivo que pretendo alcanzar:

Et si de l’obtenir je n’emporte le prix,

J’aurais du moins l’honneur de l’avoir entrepris.

Se pueden citar malos versos cuando son de un gran poeta.19*

Ya sabréis que el Presidente está en Borgoña, siguiendo un gran proceso (espero hacerle perder uno más importante). Su inconsolable mitad debe pasar aquí todo el tiempo de esa lastimosa viudedad. Misa diaria, algunas visitas a los pobres del cantón, rezos por la mañana y por la noche, paseos solitarios, piadosas conversaciones con mi vieja tía, y alguna vez un triste wisk,20 debían ser sus únicas distracciones. Yo le preparo otras más eficaces. Mi ángel bueno me ha traído aquí para su felicidad y la mía. ¡Insensato! Yo que lamentaba las veinticuatro horas que sacrificaba a las atenciones habituales, ¡cómo se me castigaría obligándome a volver a París! Por suerte hay que ser cuatro para jugar al wisk; y como aquí solo está el párroco del lugar, mi eterna tía me ha presionado mucho para que le sacrifique algunos días. Adivináis que he accedido. No podéis imaginar cuánto me mima desde ese momento, sobre todo cuán edificada está al verme regularmente en sus rezos y en su misa. No sospecha cuál es la divinidad que adoro.

Así pues, aquí estoy, desde hace cuatro días, entregado a una pasión fuerte. Conocéis la viveza de mis deseos, cómo devoro los obstáculos; pero lo que ignoráis es cuánto añade la soledad al ardor del deseo. Solo tengo una idea; pienso en ella por el día y sueño con ella por la noche. Necesito tener a esa mujer para salvarme del ridículo de estar enamorado: porque ¿adónde no lleva el deseo contrariado? ¡Oh delicioso goce! Te imploro por mi felicidad, y sobre todo por mi reposo. ¡Qué afortunados somos de que las mujeres se defiendan tan mal! A su lado no seríamos más que tímidos esclavos. En este momento tengo un sentimiento de gratitud hacia las mujeres fáciles que me lleva naturalmente a vuestros pies. Me prosterno ante ellos para obtener mi perdón, y ante ellos termino esta carta demasiado larga. Adiós, mi bellísima amiga: sin rencor.

Castillo de…, 5 de agosto de 17**

Carta VLA MARQUESA DE MERTEUILAL VIZCONDE DE VALMONT

¿Sabéis, Vizconde, que vuestra carta es de una rara insolencia, y que solo de mí dependería enfadarme? Pero me ha probado claramente que habéis perdido la cabeza, y solo eso os ha salvado de mi indignación. Amiga generosa y sensible, olvido mi injuria para ocuparme únicamente de vuestro peligro; y por enojoso que sea razonar, cedo a la necesidad que de ello tenéis en este momento.

¡Vos poseer a la Presidenta Tourvel! ¡Qué capricho tan ridículo! Reconozco ahí vuestra mala cabeza, que solo sabe desear lo que cree que puede obtener. Pero ¿quién es esa mujer? Rasgos regulares, si queréis, pero ninguna expresión; pasablemente hecha, pero sin atractivos; ¡siempre vestida como para hacer reír! ¡Con sus manojos de pañoletas sobre el pecho y su corsé que le sube hasta la barbilla! Os lo digo como amiga, os bastarían dos mujeres como esa para haceros perder toda vuestra reputación. Recordad aquel día en que ella estaba postulando en Saint-Roch,21 y en el que vos me agradecisteis tanto haberos procurado aquel espectáculo. Todavía creo estar viéndola, dando la mano a aquel mamarracho de cabellos largos, a punto de caerse a cada paso con su miriñaque de cuatro varas22 sobre la cabeza de alguien, y sonrojándose a cada reverencia. ¿Quién os hubiera dicho entonces que desearíais a esa mujer? Vamos, Vizconde, avergonzaos y volved en vos. Os prometo el secreto.

Además, ¡ved los sinsabores que os aguardan! ¿Qué rival tenéis que combatir? ¡Un marido! ¡Y no os sentís humillado por esta sola palabra! ¡Qué vergüenza si fracasáis! E incluso, ¡qué poca gloria en el éxito! Digo más: no esperéis ningún placer. ¿Lo hay con las mojigatas? Me refiero a las de buena fe. Reservadas en el seno mismo del placer, solo os ofrecen goces a medias. Esa total entrega de una misma, ese delirio de la voluptuosidad en que el placer se depura por su exceso, esos bienes del amor, ellas no los conocen. Os lo anuncio; en la mejor de las suposiciones, vuestra Presidenta creerá haber hecho todo por vos tratándoos como a su marido, y en la intimidad conyugal más tierna siempre se sigue siendo dos. Aquí es mucho peor todavía; vuestra mojigata es devota, y de esa devoción de mujer simple condenada a una infancia eterna. Tal vez superéis ese obstáculo, pero no os hagáis la ilusión de destruirlo: vencedor del amor de Dios, no lo seréis del miedo al Diablo; y cuando, con vuestra amante en vuestros brazos, sintáis palpitar su corazón, será de temor y no de amor. Quizá si hubierais conocido a esa mujer antes, habríais podido hacer algo; pero tiene veintidós años, y hace casi dos que está casada. Creedme, Vizconde, cuando una mujer se ha embadurnado de prejuicios hasta ese punto, hay que abandonarla a su suerte; nunca será más que una mediocre.

Es sin embargo por ese bello objeto por lo que os negáis a obedecerme, por lo que os enterráis en la tumba de vuestra tía y por lo que renunciáis a la aventura más deliciosa y más apropiada para honraros. ¿Por qué fatalidad es preciso que Gercourt siempre os aventaje? Mirad, os hablo sin enojarme; pero, en este momento, estoy tentada a creer que no merecéis vuestra reputación; estoy tentada sobre todo a retiraros mi confianza. Nunca me acostumbraré a decir mis secretos al amante de Mme. de Tourvel.

Sabed sin embargo que la pequeña Volanges ya ha hecho perder una cabeza. El joven Danceny está loco por ella. Ha cantado con ella; y, en efecto, ella canta mejor de lo que corresponde a una interna. Deben ensayar muchos dúos, y creo que ella se pondría de buena gana al unísono; pero este Danceny es un niño que perderá su tiempo cortejándola y no rematará nada. La pequeña por su parte es bastante arisca; y, pase lo que pase, será mucho menos divertido de lo que vos habríais podido hacerlo; también estoy de mal humor, y a buen seguro reñiré al Caballero cuando llegue. Le aconsejo que sea dulce, pues en este momento no me costaría nada romper con él. Estoy segura de que si tuviera la buena ocurrencia de dejarlo ahora, se desesperaría; y nada me divierte tanto como una desesperación amorosa. Él me llamaría pérfida, y esa palabra siempre me ha gustado; es, después de la de cruel, la más dulce al oído de una mujer, y la que menos cuesta merecer. En serio, voy a ocuparme de esta ruptura. ¡Ya veis, sin embargo, lo que provocáis! Por eso lo cargo sobre vuestra conciencia. Adiós. Encomendadme a las oraciones de vuestra Presidenta.

París, 7 de agosto de 17**

Carta VIEL VIZCONDE DE VALMONTA LA MARQUESA DE MERTEUIL

Así pues, ¡no hay mujer que no abuse del poder que ha sabido adquirir! Y vos misma, vos a quien yo llamé con tanta frecuencia mi indulgente amiga, ¡dejáis por fin de serlo y no teméis atacarme en el objeto de mis afectos! ¡Con qué trazos os atrevéis a pintar a Mme. de Tourvel…! ¿Qué hombre no hubiera pagado con su vida esa insolente audacia? ¿A qué otra mujer que no fuerais vos no le hubiera valido por lo menos una perfidia? Por favor, no volváis a ponerme en tan rudas pruebas; no respondería de poder soportarlas. En nombre de la amistad, esperad a que haya conseguido a esa mujer, si queréis hablar mal de ella. ¿No sabéis que solo los placeres, hijos del amor, tienen derecho a desatar su venda?

Pero ¿qué digo? ¿Tiene necesidad Mme. de Tourvel de ilusión? No; para ser adorable le basta ser ella misma. Vos le reprocháis vestirse mal; estoy de acuerdo: cualquier adorno la perjudica; todo lo que la tapa, la desluce. Es en el abandono del desaliño donde está realmente fascinante. Gracias a los agobiantes calores que soportamos, un vestido de simple tela me deja ver su talle redondo y ligero. Una sola muselina cubre su escote y mis miradas furtivas, pero penetrantes, ya han captado sus formas encantadoras. Su rostro, decís, no tiene la menor expresión. ¿Y qué expresaría en los momentos en que nada habla a su corazón? No, desde luego, no tiene en absoluto, como nuestras mujeres coquetas, esa mirada mendaz que seduce algunas veces y nos engaña siempre. No sabe cubrir el vacío de una frase con una sonrisa estudiada; y aunque tenga los dientes más bellos del mundo, solo se ríe de lo que la divierte. ¡Pero hay que ver cómo, en los juegos bulliciosos, ofrece la imagen de una alegría ingenua y sincera! ¡Cómo, al lado de un desdichado al que se apresura a socorrer, su mirada anuncia la alegría pura y la bondad compasiva! ¡Hay que ver, sobre todo, cómo, a la menor palabra de elogio o de adulación, se pinta en su celestial rostro ese conmovedor apuro de una modestia que no es fingida!… Es mojigata y devota, ¿y por eso la juzgáis fría e inanimada? Pienso de forma muy distinta. ¿Qué sorprendente sensibilidad no hay que tener para derramarla hasta sobre su marido, o para seguir amando a un ser siempre ausente? ¿Qué prueba más fuerte podríais desear? Yo he sabido, sin embargo, procurarme otra.

Dirigí su paseo de manera que nos encontramos con una zanja que franquear; y, aunque muy vivaracha, es todavía más tímida; ¡como bien sabéis una mojigata teme lanzarse al arroyo!23* Hubo de confiar en mí. Tuve en mis brazos a esa mujer modesta. Nuestros preparativos y el pasaje de mi vieja tía habían hecho reír a carcajadas a la juguetona devota; pero, en cuanto me apoderé de ella, gracias a una hábil torpeza, nuestros brazos se enlazaron mutuamente; apreté su seno contra mi pecho; y, en ese breve intervalo, sentí su corazón latir más deprisa. El amable rubor vino a colorear su rostro, y su embarazosa turbación me hizo saber sobradamente que su corazón había palpitado de amor, y no de temor. Mi tía sin embargo se equivocó como vos, y se puso a decir: «La niña ha tenido miedo»; pero el delicioso candor de la niña no le permitió mentir, y respondió ingenuamente: «Oh, no, pero…». Esta sola frase me iluminó. Desde ese momento, la dulce esperanza reemplazó a la cruel inquietud. Tendré a esta mujer; se la quitaré a un marido que la profana; osaré robársela al Dios mismo que adora. ¡Qué delicia ser sucesivamente el objeto y el vencedor de sus remordimientos! Lejos de mí la idea de destruir los prejuicios que la asedian! Se añadirán a mi felicidad y a mi gloria. Que crea en la virtud, pero que me la sacrifique; que sus faltas la espanten sin que pueda detenerlas; y que, agitada por mil terrores, no pueda olvidarlos, vencerlos más que en mis brazos. Que entonces, lo admito, me diga: «Te adoro»; solo ella, entre todas las mujeres, será digna de pronunciar esas palabras. Seré realmente el Dios que ella habrá preferido.

Obremos de buena fe; en nuestros arreglos, tan fríos como fáciles, lo que llamamos felicidad es apenas un placer. ¿Puedo decíroslo? Creía mi corazón marchito, y, al no encontrar en mí más que sentidos, me quejaba de una vejez prematura. Mme. de Tourvel me ha devuelto las encantadoras ilusiones de la juventud. A su lado no tengo necesidad de gozar para ser feliz. Lo único que me asusta es el tiempo que va a llevarme esta aventura, pues no me atrevo a confiar nada al azar. Por más que recuerde mis felices audacias, no puedo decidirme a ponerlas en práctica. Para que yo sea verdaderamente feliz es preciso que ella se entregue; y eso no es pequeño asunto.

Estoy seguro de que admiraríais mi prudencia. Todavía no he pronunciado la palabra amor; pero ya estamos en las de confianza y de interés. Para engañarla lo menos posible, y sobre todo para prevenir el efecto de murmuraciones que podrían llegarle, yo mismo le he contado, como acusándome, de algunos de mis hechos más conocidos. Os reiríais viendo el candor con que me sermonea. Quiere, dice, convertirme. Todavía no sospecha lo que le costará intentarlo. Está lejos de pensar que abogando, para hablar como ella, por las infortunadas cuya perdición he causado, habla de antemano en su propia causa. Esta idea se me ocurrió ayer en medio de uno de sus sermones, y no pude evitar el placer de interrumpirla para asegurarle que hablaba como un profeta. Adiós, mi bellísima amiga. Ya veis que no estoy perdido sin remedio.

P. S. A propósito, ese pobre Caballero, ¿se ha matado de desesperación? A decir verdad, sois persona cien veces más malvada que yo, y me humillaríais si yo tuviera amor propio.

Castillo de…, 9 de agosto de 17**

Carta VIICÉCILE VOLANGESA SOPHIE CARNAY24*

Si no te he dicho nada de mi matrimonio es porque no estoy más informada que el primer día. Me acostumbro a no pensar en ello y me encuentro bastante a gusto con mi tipo de vida. Estudio mucho mi canto y mi arpa; me parece que los quiero más desde que ya no tengo maestro, o más bien desde que tengo uno mejor. El señor Caballero Danceny, este señor del que te he hablado y con el que canté en casa de Mme. de Merteuil, tiene la amabilidad de venir aquí todos los días, y de cantar conmigo horas enteras. Es extremadamente amable. Canta como un ángel, y compone melodías muy bonitas cuyas letras también escribe. ¡Es una lástima que sea Caballero de Malta!25 Me parece que si se casara, su mujer sería muy feliz… Es de un dulzura encantadora. Nunca da la impresión de hacer un cumplido, y sin embargo todo lo que dice halaga. Me reprende sin cesar, tanto sobre la música como sobre cualquier otra cosa; pero pone en sus críticas tanto interés y alegría que resulta imposible no estarle agradecida. Con solo miraros parece deciros algo galante. Une a todo esto que es muy complaciente. Por ejemplo, ayer, estaba invitado a dar un gran concierto; prefirió quedarse toda la velada en casa de mamá. Eso me causó un gran placer; porque, cuando no está, nadie me habla, y me aburro; mientras que cuando está, cantamos y hablamos juntos. Siempre tiene algo que decirme. Él y Mme. de Merteuil son las dos únicas personas que me parecen amables. Pero adiós, mi querida amiga; he prometido que para hoy me sabría una pequeña aria cuyo acompañamiento es muy difícil, y no quiero faltar a mi palabra. Voy a ponerme a estudiar de nuevo hasta que él llegue.

En…, 7 de agosto de 17**

Carta VIIILA PRESIDENTA DE TOURVELA MADAME DE VOLANGES

No se puede ser más sensible de lo que yo lo soy, Señora, a la confianza que me demostráis, ni tomarse más interés que yo en el futuro de Mlle. de Volanges. Con toda mi alma le deseo una felicidad de la que no dudo que no sea digna, y sobre la cual me remito a vuestra prudencia. No conozco en absoluto al señor conde de Gercourt; pero, honrado por vuestra elección, solo puedo hacerme de él una idea muy favorable. Me limito, Señora, a desear a ese matrimonio un éxito tan feliz como el mío, que es asimismo obra vuestra, y por el que cada día aumenta mi agradecimiento. Que la felicidad de la señorita, vuestra hija, sea la recompensa de la que a mí me habéis procurado; ¡y ojalá que la mejor de las amigas sea también la más feliz de las madres!

Estoy realmente apenada por no poder ofreceros de viva voz el homenaje de este sincero deseo, y conocer, tan pronto como desearía, a Mlle. de Volanges. Después de haber experimentado vuestras bondades realmente maternales, tengo derecho a esperar de ella la tierna amistad de una hermana. Os ruego, Señora, que tengáis a bien pedírsela de mi parte, en espera de que me encuentre en condiciones de merecerla.

Cuento con permanecer en el campo todo el tiempo de la ausencia de M. de Tourvel. He aprovechado este tiempo para disfrutar y aprovechar la compañía de la respetable Mme. de Rosemonde. Esta mujer es siempre encantadora: su avanzada edad no le hace perder nada; conserva toda su memoria y su alegría. Únicamente su cuerpo tiene ochenta y cuatro años; su espíritu solo tiene veinte.

Nuestro retiro lo alegra su sobrino el Vizconde de Valmont, que ha tenido a bien sacrificarnos algunos días. Solo lo conocía por su reputación, que me hacía desear poco conocerlo más; pero me parece que vale más que ella. Aquí, donde el torbellino del mundo no lo echa a perder, habla sensatamente con una facilidad sorprendente, y se acusa de sus errores con un raro candor. Me habla con mucha confianza, y yo lo sermoneo con mucha severidad. Vos, que lo conocéis, convendréis en que sería una hermosa conversión; pero no dudo, a pesar de sus promesas, que ocho días en París le harán olvidar todos mis sermones. El tiempo que pase aquí será descontado al menos de su conducta ordinaria; y creo que, por su forma de vivir, lo que mejor puede hacer es no hacer nada en absoluto. Sabe que estoy ocupada en escribiros, y me ha encargado que os presente sus respetuosos saludos. Recibid también el mío con la bondad que acostumbráis, y no dudéis nunca de mis sinceros sentimientos con los que tengo el honor de ser, etc.

Castillo de…, 9 de agosto de 17**

Carta IXMADAME DE VOLANGESA LA PRESIDENTA DE TOURVEL

Nunca he dudado, mi joven y bella amiga, ni de la amistad que sentís por mí, ni del sincero interés que os tomáis en todo lo que me afecta. No es para aclarar este punto, que espero concertado entre nosotras, por lo que respondo a vuestra respuesta: pero no creo que pueda dispensarme de hablar con vos sobre el Vizconde de Valmont.

No me esperaba, lo confieso, encontrar ese nombre en vuestras cartas. En efecto, ¿qué puede haber de común entre vos y él? No conocéis a ese hombre; ¿dónde habríais podido conseguir la idea del alma de un libertino? Me habláis de su raro candor: ¡Oh!, sí; el candor de Valmont debe ser en efecto muy raro. Todavía más falso y peligroso que amable y seductor, nunca, desde su más temprana juventud, ha dado un paso o dicho una palabra sin tener un proyecto, y nunca tuvo un proyecto que no fuera deshonesto o criminal. Amiga mía, me conocéis; sabéis si, de las virtudes que trato de adquirir, no es la indulgencia la que más estimo. Por eso, si Valmont fuera arrastrado por pasiones fogosas; si, como tantos otros, fuera seducido por los errores de su edad, censurando su conducta me compadecería de su persona, y en silencio esperaría el tiempo en que un feliz retorno le devolviera la estima de las gentes honestas. Pero Valmont no es eso: su conducta es el resultado de sus principios. Sabe calcular todos los horrores que un hombre puede permitirse sin comprometerse; y, para ser cruel y malvado sin peligro, ha elegido a las mujeres por víctimas. No me paro a contar las que ha seducido, pero ¿de cuántas no ha causado la perdición?

En la vida prudente y retirada que lleváis, esas escandalosas aventuras no llegan hasta vos. Yo podría contaros algunas que os harían estremecer; pero vuestras miradas, puras como vuestra alma, resultarían mancilladas por semejantes cuadros: segura de que Valmont nunca será peligroso para vos, no tenéis necesidad de armas semejantes para defenderos. Lo único que tengo que deciros es que, de todas las mujeres a las que ha colmado de atenciones, con éxito o sin él, no hay ninguna que no haya tenido que lamentarse. Únicamente la marquesa de Merteuil es la excepción a esa regla general; solo ella ha sabido resistirle y encadenar su maldad. Confieso que ese rasgo de su vida es el que más le honra a mis ojos; también ha bastado para justificarla plenamente a ojos de todos de algunas inconsecuencias que se le reprochaban al principio de su viudedad.26*

Sea como fuere, mi bella amiga, lo que la edad, la experiencia y sobre todo la amistad me autorizan a explicaros, es que ya se empieza a percibir en sociedad la ausencia de Valmont; y que si se sabe que ha permanecido algún tiempo de tercero entre su tía y vos, vuestra reputación estará entre sus manos, la mayor desgracia que pueda ocurrirle a una mujer. Os aconsejo, por tanto, que exhortéis a su tía a no retenerlo más; y si él se empeña en quedarse, creo que no debíais dudar en cederle la plaza. Pero ¿por qué habría de quedarse? ¿Qué pinta en esa casa de campo? Si hicierais espiar sus pasos, estoy segura de que descubriríais que no hace más que buscar un asilo más cómodo para algunas fechorías que medita en los alrededores. Pero, en la imposibilidad de remediar el mal, contentémonos con protegernos de él.

Adiós, mi bella amiga; resulta que el matrimonio de mi hija se ha retrasado un poco. El conde de Gercourt, al que esperábamos de un día para otro, me hace saber que su Regimiento pasa a Córcega;27 y como todavía hay movimientos de guerra, le será imposible ausentarse antes del invierno. Esto me contraría; pero me hace esperar que tendremos el placer de veros en la boda, pues me disgustaba que se celebrara sin vos. Adiós; soy, sin cumplidos ni reservas, totalmente vuestra.

P. S. Dadle mis recuerdos a Mme. de Rosemonde, a la que siempre amo tanto como merece.

En…, 11 de agosto de 17**

Carta XLA MARQUESA DE MERTEUILAL VIZCONDE DE VALMONT

¿Estáis enfadado conmigo, Vizconde? ¿O estáis muerto? O, cosa que se parecería mucho, ¿no vivís más que para vuestra Presidenta? Esa mujer, que os ha devuelto las ilusiones de la juventud, pronto os devolverá también sus ridículos prejuicios. Ya sois tímido y esclavo; valdría lo mismo estar enamorado. Renunciáis a vuestras felices temeridades. Os estáis comportando sin principios y dejando todo al azar, o más bien al capricho. ¿No recordáis ya que el amor es como la medicina, únicamenteel arte de ayudar a la naturaleza? Ya veis que os golpeo con vuestras armas, pero no me sentiré orgullosa, porque es combatir a un hombre derribado. Es preciso que ella se entregue, me decís: ¡eh!, sin duda, es preciso; también se entregará como las demás, con la diferencia de que lo hará de mala gana. Pero para que termine por entregarse, ¡el verdadero medio es empezar por tomarla! ¡Qué auténtica sinrazón del amor es esa ridícula distinción! Digo el amor, porque estáis enamorado. Hablaros de otro modo sería traicionaros, sería ocultaros vuestro mal. Decidme pues, amante lánguido, esas mujeres que habéis poseído, ¿creéis haberlas violado? Por más ganas que tenga una de entregarse, por más urgida que esté, todavía se necesita un pretexto; ¿y hay otro más cómodo para nosotras que el que nos da la apariencia de ceder a la fuerza? Lo confieso, para mí una de las cosas que más me halagan es un ataque intenso y bien llevado, donde todo se sucede con orden, aunque con rapidez; que no nos ponga nunca en ese penoso aprieto de reparar nosotras mismas una torpeza de la que, por el contrario, habríamos debido aprovecharnos; que sepa dar la impresión de violencia hasta en las cosas que concedemos, y halagar con destreza nuestras dos pasiones favoritas, la gloria de la defensa y el placer de la derrota. Admito que ese talento, más raro de lo que se cree, siempre me ha gustado incluso cuando no me ha seducido, y a veces he llegado a entregarme únicamente como recompensa. Igual que en nuestros antiguos torneos, la hermosura concedía el premio al valor y a la destreza.

Pero vos, vos que ya no sois vos, os comportáis como si tuvierais miedo a triunfar. ¡Eh!, ¿desde cuándo viajáis a pequeñas jornadas y por atajos? Amigo mío, cuando se quiere llegar, ¡caballos de posta y carretera ancha! Pero dejemos ese tema que me pone de mal humor, que me priva del placer de veros. Al menos escribidme más a menudo de lo que hacéis, y tenedme al corriente de vuestros progresos. ¿Sabéis que ya hace más de quince días que esa ridícula aventura os ocupa, y que descuidáis a todo el mundo?

A propósito de descuido, os parecéis a esas gentes que envían regularmente para tener noticias de sus amigos enfermos, pero que nunca se molestan en responder. Termináis vuestra última carta preguntándome si el Caballero ha muerto. No respondo, y vos no volvéis a preocuparos. ¿No sabéis ya que mi amante es vuestro mejor amigo? Pero tranquilizaos, no ha muerto; o si lo estuviera, sería por exceso de alegría. Este pobre Caballero ¡qué tierno es! ¡Cómo está hecho para el amor! ¡Qué intensamente sabe sentir! La cabeza me da vueltas. En serio, la felicidad perfecta que encuentra en ser amado por mí me une verdaderamente a él.

El mismo día en que os escribía que iba a dedicarme a nuestra ruptura, ¡qué feliz lo hice! Sin embargo, estaba pensando seriamente en los medios de desesperarlo cuando me anunciaron su llegada. Fuera por capricho o por razón, nunca me pareció tan atractivo. Lo recibí sin embargo enfadada. Él esperaba pasar dos horas conmigo, antes de que mi puerta se abriera a todo el mundo; le dije que iba a salir. Me preguntó a dónde iba; me negué a decírselo. Él insistió; a donde vos no estéis, contesté en tono agrio. Por suerte para él, quedó petrificado ante esta respuesta; porque si hubiera dicho una palabra, habría seguido infaliblemente una escena que hubiera llevado a la ruptura que yo había planeado. Sorprendida por su silencio, puse mis ojos en él sin otro propósito, os lo juro, que ver la cara que ponía. Encontré en aquel delicioso rostro esa tristeza a la vez profunda y tierna a la que, como vos mismo habéis reconocido, tan difícil era resistirse. La misma causa produjo el mismo efecto; fui vencida por segunda vez. Desde ese momento, ya solo me ocupé de los medios de evitar que pudiera encontrarme un error. «Salgo para un asunto —le digo en tono algo más dulce—, e incluso este asunto os concierne; pero no me preguntéis. Cenaré en mi casa; volved, y seréis informado». Entonces recuperó la palabra; pero no le permití hacer uso de ella. «Tengo mucha prisa», continué. «Dejadme; hasta esta noche». Besó mi mano y salió.

Al momento, para compensarlo, quizá para compensarme a mí misma, me decido a darle a conocer mi petite-maison,28cuyaexistencia no sospechaba. Llamo a mi fiel Victoire. Tengo jaqueca; me acuesto para todos mis criados; y me quedo por fin sola con la verdadera;29 mientras ella se disfraza de lacayo, yo me visto de doncella. Luego ella hace venir un coche de punto a la puerta de mi jardín, y nos vamos. Una vez llegado a ese templo del amor, elijo el déshabillé más galante. Es delicioso, de mi invención: no deja ver nada, y sin embargo hace adivinar todo. Os prometo un modelo para vuestra Presidenta cuando la hayáis hecho digna de llevarlo.

Después de estos preparativos, mientras Victoire se ocupa de otros detalles, leo un capítulo de Le Sopha, una carta de Héloïse y dos cuentos de La Fontaine,30 para repetir los diferentes tonos que quería adoptar. Mientras tanto, mi Caballero llega a mi puerta, con la prisa que siempre tiene. Mi suizo le niega la entrada y le informa de que estoy enferma: primer incidente. Al mismo tiempo le entrega una nota mía, pero no de mi letra, siguiendo mi prudente regla. La abre y encuentra, escrito por Victoire: «A las 9 en punto, en el Boulevard, delante de los Cafés». Se dirige allí; y allí, un pequeño lacayo que no conoce, que al menos cree no conocer, porque sigue siendo Victoire, va a anunciarle que tiene que despedir su coche y seguirlo. Toda esta andadura novelesca le calienta otro tanto la cabeza, y una cabeza caliente no es nada perjudicial. Llega por fin, y la sorpresa y el amor causaban en él un verdadero encantamiento. Para darle tiempo a reponerse, paseamos un momento por el bosquecillo; luego lo llevo hacia la casa. Ve primero dos cubiertos puestos; luego una cama hecha. Pasamos al gabinete, que estaba en todo su esplendor. Allí, mitad reflexión, mitad sentimiento, pasé mis brazos alrededor de su cuerpo y me dejé caer a sus rodillas. «¡Oh, amigo mío! —le dije—, por querer prepararte la sorpresa de este momento, me reprocho haberte afligido con la apariencia del mal humor, haber podido velar un instante mi corazón a tus miradas. Perdóname mis culpas; quiero expiarlas a fuerza de amor». Podéis juzgar el efecto de este discurso sentimental.31 El feliz Caballero me levantó, y mi perdón quedó sellado sobre aquella misma otomana donde vos y yo sellamos tan alegremente, y de la misma manera, nuestra eterna ruptura.