Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Con una prosa adictiva, Karine Tuil desmonta una insensible maquinaria judicial y pone en el centro del debate temas como el consentimiento sexual y la violencia que anida en las sociedades contemporáneas. Los Farel son un matrimonio de poder. Jean conduce hace décadas un exitoso programa televisivo de entrevistas; Claire es una ensayista conocida por su compromiso con el feminismo. Aunque ya no comparten el hogar ni la vida conyugal, a ambos los une el orgullo por su hijo Alexandre, alumno en una prestigiosa universidad. Una noche, Claire anima a Alexandre a que lleve a una fiesta a Mila, la tímida hija de su actual pareja. A la mañana siguiente la joven hace una denuncia por violación. En adelante, será la palabra de Mila contra la de él, en medio de la violencia de las audiencias y los tweets vengativos del tribunal mediático. Publicada originalmente en Francia en 2019 por Gallimard, con gran éxito de crítica y público, "Las cosas humanas" cosechó los premios Interallié para libros escritos por periodistas y el premio Goncourt des Lycéens, que entrega un jurado integrado por estudiantes de secundario. En 2021, la novela "Las cosas humanas" fue adaptada al cine por el director Yvan Attal con el hijo que tuvo con la actriz Charlotte Gainsbourg, Ben Attal, en el papel del acusado. Por si fuera poco, Gainsbourg también interpreta a la madre del joven en esta ficción estrenada en el prestigioso Festival de Cine de Venecia.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 369
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Tuil, Karine
Las cosas humanas / Karine Tuil
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Adriana Hidalgo editora, 2024
Libro digital, EPUB - (Literatura_novela
Archivo Digital: descarga
Traducción de: Maya González Roux
ISBN 978-631-6615-12-1
1. Narrativa francesa. 2. Literatura contemporánea. I. González Roux, Maya, trad. II. Título.
CDD 843
Literatura_novela
Título original: Les Choses humaines
Traducción: Maya González Roux
Título original: Editor: Mariano García
Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe
Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino
Imagen de tapa: Cecilia Szalkowicz
Retrato de autor: Gabriel Altamirano
© Karine Tuil and Éditions Gallimard, 2019.
Cet ouvrage a bénéficié du soutien du Programme d'aide à la publication de l'Institut français.
Esta obra cuenta con el apoyo del Programa de ayuda a la publicación del Institut français.
IL FAUT SAVOIR
Paroles et Musique
de Charles AZNAVOUR
© Editions Musicales DJANIK
© Adriana Hidalgo editora S.A., 2024
www.adrianahidalgo.es
www.adrianahidalgo.com
ISBN: 978-631-6615-12-1
Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.
Disponible en papel
En recuerdo de mi padre
¿Qué estás buscando? ¿Semiautomática? ¿Escopeta de bombeo? Esta es una Beretta 92. Fácil de usar. También puedes elegir una Glock 17, generación 4, una 9 mm con una culata ergonómica, da un manejo firme, hay que encajarla bien, el pulgar aquí, se aprieta el gatillo con la yema del índice, cuidado, el arma siempre debe estar alineada con el brazo, se dispara con los brazos extendidos, hay que automatizar la sorpresa al comienzo del disparo, y lo único que queda es poner el cargador; una vez que está hecho, fijas el objetivo y, cuando lo tienes bien en la mira, aprietas, sale directo. Mira, ¿quieres probar? ¿Ves allí a ese perro grandote? Vamos, liquídalo.
Aquel que busca la verdad del hombre debe adueñarse de su dolor.
Georges Bernanos, La alegría
La deflagración extrema, la combustión definitiva, era el sexo, nada más –fin de la mistificación–. Claire Farel lo comprendió, a la edad de nueve años, cuando presenció la dislocación familiar que provocó la irreprimible atracción de su madre por un profesor de medicina a quien había conocido en un congreso. Lo comprendió al ver cómo, en el transcurso de su carrera, algunas figuras públicas perdían en unos segundos todo lo que les había llevado una vida construir: posición, reputación, familia –construcciones sociales cuya estabilidad habían logrado al precio de incontables años de trabajo, de concesiones-mentiras-promesas, la trilogía de la supervivencia conyugal–; había visto a los representantes más brillantes de la clase política comprometerse durante mucho tiempo, a veces de forma definitiva, por una breve aventura, expresión de una fantasía –las necesidades imperiosas del deseo sexual: todo, y de inmediato–. Ella habría podido encontrarse en el centro de uno de los escándalos mayores de la historia de Estados Unidos. Tenía veintitrés años en aquella época y era becaria en la Casa Blanca al mismo tiempo que Monica Lewinsky –quien sería conocida por hacer tambalear la carrera del presidente Bill Clinton–, y si no estuvo en el lugar de la morena voluptuosa a quien el presidente apodaba cariñosamente “niña”, fue porque no encajaba en los cánones estéticos entonces vigentes en el Salón Oval: rubia, cabello trenzado, de estatura mediana, un poco delgada, siempre vestida con traje y pantalón de corte masculino –no era su tipo–.
A menudo se preguntaba qué habría sucedido si el presidente la hubiera elegido a ella, la franco-americana cerebral e impulsiva, a quien le gustaba explorar la vida a través de los libros, en lugar de Monica, la exuberante morena con una sonrisa ambiciosa, la princesita judía que había crecido en los barrios distinguidos de Brentwood y de Beverly Hills. Habría cedido a la fuerza de atracción del poder; se habría enamorado como una principiante, y habría sido ella la persona entrevistada por el senador Kenneth Starr, obligada a repetir, de forma invariable, la misma historia que alimentaría las cenas en las ciudades del mundo entero y las 475 páginas de un informe que haría temblar a los aduladores del poder americano; excitaría los instintos neuróticos de un pueblo que apelaba, bajo el impacto de la indignación y la torpeza, a una moralización general. Y no se habría convertido en la respetada intelectual que, diez años más tarde, volvería a encontrarse con el mismo Bill Clinton en el transcurso de una cena ofrecida con motivo de la publicación de sus memorias y que le preguntaría directamente: “Señor Clinton, ¿por qué se prestó públicamente a ese ejercicio humillante de contrición protegiendo a su mujer e hija, sin expresar la mínima compasión hacia Monica Lewinsky, cuya vida íntima fue destrozada?”. Con un revés de la mano él eliminó la pregunta al replicar con un tono falsamente indiferente: “Pero ¿quién es usted?”. No la recordaba, lo que después de todo parecía normal; su encuentro se remontaba a casi veinte años, y si alguna vez se la había cruzado en los pasillos de la Casa Blanca, fácilmente reconocible con su cabello rubio veneciano que le daba un aire prerrafaelita, nunca le dirigió la palabra –un presidente no tenía ningún motivo para dirigirse a una becaria, a menos que tuviera ganas de follársela–.
Veintiún años antes, en 1995, eran tres las becarias que habían accedido a la Casa Blanca gracias a un dosier escolar ejemplar y a múltiples recomendaciones. De la primera, Monica Lewinsky, subsistiría un meteorito propulsado a los veinticinco años hacia la galaxia mediática internacional con la única hazaña de una felación y un juego erótico con un cigarro de accesorio. La segunda, la más joven, Huma Abedin, cuya familia de origen indo-pakistaní había creado el Instituto de Asuntos de la Minoría Musulmana, fue asignada en la oficina a disposición de Hillary Clinton y, en diez años, se había convertido en su colaboradora más cercana. En la boda de su protegida con el representante demócrata Anthony Weiner, la primera dama incluso había pronunciado estas palabras, que expresaban una gran carga afectiva: “Si hubiese tenido una segunda hija, hubiera sido Huma”. La apoyó cuando, un año más tarde, el joven marido difundió por error fotos de él en sugestivas poses en Twitter –torso desnudo, el sexo apretado en un calzoncillo que no disimulaba su turgencia–. También estuvo presente cuando el marido infiel reincidió, esa vez por mantener una correspondencia erótica por mensajes de texto con una menor –¡al mismo tiempo que aspiraba a una investidura demócrata en la carrera a la Alcaldía de Nueva York! ¡Y era uno de los jóvenes políticos con más futuro!–. A pesar de las advertencias de quienes insistían en alejar a Huma Abedin, aduciendo su toxicidad política, Hillary Clinton, entonces candidata demócrata a la presidencia de Estados Unidos, la mantuvo a su lado. Bienvenida al Club de Mujeres Engañadas pero Dignas, de las grandes sacerdotisas del poker face americano –sonrían, las estamos filmando–.
De aquel trío de becarias ambiciosas, la única que había escapado del escándalo era ella, Claire Davis-Farel, hija de un profesor de Derecho de Harvard, Dan Davis, y de una traductora francesa de lengua inglesa, Marie Coulier. La mitología familiar contaba que sus padres se habían conocido en la Sorbona y, después de algunos meses de una relación a distancia, se habían casado en Estados Unidos, en los suburbios de Washington, donde llevaron una vida tranquila y monótona –Marie había renunciado a sus sueños de emancipación para ocuparse de su hija y convertirse en lo que siempre había temido: un ama de casa con la obsesión de no olvidar tomar el anticonceptivo–. Había vivido su maternidad como una alienación; no estaba hecha para eso, no se le había revelado el instinto materno, incluso se había deprimido tras el parto, y si su marido no le hubiera encontrado trabajos de traducción, habría terminado su vida con antidepresivos, exhibiendo esa sonrisa falsa y afirmando públicamente que su vida era fantástica, que era una madre y una esposa plena hasta el día en el que se habría ahorcado en la bodega de su pequeño chalet de Friendship Heights. En lugar de eso, había vuelto a trabajar, y nueve años después del nacimiento de su hija se enamoró a primera vista de un médico inglés, de quien había sido su traductora en un congreso en París. Prácticamente de la noche a la mañana, abandonó a su marido y a su hija bajo una suerte de hipnosis amorosa para instalarse en Londres con ese desconocido; pero, ocho meses más tarde, en los que no había visto a su hija más que dos veces, el hombre la echó de su casa con el argumento de que era “invivible e histérica” –fin de la historia–. Vivió los siguientes treinta años justificando lo que llamaba “una confusión”; decía que había caído bajo la influencia de un “perverso narcisista”. La realidad era más prosaica y menos novelesca: la pasión sexual no duró.
Claire vivió con su padre en Estados Unidos, en Cambridge, hasta que su padre murió de un cáncer fulminante –ella tenía trece años–. Entonces fue a Francia, a casa de su madre, que vivía en un pequeño pueblo de la montaña, donde se había retirado, en los alrededores de Grenoble. Marie trabajaba para editoriales francesas a medio jornada y, con el deseo de “recuperar el tiempo perdido y reparar su falta”, se dedicó a la educación de su hija con sospechosa devoción. Le enseñó varias lenguas, literatura y filosofía –sin ella, quién sabe si Claire se habría convertido en esa ensayista reconocida, autora de seis obras cuya tercera, El poder de las mujeres, escrita a los treinta y cuatro años, le garantizó el éxito de la crítica–. Tras sus estudios en la École Normale Supérieure, Claire ingresó en el Departamento de Filosofía de la universidad de Columbia, en Nueva York. Allí retomó el contacto con las viejas amistades de su padre que la ayudaron a ser admitida de becaria en la Casa Blanca. En Washington, por aquella época, durante una cena de amigos, conoció a quien sería su marido, el reconocido periodista político francés Jean Farel. Veintisiete años mayor que ella, esta estrella de la televisión pública acababa de divorciarse y se encontraba en el apogeo de su gloria mediática. Además del importante programa político que conducía y producía, hacía una entrevista en la radio entre las ocho y las ocho y veinte –seis millones de oyentes cada mañana–. Meses más tarde, Claire renunció a una carrera en la administración de Estados Unidos, regresó a Francia y se casó. Farel, un hombre con un encanto irresistible para la joven mujer ambiciosa que era ella entonces, dotado de un mordaz sentido de la socarronería, cuyos invitados políticos decían: “Cuando Farel te entrevista, eres como un pajarito entre las garras de una rapaz”, la propulsó hacia un medio social e intelectual al que ella no hubiera podido acceder tan joven y sin una red de influencias personales. Fue su marido, su mentor, su apoyo más fiel; esta forma de autoridad protectora, reforzada por la diferencia de edad, la colocó durante mucho tiempo en una posición de dependencia; pero, con cuarenta y tres años, estaba determinada a continuar el curso de su vida según sus propias reglas. Durante veinte años lograron mantener la connivencia intelectual y la estima amistosa de las viejas parejas que hacen converger sus intereses en el hogar, erigido en una muralla contra la adversidad, afirmando que eran los mejores amigos del mundo, una manera educada de ocultar que ya no tenían relaciones sexuales. Conversaban durante horas de filosofía y de política, solos o en las cenas que ofrecían con frecuencia en su gran piso de la avenida Georges-Mandel, pero lo que los unía fuertemente era su hijo, Alexandre. A los veintiún años, después de estudiar en la École Polytechnique, había ingresado en septiembre en la universidad de Stanford, en California. Durante su ausencia, a comienzos del mes de octubre de 2015, Claire dejó de forma brutal a su marido: conocí a alguien.
El sexo y la tentación de la destrucción, el sexo y su impulso salvaje, tiránico, incoercible. Claire había cedido, como los otros, destruyendo por un capricho, en un impulso irresistible, todo lo que había construido pacientemente –una familia, una estabilidad emocional, un anclaje duradero– por un hombre de su edad, Adam Wizman, profesor de literatura en una escuela judía en el Departamento 93, quien vivía desde hacía tres años con su mujer y sus dos hijas, Noa y Mila, de trece y dieciocho años, en Pavillons-sous-Bois, una tranquila comuna de la Seine-Saint-Denis. Había invitado a Claire a unirse con sus estudiantes del último año de secundaria y, después de la entrevista en una de las salas de conferencias de la institución, fueron a tomar algo en un café del centro de la ciudad. Su conversación todavía se limitaba a esa camaradería atenta, artificial, que cree ocultar el deseo, pero que lo revela todo. Cada uno había permanecido en su lugar; era socialmente conveniente, y, sin embargo, lo supieron en el mismo instante en que se sentaron a la mesa del bistró vacío: volverían a verse, harían el amor y se pondrían en una situación embarazosa. Al acompañarla a su casa en su viejo Golf verde almendra, pues el taxi solicitado no llegó nunca, le dijo que le gustaría volver a verla. Y así, en algunos meses de una relación a distancia (se encontraban una o dos veces por mes, en encuentros de tal intensidad que reforzaban la certeza delirante de haberse “encontrado”), la intelectual un poco estricta que daba conferencias de filosofía en la École Normale Supérieure sobre temas tan diversos como el fundamento ontológico del individualismo político o las emociones impersonales de la ficción,se transformó en una enamorada apasionada cuyas ocupaciones principales consistían en redactar mensajes eróticos, repetir la misma fantasmagoría y buscar consejos para responder a la única pregunta existencial interesante: ¿Puede uno rehacer su vida después de los cuarenta? Entró en razón: trabaja y deja a un lado tu vida privada. La pasión, sí, a los veinte años, pero ¿con más de cuarenta? Tienes un hijo de veintiún años, una posición que te expone, una vida satisfactoria.Una vida plena.Estás casada con un hombre que te ofrece plena libertad y con quien concluiste tácitamente el mismo pacto que había ligado a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir: los amores necesarios, los amores contingentes, el cónyuge, ese punto fijo, y las aventuras sexuales que alimentarían el conocimiento de ambos sobre el mundo –esta libertad, sin embargo, jamás la habías tenido hasta ahora, no por fidelidad, no, no tenías ningún aprecio por la rigurosidad moral, sino por una inclinación natural a la tranquilidad–. Organizaste tu vida con un sentido perfecto del orden y la diplomacia. Tuviste más dificultades que un hombre para encontrar tu lugar, pero terminaste por tenerlo, y ahí te sientes legítima; decidiste de una vez por todas que serías independiente y no una víctima. Tu marido a menudo está ausente y, cuando está allí, ves mujeres cada vez más jóvenes gravitando a su alrededor, pero sabes que está atado a ti. Ella, la mujer que aseguraba su independencia en las intervenciones mediáticas, en privado se sometía a los múltiples mandatos sociales: conténtate con lo que tienes. No cedas a la dependencia corruptora, al deseo sexual, a la ilusión romántica, a todo lo que termina alienando, debilitando. Provocará tu quiebra. Renuncia. Durante mucho tiempo había dudado en iniciar el trámite de divorcio, aplastada por la culpa de dejar a un hombre que alcanzaba el crepúsculo de su vida, encorsetada por sus costumbres y el sentimiento de seguridad que ellas generaban, retenida por hilos invisibles: el temor a lo desconocido, la moral personal, cierto conformismo. Formaba con su marido una de esas parejas de poder con la que sueña la sociedad mediática, pero en esa relación de fuerzas constante en la que evolucionaba su matrimonio no era difícil decir quién dominaba. En caso de divorcio, los amigos, las relaciones profesionales terminarían eligiendo a Jean, más influyente. Ella quedaría aislada, marginada; en la prensa, los artículos dedicados a sus libros serían menos numerosos, menos elogiosos. Jean presionaría de manera indirecta, ni siquiera necesitaría hacer una llamada telefónica –su sistema de red de contactos funcionaría naturalmente–. Ella sabía la atracción que ejercía el poder mediático, la adulación que suscitaba el riesgo de la omnipotencia, y la incapacidad para algunos –y no siempre los más frágiles– de resistirse. Y fue exactamente lo que sucedió. Sí, pero cinco años antes, Claire había vivido la experiencia de la enfermedad, le habían diagnosticado un cáncer de mama. Cuando supo que estaba curada, decidió vivir con la intensidad que solo la aguda conciencia de la propia mortalidad volvía posible. La transformación debida a la adversidad –clásica, esperada, pero verdadera–. ¿La abdicación? No, por el momento.
“Una mujer de tu edad y en tu situación” (había que entender una mujer vulnerable por la enfermedad) no debe ponerse en peligro; eso era, en esencia, lo que su madre le repetía, lo que la sociedad afirmaba con autoridad tétrica, lo que incluso la literatura confirmaba al elevar al rango de heroínas clásicas a las mujeres mal casadas, desarmadas y consumidas por la pasión amorosa, a veces hasta el suicidio, todo eso que el entorno social le recordaba con violencia. Pero una mujer como ella, formada con lecturas heteróclitas, que había hecho de su autonomía y su libertad los compromisos de su existencia, la esencia misma de su trabajo; una mujer que se había enfrentado a la muerte, rápidamente se convenció de que no podía haber desastre mayor que renunciar a vivir y a amar. Y así una mañana hizo las maletas y se fue, después de dejar sobre la mesa del salón una postal con un paisaje de montañas, detrás de la que escribió estas palabras cuya banalidad expresaba la urgencia y la necesidad de la partida, el deseo de terminar, de concluir rápidamente, un golpe de puñal, un sacrificio sin dormir a la bestia, afilado y cortante, así se masacra: “Se terminó”.
Durar, ese era el verbo que concentraba todas las alienaciones existenciales de Jean Farel: quedarse con su mujer, mantenerse sano, vivir mucho tiempo, dejar su trabajo lo más tarde posible. A los setenta años, y cuarenta en pantalla, veía llegar a los jóvenes lobos de la televisión con la ferocidad de las viejas fieras que, bajo la máscara apática, no han perdido nada de su carácter combativo. Su cuerpo mostraba algunas marcas de debilidad, pero había conservado la mentalidad de un atleta y un espíritu ágil que atacaba aún con más violencia al interlocutor joven, quien, al subestimar su fuerza, se veía rápidamente expulsado hacia la frontera de su insuficiencia intelectual y su arrogancia. “Soy de buena madera”, afirmaba con modestia cuando le preguntaban el secreto de su estado físico. Cada mañana se entrenaba con un coach y compartía las actividades con una estrella de la música francesa. También iba a un nutricionista, adulado por la flor y nata de París. Pesaba sus alimentos, no se permitía ningún capricho y se había acostumbrado a dos, a tres restaurantes de la capital que frecuentaba el París mediático. ¿Su secreto para adelgazar? Lo había divulgado en la prensa: “Jamás pierdo la oportunidad de saltar una comida”. Una vez al año acudía con discreción a una clínica de estética ubicada a unos metros de su oficina, en la calle Ponthieu del distrito 8 de París. Ya se había hecho una lipoaspiración del cuello y del vientre, una operación en los párpados, un ligero lifting, algunas sesiones de láser e inyecciones de ácido hialurónico; jamás bótox, que dejaba rígidos los músculos y daba un aspecto de muñeca de cera; él buscaba lo natural.También pasaba tres semanas al año, una en invierno y dos en verano, en la montaña, donde, bajo el control de un cardiólogo y de un naturópata, se imponía un ayuno restrictivo y se entregaba al placer del alpinismo y las caminatas. Después de eso, tenía el ritmo cardíaco de un adolescente. Como en el mundo político-mediático soplaba un aire de moralización que incitaba a ser más prudente, había dejado de nadar y anulado su abono en la piscina del Ritz donde, durante años, había tenido la suerte de codearse con las más bellas actrices. En el contexto de delación instaurado por las redes sociales, él jugaba la carta de la discreción y la economía.
Cada tres meses consultaba al médico clínico que regulaba sus análisis. Podía transmitir a cualquiera su velocidad de sedimentación, su tasa de proteína C reactiva, de transaminasa, y controlaba todos los marcadores de tumores posibles, sobre todo desde el cáncer de mama de Claire –“Soy hipocondríaco”, se justificaba–. Simplemente quería resistir, permanecer en el aire. Antes del verano, posaría para la portada de la revista Paris Match bajo la lente de un reconocido fotógrafo, un ritual anual que le aseguraba el reconocimiento, la admiración del público y el apoyo de la cadena televisiva. Se lo vería como siempre, practicando un deporte: bicicleta, footing, caminata nórdica, una manera de decir: mírenme, estoy fuerte. Ese año había aceptado participar en Fort Boyard,y los televidentes podrían así confirmar su excepcional condición física.
Jean Farel había dedicado toda su vida al trabajo (él decía “mi pasión”). La política y el periodismo eran la razón de su existencia: había empezado de cero, sin diploma, sin relaciones, y había ascendido. A los veinte años ingresó en las oficinas de Radiodifusión-Televisión Francesa como un simple becario, y diez años más tarde se convirtió en el presentador del noticiero del canal principal. Después de un largo periodo en una importante radio nacional de la que fue director, regresó a la televisión para presentar el noticiero en un canal público cerca de diez años, y a continuación condujo un programa matinal en una radio. Sus entrevistas, directas e incisivas, argumentadas, cultas y con referencias rigurosas, rápidamente le aseguraron la reputación de hábil noqueador. Por aquella época concibió El gran debate,un show mediático en el que brillaría un invitado político entrevistado por el propio Farel y por escritores, actores, representantes de la sociedad cultural que él elegía según su audacia subversiva –cada programa tenía su polémica, su cuarto de hora de enfrentamientos con injurias, amenazas de juicio por difamación, y al día siguiente el comentario en los principales medios y redes sociales–. Condujo ese programa mucho tiempo en directo; pero, a los sesenta y siete años, sufrió un ACV menor en su casa: perdió la capacidad de habla durante unos segundos. Aunque no le dejó ninguna secuela y mantuvo en secreto ese episodio para preservar su carrera, insistió en que el programa se grabara con antelación, oficialmente para dar más libertad y mayor comodidad; en realidad le aterraba la idea de sufrir un ataque cerebral en directo y acabar su ejemplar carrera en YouTube. No tenía la mínima intención de dejar su trabajo ni ganas de renunciar a lo que le daba fuerzas para continuar: su pasión por la política, la adrenalina de la exposición en televisión, la celebridad y sus ventajas –y el poder, ese sentimiento de omnipotencia que le aseguraba una gran audiencia y recibido con deferencia en todas partes–.
La carga narcisista, la obsesión por la imagen y el control; era omnipresente en la pantalla y cada mañana examinaba, frente al espejo, su degradación programada. Pero no se sentía viejo. Sus esfuerzos de seducción –pues todavía le atraía gustar– se limitaron desde entonces a almuerzos con compañeras; las prefería menores de cuarenta años, y jóvenes escritoras que encontraba en la prensa en el comienzo de la temporada literaria, a quienes escribía cartas cargadas de admiración: “Su primera novela es lo mejor que ha producido la nueva literatura”.Siempre respondían; entonces, adulándolas con palabras hipócritas, les proponía un almuerzo en un restaurante en el que uno podía ver y ser visto –ellas aceptaban, halagadas por conversar con la fiera mediática–. Él tenía mil anécdotas apasionantes que contar, vivía en la mirada de ellas; el asunto no iba más lejos, y todo el mundo estaba contento.
Las oficinas de la televisión eran un verdadero criadero de carne fresca: periodistas, becarias, invitadas, editoras, presentadoras, recepcionistas. A veces se sorprendía a sí mismo imaginando que rehacía su vida con una de ellas y que tendría un hijo. Muchas estaban dispuestas a cambiar su juventud por seguridad. Él las introduciría en el mundo de los medios –con él ganarían diez años respecto de las otras– y él rejuvenecería unos años al mostrarse junto a ellas y explorar una nueva vitalidad sexual. Él sabía eso de memoria, pero le faltaba cinismo: no podía llamar amor a lo que era un trueque. Además, no se había decidido a dejar a su compañera secreta, Françoise Merle, periodista en la prensa escrita, premio Albert-Londres en los años setenta por una entrevista excepcional, Los olvidados del barrio Palacio,en Seine-Saint-Denis. Había comenzado como periodista en la sección de Sociedad de un gran diario. Después fue jefa de redacción, antes de perder la elección para el puesto de directora del diario. En la actualidad era consejera editorial, un título incomprensible que evitaba afrontar lo que la devastaba desde hacía dos años al quedar al margen de forma no oficial, lo que anunciaba una jubilación que ella evitaba, y lo que eso implicaba: dos años de depresión y tratamiento con ansiolíticos para soportar la desgracia de forzarla a la salida cuando aún se sentía eficaz y competente.
Jean había conocido a Françoise Merle tres años después del nacimiento de su hijo, Alexandre, en los pasillos de una asociación que ella había fundado, Ambición para Todos, que reunía a periodistas que apoyaban a estudiantes de secundaria, de medios sociales desfavorecidos, a ingresar en las escuelas de periodismo –una mujer bella, culta, generosa, que acababa de cumplir sesenta y ocho años y con quien vivía desde hacía casi dieciocho años una doble vida–.Durante años le juró a Françoise que “un día”estarían juntos; ella no se había casado, no había tenido hijos, lo había esperado en vano. No había tenido valor para divorciarse, menos por amor a su mujer –hacía mucho tiempo que su interés por Claire se circunscribía a la vida familiar– que por el deseo de proteger a su hijo, asegurarle un cuadro estable, equilibrado. Alexandre, que había sido un niño con una inteligencia precoz excepcional, era un joven brillante y emérito deportista, pero en la esfera privada siempre le había parecido inmaduro. Alexandre acababa de llegar a París para asistir a su condecoración en el Palacio del Elíseo: esa noche a Jean lo declararían Gran Oficial de la Legión de Honor. Desde que Claire anunció su separación solo había visto una vez a su hijo. Él le aseguró que nada era irreversible hasta que la separación no fuera oficial –esperaba en secreto que su mujer regresara al domicilio conyugal, una vez cansada de una relación que rápidamente chocaría con las odiosas contingencias cotidianas–. Por eso no le había dicho nada a Françoise; habría visto un argumento para imponerle un compromiso que ya no deseaba. La amaba, estaba visceralmente atado a ella por lazos tan profundos que no podía romper sin destruirse a sí mismo, pero sabía, con culpable intensidad, que su momento ya había pasado. Tenía prácticamente su misma edad; no podía mostrarse a su lado sin comprometer su imagen social. Ella le asestaría el golpe fatal: verse viejo. En los medios intelectuales, su mujer suscitaba respeto y admiración, mientras a él lo tildaban de oportunista y demagogo. Claire había sido un punto a favor; él no había dudado en posar con toda su familia para algunas revistas, mostrándose al público como un esposo fiel, buen padre, atado a su hogar, respetuoso del trabajo de su joven mujer –y ella había jugado el juego, consciente de las repercusiones que una puesta en escena mediática, sabiamente orquestada, podía tener en su propia carrera–. Esos artículos los descubría Françoise en la prensa y, en sus ataques de angustia, terminaba con esa sensación de teatralidad que imponía ese íntimo vodevil, diciendo que ya no soportaba el lugar que él le había asignado: “¡Vete a la mierda! –se enfurecía–, ¡buscas una madre, no una mujer, ve a ver a un psicólogo!”, y se iba dando un portazo. Evidentemente, era patético y sucedía cada vez con más frecuencia... Su madre era un tema tabú. Anita Farel era una exprostituta toxicómana que, después de tener cuatro hijos de tres padres diferentes, los había criado en una casa okupa en el distrito 18. Jean la encontró muerta una tarde al regresar de la escuela. Tenía nueve años. Sus hermanos y él fueron llevados a los Servicios Sociales. Por aquella época, Jean se llamaba John, apodado Johnny, en honor a John Wayne, de quien su madre había visto todas sus películas. Fue acogido y adoptado por una pareja de Gentilly, en los suburbios parisinos, con su hermanito Léo. Este último, un viejo boxeador de sesenta y un años, era su confidente más cercano, el hombre de trabajos sucios que arreglaba en secreto los pequeños asuntos que Jean, por su estatus, odiaba hacer. En el seno de su familia de acogida, la mujer criaba a los niños, el marido era entrenador deportivo. Los habían amado como a sus propios hijos. John no había estudiado, pero había ascendido por su cuenta en una época donde todavía era posible triunfar siendo autodidacta, con descaro y ambición. En cuanto le contrataron en la emisora de radio, cambió su identidad y afrancesó su nombre; eligió “Jean”, más elegante, más burgués. De ese pasado hablaba poco. Una vez al año, en las fiestas de Navidad, reunía a sus padres adoptivos, a su hermano Léo y a los otros dos hermanos, Gilbert y Paulo, criados en el seno de una familia del Gard, agricultores –nada más–.
Jean había tenido un primer matrimonio fracasado a los treinta y dos años –unión que había durado poco– con la hija de un industrial, y después un segundo matrimonio que su mujer deseaba poner término. Cuando conoció a Claire, ella era muy joven pero más madura que las mujeres de su edad, y enseguida quedó embarazada. Durante un tiempo le reprochó haberse quedado embarazada “a sus espaldas”, antes de ceder a la atracción de la transmisión genética: al minuto de ver al niño, lo amó. Estaba maravillado por ese hijo de cabello rubio veneciano, de ojos azules, con una belleza pura que se parecía tan poco a él, moreno de ojos negros. Lo observaba complacido de haber hecho una buena elección al privilegiar la seguridad afectiva de su hijo. Alexandre había triunfado más allá de sus esperanzas. Le gustaba recordar a todos que él, el autodidacta, había engendrado a un egresado de la École Polytechnique –¿había mayor satisfacción?–. Su hijo, “el mayor triunfo de su existencia”, repetía –una afirmación muy presuntuosa para un hombre que había alcanzado todos los éxitos profesionales y hecho de su longevidad televisiva el objetivo de toda una vida–. Se decía de él que era egocéntrico, vanidoso, impulsivo, beligerante, temperamental –sus enfados eran conocidos–, pero también combativo, tenaz: un adicto al trabajo, un hombre que había colocado su carrera por encima de todo. Pequeño consuelo: ahora que Claire se había ido, podía consagrarse plenamente a ello.
A su edad, a pesar de la buena audiencia, entraba en una zona de turbulencias y se aferraba desesperadamente a un asiento codiciado y eyectable. Pasó la noche en las oficinas del trabajo, había hecho disponer un espacio como un apartamento privado con un cuarto, un vestidor, una oficina con un salón y una cocina. La noche anterior, hacia las diez, Françoise había ido con aquel perro enorme que Jean le había regalado ocho años antes, un caniche gigante, suave y plácido, al que llamaban Claude. La escuchaba prepararse en el cuarto contiguo, con la radio a todo volumen, un programa matutino de un joven competidor que él detestaba. Pedaleaba en la bicicleta fija cuando ella irrumpió en el cuarto, vestida con un camisón de seda azul noche, el rostro sin maquillar. Era una hermosa mujer rubia con cabello corto y un andar enérgico en el que se detectaba, al instante, una extraordinaria fuerza intelectual.
–Debo irme –dijo juntando sus cosas, con el enorme perro pegado a las piernas.
La reunión de redacción tenía lugar a las siete y media de la mañana, ella llegaba siempre al periódico hacia las seis y media; él salía al aire con su entrevista cotidiana a las ocho.
Jean bajó de su bicicleta fija, se secó el rostro en una toalla blanca bordada con sus iniciales.
–Espera, voy a servirte un café.
La llevó hacia la pequeña cocina; el perro los siguió. Ella se sentó alrededor de la isla central mientras él le servía el líquido ardiente en una taza con la imagen de George Bush –tenía toda una colección de carácter humorístico–.
–Realmente tengo que irme, no tengo mucho tiempo.
–¡Siéntate! Hay que saber tomarse un tiempo; yo también tengo una entrevista esta mañana.
–Sí, pero ya la preparaste ayer; no dejas nada librado al azar, te conozco.
–Siéntate dos minutos.
Asociando palabra y gesto, la empujó con suavidad sobre un taburete alto, apretando su mano en la suya.
–Al final eres como yo –ironizó–, no sueltas nada.
Se sentó a su vez y se sirvió una taza de café.
–Me gusta mi profesión –dijo ella–. El periodismo me constituye en lo más profundo.
–A mí también, nunca ha dejado de gustarme esta profesión.
–Pero tú no buscas el respeto profesional; lo que te interesa es el amor del público, esa es la gran diferencia entre nosotros.
–Es una responsabilidad inmensa, comprendes, ser visto y amado por millones de personas, recibir tanto amor.
–También es una gran responsabilidad cuando millones de lectores te leen.
–Sí, pero los lectores juzgan esencialmente tu trabajo. En mi caso, es otra cosa. Me ven en la pantalla, formo parte de su paisaje cotidiano, se crea un vínculo afectivo, soy un poco de la familia.
Se acercó a ella, le pasó la mano por la mejilla. No tenía una piel tensa, sino rasgada por arrugas; si bien se cuidaba, rechazaba ceder a los mandatos de juventud y retocar su rostro.
–¿Vienes esta noche? Por favor...
Retrocedió bruscamente para escapar de su caricia.
–¿Para ver cómo recibes la medalla y oír los aplausos? No, hace tiempo, deberías saberlo, que soy indiferente a los sonajeros.
–Sí, eres honesta, tienes las manos limpias. –Después, con suavidad, agregó–: Si no vienes, no tiene sentido para mí... Mi hijo estará allí. Ha venido por mí...
Françoise se levantó.
–Realmente no tengo ganas de escuchar cómo te deshaces en elogios a tu mujer, sin la que jamás habrías llegado aquí, ni ver su emoción cuando el presidente le entregue un ramo de rosas delante de todo París.
Era verdad: Claire le había prometido que iría para no humillarlo.
–Mi casamiento es un escaparate social, solo eso y lo sabes.
–Pero no lo rompes.
Dudó un momento. Podía anunciarle que Claire lo había dejado. Que desde hacía tres meses ella vivía con otro hombre, un judío.Pero también debía reconocer que él esperaba que ella regresara.
–No quiero lastimar a mi hijo en el momento que atraviesa un periodo importante de su vida; todavía es frágil.
Se levantó a su vez, se acercó a ella y la abrazó con ternura.
–Te amo.
La apretó un poco contra él.
–Esta mañana, después de la radio, tengo una cita con Ballard, el director de programación –dijo, mientras ella se dirigía hacia el cuarto.
La siguió y se podía sentir, en esa necesidad física de estar cerca de ella, su gran intimidad.
–Todo va a salir bien.
–Intenta desestabilizarme, me odia.
Entraron en el cuarto, el perro detrás. Jean se sentó en el borde de la cama, miró a Françoise sacarse su camisón con gracia y ponerse un pantalón negro y un suéter azul eléctrico.
–¿Cómo un hombre tan complejo como tú puede a veces ser tan binario? Tu mundo se divide entre los que te quieren y los que no te quieren.
–Si no te gusta mi programa es porque no me quieres. Y este nuevo director no me quiere. Le parezco demasiado viejo, esa es la verdad. Piensa: este viejo se aferra, este viejo no quiere soltar nada. ¡Te das cuenta de la violencia!
Ella se rio.
–Teniendo en cuenta la actualidad, daría otra definición de la violencia.
–Jamás tomaste en serio lo que hacía. Cada día es más duro. ¿Quién sale ahora en la portada de las revistas? Los jóvenes locutores de cara bonita... No hay que soltar nada... Jamás... Este ambiente es terrible, no puedes comprenderlo.
Los rasgos de Françoise se pusieron tensos con una mueca desafiante.
–Sí, puedo entenderlo. A cierto nivel, ser periodista es saber controlar la presión. Entre quienes se quejan por los artículos que no les son convenientes, que estiman que se los difama a la más mínima crítica, la llamada de los políticos o de sus esbirros, los correos incendiarios de los lectores que amenazan con anular su suscripción, los periodistas que se plantan, los misóginos que no soportan que una mujer los dirija, los que quieren mi lugar; tengo mucho que resolver, créeme... Y no te hablo de la violencia de las redes sociales... Un buen periodista hoy debe tener como mínimo veinte mil seguidores en Twitter, lo que significa pasar gran parte del día en eso; yo tengo la impresión de perder el tiempo. Para los jóvenes encarno el periodismo de mamá, jamás han leído una entrevista mía, me ven como una reliquia. Después de los cincuenta, las mujeres son transparentes; es así, no siento resentimiento alguno.
–¿Cómo puedes ser tan pesimista?
–Soy lúcida: un día me dejarás por otra mujer; será mucho más joven y te casarás con ella.
–Nunca, me escuchas, nunca te dejaré.
No lo escuchaba, desarrollaba su pensamiento.
–En un momento dado es así, en la vida privada como en la vida profesional hay que saber irse.
–¿Por qué debería renunciar al programa? –le preguntó, cediendo a su costumbre de reconducir todo hacia él–. ¿A un año de las elecciones presidenciales? Nunca fui tan bueno como ahora, tan ofensivo, tan libre.
Ella sonrió.
–Tan libre, ¿estás seguro? Con cada reestructuración, con cada elección, pones toda tu energía en gustarle al gobierno de turno.
Él se irritó.
–¿Quién puede afirmar que es realmente independiente? En los medios audiovisuales públicos uno depende del poder político; es así, la relación de fuerzas a veces termina en connivencia... Y, además, eres la menos indicada para sermonear... ¿Quiénes son los accionistas de tu diario? Un conjunto de grandes patrones cercanos al presidente...
–¿Qué tiene que ver? ¡No intervienen en el contenido de nuestros artículos! ¿Qué piensas? ¿Que un equipo de redacción de cuatrocientos periodistas puede amaestrarse como a un perro?
Él no reaccionó. Ella se giró un poco y dijo con frialdad:
–Mi periódico va a publicar una entrevista a tu mujer en la edición de mañana. El director de redacción propuso anunciarla en la portada, debajo de la foto y del artículo dedicado a los acontecimientos de Colonia.
Días antes, en la noche del 31 de diciembre de 2015, centenares de alemanas habían acudido a las comisarías para hacer una denuncia. Aseguraban haber sufrido agresiones sexuales y haber sido violadas en una plaza central de Colonia, durante la fiesta de fin de año –calcularon en mil quinientos el número de agresores–. Algunos habían sido arrestados; la mayoría eran inmigrantes originarios del norte de África, y esa trágica noticia había provocado una ráfaga de críticas contra la política de Angela Merkel de regularización masiva de los inmigrantes que provenían sobre todo de Siria. Enseguida Claire Farel tomó distancia de algunas intelectuales y mujeres de la extrema izquierda, quienes habían afirmado temer “instrumentalizaciones racistas en lugar de condenar los actos de violencia perpetrados contra las mujeres atacadas”. La propia alcaldesa de Colonia, temiendo que los inmigrantes fueran estigmatizados, había advertido contra la confusión de aconsejar torpemente a las mujeres que “se alejaran de los hombres”. Esa era la expresión –“alejarse de los hombres”– que había motivado la respuesta de Claire. En la entrevista decía que deseaba “vivir en una sociedad donde las mujeres no debían estar obligadas a alejarse de los hombres para estar tranquilas”. Denunciaba ese desequilibrio y, según ella, algunas feministas ponían por delante la defensa de los extranjeros antes que la de las mujeres atacadas. Calificaba ese silencio de “culpable”. Al tiempo que condenaba la confusión, se negaba a cerrar los ojos ante los actos “reprensibles cometidos por esos hombres en territorio alemán. ¿Deberíamos callarnos porque tenemos miedo de ver cómo avanza la extrema derecha? ¿Qué orden terrible se les da a esas mujeres? ‘Cállense para no hacerle el juego al fascismo’.Es un error, y para la lucha feminista, un deshonor. Denunciamos a los responsables por lo que hacen, no por lo que son. Se debe escuchar y atender a las mujeres agredidas, y sus agresores, sean quienes sean, deben ser castigados”.
–No me ha gustado esa entrevista –continuó Françoise–; la critiqué públicamente ayer en la sala de redacción. Los extranjeros en Alemania serán aún más estigmatizados, pero también en Francia, y en particular los musulmanes.
–Olvidé que estaba enamorado de una islámica izquierdista –bromeó Jean.
–No juegues al idealista, no conmigo.
Claude comenzó a ladrar girando alrededor de ellos.
–Bueno, ya tengo que irme, esta conversación no conduce a nada.
–Al contrario, hay que discutir sobre ello. Hoy recibo en mi programa al ministro del Interior; mi equipo ha hecho una investigación que muestra que la municipalidad de Colonia intentó silenciar el asunto. Me va a permitir volver sobre el lugar del islam en Europa.
–El islam... ¿No estás harto como tantos de ofrecer ese tedio? Te vas a hacer nuevos amigos. Al mínimo paso en falso, el canal intentará echarte...
–Son tantos los que quieren tener mi lugar.
–Sí, ya lo sé.
–Más de los que crees...
–¿Qué más estás dispuesto a hacer para conservar tu programa?
Él se echó a reír:
–Todo.
En el transcurso del encuentro literario que Adam Wizman dirigió con sus alumnos en la escuela judía donde enseñaba literatura, Claire leyó un fragmento de su libro, y después otro de El segundo sexo de Simone de Beauvoir. Adam, por su parte, le había escrito varias cartas en seis meses para convencerla de ir a esa institución. Comprendió que la reticencia de Claire se debía en parte al carácter religioso de la escuela; insistió argumentando que deseaba que sus alumnos tuvieran acceso a los grandes textos feministas y, especialmente, a los escritos de Simone de Beauvoir a los que Claire había dedicado un libro. Adam había solicitado a sus alumnos que estudiaran ese texto el día anterior a la visita de Claire; ella respondió a sus preguntas y, al día siguiente, él fue convocado por la dirección de la escuela: dos alumnos habían contado a sus padres que la ensayista había hablado del lugar de la mujer y del matrimonio “en términos opuestos a lo que enseña la Torá”. Los padres, anunciaba la dirección, estaban “escandalizados”. El problema, una frase: “El drama del matrimonio no es que no asegure a la mujer la felicidad que promete –no hay seguridad acerca de la felicidad–, es que la mutila –la destina a la repetición y a la rutina–”. En ese medio judío conservador, el matrimonio era un acto supremo, valorado y sacralizado. La vida cotidiana se enmarcaba en los preceptos del judaísmo, los roles se distribuían de forma rigurosa, y si una gran mayoría de padres había mostrado una mentalidad abierta y recibido con entusiasmo la visita de Claire, una minoría había presionado a la dirección expresando su temor por “la mala influencia que esta mujer