Las excéntricas - Virginia Woolf - E-Book

Las excéntricas E-Book

Virginia Woolf

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La relación entre Virginia Woolf y la excentricidad era peculiar. "Desde el primer momento se vio que ella era incalculable, excéntrica y propensa a los accidentes", señala su sobrino, el historiador de arte Quentin Bell. Su aspecto, su ropa y, en suma, ella misma podían generar impresiones encontradas. "Tenía una presencia que la volvía notable de inmediato", dice Madge Garland, legendaria editora de Vogue, al recordar la primera vez que la vio, en los años veinte. Pero lo que también le llamó la atención fue que esa mujer elegante y distinguida llevara puesto "lo que solo podría describirse como un cesto de basura dado vuelta en la cabeza"

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Acerca de Virginia Woolf

Virginia Woolf nació en Londres en 1882, con el nombre Adeline Virginia Stephen. Provenía de una familia sumamente culta y ligada a lo académico y las artes, pero que decidió que solo los hermanos varones asistieran a la Universidad. Ella, debido a su género, debió ser autodidacta y, aunque esto la enorgullecía, nunca dejó de señalar las desigualdades existentes entre hombres y mujeres, y lo permitido socialmente para ambos. En Tres Guineas, por ejemplo, se reía irónicamente de ello al referirse a la "hija del hombre instruido". También en Un cuarto propio establecía la cuestión de género al expresar: "¿Qué necesitan las mujeres para escribir buenas novelas? Independencia económica y personal, o sea, una habitación propia". Woolf escribió artículos para The Guardian y The Times. En 1915 publicó su primera novela: Fin de viaje, una ficción que retrata satíricamente la sociedad del momento. Su escritura fue prolífera, marcando un estilo propio que combinaba ensayos con narrativa, en base a una escritura irónica, política y profunda. Se considera una referente del feminismo y formó parte del modernismo vanguardista literario del siglo XX. La vida de la autora fue compleja, marcada por una enfermedad psiquiátrica que padeció desde los 13 años y que hoy se considera un trastorno bipolar. El 28 de marzo de 1941 se suicidó sumergiéndose en el río Ouse.

Página de legales

Woolf, Virginia / Las excéntricas / Virginia Woolf. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2021. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Matías Battistón.ISBN 978-987-8413-66-2

1. Narrativa Inglesa. 2. Feminismo. 3. Mujeres. I. Battistón, Matías, trad. II. Título.

CDD 823

ISBN edición impresa: 978-987-8413-57-0

© Matías Battistón, 2021

Selección, prólogo, traducción y notas Matías BattistónCorrección Julia TaboadaDiseño de tapa y guardas Martín BoDiseño de colección e interiores Víctor MalumiánIlustración de Virginia Woolf Max Amici

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, 2021

Las excéntricas

Virginia Woolf

Selección, prólogo,traducción y notas Matías Battistón

Índice

Prólogo por Matías Battistón

Descubrir otra rareza

I

II

III

IV

V

VI

VII

I. Breve introducción a la excentricología

Los excéntricos

Palabras preliminares

II. Las excéntricas

Margaret Cavendish

Julia Margaret Cameron

Hester Stanhope

Elizabeth Hitchener

Miss Ormerod

III. Excéntricas dispersas

Anne Thackeray Ritchie

Laetitia Pilkington

Hester Gibbon

Geraldine Jewsbury y Jane Carlyle

Fanny Burney

IV. Excéntricas vistas de cerca: fragmentos privados

La única pregunta sobre Maud

Ethel Smyth, vieja y espléndida

El azul de las hortensias de Alice

La emperatriz Edith Sitwell

Descendientes del primer comediante

Jane Strachey se indigna

Caroline Stephens, profeta moderna

La excéntrica tía Virginia

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Hitos

Tapa

Página de copyright

Página de título

Índice de contenido

Prólogo

Capítulo

Colofón

Notas al pie

Creo que un día escribiré un libro de “excéntricas”.

Mrs. Grote

será una de ellas.

Lady Hester Stanhope

.

Margaret Fuller

. La duquesa de

Newcastle

. ¿La tía Julia?

(

Diario

, martes 19 de enero de 1915)

PRÓLOGO POR MATÍAS BATTISTÓN

Descubrir otra rareza

I

DETRÁS DE LAS OBRAS editadas están las inéditas, y detrás de las inéditas, las no escritas. Es decir, al final de la fila esperan los proyectos, las ideas, las intenciones truncas, a veces tanto o más fascinantes que los textos que se dieron a la imprenta o que terminaron en el fondo de un cajón. Ahora bien, el hecho de que una obra no haya sido escrita parecería ponerla en cierta desventaja al momento de publicarla. Editar lo inescrito, efectivamente, plantea varias incógnitas. ¿De dónde se saca el material? ¿Cómo se lo organiza? ¿Cuándo se marca un límite entre lo entrevisto y lo que hay para ver? Podría objetarse incluso que eso, más que un rescate, es inventar al rescatado. Así y todo, un apunte suelto, una frase casual pueden bastar para empezar a reconstruir, a partir de indicios perseguidos de una manera más o menos obsesiva, el libro que nunca se escribió.

El martes 19 de enero de 1915, por ejemplo, Virginia Woolf anota en su diario: “Creo que un día escribiré un libro de ‘excéntricas’”.

II

La relación entre Virginia Woolf y la excentricidad era peculiar. “Desde el primer momento se vio que ella era incalculable, excéntrica y propensa a los accidentes”, señala su sobrino, el historiador de arte Quentin Bell. Su aspecto, su ropa y, en suma, ella misma podían generar impresiones encontradas. “Tenía una presencia que la volvía notable de inmediato”, dice Madge Garland, legendaria editora de Vogue, al recordar la primera vez que la vio, en los años veinte. Pero lo que también le llamó la atención fue que esa mujer elegante y distinguida llevara puesto “lo que solo podría describirse como un cesto de basura dado vuelta en la cabeza”.

Woolf estaba consciente de que esa idiosincrasia también se podía detectar en sus libros. El 8 de abril de 1921 se pregunta en su diario, algo turbada, si escribir lo que realmente quiere escribir, para un público selecto, de un puñado de personas en lugar de mil quinientas, la “convertirá en una excéntrica”. “No, creo que no”, se apura a responder, tranquilizándose. Pero cuatro años después, cuando abre el Manchester Guardian y lee un artículo donde se la trata, según ella, de “excéntrica”, más que ver sus miedos confirmados, Woolf se queja de que no se lo remarque lo suficiente (“¡Ojalá el Times dijera algo por el estilo!”). Esta ambivalencia suya no se resuelve nunca. Así como hay gente que no termina de decidir si una tortuga es una mascota muy estática o un adorno muy inquieto, a Virginia Woolf en el fondo le cuesta decidir si la excentricidad es algo que tiene que cultivar o esconder, si es un motivo de admiración o un motivo de burla.

III

Se pueden encontrar (siempre se pueden encontrar, lo que sirve de argumento a favor y en contra de este tipo de observaciones) antecedentes familiares que para algunos justificarían la preocupación de Woolf por el tema. Y quizá no haga falta caer en el determinismo biográfico para notar que la locura y la excentricidad vuelven a asomarse una y otra vez en su árbol genealógico, donde no hay rama que no tenga su torsión extraña o su fruto sospechoso.

Está el caso de James Kenneth Stephen, su primo, un versificador brillante, que muere de inanición en un hospital psiquiátrico a los treinta y dos años. (Ella lo recuerda como una mole de ojos azules, “una figura enorme y demencial” de la que a veces tenían que escaparse por la puerta trasera). O el caso de Laura Stephen, media hermana de Virginia, atrapada en un monólogo inentendible y sin pausa, a la que internan a los veintiuno en lo que todavía se conocía como el Asilo de Earlswood para Idiotas, en 1893. O hasta el caso de la abuela de Laura, Isabella Thackeray, recluida durante el último medio siglo de su vida, después de un intento de suicidio en pleno brote psicótico. En una época donde toda desviación se veía como una condena, este era un prontuario atendible.

Desde luego, también hay ejemplos menos patológicos o más luminosos, como el de su tía abuela Julia Margaret Cameron (una de las fotógrafas más memorables del siglo XIX, capaz de encajarle un disfraz a cualquier invitado y obligarlo a posar de improviso), o el de sus dos tías escritoras, Anne Thackeray Ritchie, malabarista genial del divague autobiográfico, y la devotísima Caroline Emelia Stephen, que hablaba con espíritus y era “una especie de profeta moderna”. Woolf tomará a sus tías no solo como materia de escritura, retratándolas de forma más o menos sesgada, más o menos humorística, sino que tratará de inscribirse ella misma en esa tradición, poniéndose como objetivo ser una “tía escandalosa” para su sobrino, cuando fuera más grande y quisiera “tener parientes excéntricos”. (“Te imaginarás lo feliz que estaría al presentarme”, le escribe a Clive Bell en cierta carta, antes de poner en la boca del chico un hipotético arranque de nonsense: “Tengo una tía que copula en un árbol, y cree que está embarazada de un saltamontes… ¿no es encantador? Se viste de verde, y mi madre le manda nueces de las tiendas”).

“Ser considerada excéntrica —inofensiva, divertida— puede servir para que no te tilden de loca”, propone Hermione Lee, su biógrafa. “Pero también para que te ridiculicen, te marginen y posiblemente no te lean”. Entre ambas cosas, entre los caprichos y las alucinaciones, entre la exuberancia y la manía, entre el encanto despreocupado y la tentación del suicidio, Virginia Woolf ocupa un lugar de síntesis tensa.

IV

El tono, en cualquier caso, solía ser festivo. “Lo más interesante para observar, como ya te he dicho tantas veces, no son las personas distinguidas, sino las humildes, las ligeramente tocadas, las excéntricas”, le escribe Woolf a Lytton Strachey el 21 de mayo de 1912. “Lamentablemente, no te interesan, o te contaría la historia de Mary Coombes y el estudiante alemán”.

Cuando no hay nota al pie, empiezan las preguntas. ¿Quién es Mary Coombes? ¿Quién es el estudiante de alemán? No lo sabemos. Ni siquiera sabemos realmente si es el o la estudiante (el inglés retacea el género), ni si es de Alemania o solo estudia alemán (German student también es ambiguo: hay que adivinar si lleva en la mano un cuaderno o un pasaporte). Pero así y todo, la anécdota, casi diría el proyecto o la promesa de la anécdota, es un buen ejemplo del interés constante de Woolf por la gente que escapa de la norma, por las historias mínimas y laterales. Cuando ella lee los diarios de Fanny Burney, las personas que retienen su atención, de todas las que Burney describe, son “solo las excéntricas”. Los diarios y las cartas de la propia Woolf están llenos de microrretratos de figuras así, vistas al pasar o en la vida cotidiana, que algún detalle, algún gesto, algún toque ponen por fuera de lo esperable. Tanto le atrae esto que incluso registra su ausencia. Después de asistir al cumpleaños de su suegra, por ejemplo, donde los invitados eran “como rodajas de una misma torta larguísima”, Woolf apunta esta triste comprobación: no hubo “ninguna belleza, ninguna excentricidad”. Para ella lo excéntrico es algo capaz de redimir hasta una reunión de familia.

V

Un libro de personas excéntricas, entonces, es lo que proyecta Virginia Woolf en su diario el martes 19 de enero de 1915. Pero aunque de inmediato empieza a aventurar nombres (“Mrs. Grote será una de ellas. Lady Hester Stanhope. Margaret Fuller. La duquesa de Newcastle. ¿La tía Julia?”), el proyecto no termina de arrancar. Recién se asoma de nuevo cuatro años después, en marzo de 1919, cuando Woolf insinúa que va a ofrecérselo al editor John Middleton Murry para que lo serialice en la revista The Athenaeum. Eso, claro, si Murray “ve con buenos ojos” el primer intento, una vida de la entomóloga inglesa Eleanor Ormerod, “destructora de insectos”. Es difícil decir con qué ojos vio Murray este texto ambiguo, fluctuante, mestizo, que cruza libremente ficción y ensayo (“una fantasía”, como lo bautiza Woolf). Solo sabemos que, en abril de ese mismo año, la revista publica “The Eccentrics”, un artículo en el que Woolf da una breve introducción a su propia excentricología. El resto de la serie, al menos tal y como ella la habría proyectado, se estanca ahí. “Miss Ormerod” aparece solo un lustro después, a fines de 1924, en la revista norteamericana The Dial, y en la versión que circuló en Estados Unidos de su primer libro ensayístico, The Common Reader, en 1925. Para entonces, el teórico libro de personas excéntricas había mutado a un nuevo proyecto, Lives of the Obscure, un recorrido arqueológico de toda la historia inglesa vista —según apunta el 20 de julio de 1925 en su diario— a través de sus figuras más ignotas o invisibles.

Algunos proyectos solo cambian para abandonarse mejor: al final, Lives of the Obscure también queda trunco luego de unas pocas publicaciones. Woolf seguirá trabajándolo soterradamente en otros libros y por otros medios, pero sin darle nunca una forma definitiva.

VI

Movido por cierta curiosidad por lo que nunca existió, empecé a buscar en su obra completa y noté que, retratadas en artículos, reseñas y ensayos dispersos, puede encontrarse a casi todas las figuras que Woolf había barajado como posible elenco, además de otras que, a pura fuerza de extravagancia y golpes de anomalía, sin duda se hubieran ganado su espacio. Son textos a los que a veces separan décadas enteras, pero que están unidos por el hilo de una fascinación intensa, y por un estilo que siempre modera lo apologético con cierta distancia irónica, incluso alguna que otra dosis de perversidad. (En Virginia, después de todo, la maledicencia es una pasión ecuánime). Y son textos unidos también, desde luego, por la necesidad de traer a la luz las historias de aquellas mujeres que habían sido sistemáticamente soslayadas o ninguneadas, la misma necesidad que llevó a Woolf a lanzar piedrazos como Un cuarto propio o Tres guineas. Puede que en su artículo “The Eccentrics” (aquí traducido como “Los excéntricos”, para mayor discordancia) ella hable de “hombres y mujeres singulares” y use el universal masculino (“him”), pero ni uno solo de los ejemplos con nombre y apellido es un hombre. Me pareció que ese era un buen recorte. Por decirlo de algún modo, en este proyecto la rareza que se enfoca tiene siempre nombre de mujer.

VII

Esquiva al diagnóstico preciso y la clasificación tajante (“Se me ocurre que inventaré un nuevo nombre para mis libros que suplante ‘novela’”, anota a mediados de 1924: “Una nueva *** de Virginia Woolf”), lo que Woolf encuentra en estas vidas excéntricas, podría decirse, es la posibilidad de representar su fastidio ante un centro ajeno y desdeñoso. “Soy fundamentalmente, creo, una outsider”, declara en sus diarios, y outsiders son también, cada una a su manera, las mujeres de estos textos. Figuras que, como dice ella en cierto artículo sobre De Quincey, si nos despiertan gratitud y nos interesan es justamente por ser una excepción, por estar solas. Así “inventan una categoría propia. Amplían las opciones al alcance de las demás”.

El objetivo de este libro, en definitiva, es armar una versión posible de ese compendio de excéntricas soñado y nunca escrito, cuya misma naturaleza híbrida, a medio camino entre lo concreto y lo proyectado, tal vez no desentone con una autora que hacía de lo inclasificable una marca de valor.

I. Breve introducción a la excentricología

Los excéntricos

[Artículo publicado en

The Athenaeum

el 25 de abril de 1919]

SI EN ALGÚN QUE otro arranque de ambición han anhelado tener su propio monumento en el Dictionary of National Biography1, quizá no haya sido con la esperanza de ver grabada en él la sola palabra: “excéntrico”. Que los esfuerzos y objetivos de sus vidas, sus virtudes, su erudición y su devoción se resuman para siempre, íntegramente, como los de un excéntrico quizá no les parezca una recompensa justa, ni un epitafio que sus descendientes puedan señalar con orgullo. Sin embargo, considerando lo pequeño que es el grupo que atraviesa las puertas de la muerte con ese título en el pecho, y lo infinitamente común que es, en comparación, morir siendo un profesor o un decano, un héroe o un primer ministro, quizá sí haya después de todo algo para decir a favor de los excéntricos. Si al llegar más o menos a los cuarenta años2 les parece que otras distinciones se desdibujan en lugar de nimbarlos de gloria, tal vez valga la pena que investiguen, suponiendo que insistan en llevar algún título, qué se puede hacer en aras de la excentricidad. Aunque déjennos advertirles que el fracaso es probable.

No se trata de una profesión que pueda iniciarse a una edad avanzada ni ejercerse exitosamente a fuerza de voluntad pura. Desde luego, pueden caminar de arriba abajo por Tottenham Court Road envueltos en una toalla imitando a los griegos, o adoptar a una pantera de mascota, o enterrar todo su oro en el sótano y sentarse en las tumbas. Pero nunca engañarán —al menos eso esperamos— al editor del Dictionary of National Biography con ese tipo de artilugios vistosos. La marca de todo excéntrico auténtico es que nunca, ni por un momento, se le cruza por la cabeza ser un excéntrico. Están persuadidos (¿y quién va a decirles que se equivocan?) de que son los otros los retorcidos, los raros, los decrépitos espiritualmente, mientras que ellos son los únicos que viven según dicta la naturaleza. Hay que admitir que, en la lucha por la vida, el triunfo de la civilización o como queramos llamarlo, siempre han perdido. Los cargos en el gobierno no son para ellos, ni las cámaras del Parlamento, ni el puesto de canciller, ni la banca del juez. Si aparecen en alguno de esos lugares es para realizar una tarea ínfima, como barrer las escaleras, o juntar los papeles del suelo con un pinche en la punta de un largo bastón, o de vez en cuando para comparecer en el banquillo de los acusados. Y hasta en esos casos no los habrán arrestado por asesinato ni ningún otro delito grave; solo habrán cometido lo que suele llamarse una “alteración del orden público”, como regalar monedas de una libra en la calle o rendir culto a algún tipo peculiar de dios en el patio de su casa.

Por motivos así se vuelve extremadamente difícil encontrar una biografía completa y satisfactoria de un excéntrico. Su familia suele arreglárselas para olvidarse totalmente de él; solo aparece, en nuestra experiencia, en las biografías de sus familiares o allegados diríase por accidente, como una mala hierba recogida sin querer junto con las rosas, o un diente de león que el viento ha traído hasta un cantero primorosamente sembrado de selectos especímenes de doble áster. Pero siempre vale la pena hacer la prueba. Imaginemos (sin caer en nada demasiado improbable) que estamos ante una edición de la vida y las cartas de algún gran dignatario en tres tomos, con índice onomástico, encuadernación azul y un emblema heráldico estampado en cada volumen, junto con un lema sobre la lealtad, o la tenacidad, o la integridad, lema al que el héroe, como bien nos demuestra su vida, le ha hecho sobrada justicia. ¿Pero dónde, entonces, está su tío John, con su pasión por el rito del bautismo, o su tía (no recuerdo el nombre), que sabía con total certeza que el mundo tenía la forma de una estrella de mar? De nada sirve buscarlos en el índice: no figuran; y sin embargo, a veces, subrepticiamente, o quizá para ilustrar algún rasgo de familia o algún acto de devoción de parte de su sobrino, por momentos se infiltran en el relato, como quien entra por la puerta de atrás. El otro día, mientras hojeaba la vida y las cartas de un hombre famoso que fue adorado con razón y que murió siendo no solo canónigo, sino también subdeán, terminé reparando, gracias a mi atención dispersa, en su padre, un fabricante de camas de hierro en la ciudad de Bristol. Como el hijo iba de éxito en éxito y no había ninguna razón para preocuparse por su carrera, me pareció que valía la pena detenerse un momento en este hombre que fabricaba camas de hierro en la ciudad de Bristol. Y la recompensa fue inmediata. Se pasó la vida fabricando patas de hierro macizo. Era inútil decirle que la ciencia había desarrollado una manera de fabricar patas huecas sin socavar la virtud de las camas; era inútil probarle que sus competidores le sacarían ventaja y que su familia terminaría en la ruina. Lo que a él le importaba era el estado de su alma. No podía tolerar un interior hueco. Da gusto imaginarlo en sus últimos años y en plena decadencia económica, con la muerte como único futuro, repitiendo una y otra vez las mismas palabras jactanciosas con las que enfrentaría al Ángel de la Memoria y reclamaría para sí una posición superior en el Coro Celestial: “¡Las patas de todas mis camas eran de hierro macizo!”.

A veces, aunque no lo suficientemente a menudo, se escriben biografías de estos hombres y estas mujeres singulares, o después de su muerte alguien reúne, con cierta vergüenza, sus escritos. El doctor Meryon3, por ejemplo, escribió las memorias de Lady Hester Stanhope, ganándose así nuestra eterna gratitud; y hay tres volúmenes, cuando bien quisiéramos que hubiera dos decenas, dedicados a la excelente memoria de Margaret Fuller4. Ninguna de estas dos mujeres hubiera dado crédito a la palabra “excéntrica” aplicada a su persona, aunque no las habría sorprendido en lo más mínimo despertarse un siglo después de su muerte y ver que les habían construido templos, y atribuido religiones, y organizado sectas de devotos que rendían culto a su divinidad. Lady Hester, de hecho, tenía su caballo blanco siempre listo para el Mesías en su establo. Cuántas veces, sentada a solas en su castillo en la cima del Monte Líbano, picoteando algo de carne de uno de los innumerables platitos, o increpando a alguna sílfide por sus diabluras detrás de la cómoda, sin dejar nunca de exhalar nubes de humo azul de su narguile, se habrá visto a sí misma entrando a Jerusalén a caballo al lado del Señor, imaginándose, encantada, la consternación con la que Lord Palmerston y la reina Victoria5 recibirían la noticia… Las fantasías de Margaret Fuller no eran tan distintas de las fantasías de los demás; simplemente se creía inspirada, se casó con un sirviente italiano, convencida de que era un marqués, y murió en un naufragio cerca de la costa de los Estados Unidos, perdiendo no solo a su hijo y a su marido y su propia vida entre las olas, sino también los manuscritos que supuestamente la hubieran hecho inmortal y… ¿liberado al mundo de la muerte? ¿Revelado la Verdad? ¿Logrado la igualdad entre los hombres y quizá la ligera superioridad de las mujeres? ¿O qué? Las aguas todavía guardan el secreto. Luego estaba la amiga de Shelley, Elizabeth Hitchener, que dejó su escuela para arrojar sus botellitas al mar, y escribió por lo menos un verso de una épica:

Todos, todos son hombres… ¡mujeres y todo!6

junto con ciertas reflexiones filosóficas sobre el alma del caballo. Y no hay que olvidarse de Mrs. Grote7, aunque tampoco podrá olvidársela mientras perdure la lengua inglesa y necesitemos recurrir a la expresiva palabra que fue su legado para el mundo; o Margaret, duquesa de Newcastle, o Mrs. Cameron de Freshwater, o Adolphus Blatt, o Caroline Mew8, y otros tantos, innumerables, pues se nos agolpan en la memoria no bien empezamos a pensar en Tennyson y los otros9, por lo general tan despeinados y tan desarreglados, luego de años y años de oscuridad y de hábitos increíbles, que no podemos recordar con certeza ni sus nombres. Ante estas figuras innominadas y de tan extraña inspiración, que dejan a su paso a veces un verso, a veces una palabra, y a veces no dejan nada en absoluto, ¿qué capricho nos lleva a buscarlas en los rincones y justo por debajo del horizonte de tantos libros ilustres dedicados a gente ilustre? ¿Diremos acaso que el mundo dedica biografías a quienes no las merecen? ¿Que los títulos y los honores recaen siempre sobre las cabezas equivocadas? Si el mundo se ha manejado o no con opiniones incorrectas desde el principio, y si la mitad de sus grandes hombres son o no un fiasco, es algo demasiado largo como para zanjarlo en un artículo breve. Recurramos a un ejemplo doméstico, en lugar de prodigar argumentos. Supongamos que encienden la luz de la cocina cuando los sirvientes ya se han ido a acostar: los escarabajos se meten debajo de la alfombra; los ratones, detrás de los paneles de madera; no queda nada en el cuarto salvo la mesa de pino limpia y el reloj blanco, redondo. ¿Nunca se han detenido un momento para preguntarse adónde habrán ido todas esas ágiles vidas, y qué travesuras estarán haciendo sin que puedan verlas? ¿Y si, a fin de cuentas, lo sólido y lo útil en realidad no bastan para colmar todas las necesidades del alma?

Palabras preliminares

Para este ensayo, originalmente titulado “

The Duchess of Newcastle

”, Virginia Woolf enumera la siguiente bibliografía: “

The Life of William Cavendish, Duke of

Newcastle

, etc

., editado por C. H. Firth;

Poems and Fancies

;

The World’s Olio; Orations of Divers Sorts Accommodated to Divers Places

;

Female Orations

;

Plays

;

Philosophical Letters

, etc., etc.” (

The Common Reader

, Londres, Hogarth Press, 2ª ed., 1925, p. 98). La lista no incluye (a todas luces por no ser una fuente primaria)

The First Duke and Duchess of

Newcastle

-upon-Tyne

, de Thomas Longueville, libro que Woolf reseñó en el

Times Literary Supplement

del 1 de febrero de 1911. Esa reseña fue, en muchos sentidos, el embrión de este texto.

II. Las excéntricas

Margaret Cavendish

[Ensayo publicado por primera vez en

The Common Reader

, 1925]

“LO ÚNICO QUE DESEO es fama”, escribió Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle. Y mientras vivió, obtuvo lo que deseaba. Llamativa en su modo de vestir, excéntrica en sus costumbres, casta en su conducta y ordinaria al hablar, logró en vida atraer la burla de los grandes y el aplauso de los doctos. Pero los últimos ecos de clamor ya se han apagado por completo; ella vive solo en las pocas frases espléndidas que Lamb diseminó sobre su tumba10; sus poemas, sus piezas de teatro, sus filosofías, sus oraciones, sus discursos —todos esos libros en folio y en cuarto que, según ella, contenían su verdadera vida— juntan moho en la penumbra de las bibliotecas públicas, o se los decanta en pequeños dedales donde, de su profuso caudal, apenas si entran seis gotitas. Hasta el estudiante curioso, inspirado por las palabras de Lamb, tiembla ante el tamaño de su mausoleo, asoma la cabeza, echa un vistazo y sale a toda prisa, cerrando la puerta a sus espaldas.

Pero ese vistazo apresurado le revela el perfil de una figura memorable. Nacida (según se cree) en 1624, Margaret fue la hija más joven de un tal Thomas Lucas, que murió cuando ella era niña; fue su madre quien la crio, una mujer de carácter notable, de gran majestuosidad y belleza “más allá de la ruina del tiempo”. “Era muy hábil con los alquileres, y la cesión de tierras y los procesos de la corte, la elección de administradores y cuestiones de esa índole”. La riqueza así acumulada no la destinaba a las dotes, sino a ofrecer generosos y exquisitos placeres, “pensando que si nos criaba con privaciones importantes, podría estimular en nosotras un espíritu rapaz”. A sus ocho hijos e hijas nunca se les levantaba la mano, sino que se razonaba con ellos, se los vestía con elegancia y alegría, y no se les permitía conversar con los sirvientes, no porque fueran sirvientes, sino porque los sirvientes “en su mayor parte son maleducados y de baja condición”11. A las hijas se las instruía en las disciplinas acostumbradas, “más por formalidad que por beneficio”, ya que su madre opinaba que el carácter, la felicidad y la honestidad tenían más valor para una mujer que tocar el violín o cantar, o “el parlotear en varios idiomas”.

Ya entonces Margaret aprovechaba ávidamente esas atenciones para darse ciertos gustos. Ya entonces prefería leer antes que coser, vestirse e “inventar modas” antes que leer, y escribir antes que cualquier otra cosa. Dieciséis cuadernos sin título, escritos en letras garabateadas, porque la impetuosidad de sus pensamientos siempre superó la velocidad de sus dedos, dan fe de la manera en que explotaba la tolerancia materna. La felicidad de su vida hogareña también dio otros frutos. Eran una familia muy apegada. Mucho después de haber contraído matrimonio, notó Margaret, estos hermanos y hermanas de tanta belleza, con sus cuerpos bien proporcionados, su piel lozana, su pelo castaño, sus dentaduras perfectas, sus “voces afinables”, y su manera llana de hablar, se mantenían siempre “juntos en la misma banda”. La presencia de extraños los sumía en el silencio. Pero cuando estaban a solas, ya fuera caminando por la calle Spring Gardens o por Hyde Park, o escuchando música, o comiendo en barcazas, se les soltaba la lengua y pasaban “un rato muy divertido juntos […] juzgando, condenando, aprobando, elogiando, según [les] pareciera”.

Esa vida familiar tan feliz influyó en el carácter de Margaret. De niña solía caminar durante horas sola, pensando y contemplando y razonando para sus adentros sobre “todo lo que le presentaban [sus] sentidos”. No le gustaba realizar ningún tipo de actividad. Los juguetes no la entretenían, y no podía ni aprender idiomas extranjeros ni vestirse como las demás. Su mayor placer era inventarse vestidos que nadie más iba a poder copiar, “pues —como ella misma observa— siempre me encantó la singularidad, incluso en los accesorios de vestimenta”.