Las mil caras de la luna - Eva Villaver - E-Book

Las mil caras de la luna E-Book

Eva Villaver

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Beschreibung

No tenemos que regresar a la Luna, porque siempre hemos estado allí.   En pocos territorios como en la Luna se producen tantas batallas encarnizadas entre realidad y fantasía. Lunáticos, brujas y hombres lobo conviven en nuestro imaginario con las rocas lunares, los calendarios, las mareas y las proezas tecnológicas que lograron llevar a una docena de privilegiados a ver sus huellas eternizarse sobre el polvo de su superficie. Nuestro satélite nos fascina porque, en realidad, nos refleja a nosotros mismos: podemos explicar la gravedad que nos ata a ella, pero todavía no entendemos del todo el miedo y la emoción que es capaz de despertarnos, y ambas fuerzas son igualmente poderosas. En definitiva, la Luna marca el ritmo de la vida en la Tierra, estabiliza su eje de rotación y ordena el tictac del reloj biológico. Por eso, no hay nada más incorrecto que decir que estamos regresando a la Luna. Porque siempre ha estado aquí, entrelazada con nuestra historia, nuestros sueños y nuestros logros.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Las mil caras de la Luna

© 2019, Eva Villaver

© De la edición, Miguel A. Delgado

© Del prólogo, Mario Livio

© De la traducción del prólogo, Elena García-Aranda

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Diseño de cubierta: Compañía

Imagen de cubierta: Agefotostock

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-379-5

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

Dedicatoria

Prólogo

1. Lunáticos

2. Piedras

3. Tortugas

4. Huellas

5. El ritmo del tiempo

6. Cráteres y vino

7. Orígenes

8. Luna nueva

9. Aletas

Agradecimientos

Bibliografía

Apuntes biográficos

Fotografías

 

 

 

 

 

 

 

Como no me decido entre los que llegaron antes (mis padres)

o los que vienen después (mis sobrinos),

me quedo con el del medio

 

a Mario, mi hermano

PRÓLOGO

 

 

 

 

 

 

En 1817, lord Byron escribió en un poema una estrofa que dice:

 

Así es, no volveremos a vagar

Tan tarde en la noche,

Aunque el corazón siga amando

Y la luna conserve el mismo brillo.

 

 

Byron quería expresar en él el hecho de que ningún otro fenómeno natural u objeto ha inspirado tantos sentimientos románticos como la Luna. Por una parte, la Luna es el único cuerpo celeste que el ser humano ha pisado y es objetivo de numerosas misiones espaciales e investigaciones y, por otra parte, ha sido fuente inagotable de mitos, poesía y simbolismo. Eva Villaver consigue plasmar en su libro, con gran belleza, esta cautivadora dualidad.

Durante miles de años los astrónomos han estado fascinados por la capacidad de la Luna para crecer y menguar. Incluso Shakespeare prestó atención a esto. En Romeo y Julieta, cuando Romeo declara: Señora, juro por esa luna bendita, que corona de plata las copas de estos árboles frutales…, Julieta responde rápidamente: ¡Oh! No jures por la luna, por la inconstante luna, que cada mes cambia al girar en su órbita. Pero la apariencia cambiante de la Luna es más que una mera curiosidad. La observación de que Venus exhibe las mismas fases cambiantes que la Luna puso de manera inequívoca el primer clavo en el ataúd del sistema ptolemaico centrado en la Tierra.

La Luna fue el primer objeto celestial hacia el cual Galileo dirigió su famoso telescopio. Su descubrimiento de que la superficie lunar es escarpada y muy parecida a la faz de la Tierra ayudó a acabar con la visión aristotélica de una esfera celestial sacrosanta, inmutable, y de la existencia de cualidades «terrestres» y «celestiales» diferenciadas. Este fue el primer paso significativo hacia una unificación de las leyes de la naturaleza.

Nuestra Luna es mucho más que una fuente de luz que ilumina la noche en la Tierra. Su tamaño es responsable del hecho de que el eje de giro de la Tierra sea estable en el espacio. En contraste, el eje de giro de Marte está sujeto a inestabilidades caóticas. La estabilidad del eje de rotación puede haber jugado un papel importante en el hecho de que la vida surgiese y sobreviviese en la Tierra. La Luna también puede haber jugado un rol diferente, más «sutil», en la evolución de la vida en la Tierra, como el poeta inglés Christopher Fry dejó escrito con humor en su obra de 1950 The Lady’s Not for Burning:

 

La luna no es sino

Un afrodisíaco circunvalatorio

Divinamente subsidiado para provocar en el mundo

Un aumento de la tasa de natalidad.

 

La Luna ha hecho, y aún puede hacer mucho más, para ayudarnos a comprender el universo. Por ejemplo, los astronautas del Apolo colocaron en la Luna un conjunto de retrorreflectores (básicamente espejos), y los investigadores han estado enviando rayos láser a esos espejos. Esto ha permitido una medición extraordinariamente precisa de la distancia a la Luna, confirmando así la teoría general de la relatividad de Einstein.

La cara oculta de la Luna proporciona un entorno con muy poca interferencia de radiofrecuencia. Como resulta que las observaciones de radio de baja frecuencia pueden permitirnos explorar el estado del universo en sus orígenes, la cara oculta de la Luna es un escenario muy prometedor para futuras investigaciones cosmológicas.

Para concluir, espero que todos aquellos que lean este libro acaben convertidos en lunáticos en el mejor sentido del término, arrastrados a un viaje mágico de ciencia, literatura, poesía, filosofía y arte de ida y vuelta a la Luna. Se sentirán como la poeta contemporánea Kathleen Ossip, quien en su reciente poema «Final» se preguntaba: ¿Sigue hablándome la Luna?, para acto seguido responder: Solo todas las noches.

 

Mario Livio

Astrofísico, autor de La proporción áurea

 

1. LUNÁTICOS

 

 

 

 

 

Parece un tanto ridículo que Hamlet, con sus dudas sobre todo, jamás dude de la realidad de los fantasmas. Jamás cuestiona si su propia locura pudiera no ser de hecho genuina.

 

David Foster Wallace, La broma infinita.

 

Las medusas luna se pueden encontrar en bahías de todo el planeta. Son esas que prácticamente todos hemos visto, e incluso sufrido, alguna vez. Cuando son adultas, adquieren forma de platillo. Carecen de cerebro y son traslúcidas —se puede ver lo que han comido—, con bordes y tentáculos pálidos. Se dice que recuerdan a los fantasmas, pero los fantasmas son algo muy personal, cada cual tiene los suyos. Recuerdan más bien a la Luna, y ahí sí hemos visto todos la misma. Las medusas luna se parecen a nuestro satélite cuando lo vemos de día en el cielo. Difuso, pálido, espectral, vigilante.

A la Luna no le basta con espiar nuestros secretos en las noches más oscuras. Contemplarnos solamente mientras dormimos tiene que ser muy aburrido así que, a veces, se coloca ahí arriba también durante el día, para que no se le escape nada. Así es ella, no se pierde ni un detalle que tenga que ver con nosotros. Y nosotros la hemos incorporado como una parte más de nuestras vidas.

Dicen que la Luna podría convertirse, en el futuro, en el octavo continente. Para ello haría falta establecer bases permanentes en su superficie y habitarlas. Pero a nuestro satélite lo llevamos demasiado cerca del corazón como para reducirlo solo a otro suelo que pisamos o intentamos cultivar. Como prueba, ahí están las palabras. No existe nada que no pertenezca al lenguaje. Tenemos lunes, lunares y lunáticos, medias lunas y claros de luna. Dependiendo del tamaño de nuestros retos, o bien estamos en la luna o queremos alcanzarla; le ladramos enfadados, le pedimos aquello que nos resulta imposible, celebramos las lunas de miel (y lloramos las de hiel).

Los lunares que no están en los vestidos son manchas cutáneas cuya etimología nos indica que su origen le fue atribuido a su influjo. Viven entre nosotros todo tipo de lunáticos que pueden ser soñadores, tontos o locos. La creencia de que la Luna ejerce influencia en el comportamiento humano ha dejado huella en muchos idiomas, desde el latín lunaticus, al francés lunatique o el inglés lunatics. Cuando conquistó la literatura, Don Quijote se convirtió en el lunático más famoso del mundo.

La creencia en la influencia de la Luna en el comportamiento humano ha sobrevivido al antiguo divorcio entre astrología y astronomía. El daño colateral de esa separación fue que no nos pusimos de acuerdo en quién se quedaba con los niños, y parece ser que la astrología logró la custodia de la mayoría. A pesar de más de cincuenta años de estudios que demuestran que nuestro satélite no tiene ningún poder para causar desórdenes mentales, la creencia de que afecta al número de suicidios, homicidios o ingresos en hospitales psiquiátricos persiste. Un estudio de 1995 concluyó que un 81% de los profesionales de la salud mental aún creen que la gente actúa de manera extraña durante la luna llena. En el siglo XIX, en el Royal Hospital de Bethlem, de Londres, era práctica común atar, encadenar, azotar y privar de alimentos a los pacientes mentales de acuerdo con la fase que mostrase la luna en el calendario.

Se creía, además, que su influjo se dejaba sentir en los ataques de locura y epilepsia. El origen de la creencia no está claro, pero se sabe que ya existía en las antiguas Grecia y Roma. Y, como si de un juego del teléfono estropeado se tratase, la historia fue cambiando a medida que pasaba de boca a oreja, generación tras generación y, así, en la Edad Media, cuando se desconocía la causa de los ataques de rabia y epilepsia, y los hombres parecían convertirse en animales, aparecieron los hombres lobo.

En Noche estrellada, uno de los mejores cuadros de Vincent Van Gogh, aparece una luna prominente. Lo pintó en una institución mental, lo cual no quiere decir nada, solo que ambos estaban allí. Miguel de Cervantes dejó bien argumentado desde el principio que fue la lectura de libros de caballería la causa de la perturbación mental del querido soñador lunático Don Quijote. Shakespeare, sin embargo, atribuía en Otelo a la Luna la capacidad de volver una y otra vez loco al hombre:

 

¿Tú crees que viviría una vida de celos,

cediendo cada vez a la sospecha

con las fases de la luna? No. Estar en la duda

es tomar la decisión.

 

Tenemos miedo a la noche. Es un miedo con el que nacemos, no una construcción que aparezca después, mientras vivimos en sociedad; y, como mucho, conseguimos ahuyentarlo con lámparas y farolas. Ese miedo innato a la oscuridad ha sido considerado, durante mucho tiempo, una adaptación evolutiva a la existencia de depredadores nocturnos. Las especies animales que hacen vida nocturna, obviamente, tienen adaptado su comportamiento al nivel de luz, un nivel que cambia con las fases de nuestro satélite. La luna llena, de noche, es 14.000 veces más brillante que el segundo objeto que más luce en el cielo, Venus. Los leones africanos, por ejemplo, atacan con más frecuencia cuando está más oscuro. Estudios sobre sus comportamientos de caza demuestran un mayor número de asaltos, tanto a humanos como a herbívoros, cuando la luna está débil o por debajo del horizonte. Entre la puesta de sol africana y las diez de la noche es cuando los humanos muestran más actividad en Tanzania, lugar donde se hizo el estudio. Los días del mes en que más oscura está la noche entre esas horas es inmediatamente después de los días de luna llena (la Luna sale al menos una hora después del atardecer). En esos días, y entre esas horas, es cuando hay más ataques. La llegada de la luna llena implica peligro, y así se graba en el subconsciente.

El miedo a la noche nos llevó a refugiarnos en cuevas y a inventar el fuego. Quizás se encuentre ahí el origen de la Revolución Industrial. Encenderlo nos permitió dormir más tranquilos y abandonarnos a esa fase del sueño que se conoce como REM. Somos el homínido que más tiempo pasa en fase REM, no el que más duerme. En REM aprendemos a bailar y a fabricar flores de papel, se construyen los sueños y se edifican los recuerdos. Hay estudios que indican que es el tiempo en el que el cerebro desarrolla las habilidades motoras. Desde que pudimos manejar las manos, empezamos a soñar con tocar la Luna.

Todas las culturas humanas le han puesto su nombre particular. Ha sido bautizada como Diana, Artemisa, Tot, Chandra, Chang’e, Coyolxauhqui, Mujer Amarilla, Isis, Juno, Fati, Hina, Hécate, Ishtar o Nanna. Era un dios en Egipto y Mesopotamia y una diosa para los griegos, y fueron los romanos quienes comenzaron a llamarla Luna. Luna.

Los cambios de la Luna son, en realidad, una ilusión. La Luna no varía su forma, es siempre una esfera que parece cambiar de fase porque refleja la luz del Sol como un espejo sin luz propia, mientras da vueltas a nuestro planeta. Tiene una mitad siempre iluminada, aunque nosotros no siempre la veamos. Ese cambio cíclico, desde tiempos muy tempranos, está presente en mitos, leyendas y calendarios. Chandra, para los hindúes, marca el calendario ritual, protege a las almas migratorias, asegura el crecimiento de la vegetación, mueve las mareas y provoca la lluvia.

La Luna es la luz en la oscuridad. Cuando empezamos a dominar el fuego, las noches se hicieron más fáciles. Desde entonces, y hasta la invención de la lámpara de gas en 1792 y de la bombilla en 1879, la Luna fue la reina (o el rey) indiscutible de los cielos estrellados.

 

 

Luna de queso y roca

 

Siempre nos hemos preguntado de qué está hecha. Algunos decían que de queso, otros que de roca. Unos le veían grietas, otros océanos, y tan enamorados estábamos de esa compañera blanca, que al principio de los tiempos ni siquiera le distinguíamos los defectos y las manchas. Así la pintaban y narraban, impoluta, suave y perfecta, en nuestra cultura. Pero, como en toda historia de amor, llegó el momento en el que abrimos los ojos (en este caso, uno) y comenzamos a ver la realidad de las cosas (por el telescopio). Habíamos inventado un tubo que nos permitía, colocando un ojo en un extremo y cerrando el otro, acercarnos un poco a ella. Ese mundo perfecto se parecía un poco al nuestro; tenía sombras y mares, ¿tendría acaso seres? Al principio, estuvimos convencidos de que sí. Selenitas, los llamamos. La Luna debía estar poblada como la Tierra, no tenía ningún sentido cósmico que hubiese tanto terreno edificable vacío.

Cuando aprendimos a construir cohetes empezamos a lanzar perros, gatos, monos, moscas, arañas, tortugas y hasta ranas hacia arriba. Hasta que no estuvimos seguros de los cohetes no nos atrevimos a subir ninguno de nosotros. A Gagarin —el guapo Gagarin— lo tuvimos casi dos horas dando vueltas a la Tierra. A Leónov lo dejamos salir a dar un paseo fuera de la nave espacial; eso sí, con correa. Solo cuando nos quitamos el miedo empezamos a lanzarlos de tres en tres. El primer trío dio varias vueltas a la Luna. A los tres siguientes, los dejamos acercarse más; dos de ellos, incluso, se bajaron de la nave espacial y pisaron el suelo lunar (hasta la fecha, solo a doce humanos les hemos permitido hacerlo). Tan contentos se pusieron que, cuando descendieron por la escalera, se pasaron el tiempo dando saltos. Lo que pocos saben es que al primero, a Armstrong, lo tuvimos veinte minutos allí solo. Solo. Tan lejos. Sola también estuvo Tereshkova, pero ella en el espacio.

Johannes Kepler, famoso entre los astrónomos, hizo un viaje imaginario a la Luna en cuatro horas, la duración de un eclipse lunar, y solo necesitó una manta para cubrirse la cabeza. Antes habían llegado Luciano de Samósata en barco, Dante en una nube o Astolfo en un hipogrifo. El noble sevillano Domingo González llegó con una bandada de gansos, y aunque el fabuloso barón de Munchausen la visitó más de una vez, no fue ni será el único en hacerlo propulsado por los únicos combustibles que parecen no agotarse nunca, la curiosidad y la imaginación.

Kepler, hijo de una bruja y de un mercenario del duque de Alba, escribió el primer tratado científico sobre astronomía lunar. La mayor parte de sus familiares estaban tullidos y parece ser que a él (al menos así aparece en su libro) no le gustaban nada los alemanes gordos, prefería a las brujas. Vecinos supersticiosos denunciaron a su madre que, acusada de bruja por culpa del libro del hijo, se libró por poco de la hoguera, aunque estuvo encarcelada mucho tiempo, y encadenada al suelo durante más de un año. Su tía, argumentaba la acusación, ya había sido quemada años antes por lo mismo.

Tan solo 67 años separan la bala de cañón que Méliès, inspirado por Julio Verne, le disparó directa al ojo y el lanzamiento del Saturno V. Es muy probable que no quede vivo nadie que haya podido ver ambos lanzamientos, pero en esos pocos años que separan la ficción y la realidad, Konstantin Tsiolkovski, el precursor de la aeronáutica, construyó el puente entre la ciencia ficción y la ciencia de los viajes espaciales. De los cañones de Verne y Méliès llegamos a los cohetes Soyuz y los Falcon 9.

 

Una bandada de gansos, los motores del vehículo que el intrépido Domingo González utilizó en su viaje a la Luna (The Strange Voyage and Adventures of Domingo Gonsales, to the World in the Moon, 1768, archive.org).

 

Julio Verne situó en el Gun Club de Baltimore la trama de su famosa aventura lunar. Este club había nacido, como sociedad, con el objetivo de perfeccionar las armas de guerra, y el viaje a la Luna surgió del aburrimiento de sus desmembrados miembros en época de paz. Construirían el cañón de los cañones para mandarle un proyectil. Verne bebió de un cuento de Edgar Allan Poe, en el que su protagonista llegaba en globo. Poe estudiaba astronomía, se había leído en detalle el libro de John Herschel, que era a su vez hijo de William y sobrino de Caroline, ambos también astrónomos. Les debemos a los tres tantas contribuciones importantes en astronomía que se le puso su nombre, Herschel, al telescopio sensible al universo frío más grande jamás puesto en órbita.

La primera escritora de la historia también le escribió a la Luna. Se llamaba Enheduanna, y parece ser que también fue astrónoma y abogada. Vivió hace casi cinco mil años en la región del actual Irak.

Desde que aprendimos a construir escaleras, quisimos subir al cielo. El problema era dónde sujetarlas. El poeta inglés William Blake colocó una hasta la Luna, en lo que es una metáfora de lo inalcanzable. Un niño hambriento ascendía por una planta hasta la casa de un ogro en las nubes en el cuento infantil Jack y las habichuelas mágicas. Mientras, el teórico ruso Tsiolkovki imaginó un cable que alcanzaba a un castillo en una órbita geoestacionaria (que gira con la Tierra y, por tanto, permanece siempre en el mismo lugar) y Arthur C. Clarke, en su novela Las fuentes del paraíso, conectaba la Tierra con una plataforma en órbita. La idea del ascensor espacial buscaba liberar el proceso de llegar al espacio, de tener que lanzar cohetes.

 

«¡Yo quiero! ¡Yo quiero!» Una escalera, la solución (y dibujo) del poeta William Blake para llegar a la Luna (For Children: the Gates of Paradise, 1793, Trustees of the British Museum, © Alamy Stock Photo).

 

De la Luna nos separa un viaje de tres días en cohete, apenas 72 horas, un fin de semana largo. Una distancia ínfima comparada con la extensión del universo conocido o la distancia a la estrella más cercana, y sin embargo ese pequeño espacio parece haberse convertido en una barrera insondable. En los últimos cincuenta años, la Luna se ha convertido en una roca inerte, antes poblada de selenitas y bosques, y ahora solo por cráteres. La frontera de la imaginación colectiva de la mano de la ciencia se ha movido más allá. Quizás hasta Marte, quizás hasta Próxima Centauri, quizás hasta otra de las fascinantes lunas que pueblan el sistema solar.

La Luna es el único lugar fuera de la Tierra donde hemos puesto los pies, exactamente veinticuatro, ni uno más ni uno menos, veinticuatro huellas (huellas que no se borran). El próximo lugar requerirá un viaje mucho más largo. Quizás un viaje solo de ida. ¿Será la Luna el único lugar en el universo adonde los humanos lleguemos con nuestros cuerpos y no con nuestros instrumentos?

La ciencia requiere imaginación, creatividad, empeño. Llegar al objeto celeste más cercano, el que tanto nos hace soñar, necesitó todos esos ingredientes. Nos empeñamos en tocar la Luna, lo conseguimos y nos trajimos unos pedacitos de vuelta. A veces los sueños se transforman en realidad. Otras veces, no.

Hemos viajado allí de muchas maneras e inventado innumerables historias para explicar su movimiento. Carros, monstruos, conejos, princesas, guerreros, rocas, espejos, cohetes… hemos ido añadiendo de todo, sin prescindir de nada de lo anterior. Todos los personajes y objetos se han ido transformado para dar vida al siguiente. El mito y la superstición han alimentado el folclore y el arte, el pensamiento abstracto y los sueños, y estos a la ciencia. Todos han sido inspirados, de un modo u otro, por la Luna. Sin ella, seríamos diferentes. En el proceso, la Luna se ha transformado de desconocido territorio de extraterrestres en belleza desolada que mantiene intactas las huellas de nuestro pasado común. Nada entre todo lo que imaginamos es tan hermoso como lo que encontramos allí. La Tierra y la Luna llevamos mucho tiempo juntas, y en ese viaje de miles de millones de años nos hemos ido distanciando. Casi cuatro centímetros al año.

De la Luna no hemos aprendido al ir, sino al volver. La Luna como puerta entre la Tierra y el cielo. Y las puertas del cielo siempre tienen que estar abiertas, porque es por donde entra la magia. También porque, de otro modo, no podríamos tener escenas de amor con Luna de fondo ni imágenes como las de Julio Cortázar en Rayuela:Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

 

2. PIEDRAS

 

 

 

 

 

En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los judíos de Ámsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades.

 

Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.

 

Hace 841 años, un domingo de 1178 y una semana antes de la fiesta de San Juan Bautista, la actual noche de las hogueras, cinco monjes, imagino que aterrados, narraron lo siguiente al cronista medieval Gervasio, o Gervase, de Canterbury:

 

Había luna nueva, brillante, y como suele ocurrir en esa fase sus cuernos estaban inclinados hacia el este, y repentinamente el cuerno superior se separó en dos. Desde el punto medio de la división emergió una antorcha llameante que vomitaba, sobre una distancia considerable, fuego, brasas y chispas. Mientras tanto, el cuerpo de la luna era carcomido, por así decirlo, en la ansiedad y, para ponerlo en las palabras de los que me informaron y vieron con sus propios ojos, la luna latía como una serpiente herida. Después recuperó su estado normal. Este fenómeno se repitió una docena de veces o más, la llama asumiendo diferentes formas retorcidas al azar para después regresar a la normalidad. Entonces, después de estas transformaciones, la luna de cuerno a cuerno, esto es a lo largo de toda su longitud, adquirió un aspecto negruzco.

 

Los monjes —nos cuenta la crónica de Gervasio— juraron por su honor que su relato era verdad, que no habían añadido ni falseado nada, y que eso fue lo que vieron tras la puesta de sol. No hay registro de que nadie más fuese testigo de semejante espectáculo.

Quien alguna vez haya contemplado en el cielo algo diferente a la sucesión normal de los días y las noches puede hacerse una idea de lo que pudieron sentir aquellos religiosos: pánico. Porque terror quizás se quede corto para definir la magnitud del miedo de los cinco monjes de Canterbury, y más si pensamos que en su visión del mundo se creía que el apocalipsis llegaría desde el cielo. Los imagino bajo la luz tenue de un atardecer de junio, corriendo despavoridos hacia el monasterio con el hábito remangado, mientras la cruz de madera y el cinturón de cuerda saltan de un lado a otro. ¿Por qué deberían unos monjes medievales tener miedo de lo que vieron en la Luna?

Situémonos en el siglo XII, en pleno medievo, cuando el pensamiento dominante era la teología medieval cristiana, que atribuía al cielo formas perfectas e inmutables. El Sol estaba hecho de fuego, la Tierra era plana, las Sagradas Escrituras explicaban el origen de un universo que era perfecto. En ese universo ordenado y en armonía, un cambio solo podía ocurrir en la región sublunar. Lo corruptible estaba aquí abajo, en la Tierra, a nuestro lado, mientras que la región celeste permanecía inmutable. Y sin embargo, una noche cualquiera, mientras observaban lo que debía ser la enésima repetición de esa inmutabilidad que se traducía en el dibujo del arco perfecto de la luna nueva, de repente esta pareció saltar en pedazos.

En realidad, la Luna, como la Tierra, lleva saltando en pedazos desde que se formó hace 4.510 millones de años. Y aunque algunas de sus cicatrices son visibles a simple vista, sus defectos no fueron reconocibles hasta que se inventó el telescopio. El 30 de noviembre de 1609, Galileo Galilei dirigió su telescopio hacia la Luna, y fue entonces cuando registró por vez primera que tenía depresiones y montañas en forma de copa. Y que, en el momento en el que acercamos la vista, las estructuras que resultan más evidentes de la Luna son sus cráteres. La ciencia no solo había «eliminado las distancias», como decía el Melquíades de García Márquez, sino que también había descorrido la cortina que nos ocultaba su realidad: la Luna ya no era perfecta y pura.

Todo eso sucedía a finales de la era de los descubrimientos, un periodo en el que los portugueses, españoles y británicos se dedicaron a descubrir, como dice la canción de Calle 13, lo que ya estaba descubierto, recorriendo lugares del planeta donde ellos nunca habían estado antes y registrándolos en los mapas. Los mapas eran valiosos porque contenían información importante para el comercio y la navegación (además, ¿qué sería de las historias de piratas sin los mapas del tesoro?). Es natural, por tanto, que el considerado como el primer atlas de la Luna date de esa época. Lo dibujó en 1647 Jan Heweliusz (o Johannes Hevelius) desde el observatorio que levantó en el antiguo Reino de Polonia con el dinero que había hecho su familia fabricando cerveza.

Hevelius era un abogado y comerciante —llegó a ser alcalde de su ciudad— que se convirtió a la ciencia cuando un antiguo profesor, en su lecho de muerte, le animó a que consagrase su vida a la astronomía. Y Hevelius le escuchó.

Durante cinco años dedicó sus noches a observar la Luna desde el tejado de su casa en Gdansk y a dibujarla, y sus días a pasar él mismo esos dibujos a grabados de cobre y así asegurarse de que no había errores. Hevelius se hizo tan famoso con su libro Selenographia sive Lunae descriptio, que incluso llegó a ser presentado al papa Inocencio X, de la familia de los Pamphili, quien afirmó que «sería un libro sin parangón si no hubiese sido escrito por un hereje»; Hevelius, como buen polaco, era seguidor de la teoría de Copérnico y estaba convencido de que la Tierra giraba alrededor del Sol. Con todo, 1647 fue un buen año para él: publicó su libro y nació la que sería su esposa y compañera de fatigas astronómicas, Elisabeth Koopman, quien tras su muerte finalizó su tarea y publicó su catálogo de estrellas, ya en 1690.

 

Jan Heweliusz (o Johannes Hevelius) haciendo sus observaciones astronómicas junto a su esposa, Elisabeth Koopman, según un grabado de la época (Wikicommons).

 

Dibujar la Luna no era un trabajo sencillo, aunque debía ser más fácil que dibujar un mapa de nuestro propio planeta. Los telescopios de la época apenas permitían ver, con mucho esfuerzo, partes aisladas de las estructuras de la superficie lunar. Había que tener mucha habilidad y buen ojo para reconstruir accidentes geográficos que cambiaban constantemente al variar la iluminación, y estar seguros de estar representando exactamente lo que se había observado. Además, debido a que la luz tiene que atravesar la atmósfera de la Tierra, los detalles de los cráteres y las montañas aparecían y desaparecían continuamente. Era como si el Greco, que había muerto poco antes, se hubiese embarcado en la pintura de un cuadro con un modelo que estuviera cambiándose continuamente de tipo de ropa y de color, y al que progresivamente cada día se le fuera iluminando una mayor parte del cuerpo, comenzando por los pies, mientras el resto seguía totalmente a oscuras. Añadamos, además, que lo hubiese hecho mirando a través de un anteojo y en Polonia, que no se caracteriza precisamente por sus noches cálidas. Si escribir teniendo las manos frías es difícil, dibujar es casi imposible. La mitad de los artistas de la época habrían abandonado el proyecto, pero Hevelius no: él había sentido la llamada de la ciencia.

Sin embargo, Hevelius no fue el primero que utilizó un telescopio para dibujar la Luna. Anteriores son los maravillosos dibujos de Galileo, Thomas Harriot y Michael Florent van Langren. Pero el de Hevelius, por su detalle y estética, fue el primero que pudo ser considerado un atlas de la Luna, y, aunque sus dibujos hayan pasado a la historia, no lo hicieron los nombres que dio a sus relieves y estructuras. Es lo que tiene construir un sistema de nombres complicados, largos y difíciles de recordar, y eso que el actual no es que sea mucho más simple. Además, como parte del pensamiento de la época, compartía la idea de que nuestro satélite debía ser similar a la Tierra y tener las mismas cosas, lo que le llevó a nombrar lo que veía con su pequeño telescopio como accidentes geográficos reconocibles. Así, en su mapa de allá arriba había pantanos, continentes, islas, bahías, rocas y marismas. Lo mismo que aquí abajo.

Los nombres que reconocemos hoy en día en la descripción de la Luna se deben al trabajo de un par de astrónomos jesuitas italianos, Giambattista Riccioli y Francesco Maria Grimaldi, que colaboraron en un mapa de la Luna publicado en 1651. En lugar de seguir la línea de Hevelius, Riccioli inventó un nuevo sistema de nomenclatura, sobre todo porque no aceptaba la visión copernicana de la similitud entre la Tierra y la Luna. Como seguidor de Tycho Brahe que era, colocaba a la Tierra en el centro del universo, y no concebía que la Luna pudiera ser, en esencia, como ella. El hecho de que el sistema de nomenclatura de Riccioli fuese aceptado por la orden jesuita hizo que se utilizase en su red de escuelas por toda Europa, lo que contribuyó a su mayor difusión.

Además de no ser seguidor de una teoría que consideraba herética, Riccioli tenía mejor mano para los nombres que Hevelius (o quizás a este todavía no se le había descongelado después de pasarse cinco años dibujando en las frías noches polacas). Utilizó nombres más fáciles de recordar y más poéticos que los de Hevelius, lo que quizás explique por qué han logrado sobrevivir al paso del tiempo. ¿Mejor estrategia de marketing o mayor sensibilidad? No lo sé, pero personalmente le doy la razón a la historia: prefiero el lago de los Sueños (Lacus Somniarum) de Riccioli al lago de Borysthenes de Hevelius (Borysthenes era el nombre antiguo del río Dniéper). El bello nombre de mar de la Tranquilidad (Mare Tranquilitatis), donde aterrizó el Apolo 11 en 1969, se lo debemos a Riccioli, que describió las áreas oscuras basálticas de la Luna como maria o mares. Si por Hevelius hubiese sido, el Apolo 11 habría aterrizado en el mar de Euxine (mar Negro), y hay que reconocer que allí el «pequeño paso para el hombre» no hubiese sido lo mismo.

Aun así la selenografía, el equivalente lunar de la geografía, era una ciencia en pañales, y por mucho que se entretuvieran en nombrar los accidentes que veían con los telescopios de la época, seguían desconociéndolo todo sobre su naturaleza. ¿Estaban hechos del mismo material que los accidentes geográficos terrestres? ¿Surgieron del mismo modo? Si la Luna estaba hecha de roca, ¿de qué tipo era? ¿Era blanda? Y lo más importante: ¿estaba habitada?

 

 

La luna de hielo y los mundos en colisión

 

La Luna es uno de los pocos objetos celestes que todavía tenemos la capacidad de ver en las ciudades a pesar de la saturación de luz artificial. Salvo unas pocas noches al mes está siempre ahí, y aparece del modo más inesperado; para encontrarla, solo tenemos que levantar los ojos del suelo. Lo que no dejará nunca de sorprenderme es que un vecino aparentemente tan inofensivo desate tantas pasiones aquí abajo. Y no me refiero a la carrera en plena Guerra Fría para ver quién llegaba allí primero, que desde siempre haya sido fuente de inspiración mitológica, que un número sorprendentemente grande de personas niegue que hemos estado allí, o que haya quien afirme que afecta, incluso, a la incidencia de los ataques de gota. No, me refiero a lo perturbador que resulta que, en pleno siglo XX, fuera capaz de inspirar una teoría cosmológica completa de formación del todo que se conoció como «teoría del mundo de hielo».

En la Alemania de entreguerras, y en medio de un ambiente que rezumaba antiintelectualidad, se hizo popular una teoría propuesta por el ingeniero de minas austriaco Hanns Hörbiger y el astrónomo aficionado Philipp Fauth. Juntos publicaron un libro de tan solo 790 páginas, Glazial-Kosmogonie, que podría considerarse la biblia de los chiflados pero cuya teoría, llamada Welteislehre («teoría del mundo de hielo») consiguió millones de seguidores.

Todo empezó un día de finales del siglo XIX, cuando Hörbiger, mientras observaba la Luna, tuvo una epifanía que le reveló que el brillo y la rugosidad de su superficie se debían al hielo. De ahí dedujo que el hielo era la sustancia básica de todos los procesos cósmicos, materializada de forma más impresionante en la Luna, la Vía Láctea y el éter. Las lunas fascinaban a Hörbiger.

Quizás esta revelación hubiese pasado inadvertida para la historia, como tantas otras revelaciones de las mismas características (mi sobrino Daniel, con cuatro años, afirmó tajantemente que la Luna estaba hecha de queso y que tenía que estar más cerca que Murcia, porque la Luna se ve y Murcia no), si no hubiese sido porque la teoría fue adoptada rápidamente por Houston Stewart Chamberlain, filósofo e ideólogo del partido nacionalsocialista alemán. Chamberlain (que estaba casado con Eva von Bülow, hija del compositor Richard Wagner) defendió la «teoría del mundo de hielo» como la antítesis alemana a la teoría judía de la relatividad que Einstein había propuesto en los años veinte.

Otro factor que contribuyó a popularizar la teoría fue que Hörbiger, un tipo bastante listo que había participado en la construcción del metro de Budapest e inventado una válvula para compresores que todavía se usa hoy en día, le dio credibilidad al asociarse con alguien directamente vinculado al mundo de los astros, el selenógrafo Philipp Fauth. Y para dejar constancia de la repercusión que tuvo la teoría en su época, cabe mencionar que el mismísimo Heinrich Himmler (uno de los hombres más poderosos de la Alemania nazi y uno de los responsables directos del Holocausto) acabó concediendo el título de profesor universitario a Fauth, a pesar de que nunca había dado una sola clase ni recibido un doctorado. Entre los seguidores de la «teoría del mundo de hielo» había ingenieros, físicos, hombres de negocios y funcionarios públicos. Además, la epifanía de Hörbiger, que incluía descripciones de la destrucción de la Atlántida por la caída de lunas, fue difundida por filósofos y escritores.