Las mujeres primero - Dámaso Murúa - E-Book

Las mujeres primero E-Book

Dámaso Murúa

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Beschreibung

Reflexiona sobre la condición del hombre a través de los textos que ilustran la ironía de la existencia de los donjuanes, asesinos, burócratas y políticos, hasta historias que se desenvuelven a partir de individuos singulares: Juan Rulfo, José Revueltas, Salazar Mallén y Edmundo Valadés, entre otros.

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LAS MUJERES PRIMERO

DÁMASO MURÚA

LAS MUJERES PRIMEROANTOLOGÍA PERSONAL

letras mexicanas

DIRECCIÓN DE INVESTIGACIÓN Y FOMENTODE CULTURA REGIONALF O N D O   D E   C U L T U R A   E C O N Ó M I C AMÉXICO

Primera edición, 2000Primera edición electrónica, 2015

D. R. © 2000, Dirección de Investigación y Fomento de Cultura RegionalPaseo Niños Héroes y Ruperto L. Paliza s/n, Culiacán, Sin.

D. R. © 2000, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3243-2 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

I. LAS MUJERES PRIMERO

LIMÓN, VAINILLA Y CANELA

TENÍA LA CERTEZA de que en una de las mesas de tantos comensales bilingües, estaba acompañándolos con mucha impunidad un gángster, un cacomixtle. Pablo lo sentía más que los otros dos. Los tres fueron comisionados para saludar, en nombre del director tímido del banco federal, al señor gobernador de esa península.

El evento rastacuero les quitaba la opción del mediodía para ir a San Antonio a comer langostas con frijoles, rojo arroz y chile de árbol, envueltos en tortillas. El olor del león depredador, después de que llegó aquel comerciante de Hong Kong, se hizo casi africano. Comprobaron que habían localizado al asaltante cuando saludaron al gobernador. Tenía ojos azules de zorra, fachada de deportista norteamericano y manos grandes abrillantadas por costosos anillos, y un reloj electrónico japonés acotaba los vellos rubios de su muñeca izquierda. Hasta los palomos crueles al incorporarse a su grupo causan inquietud en los ojillos laterales de esas aves. El gángster tenía los ojos queriéndosele salir de la cara, así podía abarcar más sus objetivos y detectar con exactitud a sus presas.

Ahora, le sonríe al chino de Hong Kong que habla inglés y que cacareó sin poner huevo en un rato largo de aquella comida. Podrían venderle mercancías a su país y comprárselas también, a pesar de que la ciudad de San Diego tiene encarcelados a los tijuanenses en sus descomunales tiendas. Hong Kong los recibiría con los brazos abiertos, dijo con una sonrisa mecánica y congelada, porque los chinos nacen y mueren sonriendo su paranoia oriental, que es tan angustiosa como las paranoias judía y siciliana. El gángster convidó a sentarse y a comer un caro banquete neroniano. Luego se dio paso a los discursos bilingües de sus capos, volviéndose la comida minerales camuflados.

Dos minutos de palabras españolas y dos minutos de palabras inglesas, descifrándole las primeras al comerciante oriental. El gángster revisaba los ojos de sus comensales y les sonreía en complicidad abierta al chino y a su china esposa. Si algún fenicio de los primeros del mundo hubiera estado en el festín, se habría avergonzado por la calidez cínica de las ofertas que brindaban los socios del gángster. El tutti capo propuso sin pestañear ni sonrojarse, a la Baja California entera en gran venta sonrisal.

Pietro Aretino, corredor mercantil de los Césares, hubiera pasado por pudoroso y recatado. El chino estaba muy feliz hablando en inglés mientras los meseros servían el menú derrochador, importado de varios lugares distintos al del banquetón, caldo tlalpeño de Tlalpan, carne asada a la tampiqueña, frijoles negros veracruzanos, ates de Morelia y café de Tapachula. El gángster sonreía más que complacido. Sonrió más, ampliando su amplísima boca, cuando regaló al traficante de Hong Kong un sombrero de Jalisco lentejueleado y un traje de china poblana para su mujer. Los abulones enlatados, mejillones, langostas y totoabas, emparejaron la balanza de comercio desequilibrada por el banquete. El Son de la Negra, que tocó un conjunto con arpa veracruzana, cerró las operaciones de ese contubernio, vísperas unos meses de que el país se desbarrancara debido a tanto comercio ilícito que efectuaron los apátridas que son millones. Están angustiados por heredar y gastar dólares ajenos en casinos y tiendas que no son de nuestro rumbo y uso. Bonaparte tuvo que organizar dos guerras de las muchas que hizo padecer a los franceses, con el fin de detener los contrabandos de casimires ingleses que arruinaban a la economía de Francia. No extraña, pues.

Los mensajeros desafortunados regresaron manteniendo pensativo silencio al Hotel Caesar’s Palace de la avenida Revolución de Tijuana. Por el camino leyeron varios letreros que ofrecían con entusiasmo contagioso viviendas al precio de ciento diez mil dólares, que sólo los norteamericanos podrían pagar. La noche caía azulina queriendo vencer la claridad del sol, pues Tijuana tiene el último minuto de luz de los días mexicanos, pero colinda con las opulentas ciudades de la California de mil ochocientos cuarenta y tres. Es la única ciudad del mundo que, a razón de cincuenta y dos veces por año, la invaden marinos norteamericanos sin que se produzcan fricciones ni declaraciones militares. Era viernes y los pelotaris vascos pasaban rumbo al frontón, donde juegan jai alai en un bellísimo edificio que enorgullece a Tijuana.

La noche llegó y la calle larga se incendió por el gas neón color ámbar; en los cabarets relimpiaron las mesas solitarias que desde las diez horas de la mañana estaban esperando a los parroquianos habituales, lugareños, gringos viejos, negros encabronados, rubias menopáusicas, pero con ricas herencias, y prostitutas mexicanas escindidas de sus hogares, jugándose la vida por unos billetes verdes. En Raúl y Abraham apareció un febril deseo de empezar a caminar por todo lo largo y ancho de la tumultuosa avenida. Hacer caso a la propaganda parlante de los cabarets, tomarse unos tragos amarillos y con hielo, admirar a la Xtabay que allí es la reina, mientras que en las calles de Rayón su nombre lo escriben en una marquesina despostillada.

Pablo se acuerda, bebiéndose una magnífica cerveza Tecate, que los pelotaris vascos fildean las pelotas mucho mejor que Willie Mays o Dominic Dimaggio, tienen los brazos más anchos que Steve Garvey y se desayunan dieciséis huevos crudos diariamente.

A las nueve de la noche muchísimos extranjeros andan comprando todo lo que ven y les ofrecen. Algunos se retratan al lado del burro que tira una carreta ahora fija para el fotógrafo; guardan en la cajuela del coche un sombrero que le regalarán al abuelo que vive jubilado en el lindo pueblito de La Joya. Sudando debajo de pieles carísimas, una gringa cincuentona se hace trasladar al Mercedes tres galones de Bacardí, porque vive cerca de Yuma, donde el calor es peor que veracruzano, pero seco y oloroso a pescado-fertilizante de tierra agrícola. En las mesas que invaden el tráfico de la banqueta, los tres discuten indignados el nacionalismo coartado por los intereses comerciales de los vecinos rubios. Resbalan sus ojos sobre la piel dorada de una extranjera de dieciocho años; detectan los anuncios luminosos y cambiantes de Sara y El Palacio Azteca, al fondo de la i griega que prolonga esa inacabable avenida. “¿Cabarets? Por esta calle hay los que quieran y de a como quieran.” Pablo pide otra Tecate y, cuando sugiere que vayan al frontón, los otros no lo escuchan.

A las diez entran al cabaret que prefirieron porque lo hallaron a cuatro cuadras del hotel. Su timidez anda encubierta por la poderosa credencial de aluminio que les dio en funda de piel el gobierno de Moctezuma. En la frontera de ese rumbo quemaron tiempo presumiéndolas mucho. Piden un ron y dos whiskies, que se los sirven aprisa, en la oscuridad, porque el show ya comenzó. Una triste mujer de Acámbaro contonea sus carnes fofas y desnudas, sin reírse, sin mover los brazos, porque el hambre y los ceños desafiantes de sus familiares y de su pueblo no se le olvidan todavía. Baila al compás de una orquesta de cinco desafinados músicos que tocan jazz adulterado, triste y sin sentido del ritmo, acercando su cuerpo desnudo a los clientes desde la tarima que se halla más alto que las mesas en que toman alcoholes los tres. Pablo se encuentra a disgusto. Percibe que sólo ven danzar las necesidades económicas de esa muchacha que anda buscando dólares de los marinos de San Diego y hasta de esos tres de la capital federal. Continúa el show otra mujer que anuncian oriunda de Durango; se le descubre que está embarazada cuando baila con algunas dificultades, pero también se desnuda integralmente. Los ojos de Abraham y Raúl brillan por la lascivia contenida en el espíritu santo de su educación guanajuatense. “Ahora con ustedes, queridos amigos, de Morelia, con sólo dieciocho años de edad, la sensación de la noche, nuestra estrella del espectáculo, Isadora, la más hermosa bailarina de este centro nocturno.” Efectivamente es lo que dicen, todavía tiene la frescura de su juventud, y danza sin pasión pero con voluntad. Cuando la orquesta arremete contra una czarda húngara mal violineada, se desnuda totalmente dejando ver unos pezones rosados y erectos; tiene estrecha la cintura y sus muslos y piernas son duros y nacarados. Unos bellísimos pies que decoró Max Factor provocan el deseo de regresar la vista a su cara festoneada por una nariz respingadita; el pelo lo tiene negrísimo y largo hasta donde le aparecen dos hoyuelos por la espalda, casi al principio de unos espléndidos glúteos. Pablo ha decidido largarse del cabaret, por eso se busca un pequeño peine en la bolsa de la derecha del pantalón.

Berrondo, fortificado debajo de una dura cachucha de plástico, fildea la pelota de espaldas a la pared que le toca golpear, que le regresó el delantero de los azules. Su cinturón rojo se quiere desatar porque en una elipsis mágica está rompiendo el sonido desde lo alto de la cancha. Así emparejó los puntos para dejar satisfecho y tranquilo al dueño de la empresa, pues un gringo sabio que vivió un tiempo en Euzkadi estaba ganándoles casi diez mil dólares, soplándole al oído a Barrenechea, el líder del otro bando. Sólo el tac tac de los pelotazos, que algún día derrumbarán las triples paredes de la cancha, tiene cadencia mecánica, y grácil es la acrobacia de los cuatro pelotaris chaparrones y cuadrados. Pablo se bebe la enésima Tecate, mientras Raúl y Abraham rumian su indignación, pero no quieren manifestar envidia que les descubra la noria de sus instintos. Los dos están muy orgullosos de no parecerse a Pablo ni a sus desmanes costeños. Se limitaron a pedir otros dos whiskies cuando ya Berrondo ganaba para la casa y el gringo les gritaba hijos de perra, pero en inglés, a los peludos que vinieron de España.

Bah, que el dueño del frontón sólo trata de cobrar unos pocos dólares más sobre el viejo precio de un tratado. Construyó este bello frontón con el fin de emparejar el costo vergonzoso del Tratado de Guadalupe que, gracias a la tozudez del Emperador Jalapeño, cojo, soldadón y pendenciero, lograron firmar estos americanudos.

—¿De veras que eso hizo?

—Sí, señor. Exactamente eso hizo.

—No lo puedo creer. Pablo es sumamente serio en su trabajo diario, en su responder, en su trato con los empleados.

—Eso creíamos nosotros también, señor.

—¿Y qué hicieron ustedes?

—Lo convidamos a salirnos, a pagar rápido la cuenta. No nos fueran a ver algunos amigos del gobernador porque entonces usted no hubiera sabido qué responderle.

—Hicieron bien, muy bien, los felicito. Yo arreglaré cuentas con él.

Pablo fue cesado sin previo aviso, pagándole el gobierno todos sus derechos laborales. Recalcaron que la imagen nacional se puso en peligro posiblemente por aquel contacto sicalíptico del carey y la linda epidermis. Por lo demás, en Tijuas estos picarescos hechos hacen rutina diaria y bostezante.

Comenzó a danzar al ritmo de esa vieja canción de los años cincuenta, Blue Moon. Pablo percibió que Isadora olía a los azahares de los limones, a la vainilla de Papantla, a la canela del chocolate. Estaba recién bañada, su pelo húmedo la refrescaba más que el aire acondicionado del antro siniestro. Cuando pasó bailando varias ocasiones frente a los tres, Raúl y Abraham no parpadeaban; permanecían hipnotizados porque deseaban ardientemente perpetuar en los sueños de sus vidas secas el recuerdo desnudo de aquella bailarina de Morelia. Mientras tanto, Pablo, a la espalda de los dos, hizo una seña táctica y guerrera de la moral, con su peine negro. La chica asintió con pícara sonrisa y el trompetista tapó con sordina la punta de su instrumento. Billy May era invocado.

En la siguiente vuelta, la quinta o séptima, se detuvo danzando frente a los tres. Blue Moon se volvió mujer y melodía; los parroquianos se levantaron de sus asientos y aplaudieron. Los meseros con mucho gusto tuvieron que suspender el servicio de copeo porque limón-vainilla y canela de Morelia se ondulaba en lenta danza de vientre. Se fue acercando despacito despacito a la mesa donde ya la esperaba Pablo, blandiendo el peine de carey. Tierno y cariñoso, delicado y lento, engarzó los dientes envidiados que reían, en el hirsuto y un poco desaliñado vello de la entrepierna de Isadora, triángulo de unos inolvidables muslos blancos morelianos.

 

AMBICIONES ANDALUZAS

EL CUERPO INANIMADO pero con vida es introducido al sanatorio en una camilla chirriante. Socorro Liberto intentó penetrar, sin lograrlo, a un universo de tinieblas, por mano propia. La desesperación que le causaron sus ambiciones adolescentes la condujo hasta la soga que no pudo sostener su cuerpo en búsqueda de paz eterna. Se había casado en marzo; pero después de escasas semanas de convivir con Alejandro López, descubrió aquella martingala astutamente tejida. El engaño ya era una barranca sin regreso. Socorro, por pudor e incomunicaciones desde la infancia, ganó desdichas y actuó con silencios largos y extenuantes que no podía seguir soportando. “Antes de que acabe el verano terminaré con mi vergüenza”, decía para sí. Los usos y costumbres de aldeas españolas trasplantados desde fines del siglo pasado en aquel pueblo serrano congelaron sus pensamientos y, debido a estos pretextos, negóse en forma rotunda y necia a quebrantar torpes inscritos en su diminuto código de supervivencia que era tan dura en algunas familias criollas venidas de ultramar.

La miseria y desesperación incubadas en casas solariegas de varios pueblos desérticos de Andalucía obligaron a muchos grupos humanos a otear rumbo al México que Cortés conquistó mediante genocidios frecuentes e incontables. Quienes emigraron cruzando en frágiles goletas el Océano Atlántico buscaron climas y comunidades afines a sus hábitos enmascarados y timideces autodestructivas. El júbilo sólo podían manifestarlo en periódicos y catárticas fiestas católicas ingiriendo secos alcoholes que no eran iguales ni parecidos a los vinos tintos de sus tierras originales. Acantonadas en la sierra del noroeste mexicano, estas cofradías resucitaron su memoria, retomaron en forma instintiva sus reglas infantiles, ceremoniales y simplistas, con el fin de que la cotidianidad no hiciera más daño en sus espíritus; y que las actitudes tensas del convivir fueran menos agresivas de lo acostumbrado. Eso sí, la vigilancia o investigación de vidas ajenas continuaba siendo igual de policiaca como en los tiempos del largo reinado de los reyes alfonsinos, unos papanatas con poder perezoso, gris y miserable, pese a lo cual lograron ser absueltos en la historia mediante las abyectas opiniones escritas por su claque de oidores paralíticos, otro mal endémico de la madre nación que nos parió.

Socorro fue la cuarta hija de una familia numerosa, en tercera generación de inmigrantes que se asentaron en el villaje de Pánuco, zona minera que durante más de dos siglos produjo oro y plata con ley alta. El padre de esta familia, don Alfonso Liberto, en ese año de mil novecientos treinta y dos era el maestro de la única escuela primaria. Ocupaba su tiempo oficioso en sembrar letras diáfanas muy castellanas, números arábigos, geografía local y nacional y recitaba en tardes aullantes de calor corridos glorificadores de los méritos de asesinos impunes. En ratos de hastío embarazó a su mujer por quince ocasiones, lográndosele catorce frutos. El cuarto miembro de algunas familias hispanas ama por instinto y sin razones lógicas al padre. Socorro estaba enamorada de su padre y de su perfil magisterial. Aquel conglomerado era tan pequeño que las confesiones propaladas y divulgadas en el confesionario de la iglesita franciscana salían a pasearse hasta el atrio bullanguero, un escaparate propio para matrimonios y compadrazgos. Luego esas execraciones en forma invisible y circular fermentaban las dudas que se apoyaban en la moralina de Pánuco, por lo cual los pecadores ingenuos sufrían más las consecuencias de sus actos compulsivos.

En los pequeños infiernos de los moradores de esta región eructaban clichés y escribían pergaminos cuando alguna mujer hermosa alcanzaba hombre con noviazgo y no acusaba rapto carnal efímero. La lucha que matizaban con actos coquetos y pequeños regalos compartidos, entre las mujeres, era ridícula, dolorosa y zarzuelera, pero muy real. Socorro empezó a luchar contra sus amigas en cuanto llegó Alejandro López al lugar.

Lo conoció en la plazuela acotada con parvedad, un domingo de rondas encontradas entre hombres y mujeres. Ella lo miró a los ojos con intensidades de conquista y Alejandro inmediatamente sintió el sarampión sensual que hace piel enfermiza en todos estos casos. Silvia Winder era la chaperona de Socorro; esa tarde actuó como notario de aquel encuentro y lo guardó en secreto porque era prematuro saber qué sucedería entre los dos. El muchacho, a primera vista, parecía bonachón, bien intencionado y de buenas maneras. Era oriundo de Cosalá, otro pueblo sinaloense que dormita entre minas socavadas por excesivos túneles largos y oscuros. A los treinta días él aseguró a Socorro que poseía un rancho poblado de toros y vacas. La cuarta muchacha de los Liberto lo interrogó con disimulo. Ella confió en esa afirmación espontánea de sus prendas económicas. En la casa de ellas se alimentaba a duras penas con el delgado pago mensual de su padre todo el destacamento civil de su familia. Socorro estaba hartándose de lavar platos, remendar camisas y de planchar colinas de ropa en auxilio y apoyo solidario con su madre. Alejandro tenía veintiún años; Socorro, diecisiete. En esos tiempos creían que ya portaban armas para poder constituir su propia familia y ser felices, sin saber que la felicidad jamás ha existido entre el género humano. Cuando somos jóvenes, con fe ciega diagnosticamos que las epilepsias del amor son una enfermedad eterna no desgastable por el tiempo. Ella se casó con él bajo la creencia ciega de que sería reina, señora y dama admirada en el mineral de Cosalá. El cosalteco, después de la ceremonia, la llevó a vivir a la casa de sus padres. Dos días después hablaron a solas de sus ambiciones terrenales porque en esa época y en esos lugares los hombres todavía no podían soñar. La realidad rebasaba todas las metas con horizontes que en Pánuco siempre han sido estrechas. Fuegos fatuos y alucinantes engendró el feudalismo en las tribus españolas, mas Socorro tenía certezas falsas en sus espejismos de desierto.

Ella pronto descubrió la rusticidad y límites de la familia del hombre que había elegido con prisas y ansiedades. El ejercicio del sexo en los pueblos serranos es muy estacional. Su despertar en la pubertad de ambos seres es solitario, vergonzoso y da pábulo a represiones, primero por parte de la madre, vencida debido a las cargas sociales que significan los hijos. Complicándolo todo, el padre reitera su autoritarismo y su ley todos los días. En el inconsciente de Socorro, como laguna dormida, yacía la simbología del vivir, pero era tan pequeña como la plazuela de Pánuco. Y sin embargo, otras mujeres, pocas por cierto, lograron salvarse apoyadas en intuiciones, corazonadas femeninas y otras audacias, pero todas éstas con causas estaban montadas en el tren del éxodo. Socorro no huyó de su hogar. Socorro fue extraída de su alcavela, y las circunstancias desbocadas la confundieron cuando pudo reflexionar sin lograr salvarse.

Alejandro López mintió una sola vez, pues se había enamorado a primera vista y porque también ella lo había elegido en forma simultánea. Creyó, sin dudar, que después encauzarían en buen riel los propósitos de los dos, sobre todo cuando les llegara el primer hijo que Dios les mandaría. Pero un relámpago de sólido rechazo se introdujo en el corazón de Socorro hasta las últimas consecuencias. Tal vez la muchacha competía, sin saberlo a ciencia cierta, ante su hermana mayor que se casó con un rico de Mazatlán, con quien vive en aparente relación que no tiene fisuras visibles. Ella no estaba preparada para soportar fracasos ante ese ejemplo inmediato. Los límites que fragua una infancia sin afecto verdadero en tiempo y expresión constituyen la cárcel de la que no pudo escapar. Además, su marido después no la tomaba en serio. A los tres meses volvió a reunirse con sus amigos alegres y cantadores, porque el hastío serrano es dúctil, falaz y desesperante.

Le escribió dos o tres veces a su única amiga, Silvia, pero no le reveló aquella mentira que no le perdonaría jamás Alejandro. Una pompa de jabón había explotado, disolviéndose en el aire, y era suya. “Qué mala suerte y qué vergüenza la mía”, pensaba Socorro sin poder comunicárselo a nadie. Vivían en una casa pequeña construida con tabiques crudos, entejada, con sostenes de una palizada de ébanos, a las orillas de Cosalá, en un terreno que no contaba ganado vacuno, pero sí liebres y conejos que se aparecían en el atardecer o por la noche. Era sólo un terregal grande sembrado con mezquites, cónchiles y una bebelama de frutos negros. Se desmayó cuando le dijo la verdad con palabras indiferentes (“irresponsables”, dijo Socorrito) su ahora marido Alejandro. Él, solícito y afectivo, la reanimó dándole de beber, en un jarro fresco, agua de dulces guámaras, una frutilla roja de las marismas. Después se regresó apresurada a la casita donde vivían, pero ya tatuada con el rencor duro y espinoso del cardón. Al cuarto mes de relaciones carnales, ni felices ni espontáneas por parte suya, concibió a quien sería su primogénito.

Los acontecimientos desencadenáronse vertiginosamente. Ser blanco de burlas y socarronerías por parte de sus amigas le parecían realidades insoportables. Los abuelos andaluces la hubieran criticado duramente si vivieran en estos tiempos. “No lo puedo soportar, no puedo, no puedo”, gritaba Socorro en el fondo del patio de la casa solariega de Cosalá. Tampoco deseaba que se enterara de nada nadie de ese pueblo, y su marido menos.

Un fin de semana planeó ir a visitar a sus padres y hermanos, pues Cosalá dista un poco más de doscientos kilómetros hasta Pánuco. El precipicio ya lo tenía construido, formaba parte de su locura pasiva. Vivir para lograr la aceptación nimia e inútil de los demás, en medio de solemnidades y charlas hipócritas, eran medios y meta de la existencia de Socorro Liberto. Entre sus familiares actuó con silencios largos y ensimismamientos que a su madre no le pasaron inadvertidos. “¿Te pasa algo, hija, no eres feliz?” Respondía con evasivas. Meditabunda pasó los tres días que duró de visita. Se despidió porque había solicitado a su hermana Rocío visitarla en Mazatlán.

Un lunes trágico encontró chavinda para intentar colgarse del travesaño viguero de la casa de dos aguas, hogar de su cuñado Aquiles y Rocío. Afortunadamente, ésta elaboró sospechas a partir de su mirada extraviada y decidió retardar las compras del día en el mercado porteño. Rocío la desató con esfuerzos y congoja, y después la llevaron al hospital donde ahora la atienden unas monjas que de reojo pero con morbosa desconfianza observan el frágil cuello escoriado. Su cara está muy pálida; los ojos están perdidos en un libro de vidas representativas, ambiciosas y atávicas.

Ha llegado el mediodía y tendrán que darle de comer. La monja enmascarada con un alcatraz almidonado y sombrerudo le trajo un plato que contiene caldo de pollo y un tamal de elote para que aplaque el hambre. Una cuchara fuerte y grande asoma en el plato del caldo. Ella la ve y en seguida dobla su cabeza, fingiendo. “Está haciéndose la tonta”, murmura la monja. En seguida esta centinela se aleja del cuarto dejándola sola.

Socorro introdujo la cuchara con violencia en su boca y, con descomunal fuerza que su delirio mortal le dio, se rompió la glotis ocasionándose un espasmo traqueal que acabó con su vida.

 

ROSAS ROJAS PARA UNA SOMBRILLA AZUL

LA FÁBRICA ESTRELLA DEL PACÍFICO, aquel año camaronero, abrió sus puertas para recibir la luz de la hermosura de Rosita que llegó festoneada con una sombrilla azul, girándola con sugestivos movimientos nerviosos. Nos hizo amigos inmediatos regalándonos su sonrisa y sus ojos color avellana. Poseía un antiquísimo aplomo andaluz, y plantoso y bien formado era su cuerpo. Su natural sensualidad creaba espejismos de deseos, pero siempre fue inalcanzable y lejana, estaba distante de los hombres. conservo algunas memorias escondidas sobre su abuela, la de nariz aquilina que tuvo anchas y ecuatoriales caderas. La madre parió tres mujeres amables y corteses, con la marca de las de su apellido, pero casi todas sufrieron por amores de sus hijas. A esa familia no le iba bien vivir armonizada con sus melancolías. Pasaban el tiempo en eterna morriña alternada con trabajos rudos y domésticos. El dentista japonés a Rosa le había encasquillado un colmillo de oro, el izquierdo, razón de más por la cual teníamos que voltear a verla fijamente.

En la fábrica apilamos las primeras veinte toneladas de camarón abrazando con hielo picado en forma alternada a los endebles cuerpecillos de los crustáceos, para poder iniciar el proceso industrial de su envasado. Habría que dejarlos reposar y enfriarse para que el hielo les aflojara las cabezas y sus cáscaras. En un camión de redilas atracó Urbano Díaz, con su pañuelo rojo distintivo, secándose el sudor que el sol le causaba porque le venía cayendo a plomo desde la pesquería Salsipuedes. Hasta por la mañana pudo hacer pasar el vehículo enmascarándole con cadenas ruidosas las llantas; había llovido muchísimo a fines de ese agosto y los caminos eran lodazales. “Así que la Rosita trabaja aquí, ahora”, comentó centelleándole los ojos por el mismo gusto nuestro. “Aquí trabaja y no admitimos mirones”, le contestó Luis Crespo, nuestro Casanova de zona roja, un prietón azanatado que tenía mucho reviente entre aquel quinientón de mujeres trabajadoras, porque son más en ese pueblo de los recuerdos y abultan baúles generacionales. A Rosita le tocaba vigilar el trabajo del descabece camaronero y a mí calcular los sueldos semanales, entre papeles jediondos y sumadoras antiguas de golpe machetero y papel angosto.

El quince de septiembre esperó a Rosita, a la hora de la comida, una manflora prieta y cuadrilona que quería acompañarla a su casa, entre los murmullos de las demás, que eran cientos. Mientras, tres de las obreras apedreaban a unos chavales que venían de la escuela, gritándoles jediondas. Rosita se fue alejando con su sombrilla azul dando vuelta por la calle Morelos para llegar a su casa roja que esquinaba con la centenario. Hasta allá, Toña la Manflora fue haciéndole plática en vano porque, con su encantadora sonrisa, Rosita era un joyel de mujer que las otras reconocían bien a bien. “No me dijo nada, ni me cortejó a su estilo, nomás quería acompañarme a mi casa”, contó a los de la fábrica, cuando regresó de comer. El negrazo Luis se acercó para comprobar terrenos y acciones que nunca se le hicieron realidad y después, ya satisfecho, se regresó a seguir cociendo a los rojísimos camarones entre paletadas de sal y agua caliente que terminaba ensalmuerada.

Por los primeros días de octubre, cuando creció el arroyo tumultuoso cargando mucha agua que caía en los estuarios hinchados de camarones, de pronto las pilas de cemento amanecieron reventando de crustáceos porque por la noche, con la luna llena, esos bichitos salieron a prenderse de los candiles encendidos, buscándoles su mecha lucerosa que sirve para atraparlos en las pesquerías comunitarias de aquellos rumbos, región rica en alimentos pesqueros que atizan la vida y la maduran prematuramente. Rosita parecía un capullo rojo, ya tenía luces cegadoras que empañaban a los hombres. Por eso había empezado a rondarla el Pajarito Pérez, con fines aviesos y muy árabes. Aunque el domingo de San Juan habían abierto el baile municipal ella y el Servando Morachis, este vaquetón no le cumplió promesas a Rosita porque de pronto se vio reclamado policialmente por raptos y amores incestuosos con otra Rosa y una prima de no malos corpiños pero sí mejores piernas boleadas. En el rumbo hay competencia brava y feroz entre las mujeres de cabellos largos o trenzudas, con la meta premeditada de desafiar a la castidad en eso de los pálpitos y jugos naturales.

Abriéndose a la pubertad estaba Rosita cuando cacheteó a un atrevido doctor novato llegando de Aguascalientes, porque quiso verla desnuda para examinarle una caries y un golpe amoratado que se dio en un muslo de los que tenía dos y muy lindos. La sombrilla siempre azul iba añadida a su paso seguro, de tranco sereno, rechazando con los ojos a los hombres que parecíamos hiedras insistentes y necias buscándola en cuanto salía de su casa. El Pajarito Pérez, cuando tomaba frías cervezas, se envalentonaba porque le gritaban en las cantinas: “Ya llegó el gavilán grande; ése es mi gallo, que no se le vaya viva la gallina”. Por la mañana en el mercado se lo mitoteaban a su mamá doña Luisa; por eso, cuando Rosita llegaba a la fábrica, ya sabía de las presumidas del Pajarito y nomás se reía. De tarugo no lo bajó nunca, a pesar de las historias que escribieron juntos en alguna parte oscura que todavía no quiero revelar.

Pues el patrón de la empresa también se puso erótico. La presencia de aquella hermosa muchacha nos traía en apuros de cuentas y en actos muy desmemoriados. Claro que las cosas que nos imaginábamos que le forraban su magnífico cuerpo nos provocaron quebraderos de dedos, idas al baño y miradas duras como de acero alemán. No estábamos en paz viéndola de lejos, nos acercábamos con cualquier pretexto a beberle un rayo de sus ojos canelos techados con cejas abundantes. Como ejercía oficio de déspota, el patrón quería historia para él, cuerpo y todo lo que pudiera agarrar, a pesar de que tenía quince días de casado y lo traían muy ojeroso y delgado, con todo y los platotes de camarones que se comía al mediodía de todos los días. Nos contagió en ese asunto porque, por un deseo colectivo, hacia Rosa, sí íbamos a estar de acuerdo con él, ahí no le podíamos fallar. El Gato Lizárraga anduvo nervioso toda esa temporada de trabajo, por eso tumbó una barda grande con un reversazo de un camión que traía cuatro toneladas del barbudo y que cocíamos en la fábrica, soñando con Rosita, la flor más bella de esos recuerdos que atizaban la memoria. Después me informé que padecíamos enfermedad sensual, libidinosa y lujuriante. Qué lindas palabras y nosotros sin saber su significado.

Por ese entonces, al cine local llegó una caravana de artistas cubanos lidereados por la torneada Amalia Aguilar, aquella actriz que hicieron catedrática en cine como rumbera y mujer decente del cabaret. El cuerpazo de Amalia nos traía enfebrecidos nacionalmente. La sístole empezaba en la calle de San Juan de Letrán de la capirucha querida y llegaba hasta la avenida Revolución de Tijuana. Un día antes de la presentación de doña Amalia, los albañiles locales dobletearon enjarre de ladrillos con mezcla para tener dinero con que pagar los dos pesos de la entrada al cine, verla rumbear La cumbancha o El gallo tuerto. Qué jarcia de deseos municipales nos afiebraron. El cine estaría a reventar, reventó ese sábado cuando Amalia rumbeó y nos cantó cuatro piezas con bongós, güiros y trompetas, entre alaridos demenciales de los pescadores y del cuerpo policiaco (Toñón y su comandante), que nos impuso disciplina férrea. Rosita advirtió y nos dijo a todos, incluyendo al patrón, que estábamos locos. También por esa semana habían llegado a nuestro pueblo las primeras electrolas de mucha luz, barrigonas de discos, entre ellos el que contenía Señora Tentación, cantada por Toña la Negra. El demonio desatado, pues. Aunque los sermones del cura eran letales y casi ofensivos contra las electrolas y contra el patrocinador disoluto del cine, nos valió un cacahuate. La sensualidad se había enseñoreado en la fábrica de camarones y la emperadora Amalia confirmaba su existencia. Como toda mujer que se respete y esté segura de lo que trae encima desde que se volvió adolescente, Rosita temió perder su primer lugar en el erotismo mental de la fábrica. El Pajarito Pérez ni se enteró.

Ya superando los cuarenta años la vi comprando medicinas para una de sus dos hijas. Aparentemente estaba vencida por la vida. Las antiguas historias de su abuela y madre parecían haberse repetido en Rosa Vélez. La abuela, en los años treinta, guisó calamares para Lon Chaney, un verano de los muchos que llegó en el tren al pueblo, buscando ostiones para su memoria y tal vez hasta imaginación para sus mil caras del cine mudo que después se volvió parlante. Doña Chuy también fundó un hotel de catres frescos, enlonados, para los pescadores tiburoneros que primero fueron españoles y después garrudos muchachos prietos de Tachichilque. La cuchara guisadora de doña Chuy legó innúmeras recetas de cocina que llegaron a retumbar hasta en el Hotel Cortés de San Diego, porque un nieto suyo logró ser chef con gorro blanco, para gusto de los gringos californianos. Lupe, la tía de Rosita, tan sensual como ella, morena oscura y negrísima de los ojos y la cabellera, fue sueño inolvidable de los pescadores que se embarcaban para cortarle hígados en las Islas Isabeles a los tiburones cuatrometrados, que mataban con palazos en la nariz o con garfios que les hacía Chente el Herrero. Pero en la historia amorosa de aquellas mujeres nunca hubo constancias hombrunas, hombres anclados a su vera o a su cama. Es prudente tender un velo sobre las historias de los amores de las mujeres, porque por ese rumbo hay demasiadas cruces y pocas jacarandas esplendorosas. Por allí el amor dulce se oculta en actitudes pétreas, como así le pasó a Rosa Vélez. Cuando me lo dijo, fingí no percibir su dolor tolerado, la angustia de su vida pendular ahora encadenada por el crecimiento de sus hijas, en las que me parecía otear otras dos historias que se repetirán iguales, melancolías que se confunden también con las de las hijas de las hermanas de Rosita. Había sombras cuando habló. “Un hombre del Rosario es el padre de mis hijas. No me casé nunca. Me insiste seguido, quiere que las hijas hagan su primera comunión, pero estando sin casarnos, porque lo sabe el cura, no podemos, no quieren en la iglesia. No me voy a casar nunca. Sé vivir sola y voy a vivir sola, como mis familiares, mi madre, mis hermanas. No me quejo. El escribiente de algún lugar afirmó que la soledad en la mujer es más silenciosa y honda que en los hombres. Las palabras temblaron aquella mañana amable, cuando Rosita se me perdió en la plazuela, con su viejo paso gitano y sus silencios que ahora mece en una hamaca debajo del fresco tamarindo de su casa roja, teñidas de sensualidad sus imágenes. Rosa Vélez se halla hundida en un túnel que no tiene auroras debido a quién sabe qué carta de la baraja. Carajo, tan linda mujer y con tan poca suerte en ese mundo tropical avasallador y sugerente.

”El Pajarito me raptó una noche que salía del cine, me llevó a la fuerza. No fue solo, pues le ayudaron a subirme a un coche sus dos amigos de farra. No quiero darte los nombres porque no valen la pena. Hasta Tuxpan nos fuimos, tardándonos en llegar dos horas o tres, no me acuerdo. Me encerró en un cuarto y ahí me tuvo como una semana; los dos primeros días tratando de convencerme de que le diera lo que nunca le di, a pesar de que él piense que gozó con la fruta que quería de mí. Me negué esos dos días, a todas horas, en todo instante; era un jijo de lo que ya sabemos y decimos. Al tercer día me agarraron los otros dos y logró sus propósitos. Después regresamos a mi casa, aborreciéndolo para todos los días, pidiéndome perdón el muy desgraciado. El pueblo entero lo supo y me comí todas las vergüenzas con las que yo no sabía vivir. Creo que hasta mi modo de andar me cambió, dejé de ser alegre, me volví hacia mis intestinos, hacia mi cuerpo, que le provocó ese deseo que él no me causaba, nunca me lo causó. No sé si fue el tedio de los días, el asedio de los hombres, el acoso constante recordándome mi cuerpo, mis muslos, mis pechos. Pude haber seguido el ejemplo de mi tía Luz que con todo y familia se fue para Tijuana un día de trenes exactos que aquí nunca lo eran. Pero no tuve valor, después lo supe, cuando ya las cosas no tenían remedio. No pude vivir mi vida, arrinconé mis sueños de salir vestida de blanco, con los ojos brillantes y el deseo correspondido en mis labios que esperaba humedecer. A mí me vinieron los amores con el sabor amargo de unas circunstancias que no hice ni provoqué intencionalmente. Lo que decían que era, yo no lo sabía. Lo comprendí después, cuando me llegaron algunos chispazos del deseo y los dulces goces, pero nada más. Chispazos. Lo que me hizo el mentado de la historia nunca dejará de saberme a cobre. Digo que no quiero acordarme. Sólo quiero decírselo a alguien como tú, que tanto jurabas que me querías siendo un niño malcriado y maldiciente, jilote de hombre que en ese tiempo no sabías de esas cosas. Tú y el Gato son todavía mis amigos del buen recuerdo.”

La noche previa a los meneos de la bailarina cubana, Luis el Mulato alcanzó recompensa por los chupetes que le había dejado una suripanta entre el cuello, orejas y tetillas. Celebró tanto su hazaña el ejército multicolor de mujeres de la fábrica, como si todas le hubieran hecho algo igual al negro santo del pelo lacio y nariz quebrada, un romano morocho ni más ni menos. Esthela la rubia, ojo azul y torneadísima de todas partes, cayó en sus garfios incontenibles y ambos escribieron gritos que las demás alargaron y anancharon, con un ventarrón de palabras las envidiosas imaginativas que hubieran querido animarse a vivir. Esa noche, Rosita la de la sombrilla azul predijo su jugada. “Váyanse mañana a ver a su cubana que no sirve para nada, váyanse.” Se perdió en la noche de los focos tuertos de la luz del pueblo, como queriendo que la recordáramos más. Tal vez temía perder nuestros ojos aduladores y eróticos o quería presumirnos demasiado. Cachorrón entonces, sentí que en alguna parte de nuestras palabras habíamos externado ofensas a su belleza, sin deberla ni temerla. Además, la cubana se iría al día siguiente o esa misma noche si el río no iba crecido y seguía tumbando canoas.

La Quili Raygoza trabajó fortísimo todo el día con el fin de romper la marca de cartones envasados con camarón, proeza que le causó un gordo lobanillo inguinal; mas esa noche lo festejamos con orgullo trabajador. Jedíamos a camarón podrido y cocido hasta los tuétanos; el jabón amarillo y el agua fría no nos quitaba la peste, pero englostorados fuimos a separar los boletos del día siguiente por si nos fueran a dejar sin asiento destechado. Hacía calor para hinchazón, mientras el prieto Luis jugaba a la gimnasia que no es magnesia, besando a la rubia Esthela, disfrutándola como si fuera durazno de diciembre, y eso que apenas estábamos en octubre.

El Poni Torres anunció el final de la jornada atizando con sus fogoneras manos el carbón de la caldera y sonando estridentísimo el pitido de la fábrica, ruido que escuchábamos a veces desde las tres de la mañana, acudiendo amodorrados al inicio del descabece de los camarones frescos recién llegados de Quitapesares, Quitacalzones y El Maíz, pesquerías que rebosan del crustáceo en los últimos meses del año. “El Luis está trabajando”, dijo el Poni con una sonrisa inofensiva, pero pícara, no exenta de envidia porque Esthela en ese tiempo tiraba balazos y cañonazos con su hermosura, muy cerquita de los olores olorosísimos de Rosita. Miguelón Malaquías, vejancón y tuertísimo, era otro cocedor de camarón que no pudo lavarse el cuerpo sudado pero sí los pies que calzó con huaraches de correa. Había iniciado la madrugada atendiendo el calderazo invitador de la chamba, pero todavía iría a echarse un turno de policía en la cárcel municipal, donde no cobraba dinero, no tenía nombramiento, nomás le gustaba sentir un aliento frío y texano con la pistola fajada, los casquillos de las balas enredados a su cinturón de cuero. Hasta la mirada le cambiaba, se sentía más jefe que el jefe de la fábrica, que también miraba feo y profería peores palabras cuando no le hacíamos caso. Epaminondas Crespo, el más cuerdo de los empleados de ese rango, cerró también su reloj de ferrocarrilero con el que controlaba las esterilizaciones de las latas en el cilindro acerado que las detectaba por si no estaban mal cerradas con el pedazo envasador de la Quili. El Gato se fue a contratar a la orquesta entera de los bailes escasos de aquella plazuela bullanguera, porque llevaría serenata a una negra preciosa, hija de un panadero que él suponía adinerado y con herencias escondidas. Callo por lo que me atañe, sorprendido en el despertar de la vida, yendo a los primeros bailes alumbrados con candiles, arrepegados a las primeras mujeres púberes, montado en la bicicleta que me prestaba el Pirul Contreras, quien tenía fama probada de haberse raptado a ocho, ninguna mayor de dieciséis años. La noche nos llenó de camarones otras veinte pilas cementadas y el sábado nos aprestamos a trabajar más duro porque tendríamos recompensa doble, por sueldo desquitado y por los muslos de doña Amalia.

—¿Qué le ven a esa cubana, qué le ven?

—Rosita, está muy linda, tiene unos muslotes y unas piernotas y todo lo demás, Rosita.

—¿Cómo lo saben, a ver, a ver?

—Están las fotos en las carteleras, a la entrada del cine, ¿a poco no las has visto, si tú pasas cerquita del cine cuando vas a tu casa?

—Yo no me fijo en porquerías, ustedes sí.

—¿Y por qué estás enojada?

—Qué voy a estar enojada ni que nada.

—Oye Rosa, mira que sí, sí estás trabada del coraje. Hasta colorada te ves.

—Lárguense de aquí, váyanse de esta mesa, váyanse, tengo que seguir marcando los baldes trabajados. Váyanse.

Nos fijamos cinco, porque estábamos platicando con ella, sintiéndola enojadona se veía más bonita; hasta la nariz se le había arriscado, fruncía los labios tensos y la mirada era dura y rechazante.

—¿Te fijaste en la Rosita, Güero?

—Sí, patrón, anda encabronadísima contra nosotros, hasta parece fogonera del Poni.

La Quili pedaleó cada lata hasta quinientos cartones con sapiencia y talento y terminamos a las cuatro de la tarde. Antes de que empezara la función podríamos agarrar buen asiento; al cine nos iríamos temprano. A Rosita la vimos venir desde lejos, sombrilla azul en el hombro derecho, pisando la tierra como Conchita Cintrón cuando se bajaba del caballo a matar a los toros. No nos fue tan mal con su promesa presumida.

—Váyanse a ver a su cubana maldita. Véanla bien. Grábensela, apréndansela. Porque nos vamos a ver el lunes, al fondo, en el almacén, tú Gato, tú Güero, tú patrón, tú Luis y tú también —le alcanzó el regalo al Marabú, un aprietado más prieto que Luis que no respiró. Rosita presumida me recordó a Bonaparte, porque algún día el corso dijo: “La suerte no es un azar, es una serie de circunstancias que yo hago”.

—Yo estoy mejor que la cubana. El lunes se los demuestro —dio media vuelta dejándonos como ciegos en asamblea vespertina. Pero le gritamos que no se rajara, que había muchos testigos; provocándola, queriendo comprometerla en nombre del buen nombre de todas las de su familia y por las buenas cosas que nos enseñaría en el almacén.

—Vieja habladora, es pura lengua. El lunes le vamos a tener que mandar al doctor a su casa, porque se va a enfermar.

Pues no, no se enfermó. Cumplió con todas las de la ley.

A las seis ya estábamos los cinco, uniéndosenos el Poni Torres, a quien ya le habíamos contado en la función de Amalia que Rosita nos había dejado vibradores y sicalípticos. Apenas nos habíamos deleitado en el mercado con un menudo enchiloso y enyerbabuenado, provisto de tortillas calientes. Estábamos frotándonos los ojos para que no nos fallaran los iris.

Rosita llegó sonriendo. Rosita caminó más salerosa que antes desde el zaguán de la fábrica hasta el almacén de los envases, localizado al fondo como a unos doscientos metros y a la izquierda. Mirábamos el piso, oteábamos la ceiba verde que mecía sus hojas, el limonal estaba cuajado de frutos, la caldera caliente y el motor que acarreaba agua del arroyo roncaba aplaudidor.

—¿Qué pasó, cómo les fue con su cubana? En el mercado dijeron que hay mejores chamacas en este pueblo. ¿Qué piensan ustedes ahora?

Se nos trabó la lengua en un principio, pero no nos dejamos sorprender. Le presumimos como si hubiéramos visto a la virgen de venus o la de loto, o a la de la capilla del pueblo, muy bocones y exagerados porque si nos amedrentaba, nos iba a dejar sin piña, pero no nos dejó.

—Entonces siguen insistiendo.

—Tú nos dijiste...

—Yo sí dije y voy a cumplir. ¿Qué creían que no?

—¿Y cómo lo vas a demostrar, a ver?

—Vénganse para adentro del almacén, por lo oscurito.

Hasta al patrón le temblaron las chaparreras, pero nos repusimos en un santiamén. Una mujer con esa voz y esas maneras y todo aquello que nos deslumbraba, íbamos a ver.

Apagó o cerró su sombrilla azul. Después dijo que nos pusiéramos bien de los ojos aquellos que no traíamos lentes, y los que usaban, que los limpiaran. El Poni Torres, rapidísimo como liebre, sacó un ancho paliacate para limpiar los cristales de sus antiparras.