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Las novelas de Torquemada (1889-1895) son una obra maestra del lenguaje y una de las mejores creaciones de Galdós. Cuentan la historia del usurero Francisco Torquemada y su prodigioso ascenso económico y social; y son asimismo la narración de sus enormes padecimientos. El miserable usurero del comienzo se eleva a los puestos más altos de las finanzas y de la política, todo esto mientras se somete a un divertidísimo aprendizaje del lenguaje y de las costumbres de la buena sociedad. En esta serie de cuatro novelas, el autor trató de representar al personaje mediante su habla. El resultado es un soberbio ejercicio de estilo que integra estas novelas en la renovación del género de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Las novelas son muestra del humor inigualable y de la superioridad del genio galdosiano en la creación de personajes.
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Seitenzahl: 1305
Veröffentlichungsjahr: 2019
Benito Pérez Galdós
Las novelas de Torquemada
Torquemada en la hogueraTorquemada en la cruzTorquemada en el purgatorioTorquemada y San Pedro
Edición de Ignacio Javier López
INTRODUCCIÓN
Lázaro Galdiano y La España Moderna
Cronología
Las novelas de Torquemada
El personaje
Humor. Espíritu «fin de siglo»
Ascenso social y estilo hablado
El habla de Torquemada
Torquemada y la muerte
ESTA EDICIÓN
BIBLIOGRAFÍA
TORQUEMADA EN LA HOGUERA
TORQUEMADA EN LA CRUZ
TORQUEMADA EN EL PURGATORIO
TORQUEMADA Y SAN PEDRO
CRÉDITOS
Galdós durante su viaje a Canarias en 1894, año en el que publicó Torquemada en el purgatorio.
Galdós tiene 44 años en 1887, año en que termina Fortunata y Jacinta. Hace tiempo que es unánimemente considerado en España el mejor novelista de su generación y, para esta fecha, el reconocimiento de su labor como narrador es universal en el mundo de habla hispana. Ha publicado, en ocasiones con extraordinario éxito, tres docenas de novelas, y comienza entonces la que ha de ser su mejor década como escritor. Desde que completa Fortunata y Jacinta (1886-1887) hasta la publicación de Misericordia (1897), Galdós envía a la imprenta catorce novelas. A los dos títulos ya mencionados, hay que añadir Miau (1888), La incógnita (1889), Realidad (1889), Ángel Guerra (1890-1891), Tristana (1892), La loca de la casa (1892), Nazarín (1895) y Halma (1895). Esta lista extraordinaria se completa con Las novelas de Torquemada, una serie de cuatro títulos que se compone de Torquemada en la hoguera (1889), Torquemada en la cruz (1893), Torquemada en el purgatorio (1894) y Torquemada y San Pedro (1895). Con esta serie el autor pone el broche de oro al modelo de novela larga que había ensayado con Fortunata y Jacinta, y que en este caso se distingue por tratarse de cuatro obras que cuentan con el mismo personaje protagonista.
En estos años Galdós se interesa activamente por la política. Coincide en este interés con otros autores europeos que adoptan posiciones públicas y, en ocasiones, ejercen un importante liderazgo intelectual. Así ocurre por las mismas fechas con Tolstói, y ha de ocurrir poco después con el Émile Zola de J’accuse y de «la verdad en marcha». Galdós se interesa por la política en un momento especialmente delicado en la vida pública española: en 1885 ha muerto el rey Alfonso XII, lo cual ha puesto a prueba el régimen de la Restauración, y gobierna en España su viuda, María Cristina de Hasburgo-Lorena. Esta fue regente hasta la mayoría de edad de Alfonso XIII en 1902.
Puesto que el novelista gozaba de gran fama, no puede sorprendernos que los jefes de los partidos políticos trataran de atraérselo para su causa. Galdós, hombre de profundas convicciones liberales, no podía servir en el partido conservador de Cánovas; pero sí en el partido liberal. Por invitación de Sagasta, Galdós se presenta a las elecciones de 1886 como candidato «cunero» (esto es, el que no es nativo de la circunscripción que representa) a diputado por el distrito de Guayama, Puerto Rico, saliendo elegido. Pero su papel en el Congreso resulta de muy escaso interés. No es de extrañar esto pues la política nacional no daba entonces pie para grandes iniciativas personales. Cánovas y Sagasta, líderes de los dos partidos de la Restauración, habían acordado secretamente, en el llamado Pacto de El Pardo, las líneas maestras de la política que se hacía en todo momento a espaldas del público, en un ambiente de escasa calidad democrática.
En realidad, su participación política nos interesa porque, pese a que su papel fue limitado, como decimos, pronto tuvo consecuencias adversas para sus aspiraciones literarias. En 1887 Marcelino Menéndez y Pelayo, con el apoyo del poeta Gaspar Núñez de Arce y de Juan Valera, inicia las consultas para proponer la candidatura del novelista como miembro de la Real Academia Española. La carta, presentando oficialmente al escritor como candidato, fue entregada en la Academia el 6 de diciembre de 1888. Al mes siguiente, el 17 de enero de 1889, Galdós se entera de que ha perdido la votación porque la mayoría de los académicos conservadores, liderados por Cánovas, han votado a favor de otro candidato. Que este sea intelectualmente muy inferior a Galdós, importa muy poco, pues estos honores tienen mucho de servicio político o, como ocurre en su caso, de venganza institucional.
Ortiz Armengol, biógrafo de Galdós, explica que la derrota de este fue debida al «berrinche» de Cánovas ante las provocaciones de los periódicos liberales, El Liberal y La Iberia, entre ellos. Estos habían publicado artículos que sostenían que, dados los méritos universalmente reconocidos del novelista canario, no había competición posible. De no salir Galdós elegido, añadían, sería preciso disolver la Academia (Vida de Galdós, págs. 440-441). Cánovas consideró esto una provocación inaceptable, por lo que lideró el voto conservador a favor de otro candidato.
Conocedor del resultado, el novelista se sintió comprensiblemente disgustado, aunque conocía perfectamente los motivos de tal decisión. De ello, escribe a Clarín:
Que esto se ha hecho por motivos políticos, bien claro está, pues con anterioridad […] yo sé que D. Antonio [Cánovas] deseaba que yo entrase (me consta de un modo indubitable); pero hallándose fuera de quicio […] y siendo yo diputado liberal, ha querido hacer ver que no se mueve la hoja de un árbol sin su consentimiento (Galdós, Correspondencia, pág. 164).
La tormenta política que se había desatado en la Academia amaina pocos meses después. En junio de 1889 surge una nueva oportunidad, al quedar vacante otro sillón. Para entonces, no obstante, Galdós ha perdido interés, y aún recela de las enemistades que todavía despierta entre académicos conservadores como Mariano Catalina que, en la ocasión anterior, se había peleado, y casi llegado a las manos (Ortiz Armengol, pág. 441), con Menéndez y Pelayo. Pero don Marcelino está determinado a conseguir su ingreso en la Academia, pese a la resistencia que encuentra en el novelista. Galdós le escribe: «Me temo mucho que, a pesar de las buenas disposiciones que según V., hay en favor mío, la urna me revele de un modo harto elocuente las antipatías que tengo en aquella casa» (Correspondencia, pág. 182); y concluye diciendo: «soportar esto, no teniendo, como no tengo, ganas malditas de sentarme entre los inmortales, es un poco triste» (pág. 182).
Quienes presentan la candidatura del novelista en esta segunda ocasión son Cánovas, Tamayo y Baus, y el Conde de Cheste (Ortiz Armengol, pág. 450), tres figuras importantes del conservadurismo español del momento. Parece claro que los académicos conservadores desean reparar el agravio cometido en enero. Galdós sale elegido por unanimidad en esta ocasión. Pero la decepción original ha hecho mella en su ánimo, y para el verano, cuando finalmente triunfa su candidatura, su interés ha disminuido grandemente. Acepta el nombramiento, pero no leerá su discurso de ingreso hasta ocho años después, en 1897. Cuando en febrero de 1889 Galdós escribe la primera de las novelas de la serie editada en el presente volumen, está francamente molesto por el frustrado desenlace de sus aspiraciones a un puesto en la Real Academia Española.
En este tiempo, a los líos de la política, y a la pequeña política de las academias, hay que añadir la agitación de la vida personal del escritor. La curiosidad de los críticos se ha centrado en su vida privada tras descubrirse que mantuvo por estas fechas una relación sentimental con doña Emilia Pardo Bazán. La relación, que los dos escritores vivieron con discreción suma, se había iniciado en la primavera de 1888, y estaba en plena ebullición cuando el novelista escribe Torquemada en la hoguera. Se extendería todavía un par de años más. Empezó a enfriarse a partir de 1889, porque el novelista tuvo barruntos de que doña Emilia había mostrado un interés especial por don José Lázaro Galdiano.
José Lázaro Galdiano era un financiero de origen navarro, miembro fundador del Banco Hispano Americano, que poco antes de las fechas de que hablamos, se había establecido en Madrid. Gran mecenas, adquirió a lo largo de su vida una extraordinaria colección de arte que hoy se exhibe en el museo de la calle de Serrano que lleva su nombre. Fue también fundador, propietario y editor de La España Moderna, la mejor revista cultural española del fin de siglo. En ella se darían a conocer algunos de los grandes escritores de comienzos del XX. Miguel de Unamuno, que se benefició grandemente de la revista en sus comienzos como escritor, definió a Lázaro Galdiano como «un forjador de cultura»1. En uno de los números iniciales de la misma apareció también Torquemada en la hoguera, la primera de las novelas de la serie aquí editada.
De publicación mensual, La España Moderna iniciaba en 1888 su andadura, y nacía con el deseo de desempeñar en España el liderazgo cultural que tenía entonces, en Francia, la Revue de Deux Mondes. Lázaro Galdiano se había propuesto crear una revista de calidad que contara con colaboraciones de los más prestigiosos autores españoles. Por su popularidad y renombre en esas fechas, Galdós era referencia obligada; y el editor, puede que sin haberlo consultado previamente con el escritor, anunció su participación inminente en las primeras notas de prensa que presentaban la nueva publicación.2
Galdós no parece haber estado muy inclinado a colaborar en la revista. No es de extrañar esta reticencia por su parte, primero porque el novelista no conoce al mecenas navarro («un don Lázaro» lo llama, como veremos enseguida), y, segundo, porque la petición de Lázaro Galdiano era inoportuna en la medida en que distraía al novelista de sus quehaceres. Recordemos que en estas fechas el autor está muy ocupado, como hemos visto al comienzo, pues acababa de terminar La incógnita, y a punto estaba de empezar Realidad. Y seguía claramente incomodado por la derrota de su candidatura a entrar en la Academia.
Pero Lázaro Galdiano insistió y, para conseguir su objetivo, no dudó en pedir el auxilio de Emilia Pardo Bazán a fin de que esta influyera en el novelista. También ofreció compensar generosamente al escritor, añadiendo un regalo especial que Galdós menciona en carta a Pereda:
En esa revista de La España Moderna […] pienso dar una novelita o cuadro de costumbres de un solo número, o a lo sumo de dos. El propietario que es un D. Lázaro [sic] me ha regalado un dibujo original de Goya, para vencer mi repugnancia a escribir, y no he podido menos de acceder a colaborar algo.
(Galdós, Correspondencia, pág. 174)
El personaje del usurero había ido tomando entidad desde que era poco más que un apunte o una sombra que aparece de pasada en novelas e historias protagonizadas por otros. Aparece en las novelas anteriores de Galdós desde El doctor Centeno (1883). Para cuando Galdós escribe a Pereda la carta antes citada, concibe este personaje como un usurero típico, por lo que anuncia al autor santanderino que su colaboración será un «artículo de costumbre», esto es, una de las viñetas literarias y humorísticas que habían estado de moda hacía veinte años, y que sobrevivían en las colaboraciones de prensa.
No cabe duda que el autor había contemplado la posibilidad de ampliar en algún momento la historia del avaro, como había hecho, en 1888, con el cesante Villaamil de Miau, que también había hecho su primera aparición en novelas anteriores; recuérdese que Villaamil es el inolvidable «Ramsés» que aparece en las partes tercera y cuarta de Fortunata y Jacinta. En ambos casos se trata de personajes que han de esperar a lograr mayor desarrollo, aguardando a que se contara su historia particular. Pero aunque el personaje ha sido una presencia reiterada en las novelas del autor, es poco probable que el primer título de la serie estuviera en sus planes inmediatos. En estos años su obra está formada, en su totalidad, por novelas largas entre las que encaja mal, por su brevedad, el primer título de la serie de Torquemada. No olvidemos que Torquemada en la hoguera es la única novela corta de la producción galdosiana.
Ricardo Gullón, que desconocía los detalles de cómo se escribió Torquemada en la hoguera a instancias de Lázaro Galdiano, pensó que el autor seguía, al empezar esta novela, un impulso incontenible que le obligó a prestar atención a la figura del avaro (Galdós, novelista moderno, pág. 99). Con la documentación con que contamos hoy, especialmente con la correspondencia de Lázaro Galdiano que se conserva en el museo que lleva su nombre, y que ha sido publicada por Rhian Davies (vid. Bibliografía), sabemos que el origen del primer título fue algo más meditado que «un impulso incontenible», como pensaba Gullón. Galdós se encontraba, en 1889, inmerso en uno de esos periodos de prodigiosa creatividad que, para nuestro deleite, fueron frecuentes en él. Entre manos tenía el novedoso proyecto de terminar dos novelas complementarias, La incógnita (1889) y Realidad (1889), en las que se desarrolla el drama personal de Federico Viera y Augusta Cisneros. No obstante, comprometido con Lázaro Galdiano en que había de enviarle una colaboración para su recién creada revista, el autor hizo un paréntesis en el trabajo que tenía entre manos y, terminada La incógnita, y antes de comenzar Realidad, escribió la novela corta Torquemada en la hoguera (1889).
Puesto que La incógnita y Realidad, las dos novelas largas que flanquean esta novela corta, son complementarias y claramente sucesivas en asunto y en los protagonistas, resulta evidente el inciso que supone la obrita protagonizada por el avaro Torquemada. Su carácter circunstancial viene corroborado por una serie de hechos complementarios. Ricard señaló que el autor ni siquiera menciona la novela en sus Memorias (Ricard, Aspects de Galdós, pág. 72). Además, en las listas publicitarias que se incluyen al comienzo de las «Novelas españolas contemporáneas», dicha novelita queda siempre relegada al capítulo de volúmenes de miscelánea. Y tenemos, en fin, confirmación del autor mismo, que en una carta a Narcís Oller escribe que la novelita ha sido escrita «a la carrera y casi por compromiso» (Correspondencia, pág. 181).
Lázaro compensó al autor generosamente porque, además del mencionado dibujo de Goya, le pagó, no por una, sino por dos colaboraciones, pues la novela apareció en los números de febrero y marzo; a razón de 75 pesetas por colaboración, el editor navarro pagó 150 pesetas al autor por esta novela (Davies, pág. 410), cantidad realmente generosa para el momento.
Gracias a la correspondencia del autor, las fechas de escritura de las cuatro novelas que forman la serie nos son conocidas con gran precisión. En primer lugar, Galdós escribió Torquemada en la hoguera entre el 6 de febrero y los últimos días de ese mes, en 1889. No había empezado la colaboración para la primera de las fechas mencionadas, como queda claro en la carta ya citada que escribe a Pereda. En ella detalla el trabajo que tiene comprometido en términos que indican de manera obvia que aún no ha comenzado a escribir, pues el proyecto carece de definición: «pienso dar una novelita o cuadro de costumbres de un solo número, o a lo sumo de dos […] no he podido menos de acceder a colaborar algo» (Correspondencia, pág. 174). Hubo de comenzar inmediatamente después, aunque no había terminado siquiera la primera mitad para el día 18 de ese mes; o, por lo menos, no había entregado aún su colaboración a la revista porque, con esa fecha, Lázaro Galdiano le escribe una carta para indagar cómo va el trabajo: «Y la novela, ¿en qué estado se encuentra? ¿Podrá V. mandarme desde luego la parte que ha de ir en el número de febrero o toda?» (cit. en Davies, pág. 405). Diez días más tarde, el 28 de febrero, Lázaro agradece ya al novelista por la diligencia que ha mostrado al corregir las pruebas para la primera parte, que ha de aparecer en el número de febrero; y declara que «la primera porción de ese Torquemada la encuentro inmejorable» (Davies, pág. 405).
¿Estaba la novela corta terminada para el 28 de febrero? No lo sabemos. Se publica en dos números consecutivos de La España Moderna. Pero esta publicación en dos partes no responde a hechos diferenciales en la estructura de la novelita, por lo que hemos de asumir que responde al ritmo de trabajo del autor. El editor se había comprometido a ofrecer historias completas en vez de obras seriadas al modo de los folletines; y de seguro hubiera preferido publicar íntegra Torquemada en la hoguera. Si esta apareció en dos partes, esto se debió a que el autor no la había concluido todavía en el momento en que la revista fue a imprenta con la primera parte. Aunque, puesto que la novela va fechada en «febrero de 1889», el autor hubo de tenerla terminada muy poco después, en ese mismo mes, pero no a tiempo para que apareciera íntegra en el número de febrero de La España Moderna.
La novela apareció en dos entregas sucesivas:
— «Torquemada en la hoguera, novela por B. Pérez Galdós», La España Moderna 2 (febrero 1889), págs. 3-35. En esta primera entrega se incluyen los capítulos 1 a 4 (puesto que Galdós aún corrige pruebas el último día de febrero, el número tuvo que aparecer a primeros de marzo);
— «Torquemada en la hoguera (conclusión), novela por B. Pérez Galdós», La España Moderna 3 (marzo 1889), págs. 5-47; se publican los capítulos restantes, del 5 al 9, y esta segunda parte debió aparecer como muy tarde en los primeros días de abril porque, a mediados de este mes, Pereda escribe a Galdós desde Santander informándole de que ha leído la novela: «En estos días he leído la 2ª y última parte de Torquemada en la hoguera. Es algo […] de lo más donoso y fresco que ha hecho V. en su vida» (Soledad Ortega, Cartas a Galdós, págs. 143-144).
Considerado lo anterior, no resulta exagerado decir que en buena medida debemos la primera novela de la tetralogía (que es definitivamente la mejor) a la solicitud e insistencia de Lázaro Galdiano, quien, desde un comienzo, consideró indispensable contar con la colaboración de Galdós para mantener el prestigio de la revista recién creada. El autor sin duda tenía pensado escribir sobre el avaro, pero la ocasión concreta surgió cuando José Lázaro Galdiano le pidió una colaboración para la revista.
Otra cosa diferente es la inventiva, esto es, cuándo se le ocurrió a Galdós por primera vez escribir sobre este personaje. A este respecto, todo lo que podemos decir son conjeturas. Pero no hay que olvidar que Galdós, que fue siempre un gastador impenitente y hombre absolutamente incapaz de administrar su economía personal, tenía un conocimiento de primera mano de los prestamistas de la capital. La experiencia personal pudo incitarle a escribir sobre el usurero, figura real por él lamentablemente tan bien conocida. Ramón Pérez de Ayala recuerda que «don Benito no solo no disponía jamás de un cuarto, sino que había contraído deudas enormes […]. En sus apuros perennes acudía, como tantas otras víctimas, al usurero. Era cliente y vaca lechera de todos los usureros y usureras matritenses, a quienes, como se supone, había estudiado y cabalmente conocía en la propia salsa y medio típico, con todas sus tretas y sorda voracidad» (Divagaciones literarias, Madrid, Biblioteca Nueva, 1958, págs. 162-163).
Terminado el primer título de la serie, el autor aparca la historia del usurero y, en los dos años que siguen, continúa con los proyectos que ya tenía pensados. Completa y publica cuatro novelas que nada tienen que ver con Torquemada. Se trata de Realidad (1890), Ángel Guerra (1891), Tristana (1892) y La loca de la casa (1892). En estos años, además, prepara para el teatro Realidad (1892), La loca de la casa (1893) y Gerona (1893). Pasarían cuatro años desde la publicación del primer título antes de que Galdós retomara el tema y acabara la historia con los tres títulos adicionales de la serie.
Este hiato entre la primera entrega y las tres novelas siguientes es una novedad. El autor había tratado con anterioridad una trama con una historia consecutiva en la que uno o más personajes pasan de un título a otro. La repetición de personajes había sido incentivo para ampliar y continuar las historias. Por ejemplo, la historia de Felipín Centeno, en El doctor Centeno (1883), nos introduce en la siguiente, Tormento (1884), gracias a la mediación de Ido del Sagrario; y otro tanto ocurre al final de esta novela, pues la historia de las hermanas Amparo y Refugio Sánchez Emperador, de Tormento, nos lleva a la novela siguiente, esto es, a la de Rosalía Pipaón de Bringas, la protagonista de La de Bringas (1884). El procedimiento es parecido en muchos aspectos al de Fortunata y Jacinta (1886-1887), aunque en este caso varía el formato pues el autor trata la historia entrelazada de varios personajes (Fortunata, Jacinta, Maxi, Juanito, etc.) en una sola novela de largas dimensiones, dividida en cuatro partes. Lo distintivo, en todos estos casos, sin embargo, es que el autor publicó estas novelas en años sucesivos.
Diferente es el caso de Las novelas de Torquemada. Galdós desarrolla la historia de un solo personaje en novelas escritas de una manera intermitente, a lo largo de seis años. La primera novela de la serie aparece, como queda dicho, en febrero y marzo de 1889. Las otras tres novelas se escribieron cuatro años más tarde, y estos tres últimos títulos ya fueron completándose de manera sucesiva siguiendo un plan preconcebido.
La segunda novela, Torquemada en la cruz, fue escrita en La Magdalena (Santander), la casa de verano en que Galdós solía descansar, y se terminó en poco más de cuarenta días. Va fechada en «Octubre de 1893». Sorprende que Galdós pudiera acabarla en tan corto espacio de tiempo, pues su vida es bastante agitada por estas fechas. Decididamente, no tiene paz de ánimo para escribir porque la aventura amorosa con Concha Morell Nicolau le produce gran inquietud. La relación, que duraría aún dos años más, se vive sin los requisitos de discreción que el autor había seguido siempre, lo cual es constante fuente de problemas, con gran disgusto para el autor; y a los problemas de celos y reproches se unen las crecientes dificultades económicas: «hemos, en la última etapa, dilapidado una pequeña fortuna» (Correspondencia, pág. 362). Peor aún, en la correspondencia Galdós menciona que tiene importantes problemas de salud: dolores de muelas y «dolores de huesos» en lo que parecen ser amagos de reúma. El 7 de octubre escribe a Concha:
El trabajo me abruma, me pone de mal talante. Otras veces el trabajo ha sido mi alegría y mi distracción; hoy me desespera y me aburre. Pero antes faltará una estrella del cielo, que yo faltar a los compromisos que he contraído. Soy así; no lo puedo remediar (Correspondencia, pág. 329).
La novela estuvo terminada en octubre de 1893. Pero el libro no salió de las prensas hasta el mes de diciembre. El 29 de diciembre de 1893 el periódico barcelonés La Vanguardia ofrece a sus lectores, en la página 4, el primer capítulo de la novela como anticipo, anunciando «un [nuevo] libro de Galdós» (vid. ilustración pág. 23). Para entonces, el autor ha concebido dos títulos más con el mismo protagonista, y así le escribe a Clarín en carta del 4 de enero de 1894: «Ayer le mandé a V. el tomo Torquemada en la cruz, que es, como verá V. si lo lee, el primero de una serie, que constará de tres y que irán saliendo cuando dios quiera» (Galdós, Cartas, pág. 335). Leopoldo Alas informa de ello a los lectores al reseñar la novela escribiendo que habrá «dos novelas» más (Alas, Galdós, pág. 227).
La tercera novela de la serie, Torquemada en el purgatorio, va fechada también en «La Magdalena (Santander), junio de 1894», y debió aparecer en el verano porque el ritmo de trabajo del autor, y las exigencias del editor, apuntan en esa dirección. El 19 de ese mes le manda las galeradas a Concha Morell para que «se entretenga» leyendo un anticipo de la novela (Correspondencia, pág. 349); el 23 de junio está «ahogado con la terminación del libro» (pág. 351) de modo que probablemente se encuentra corrigiendo las segundas pruebas porque «el editor quiere echar [el libro] antes de fin de mes a todo trance» (pág. 351). El 28 de ese mes, «víspera de [la festividad de] San Pedro» escribe a Concha: «Hoy mando a Madrid todo el final, menos unas cuartillas que remitiré mañana. […] ¡Gracias a Dios que he acabado ese dichoso libro» (pág. 351); y, en fin, el 30 de junio escribe a Concha: «He concluido mi trabajo» (pág. 352).
Por último, Torquemada y San Pedro, la novela que concluye la tetralogía, va fechada seis meses más tarde, en «Madrid, enero-febrero de 1895», como se dice en el colofón de la novela misma, aunque el autor había planeado terminarla para abril de 1895, según dice en carta a Pereda: «Luego me estaré aquí, hasta dar cima, con corrección y todo, a Torquemada y San Pedro. […] Quizá en abril, cuando termine Torquemada, dé una vuelta por Andalucía» (Correspondencia, pág. 402). La redacción de la novela se adelanta a los primeros meses del año, pese a que en enero está todavía ocupado con el reciente fracaso teatral de Los Condenados, y ha decidido publicar la obra teatral con un prólogo en que defiende su postura. Esto sin duda le obligó a posponer la escritura de la novela. Pudo ponerse manos a la obra tan solo una vez terminado el prólogo a Los Condenados, o sea a finales del mes de enero, con toda probabilidad el 30 de ese mes. Cuarenta días después, el 10 de marzo, ya la ha concluido. Se lo dice a Pereda en carta del 18 de marzo de 1895: «En cuarenta y tres días justos de chapuzón, y trabajando a altas presiones, he escrito Torquemada y San Pedro, que terminé hacia el 10 del presente. Después me he metido en las pruebas, y aquí me tiene V. a punto de concluirlo todo, para que salga el libro al fin de la semana» (Correspondencia, pág. 409). La novela, efectivamente, se publica inmediatamente después. En carta del 28 de marzo envía un ejemplar a Clarín: «Hoy le mando Torquemada y San Pedro» (pág. 411).
Galdós sin duda pensaba ampliar la historia del avaro que se cuenta en la novela corta. Esto es lo que se desprende de las teorías de la reencarnación que refiere José Bailón a un crédulo Torquemada: «¿A dónde vamos a parar cuando nos morimos? Pues volvemos a nacer: esto es claro como el agua» (Torquemada en la hoguera, pág. 95). Se menciona así, en el primer título de la serie, la obsesión del usurero por resucitar a su hijo, tema que reaparece tras la boda del protagonista, al final de la segunda novela, y que será central también al argumento de la tercera. Pero como el primer título se escribe con cierta urgencia respondiendo a la petición de Lázaro Galdiano, no podemos asumir que el autor tuviera entonces una idea completamente formada de la historia que quería contar. El formato definitivo hubo de adquirir su perfil último mientras el autor escribía el segundo título, momento en que ya concibió la historia en tres partes que se corresponden a tres novelas. Según vimos, esto es lo que dice a Clarín en carta del 4 de enero de 1894: «el tomo de Torquemada en la cruz [es] el primero de una serie, que constará de tres» (Correspondencia, pág. 335).
Los críticos han subrayado la disparidad que hay en la concepción de las obras, señalando que realmente estamos ante dos proyectos distintos. Según esto, la novela corta formaría una unidad por sí sola; las tres novelas siguientes, que fueron escritas ya como una serie, serían una unidad distinta (Casalduero, pág. 138). Esta distinción es clara y se refiere no solo a la concepción de la obra, sino además al desarrollo del argumento. Las novelas tienen asuntos bien diferentes: la primera cuenta el infortunio familiar de Torquemada, mientras que las tres novelas siguientes narran la historia de su aprendizaje y ascenso social. La unidad la aporta el protagonista, y a esa unidad contribuyen una serie de hechos composicionales relativos a la vida de Torquemada, como por ejemplo la cuidada secuencia del tiempo.
Portada del número de febrero de 1889 de La España Moderna, la revista en que apareció la primera versión de Torquemada en la hoguera.
La Vanguardia (29 de diciembre de 1893) ofrecía en una página, a cuatro columnas, un anticipo de Torquemada en la cruz, «novela que en breve publicará Pérez Galdós».
La organización del tiempo en las novelas es sucesiva y sigue un plan minucioso y bien estructurado (Germán Gullón, «Tiempo», págs. 49-78). La acción de las novelas va de mayo de 1889 al mismo mes de 1892, aunque hay paréntesis vacíos entre una novela y otra:
— El argumento de Torquemada en la hoguera ocurre en poco menos de una semana, en febrero de 1889, desde «un día» que el usurero llega a casa y le informan que su hijo está enfermo, hasta el martes que sigue, día en que Valentín fallece. Esta cronología interna de la novela coincide con las fechas en que se escribe. Como vimos, Galdós escribió la novela entre el 6 y el 28 de febrero de 1889.
— Pasados tres meses del final de Torquemada en la hoguera, el argumento de Torquemada en la cruz ocupa dos meses y diez días: comienza el 15 de mayo de 1889, día de San Isidro, en que fallece doña Lupe; y termina el día de Santiago Apóstol o la víspera de ese mismo año, o sea, el 24 o 25 de julio, cuando se celebra la boda del avaro con Fidela del Águila.
— Diecisiete meses dura el argumento de Torquemada en el purgatorio: comienza seis meses después del desenlace de Torquemada en la cruz, el 6 de enero de 1890, pues este es, según se nos dice, el tiempo que Cruz del Águila tardó en restablecer el antiguo esplendor de la casa del Águila y dio la primera comida de sociedad. La tercera parte de la novela comienza un año más tarde, el día de Reyes de 1891; y termina cuando se ofrece el banquete a Torquemada y, pocos días más tarde, el 11 de mayo Rafael encuentra su desafortunado fin.
— Y, por último, Torquemada y San Pedro comienza en febrero de 1892 y termina poco menos de tres meses después. Sin haber cumplido el protagonista los cincuenta y nueve años, muere en mayo de ese mismo año, concluyendo así la novela.
También el espacio físico en que se desarrolla cada una de las novelas, resulta bastante preciso. En Torquemada en la hoguera el protagonista vive en la calle de Tudescos, donde «le conocimos cuando Rosalía Bringas» fue a pedirle ayuda. Tras la muerte de su hijo, y a comienzos de Torquemada en la cruz, se ha trasladado a Atocha, a vivir en su casa de vecindad en la calle de San Blas, pero Donoso le hace ver la necesidad de que antes de la boda se traslade a la casa de la calle Silva, más holgada y lugar más a propósito para vivir con su nueva esposa, y con los hermanos de esta, Cruz y Rafael. En la tercera novela de la serie, Torquemada en el purgatorio, el avaro vive con su familia en el principal de la calle de Silva; a instancias de Cruz del Águila, ha reservado el piso superior del edificio para despachos; pero, elegido senador y más tarde Conde de San Eloy, Cruz le obliga a comprar el (ficticio) Palacio de Gravelinas que el escritor sitúa en la calle de San Bernardino. Con una descripción de la frialdad de este palacio comienza Torquemada y San Pedro, y en él muere Torquemada en la cuarta novela.
De modo que Galdós escribe cuatro novelas independientes, integradas en una serie, y completadas tras un hiato de cuatro años. Las cuatro novelas tienen un solo protagonista, pero fueron pensadas para ser leídas por separado, y por separado siguieron publicándose a lo largo de los años. Cabe recordar que no fue el autor quien dio un nombre colectivo al conjunto. El título que usamos hoy para referirnos a estas obras, o sea, Las novelas de Torquemada, no aparece hasta que, casi treinta años después de muerto el autor, se publican en la colección de obras completas de la editorial Aguilar, editadas por Federico C. Sáinz de Robles, en 1951, y, más tarde, en la edición de Alianza de 1967. Hasta entonces, como ejemplifica todavía la edición de Losada de 1946, que aparece en Buenos Aires, las novelas no llevan el título colectivo, sino que se editan como cuatro títulos diferentes, aunque estén recogidos en un solo volumen3.
Cada una de las novelas responde a una parte distinta de la historia del personaje. La primera nos ofrece el drama humano de Francisco Torquemada: el dolor al que es sometido el avaro miserable, causante de tantos males para el prójimo, que se enfrenta a la desgracia y, con ella, descubre la disyuntiva entre hacer el bien y el mal. La segunda, en cambio, es un aprendizaje mediante el cual el protagonista se hace con los modos y expresiones de la clase a que asciende. El argumento de esta novela cuenta la historia de su segundo matrimonio, y su deseo de resucitar a su hijo. Esta novela, además, nos habla de una nueva moralidad: el valor del dinero o «la aristocracia de las talegas» como verdadero poder en la nueva sociedad.
La tercera novela, sin duda la más divertida, es la realización de lo que, en proyecto, se anunciaba en la segunda: esto es, la aventura del selfmade man que asciende vertiginosamente en la escala social, y desde el usurero repulsivo lleno de miseria de su prehistoria (según se nos cuenta en Torquemada en la hoguera) asciende a senador y aristócrata. Ha aprendido el lenguaje y los modos de la clase a la que ha llegado, y descubre que vale más que todos los que le rodean, los cuales le desprecian por su zafiedad y por sus orígenes, pero se inclinan ante su riqueza. La segunda novela nos había hablado de un ser que puede aprender una nueva realidad y una nueva ética; la tercera complementa lo anterior al ofrecernos la realización de ese proyecto. Finalmente, la cuarta y última novela de la serie presenta a un Torquemada súbitamente enfermo, enfrentándose a la muerte pero que todavía defiende, como algo legítimo, el producto del trabajo y el esfuerzo personales, y la actividad que le ha enriquecido y que le salva frente a aquellos que le critican: «Yo también he sido pobre. Si ahora soy rico, a mí mismo me lo debo» (Torquemada y San Pedro, pág. 583). El financiero millonario ha de desprenderse de sus riquezas que, tras la muerte, de nada han de servirle. Al defender el protagonista su actividad y su moral, nos devuelve a un tema que vimos en la primera novela: la negociación por parte del avaro de los términos de su muerte, de los que quiere sacar la mejor tajada posible y la seguridad de que, por sus sacrificios, alcanzará la gloria.
Francisco Torquemada es el personaje más elaborado de toda la producción galdosiana. Toda investigación del arte creativo del autor ha de pasar necesariamente por el estudio del avaro. En la primera novela vemos su nacimiento como personaje; en las que siguen se desarrolla al tiempo que sufre ante la constante socaliña de sus bienes, lo cual nos da una imagen alternativa, cómica y humana, de un personaje extraordinariamente complejo.
En la carta del autor a Pereda, mencionada al comienzo, Galdós anuncia qué tipo de colaboración tiene pensado escribir para La España Moderna. Se trata, dice entonces, de «una novelita o cuadro de costumbres» sobre la figura del avaro. Según esto, en un principio pudo haber pensado en una viñeta en la que desarrollaba un personaje que había aparecido previamente en El doctor Centeno (1883), La de Bringas (1884), Lo prohibido (1885) y en la segunda parte de Fortunata y Jacinta (1886-1887). Se trataría de una pieza humorística no muy lejana de las antiguas (aunque ya pasadas de moda) visiones costumbristas, colaboraciones cortas que tendían a la visión cómica e incluso caricaturesca de un tipo genérico. Nada de esto extraña, pues Francisco de Torquemada era un tipo particularmente apto para la caricatura, y para el género menor que el autor mismo identifica como un «cuadro de costumbres». Su descripción inicial, «los recibos en una mano, el bastón en la otra» (Torquemada en la hoguera, pág. 80), apunta efectivamente en esta dirección.
Pero el novelista, en una reflexión contenida en la tercera novela de la serie, informa al lector que los tipos han desaparecido debido a la tendencia de la sociedad moderna a la uniformidad. La cita es larga, pero la reflexión que contiene nos importa para entender cómo Galdós consideraba a sus personajes y por qué razón ese proyecto de un tipo costumbrista, inicialmente pensado, no se pudo realizar en favor de una visión del personaje más contemporánea. En dicho texto Galdós escribe:
Reconozcamos que en nuestra época de uniformidades y de nivelación física y moral se han desgastado los tipos genéricos, y que van desapareciendo, en el lento ocaso del mundo antiguo, aquellos caracteres que representaban porciones grandísimas de la familia humana, clases, grupos, categorías morales. Los que han nacido antes de los últimos veinte años, recuerdan perfectamente que antes existían, por ejemplo, el genuino tipo militar, y todo campeón curtido en las guerras civiles se acusaba por su marcial facha, aunque de paisano se vistiese. Otros muchos tipos había, clavados, como vulgarmente se dice, consagrados por especialísimas conformaciones del rostro humano, y de los modales, y del vestir. El avaro, pongo por caso, ofrecía rasgos y fisonomía como de casta, y no se le confundía con ninguna otra especie de hombres, y lo mismo puede decirse del Don Juan, ya fuese de los que pican alto, ya de los que se dedican a doncellas de servir y amas de cría. Y el beato tenía su cara y andares y ropa a las de ningún otro parecidas, y caracterización igual se observaba en los encargados de chupar sangre humana, prestamistas, vampiros, etc. Todo eso pasó, y apenas quedan ya tipos de clase, como no sean los toreros. En el escenario del mundo se va acabando el amaneramiento, lo que no deja de ser un bien para el arte, y ahora nadie sabe quién es nadie, como no lo estudie bien, familia por familia, y persona por persona (Torquemada en el purgatorio, pág. 330).
De modo que, aunque hubiera concebido en un comienzo una figura caricaturesca, un tipo «encargado de chupar sangre humana», pronto el personaje se engrandece y escapa al estrecho ámbito de las tipologías costumbristas. La caricatura venía facilitada por la profesión del protagonista, la usura. Contribuye también, al efecto cómico, su nombre, Torquemada, que recuerda obviamente al inquisidor homónimo del siglo XV. Esto permite, en el arranque de la novela, todo tipo de bromas sobre la hoguera inquisitorial aquí convertida en el hiperbólico tormento en que se da suplicio a los deudores. El nuevo inquisidor aparece representado de una manera cómicamente exagerada —esto es, caricaturesca— como el cocinero que trincha y achicharra a sus víctimas antes de devorarlas:
Voy a contar cómo fue al quemadero el inhumano que tantas vidas infelices consumió en llamas; que a unos les traspasó los hígados con un hierro candente; a otros les puso en cazuela bien mechados, y a los demás los achicharró por partes, a fuego lento, con rebuscada y metódica saña (Torquemada en la hoguera, pág.79).
Pero Torquemada no es el avaro tradicional. No se parece al Shylock de Shakespeare ni al Gobseck de Balzac, no es Harpagon ni Félix Grandet (Hall, pág. 139; Fernández Cifuentes, pág. 73). Llega al lector con una historia previa. Al haber aparecido en cuatro novelas anteriores, Torquemada formaba parte de una trama con la cual el lector se había ido familiarizando a lo largo del tiempo. El lector efectivamente conoce a este personaje, pues es «el mismo que conocimos en casa de doña Lupe la de los Pavos»(Torquemada en la hoguera, pág. 87). Se revela como un ser particularmente antipático, que resulta en ocasiones repulsivo, tanto en el aspecto físico como en el moral. Ejemplo de ello vemos en su aparición en casa de doña Lupe, en la segunda parte de Fortunata y Jacinta, episodio en el que el personaje representa la total indiferencia ante los sentimientos ajenos, actitud consistente con la noticia que se da de su insensibilidad a la hora de desempeñar sus labores recaudatorias al comienzo de Torquemada en la hoguera. En esta novela su vestimenta ha mejorado, se nos dice, pero no ocurre lo mismo con sus hábitos de usura. Sigue siendo «el mismo […] el color bilioso, los ojos negros […] la calva más despoblada» (Torquemada en la hoguera, pág. 87). Y es, asimismo, el terror de las pobres víctimas las cuales, dice el narrador, «amasaron al sucio de Torquemada una fortunita que ya la quisieran muchos» (pág. 80).
En el episodio de Fortunata y Jacinta a que he aludido en el párrafo anterior, Torquemada aparece como el ser impasible que el narrador yuxtapone al joven Maxi, revestido este de sentimientos más elevados y generosos. Recordemos los incidentes de dicho episodio: Torquemada trae a doña Lupe ocho mil reales, los seis mil que la de los Pavos había prestado a Joaquín Pez por mediación del usurero, más dos mil de intereses. Emocionados los dos por la recuperación de un dinero que poco antes daban por perdido, se felicitan por el magnífico negocio que acaban de hacer a costa del señorito gastador. En medio de la conversación, Torquemada trata de imaginar por un momento quién habrá sido el incauto (aunque él no lo sabe, se trata en realidad de la incauta) a quien el señorito Pez ha engañado para juntar el dinero necesario para satisfacer la deuda contraída con ellos: «Yo contaba [los 8.000 reales], como quien dice, perdidos, porque el tal Joaquinito está, según oí, con el agua al cuello. ¿Quién será el desgraciado a quien ha dado el sablazo? A bien que a nosotros no nos importa» (Fortunata y Jacinta, Parte II, cap. iii).
El lector recuerda, no obstante, que esos ocho mil reales proceden de Isidora Rufete, que se ha prostituido por primera vez —según se cuenta en la segunda parte de La desheredada (capítulo 12, subcapítulo 2). Isidora se ha vendido al sórdido Juan Bou con el fin de juntar el dinero que necesita su amante, Joaquín, para cancelar la deuda contraída con Torquemada. Este episodio sella definitivamente el destino de la bella protagonista, porque una vez que se prostituye ya no hay vuelta atrás ni redención posible. Isidora queda expuesta a un proceso de degradación acelerado que llega a su punto culminante cuando, al final de la novela, desfigurada y corrompida, desaparece en el oscuro mundo de la prostitución madrileña.
Puesto que la historia de la joven Rufete ha sido contada con anterioridad, en La desheredada (1881), el lector galdosiano ha de ser consciente del drama de esta heroína, envilecida por su propio amante. Por encima de los límites de la novela, su historia personal debe mantenerse como recuerdo activo en la mente del lector, en su competencia como lector de novelas, para que el episodio alcance su significación completa. Esta memoria del personaje importa para que el episodio de Fortunata y Jacinta al que me refiero adquiera su significación adecuada, ya que Joaquín Pez y Maxi Rubín contrastan en la medida en que los destinos de sus mujeres, Isidora y Fortunata, respectivamente, son opuestos.
Poco antes de este encuentro con Torquemada, Maxi Rubín ha defendido ante su tía su derecho a redimir a Fortunata, la mujer que ama; a solas en su habitación, ha destruido su hucha para juntar el dinero que necesita para salvarla. Antes de la llegada de Torquemada a casa de doña Lupe, esta y su sobrino han mantenido una acalorada discusión que queda interrumpida con la llegada del usurero. Este ofrece tabaco a Maxi, pero doña Lupe, irritada todavía por la rebelión de su sobrino, que persiste en querer casarse con una prostituta, corta la acción del usurero indicando que Maxi carece de salud o de vigor para fumar: «Al llegar aquí Torquemada sacó su sebosa petaca. Como tenía tanta confianza, iba a echar un cigarro; ofreció a Maximiliano, y doña Lupe respondió bruscamente por él diciendo con desdén: “Este no fuma”» (Parte II, cap. 3, sub. 2).
Doña Lupe cuestiona de este modo la hombría del joven Maxi que, sin embargo, se apresta a un rescate heroico de la mujer que ama. Como indicara Ricardo Gullón, el joven débil y poco vigoroso que es Rubín, tiene la altura heroica de la que carece el señorito: el hombrecillo es el redentor de Fortunata, mientras que tanto el señorito Pez (en La desheredada) como, más tarde, el señorito Santa Cruz (en Fortunata y Jacinta), causan la destrucción de las mujeres que se han entregado a ellos (Técnicas de Galdós, pág. 150).
Lo que nos interesa, no obstante, en este episodio de Fortunata y Jacinta, es la yuxtaposición de sentimientos que permite contrastar la cruel indiferencia del avaro ante el dolor o el sacrificio ajenos. En el episodio que comentamos, Torquemada y doña Lupe vuelven a su conversación y a hablar de Joaquín Pez. Tildan a este de buena persona, admitiendo que se trata de un joven de buena familia, con poca madurez sin duda, pero excelente sujeto y, por ello, el personaje ideal con quien hacer negocios y del que sacar jugosos beneficios: «Lo que yo le decía a usted —dice Torquemada— el tal Joaquinito Pez es una persona decente. Él pasa sus apurillos como todos esos hijos de familia que se dan buena vida, y un día tienen, otro no» (Fortunata y Jacinta II, iii, 1).
Para el indiferente Torquemada, los casos de moralidad opuestos que se ofrecen a juicio del lector, el del redentor anónimo que es Maxi, y el del canalla de buena familia y renombre social que es Joaquín Pez, quedan reducidos a una cuestión de interés y beneficio económico: «en fin, pedradas de estas nos den todos los días» (cit.). Indiferente ante el dolor o la virtud ajenos, Torquemada tiene ojos solo para el dinero invertido y recuperado, y para los beneficios del negocio que comparte con doña Lupe.
Todo esto cambia en Torquemada en la hoguera porque en esta novela el avaro se enfrenta a un drama personal que le hace experimentar el dolor en carne propia. Esto tiene un importante resultado estético. El autor presenta al personaje en un comienzo haciendo alarde de una serie de elementos cómicos que siguen apuntando a la caricatura, repitiendo el modelo del que se había servido en su presentación en novelas anteriores. Pero poco a poco la caricatura deja paso a una visión más profunda: Torquemada adquiere profundidad en el momento en que el autor desarrolla su historia siguiendo el modelo narrativo que él mismo había expuesto en el comienzo de Fortunata y Jacinta. En esta novela el autor escribe «si Juanito Santa Cruz no hubiera hecho aquella visita, esta historia no se habría escrito. Se hubiera escrito otra, eso sí, porque por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela» (Fortunata y Jacinta, Parte I, cap. iii, sec. 3; cursivas mías). Queda aquí establecida la concepción que Galdós tenía de la novela como historia individual centrada en el interés humano: la narración de la vida del personaje con cuyas vivencias y ambiciones nosotros, los lectores, nos comprometemos.
Torquemada en la hoguera cuenta el drama personal de don Francisco Torquemada, alias el Peor, un próspero prestamista de hábitos miserables, conocido por su inflexible actitud, por su fiereza y por su crueldad con los deudores. Súbitamente este se ve sometido a una experiencia transformadora mediante la cual, como se indica en el párrafo inicial de la novela, el verdugo se convierte en víctima. La novela es la historia de esta transformación, y del efecto que dicha transformación produce en los demás, en principio en aquellos seres que anteriormente han despreciado al miserable usurero, pero que debido a dicha experiencia han de verlo con una empatía que antes no podían sentir por él; y, por extensión, en los lectores que están familiarizados con el personaje y son testigos de su drama. El narrador «humaniza» al usurero, usando todavía este término de acuerdo con la definición de novela que Galdós ofreciera en Fortunata y Jacinta, según la cual el género es la historia del drama privado de cada ser humano (vid. Hall, pág. 138).
El éxito de la visión «humana» de Torquemada depende en gran medida de la representación concentrada del tiempo que permite vivir la acción con una intensidad extraordinaria. El argumento de Torquemada en la hoguera ocurre en cinco días (Germán Gullón, «Espacio y tiempo», pág. 56), los que dura la enfermedad de Valentín, desde que un viernes cae enfermo de meningitis hasta que fallece la tarde del martes siguiente. La historia del avaro es anterior, ciertamente, pues se nos cuenta qué hacía antes de la revolución, así como la historia de sus veinte años de matrimonio con doña Silvia, la viudedad consiguiente, etc. Pero es la intensa semana en que el protagonista vive desesperadamente la enfermedad de su hijo, la que resulta significativa. Comienza un día indeterminado de febrero de 1889, un viernes como digo, cuando se enferma Valentín; le sigue el sábado, cuando Torquemada recuerda que al «día siguiente es domingo» y tiene que ir a cobrar las rentas; ese domingo, por la noche, hay reunión de médicos en su casa; a la mañana del día siguiente, lunes, la fiebre amaina un poco, pero regresa el martes por la mañana; y ese día por la tarde el niño fallece (G. Gullón, «Espacio y tiempo», págs. 56-57).
La primera visión cómica del «fiero sayón» que destruyó a sus víctimas, no es propicia para que el lector pueda identificarse con él. Pero la muerte de Valentín, que constituye el núcleo de la novela, y la vivencia de Torquemada que el lector percibe al oír al personaje mediante el monólogo o mediante el estilo indirecto libre, rescatan al usurero de la caricatura, y lo acercan al lector. ¿El resultado? Un personaje profundamente antipático desde el principio es capaz de conmover al lector que contempla el drama personal que vive y que lo transforma. La carta que Pardo Bazán escribió a Galdós tras leer la novela viene a resumir la reacción del lector sensible y lo que este, o esta, sienten ante esta transformación «humanizadora». Dice doña Emilia: «Leí Torquemada […] y creo que lloré un poco, porque me acordaba de la fiebre de mi Jaime. […] ¡Qué novela tan sentida y tan hermosa!» (cit. Patiño Eirín, «Lectura especular», pág. 548).
La caricatura, de la que poco a poco escapa el protagonista, pues el narrador nos advierte de los importantes cambios que se han operado en su aspecto, se usa sin embargo para la descripción de otros personajes. Tal es el caso de la tía Roma: «Era tan vieja, tan vieja y tan fea, que su cara parecía un puñado de telarañas revueltas con la ceniza; su nariz de corcho ya no tenía forma; su boca redonda y sin dientes menguaba o crecía, según la distensión de las arrugas que la formaban» (Torquemada en la hoguera, pág. 111). También hay caricatura en la historia que cuenta la tía Roma al final de la novela corta, cuando describe cómo ella, la criada, tenía que alimentar a la esposa de Torquemada, pues este, tacaño hasta el extremo, mataba a toda la familia de hambre. El recuerdo del capítulo tercero del Lazarillo, en el que el criado alimenta al escudero, su amo, es referencia inevitable en este caso. Otro tanto ocurre, y seguimos con el relato de la tía Roma, cuando esta describe a Torquemada agitado por las noches. Como el clérigo de Maqueda, nuevamente en la novela protagonizada por Lázaro de Tormes, Torquemada se desvela por las noches y busca a quien le está robando la comida.
Pero la caricatura es deformadora, y el logro fundamental de Torquemada en la hoguera opera precisamente a la inversa: consiste en que los lectores perciban a un ser cómico, pero que se transforma en el ser dolorido que finalmente siente cómo, tras la muerte de su hijo, se le desgarra el corazón. Todavía en la novela siguiente, en la que el patán de Torquemada hace constante acopio de frases y de formas de vivir correspondientes a un mundo que no es el suyo, pero en el que aspira a integrarse, observamos sin filtros el dolor del padre que, contando la historia de su hijo, es capaz de conmover a un auditorio que, en otros contextos, no duda en burlarse de sus insensateces y meteduras de pata:
Una noche […] las dos hermanas mostraron tal interés en saber pormenores de la vida y muerte del prodigioso niño, que Torquemada no paró de hablar hasta muy alta la noche, contando la triste historia con sinceridad y sin estudio, en su lenguaje propio, olvidado de los terminachos que se le caían de la boca a Donoso, y que él recogía. Habló con el corazón, narrando las alegrías de padre, las amarguras de la enfermedad que le arrebató su esperanza, y con calor y naturalidad tan elocuentes se expresó el hombre, que las dos damas lloraron (Torquemada en la cruz, pág. 195).
El resultado es similar en la relación del protagonista con el lector, que se siente igualmente emocionado ante la dolorosa historia del padre. A este respecto, Montesinos notó de qué modo algunas de las historias que nos cuenta Galdós, en las que aparece la exageración cómica que vemos en el origen de Torquemada, nos introducen de lleno en la estética del esperpento que se asocia con la obra de Valle-Inclán. La diferencia de Galdós respecto a Valle reside en que el primero nos cuenta el drama que aflige al personaje, mientras que el segundo siempre ve a los personajes según la caricatura, por lo que el drama vivido por estos se nos escapa, filtrado a través de una visión distanciada y deformadora. Esa distancia deformadora, propia de Valle-Inclán, no aparece en Galdós, quien, por el contario, nos acerca a la intimidad del personaje: «La tragedia grotesca no es invención de hoy […] en la inmensa obra de Galdós abundan esos seres patéticamente inútiles, chiflados, desequilibrados, enloquecidos por las circunstancias en que viven. [Pero] Galdós nunca escamotea el drama terrible que aflige a esos personajes. Galdós, nadie lo diría, es un sentimental» («Modernismo», pág. 302).
Al ser Torquemada en la hoguera una novela corta, el autor no necesita ofrecer un mundo novelesco (como el que se nos da en la primera parte de Fortunata y Jacinta, por ejemplo). Basta con presentar el episodio central que cambia la vida del protagonista, el hombre ilusionado que aspira a conseguir algo y que, cuando no se produce lo que desea, se considera estafado: «Galdós le ha escogido protagonista de la narración en el instante en que mejor podía exhibir las posibilidades de humanización» (R. Gullón, Galdós novelista moderno, pág. 103). Según lo que venimos diciendo, el autor es plenamente consciente del enorme potencial de este personaje, de modo que lo rescata de la caricatura y del chiste fácil; y añade a este una historia con la que el lector conecta, pues en ella se nos cuenta cómo «los odios […] se volvieron lástima» y «las maldiciones» se transformaron en «nube de piedad» (Torquemada en la hoguera, pág. 79).
Torquemada en la hoguera tiene un ritmo ágil. No hay momentos en los que la narración decaiga. Podemos señalar tres partes en su estructura, de dimensiones idénticas, tres capítulos en cada caso. La primera parte nos introduce al personaje y ofrece la noticia de su familia, terminando con Bailón, que es quien informa al protagonista de los conceptos de la moral universal y de la Providencia. Esta introducción va seguida de la súbita enfermedad de Valentín. La segunda parte empieza en el capítulo cuatro, cuando el protagonista decide hacer el bien, y coincide con su visita a la casa de alquiler donde cada domingo va a cobrar las rentas. Allí, contra su costumbre, perdona la mensualidad a quienes ve necesitados o no tienen para pagar. Al llegar a casa, en el capítulo quinto, es informado de que, pese a sus esfuerzos por hacer el bien, no ha habido cambios en la salud de Valentín. Siguiendo un plan inspirado por su filosofía monetaria, considera que es preciso aumentar la inversión en bondades con el fin de cosechar los beneficios deseados. Corresponde a esta parte el episodio de la capa y la introducción de Isidora Rufete. Finalmente, la tercera parte comienza en el momento en que el protagonista observa estupefacto que dos personas rechazan sus bondades. Primero, va a ofrecer un préstamo a un cliente, pero este ya no lo necesita, lo cual lleva a la situación insólita de que el usurero ruegue al cliente que este acepte el préstamo, incluso ofrecido sin intereses. Torquemada necesita aumentar las bondades para cosechar beneficios, y no puede aceptar que su cliente le diga que ya no necesita su ayuda. Seguidamente, la tía Roma rechaza sus regalos indicándole que ya es tarde para hacer el bien y que sus bondades son inútiles —¿para qué quiere una perla la Virgen?, se pregunta incrédula la mujer; o ¿de qué le sirve a ella la cama que Torquemada le ofrece, cuando lleva toda la vida descansando cómodamente en su pobre camastro?
Frente a estas oportunidades perdidas, el episodio de Isidora y Martín, en el que un Torquemada eufórico imagina obnubilado el premio a sus buenas obras, supone el momento de mayor ilusión del protagonista. Pero sus buenas acciones no sirven de nada: la muerte de su hijo inmediatamente después le hará sentirse estafado por la Providencia.
En la primera parte, el narrador nos presenta al personaje y recuerda su modo de ser, que en nada ha cambiado de cuando lo conocimos con anterioridad. Su descripción toma como referencia las apariciones en novelas anteriores, aunque en esta novelita hay una novedad, pues la descripción del desagradable usurero va seguida por el primer elemento que lo humaniza: la descripción de su familia, que aparece detallada en esta obra por vez primera. Sigue su historia profesional, incluyendo los inicios de su actividad económica como prestamista (en una versión rápida de lo que fueron, en Fortunata y Jacinta, los «antecedentes históricos» de la familia Santa Cruz), todo esto mientras se insiste en su proverbial tacañería. Pero estos vicios aparecen compensados o sopesados con virtudes desconocidas hasta ahora, las cuales contrastan con los vicios ajenos. Torquemada es, en efecto, un avaro miserable y sin piedad, pero también es cuidadoso con el dinero, una virtud desatendida por mucha gente vanidosa «que no piensa más que en arruinarse» (Torquemada en el purgatorio, pág. 364). El avaro sabe ahorrar y el producto de su ahorro le permite prestar a quienes gastan en exceso o, como se dice en la novela, aquellos vanidosos que «extienden el pie más largo de la sábana».
Central en el cambio de perspectiva del personaje es la presentación de su familia, su esposa doña Silvia, ya difunta, a la que el avaro trató de salvar sin reparar en gastos (cf.: «he de decir, en aplauso a Torquemada, que no se omitió gasto de médico y botica para salvarle la vida a la pobre señora», Torquemada en la hoguera, pág. 81); familia que completan sus dos hijos, Rufina, personaje que aparece mencionado de pasada en Fortunata y Jacinta, pero cuyo desarrollo corresponde a esta novelita, y, por último, Valentín. Particular importancia tiene este último, portento de inteligencia, que llena a su padre de legítimo orgullo, y que es la pieza central del drama del usurero4.
Comienza la segunda parte con el conflicto o nudo del drama de Torquemada: de repente un día Valentín enferma gravemente. Al ver que la vida de su hijo corre peligro, el protagonista teme que la Providencia le esté castigando por el mal que ha causado al explotar al prójimo en sus momentos de mayor necesidad. Su amigo Bailón le había explicado un concepto de moral que es extremadamente confuso, pero del que el avaro entiende los conceptos básicos porque concuerdan con las ideas que él tiene de la rentabilidad de sus negocios: uno invierte, piensa el avaro, y, de la inversión, recoge un beneficio. Entiende así que, como pago de las acciones de cada uno, se recoge aquello que se ha sembrado previamente: «Aquí pagamos tarde o temprano todas las que hemos hecho»; «la Humanidad es la que nos hace pagar nuestras picardías o nos premia por nuestras buenas obras» (Torquemada en la hoguera, pág. 96).
Siguiendo los hábitos de su práctica profesional, el usurero decide invertir en hacer el bien. Primero, perdonando la renta a aquellos inquilinos que no pueden pagar. Al ver que esto no es suficiente, se atreve a negociar con Dios a quien implora: «Ay, Dios […]. Si me pones bueno a mi hijo, yo no sé qué cosas haría; pero, ¡qué cosas tan magníficas y tan...!», (Torquemada en la hoguera, pág. 99).
Hemos visto que la humanización del personaje se consigue en una visión modificada por el humor; y, en efecto, este momento en que el avaro, urgido por la necesidad y movido por el dolor, negocia con Dios los términos de un cambio de conducta para obtener la salud de su hijo, resulta de enorme dramatismo siendo a la vez una obra maestra del humor. Otro tanto ocurre, y la escena es verdaderamente poderosa, en el momento en que Torquemada besa la pizarra en que su hijo escribía sus fórmulas matemáticas, y aparece teñido de tiza y con el cabello blanco; o el momento en que, queriendo conjurar el desenlace despiadado que le espera, grita a Isidora y Martín «compadézcanme, que yo también lo necesito» (Torquemada en la hoguera, pág. 123). El personaje es vulnerable y ridículo, suavizando de este modo las muchas estrías de su proceder profesional. A este respecto, conviene recordar lo escrito por Antonio Sánchez Barbudo, aunque el ilustre profesor aplicara su comentario a la última novela de la serie, Torquemada y San Pedro:
Lo que [Galdós] hace así, con ese personaje, es presentar como amplificadas actitudes muy comunes. Lo cómico es la gran franqueza y el lenguaje con que Torquemada se expresa. Pero la comicidad no quita la tragedia, al contrario, la realza. Gracias a lo cómico contemplamos el problema a cierta distancia, sin sentimentalismo. Y nos reímos de lo que dice, pero le comprendemos perfectamente; nos identificamos con él («Torquemada y la muerte», pág. 48).
