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Benigna practica la mendicidad para ayudar a sobrevivir a su señora, doña Francisca, una viuda de la alta burguesía cuyos despilfarros le han llevado a la indigencia. Para justificar sus ingresos, Benigna se inventa un sacerdote para quien dice trabajar. Un día, Benigna cae en una redada y es detenida y encerrada con el resto de mendigos y vagabundos. En su ausencia, aparece en la casa un cura que comunica a su dueña que ha recibido una herencia que le permitirá vivir con desahogo. Cuando Benigna regresa, doña Francisca se niega a admitirla en la casa para no manchar su buen nombre y por «el qué dirán». A pesar de sufrir esta injusticia, Benigna seguirá dando lo que saca con la mendicidad a quien está en peores condiciones que ella, el indigente y ciego Almudena.
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Seitenzahl: 485
Veröffentlichungsjahr: 2014
Benito Pérez Galdós
Misericordia
Presentación y apéndice: Vicente Muñoz Puelles
Ilustración: Enrique Flores
Presentación: Benito Pérez Galdós
Prefacio
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
Final
Apéndice: El crimen de la calle Fuencarral
Créditos
Benito Pérez Galdós nació en 1843 en las Palmas de Gran Canaria. De niño, en las rodillas de su padre, coronel del ejército, escuchó abundantes relatos sobre la Guerra de la Independencia. A los veinte años llegó a Madrid para estudiar leyes. Con la ilusión de convertirse en dramaturgo, frecuentó los teatros. Escribió para los periódicos y viajó como corresponsal a París, de donde regresó con las novelas de Honoré de Balzac (1799-1850) bajo el brazo. Tradujo a Charles Dickens (1809-1870) del francés. Dejó de asistir a las clases de Derecho y presenció la Revolución de 1868, que acabó con el reinado de Isabel II. En 1871 publicó La fontana de oro, su primera novela.
En 1873, durante la Primera República, empezaron a aparecer sus «Episodios Nacionales», vasta serie de 46 novelas repartidas en cinco series de diez episodios salvo la última, que quedó inconclusa. El primer episodio cuenta la batalla de Trafalgar. Los últimos, que se refieren a la Restauración borbónica, fueron escritos en una suerte de carrera contra el tiempo, mientras los acontecimientos se desarrollaban. Suele decirse que los «Episodios Nacionales» de Pérez Galdós y sus «Novelas Contemporáneas», como Doña Perfecta (1876), Fortunata y Jacinta (1886-87) y Tristana (1892) permiten obtener un panorama casi exhaustivo del siglo XIX español.
Imbuido de esa solidaridad con los pobres y los marginados que impregna las obras de Dickens, Victor Hugo (1802-1885) y Fiódor Dostoyevski (1821-1881), Galdós escribió Misericordia entre marzo y abril de 1897, el mismo año en que el jovencísimo Pablo Picasso (1881-1973) pintó su lienzo La caridad, reflejo de parecidas inquietudes. Como solía hacer con todas sus novelas, Galdós publicó un anticipo en el diario El Imparcial. El libro, que salió poco después, fue el primero publicado con su propio sello editorial, una vez resuelto el largo pleito judicial mantenido con Miguel Honorio de la Cámara, su editor hasta entonces.
El mérito de Misericordia tardó en ser reconocido. En 1900 apareció la traducción francesa, y en 1913 volvió a publicarse en castellano, en la colección española de Thomas Nelson & Sons, París. En esta ocasión, Galdós escribió un breve prólogo donde contaba que, para documentarse, había recorrido los barrios del sur de Madrid y visitado los lugares más pobres y sórdidos. No buscaba solo elementos pintorescos, sino también la riqueza y variedad del lenguaje. En su Guía espiritual de España, conferencia leída en el Ateneo de Madrid en 1915, lo expresó así:
«Desde las Vistillas al Hospital, desde las Injurias a las Peñuelas, a los Pozos de la Nieve y desde San Cayetano a San Sebastián, lo que me daba más quebraderos de cabeza era el dominio del lenguaje majo, chulesco o como se le quiera llamar. La característica del léxico popular de Madrid ha sido la invención continua de voces y modismos».
No contento con intentar captar el habla de su época o de los distintos barrios, Pérez Galdós puso sumo cuidado en caracterizar a sus personajes por su lenguaje, que resulta ordinario cuando el personaje lo es, y engolado o cursi cuando se trata de un pedante. Mención aparte merece el moro Almudena, que mezcla castellano, árabe y sefardí, en lo que el propio autor califica de melopea arábiga, e inventa continuamente palabras propias: muquier por mujer, incielso por incienso y baixo terra por submundo.
Otro ciego, el primer personaje que aparece individualizado al comienzo de la novela, comete sin cesar errores lingüísticos y malapropismos. Dice, por ejemplo, pulpitante por palpitante, Congrieso por Congreso, universario por aniversario, terremotos por termómetros y memueria por memoria.
Hoy Misericordia es una de las novelas más populares de su autor, y figura entre las preferidas por los lectores jóvenes. A ello pueden haber contribuido tanto su magistral descripción del mundo marginal de la pobreza como el relato de la relación de amor y respaldo mutuo entre Benina y el moro Almudena, enfrentados a un mundo incapaz de entenderles.
VicenteMUÑOZ PUELLES
Escribí Misericordia en la primavera de 1897, cuando terminó el litigio arbitral en que los Tribunales me reconocieron la propiedad íntegra de todas mis obras. Anteriores a Misericordia son mis «Novelas Contemporáneas», desde Doña Perfecta hasta Nazarín y las dos primeras series de Episodios Nacionales; posteriores, las novelas El Abuelo, Casandra y El Caballero Encantado, más la tercera, cuarta y quinta serie de Episodios, esta no terminada todavía.
En Misericordia me propuse descender a las capas ínfimas de la sociedad matritense, describiendo y presentando los tipos más humildes, la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria, dolorosa casi siempre, en algunos casos picaresca o criminal y merecedora de corrección. Para esto hube de emplear largos meses en observaciones y estudios directos del natural, visitando las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del Sur de Madrid. Acompañado de policías escudriñé las «Casas de dormir» de las calles de Mediodía Grande y del Bastero, y para penetrar en las repugnantes viviendas donde celebran sus ritos nauseabundos los más rebajados prosélitos de Baco y Venus, tuve que disfrazarme de médico de la Higiene Municipal. No me bastaba esto para observar los espectáculos más tristes de la degradación humana, y solicitando la amistad de algunos administradores de las casas que aquí llamamos de «corredor», donde hacinadas viven las familias del proletariado ínfimo, pude ver de cerca la pobreza honrada y los más desolados episodios del dolor y la abnegación en las capitales populosas. Años antes de este estudio había yo visitado en Londres los barrios de Whitechapel, Minories y otros del remoto Este, próximos al Támesis. Entre aquella miseria y la del bajo Madrid, no sé cuál me parece peor. La de aquí es indudablemente más alegre por el espléndido sol que la ilumina.
El moro Almudena, «Mordejai», que parte tan principal tiene en la acción de Misericordia, fue arrancado del natural por una feliz coincidencia. Un amigo, que como yo acostumbraba a flanear de calle en calle observando escenas y tipos, dijome que en el Oratorio del Caballero de Gracia pedía limosna un ciego andrajoso, que por su facha y lenguaje parecía de estirpe agarena. Acudí a verle y quedé maravillado de la salvaje rudeza de aquel infeliz, que en español aljamiado interrumpido a cada instante por juramentos terroríficos, me prometió contarme su romántica historia a cambio de un modesto socorro. Le llevé conmigo por las calles céntricas de Madrid, con escala en varias tabernas donde le invité a confortar su desmayado cuerpo con libaciones contrarias a las leyes de su raza. De este modo adquirí ese tipo interesantísimo, que los lectores de Misericordia han encontrado tan real. Toda la verdad del pintoresco Mordejai es obra de él mismo, pues poca parte tuve yo en la descripción de esta figura. El afán de estudiarla intensamente me llevó al barrio de las Injurias, polvoriento y desolado. En sus miserables casuchas, cercanas a la Fábrica de Gas, se alberga la pobretería más lastimosa. Desde allí, me lancé a las Cambroneras, lugar de relativa amenidad a orillas del río Manzanares, donde tiene su asiento la población gitanesca, compuesta de personas y borricos en divertida sociedad, no exenta de peligros para el visitante. Las Cambroneras, la Estación de las Pulgas, la Puente Segoviana, la opuesta orilla del Manzanares hasta la casa de Goya, donde el famoso pintor tuvo su taller, completaron mi estudio del bajo Madrid, inmenso filón de elementos pintorescos y de riqueza de lenguaje.
El tipo de señáBenina, la criada filantrópica, del más puro carácter evangélico, procede de la documentación laboriosa que reuní para componer los cuatro tomos de Fortunata y Jacinta. De la misma procedencia son Doña Paca y su hija, tipos de la burguesía tronada, y el elegante menesteroso Frasquito Ponte, que acaba sus días comiendo una triste ración de caracoles en el figón del Boto —calle del Ave María—. Diferentes figuras vinieron a este tomo de los anteriores, El amigo Manso, Miau, los Torquemadas, etc., y del mismo modo, del contingente de Misericordia pasaron otras a los tomos que escribí después: es el sistema que he seguido siempre de formar un mundo complejo, heterogéneo y variadísimo, para dar idea de la muchedumbre social en un período determinado de la Historia2.
Algo debo decir de la traducción francesa de Misericordia. Un caballero parisién de alta posición en los negocios y en la banca, Maurice Vixio, consejero del Comité central de los Ferrocarriles del Norte de España, que había residido en Madrid años anteriores y conocía muy bien nuestro idioma, me hizo el honor de verter al francés las páginas de esta obra. Afligido de una irreparable desgracia de familia, Vixio abandonó los negocios, trasladándose a una casa de campo que poseía en Versalles, y en aquella soledad apacible, sin otra sociedad que la de Ernesto Renan, que en una casita próxima moraba, entretenía sus ocios leyendo libros españoles. Entre ellos cayó en sus manos la novela Misericordia; la leyó, fue muy de su agrado, y no halló mejor esparcimiento para su soledad que traducirla. Por cierto que en el curso de su trabajo, muy a menudo me escribía, consultándome las dificultades del léxico que a cada paso encontraba, porque en esta obra, como verá el que leyere, prodigo sin tasa el lenguaje popular salpicado de idiotismos, elipsis y solecismos, tan donosos como pintorescos. Contestábale yo satisfaciendo sus dudas en lo posible, no en todos los casos, pues yo mismo ignoro el sentir de algunos decires, que de continuo inventan y ponen en circulación las bocas madrileñas.
La traducción de Misericordia fue acogida por el gran periódico parisién Le Temps, que la publicó en su folletín, dándole la difusión propia de un periódico de circulación mundial.
De Le Temps pasó Misericordia a la casa Hachette, que la editó con un prólogo de Morel Fatio, el más famoso y grande de los hispanófilos de Francia. Con esto termino el historial de la novela que hoy incluye la casa Nelson en su colección de obras españolas.
Madrid, febrero 1913.
1 Aunque este prefacio no fue escrito por Galdós hasta 1913, y expresamente para la edición castellana de Misericordia publicada por Thomas Nelson and Sons Editores (París, s. a.), lo incluimos aquí por ser un documento de suma importancia para la historia de la génesis y composición de esta obra, y por ofrecer algún apunte de la teoría galdosiana de la novela.
2 Dice Clarín: «Cada novela de Galdós está en función del conjunto, y solo de esta manera puede ser juzgada. Y este conjunto deberá ser el retrato de la sociedad española».
Dos caras, como algunas personas, tiene la parroquia de San Sebastián3..., mejor será decir la iglesia..., dos caras que seguramente son más graciosas que bonitas: con la una mira a los barrios bajos, enfilándolos por la calle de Cañizares; con la otra al señorío mercantil de la plaza del Ángel4. Habréis notado en ambos rostros una fealdad risueña, del más puro Madrid, en quien el carácter arquitectónico y el moral se aúnan maravillosamente. En la cara del Sur campea, sobre una puerta chabacana, la imagen barroca del santo mártir, retorcida, en actitud más bien danzante que religiosa; en la del Norte, desnuda de ornatos, pobre y vulgar, se alza la torre, de la cual podría creerse que se pone en jarras, soltándole cuatro frescas a la plaza del Ángel. Por una y otra banda, las caras o fachadas tienen anchuras, quiere decirse, patios cercados de verjas mohosas, y en ellos tiestos con lindos arbustos, y un mercadillo de flores que recrea la vista. En ninguna parte como aquí advertiréis el encanto, la simpatía, el ángel, dicho sea en andaluz, que despiden de sí, como tenue fragancia, las cosas vulgares, o alguna de las infinitas cosas vulgares que hay en el mundo. Feo y pedestre como un pliego de aleluyas o como los romances del ciego,5 el edificio bifronte, con su torre barbiana, el cupulín de la capilla de la Novena6, los irregulares techos y cortados muros, con su afeite barato de ocre, sus patios floridos, sus hierros mohosos en la calle y en el alto campanario, ofrece un conjunto gracioso, picante, majo7, por decirlo de una vez. Es un rinconcito de Madrid que debemos conservar cariñosamente, como anticuarios coleccionistas, porque la caricatura monumental también es un arte. Admiremos en este San Sebastián, heredado de los tiempos viejos, la estampa ridícula y tosca, y guardémosle como un lindo mamarracho.
Con tener honores de puerta principal, la del Sur es la menos favorecida de fieles en días ordinarios, mañana y tarde. Casi todo el señorío entra por la del Norte, que más parece puerta excusada o familiar. Y no necesitaremos hacer estadística de los feligreses que acuden al sagrado culto por una parte y otra, porque tenemos un contador infalible: los pobres. Mucho más numerosa y formidable que por el Sur es por el Norte la cuadrilla de miseria, que acecha el paso de la caridad, al moho de guardia de alcabaleros que cobra humanamente el portazgo en la frontera de lo divino, o la contribución impuesta a las conciencias impuras que van adonde lavan.
Los que hacen la guardia por el Norte ocupan distintos puestos en el patinillo y en las dos entradas de este por las calles de las Huertas y San Sebastián, y es tan estratégica su colocación, que no puede escaparse ningún feligrés como no entre en la iglesia por el tejado. En rigurosos días de invierno, la lluvia o el frío glacial no permiten a los intrépidos soldados de la miseria destacarse al aire libre (aunque los hay constituidos milagrosamente para aguantar a pie firme las inclemencias de la atmósfera), y se repliegan con buen orden al túnel o pasadizo que sirve de ingreso al templo parroquial, formando en dos alas a derecha e izquierda. Bien se comprende que con esta formidable ocupación del terreno y táctica exquisita no se escapa un cristiano, y forzar el túnel no es menos difícil y glorioso que el memorable paso de las Termópilas8. Entre ala derecha y ala izquierda no baja de docena y media el aguerrido contingente, que componen ancianos audaces, indómitas viejas, ciegos machacones, reforzados por niños de una acometividad irresistible (entiéndase que se aplican estos términos al arte de la postulación), y allí se están desde que Dios amanece hasta la hora de comer, pues también aquel ejército se raciona metódicamente, para volver con nuevos bríos a la campaña de la tarde. Al caer de la noche, si no hay novena con sermón, santo rosario con meditación y plática, o adoración nocturna9, se retira el ejército, marchándose cada combatiente a su olivo con tardo paso. Ya le seguiremos en su interesante regreso al escondrijo donde malvive. Por de pronto, observémosle en su rudo luchar por la pícara existencia y en el terrible campo de batalla, en el cual no hemos de encontrar charcos de sangre ni militares despojos, sino pulgas y otras feroces alimañas.
Una mañana de marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las palabras en la boca y azotaba el rostro de los transeúntes un polvo que por lo frío parecía nieve molida, se replegó el ejército al interior del pasadizo, quedando solo en la puerta de hierro de la calle de San Sebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía de tener cuerpo de bronce y por sangre alcohol o mercurio, según resistía las temperaturas extremas, siempre fuerte, sano y con unos colores que daban envidia a las flores del cercano puesto. La florista se replegó también en el interior de su garita, y, metiendo consigo los tiestos y manojos de siemprevivas, se puso a tejer coronas para niños muertos. En el patio, que fue Zementerio de S. Sebastián, como declara el azulejo empotrado en la pared sobre la puerta, no se veían más seres vivientes que las poquísimas señoras que a la carrera lo atravesaban para entrar en la iglesia o salir de ella, tapándose la boca con la misma mano en que llevaban el libro de oraciones, o algún clérigo que se encaminaba a la sacristía, con el manteo arrebatado del viento, como pájaro negro que ahueca las plumas y estira las alas, asegurando con su mano crispada la teja, que también quería ser pájaro y darse una vuelta por encima de la torre.
Ninguno de los entrantes o salientes hacía caso del pobre Pulido, porque ya tenían costumbre de verle impávido en su guardia, tan insensible a la nieve como al calor sofocante, con su mano extendida, mal envuelto en raída capita de paño pardo, modulando sin cesar palabras tristes, que salían congeladas de sus labios. Aquel día, el viento jugaba con los pelos blancos de su barba, metiéndoselos por la nariz y pegándoselos al rostro, húmedo por el lagrimeo que el intenso frío producía en sus muertos ojos. Eran las nueve y aún no se había estrenado el hombre. Día más perro que aquel no se había visto en todo el año, que desde Reyes venía siendo un año fulastre, pues el día del santo patrono (20 de enero) solo se habían hecho doce chicas, la mitad aproximadamente que el año anterior; y la Candelaria y la novena del bendito San Blas10, que otros años fueron tan de provecho, vinieron en aquel con diarios de siete chicas, de cinco chicas: ¡Valiente puñado! «Y me paice a mí —decía para sus andrajos el buen Pulido, bebiéndose las lágrimas y escupiendo los pelos de su barba— que el amigo San José también nos vendrá con mala pata... ¡Quién se acuerda del San José del primer año de Amadeo11!... Pero ya ni los santos del cielo son como es debido. Todo se acaba, Señor, hasta el fruto de la festividá, o como quien dice, la pobreza honrada. Todo es, por tanto pillo como hay en la política pulpitante, y el aquel de las suscripciones para las vítimas. Yo que Dios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en los papeles andan siempre inventando vítimas, al cuento de jorobarnos a los pobres de tanda. Limosnas hay, buenas almas hay; pero liberales, por un lado, el Congrieso dichoso, y, por otro, las congriogaciones, los metingos y discursiones y tantas cosas de imprenta, quitan la voluntad a los más cristianos... Lo que digo: quieren que no haiga pobres, y se saldrán con la suya. Pero pa entonces yo quiero saber quién es el guapo que saca las ánimas del Purgatorio... Ya, ya se pudrirán allá las señoras almas, sin que la cristiandad se acuerde de ellas, porque..., a mí que no me digan: el rezo de los ricos, con la barriga bien llena y las carnes bien abrigadas, no vale..., por Dios vivo, que no vale».12
Al llegar aquí en su meditación acercósele un sujeto de baja estatura, con luenga capa que casi le arrastraba, rechoncho, como de sesenta años, de dulce mirar, la barba cana y recortada, vestido con desaliño, y poniéndole en la mano una perra grande, que sacó de un cartucho que, sin duda, destinaba a las limosnas del día, le dijo:
—No te la esperabas hoy: di la verdad. ¡Con este día!...
—Sí que la esperaba, mi señor don Carlos —replicó el ciego besando la moneda—, porque hoy es el universario, y usted no había de faltar, aunque se helara el cero de los terremotos (sin duda quería decir termómetros).
—Es verdad. Yo no falto. Gracias a Dios, me voy defendiendo, que no es flojo milagro con estas heladas y este pícaro viento Norte, capaz de encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza Mayor13. Y tú, Pulido, ten cuidado. ¿Por qué no te vas adentro?
—Yo soy de bronce, señor don Carlos, y a mí ni la muerte me quiere. Mejor se está aquí con la ventisca que en los interiores, alternando con esas viejas charlatanas, que no tienen educación... Lo que yo digo: la educación es lo primero, y sin educación, ¿cómo quieren que haiga caridad?... Don Carlos, que el Señor se lo aumente y se lo dé de gloria...
Antes de que concluyera la frase, el don Carlos voló, y lo digo así porque el terrible huracán hizo presa en su desmedida capa, y allá veríais al hombre, con todo el paño arremolinado en la cabeza, dando tumbos y giros, como un rollo de tela o un pedazo de alfombra arrebatados por el viento, hasta que fue a dar de golpe contra la puerta; y entró ruidosa y atropelladamente, desembarazando su cabeza del trapo que la envolvía.
—¡Qué día..., vaya con el día de porra! —exclamaba el buen señor, rodeado del enjambre de pobres, que con chillidos plañideros le saludaron; y las flacas manos de las viejas le ayudaban a componer y estirar sobre sus hombros la capa. Acto continuo repartió las perras, que iba sacando del cartucho una a una, sobándolas un poquito antes de entregarlas, para que no se le escurriesen dos pegadas; y despidiéndose al fin de la pobretería con un sermoncillo gangoso, exhortándoles a la paciencia y humildad, guardó el cartucho, que aún tenía monedas para los de la puerta del frontis de Atocha, y se metió en la iglesia.
3 Bajo la advocación de San Sebastián, la iglesia existe como parroquia desde 1550. El templo fue incendiado y destruido en su totalidad en 1936, reedificándose la actual en los años cincuenta. Aquí fue enterrado Lope de Vega y bautizados Ramón de la Cruz y Moratín. A mediados del siglo XIX, la parroquia de San Sebastián, por su situación en la calle de Atocha y la extensión de su feligresía, era una de las más importantes de Madrid.
4 Para seguir el itinerario de calles y plazas del espacio madrileño y ampliar datos sobre este escenario de finales del siglo XIX, consúltense, entre otras, las obras de Pedro de Répide, Las calles de Madrid (1981) y Juan Antonio Cabezas, Diccionario de Madrid (1972).
5 Los pliegos de aleluyas, que tuvieron su apogeo en el Siglo de Oro, estaban confeccionados por estampitas pegadas sobre un pliego de papel, a las que se añadía un texto que relataba algún acontecimiento. Los romances de ciego, de auge en el siglo XVIII, eran composiciones poéticas en romance sobre una historia o suceso y eran cantados y vendidos en la calle por los ciegos. Tanto los romances como los pliegos de aleluyas habían llegado en la época de Galdós a un grado lamentable de degradación.
6 La capilla de la Novena fue reformada por Silvestre Pérez, quien a mediados del siglo XIX la decoró con pilastras dóricas y un retablo. La advocación de Nuestra Señora de la Novena proviene de una novena que se organizó en 1624 como acción de gracias ante un hecho milagroso realizado por una imagen de la Virgen con el Niño.
7 Excluyendo el habla de Almudena, el lenguaje de Misericordia presentatres niveles lingüísticos: el culto, el popular y el de germanías; entre este último, podemos incluir el habla de los gitanos, con su fonética y sintaxis peculiares; mientras que ángel,barbiana y majo pertenecen al popular.
8 Famoso desfiladero de Tesalia (Grecia) donde el espartano Leónidas, a pesar de sus reducidas fuerzas, intentó cerrar el paso al ejército persa de Jerjes I en 480 a. C.
9. La adoración nocturna es una reunión de católicos con el fin de adorar a Jesús sacramentado durante la noche. La Asociación de la Adoración Nocturna fue fundada en París en 1848 y establecida en España en 1877.
10 La fiesta de la Candelaria se celebra el 2 de febrero con motivo de la Purificación. Se hace una procesión con candelas encendidas y se asiste a la misa con ellas. Un día después, el 3 de febrero, se celebra San Blas, obispo y mártir (muerto en 316) y abogado contra las enfermedades de garganta.
11 Amadeo I de Saboya (1845-1890) Rey de España (1871-1873). Se encontró un escenario político convulso, donde tuvo que hacer frente a la oposición de todos, desde carlistas a republicanos. Abdicó en 1873 y regresó a Italia, donde murió.
12 A través del habla popular del ciego, Galdós alude a circustancias de la vida política del período en que redactó la novela: presentimiento de la inminencia del desastre del 98, alusión a las víctimas (vítimas) de las guerras coloniales; alude también a la actuación de los liberales, a las discusiones del Congreso, los mítines (metingos) y discursos (discursiones) políticos y las congregaciones (congriogaciones) religiosas.
13 Caballo de la estatua ecuestre de Felipe III realizada por Juan de Bolonia y Pedro Tacca; se hallaba situada en la casa de campo y fue emplazada en el centro de la Plaza Mayor de Madrid a propuesta de Mesonero Romanos, con la autorización de Isabel II.
Tomada el agua bendita, don Carlos Moreno Trujillo se dirigió a la capilla de Nuestra Señora de la Blanca. Era hombre tan extremadamente metódico que su vida entera encajaba dentro de un programa irreductible, determinante de sus actos todos, así morales como físicos, de las graves resoluciones, así como de los pasatiempos insignificantes, y hasta del moverse y del respirar. Con un solo ejemplo se demuestra el poder de la rutinaria costumbre en aquel santo varón, y es que, viviendo en aquellos días de su ancianidad en la calle de Atocha, entraba siempre por la verja de la calle de San Sebastián y puerta del Norte, sin que hubiera para ello otra razón que la de haber usado dicha entrada en los treinta y siete años que vivió en su renombrada casa de comercio de la plazuela del Ángel. Salía invariablemente por la calle de Atocha, aunque a la salida tuviera que visitar a su hija, habitante en la calle de la Cruz.
Humillado ante el altar de los Dolores, y después ante la imagen de San Lesmes14, permanecía buen rato en abstracción mística; despacito recorría todas las capillas y retablos, guardando un orden que en ninguna ocasión se alteraba: oía luego dos misitas, siempre dos, ni una más ni una menos; hacía otro recorrido de altares, terminando infaliblemente en la capilla del Cristo de la Fe; pasaba un ratito a la sacristía, donde con el coadjutor o el sacristán se permitía una breve charla, tratando del tiempo, o de lo malo que está todo, o bien de comentar el cómo y el porqué de que viniera turbia el agua de Lozoya15, y se marchaba por la puerta que da a la calle de Atocha, donde repartía las últimas monedas del cartucho. Tal era su previsión que rara vez dejaba de llevar cantidad necesaria para los pobres de uno y otro costado. Como aconteciera el caso inaudito de faltarle una pieza, ya sabía el mendigo que la tenía segura al día siguiente, y si sobraba, se corría el buen señor al oratorio de la calle del Olivar 16 en busca de una mano desdichada en que ponerla.
Pues, señor, entró don Carlos en la iglesia, como he dicho, por la puerta que llamaremos del Cementerio de San Sebastián, y las ancianas y ciegos de ambos sexos que acababan de recibir de él la limosna se pusieron a picotear, pues, mientras no entrara o saliera alguien a quien acometer, ¿qué habían de hacer aquellos infelices más que engañar su inanición y sus tristes horas regalándose con la comidilla que nada les cuesta y que, picante o desabrida, siempre tienen a mano para con ella saciarse? En esto son iguales a los ricos; quizá les llevan ventaja, porque cuando tocan a charlar, no se ven cohibidos por las conveniencias usuales de la conversación, que, poniendo entre el pensamiento y la palabra gruesa costra etiquetera y gramatical, embotan el gusto inefable del dime y direte.
—¿No vus dije que don Carlos no faltaba hoy? Ya lo habéis visto. Decir ahora si yo me equivoco y no estoy al tanto.
—Yo también lo dije... Toma..., como que es el aniversario del mes, día 24; quiere decir que cumple mes la defunción de su esposa, y don Carlos bendito no falta este día, aunque lluevan ruedas de molino, porque otro más cristiano, sin agraviar, no lo hay en Madrid.
—Pues yo me temía que no viniera, motivado al frío que hace, y pensé que por ser día de perra gorda, el buen señor suprimía la festividá.
—Hubiéralo dado mañana, bien lo sabes, Crescencia, que don Carlos sabe cumplir y paga lo que debe.
—Hubiéranos dado mañana la gorda de hoy, eso sí; pero quitándonos la chica de mañana. Pues ¿qué crees tú, que aquí no sabemos de cuentas? Sin agraviar, yo sé ajustarlas como la misma luz, y sé que el don Carlos, cuando se le hace mucho lo que nos da, se pone malo por ahorrarse algunos días, lo cual que ha de saberle mal a la difunta.
—Cállate, mala lengua.
—Mala lengua tú, y... ¿quieres que te lo diga?... ¡Adulona!
—¡Lenguaza!
Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres; una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pues en dondequiera que para cualquier fin se reúnen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, parlanchina, que revolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus encías quedaban parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante.
Tipo contrario al de la Burlada era el de la señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima, como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse, con las ojos reventones, espantados, sin brillo ni expresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; la nariz de gancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labios delgadísimos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale comparar rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a la Burlada podríamos imaginarla como un gato que hubiera perdido el pelo en una riña, seguida de un chapuzón, digamos que era la Casiana como un caballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros, cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, quedándose con el otro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda región del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta división capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo mismo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase el principio de distinción capital. Las antiguas, o sea, las que llevaban ya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de preeminencias que por todos eran respetadas, y las nuevas no tenían más remedio que conformarse. Las antiguas disfrutaban de los mejores puestos, y a ellas solas se concedía el derecho de pedir dentro, junto a la pila del agua bendita. Como el sacristán o el coadjutor alterasen esta jurisprudencia en beneficio de alguna nueva, ya les había caído que hacer. Armábase tal tumulto que en muchas ocasiones era forzoso acudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnas colectivas y en los repartos de bonos 17 llevaban preferencia las antiguas; y cuando algún parroquiano daba una cantidad cualquiera para que fuese distribuida entre todos, la antigüedad reclamaba el derecho a la repartición, apropiándose la cifra mayor, si la cantidad no era fácilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, existían la preponderancia moral, la autoridad tácita adquirida por el largo dominio, la fuerza invisible de la autoridad. Siempre es fuerte el antiguo, como el novato siempre es débil, con las excepciones que pueden determinar en algunos casos los caracteres. La Casiana, carácter duro, dominante, de un egoísmo elemental, era la más antigua de las antiguas; la Burlada, levantisca, revoltosilla, picotera y maleante, era la más nueva de las nuevas; y con esto queda dicho que cualquier suceso trivial o palabra baladí eran el fulminante que hacía brotar entre ellas la chispa de la discordia.
La disputilla referida anteriormente fue cortada por la entrada o salida de fieles. Pero la Burlada no podía refrenar su reconcomio, y en la primera ocasión, viendo que la Casiana y el ciego Almudena (de quien se hablará después) recibían aquel día más limosnas que los demás, se deslenguó nuevamente con la antigua, diciéndole:
—Adulona, más que adulona, ¿crees que no sé que estás rica y que en Cuatro Caminos tienes casa con muchas gallinas, y muchas palomas, y conejos muchos? Todo se sabe.
—Cállate la boca, si no quieres que dé parte a don Senén para que te enseñe la educación.
—¡A ver!...
—No vociferes, que ya oyes la campanilla de alzar la Majestad.
—Pero señoras, por Dios —dijo un lisiado que en pie ocupaba el sitio más próximo a la iglesia—. Arreparen que están alzando el Santísimo Sacramento.
—Es esta habladora, escorpionaza.
—Es esta dominanta... ¡A ver!... Pues, hija, ya que eres caporala, no tires tanto de la cuerda y deja que las nuevas alcancemos algo de la limosna, que todas semos hijas de Dios... ¡A ver!
—¡Silencio, digo!
—¡Ay, hija..., ni que fuás Cánovas18!
14 Monje benedicto del siglo XI. Nació en Poitu (Francia). Fue elevado a santo por su dedicación a los pobres y enfermos. Es el patrón de la ciudad de Burgos.
15 Río de la Comunidad de Madrid, nacido en la Peña Lara, cuyas aguas son recogidas por el canal de Isabel II. El 24 de junio de 1858 se llevó a cabo la traída de aguas a la capital, según el proyecto de Bravo Murillo.
16 En el madrileño barrio de Lavapiés, la actual calle del Olivar y sus inmediaciones formaban parte de una colina plantada de olivos.
17 Los bonos, debidamente canjeados, posibilitaban atender las necesidades más elementales de subsistencia.
18 Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897), político y literato español. Diputado, ministro, primer presidente del Consejo de Ministros de Alfonso XII, repetidas veces jefe del Gobierno conservador turnándose con los liberales, fue asesinado por un anarquista italiano, en el balneario de Santa Agueda (Guipúzcoa), el 8 de agosto de 1897.
Más adentro, como a la mitad del pasadizo, a la izquierda, había otro grupo, compuesto de un ciego, sentado; una mujer, también sentada, con dos niñas pequeñuelas, y junto a ella, en pie, silenciosa y rígida, una vieja con traje y manto negros. Algunos pasos más allá, a corta distancia de la iglesia, se apoyaba en la pared, cargando el cuerpo sobre las muletas, el cojo y manco Eliseo Martínez, que gozaba el privilegio de vender en aquel sitio La Semana Católica19. Era, después de Casiana, la persona de más autoridad y mangoneo en la cuadrilla y como su lugarteniente o mayor general.
Total: siete reverendos mendigos, que espero han de quedar bien registrados aquí, con las convenientes distinciones de figura, palabra y carácter. Vamos con ellos.
La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además de nueva, temporera, porque acudía a la mendicidad por espacios de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin duda, por encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran. Respondía al nombre de la señá Benina (de lo cual se infiere que Benigna se llamaba), y era la más callada y humilde de la comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a los parroquianos que entraban o salían; en los repartos, aun siendo leoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni de lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con miramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se permitía trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decencia, con el ciego Almudena, del cual, por el pronto, no diré más sino que es árabe, del Sus, tres días de jornada más allá de Marraquech20. Fijarse bien.
Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la frente; sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergenio y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas, parecía una Santa Rita de Casia21 que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle solo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces de esta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.
A eso de las diez, la Casiana salió al patio para ir a la sacristía (donde tenía gran metimiento como antigua), para tratar con don Senén de alguna incumbencia desconocida para los compañeros y por lo mismo muy comentada. Lo mismo fue salir la Caporala que correrse la Burlada hacia el otro grupo, como un envoltorio que se echara a rodar por el pasadizo, y sentándose entre la mujer que pedía con dos niñas, llamada Demetria, y el ciego marroquí, dio suelta a la lengua, más cortante y afilada que las diez uñas lagartijeras de sus dedos negros y rapantes.
—¿Pero qué, no creéis lo que vos dije? La Caporala es rica, mismamente rica, tal como lo estáis oyendo, y todo lo que coge aquí nos lo quita a las que semos de verdadera solenidá, porque no tenemos más que el día y la noche.
—Vive por allá arriba —indicó la Crescencia—, orilla en ca los Paúles 22.
—¡Quia, no, señora! Eso era antes. Yo lo sé todo —prosiguió la Burlada,haciendo presa en el aire con sus uñas—. A mí no me la da esa, y he tomado lenguas. Vive en Cuatro Caminos 23, donde tiene corral, y en él cría, con perdón, un cerdo; sin agraviar a nadie, el mejor cerdo de Cuatro Caminos.
—¿Ha visto usted la jorobada que viene por ella?
—¿Que si la he visto? Esa cree que semos bobas. La corcovada es su hija, y por más señas costurera, ¿sabes?, y con achaques de la joroba pide también. Pero es modista, gana dinero para casa... Total, que allí son ricos, el Señor me perdone, ricos sinvergonzonazos, que engañan a nosotras y a la Santa Iglesia católica, apostólica. Y como no gasta nada de comer, porque tiene dos o tres casas donde le traen todos los días los cazolones de cocido, que es la gloria de Dios..., ¡a ver!
—Ayer —dijo Demetria quitándole la teta a la niña— bien lo vide, le trajeron...
—¿Qué?
—Pues un arroz con almejas que lo menos había para siete personas.
—¡A ver!... ¿Estás segura de que era con almejas? ¿Y qué, golía bien?
—¡Vaya si golía!... Los cazolones los tiene en ca el sacristán. Allí vienen y se los llenan, y hala, con todo para Cuatro Caminos.
—El marido... —añadió la Burladaechando lumbre por los ojos— es uno que vende teas y perejil... Ha sido melitar, y tiene siete cruces sencillas y una con cinco riales... Ya ves qué familia. Y aquí me tienes, que hoy no he comido más que un corrusco de pan; y si esta noche no me da cobijo la Ricarda en el cajón de Chamberí 24, tendré que quedarme al santo raso. ¿Tú qué dices, Almudena?
El ciego murmuraba. Preguntado por segunda vez, dijo con áspera y dificultosa lengua:
—¿Hablar vos del Piche? Conocierle mí. No ser marido la Casiana con casarmiento, por la luz bendita, no. Ser quirido, por la bendita luz, quirido.
—¿Conócesle tú?
—Conocierle mí, comprarmi dos rosarios él... de mi tierra, dos rosarios y una pieldra imán. Diniero él, mucho diniero... Ser capatazo de la sopa en el Sagriado Corazón25 de allá... y en toda la probieza de allá mandando él, con garrota él..., barrio Salamanca... capatazo... Malo, mu malo, y no deja comer... Ser un criado del Goberno, del Goberno malo de Ispania, y de los del Banco, aonde estar tuda el diniero en cajas soterranas... Guardar él, matarnos de hambre él...
—Es lo que faltaba —dijo la Burlada con aspavientos de oficiosa ira—, que también tuvieran dinero en las arcas del Banco esos hormigonazos26.
—¡Tanto como eso!... Vaya usted a saber —indicó la Demetria, volviendo a dar la teta a la criatura, que había empezado a chillar—. ¡Calla, tragona!
—¡A ver!..., con tanto chupío, no sé cómo vives, hija... Y usted, señá Benina,¿qué cree?
—¿Yo?... ¿De qué?
—De si tien o no tien dinero en el Banco.
—¿Y a mí qué? Con su pan se lo coman.
—Con el nuestro, ¡ja, ja!..., y encima codillo de jamón.
—¡A callar se ha dicho! —gritó el cojo, vendedor de La Semana—. Aquí se viene a lo que se viene, y a guardar la circuspición.
—Ya callamos, hombre, ya callamos. ¡A ver!..., ¡ni que fuás Vítor Manuel, el que puso preso al Papa! 27
—Callar, digo, y tengan más religión.
—Religión tengo, aunque no como con la Iglesia como tú, pues yo vivo en compañía del hambre, y mi negocio es mirarlos tragar y ver los papelaos 28 de cosas ricas que vos traen de las casas. Pero no tenemos envidia, ¿sabes, Eliseo?, y nos alegramos de ser pobres y de morirnos de flato para irnos en globo al cielo, mientras que tú...
—Yo, ¿qué?
—¡A ver!... Pues que estás rico, Eliseo; no niegues que estás rico... Con La Semana y loque te dan don Senén y el señor cura... Ya sabemos: el que parte y reparte... No es por murmurar: Dios me libre. Bendita sea nuestra santa miseria... El Señor te lo aumente. Dígolo porque te estoy agradecida, Eliseo. Cuando me cogió el coche en la calle de la Luna... fue el día que llevaron a ese señor de Zorrilla29..., pues, como digo, mes y medio estuve en el espital, y cuando salí, tú, viéndome sola y desamparada, me dijiste: «Señá Flora, ¿por qué no se pone a pedir en un templo, quitándose de la santimperie y arrimándose al cisco de la religión? Véngase conmigo y verá cómo puede sacar un diario sin rodar por las calles y tratando con pobres decentes». Eso me dijiste, Eliseo, y yo me eché a llorar y me vine acá contigo. De lo cual vino el estar yo aquí, y muy agradecida a tu conduta fina y de caballero. Sabes que rezo un padrenuestro por ti todos los días, y le pido al Señor que te haga más rico de lo que eres; que vendas sinfinidá de Semanas, y que te traigan buen bodrio del café y de la casa de los señores condes para que te hartes tú y la carreterona de tu mujer. ¿Qué importa que Crescencia y yo, y este pobre Almudena, nos desayunemos a las doce del mediodía con un mendrugo que serviría para empedrar las santas calles? Yo le pido al Señor que no te falte para el aguardentazo. Tú lo necesitas para vivir; yo me moriría si lo catara... ¡Y ojalá que tus dos hijos lleguen a duques! Al uno le tienes de aprendiz de tornero, y te mete en casa seis reales cada semana; al otro le tienes en una taberna de las Maldonadas, y saca buenas propinillas de las golfas, con perdón... El Señor te los conserve y te los aumente cada año; y véate yo vestido de terciopelo y con una pata nueva de palo santo, y a tu tarasca véala yo con sombrero de plumas. Soy agradecida: se me ha olvidado el comer de las hambres que paso; pero no tengo malos quereres, Eliseo de mi alma, y lo que a mí me falta tenlo tú, y come y bebe, y emborráchate; y ten casa de balcón con mesas de de noche, y camas de hierro con sus colchas rameadas, tan limpias como las del Rey; y ten hijos que lleven boina nueva y alpargatas de suela, y niña que gaste toquilla rosa y zapatito de charol los domingos, y ten un buen anafre, y buenos felpudos para delante de las camas, y cocina de co 30, con papeles nuevos, y una batería que da gloria con tantismas cazoletas;y buenas láminas del Cristo de la Caña y Santa Bárbara bendita, y una cómoda llena de ropa blanca; y pantallas con flores, y hasta máquina de coser que no sirve, pero encima de ella pones la pila de Semanas; ten también muchos amigos y vecinos buenos, y las grandes casas de acá, con señores que por verte inválido te den barreduras del almacén de azúcar, y papelaos del café de la moca 31, y de arroz de tres pasadas; ten también metimiento con las señoras de la Conferencia32 para que te paguen la casa o la cédula, y den plancha de fino a tu mujer...; ten eso y más, Eliseo...
Cortó los despotriques vertiginosos de la Burlada, produciendo un silencio terrorífico en el pasadizo la repentina aparición de la señá Casiana por la puerta de la iglesia.
—Ya salen de misa mayor —dijo.
Y, encarándose después con la habladora, echó sobre ella toda su autoridad con estas despóticas palabras:
—Burlada, pronto a tu puesto. Y cerrar el pico, que estamos en la casa de Dios.
Empezaba a salir gente y caían algunas limosnas, pocas. Los casos de ronda total, dando igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día las escasas moneditas de cinco y dos céntimos iban a parar a las manos diligentes de Eliseo o de la Caporala, y algo le tocó también a la Demetria y a la señá Benina.Los demás poco o nada lograron, y la ciega Crescencia se lamentó de no haberse estrenado. Mientras Casiana hablaba en voz baja con Demetria, la Burladapegó la hebra con Crescencia en el rincón próximo a la puerta del patio.
—¡Qué le estará diciendo a la Demetria!
—A saber... Cosas de ellas.
—Me ha golido a bonos por el funeral de presencia que tenemos mañana. A Demetria le dan más por ser arrecomendada de ese que celebra la primera misa, el don Rodriguito de las medias moradas, que dicen es secretario del Papa.
—Le darán toda la carne, y a nosotras los huesos.
—¡A ver!... Siempre lo mismo. No hay como andar con dos o tres criaturas a cuestas para sacar tajada. Y no miran la decencia, porque estas holgazanotas, como Demetria, sobre ser unas grandísimas pendonazas, hacen luego del vicio su comercio. Ya ves: cada año te trae una lechigada, y criando a uno, ya tiene en el buche los huesos del del año que viene.
—¿Y es casada?
—Como tú y como yo. De mí nada dirán, pues en San Andrés bendito me casé con mi Roque, que está en gloria de la consecuencia de una caída del andamio. Esta dice que tiene el marido en Celipinas 33, y será que desde allá le hace los chiquillos... por carta... ¡Ay, qué mundo! Te digo que sin criaturas no se saca nada: los señores no miran a la dinidá de una, sino a si da el pecho o no da el pecho. Les da lástima de las criaturas, sin reparar en que más honrás somos las que no las tenemos, las que estamos en la senetú, hartas de trabajos y sin poder valernos. Pero vete tú ahora a golver del revés el mundo, y a gobernar la compasión de los señores. Por eso se dice que todo anda trastornado y al revés, hasta los cielos benditos, y lleva razón Pulido cuando habla de la rigolución mu gorda, mu gorda, que ha de venir para meter en cintura a ricos miserables y a pobres ensalzaos.
Concluía la charlatana vieja su perorata cuando ocurrió un suceso tan extraño, fenomenal e inaudito, que no podría ser comparado sino a la súbita caída de un rayo en medio de la comunidad mendicante o a la explosión de una bomba: tales fueron el estupor y azoramiento que en toda la caterva mísera produjo. Los más antiguos no recordaban nada semejante; los nuevos no sabían lo que les pasaba. Quedáronse todos mudos, perplejos, espantados. ¿Y qué fue en suma? Pues nada: que don Carlos Moreno Trujillo, que toda la vida, desde que el mundo era mundo, salía infaliblemente por la puerta de la calle de Atocha, no alteró aquel día su inveterada costumbre; pero a los pocos pasos volvió adentro, para salir por la calle de las Huertas, hecho singularísimo, absurdo, equivalente a un retroceso del sol en su carrera.
Pero no fue principal causa de la sorpresa y confusión la desusada salida por aquella parte, sino que don Carlos se paró en medio de los pobres (que se agruparon en torno a él, creyendo que les iba a repartir otra perra por barba), les miró como pasándoles revista, y dijo:
—Eh, señoras ancianas, ¿quién de vosotras es la que se llama la señá Benina?
—Yo, señor, yo soy —dijo la que así se llamaba, adelantándose temerosa de que alguna de sus compañeras le quitase el nombre y el estado civil.
—Esa es —añadió la Casiana con sequedad oficiosa, como si creyese que hacía falta su exequatur34de caporala para conocimiento o certificación de la personalidad de sus inferiores.
—Pues, señá Benina —agregó don Carlos embozándose hasta los ojos para afrontar el frío de la calle—, mañana, a las ocho y media, se pasa usted por casa; tenemos que hablar. ¿Sabe usted dónde vivo?
—Yo la acompañaré —dijo Eliseo echándoselas de servicial y diligente en obsequio del señor y de la mendiga.
—Bueno. La espero a usted, señá Benina.
—Descuide el señor.
—A las ocho y media en punto. Fíjese bien —añadió don Carlos a gritos, que resultaron apagados porque le tapaban la boca las felpas húmedas del embozo raído—. Si va usted antes tendrá que esperarse, y si va después no me encuentra... Ea, con Dios. Mañana es 25: me toca en Montserrat 35, y después, al cementerio. Conque...
19 Publicación periódica madrileña inicidada en 1882, con sede en la calle Villanueva.
20 El Sus es un cantón del Sahara Occidental situado al sur de Tanezruft. Entre 1890-1895 se produjeron en esa zona frecuentes enfrentamientos entre riffeños y tropas españolas. La ciudad de Marraquech fue fundada en 1062 por el almorávide Yusuf ben Tachfin, y posee un enorme riqueza monumental.
21 Se la invoca como abogada de las causas difíciles. De su cronología solo se sabe que murió en 1456 en la ciudad de Casia (Umbría, Italia).
22 Alude Galdós al convento de la Congregación de la Misión y a la iglesia de San Vicente de Paúl, cuyas fachadas principales dan a la calle de García de Paredes, en el barrio de Chamberí.
23 Situado a unos 5 km de la Puerta del Sol, en el siglo XIX, eraun lejano arrabal de Madrid. Se llamaba así porque allí coincidían las calles de Santa Engracia, Bravo Murillo (llamada entonces «Mala de Francia», por ser la ruta de la mala, valija del correo o posta ordinaria, a Francia e Inglaterra), el camino de Francia y el camino de Aceiteros.
24 Es decir, en el puesto de mercado en Chamberí. El barrio comenzó a construirse en 1847, dándose nombre a las calles ya existentes; había ya edificaciones desde el siglo XVIII,abundando posteriormente las quintas, alquerías y tejares, mezclados con paseos y caminos. Hacia 1875 se organizó un pequeño mercado de frutas y verduras en la Plaza de Olavide.
25 Se refiere al encargado (capatazo) de distribuir la sopa boba (pan y caldo) que se repartía en el mencionado convento.
26Doble aumentativo de hormiga, afanosa acumuladora de trigo en verano.
27 Alude Galdós a Víctor Manuel II (1820-1878), rey de Italia que entró en Roma con sus tropas, estableciendo allí la capital del reino de Italia en 1870, tras la capitulación de las fuerzas papales, siendo Papa Pío IX (1792-1878), quien se consideró prisionero del rey.
28 Envoltorios de papel que recubren alimentos o concretamente, como más adelante indica Galdós, el café de moca.
29 Fue exactamente el 23 de enero de 1893. El poeta y autor dramático español José Zorrilla y Moral había nacido en 1817.
30 Es decir, cocina de carbón de cok (del inglés coke) o coque, un combustible sólido, ligero y poroso que se obtiene de la destilación de la hulla.
31 Café procedente de la ciudad de Moca (Yemen), ciudad portuaria en la costa del mar Rojo. Fue el centro del mercado del café entre los siglos XV y XVII, hasta que empezó a producirse en América.
32 Se refiere a la Conferencia de San Vicente de Paúl. Se trata de una actualización de la Junta de Damas de la Caridad que el sacerdote francés San Vicente de Paúl (1576-1660), célebre por sus obras de caridad, fundó ante la necesidad de reformar el Hospital de París.
33 Deformación de Filipinas, islas que en 1897 aún eran de dominio español.
34 «Ejecútese». (Voz latina). Suele usarse en documentos de derecho internacional privado y en derecho canónico.
35 Iglesia barroca, construida en lo que entonces era un despoblado en la calle San Bernardo. Ha sufrido muchas reformas interiores y conserva la torre como ejemplo del barroco madrileño. Una de sus capillas albergó el Cristo de Alonso Cano que fue luego trasladado a la Academia de San Fernando. El 8 de noviembre de 1704 tomaron posesión de la iglesia los padres benedictinos.
¡María Santísima, San José bendito, qué comentarios, qué febril curiosidad, qué ansias de investigar y sorprender los propósitos del buen don Carlos! En los primeros momentos, la misma intensidad de la sorpresa privó a todos de la palabra. Por los rincones del cerebro de cada cual andaba la procesión...; dudas, temores, envidia, curiosidad ardiente. La señá Benina,queriendo sin duda librarse de un fastidioso hurgoneo, se despidió afectuosamente, como siempre lo hacía, y se fue. Siguiola con minutos de diferencia el ciego Almudena. Entre los restantes empezaron a saltar, como chispas, las frasecillas primeras de su sorpresa y confusión:
—Ya lo sabremos mañana... Será por desempeñarla... Tiene más de cuarenta papeletas.
—Aquí todas nacen de pie —dijo la Burlada a Crescencia— menos nosotras, que hemos caído en el mundo como talegos.
Y la Casiana, afilando más su cara caballuna, hasta darle proporciones monstruosas, dijo con acento de compasión lúgubre:
—¡Pobre don Carlos! Está más loco que una cabra.
A la mañana siguiente, aprovechando la comunidad el hecho feliz de no haber ido a la parroquia ni la señá Benina ni el ciego Almudena, menudearon los comentarios del extraño suceso. La Demetria expuso tímidamente la opinión de que don Carlos quería llevar a la Beninaa su servicio, pues gozaba esta fama de gran cocinera, a lo que agregó Eliseo que, en efecto, la tal había sido maestra de cocina, pero ya no la querían en ninguna parte por vieja.
—Y por sisona —afirmó la Casiana, recalcando con saña el término—. Habéis de saber que ha sido una sisona tremenda, y por ese vicio se ve ahora como se ve, teniendo que pedir para una rosca. De todas las casas en que estuvo la echaron por ser tan larga de uñas, y si ella hubiá tenido conduta no le faltarían casas buenas en que acabar tranquila...
—Pues yo —declaró la Burlada con negro escepticismo— vos digo que si ha venido a pedir es porque fue honrada; que las muy sisonas juntan dinero para su vejez y se hacen ricas..., que las hay, vaya si las hay. Hasta con coche las he conocido yo.
