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El talento de Benito Pérez Galdós para la creación de personajes a la vez reflejo social de la pequeña burguesía madrileña y agudo análisis psicológico de la condición humana, desplegó en "Tristana" todas sus potencialidades. La protagonista de la novela trata de rebelarse contra las circunstancias familiares y sociales que le impiden alcanzar la independencia y la felicidad. Su fracaso es la triste victoria de una sociedad sórdida y represiva que refuerza su estabilidad a costa del sometimiento y de la destrucción de quienes pretender alzarse contra sus convenciones y sus dictados.
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Seitenzahl: 299
Veröffentlichungsjahr: 2020
Benito Pérez Galdós
Tristana
Introducción de Ricardo Gullón
Introducción
Cronología
Bibliografía
Tristana
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Créditos
La publicación de Tristana (1892) dio lugar a opiniones encontradas. Emilia Pardo Bazán la consideró frustrada por desviarse de la línea «lógica» trazada en los primeros capítulos; aun así observó «esbozos de gran novela que no llega a escribirse y cuyo asunto sería la esclavitud moral de la mujer». Leopoldo Alas vio en las páginas galdosianas «la representación bella de un destino gris atormentando un alma noble, bella pero débil, de verdadera fuerza sólo para imaginar, para soñar...» y atribuyó la poco entusiasta recepción crítica de la obra al notable número de comentarios suscitados en aquellos días por otro texto de Galdós: el drama Realidad.
Las opiniones de Pardo Bazán aireadas entonces, y aún ahora, pesaron con exceso en el estudio y valoración de una novela considerada insatisfactoria por no ajustarse a las aspiraciones feministas y porque la heroína vivía de sus sueños desatendiendo la acción social. Doña Emilia quería que Galdós tratara el tema desde supuestos diferentes a los que interesaban a su amigo.
En Tristana no se vislumbra una tesis, ni voluntad de probar, ni manipulación autorial del personaje: se cuenta una historia personal, ejemplar a su manera, rehuyendo las tentaciones de la simbolización y las del alegato. No es un documento, sí un objeto artístico cuidadosamente construido. Habla y deja hablar, las reflexiones y comentarios del narrador –con el autor implícito al pairo– alternan con lo dicho en diálogos y cartas por los actantes, en limitada pero eficaz polifonía.
Todavía Joaquín Casalduero y Chonon Berkowitz, biógrafo americano del autor, tuvieron en poco la novela. Gonzalo Sobejano y Francisco Ayala, sin considerarla de «las mejores», pusieron en marcha su revalorización. Sobejano, iluminando el lenguaje de los amantes, y Ayala, exponiendo con detalle la literaturización del texto, investigación muy ampliada por Germán Gullón.
Para leer correctamente Tristana es recomendable observar con detalle su funcionamiento como sistema combinatorio de precisión hábilmente montado por un autor diestro y consciente de sus poderes. Empezaré examinando los recursos utilizados para dar estabilidad a la inestable protagonista: una serie de mutaciones la altera incidentalmente sin afectar a su esencia. Sucesivas metamorfosis diluyen su consistencia en el cambio, en los cambios a que su carácter la inclina. Aspira a realizarse, a ser como se desea, libre e independiente, y este deseo sirve de soporte y de amortiguador en las mudanzas ocasionadas por las fluctuaciones que la transportan de una fantasía a la siguiente hasta que «el eje diamantino» (Ganivet) se quiebra en la adversidad.
Partiendo de los delirios de una madre que, como don Quijote, recobra el juicio ya con el pie en el estribo, la criatura en fárfara es una entidad subordinada, un apéndice al que marca el nombre, predestinándola al idealismo y a la pasión. Su prehistoria, sumergida en semiolvido, apenas es trasfondo de los sucesos posteriores; cuando se instala en el domicilio de don Lope Garrido es una «página en blanco» que no tardará su protector en emborronar haciéndola su manceba.
El agente de la primera metamorfosis –tránsito de la inocencia a la experiencia– es el «protector» donjuán machucho que la muda de pupila a querida. Si el cómo de la seducción no se describe, sí se registra la infiltración en la seducida de las ideas del seductor: otro modo de posesión. Fomenta el viejo la tendencia «a idealizar» provocadora de las variaciones subsiguientes.
Segunda y tercera metamorfosis: la esclava despierta pasados unos meses de sumisión y se rebela: quiere ser libre e independiente. Muy en seguida la flecha de Cupido se clava en su corazón, bien dispuesto para recibirla, y hace patente lo latente. El amor entra en él con banderas desplegadas, como en plaza dispuesta a rendirse sin lucha, y a la pasión idealizante se subordinan sus deseos de libertad. Horacio encuentra a una mujer en total disponibilidad: un ansia difusa la inquieta en una espera que es esperanza, necesidad de amar y de ser amada que cristaliza cuando el amante llega: al verle, al cruzarse sus miradas experimenta «sorpresa hondísima» –el choque del presentimiento cumplido–, «turbación, alegría, miedo». No mentirá al asegurarle en una carta que lo quiso desde que nació y no por ser quien es, sino por ser el esperado.
Ser para él, centrar en él sus sueños, sin renunciar a la independencia y a la libertad. Es necesario un reajuste entre lo irrenunciable permanente y el amor, estimulante de distintas inquietudes. Si el deslumbramiento inicial la distrae un momento de la preocupación libertaria, no tardará en armonizarla con el amor.
Horacio es pintor; proximidad y admiración causan por contagio la cuarta metamorfosis: pintora será, y gran pintora, pues la medianía es inaceptable para quien tan alto vuela. Pensarse artista es consolador, es excitante. La sociedad, por boca de Saturna, reduce a tres las vías de liberación accesibles a la mujer, mas el arte le ofrece una salida hasta ese instante impensable. Obstáculos de tipo diverso, problemas de técnica, largo aprendizaje, etc., son difíciles de soslayar. Intenta superar esas dificultades y ni regatea esfuerzos ni la voluntad le falla, pero... ¿no resultará más fácil ser artista en la escritura o llegar a la sabiduría, dada su afición a la lectura, su facilidad para devorar los libros y –según cree– para asimilarlos?
Quinta metamorfosis. Tristana, sin percatarse del hecho, hace realidad la fantasía. Sus cartas lo acreditan y –más adelante lo comprobaremos– muestra aptitudes noveladoras indiscutibles. Su resistencia a ver la realidad como es facilita el trasvase de lo cotidiano al orden de lo novelable; las ilusiones que se hace sobre sí misma, sobre su proximidad a eminentes figuras literarias favorece la invención en cuyo núcleo central se sitúa.
Con esta mutación y con la precedente enlaza temáticamente la sexta, y como ellas es una etapa en el proceso de literaturización del personaje. Pintar es crear mediante el color y la línea; novelar es inventar en la escritura; actuar en un escenario es encarnar figuras vivas, equivalentes a las trazadas por el pintor y a las imaginadas por el novelista. Tristana cree tener competencia para representar cualquier papel y pronto veremos quién y cómo probó que no se equivocaba.
«Debo ser actriz» asegura después de oír a la «esfinge» de su destino. Del deber ser al sentirse ser la distancia se recorre en un parpadeo: «me siento actriz»; puedo representar las figuras más atractivas, vivificándolas como propias. Novelará en las cartas, y ante Horacio y don Lope representará el papel que se asignó a sí misma. Doble impulso actancial: la autora busca un personaje y el personaje busca un autor(a). La amputación llega y la obliga a desempeñar el rol de «señora coja», nunca imaginado por ella.
Lo pictórico y lo literario, en su doble vertiente, novelística y dramática, se inscriben en el mismo ámbito, el artístico, y pudieran ser considerados como avatares movidos por idéntica intención y subsumidos en una sola metamorfosis. Prefiero considerarlos como actitudes diferentes conectadas por la idea fija de liberarse de sus servidumbres por el trabajo en actividades que juzga a su alcance.
La séptima mutación es, por decirlo así, regresiva, si la seducida de ayer no es la mutilada de hoy, ambas dependen del antagonista, alterado hasta el punto que la pauta estructural exige. Los caminos de la evasión no puede transitarlos la inválida apoyándose en muletas que la deforman. ¿Dónde refugiarse en quietud y silencio? Desprovista del arsenal de ideas que alardeaba poseer («las ideas se me han escapado, como si se echaran a volar»), el lector deduce, y así lo hizo crítico tan sagaz como Noel Valis, que las volátiles ideas desaparecen en el olvido como en él se pierden las cosas desagradables de la vida de que preferimos no guardar memoria, y lo inalcanzable.
¿Se acoge a la fe religiosa o frecuenta la iglesia para pasar horas y horas en paz, lejos de un hogar sin aliciente? Religiosidad difícil de concretar por detenido que sea el escrutinio del texto; beatería tampoco es la palabra justa, y aceptación de la norma burguesa al modo de Irene en El amigo Manso, menos aún. Necesidad de un refugio, siquiera precario, pudiera ser la razón del cambio; dadas las referencias transmitidas por el narrador más seguro parece poner esta variante bajo el signo de la ambigüedad. Está próximo el final cuando la octava metamorfosis sucede: aceptación de lo rechazado como negación de la libertad, meta suprema que le alentó durante largo tiempo. No resignada, sí indiferente y como ausente de sí misma, Tristana casa con don Lope y con él se acomoda a la domesticidad y a la grisura.
¿Es la música un nuevo avatar de la «voluble y extremosa» señorita de Reluz? Una respuesta coherente con la dada hace un momento a propósito de la vocación artística habría de ser afirmativa. Aun así me arriesgo a disentir: la idea de alternar la pintura con la música no es suya, sino de su «protector», que le regala un organito y un armonio «para que se distraiga con la música los ratos que la pintura le dejaba libre». Y cosa extraña, acaba convirtiéndose en aficionada semiprofesional que toca en la iglesia cercana a su casa.
La afición a la repostería, reportada por el narrador, tiene connotaciones irónicas; el caduco marido saborea y disfruta de las delicias preparadas por su mujer; incapaz ya de gozar los encantos que antaño le deleitaron: natillas en vez de cópula.
A estas alturas del análisis las metamorfosis de la protagonista son vistas como estados de una personalidad oscilante entre el ser y el parecer. (Como Rosalía de Bringas, pero sin la pasión del lujo y con propósito harto distinto.) Le pesa la opinión que de ella tiene la gente que la rodea, y si en su momento quiso ser actriz, fue, entre otros motivos, por intuir las ventajas de representar para sí y para los demás un papel diferente del que le asignó la suerte.
Es obvia la desemejanza de figura y situación con las de textos tan candorosos y previsibles como los escritos para tratar el tema de «el viejo y la niña». La similitud radica, incluso en comedias de trazo tan fino como El sí de las niñas, en la utilización de la mujer como objeto; en lo demás las divergencias son ostensibles: «las niñas» permanecen invariables, persuadidas de que el matrimonio –con el viejo y mejor, si es posible, con el joven– es el único modo de insertarse satisfactoriamente en la sociedad. Los «estados» de Tristana se suceden como medios de actuar sus yoes posibles con el afán de llegar en alguno de ellos a la plenitud del ser.
En cada una de sus metamorfosis la protagonista porta una máscara, y no podía ser de otra manera si había de ofrecer a los habitantes del texto y al lector una «persona» distinta: con Horacio tiene éxito –por eso la deserción se inicia antes de la enfermedad–, no con el astuto don Lope, capaz de ver lo que se oculta bajo las ideas libertarias infiltradas por él mismo en su discípula. Sin esa infiltración las leyes de la edad decidirían el caso en favor de los jóvenes y la novela no sería la escrita por Galdós en colaboración con su singular personaje.
«Los anhelos de independencia despertaron en ella» al sentirse cosificada, y al no estar segura de la manera de su eventual liberación, tantea en las direcciones enumeradas. No veo yo sus relaciones con Horacio como las veía Pardo Bazán: «la lucha por la independencia» no «queda relegada a último término»; persiste y no se renuncia a mantenerla aunque la fuerza del amor se interponga del modo más natural.
Dije «cosificada» para calificar la posición de Tristana. No la desconocía el narrador al presentarla como «fiel imagen de dama japonesa de alto copete», matizando, «toda ella parecía de papel», del papel «plástico y vivo» utilizado por los nipones. Muñeca, objeto precioso, «de puro alabastro» y, para don Lope, cosa de su propiedad.
Siguiendo las líneas del proceso metamorfósico el narrador registra la desaparición de la «pasividad muñequil» cuando la seducida vuelve en sí y se empeña en superar su condición de juguete. En las conversaciones con Horacio su función o, más exactamente, sus funciones son de narrador y narratario, habla y escucha, estimulando con su interés los recuerdos del pintor, víctima en el pasado de vejaciones paralelas a las sufridas por ella.
Además, sin alejarse de la función narratorial, opera como espejo en donde se reflejan sentimientos coincidentes y en la reflexión transmiten la emoción de esa coincidencia. Tristana-espejo, Tristana-reflejo del sentir ajenos como lo ha sido y continúa siéndolo de ideas, de las ideas inculcadas por don Lope.
Llegados al final, el narrador, contemplando el espectáculo hogareño del matrimonio Garrido, se pregunta: «¿Será por ventura aquélla su última metamorfosis? ¿O quizá tal mudanza será sólo exterior, y por dentro subsistía la unidad pasmosa de su pasión por lo ideal?» Cuestiones sin respuesta: si la novela hubiera continuado, en la prolongación podría encontrarse, pero Tristana, a diferencia de Tormento y Nazarín, no tuvo continuación, ni su protagonista reapareció, como muchos personajes galdosianos, en posteriores ficciones.
Dos puntos conectados con las metamorfosis requieren especial atención. La maestra de inglés, sobre aleccionar a su alumna en el lenguaje («estudio a todas horas y devoro los temas») la incita a leer obras maestras de la literatura inglesa y las de Shakespeare en primer término. Puesta a escoger entre sus tragedias opta por Macbeth «porque aquella señora de Macbeth me ha sido siempre muy simpática. Es mi amiga...». La causa primera de esta simpatía se declara sin rodeos: «¡Ay hijo, aquella exclamación de la señá Macbeth, cuando grita al cielo con toda su alma unsex me here, me hace estremecer y despierta no sé qué terribles emociones en lo más profundo de mi naturaleza!»
No explica a Horacio las causas del estremecimiento: no podría entenderlas. El lector, mejor conocedor de la insatisfacción de la heroína, sí entiende por qué la impresiona tan reciamente la desgarradora exclamación de Lady Macbeth. Luis Buñuel fue el primero en reconocer las «terribles emociones» experimentadas por Tristana en las entrañas del ser y en llevarlas al film, traduciendo en imágenes lo declarado crípticamente en la novela. (La más completa aproximación al tema en novela y película es la conferencia de Andrés Amorós, publicada en las Actas del primer Congreso internacional de estudios galdosianos.)
En el avatar literario de la protagonista sus fantasías se consolidan en realidad: las cartas al amante, además de reveladoras de la personalidad y del carácter de la escritora, son fragmentos de una novela personal concebida por la imaginativa joven. Estas cartas y señaladamente las anteriores a la operación del tumor son «literarias» tanto como el amor.
«Imaginación ardorosa», capacidad de creación y un estilo no exento de gracia: altera palabras, deforma nombres propios... inventa un Horacio suyo y, en la idealización, se autoinventa, se noveliza a sí misma apropiándose de nombre tan ilustre como el de Francesca de Rimini, la heroína de la Divina Comedia, siquiera rebajándola en diminutivos familiares: Paca, Frasquita, Panchita, Curra.
El amante debe adaptarse a los requerimientos de la imaginación y de la historia que su amiga va forjando. Según muestra el texto, el Horacio de Villajoyosa cada día se aleja más de la figura que Tristana dibuja como actante de la novela interior que está viviendo en la escritura. Desecha el modelo y le sustituye por un ente ajustado a sus designios: somete al prosaico y aburguesado amigo a un proceso mental transfiguratorio: «te invento», «te engrandezco con mi imaginación».
Observa el narrador esta ficcionalización y metaforiza al describir el proceso idealizador como mutación del hombre en personaje, transportándolo a «los espacios imaginativos». Dos buenas condiciones de novelista tiene Tristana, y no lo ignora, en lo espacial, reduce y hasta «suprime la distancia»; en lo temporal «contrae» y, por implicación, dilata el tiempo según le conviene.
Horacio vacila al leerse conforme la epistológrafa lo describe. ¿Será él como es o como ella le pinta «con su indómita pluma»? Pregunta improcedente que indica incomprensión de los mecanismos de la fantaseadora, que sin darse cuenta cabal de las implicaciones de su transfiguración está planteando cuestiones muy graves (las mismas que con variantes formales preocupaban a Galdós): ¿qué es la realidad y dónde se la encuentra?, ¿cuál es la sustancia de la creación y quién puede producirla? La realidad que cuenta es la del texto, allí ha de buscarse, prescindiendo de disquisiciones; la sustancia novelesca, aun si parte, como en la mayoría de los ejemplos decimonónicos, de un referente concreto, es sobre todo invención, como Tristana demuestra (el personaje creador de otros personajes reaparece con modalidades y fines distintos en Misericordia).
Como el amante, se equivoca el seductor al achacar las elucubraciones tristánicas a un «hervor insano de la imaginación». Escribe su novela para hacerse y hacer a los demás conforme les desea o les entiende y es curioso que el anciano no caiga en la cuenta de que ha sido él quien determinó ese hervor al inventarse un nombre y un pasado, al sustituir el López por Lope y contarle sus aventuras galantes.
Un narrador cambiante, omnisciente primero, inseguro en ocasiones y beligerante cuando la ocasión lo pide, asiste a la acción desde dentro, sin perjuicio de distanciarse y de ceder la palabra a los actantes en determinadas secciones del texto. Frente a don Lope se instituye en velador de la moral, castigándole por su reiterado desprecio de las conveniencias sociales en lo relacionado con el sexo. Los adjetivos con que le califica –caduco, machucho, averiado– degradan el arquetipo donjuanesco del que el seductor es desvaída copia.
No podrá el narrador, sin falsear la imagen, ocultar aspectos del ente, complementarios por contradictorios, que le realzan: es generoso, amigo leal y de hidalga condición. Así, según sean las zonas del alma iluminadas por el foco narrativo, la valoración cambia: una construcción sin excesivas complicaciones psicológicas dirigirá el curso de los acontecimientos. Entre el sí y el no, entre el más y el menos oscila y quizá vacila Horacio, seguido a corta distancia, aun si geográficamente alejado, por el narrador que observa con ojo perspicaz al dubitativo. Al contar sus idas y venidas se filtran el comienzo y los progresos de la decepción, del error de cálculo cometido en su valoración de Tristana. Seleccionando momentos y detalles el narrador permite al lector pensar y anticipar el desenlace de la historia.
Crece la inseguridad del narrador a medida que avanza la acción, trasmutándose en la ambigüedad de los últimos capítulos. Es innecesario mencionar su omnisciencia: la infrecuencia cada vez mayor de las visitas de Horacio a su ex amante después de la amputación augura abandono. Intuición y experiencia bastan al narrador como bastan a don Lope y a Saturna para esbozar las líneas del futuro. Señalo el dato para recordar en seguida que, por intradiegético, el narrador tiene acceso a niveles de percepción que escapan a los actantes dada la limitación de su conocimiento.
Recurre a la parodia para presentar a los personajes: los comienzos de la novela apuntan a una doble conexión del protagonista con arquetipos tan insignes como el quijotesco y el donjuanesco, configurándolo como homólogo de Alonso Quijano y de un Don Juan de menor cuantía. La contradicción en la intertextualidad se salva en la ironía de la contradicción misma: los rasgos quijotescos le arruinan mientras la perversidad le hace dueño de la linda esclava. Ironía narrativa en el trazado de las situaciones y de los personajes. Como sabemos, don Lope es «nombre de guerra» relacionable con las figuras literarias mencionadas y con el propio autor de La Dorotea.
Examinar los modos de expresión del narrador es ineludible, si se le quiere comprender. Dime cómo hablas y te diré quién eres. Por naturaleza y costumbre se inclina al lenguaje coloquial, al hablar callejero y hasta chocarrero de las capas populares. Paralela a esa inclinación registra el texto una voluntad de estilo que levanta la prosa a la altura del lirismo según sucede en descripciones de paisajes y en la exposición de algunas circunstancias. El relator es siempre el mismo, pero palabra, tono y ritmo responden a dos –por lo menos dos– voces bien diferenciadas. Las variaciones estilísticas deben ser entendidas como aspectos de una personalidad que adapta el discurso a las alternativas del tema y del incidente.
Ciertos modos de dicción se perfilan y depuran a medida que la narración progresa: si la protagonista es inicialmente página en blanco donde se inscribirá su destino y se escribe su novela, y si es, a la vez, llamada muñeca para denotar su cosificación, tales indicaciones logran mejor sentido cuando registra su transfiguración como «volver en sí», o sea, verse desde su propia perspectiva y no desde la figurativa del narrador y de don Lope.
Citaré unos pocos ejemplos del lenguaje tópico, tejido de lugares comunes, utilizado por el narrador: «el batacazo fue de los más gordos», «a cencerros tapados», «se quemaba las cejas», «cerrar las pestañas» (morirse), «metido su cucharada», «se nos ponían los pelos de punta»... Ahora varios casos del lenguaje personalizado: «se sintió embelesada por el sentimiento de su independencia», «Madrid enfundado de nieblas», «soñando paso a paso (Tristana y Horacio) o sentaditos en extático grupo».
No es preciso añadir gran cosa a lo consabido de la creación por el calificativo o por la imagen. Diré nada más que la contraria adjetivación dedicada a don Lope –«monstruo» y «caballero»– y cuanto leemos de Tristana en relación con él son los primeros signos de una ambigüedad pronto extendida al conjunto del texto. La imagen constituyente puede regir construcciones psicoestilísticas como la de Tristana, tan justamente presentada en dos oraciones, descriptiva la una y metafórica la otra: «su blancura de nácar tenía azuladas tintas a la luz del velón con pantalla que alumbraba el gabinete. Parecía una muerta hermosísima, y se destacaba sobre el sofá con violento escorzo de una figura japonesa de esas cuya estabilidad no se comprende, y que parecen cadáveres risueños pegados a un árbol, a una nube, a incomprensibles fajas decorativas». Puesta al servicio de la acción, la imagen rinde su plenitud de sentido.
Uno o dos críticos comentaron el eclipse del narrador en la sección central de la novela. No constato yo tal desaparición, ni siquiera en la parte hablada del texto donde su intervención es, lógicamente, menor. Aun entonces su presencia se manifiesta en resúmenes, sumarios, introducciones, apostillas y comentarios. Por vía de las acotaciones el narrador de El abuelo y el de Casandra se apropian del discurso, anticipando y glosando la acción dramática. Éste no es el caso del narrador tristanesco, más recatado y nunca muy lejos de los actantes. Tras comunicar al lector una carta de la protagonista, toma la palabra y recurre a la imagen para expresar el efecto de la escritura en la escritora: «la imaginación de la pobre enferma se lanzaba sin freno a los espacios del ideal, recorriéndolos como corcel desbocado, buscando el imposible fin de lo infinito sin sentir fatiga en su loca y gallarda carrera».
También aquí trasciende el narrador su omnisciencia: la imagen dice comprensión, admiración y tristeza; su comprensión revela un rasgo importante del carácter, la ternura, no muy visible hasta ese momento en que admirando la gallardía deplora el delirio. Más extenso, menos intenso es el comentario a una carta posterior, en la que observa cambios significativos en el vocabulario.
La competencia del narrador para el manejo del estilo indirecto libre contribuye al enriquecimiento del discurso. Cuando se expresa con palabras que el lector reconoce de inmediato como pertenecientes al habla del personaje, establece con aquél una conexión oblicua: modismos y giros de los entes acordes con su personalidad, educación, posición social, etc., aparecen en el lenguaje del narrador y denotan, por léxico y sintaxis, una presencia extraña. Lo reportado, directa o indirectamente, es sustituido por formas verbales de distinto cuño. En la frase «se sintió embelesada por el sentimiento de su independencia», el embeleso procede del léxico actancial; al escribir «la conversación (de Tristana y Horacio) languidecía, como entre personas que ya se han dicho todo lo que tenían que decirse», el narrador es más sutil: resume en dos líneas la escena a través del pensamiento de los silenciosos.
Concluiré este apartado refiriéndome al final del capítulo 23, descriptivo de la anestesia y amputación de Tristana, porque en esa página el narrador prescinde de sus dos maneras habituales de contar, la retórica imaginística y el lenguaje popular, y describe la operación con objetividad tan rigurosa y sin concesiones que el lector se sorprende de hallar impasible a quien antes vio comprometido y tierno con su criatura.
El punto de vista desde el cual contemplamos las cosas se fija en parte por la distancia psicológica: el alejamiento del narrador produce en este pasaje efecto análogo al del dibujante que asiste a la muerte del gran hombre en el conocido ejemplo de Ortega; serenidad y pulso firme son imprescindibles para que el trazo responda fielmente al objeto.
Cambia la perspectiva y el cambio dicta la variación estilística. Lo notamos en este caso concreto y no hay obstáculo a generalizar: la construcción llamada novela no se exime de esta regla y quienes se acercaron a Tristana desde un punto de vista sociológico leyeron una obra que no se corresponde cabalmente con la escrita por Galdós; los perfiles del objeto artístico, vistos desde supuestos no estéticos, se desvanecen y en su lugar emerge el frustrado alegato feminista.
Las novelas de Galdós están siendo estudiadas con un rigor que no encontraron en las fechas de su publicación. Técnicas y procedimientos narrativos son hoy examinados minuciosamente, y se multiplican las investigaciones estructurales, con resultados que, pudiendo ser discutibles, suponen, con todo, innegable adelanto respecto a los sistemas críticos anteriores. Tan chocante como es la fórmula «ingenio lego» aplicada a Cervantes, parece el desconocimiento del lado «artista» de la producción galdosiana.
Dado el presente nivel de la crítica especializada no es pensable que la centrada en el autor recupere el terreno perdido ante la centrada en el texto. Biografía y crítica operan en direcciones divergentes –divergencia que no significa oposición–: si en las realizaciones mejores se benefician y complementan mutuamente, en circunstancias menos favorables inducen a error. Éste sería el caso de Tristana en que por declaraciones de Concha Ruth Morell se tomó a la amante del novelista como inspiradora y modelo del personaje (las declaraciones de esta mujer se encuentran en el artículo de A. F. Lambert mencionado en la bibliografía, y el cotejo de alguna de sus cartas a Galdós en el de Gilbert Smith, también anotado en esa lista).
No es posible negar, sin negar la veracidad de lo aseverado por el novelista, la utilización de modelos en la creación del personaje, y hace muchos años proporcioné algunos ejemplos. El quid está en entender correctamente el sentido de la palabra «modelo», vinculado a la invención y no a la mímesis. Modelo es materia, personaje es sustancia. En el tiempo-espacio de la ficción-marco vimos a la protagonista vivir su novela y hasta escribirla; la ilusión de libertad, si no fueran tan precarias sus posibilidades, pudiera realizarse en la estabilidad del texto. Y así acontecería porque las metamorfosis reseñadas anteriormente se integran en una pauta estructural que paso a describir.
Nadie ignora que cuando se habla de estructura se habla de relación entre sus elementos y no de esos elementos aislados. Estructura de relaciones, dijo Ortega, puntualizando con exactitud. Se producen entre narrador, personajes, tiempo, espacio, etc., y habrá de prestarse atención especial a la forma de esa producción. Autor y lector implícitos forman parte del sistema y Cervantes lo probó con manifiesta pericia. (Actualmente los teóricos de la recepción trabajan en una crítica centrada en el lector que está dando resultados estimables.)
En la estructura de Tristana se advierten principios de circularidad más bien débiles, contrastados con el llamado por E. M. Forster sistema «reló de arena», en que la posición de los actantes es al final inversa a la que fue al comienzo. Esta variación se combina en el texto galdosiano con la cadena metamorfósica declaratoria de la inestabilidad tristanesca en un entramado tanto más atrayente cuanto se recata en un discurso de variantes estilísticas tan parvamente complicadas como acabamos de ver.
La estructura externa («visible», diríamos) está compuesta por narración, diálogos y cartas: si los primeros aparecen en todas las novelas del autor, la epistolografía no entra en ellas con frecuencia. En mi introducción a La incógnita (Taurus, 1979) me ocupé de este subgénero narrativo y a esas páginas remito al lector interesado; aquí subrayaré la importancia de la comunicación epistolar, pues ella permite al lector asistir al diálogo de los amantes sin mediación narratorial, enfrentándose directamente con espacios mentales y tiempos psicológicos en que el personaje toma cuerpo a medida que la carta va escribiéndose.
Esas voces y otras –la de don Lope, tierna o tonante y la de Saturna, sirvienta y confidente de la protagonista y desmitificadora de su camandulero señor– se oyen en los diálogos y a veces resuenan en las cartas. Los diálogos, como el del capítulo 12 entre la esclava y su dueño, pueden alcanzar notable intensidad dramática. Convertido en espectador de la escena, el lector no requiere aclaración narratorial respecto a la psicología de los actantes pues bien puede deducirla, como hizo Germán Gullón en su análisis de Saturna, de lo que está viendo y oyendo.
En las tres piezas del triángulo estructural: mujer, marido –o seductor elevado al estatus marital– y amante, se produce la inversión «reló de arena» mostrada por Forster en The Ambassadors, de Henry James, y en Thaïs, de Anatole France. Don Lope Garrido ocupa al empezar la novela un lugar privilegiado: es el amo, el señor, el propietario de una cosa –como de un guante– llamada Tristana. Es donjuanesco sin satanismo y, en materia de religión, inclinado al escepticismo; las convenciones sociales no le doblegan y en ciertos asuntos su voluntad tiene fuerza de ley. Al final la situación es opuesta –y no únicamente por razones biológicas–: el fuerte es débil, el tirano cede a la voluntad de su antigua víctima, se anticipa a sus deseos y la mima cuanto le permite lo reducido de sus medios. La sociedad le obliga a claudicar: el enemigo del matrimonio acaba casándose y el escéptico frecuentando la Iglesia y alabando a Dios. El corruptor, corrompido y engolosinado; quien hizo caer a su pupila en la trampa, ha caído a su vez en la trampa social que se cierra para los dos. Con razón se asombra de «no parecerse a sí mismo».
Inversión paralela la de Tristana: blanca primero, de color turbio después de la amputación, «parece de papel de estraza». Esclava ayer, últimamente reverenciada por el tirano; la rebelde de un día sustituida por el ser-para-la-nada de la conformidad y la indiferencia.
Ausente Horacio en los primeros capítulos, ausente asimismo en el cierre, la inversión en carácter y en comportamiento se produce en un marco temporal más reducido: el artista, atraído por la prosa de la vida campesina, acaba dedicándose a la agricultura. Ahuyentado por el idealismo y la fantasía de su amante se refugia en la seguridad del matrimonio –poco importa con quién.
Están por estudiar a fondo los silencios galdosianos, tanto los del autor como los del narrador. Entiendo por silencios aquellos espacios del texto en que se calla algo que el lector espera oír, el narrador no da explicaciones sobre circunstancias que no sobraría poner en claro, o bien omite escenas escabrosas. De los tres tipos encontramos ejemplos en Tristana.
Primero y más elemental, la inconclusión de la frase de Saturna cuando expone a la señorita las tres únicas profesiones consentidas a la mujer por la sociedad. Los puntos suspensivos hablan por sí mismos y lo callado no es sino la palabra que el personaje no quiere pronunciar.
La carencia de toda explicación respecto a las causas de la extraña pérdida de memoria de Tristana corresponde al segundo tipo de los silencios reseñados, y ya me referí a la lectura de Valis supletoria de la inactividad narratorial. Lecturas así, aunque bien fundadas, no pasan de hipótesis.
Dos escenas de crucial importancia se omiten en la novela: una al final del capítulo tercero, donde zanja en dos líneas la ¿seducción, violación, engaño, sorpresa? de la muchacha por don Lope: «a los dos meses de llevársela aumentó con ella la lista ya larguísima de las batallas ganadas a la inocencia». El segundo ejemplo en el capítulo 13: Horacio y Tristana, para esquivar las sospechas del anciano, se reúnen en el estudio del poeta y lo allí acontecido se insinúa con delicadeza; no hace falta más: «Filosofaban con peregrino desenfado entre delirantes ternuras y, vencidos del cansancio, divagaban lánguidamente hasta perder el aliento. Callaban las bocas y los espíritus seguían aleteando por el espacio.»
Es conocida la reserva de Galdós respecto a las relaciones eróticas, en lo personal y en la ficción. Su discreción limita a alusiones y sugerencias, como las que acabo de citar, lo que sus coetáneos solían tratar con más detalle. Y esta deliberada abstracción del detalle puede observarse en toda su obra.
Demorado, casi paralizado el ritmo de la narración, el tiempo deja de fluir según solía: días, meses, años... se paralizan y vacían. La hora última de la novela suena cuando don Lope anuncia la boda de Horacio: disuelto el triángulo y relajada la tensión, concluye la novela. El resto es silencio, espacio mortecino, tiempo apenas fluyente y el tedio cerrando herméticamente el texto.
Ricardo Gullón
1843
Nace en Las Palmas el 10 de mayo.
Padres: Sebastián Pérez y Dolores Galdós.
1857
Estudios de segunda enseñanza en el Colegio de San Agustín.
1861
Escribe el drama en un acto Quien mal hace, bien no espere.
1862
Funda el periódico La Antorcha.
Bachiller en Artes.
Traslado a Madrid, para estudiar en la Universidad Central. Facultad de Letras: curso preparatorio de Derecho.
1865
Socio del Ateneo.
«Entre 1837 y 1868 se comprende el período en que el Ateneo ha tenido mayor significación en la política y las letras. Entonces fue más propiamente que en ninguna otra edad asilo de las ideas, refugio de los pensadores, ornamento de la patria, trono de la elocuencia, taller al mismo tiempo de un trabajo silencioso y fecundo (...). El número de sus socios aumentaba de día en día, y la más punzante ambición de la juventud era penetrar en sus salones o asistir a sus cátedras.»
1867
Primer viaje a París: Exposición Universal.
Intenta estrenar dos obras teatrales.
1868
Viaje a Francia con la familia.
Revolución de Septiembre y caída de Isabel II.
1869
Veraneo en Las Palmas.
Tertulias en Madrid: «Fornos», «Suizo», «Universal»...
1870
La fontana de oro.
«Entre ñoñeces y monstruosidades dormitaba entonces la novela española –folletín romántico y costumbrismo almibarado– cuando apareció Galdós con La fontana de oro» (Menéndez Pelayo).
1871
Santander. Conoce a Pereda.
1872
Comienza a escribir los Episodios Nacionales.
1873
Trafalgar, La corte de Carlos IV, El 19 de marzo y el 2 de mayo, Bailén.
1875
Conclusión de la primera serie.
«... tuvo tan feliz acogida por el público, que me estimuló a escribir la segunda; en ésta archivé la figura de Araceli y saqué a relucir la de Salvador Monsalud, personaje en que prevalece sobre lo heroico lo político, signo característico de aquellos turbados tiempos.»
1876
La segunda casaca, escrita en dos semanas.
Doña Perfecta.
Publicación en la Revue des deux mondes de un extenso estudio de Louis Lande sobre los
