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"Las torres de Barchester" pertenece a la serie de las seis novelas de Barset, que Trollope sitúa en el condado imaginario de Barsetshire. Ambientada en el mundo rural clerical de la Inglaterra victoriana de mediados del siglo XIX, que recibe frecuentes y amenazantes visitas del mundo exterior, encarnado en la gran metrópoli de Londres, esa mezcla de dos mundos más o menos opuestos y enfrentados da pie a un amplio abanico de personajes que interactúan entre sí dando lugar a una serie de conflictos en forma de relaciones amorosas, disputas políticas y sociales, problemas económicos y algunos dilemas morales, todo ello tamizado por el humor más o menos satírico con que el autor presenta las distintas situaciones. Esta edición ofrece la primera traducción española de esta novela.
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Seitenzahl: 1205
Veröffentlichungsjahr: 2016
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ANTHONY TROLLOPE
Las torres de Barchester
Edición de Miguel Ángel Pérez Pérez
Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez
INTRODUCCIÓN
Anthony Trollope y los diversos realismos de la novela victoriana
Vida y obra de Trollope
El feliz mundo de Barchester
BIBLIOGRAFÍA
LAS TORRES DE BARCHESTER
Volumen primero
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Volumen segundo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo III
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Volumen tercero
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
CRÉDITOS
ANTHONY TROLLOPE Y LOS DIVERSOS REALISMOS DE LA NOVELA VICTORIANA
ANTHONY Trollope es, de la nómina de grandes escritores victorianos, el más prolífico y el más desconocido en España. Esta afirmación no parece precisar de matizaciones, ya que los datos resultan bastante elocuentes por sí mismos: escribió cuarenta y siete novelas, cuarenta y dos relatos cortos, cinco libros de viajes, cuatro biografías, incluida la suya propia, e infinidad de artículos, ensayos y conferencias. De tan vasta obra sólo se han publicado en nuestro país en los últimos años dos novelas, El custodio y El doctor Thorne (precisamente la anterior y posterior a la que nos ocupa en el orden cronológico de los seis libros que conforman la serie de Barset)1, además de una colección de cuentos. Así pues, ésta es la primera edición española de Barchester Towers, el libro que hoy en día se considera el más popular de Trollope y que con mayor facilidad se asocia a su nombre. Figuras literarias de la novela decimonónica inglesa como Charles Dickens, William Thackeray, Wilkie Collins, George Eliot o las hermanas Brontë vienen antes a la mente del lector español que nuestro autor, el cual, además, sufrió en su propio país un relativo olvido durante las primeras décadas del siglo XX hasta que, en la segunda mitad del mismo, volvió a gozar de buena parte de la popularidad que había disfrutado en vida gracias tanto al renovado interés de la crítica como a la adaptación para televisión de muchas de sus novelas. Aun así, los programas de estudios de las universidades anglosajonas siguen, en líneas generales, incluyendo más libros de sus colegas que de él, por más que también sea cierto que, como decía, en el último medio siglo se le han dedicado gran número de biografías, ensayos críticos y artículos, se han creado varias sociedades dedicadas al estudio y difusión de su obra, y la mayor parte de ésta ha tenido diversas reediciones.
No obstante, podríamos decir que existe —o, al menos, ha existido durante largo tiempo— un «problema Trollope», como parece indicar la necesidad de situar en el lugar que corresponde dentro de la historia de la novela inglesa a un escritor que, en vida, gozó de enorme popularidad (al menos durante su etapa central como novelista, que podemos situar entre 1855 y 1870 más o menos), pero que también provocó reacciones muy contrapuestas en la crítica de entonces. Parte de ese supuesto problema fue ocasionado por el propio autor al ser tan extremadamente prolífico (¿cuántos escritores de primer orden han escrito cuarenta y siete novelas?) y llevar el tipo de vida que llevó: desde una perspectiva «romántica» y artística, no acababa de casar que alguien que trabajó activamente como funcionario del servicio postal británico entre 1834 y 1867 —período que incluye la redacción de buena parte de parte de sus mejores o, al menos, más paradigmáticas novelas— se dedicase al mismo tiempo a una incansable creación literaria. En otras palabras, resultaba —y puede que todavía hoy lo resulte algo— difícil aceptar que alguien mejorara la franquicia postal por la mañana y escribiese una obra maestra por la tarde, por así decirlo.
La publicación de su autobiografía en 1883, un año después de su muerte, tampoco contribuyó a erradicar ese tipo de prejuicios, sino más bien todo lo contrario. Junto a muchos comentarios interesantes, y en ocasiones engañosos, sobre su visión de la creación artística y la literatura y las motivaciones que lo habían impulsado a escribir sus principales libros (así como determinadas afirmaciones muy sorprendentes, como aquellas en las que ensalza algunas de sus novelas por encima de otras de mayor calidad), Trollope cometía el terrible pecado de explicar su método de trabajo, consistente en ceñirse a un estricto plan que lo obligaba a escribir determinado número de palabras al día, y aprovechar sus constantes trayectos en ferrocarril para cumplir con su trabajo en Correos, así como las largas travesías en barco durante el gran número de viajes que realizó por el mundo, para seguir escribiendo sin descanso. Esa disciplina e incansable actividad en cualquier lugar y situación explicaba su gran fertilidad, pero contribuía a seguir destruyendo el «mito romántico». Además, el que buena parte de sus novelas hubiesen aparecido primero por entregas hacía del escritor victoriano un mero artesano que escribía tantas páginas para tal día, para lo cual no dudaba en incluir las subtramas que hiciera falta (que en ocasiones no parecían guardar demasiada relación del tipo que fuese entre sí) con tal de completar el espacio requerido, frustrando de ese modo el concepto ideal de que la obra literaria es como es porque no podría ser de otra forma y cada palabra, personaje y situación están ahí porque tienen que estar. Y aún había algo peor, y es que en esa autobiografía Trollope se atrevía a incluir un listado con las ganancias obtenidas de todos y cada uno de sus libros, con lo cual el autor parecía confirmar que esa incómoda sensación de materialismo y preocupación por el dinero que abunda en sus obras había sido uno de los principales estímulos que lo habían llevado a dedicarse a la literatura.
Así pues, Trollope no encajaba ni por asomo en la imagen de un escritor que, aislado y encerrado en su estudio y en circunstancias vitales a veces muy poco propicias, consigue con gran dificultad pergeñar obras que parecen destinadas a sobrepasar sus propios límites y condicionantes temporales y convertirse en clásicos de la literatura, sino que aparecía ante su público y los inflexibles críticos del momento y de inicios del siglo XX como una imparable máquina de producir ficción que no descansaba para atender a determinadas cuestiones estéticas, ideológicas o artísticas. Además, su muerte en 1882 coincidió con un cambio bastante ostensible tanto en la producción literaria como en los gustos del momento. Tras el largo período victoriano del que Trollope era tan buen exponente (esto es, el enemigo que había que derribar), las postrimerías del siglo producirían autores tan variados e interesantes como George Bernard Shaw, Oscar Wilde, Thomas Hardy, Robert Louis Stevenson, George Gissing, Samuel Butler2 o el propio Henry James (uno de los críticos de Trollope con una actitud más ambivalente hacia su obra, que ensalzó y despreció casi por partes iguales). Estos y otros escritores contribuirían a ampliar las posibilidades temáticas y formales de la literatura inglesa de principios del siglo XX haciéndose eco de las nuevas corrientes literarias, científicas e ideológicas del momento y abriendo las puertas para la revolución modernista de las primeras décadas del siglo.
El 7 de diciembre de 1882, dos días después de la muerte de Trollope, el obituario que publicó The Times (y no fue el único) rendía el necesario tributo al fallecido autor para, inmediatamente después, denigrarlo y relegarlo al olvido:
De discurso grandilocuente y enfático, argumentación perentoria, modos campechanos, constante bondad y buen corazón, fiable tanto para las cuestiones grandes como para las pequeñas, su propia pluma nunca dibujó un retrato mejor que el que presentó del robusto y franco caballero inglés, cultivado pero, de manera ostensible, un tanto desdeñoso de los pequeños refinamientos de los salones modernos. Concienzudo hombre de negocios y de mundo, ardiente deportista, sobre todo de la caza del zorro, familiarizado con todos los aspectos de la vida doméstica y visitante de cada uno de los continentes, el señor Trollope combinó las cualidades del funcionario, el caballero rural, el viajero y el hombre de letras ingleses. [...] No era capaz de instilar una pasión muy profunda y tuvo el buen sentido de no intentarlo muy a menudo. Aún menos podía hacer frente a las dificultades intelectuales, y tuvo el buen sentido de intentarlas con incluso menor frecuencia. [...] No hay enigmas profundos ni problemas inconquistables que diversifiquen las historias del señor Trollope [...] Sería imprudente profetizar que su obra será leída durante largo tiempo; la mayor parte de la misma carece de algunos de los requisitos en los que insiste el severo oficial que expende los pasaportes a la tierra de lo inolvidable3.
Afortunadamente, como decía, la segunda mitad del siglo XX se desprendió de esos prejuicios y comenzó a analizar la obra de Trollope en busca de nuevas interpretaciones y méritos, dando lugar a un abultado y acertado corpus crítico. Una obra tan extensa ciertamente da para mucho. Aun así, en ocasiones parece subsistir la necesidad de justificar y defender a Trollope, como si su puesto en el Olimpo de los novelistas victorianos de primera fila estuviera en constante peligro, cosa que no ocurre con sus otros colegas. Del mismo modo, también parece haber perdurado cierta tendencia a realizar un ataque inicial por algunos de los mismos motivos alegados por sus contemporáneos y generaciones inmediatamente posteriores para después apreciar sus cualidades. En 1954 comenzaba Walter Allen el capítulo dedicado a Trollope en su The English Novel diciendo lo siguiente:
Más que cualquier otro novelista inglés de su tiempo, estaba en perfecta sintonía con su época, criticándola en lo que, en comparación, son pequeños detalles pero, en conjunto, aceptándola como aceptaba el aire que respiraba. [...] Sabía exactamente lo que debía ser una novela; era lo que la gran mayoría de lectores siempre han querido que sea: «un retrato de la vida cotidiana alegrado por el humor y endulzado por la emoción». Sus fallos son obvios. Su estilo es corriente, así que depende plenamente del interés del tema que trate y, cuando el tema es aburrido, Trollope es aburrido. No tiene sentido formal: le bastaba con producir una historia con la que llenar tres volúmenes de una novela, novela además que tenía que aparecer por entregas en una revista antes de su publicación. Como él mismo sabía, tenía poca pericia para construir tramas, lo cual era tanto una ventaja como un lastre. Todo parecía conspirar para convertirlo en un gran improvisador; lo leemos de capítulo en capítulo sin prestar mucha atención al todo4
¿Aceptaba Trollope su época tal como era? Sí y no. ¿Son sus novelas eso que él mismo había definido en su autobiografía y que Allen cita? Sí y no. ¿Es su estilo corriente, carente de sentido formal y con poca habilidad para construir tramas? Sí y no. Casi todo en Trollope parece ser una constante contradicción, y ahí estriba precisamente buena parte de su indudable mérito e interés.
También en la década de 1950, Seymour Betsky escribió un acertado ensayo sobre las características principales de la obra de Trollope en el que afirmaba:
La debilidad de Trollope, tal y como lo leemos hoy, es su resoluta falta de una penetración psicológica tan inquisitiva como la que encontramos en Henry James o en George Eliot, a quien se asemeja. Se niega a hacerse cargo de las irrevocables tragedias de unos personajes a los que respetamos profundamente, y se niega a adoptar una postura desde la que pueda decir con claridad —y en términos dramáticos— que su mundo victoriano sufre una grave enfermedad o una profunda alteración aquí, aquí y aquí. [...] Las novelas de Trollope presentan una movilidad cada vez mayor, un sacrificio de los principios cada vez mayor, un empobrecimiento y una desesperación cada vez mayores. Sin embargo, él se resiste a sacar conclusiones. Lo más que puede hacer es presentar la ecuación y pedirnos, al mejor estilo caballeresco, que la resolvamos nosotros mismos.5
Es en esa negativa a comprometerse hasta tal punto donde encontramos al Trollope más interesante y más constantemente paradójico. Si abordamos las novelas de Barset desde la perspectiva más convencional, entonces recalaremos en las constantes típicas de la novela realista decimonónica, dentro de las que cada autor individual destaca con nombre propio por sus propias particularidades, y tanto los méritos como las debilidades de un libro como Las torres de Barchester dependerán de los méritos y debilidades de su autor a la hora de aplicar esas constantes a su composición. Así, podemos entender esas seis novelas situadas en el condado imaginario de Barsetshire, cuya capital es Barchester, como un retrato realista y amable de una sociedad rural muy específica de la Inglaterra victoriana de mediados del siglo XIX que recibe frecuentes y, por lo general, amenazantes visitas del mundo exterior, encarnado en la gran metrópoli de Londres. Esa mezcla de dos mundos más o menos opuestos y enfrentados da pie a un amplio abanico de personajes que interactúan entre sí dando lugar a una serie de conflictos muy concretos. En consecuencia, se nos presentan relaciones amorosas, disputas políticas y sociales, problemas económicos y algunos dilemas morales, todo ello tamizado por el humor de corte más o menos satírico que frecuentemente elige el autor para presentar las distintas situaciones del relato, a lo cual contribuye un narrador omnisciente cuya voz no duda en interrumpir el fluir del mismo para comentar, matizar y dirigirse al lector. Así pues, todo o buena parte de lo que cabe esperar de ese tipo de constructos llamados realistas está presente en las historias de Trollope: la evolución social y emocional de los personajes como individuos que forman parte de una sociedad caracterizada por determinados códigos estrictos de conducta y por una estructura económica que domina su existencia y hace el sistema de clases inglés posible; el planteamiento, desarrollo y resolución de una serie de conflictos que afectan a esos personajes, modulados en torno a una serie de convenciones sociales, económicas, políticas y religiosas y considerados desde el punto de vista ético aceptado por autor y lectores, y la habilidad del escritor para dar forma a esos conflictos de manera que consiga mantener el interés de su público y colmar sus expectativas. Una particularidad muy propia de Trollope es la recurrencia de algunos personajes de las novelas en otras, ya sea en papeles protagonistas o secundarios, contribuyendo así a crear la ilusión de un mundo «real» abierto a múltiples posibilidades de interacción entre sus habitantes y a que cada novela no se limite a ser un relato cerrado en sí mismo una vez llega a su conclusión.
De acuerdo con esa perspectiva más convencional, los méritos de Trollope son bastantes y sus defectos los enumerados por Allen más arriba. Si nos paramos ahí, las novelas de Trollope resultan extremadamente satisfactorias y ocupan su lugar destacado dentro de la novela victoriana inglesa con toda dignidad, a pesar de todas las objeciones que podamos hacer. Es entonces cuando podemos decir que Trollope destaca ante todo por ser un excelente caracterizador de personajes, un agradable escritor cómico y, a veces, un débil o reiterativo constructor de tramas, como él mismo ya afirmó en sus memorias (lo cual tampoco tiene por qué ser un terrible defecto, ya que los otros dos aspectos pueden suplir con creces esa supuesta deficiencia; las dos tramas paralelas de Las torres de Barchester —la lucha por hacerse con el hospicio y la otra lucha por conseguir a Eleanor— son muy simples y carentes de grandes efectos dramáticos o enrevesados giros argumentales, y ése es uno de los factores que contribuyen a que esta novela «realista» pueda denominarse así en su sentido más elemental).
Un segundo paso para la apreciación de los méritos de Trollope y la superación de esos prejuicios heredados de principios del siglo XX nos viene dado por las mejores aportaciones críticas que sobre su obra se han escrito en las últimas décadas. Así, en relación con el último punto mencionado sobre la puntual falta de tramas interesantes en el autor y su férreo ceñimiento a unos patrones ante todo «realistas», P. D. Edwards nos recuerda que «su inalterable estabilidad de tono, su forma lenta y estrictamente secuencial de desarrollar sus argumentos, su similitud de estilo novela tras novela, han hecho que la mayoría de sus lectores no percibieran su gran variedad de temas y, sobre todo, su gusto por lo sensacionalista, lo moralmente macabro y lo exótico», tras lo que afirma un poco después que «muchas de sus novelas, y casi todas las mejores, tienen muy buenos argumentos, [...] historias que sonarían muy interesantes y poco frecuentes incluso en un sucinto resumen. Tales novelas convierten en tontería la famosa afirmación de Trollope de que una novela “debería mostrar un retrato de la vida cotidiana alegrado por el humor y endulzado por la emoción”, pues su arte es más que un mero retrato y la vida que reflejan a menudo va más allá de lo cotidiano»6. Edwards concluye que los mejores libros del autor navegan entre lo irreal y lo hiperreal, lo cual, además de devolvernos al terreno de las paradojas, abre unos campos de interpretación muy interesantes y reabre el eterno debate sobre las verdaderas características «realistas» de las novelas calificadas con dicho nombre.
Ruth apRoberts, por su parte, nos demuestra a la perfección que algunos de los supuestos puntos flacos de Trollope, sobre todo cuando se le compara con los otros novelistas victorianos de primer orden, no son tales ni producto de sus carencias. Trollope es poco simbólico o alegórico y poco estilista, y sus historias se rigen por una exposición clara, sencilla y poco enrevesada porque él así lo decidió a la hora de narrar esos sus relatos realistas, no porque sus limitaciones le impidieran expresarse de otro modo. Al mostrar casos concretos muy vívidos y reales que admiten pocas universalizaciones, al centrarse en la narrativa con su prosa robusta y eficaz pero desprovista de pretensiones «artísticas» que atraigan demasiado la atención hacia la forma en sí y no hacia el fondo, al utilizar a su narrador intrusivo para advertirnos constantemente de la existencia de un ilimitado número de paradojas y contradicciones en el ser humano, y al emplear una mordaz ironía que en ocasiones reviste tintes más o menos satíricos con ese mismo fin, Trollope está evitando caer en simplificaciones y actitudes dogmáticas más propias de, por ejemplo, Dickens. Un análisis más detenido revela que todo lo que en apariencia es simple y casual en él está muy estudiado y premeditado por su parte: «Este sencillo cronista de lo corriente era en realidad un hombre muy erudito. [...] la aparente sencillez es verdaderamente el arte que oculta al arte. [...] de todos los novelistas victorianos, es Trollope quien destaca con mayor claridad en la corriente del humanismo literario. En un sentido, es el más victoriano de todos ellos, el más específico en lo que se refiere a comportamiento y cultura; pero, en otro sentido más importante, también es el más actual y menos desfasado».7 El mismo gusto trollopiano por los comportamientos absurdos de las personas ya denota su visión poco simplista de la naturaleza humana, y su tendencia a evitar los puntos de vista supuestamente inamovibles. Todo tiene al menos dos caras, unas mejores y otras peores, pero Trollope no va a ser quien se comprometa tomando claro partido sólo por una.
James R. Kincaid insiste entre otras cosas en esa deliberada ausencia de estilo y simbolismos y en la adopción de Trollope de fórmulas cómicas y románticas que repite novela tras novela, para argumentar con gran acierto que, en realidad, Trollope es un autor con una actitud estética y moral (por ambigua, relativista y cínica) mucho más moderna de lo que a primera vista parece, llevando a la «forma cerrada» característica de la novela realista hacia una posición mucho más «abierta» y experimental. Eso es algo que también es perceptible en la obra de Dickens, pero que Trollope logra por otros medios, a saber: sus constantes subversiones de las tramas convencionales, su peculiar utilización del narrador y la constante recurrencia de los personajes de unos libros en otros: «Así pues, Trollope está atado a la comedia de costumbres y a las tradiciones realistas y, a la vez, liberado de ellas. Es al mismo tiempo el más convencional y el más moderno de los escritores, y sus patrones formales se adhieren a las convenciones con gran determinación y sensibilidad pero, al mismo tiempo, obligan a las convenciones a abandonar todo aquello de lo que siempre han dependido»8. Al final, volvemos a la misma conclusión de que Trollope se mueve en un terreno de ambigüedades y ambivalencias que parecen esconder algo que, en su tiempo, no podía o se negaba a manifestar de forma más directa en su obra.
Sirvan estas aportaciones de algunos de los críticos modernos más brillantes de Trollope para hacernos una idea de la complejidad que se esconde tras las páginas de un autor que, a primera vista, parece tan fácilmente abordable. Pero tal vez podamos ir un poco más lejos, avanzar hasta un tercer estadio y decir que hay algo más, algo que no excluye a esa primera apreciación de Trollope o lectura de sus obras más convencional, algo que asimismo se fundamenta y deriva directamente de esas aportaciones críticas de la segunda mitad del siglo XX recién reseñadas y que, por ejemplo, está en el origen de las reticencias de Betsky citadas más arriba. Es una hipótesis de acuerdo con la cual existe en Trollope una «esquizofrenia» que lo hace escribir muy a su pesar en contra de sus ideas «oficiales»; es decir, hay un caballero victoriano Trollope que acepta las convenciones, prejuicios e ideología de su tiempo y que se opone al escritor que cuestiona de forma más o menos inconsciente todo ese sustrato. Como decía, dicha posibilidad deriva directamente de las lecturas críticas más recientes de Trollope y es planteada y explicada por Bill Overton:
Hay dos razones fundamentales que explican por qué Trollope mantuvo inquebrantablemente sus prejuicios pese a lo que su propia obra parece afirmar. Podemos plantear la primera como una ley general: los mensajes de la ficción difieren de los de la proposición. Un poema, obra de teatro o novela se construye de acuerdo con unos principios que son muy diferentes de los que rigen la expresión de una opinión o la construcción de una argumentación. Hay que confiar en la narración, no en el narrador, porque como un todo imaginado la narración, si resulta convincente, pone en funcionamiento un campo de recursos más rico que el que se puede reunir por medio de las intenciones didácticas o las convicciones deliberadas. Eso también explica por qué los escritores no son necesariamente los guías más fiables de su propia obra. [...] La segunda razón es más específica y está ligada a la propia historia y personalidad de Trollope. Un efecto del aislamiento y exclusión que sufrió de joven, y que nos cuenta en su Autobiografía, fue el impulso de ser conformista. Así pues, pese a su belicosidad, pese a su estilo personal de militancia independiente, una parte de él siempre estaba dispuesta a acogerse a la línea convencional, a repetir los prejuicios heredados —sobre todo cuando era consciente de lo que esperaba su mercado de él9.
Pero también podemos dar la vuelta a esa teoría y aventurarnos a decir que esa supuesta «esquizofrenia» tal vez no sea inconsciente. Tal vez Trollope sí que sabe y piensa más de lo que escribe, y si presenta sus tramas y a sus personajes como lo hace es porque no quiere llegar a mayores dilemas o conflictos10. Tal vez si Trollope parece el menos intelectual y activista de los grandes novelistas victorianos es porque no quiere serlo, porque le da miedo serlo, para no tener que extrapolar terribles conclusiones universales de las situaciones que plantea en sus novelas. Si Trollope no utiliza, por ejemplo, la prosa contundente y agresiva de Dickens (que además deploraba intensamente), es porque intenta evitar esa toma de posición que le recriminaba Betsky, y de ahí que sea ante todo un novelista cómico, porque el humor permite atacar pero, a la vez, esconderse tras él. Por eso Trollope es heredero directo de sus distinguidos predecesores augustan del siglo XVIII, y a través de sus relatos dotados de una mayor o menor carga satírica pretende centrarse en el individuo social y criticar aquellos aspectos del mismo que considera que puede abordar partiendo del código ético que comparte con sus lectores11 (por más que, sobre todo conforme avanzaba su carrera, no pudiera resistirse a analizar aquellos aspectos íntimos e irracionales de determinados personajes que los hacían proclives a comportamientos patológicos, obsesivos y anormales). El narrador trollopiano interrumpe frecuentemente el desarrollo de la acción (una de las características del autor que más detestaba Henry James) para entablar un diálogo unidireccional con el lector, al estilo de Fielding, pero ese diálogo no acostumbra a ser dogmático, sino que se limita a apuntar, con mayor o menor ironía, ciertas posibilidades o interpretaciones (al tiempo que saca a la luz, y hay varios ejemplos en esta novela, la artificiosidad que es intrínseca a la construcción de una novela realista, llamando la atención de forma como siempre indirecta al hecho de que una novela tal sólo es una visión, no la visión incluyente y definitiva). Y por eso también ese narrador se dedica con tesón a intentar convencer al lector de las posibles virtudes de algunos personajes a los que ha dibujado desde un principio como seres en los que predominan las características negativas, con la intención fundamental de, por un lado, demostrar la complejidad e inabarcabilidad de los seres humanos y sus relaciones, y, por otro, huir de generalizaciones que pusieran de manifiesto su visión más negativa del mundo de lo que sus relatos dejan traslucir a primera vista. Dejando aparte sus posibles limitaciones a ese respecto, a Trollope no le interesa tanto crear grandes tramas en las que todo esté intrínsecamente relacionado y crear así una especie de cosmogonía que sea un reflejo o paralelo del mundo real, sino que prefiere ahondar en unos conflictos particulares, que van de lo más prosaico o material a lo más profundo e interior, sin sentir la necesidad de hacer extrapolaciones por los peligros que eso implicaría. Las novelas de Trollope son un reflejo de su tiempo, y hablan a una sociedad ya regida por el capitalismo liberal más salvaje de las preocupaciones fundamentales de los componentes de dicha sociedad: valores (o más bien la pérdida de los mismos), dinero y amor. Por eso hay tantas historias de amor (otra crítica frecuente contra él hace años) en las novelas de Trollope de tipo más o menos convencional, más o menos patéticas o cómicas, más o menos amables o patológicas y, desde luego, nunca melifluas o «románticas» en el peor sentido del término: las hay porque ese tipo de historias y relaciones son una constante en la vida humana, sencillamente. La cuestión principal aquí no estriba en que los lectores quisieran que se les contase conflictos amorosos, sino en el reconocimiento del autor de la necesidad de abordarlos para ampliar su fresco de la vida cotidiana y real. Además, como tendremos ocasión de comentar más adelante con respecto a la trama amorosa de esta novela, el sentimiento amoroso en sí es precisamente lo que menos interesa al caballero y escritor victoriano Trollope, y eso hace que muchas de sus historias de amor resulten aún más atrayentes.
Así pues, hay un Trollope que, en general, da a sus lectores decimonónicos eso que querían leer (por más que sus libros fueran objeto en su momento de constantes críticas por contener personajes y situaciones «desagradables»), pero detrás de ése hay otro Trollope que casi podríamos calificar de «nihilista», ya sea a su pesar o conscientemente, que no parece terminar de ser del todo sincero a la hora de plasmar ese «retrato de la vida cotidiana», y tiene una concepción mucho más negativa y resignada del mundo y la naturaleza humana de la que parece transmitirnos en, sobre todo, la que siempre ha sido considerada su visión más complaciente y amable de una parte de la sociedad en que vivía, esto es, la serie de novelas de Barset en general y Las torres de Barchester, ya que es el objeto de nuestro estudio, en particular12. Trollope puede permitirse el lujo en esas novelas de burlarse de sus clérigos de acuerdo con ciertas deficiencias de los mismos que resultan evidentes y no debieran provocar demasiadas ofensas al estar sus personajes tan bien definidos como entidades únicas y difícilmente extrapolables y encajar con aquellos aspectos de la personalidad humana que el código ético de su época permitía criticar sin excesivos problemas, al tiempo que plantea —o le gustaría plantear— el plácido mundo de la pintoresca Inglaterra rural de la que forma parte Barchester y su condado como una alternativa mejor al nuevo mundo en constante cambio y expansión que representa Londres y sus habitantes. Pero, si ésa es su alternativa, si el condado de Barset pretende ser un lugar por lo general tranquilo que se contempla con una fuerte carga nostálgica y una sonrisa en los labios, tal y como se entendió desde el momento de la publicación de los libros, tampoco es una alternativa demasiado favorable o positiva. Trollope narra sus historias y perfila a sus personajes guardándose en la manga muchos ases que nunca pondrá sobre el tapete, de ahí esa ambigüedad y frecuente tendencia a la paradoja que lo convierten en un escritor mucho más interesante y fascinante de lo que ya esa primera lectura más convencional de sus libros permite apreciar a primera vista.
Llegados a este punto, hagamos un somero resumen de la vida y obra del autor, para intentar encontrar algunas claves de su pensamiento, actitudes y, sobre todo, sempiternas contradicciones, antes de pasar a aplicar estas farragosas ideas al análisis de varios de los aspectos más destacados de Las torres de Barchester.
Anthony Trollope nació el 24 de abril de 1815 en el número 16 de Keppel Street, en el barrio londinense de Bloomsbury. Fue el cuarto hijo varón (tras Thomas Adolphus, que también sería escritor, Henry y Arthur) de Thomas Anthony Trollope (que descendía de un linaje de baronets de Lincolnshire) y su esposa Frances (hija de un clérigo educado en Oxford), y a él siguieron dos niñas, Cecilia y Emily. A excepción de Thomas y el propio Anthony, los demás hermanos murieron bastante jóvenes, todos víctimas de la tisis: Henry a los trece años, Arthur a los veintidós, Cecilia a los treinta y dos y Emily a los dieciocho.
Su padre era abogado con oficina en Londres y poseía grandes ambiciones, bastante mal carácter y poco éxito en cualquier empresa que emprendía, marcando así el azaroso devenir de la familia. Al poco de nacer Anthony, se trasladaron a Harrow, cerca de Londres, donde su padre había arrendado una granja en la que construyó una casa. A la edad de siete años, Trollope comenzó sus estudios como alumno externo en el prestigioso colegio Harrow, entre otras razones, como él mismo explicaría muchos años más tarde en su Autobiografía, porque «ofrecía educación casi gratuita para los niños que vivían en aquella parroquia»13. Mientras tanto, las cosas fueron a peor: su padre se quedó sin clientes en Londres, la granja resultó ser una inversión ruinosa, y la última esperanza de prosperar económicamente, al esperar el señor Trollope heredar de un tío suyo, se vino abajo cuando éste se casó a los sesenta y cuatro años y fundó una familia.
Tras tres cursos en Harrow, Anthony pasó a una escuela de Sunbury hasta que, a la edad de doce años, ingresó en el Winchester College (como Arabin en la novela que nos ocupa), en el que ya se hallaban sus dos hermanos mayores y donde su padre había estudiado. En Winchester, el joven Anthony continuó sintiéndose, como ya le había ocurrido en Harrow, un niño marginado y despreciado por sus compañeros debido a su aspecto poco atractivo y bastante desarrapado y a su escasez de recursos monetarios, a lo que en esa nueva institución académica habría que añadir el hecho de que su hermano mayor Tom, en su condición de tutor del nuevo alumno, lo sometía a la célebre y espartana «disciplina inglesa» de las escuelas privadas proporcionándole una tanda de azotes diarios14. Para entonces la situación monetaria de la familia se había agravado aún más, por lo que fue la madre de Trollope, Frances, mujer concienzuda y trabajadora, la que se vio en la obligación de tomar las riendas de la economía familiar y buscar alternativas para la subsistencia de su prole. Así pues, la señora Trollope partió rumbo a Estados Unidos en noviembre de 1827 acompañada por su hijo Henry y sus dos hijas. Tras una brevísima estancia en Tennessee, Frances se estableció en Cincinnati, donde abrió una tienda o «bazar». Su marido y Tom se reunieron con ella al año siguiente dejando atrás a Anthony, que quedó solo en Winchester con muy poco dinero y sin contar con excesivo aprecio por parte de sus compañeros o profesores.
En 1829, el señor Trollope y Tom regresaron a Inglaterra. Al poco tiempo, el joven Anthony tuvo que abandonar Winchester por falta de dinero y volver a Harrow, frustrándose las perspectivas de su padre de que estudiase en Oxford (cosa que Tom sí hizo) y retomando sus caminatas diarias de ida y vuelta entre la cada vez más ruinosa granja y el colegio. El panorama que Trollope presentaría de esos años mucho tiempo después no es demasiado halagüeño:
Quizá los dieciocho meses que pasé en esa situación, recorriendo esos inmundos y sucios senderos, fue la peor época de mi vida. Ya tenía más de quince años, edad a la que podía apreciar de pleno las penas de verme excluido de todo tipo de contacto social. No sólo no tenía amigos, sino que era despreciado por mis compañeros. [...] Era un becario pobre (como Slope) en un colegio de prestigio, condición esa que nunca habíamos pretendido. ¿Qué derecho tenía el hijo de un mísero granjero, que apestaba a estercolero, a sentarse junto a hijos de pares o, aún peor, junto a hijos de grandes hombres de negocios que ganaban diez mil libras al año? No hay palabras para describir todas las humillaciones que tuve que soportar15.
Así pues, Anthony vivía con su padre en la granja mientras Tom estaba en Oxford y el resto de la familia seguía en Estados Unidos. A la vez que el joven Trollope alternaba sus estudios en Harrow con actividades agrícolas en los campos, su inflexible y huraño padre lo hacía leer a los clásicos, actividad que el progenitor compaginaba con el trabajo de la granja y la redacción de una magna Encyclopedia Ecclesiastica que nunca llegó a concluir. Pero el resto de la familia regresó de Estados Unidos y, a principios de 1832, la señora Trollope, pese a que el negocio de Cincinnati había sido un rotundo fracaso, aprovechó su experiencia americana para escribir The Domestic Manners of the Americans, libro poco generoso con los hábitos de los estadounidenses que, tal vez por eso, fue un gran éxito en Inglaterra. Eso significó una mejoría parcial de la situación económica de la familia, así como el inicio de la fértil carrera de la señora Trollope como escritora, durante la cual llegó a escribir un total de cuarenta y un libros, entre los que se incluyen más literatura de viajes (para cuya redacción viajó frecuentemente por Europa) y varias novelas. La tenacidad de su madre (comenzaba a escribir todos los días a las cuatro de la mañana) sería un ejemplo para Trollope en el futuro16.
Sin embargo, mientras su madre conocía ese tardío florecimiento, la salud —tanto física como mental— y negocios de su padre iban cada vez peor, hasta que en 1834 toda la familia tuvo que huir de Inglaterra a Bélgica para evitar ir a la cárcel por deudas (cosa que sí ocurriría a su colega Charles Dickens). Se establecieron en Brujas, donde empeoraría el estado tanto del señor Trollope como de Henry y Emily. La infatigable señora Trollope, de quien ya dependía por completo la economía familiar, continuó aplicada a la escritura de sus libros y al cuidado de su marido e hijos enfermos, hasta que murieron Henry y el señor Trollope y la familia regresó a Inglaterra en 1835. Pero, antes de eso, Anthony, tras trabajar unas seis semanas como profesor en un colegio de Bruselas, recibió por mediación de algunas amistades de su madre el ofrecimiento para ocupar un puesto de empleado de Correos en su país, por lo que volvió a Inglaterra antes que el resto de su familia a finales de 1834.
Comenzó así una nueva etapa en la vida del joven Trollope, que recibía un sueldo de noventa libras al año por su trabajo como empleado del Servicio Postal en Londres, en el que ingresó de forma directa sin prácticamente realizar ninguna prueba de acceso (lo cual vendría a marcar en el futuro parte de sus reticencias a los sistemas de oposiciones, como queda claro en la presente novela). En un principio su actividad se limitaba a escribir y copiar documentos, sobre todo cartas, en jornadas que iban de diez de la mañana a cuatro de la tarde, y los testimonios que nos han llegado de otros y de él mismo hablan de un joven desorganizado y sin demasiadas ganas de aplicarse a fondo a su trabajo. Fuera del mismo, daba largos paseos por la campiña con algunos amigos, leía, comenzaba a albergar el anhelo de ser escritor, jugaba a las cartas e incurría constantemente en deudas que habrían hecho su subsistencia en Londres más difícil de no ser por la frecuente ayuda de su madre. Más tarde utilizaría algunas de sus experiencias de ese período en su novela The Three Clerks (1857).
En 1841, instigado en parte por sus desavenencias con su superior inmediato, Trollope solicitó ser trasladado al servicio de correos de Banagher, localidad irlandesa en la que había quedado una plaza vacante de subinspector17. Llegó a Irlanda a finales de ese año y desarrolló una intensa actividad recorriendo buena parte del país a caballo y ejerciendo la nueva autoridad de su cargo con un vigor y decisión desconocidos en el hasta entonces poco centrado joven, cuya principal labor consistía en investigar las quejas del público contra el mal funcionamiento del sistema postal. También en Irlanda inició su pasión por la caza del zorro (las escenas de caza serían frecuentes en muchas de sus novelas) y conoció a la que se convertiría en 1844 en su esposa, Rose Heseltine18, con la que tendría dos hijos, Henry, nacido en 1846, y Frederic, que llegó al año siguiente. Su situación económica mejoró notablemente, al tiempo que aprendía a amar al país y a sus gentes. Trollope no se limitó a investigar el comportamiento negligente de los funcionarios de correos irlandeses, sino que también tuvo un papel decisivo a la hora de introducir determinadas mejoras sustanciales en el funcionamiento del sistema postal de aquel país.
Y también fue en Irlanda donde inició su actividad como escritor. En 1847 publicó su primera novela, The Macdermots of Ballycloran. El libro se hacía eco de algunos asuntos sociales que afectaban a Irlanda justo antes de que la terrible hambruna de la patata, que ya había comenzado a hacerse notar para entonces, devastara el país, y refleja la rapidez con la que Trollope absorbió la esencia del país y de los irlandeses sin caer en tópicos sobre éstos frecuentes en otros autores ingleses contemporáneos suyos. La novela recibió algunas buenas críticas pero fue un fracaso comercial, como asimismo ocurrió con la segunda, también de temática irlandesa, que apareció al año siguiente. The Kellys and the O’Kellys trataba fundamentalmente sobre los matrimonios de conveniencia y el papel del dinero en ellos. En esa ocasión fue Colburn, el editor de su madre, quien publicó el libro y, de nuevo, Trollope recibió poco dinero a cambio de él y las ventas fueron muy exiguas. Sin embargo, esa segunda novela irlandesa era menos violenta y tenía un tono más humorístico que la primera, además de exhibir una prosa y unos personajes mejor delineados.
Al tiempo que proseguía su actividad como funcionario de Correos en Irlanda (y moría su hermana Cecilia, dejando viudo a su marido John Tilley, antiguo compañero de trabajo de Trollope en Londres y que llegaría a ocupar altos puestos ejecutivos en el cuerpo), nuestro autor publicó su tercera obra de ficción, La Vendée (1850). Como su propio título indica, ya no se trataba de un libro de temática irlandesa sino de una novela histórica —la única incursión de Trollope en el subgénero— ambientada en Francia. En efecto, la acción transcurre durante la Revolución Francesa y narra la rebelión que había tenido lugar en ese departamento del Loira que da título al relato contra los excesos del gobierno revolucionario, para la que Trollope leyó bastante documentación existente. Tal vez el elemento más interesante de la novela sea el retrato de un personaje, Adolphe Denot, víctima de una patología maníaca y obsesiva. Colburn también publicó el libro, por el que Trollope recibió veinte libras, y cuyas ventas y repercusión crítica volvieron a ser muy limitadas.
Por esa misma época, nuestro autor se embarcó en dos aventuras literarias bien distintas. Por un lado, publicó en el Examiner londinense una serie de cartas en las que hablaba sobre los terribles problemas que afectaban a Irlanda en esos momentos a partir de su experiencia de primera mano; por otro, y dado su fracaso comercial como novelista tras sus tres primeros libros, decidió probar fortuna escribiendo una obra de teatro, The Noble Jilt, que su amigo el actor y director teatral George Bartley rechazó. La obra no llegó a representarse, pero Trollope utilizó años después el argumento de la misma en su novela Can You Forgive Her?
Así pues, los inicios de Trollope como escritor no fueron muy venturosos desde el punto de vista comercial y crítico, pese a haber probado fortuna tanto en el drama costumbrista irlandés como en la novela histórica, mientras que su prestigio como funcionario postal era cada vez mayor. En 1851 fue trasladado de forma temporal a Inglaterra para que se hiciese cargo de la modernización del servicio postal de los condados del sudoeste del país. Trollope se dedicó activamente al empeño y pasó dos años absorbido por el mismo sin mucho tiempo para dedicarse a la escritura19. No obstante, sus constantes idas y venidas laborales por el país también tuvieron su decisivo fruto literario: en 1852 visitó la ciudad catedralicia de Salisbury y, al año siguiente, comenzó a escribir The Warden(El custodio), que vería la luz en 1855. Curiosamente, esa novela tan «inglesa» fue pergeñada y redactada en buena parte en Irlanda, adonde volvió tras ser ascendido al cargo de inspector e instalarse con su familia en Dublín.
El custodio fue publicada por la editorial Longman y, aunque las ventas fueron en un principio modestas, el prestigio de Trollope como novelista aumentó decisivamente. De la novela en sí, antecesora directa de Las torres de Barchester, hay poco que decir aquí, entre otras cosas porque el propio autor nos hace un resumen de su argumento en el segundo capítulo del primer volumen de este libro. Con El custodio, Trollope inició la serie de seis novelas de Barset, presentó a varios de los personajes principales de su continuación (Harding, Grantly y Eleanor fundamentalmente) y abordó de nuevo un tema de ardiente actualidad en su momento20 (el abuso de la Iglesia Anglicana de determinados privilegios) desde una perspectiva bastante particular y podríamos decir que muy «trollopiana», ya que la disputa en sí por el hospicio de Hiram se convierte en una excusa para que el autor satirice determinados comportamientos de la época pero casi siempre manteniéndose dentro de una curiosa ambigüedad que hace difícil saber si, por ejemplo, Trollope realmente prefiere la tradición a la modernidad. Lo que sí queda claro tras leer El custodio, al igual que Las torres de Barchester, es que el único personaje de los libros que se comporta en todo momento de acuerdo con unos valores morales consistentes es el tranquilo, retraído y timorato señor Harding. Al fin y al cabo, el conflicto sobre el hospicio al final del primer libro no se resuelve en realidad por la actuación de las fuerzas reformistas del momento ni por la reacción contraria de las fuerzas eclesiásticas conservadoras de la ciudad, sino por la renuncia de aquél a un puesto que considera que no debe seguir ocupando si supone un abuso de poder, cuestión esa que a él nunca se le había pasado por la cabeza hasta que estalla la polémica.
Tras publicar dos artículos sobre Julio César y Octavio Augusto en la Dublin University Magazine, Trollope se embarcó en la redacción tanto de nuestro Barchester Towers como de un ensayo de tintes bastante satíricos, The New Zealander, en el que analizaba aquellos aspectos de su sociedad contemporánea que más le desagradaban, siguiendo los pasos y el estilo de Thomas Carlyle. El principal miedo de Trollope, que se hace también palpable en las novelas de Barset y en toda su obra posterior, era que el materialismo y codicia que parecían acompañar irremediablemente el progreso económico del momento se convirtieran en elementos dominantes y desvirtuaran o aniquilaran una serie de valores básicos de convivencia social. En el capítulo de The New Zealander dedicado a la Iglesia, atacaba a los clérigos de corte fundamentalmente evangelista pertenecientes a la Iglesia Baja como Slope, que predicaban el rechazo a los bienes materiales de una forma que a Trollope resultaba hipócrita. Longman no aceptó el libro, que no vería la luz pública hasta más de cien años después, en 1972.
El mismo lector de la editorial que impidió la publicación de The New Zealander puso muchas objeciones al manuscrito original de Las torres de Barchester, como podemos apreciar en el siguiente fragmento del informe que hizo llegar a Longman y que es un buen ejemplo de mojigatería victoriana y de falta de percepción literaria:
Creo que el gran defecto del libro como obra de arte es la bajeza y vulgaridad de sus principales actores. Apenas hay una «dama» o un «caballero» entre ellos. Desde luego no existen en la realidad un obispo y una esposa como el doctor y la señora Proudie, y la encantadora hija del prebendado doctor Stanhope, que está separada de su marido —un bruto italiano que la ha dejado tullida de por vida—, es un personaje de lo más repulsivo, exagerado y antinatural. Buena parte del desarrollo de la historia depende de esa dama, cuyo bello rostro supone la triste ruina de los virtuosos sentimientos de los clérigos y demás hombres que entran en contacto con ella. El personaje es una gran mancha en el libro21.
Trollope aceptó introducir varios cambios, pero rechazó otros propuestos como reducir el libro a un único volumen o suprimir varios capítulos de la versión definitiva. Recibió una primera cantidad de cien libras al entregar el manuscrito mas, no obstante, quedó descontento con el acuerdo comercial que había firmado con Longman. Tras aparecer la novela en mayo de 1857, las ventas fueron discretas, las críticas bastante favorables22, se asoció la nueva voz al área de influencia del otro gigante junto a Dickens de la novela de esos momentos, William Thackeray (como en efecto así era), y el prestigio del casi recién llegado novelista quedó al fin consolidado.
La siguiente novela fue The Three Clerks, publicada en diciembre del mismo año por otro editor, Bentley, al no llegar a un acuerdo satisfactorio con Longman. Para ella hizo, como decíamos antes, amplio uso de su experiencia juvenil como empleado de Correos en Londres. Además, Dickens había satirizado las instituciones públicas y a sus funcionarios en La pequeña Dorrit, por lo que Trollope aprovechó la ocasión para defender al servicio público y atacar el recientemente introducido sistema de oposiciones. Se trata de un libro con una carga paródica bastante mayor a la de los anteriores, y Trollope la consideró su mejor novela hasta la fecha. El autor ya había desarrollado por entonces su estricto método de trabajo que le permitió ser tan prolífico y escribir a partir de esos momentos una media de dos libros al año, por el cual se obligaba a escribir una cantidad fija de palabras cada día, y aprovechaba los numerosos viajes que tenía que realizar en ferrocarril por causa de su trabajo en Correos para escribir en ellos utilizando un escritorio portátil que llevaba a todas partes. El manuscrito a lápiz era más tarde transcrito por su esposa Rose.
Un poco antes de que saliera a la luz The Three Clerks, Trollope y su esposa hicieron un viaje a Florencia para visitar a su hermano Tom, el cual se había establecido en esa ciudad italiana en 1846, y a su madre, que estaba entonces con él y cuyo delicado estado de salud le impedía ya escribir (Frances Trollope moriría en 1863). Durante su estancia allí, Trollope pidió a Tom que le sugiriera un argumento para su siguiente novela, y éste le esbozó el de Doctor Thorne (El doctor Thorne), que aparecería en junio de 1858 y es la tercera novela de la serie de Barset. No se trata de una secuela directa del libro anterior, como lo había sido Las torres de Barchester de El custodio, sino que su pertenencia a la serie, como ocurrirá con las tres novelas posteriores, se debe básicamente a que la acción también transcurre en ese condado imaginario de Barsetshire y vuelven a figurar en ella varios personajes de los dos libros previos (los de Courcy entre otros), a los que se unen un ramillete de nuevas creaciones que, a su vez, volverán a ser utilizados por el autor en los siguientes relatos de la serie. Como es característico en Trollope, su narrador resuelve el gran enigma del libro antes de que éste haya llegado a su mitad, igual que esa voz narrativa nos impide albergar ningún miedo sobre el destino de Eleanor a mitad de la presente novela. El doctor Thorne recibió muy buenas críticas y fue uno de los libros de Trollope que más reediciones tuvo en vida de éste y tras su muerte. Buena parte de la novela fue escrita durante el viaje que el autor hizo a Egipto, enviado por el servicio postal para negociar un tratado con las autoridades de aquel país, y en el que también visitó Tierra Santa, además de recalar en Malta, Gibraltar (para inspeccionar los servicios postales de ambos lugares) y el sur de España. De hecho, entre 1857 y 1859 Trollope realizó una serie de viajes casi consecutivos que tendrían su reflejo en algunos de los libros (y, sobre todo, en los relatos cortos que publicaría más tarde)23 escritos en ese período, además de fomentar en el autor la pasión por viajar, que uniría a la de cazar y trabajar compulsivamente.
Según Trollope, al día siguiente de terminar El doctor Thorne en Egipto ya comenzó la redacción de su siguiente novela, The Bertrams, que, al igual que la anterior, fue publicada por Chapman & Hall en marzo de 1859. La redacción del libro conoció numerosas localizaciones, ya que fue iniciada como decíamos en Egipto —y una parte del mismo transcurre en ese país—, continuada en Glasgow (al ser enviado Trollope a Escocia tras volver de ese viaje por Oriente), y concluida en las Indias Occidentales, adonde también fue en misión oficial. Tras reorganizar el sistema postal del lugar, concluyó su estancia en Jamaica y fue a Cuba a firmar un tratado de cooperación postal con las autoridades españolas, después de lo cual recorrió buena parte de América Central hasta llegar a Nueva York. El resultado literario de ese largo periplo fue un libro de viajes, The West Indies and the Spanish Main, que apareció en noviembre de 1859 y recoge tanto sus experiencias caribeñas como las continentales.
A su regreso de la aventura americana, fue nombrado inspector de los condados orientales de Inglaterra, lo cual significó que abandonara definitivamente Irlanda y se instalara en su país. Alquiló una gran casa en la campiña de Waltham Cross, en el condado de Essex, a unos veinte kilómetros de Londres. Trollope había conseguido por fin triunfar en su trabajo como funcionario de Correos y en su segunda ocupación como escritor, esa que, según confesaría el mismo, había iniciado para intentar conseguir la fama y el reconocimiento que creía que su actividad inicial nunca le daría. Había sido feliz en Irlanda, pero no era el lugar en el que debía estar un escritor de su recién adquirida posición.
Una muestra de esa fama y reconocimiento le llegó de la mano de su ídolo literario, el escritor William Thackeray. Al saber que éste iba a dirigir la revista mensual Cornhill Magazine, cuya primera aparición estaba prevista para principios de 1860, Trollope le escribió ofreciéndose a publicar algunos de sus relatos cortos en ella, a lo que Thackeray contestó invitándole a publicar una novela por entregas en la revista. Así nació la cuarta novela de Barset, Framley Parsonage, el último capítulo de la cual apareció en Cornhill en abril de 1961, tras lo que se publicó en forma de libro. Las ilustraciones que acompañaban el texto fueron hechas por uno de los principales pintores prerrafaelitas, John Everett Millais, iniciándose una amistad de por vida entre los dos. Trollope recibió de los editores de la revista la cantidad de mil libras, cifra muy superior a lo que había recibido por sus anteriores novelas. Cada número que se publicó tuvo una gran circulación, contribuyendo notablemente a aumentar la popularidad del autor. El trabajar para dicha publicación y la editorial que la sustentaba supuso también para Trollope su entrada en el mundillo literario de Londres, algo que su «exilio» irlandés le había impedido hasta entonces. A partir de esos momentos comenzaría su faceta como personalidad literaria, política y social pública cuyo carácter a menudo vociferante y agresivo sorprendía a muchos de quienes lo trataban24.
Framley Parsonage no sólo supuso la cuarta vuelta al mundo ficticio de Barsetshire, sino también la reaparición en ella de viejos conocidos como la inefable señora Proudie y el archidiácono Grantly, entre otros. El protagonista de la novela es de nuevo un clérigo, Mark Robarts, que sucumbe a ciertas tentaciones económicas, pero tal vez lo más interesante del libro sean algunos de sus personajes femeninos y el gran fresco social que Trollope presenta en él.
Antes de embarcarse en la redacción de Framley Parsonage, Trollope había iniciado otra novela, Castle Richmond, así que durante varios meses estuvo trabajando en ambas al mismo tiempo. La segunda se publicó en julio de 1860 y fue su tercera novela de temática irlandesa, volviendo en ella al período de la hambruna de finales de la década de los 40, que se mezcla con una historia de chantaje y bigamia. En esa misma época, Trollope fue admitido como socio por varios clubes londinenses, lo cual significó para el antiguo niño que se sentía rechazado por casi todos una nueva prueba de su éxito profesional y social.
En otoño de 1860 realizó una nueva visita a su madre y hermano en Florencia. En esa ocasión conoció a la célebre pareja de poetas Robert y Elizabeth Browning, pero tal vez fue mucho más importante para él entablar amistad durante esa misma estancia italiana con la joven norteamericana Kate Field, que por entonces tenía veintidós años, la mitad que Trollope. Field era actriz, poeta, conferenciante y feminista activa, y tendría oportunidad de fomentar esa amistad que inició entonces con el matrimonio Trollope tanto en los sucesivos viajes del autor a Estados Unidos como en las largas estancias de ella en Inglaterra. Resulta difícil precisar cuáles eran los sentimientos del autor hacia la joven; lo único que no parece muy probable es que llegaran a mantener relaciones sexuales25.
Pero los viajes no terminaron ahí. Llegó a Estados Unidos en compañía de su esposa en septiembre de 1861 y, a su vuelta a Inglaterra seis meses después, publicó el recuento de sus experiencias por Nueva York, Boston, las cataratas del Niágara (de donde pasó a Canadá) y otras localidades. Ese nuevo libro de viajes, North America, no fue el único fruto literario de Trollope de esas fechas, ya que previamente había comenzado a publicarse por entregas (entre marzo de 1861 y octubre de 1862) una nueva novela, Orley Farm, de nuevo ilustrada por Millais. Años después, el autor declararía que, de todas sus novelas, era la que mejor argumento tenía, pero que él mismo lo había frustrado por desvelar demasiado pronto, como es tan típico en él, la intriga del mismo. La explicación para ese comportamiento narrativo, como también es habitual en Trollope, reside en que está más interesado en las motivaciones y comportamientos de los personajes ante los hechos que en éstos en sí, además de continuar con su estrategia subterránea de poner en entredicho o subvertir las convenciones de la novela realista.
Entre agosto de 1861 y marzo de 1862 aparecieron en Cornhill las entregas de The Struggles of Brown, Jones and Robinson, novela que había comenzado a escribir en 1857 y que es de las menos conocidas del autor. Su peculiaridad fundamental reside en su tono más abiertamente satírico y en el hecho de que se identifica al narrador en tercera persona con uno de los protagonistas del libro, Robinson, cuya utilización de un lenguaje elevado para relatar la prosaica trama produce un efecto de disparidad cómica muy en la línea del estilo mock-epic de los escritores augustos del siglo XVIII. Fue la forma que tuvo Trollope de acreditar su pertenencia a una corriente literaria iniciada por Fielding en la novelística inglesa y cuyos orígenes se remontaban fundamentalmente a Cervantes.
En 1863, además de comenzar a colaborar con el «Royal Literary Fund», que se dedicaba a ayudar a escritores necesitados, publicó un volumen de relatos cortos, muchos de los cuales habían surgido de sus viajes por el mundo, así como otra novela, Rachel Ray, que presentaba un retrato bastante negativo de un clérigo evangelista y despertó la admiración de la célebre escritora George Eliot, quien iniciaría una amistad con el autor que duraría hasta la muerte de ella. También ese año una sobrina de Trollope por parte de su mujer quedó huérfana y fue a vivir con ellos, convirtiéndose en una hija para el matrimonio. Florence sería de gran ayuda para su tío en los últimos años de vida de éste al servirle de amanuense cuando él ya no podía escribir de su propio puño.
La pluma de Trollope no dejaba de producir nuevos libros. En septiembre de 1862 había aparecido en la Cornhill Magazine la primera entrega de la quinta novela de Barset, The Small House at Allington, que concluiría en abril de 1864. Es tal vez la menos «barsetiana» de las seis, pese a que volvemos a encontrarnos en ella con muchos de los personajes de los anteriores libros. Sin embargo, la protagonista principal, Lily Dale, es un buen ejemplo de la ambigüedad trollopiana a la hora de dibujar un personaje de acuerdo con los parámetros morales de su época y los gustos del público. Dale se promete con el arribista Adolphus Crosbie (hasta puede que hayamos de deducir que se entrega sexualmente a él), pero éste la repudia por otra joven noble que le ofrece mayores posibilidades de ascenso social. A partir de ese momento, Lily se convierte, al menos en apariencia, en un ejemplo de dignidad y estoicismo femenino, llegando a rechazar el amor de Johnny Eames, trasunto del joven Trollope. El personaje de Dale cautivó a los lectores del momento y, sin embargo, su autor escribiría de ella en su Autobiografía:
... aparecía Lily Dale, uno de los personajes que más ha gustado a los lectores de mis novelas. Me cuesta adherirme con mucho entusiasmo a ese amor con el que fue recibida, ya que siempre me ha parecido que se trataba de una santurrona. [...] Gustó tanto porque no era capaz de sobreponerse a su aflicción (pág. 117).
Me atrevería a afirmar que buena parte de los lectores modernos del libro llegarían, aun sin leer ese comentario de Trollope, a la misma conclusión negativa, o incluso peor, que el propio autor. Lily Dale se convierte, tras ser abandonada, no en ese ejemplo de dignidad antes mencionado, sino en una pequeña tirana con un fuerte componente sadomasoquista que no sólo amarga su propia vida sino las de todos aquellos que la rodean. No obstante, en ningún momento del extenso relato apunta claramente el narrador trollopiano esa posible lectura del personaje.
Pero no terminan ahí los libros cuya escritura inició en 1863. La primera entrega de Can You Forgive Her? (para la que reutilizó el argumento de aquella obra de teatro que nunca llegó a estrenarse) salió a la luz en enero de 1864, prolongándose hasta agosto del año siguiente. Dicho libro supuso el comienzo de la otra célebre serie de novelas de Trollope, la llamada «Palliser». De hecho, el protagonista de la misma, de ese apellido, ya había hecho su primera aparición junto a otros personajes que también pasarían a formar parte de ella en The Small House at Allington. La serie Palliser difiere fundamentalmente de la de Barset en que deja el mundo rural y clerical para centrarse sobre todo en las esferas políticas de Londres, pese a lo cual los intereses éticos del autor y su visión irónica de la sociedad victoriana siguen siendo en buena parte los mismos, con la salvedad de que se irán tiñendo de un poso de amargura cada vez más evidente.
A la muerte de Fanny Trollope en 1863 se unió la de Thackeray en la Nochebuena de ese año. Años más tarde, en 1879, Trollope escribiría una biografía de su querido amigo y admirado escritor para la editorial Macmillan.
La siguiente novela del autor fue Miss Mackenzie, publicada por Chapman & Hall en febrero de 1865. Su génesis estuvo en el intento de Trollope de escribir una historia de ficción que no contuviese intereses románticos, para lo cual eligió como heroína a una mujer poco atractiva de treinta y cinco años con problemas económicos. Sin embargo, la novela terminaba con el matrimonio de ésta, pero mientras tanto Trollope había tenido la oportunidad de explorar el difícil papel de las mujeres en la sociedad de su tiempo, así como su necesidad de alcanzar la plenitud sexual.
Por esas mismas fechas inició junto con varios socios más otra aventura literaria: la publicación de una revista quincenal, Fortnightly Review, cuyo primer número apareció el 15 de mayo de 1865 conteniendo la primera entrega de la nueva novela de nuestro autor, The Belton Estate, pese a la negativa inicial de éste, ya que quería que la revista se especializara en crítica literaria. A partir de ese momento, Trollope colaboró frecuentemente en la publicación, escribiendo infinidad de artículos tanto sobre literatura como sobre cuestiones sociales de toda índole. Ese mismo año también comenzó a colaborar con un nuevo periódico, el Pall Mall Gazette, en el que entre otros artículos publicó la serie de diez titulada «Clergymen of the Church of England» («Clérigos de la Iglesia Anglicana»), que más tarde aparecerían recogidos en un libro. En cuanto a The Belton Estate,
