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A Mari se le han perdido las palabras, por más esfuerzos que hace, éstas no quieren salir. "Le comieron la lengua los ratones", dicen sus hermanos, pero ella sabe que las palabras siguen ahí, sólo están bien escondidas... Versión digital del cuento de Silvia Molina.
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Seitenzahl: 27
Veröffentlichungsjahr: 2018
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El adiós
Un sábado de verano,
cuando andaba en patines
en el patio de la casa,
seguida del Mori,
mi perro pastor
que ladraba
y ladraba de gusto
tras de mí,
me llamó mi padre.
Había llegado su hermano Juan,
para llevarme con él
a un pueblo de casas pintadas
de amarillo y azul,
con puertas de madera labrada
y muros espesos,
en el Valle de México.
Mi madre había muerto,
y mi padre no sabía qué hacer
durante las vacaciones
con sus hijos,
que éramos tres;
y no sabía cómo ayudarme,
especialmente a mí,
que era la más pequeña,
porque por alguna razón,
había dejado de hablar.
“Le comieron la lengua los ratones”,
decían mis hermanos
cuando alguien esperaba
una respuesta,
y yo me quedaba callada,
en silencio,
mirando
como si no entendiera
lo que me preguntaban.
No era algo que yo hiciera
a propósito.
No.
De verdad, no.
Era algo que me sucedía
sin que yo pudiera controlarlo.
Recuerdo
que aunque tuviera ganas de hablar,
no decía nada.
Nada.
Lo que se llama
nada.
Las palabras no me salían,
porque les daba pereza nacer,
desprenderse de mí.
Yo no decía
ni
no
ni
sí
ni
pío.
Nada.
Mi padre ya había hecho la maleta,
y dentro había puesto
un cepillo de dientes nuevo,
el peine azul,
la pijama de algodón,
calzoncillos,
camisetas,
pantalones,
calcetines,
el suéter rojo
y un vestido de fiesta,
que nunca usé.
El tío Juan me saludó:
“Ya vine por ti, mijita”,
y yo lo miré con gusto
porque tenía una mirada bonita,
pero no dije nada,
porque,
como ya expliqué,
mis palabras
estaban dormidas;
pero mis hermanos
repitieron lo de siempre:
“Le comieron la lengua los ratones”.
Mi tío los miró,
me miró,
y los reprendió:
“Cada quien es dueño de su voz.
Hablará cuando quiera”.
Y mientras mis hermanos me despedían:
“Felices vacaciones, Mari”,
yo sonreí
porque la mano que tomó la mía
era cariñosa.
Mi padre se acercó,
me dio un beso,
y me pidió:
“Te portas bien, Mari”.
Y yo lo miré,
miré a mis hermanos,
miré al tío,
y por primera vez
en mucho tiempo
hice un esfuerzo,
y busqué dentro de mí
la palabra que se usa
para despedirse,
hasta que logré encontrarla
en el fondo de mis deseos
y dije:
“Adiós”,
y todos me miraron sorprendidos.
El camino
El tío Juan puso la maleta
en la cajuela del coche,
me abrió la puerta
y susurró:
“Te traje un cojín
para que veas el camino”.
Me senté cómodamente
sobre el cojín amarillo,
y me di cuenta de que miraba
por la ventana
como si fuera un adulto.
El tío tomó el volante
con tanta seguridad,
que me dejé llevar con confianza
en ese viaje hacia lo que era para mí
una palabra incomprensible,
un sonido gracioso,
un ritmo de tambor
que no sabía descifrar:
Te-pex-pan.
“Vamos a Tepexpan”, dijo.
El tío hablaba,
y hablaba,
y yo iba escuchando
y escuchando
el canturreo de una voz alegre
y juguetona
mientras veía por la ventana
cómo íbamos dejando atrás
a mi padre
y a mis hermanos,
la casa,
el barrio y
la ciudad.
Escuché el nombre de los pueblos
por los que íbamos pasando:
Santa Clara:
“¿Ves la parroquia, mijita?