Le comieron la lengua los ratones - Silvia Molina - E-Book

Le comieron la lengua los ratones E-Book

Silvia Molina

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Beschreibung

A Mari se le han perdido las palabras, por más esfuerzos que hace, éstas no quieren salir. "Le comieron la lengua los ratones", dicen sus hermanos, pero ella sabe que las palabras siguen ahí, sólo están bien escondidas... Versión digital del cuento de Silvia Molina.

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El adiós

Un sábado de verano,

cuando andaba en patines

en el patio de la casa,

seguida del Mori,

mi perro pastor

que ladraba

y ladraba de gusto

tras de mí,

me llamó mi padre.

Había llegado su hermano Juan,

para llevarme con él

a un pueblo de casas pintadas

de amarillo y azul,

con puertas de madera labrada

y muros espesos,

en el Valle de México.

Mi madre había muerto,

y mi padre no sabía qué hacer

durante las vacaciones

con sus hijos,

que éramos tres;

y no sabía cómo ayudarme,

especialmente a mí,

que era la más pequeña,

porque por alguna razón,

había dejado de hablar.

“Le comieron la lengua los ratones”,

decían mis hermanos

cuando alguien esperaba

una respuesta,

y yo me quedaba callada,

en silencio,

mirando

como si no entendiera

lo que me preguntaban.

No era algo que yo hiciera

a propósito.

No.

De verdad, no.

Era algo que me sucedía

sin que yo pudiera controlarlo.

Recuerdo

que aunque tuviera ganas de hablar,

no decía nada.

Nada.

Lo que se llama

nada.

Las palabras no me salían,

porque les daba pereza nacer,

desprenderse de mí.

Yo no decía

ni

no

ni

ni

pío.

Nada.

Mi padre ya había hecho la maleta,

y dentro había puesto

un cepillo de dientes nuevo,

el peine azul,

la pijama de algodón,

calzoncillos,

camisetas,

pantalones,

calcetines,

el suéter rojo

y un vestido de fiesta,

que nunca usé.

El tío Juan me saludó:

“Ya vine por ti, mijita”,

y yo lo miré con gusto

porque tenía una mirada bonita,

pero no dije nada,

porque,

como ya expliqué,

mis palabras

estaban dormidas;

pero mis hermanos

repitieron lo de siempre:

“Le comieron la lengua los ratones”.

Mi tío los miró,

me miró,

y los reprendió:

“Cada quien es dueño de su voz.

Hablará cuando quiera”.

Y mientras mis hermanos me despedían:

“Felices vacaciones, Mari”,

yo sonreí

porque la mano que tomó la mía

era cariñosa.

Mi padre se acercó,

me dio un beso,

y me pidió:

“Te portas bien, Mari”.

Y yo lo miré,

miré a mis hermanos,

miré al tío,

y por primera vez

en mucho tiempo

hice un esfuerzo,

y busqué dentro de mí

la palabra que se usa

para despedirse,

hasta que logré encontrarla

en el fondo de mis deseos

y dije:

“Adiós”,

y todos me miraron sorprendidos.

El camino

El tío Juan puso la maleta

en la cajuela del coche,

me abrió la puerta

y susurró:

“Te traje un cojín

para que veas el camino”.

Me senté cómodamente

sobre el cojín amarillo,

y me di cuenta de que miraba

por la ventana

como si fuera un adulto.

El tío tomó el volante

con tanta seguridad,

que me dejé llevar con confianza

en ese viaje hacia lo que era para mí

una palabra incomprensible,

un sonido gracioso,

un ritmo de tambor

que no sabía descifrar:

Te-pex-pan.

“Vamos a Tepexpan”, dijo.

El tío hablaba,

y hablaba,

y yo iba escuchando

y escuchando

el canturreo de una voz alegre

y juguetona

mientras veía por la ventana

cómo íbamos dejando atrás

a mi padre

y a mis hermanos,

la casa,

el barrio y

la ciudad.

Escuché el nombre de los pueblos

por los que íbamos pasando:

Santa Clara:

“¿Ves la parroquia, mijita?