El tío Rafael o la huida del peregrino - Silvia Molina - E-Book

El tío Rafael o la huida del peregrino E-Book

Silvia Molina

0,0

Beschreibung

Con su estilo característico, sencillo y terso, Silvia Molina busca en esta novela a otro personaje definitivo en su biografía, uno que late en sus recuerdos de niñez y juventud. Ya ha reconstruido la ausencia de un padre inusitado al que no conoció (Imagen de Héctor), el campechano Héctor Pérez Martínez, intelectual y político que tuvo una vida corta pero fecunda para el país y para un sinnúmero de refugiados españoles que encontraron en él a un amigo y protector; y ahora se vuelca en la biografía de un español, Rafael Sánchez de Ocaña, que entró en su familia al casarse con una hermana de su madre. En esta obra descubrimos la vida de un joven madrileño que se forma en la Institución Libre de Enseñanza y en el Ateneo del que llega a ser secretario, al alumno de Henri Bergson, que estudia filosofía en Alemania, y lo vemos moverse en la Generación del 14, al lado de Ortega y Gasset y, posteriormente, en una España convulsa previa a la Guerra Civil. Atrapamos a un diplomático que recorre varios países antes de venir a México con un equipaje repleto de lecturas e incidentes que lo convertirán en un periodista de fondo y rigor y en un maestro universitario que hablará, en sus clases, por supuesto, de la historia de España. Lo extraordinario de esta novela, es descubrir no sólo al exiliado y su calidad de republicano, sino al humanista audaz e inquietante, cuya vida refleja un rico y contradictorio acaecer humano. Siempre nos tocan las pasiones y el corazón del hombre.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 225

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

El tío Rafael o La huida del peregrino

Primera edición en papel: 2024

Edición ePub: marzo 2024

D.R. © 2024, Silvia Molina

D.R. © 2024,

Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.

Hermenegildo Galeana #116, Barrio del Niño Jesús,

Tlalpan, 14080, Ciudad de México, México

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN: 978-607-8956-48-7 (impreso)

ISBN: 978-607-8956-49-4 (ePub)

ISBN: 978-607-8956-50-0 (pdf)

Cuidado editorial: Bonilla Artigas Editores

Responsable de la edición: Jorge Sánchez Casas

Diseño de portada: d.c.g. Jocelyn G. Medina

Diseño editorial: Maria L. Pons

Realización ePub: javierelo

Imagen de portada: Camino por Alfredo Just (Valencia, España, 1898-Arizona, EEUU, 1968)

Hecho en México

Contenido

Preludio

La última vez que lo vi

Refugio y Helena

Clic, clic

Siente…

La sorpresa

Primera parte Allegro con spirito

Lo primero

Sueño

Clic, clic

Lo segundo

Algo de su familia

Primera carta: el dinero

Segunda carta: el amor

Sueño

Vuelvo a los libros

El desvelado

Clic, clic

De la infancia

Los años mozos

Sueño

Retomando sus primeros años

Clic, clic

Los primeros pasos públicos

Clic, clic

Sueño

Retrato de Rafael

Por la reforma

Sueño

Clic, clic

Tercera carta: Joven España

Segunda Parte Adagio

París: l´amour fou

Sueño

El señor conde

París había cambiado sin él

Marburgo o la nostalgia

Sueño

La presión por el regreso

Sueño

Los años gloriosos

Las guerras

La diplomacia

La carrera

Tercera parte Allegro gentile

México

Clic, clic

Fin de la carrera

Encore

Sobre la autora

 

El exilio no es una cuestión material,es una cuestión moral. Todos los rinconesde la tierra resultan lo mismo.Victor Hugo

Gracias, Maestro. Me inclino ante tu genio, y saludo con mi verso nada terso como de coplero rudo ésta tu sabiduría de ir trocando en Universo el grano de cada día.

Coplas corridas a Rafael Sánchez Ocaña,Juan Rejano

 

Para mi primaMercedes Oteyza,sobrina de Rafael

 

Preludio

La última vez que lo vi

La última vez que vi al tío Rafael fue a mediados de septiembre de 1961. Tenía 73 años y yo cumpliría 15 en octubre. Aquella mañana no había mandado por mí:

—Si está la Dulcinea, que la cruce la mucama.

Me llamaba “Dulcinea”, como lo he contado, pero una vez que me vio morder y darle de patadas a mi hermano mayor, se quedó azorado y me desconoció. Tuve que explicarle:

—Tengo a cuatro encima de mí todo el día, si no me defiendo… Noté su mirada maliciosa, pero lo había visto alterado, sorprendido de que yo pudiera ser también una “fierecilla”. Me dolió su distancia temporal, porque lo quería como al abuelo que no tuve. Era cariñoso, tenía sentido del humor y me enseñaba muchas cosas: saborear platillos extraños como percebes, cocido madrileño, fabada asturiana, salmorejo, rabo de toro, pulpo a la gallega, migas… (platillos que llevaba en cazuelitas de barro de las cantinas que frecuentaba —El Puerto de Cádiz, El Gallo de Oro, el Casino Español, la Puerta del Sol, el Salón España—), tomar vino en la mesa, aprender de memoria romances —que me gustaban porque son pequeños cuentos—, poemas, versos.

Yo prefería lo triste, y eso le causaba gracia. Me aprendía más pronto lo que me daba ganas de llorar, como el Romance del Prisionero:

Que por mayo, era por mayo

cuando hace la calor,

cuando los trigos encañan

y están los campos en flor.

Cuando canta la calandria

y responde el ruiseñor…1

Cuando mandaba por mí a la casa de la abuela y yo era más pequeña, Pastora, la “mucama”, me tomaba de la mano y cruzábamos la calle. Tenía órdenes de no soltarme de la mano, y yo no hacía otra cosa más que intentarlo porque me lastimaba su fuerza.

—Soy un borreguito que se le escapa a la pastora —tiraba de ella.

—No dejaré que, por desobediente, se la coma el lobo —me apretaba con saña.

Refugio y Rafael vivían en la esquina de Morelia (90-A) y Colima, contra esquina de la casa de mi abuela materna, sonorense, Dorotea Campos de Celis, cuya casa la habían comprado sus hijos, los tres generales revolucionarios, en la colonia Roma.

El de Rafael era un departamentito de renta congelada: 90 pesos mensuales. Ni el trabajo de ir a cobrarla, ya en aquel tiempo. La construcción de los departamentos A y B había recortado el vértice de la esquina, de tal manera que las dos puertas rojas hacían un frente amplio en la acera. El A corría por Morelia y el B por Colima. Ahora esas puertas son blancas.

En la parte inferior de ambos departamentos había varias accesorias. Y un poco más allá de donde terminaba el de Rafael, estaba el Cine Morelia, donde iba a las matinées de tres películas por un solo boleto de dos pesos, con mis hermanos o primos. Dábamos mucha lata a la abuela que usaba sus tardes para remendar la ropa de los nietos que le iban cayendo por los divorcios o por tremendos. Ella los metía en cintura, pero los consentía al mismo tiempo. Así que, para entrar en el departamento que olía a un recuerdo de licor y tabaco, se subía por una escalera de granito rojo como las puertas, que tenía veintitrés escalones, con un descanso amplio y unos barandales de madera cómodos y seguros.

Ya arriba, mirabas un pasillo por el cual se repartían las habitaciones. A la izquierda, una sala pequeña y acogedora, con un sillón confortable junto al cual alumbraba la lectura del periódico o de los libros una lámpara de pie art nouveau. En las paredes colgaban fotografías de personas desconocidas para mí, qué lástima; luego venía el estudio, con las paredes atiborradas de libros, un escritorio grande lleno de papeles y una maquinota de escribir marca Corona.

Por las ventanas de ambas habitaciones se veía la casa de la abuela: como la mayoría de las casas de la colonia Roma, afrancesada, con un pórtico lleno de geranios coloridos y dos terrazas cuyas balaustradas daban a las dos calles. Cuando yo dormía ahí, por las ventanas de los cuartos veía siempre la luz del estudio de Rafael encendida, no importaba la hora. Si me levantaba al baño, sabía que Rafael no se había acostado todavía.

A la derecha del pasillo estaba el baño, amplio y soleado porque daba a un cubo de luz. Al fondo, la recámara y, si continuabas por la curva del pasillo a la derecha, encontrabas el comedor, pequeño y de finos muebles ingleses, con una vitrina llena de copas de bacará, de donde Rafael sacaba una pequeñita para darme un poco de Jerez, que me encantaba: tanto la acción como el Jerez porque en mi casa no tenía permitido beber nada más que el rompope que le ponían a mi licuado en el invierno. Me gustaban las sillas delicadas cuyo respaldo no era plano sino afiligranado; y, finalmente, la diminuta cocina por cuya puerta se subía a la azotea, donde quedaba el cuarto de servicio lleno de papeles: los archivos que desaparecieron con eficacia cuando comencé a indagar sobre él. El egoísmo de una prima me impidió el acceso a su biblioteca y a sus archivos. Fueron a dar a ella por cosas del destino.

En un cuartito contiguo a la cocina, a manera de alacena, había toda clase de cazuelitas de barro, en las que Rafael llevaba lechón, pecho de ternera, alubias, callos, chipirones y todo lo que dije antes… Refugio no cocinaba. Es obvio decirlo. Le era más fácil cruzar la calle. Llevaban una vida doméstica tranquila y hasta modesta, donde nunca faltaban el pan, el queso y el vino.

Aquella vez había atravesado sola las dos calles: soplaban los primeros vientos locos del otoño y arrastraban no sólo las hojas de los árboles del Parque Amado Nervo, frente a ambas casas, sino la tierra de su suelo reseco. Llegaba a mí en un remolino obligándome a detener la falda del vestido que volaba hacia la cara y me dañaba los ojos. Los árboles del parque se inclinaban obedientes para no caer. Y se veía una polvareda que quitaba el hipo.

Cerré los ojos, y apresurada toqué el timbre: iba a despedirme de Rafael, porque otra hermana de mi madre, diplomática, me había invitado a ir con ella a París.

Por el terregal, toqué la puerta con insistencia, hasta que Refugio abrió.

—Qué escándalo. Tu tío está enfermo.

Se dio cuenta en el acto de los remolinos y me jaló. El polvo comenzaba a entrar en el departamento como si fuera una fina lluvia de verano.

Refugio y Helena

Refugio era una mujer guapa, delgada, de ojos negros y vivos, dulces, mucho menor que Rafael. Quiero decir, realmente menor. Había nacido en 1910 y él en 1888, como decía el carné de inmigración, cuando Rafael pisó México. Es decir, le llevaba 22 años. Por cierto, me impresionó que el tío hablara francés, inglés y alemán.

En el acta de matrimonio de 1937 —que saqué del Registro Civil junto con su acta de defunción—, Rafael se quitó la edad, tal vez para no asustar más a la abuela que no quería que su hija se casara con un hombre mayor y “vivido” por muy bueno que fuera.

Testigo de él fue Marcelino Domingo —a quien había conocido en Madrid allá por 1909—, domiciliado en el Hotel Regis de Paseo de la Reforma.

Por pura suerte encontré dos carnés de migración del tío Rafael. El primero decía casado y el segundo, divorciado. Y en el acta de defunción equivocaron el segundo apellido de su padre, como comprobé después.

Lo que más llamaba la atención de Refugio era su frescura, su natural elegancia. Como mi madre y su otra hermana, parecía artista de Hollywood. Es cierto que son guapas las sonorenses.

Cuando vi, tiempo después, el retrato de su primera esposa, Helena Antipoff, nacida en 1892 en Rusia, me fui para atrás. Eran muy parecidas, como gemelas, pero Refugio ofrecía una sonrisa tímida y una mirada ingenua. Helena, en cambio, envuelta en un abrigo de astracán, sostenía en la foto unos ojos profundos, maliciosos, fuertes, algo retadores. Sin duda, una mujer de carácter que había sufrido y una intelectual.

Refugio, que trabajaba en Estadísticas —lo que ahora es el Instituto Nacional de Estadística y Geografía— picando tarjetas, como mi madre y otra de sus hermanas, era una mujer inteligente pero inculta. Después se pondría un poco al corriente. Tocaba medianamente el piano, y nos entretenía, a los niños, cantando y jugando backgammon. A mí me cantaba, cuando niña, estos versitos: “¿Quién te quiere, quién te adora, quién te cortó de la rama, que no estás en tu rosal?” Una distorsión del poema Era un jardín sonriente de los hermanos Álvarez Quintero, como por casualidad descubrí un día.

La rusa Antipoff pintaba ya como un ser ávido de conocimiento. Psicóloga y pedagoga de formación universitaria en París y Suiza, donde se contactó con la Escuela de Ginebra de pedagogía progresista. Sería, ni más ni menos, quien cambió la manera de ver y entender la educación de los niños en Brasil. De la generación de Piaget, Freinet y otros maestros formados por el maestro Claparède, neurólogo, especialista en la psicología del niño y en la pedagogía experimental, y sin duda más tarde su amigo sentimental.

Durante mucho tiempo no supe quién había sido su primera esposa, hasta que encontré su nombre, en una esquela de 1917 en Internet. Daba cuenta de la muerte de Máximo, el hermano menor de Rafael, fallecido en El Pardo a los 26 años, donde la asientan entre los hermanos políticos; y a Rafael sólo le quedaban dos hermanas. Es decir, allí estaban dos cuñados y ella. Apareció sólo en una esquela, porque en las de otros periódicos fue suprimida. O no se habían casado o estaban separados, pensé. Me imagino el enredo, siendo hijo de una familia conservadora. Luego supe por qué la habían suprimido, pero lo contaré más tarde.

El gusanito de la curiosidad comenzó a inquietarme.

Cuando vi su nombre en la esquela, me puse a indagar quién habría sido y dudé al encontrarla como toda una eminencia de la educación, con una vida intensa en Brasil, donde murió. La pesquisa me llevaría más tarde a encontrar junta otra vez a la pareja. Y entendí también otras cosas que después diré.

Aquella tarde turbulenta, Refugio se veía demacrada y flacona: no podía ocultar las ojeras de noches en vela.

Subí los escalones contándolos, como siempre, aun sin proponérmelo, como si no quisiera olvidarlos. Y no los olvidé ni borré de la memoria esa tarde. Aún me veo alegre, subiéndolos con la idea de que Rafael me diera un abrazo y me dijera: “Te voy a extrañar, Dulcinea”. Porque yo sí lo echaría de menos.

—Vengo a despedirme —enteré a Refugio.

—No le gustan las despedidas.

Una noche entendería por qué.

Clic, clic

Las fotografías que acabo de encontrar me parecen un milagro. Tuve este álbum viejo, de 1931, desde que murió mi madre, y la primera vez que lo vi no reconocí a nadie. Hace unos días, buscando una fotografía de mi padre, me lo encontré. Lo reencuaderné y le puse nombres a los retratos cuando descubrí quiénes eran, para que mis hijas no lo tiren a la basura. Primero me di cuenta de que en ellas estaba mi madre, una niña todavía. Las fotos son diminutas; es decir no miden más de 5 centímetros. Tuve que observarlas con lupa.

Descubrí a Refugio con sus hermanas Paquita, Francis y María (mi madre que fue una mujer guapa), pero en la foto se ve una preadolescente, como si tuviera la cara gordita y los ojos hinchados, más bien feíta. En mi casa se decía ojos papujos. En cambio, Refugio tiene 21 años y le brillan los ojos, grandes, alegres y traviesos al mismo tiempo. Nariz recta y algo respingada. Me llamaron la atención sus manos largas y expresivas. Distingo a una jovencita delgada como sus hermanas mayores. Se le ve el cabello quebrado en forma de una melenita. Todas las hermanas visten de luto por la muerte de mi abuelo Salvador Celis Solano.

Son varias las fotos tomadas en un predio baldío frente a su casa de la Colonia Roma, lo que sería poco tiempo después el Parque Amado Nervo. Se ve que el fraccionamiento comenzaba. Clic: Cuca en un columpio muerta de la risa. Clic: Cuca en una banca con mi madre, mirándola con ternura. Clic: Cuca con la abuela, una anciana de pelo blanco recogido en un chongo enredado en la nuca. Clic: Mi madre de la mano de sus tres hermanas. Clic: Mamá de la mano del novio regordete, el que sería mi padre muchos años adelante. Clic: Mi padre con mi madre y sus futuras cuñadas. Cuca, Cuca, Cuca.

Cuca era esa muchacha bonita e ingenua, cuando Rafael llegó a México de 42 años, rubio, rollizo, de ojos azul cielo y un equipaje lleno de experiencias de todo tipo.

Siente…

Pensé que iba a encontrar al tío Rafael en su estudio, fumando un habano, bebiendo a pequeños sorbos coñac Martell, escribiendo el artículo para El Nacional o preparando una clase para la Universidad, pero Refugio me llevó a la recámara.

Desde las escaleras había escuchado una música traviesa, a todas luces española por la guitarra que rociaba notas alborozadas; pero al acercarme a la puerta, el tono cambió. Lo sentí tan triste y melancólico que se me metió en el corazón para siempre, como aquella imagen de un Rafael apagándose.

Yacía sobre la cama con un pijama a rayas azules y blancas de lana, el saco de casa y las pantuflas cafés. Delgado, más blanco que nunca: abatido. Se dio cuenta de que me había quedado mirando la radio RCA Víctor, que estaba sobre su mesita de noche, impresionada por lo triste de la música.

Me saludó:

—Joaquín Rodrigo, le conocí de joven.

—¿Cómo? —pregunté acercándome a darle un beso.

—Joaquín, Joaquín Rodrigo…

—¿Joaquín o Rodrigo?

—Rodrigo es su apellido.

—¿Y la música?

—Concierto de Aranjuez.

Hablaba con esfuerzo. Su respiración no era normal.

—Siéntate… —me pidió.

Di la vuelta a la cama, me quité los zapatos y acomodé las almohadas de Refugio igual que las suyas. Me recosté a su lado, en silencio, olvidando por completo que había desaparecido la tía.

Escuchábamos aquella música que de repente me rompía el alma. Entonces no sabía que Rodrigo había escrito esa obra a la muerte de su pequeña hija.

El departamento vivía en otro mundo, uno fuera de mí que yo deseaba conservar: muy español en su manera de ser. Distinto a mi casa.

No pensaba en nada, como me había enseñado Rafael: sentía la música arañándome el corazón. Él también tenía los ojos cerrados.

La recámara era de muebles antiguos, acogedora: no tan pequeña, con un gran ropero de tres lunas del que siempre salían asombros: un mantón de Manila (que yo conservo), un abanico de nácar, una peineta de carey, una mantilla blanca y grande. La cabecera había sido tallada con curvas delicadas como las que tenían los demás muebles. Por la ventana ya no se veía la casa de la abuela.

Así pasó el tiempo hasta que, de pronto, cuando acabó el concierto, Rafael se volvió hacia mí, tomó mi mano con la suya y con los ojos abiertos dijo:

—París te va a gustar tanto, Dulcinea, que no querrás volver a México.

La sorpresa

Pasó el tiempo y olvidé aquel día triste y extraordinario a la vez, hasta que una tarde el historiador Javier Garciadiego —mi colega en la Academia Mexicana de la Lengua y el Seminario de Cultura Mexicana, ex presidente de El Colegio de México, donde, por cierto, Rafael estuvo becado— me hizo una pregunta por teléfono sobre Héctor, mi padre, y salió a relucir el nombre de Rafael.

—¿Pero cómo? ¿Lo conociste? —se sorprendió.

Me sentí la hija de Matusalén, con todo ese pasado a cuestas.

Le conté que Héctor había trabajado en El Nacional y que había sido compañero de Luis Cardoza y Aragón, Andrés Henestrosa, Antonio Acevedo Escobedo, Juan de Dios Bojórquez, Luis León, Froylán Manjarrez, Gilberto Bosques, Fernando Benítez, Pedro de Alba, Samuel Ramos, Efraín Huerta y Silvio Zavala, entre otros periodistas mexicanos; y de los españoles Rafael Sánchez de Ocaña, Ramón Pérez de Ayala, Marcelino Domingo y José Ortega y Gasset. Los tres últimos eran viejos amigos y colegas de Rafael.

El Nacional siempre acogió a los españoles, incluso antes de la Guerra Civil, y abrazó el Gobierno Republicano. Y el Gobierno Republicano también correspondió al periódico: lo apoyaba monetariamente.

—¿Conociste a Sánchez de Ocaña? —insistió, como si hubiera descubierto algo fantástico.

—Fue mi tío.

—¿Cómo?

—Se casó con una hermana de mi madre.

—No tenemos información sobre él: uno de los refugiados del 39. ¿Podrías escribirnos un artículo para la revista?

Me dio vergüenza, no sabía a qué revista se refería y me di cuenta de que tampoco sabía nada de él, y se lo dije. Quiero decir, de su vida, de quién había sido en realidad aquel hombre cuyo pasado guardaba, seguro, un secreto. ¿Puede estar al tanto una niña de un tío extranjero?

¿Quién habrá sido? Lo recordé en la sala de mi casa, al lado de don Antonio Castro Leal y Luis Cardoza y Aragón: sus ojos azul cielo contentos, su mano izquierda con un vaso whiskero en el que flotaban tres hielos, mientras que con la derecha jugaba un habano apagado; recordé también una tos crónica, una estatura baja y unas pajaritas como las que se usaban entonces.

Sufrí los celos que me daban porque mi hermano Luis Alberto, el más pequeño de los hombres, era su mero mero consentido —con el tiempo escuché el rumor de que había tenido un hijo—. Sonreí por los apodos que nos ponía: a mi hermano Héctor —que era terrible— le decía “Lazarillo”; a Javier, “don Gil”, refiriéndose al de las calzas verdes, no sé por qué; a Luis Alberto, “don Rodrigo”; a mi hermana mayor, “Fortunata”.

Fue así como vino a mi memoria la última vez que lo vi, tendido en su cama.

Me propuse investigar y éste es el resultado de mis pesquisas. Contaré la historia de Rafael a mi manera, no podría ser de otra forma porque es lo mismo que seguir buscándome. Uno da de vueltas a la noria infinitamente, y esa noria no es otra cosa que el pasado; y el mío está lleno de agujeros. Quizá lo haría para llenar algunos, para entenderme.

Muchas veces pensé si valía la pena hacer el esfuerzo. Mi vida ha sido de pérdidas. “No está mal, quizá, encontrar algo, por mínimo que sea, que me diga quién soy, de qué estoy hecha”, pensé. Finalmente, recibí de Rafael más que cariño.

Durante casi cinco años me dediqué a perseguir una sombra. Así, poco a poco, fui armando el rompecabezas del tío Rafael; y éste es el hombre que interpreté, cuya búsqueda me dejó agotada; y los hallazgos, perpleja. El león no es como lo pintan.

Mientras escribía esta historia, escuchaba de vez en cuando el Concierto de Aranjuez. Una noche me di cuenta de que las etapas de su vida tenían mucho que ver con los movimientos del concierto. Así es: tenemos altas y bajas. Pasiones y desamores, alegrías como si fuéramos a cantar por bulerías o tristezas profundas como el segundo movimiento que recuerda el dolor de Rodrigo por la pérdida de su hija recién nacida.

Notas

1Anónimo.

 

Primera parte Allegro con spirito

Lo primero

Custodio un titipuchal de papeles de familia, que revisé durante unas vacaciones y dejé más o menos ordenado. Recordé que entre las fotografías y los papeles de Refugio y Rafael había, al menos, una credencial, algo como un carné de identidad. Salieron dos, como apunté antes, una que otra carta interesante, y otras cosas que me dieron ánimo. No mucho, pero como dice el dicho: peor es nada.

No sabía por dónde comenzar. Veía las fotos pidiéndole a Rafael que me dijera algo: algo, cualquier cosa. En la fotografía más antigua que encontré, se ve en el campo, de cacería: pantalón bombacho, botas hasta la rodilla, cartuchera, una escopeta y un sombrero cuya ala no es ancha, pero impide el paso del sol hacia la mitad de la cara. Con la mano izquierda sostiene por el buche una gran ave blanca. Para ser pato, me parece demasiado grande, pero no sé. Mira hacia la cámara, contento, como diciendo: “No está mal, ¿verdad?” Debe haber tenido entonces unos dieciocho años, allá por 1906, justo el año que entraría en la universidad, como contaré. También el año en que nació mi padre. Un joven bajo de estatura y bien parecido, sin duda. ¿Dónde sería? Tal vez en la casa de campo de la abuela materna, en las cercanías de Madrid. ¿Por qué no en El Pardo, donde falleció su hermano? Supe que la abuela tenía una finca de labor, por un artículo de Rafael que encontré en los archivos de El Nacional. Recogí todos los artículos.

Después observé una de sus primeras fotografías en México: está en un rancho o hacienda, de pie, vestido de charro con pistola y espuelas. A su lado sentado, en un equipal, se ve un hombre de pantalón caqui, con camisa blanca, impecable y elegante, cartuchera y botas altas. Creo reconocer en aquella persona al político Luis L. León que, entre otros cargos públicos, fue gobernador de Chihuahua, y director de El Nacional justo en 1931, cuando Rafael llegó a México, como dije antes.

Es decir, Rafael no llegó en 1939 sino en 1931, según confirma su documento de inmigración. Y vino huyendo de Argentina, como se verá más tarde. Rafael sí era un refugiado: lo perseguían.

León se ve jovencito y apenas se le marca entonces su característico gesto de las cejas. Y, por cierto, la foto no puede haber sido en otro lugar más que en el norte, el ambiente físico es casi desértico, pienso que es en Chihuahua.

La imagen más reciente muestra a un hombre envejecido, calvo, delgado, de traje y chaleco con la bufanda roja y el sombrero de lana en la mano derecha, viendo a la cámara con una mirada todavía pícara y una sonrisa traviesa. Viejo, pero jovial, ¿se entiende?

Volví a ordenar las fotografías calculando la edad de Rafael: de más joven a más viejo, y sí, vi algo, pude descubrir algo: desde luego su boda por lo civil en casa de uno de los generales Celis, Jesús. La mayor parte de los asistentes pertenecían al periodismo, entre ellos, algunos españoles que trabajaban en El Nacional. Ahí está también Marcelino Domingo, que, como dije, fue su testigo. La otra parte, la familia.

También, entre los papeles, encontré la invitación a la boda. Por Refugio invitaba la abuela Dorotea, viuda ya; por Rafael…, él mismo. Ya era un hombre, ¿no es cierto? Además, para esa fecha habían muerto sus padres y no vendría nadie de la familia. Nadie. “Qué soledad, Dios mío”, pensé.

La boda fue el 2 de julio de 1937. La novia parece una muchachita a su lado. Ése debe haber sido el rumor general. Sonreí por la inadecuada metáfora que se me ocurrió: Rafael había encontrado, por fin, “un refugio”.

Poco a poco habría de descubrir quién lo acompañaba en las fotos restantes y dónde habían sido tomadas: en la redacción del periódico, dando clase en la Universidad, celebrando su cumpleaños 25 en El Nacional, en el Ciro’s, con la comunidad de refugiados (Max Aub, Juan Rejano), en el hangar presidencial recibiendo el cuerpo de Héctor, mi padre, muerto en el puerto de Veracruz en 1948, en un banquete en el que José Puche y él flanquean a Juan Negrín.

En las actas de matrimonio y defunción que saqué en el Registro Civil, como aclaré, estaban los nombres de sus padres, lo que me ayudaría a encontrarlos en mi sitio genealógico. Siempre me ha dado por eso. Lo siento.

Sueño

Un día tuve curiosidad de saber de qué manera sufrió el tío Rafael no volver a España. ¿Cuántas veces anheló haberse despedido de su madre y abrazar a sus hermanas y sobrinos? El exilio es duro, es un lugar común decirlo.

Esa noche tuve mi primer encuentro con él. Es frecuente que el escritor fantasee con sus personajes, incluso que en sueños resuelva problemas de escritura. Yo no sabía que, a partir de ahora, dormida, me encontraría con él varias veces.

Rafael y yo bajamos de un tren en la Estación de Atocha de Madrid. Me lleva de la mano como si yo fuera una cría. Me dice: “Me equivoqué de estación. Veo todo extraño”. La estación que busca lucía su grandeza y ésta se había trasformado de manera arrogante y ruidosa. Me va contando su alegría de enseñarme Madrid, pero lo veo desilusionado.