Leather & Lark - Brynne Weaver - E-Book

Leather & Lark E-Book

Brynne Weaver

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Beschreibung

De la autora de Butcher y Blackbird, la original novela que está causando furor en TikTok, llega la segunda entrega de la trilogía del amor caótico: una oscura comedia romántica enemies to lovers plagada de peligro, caos y pasión. Todo asesino se cobra sus almas. Todo fantasma busca venganza. Lo único que ansía Lachlan Kane es vivir en paz. Pero sabe que, después de fastidiarla durante un encargo para el cliente más importante de su jefe, jamás conseguirá salir del mundo del crimen organizado. Al menos, hasta que Lark Montague le ofrece un trato: dar caza a un asesino a cambio de que ella garantice su libertad. ¿El problema? Primero tienen que casarse. Y ambos se llevan a matar. Puede que la cantante y compositora indie Lark Montague parezca un torbellino de alegría y purpurina, pero esconde un montón de secretos. Después de que su formidable familia sufra varios reveses y la felicidad de su mejor amiga se vea amenazada, no duda en llegar a un acuerdo con el hombre que está empeñada en odiar, al margen de lo atractivo que sea el taciturno asesino a sueldo. A medida que Lachlan y Lark se sumergen en el oscuro mundo que los mantiene unidos, su matrimonio falso se vuelve indistinguible de uno de verdad, aunque no son solo las dificultades familiares las que los atormentan. Hay otro fantasma al acecho... Y está sediento de sangre.

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Seitenzahl: 565

Veröffentlichungsjahr: 2025

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ADVERTENCIAS DE CONTENIDO

Aunque Leather & Lark sea una comedia romántica oscura (y esperamos que te rías con toda esta locura), ¡sigue siendo oscura! Por favor, lee con responsabilidad. Si tienes alguna pregunta sobre la siguiente lista, no dudes en ponerte en contacto conmigo en brynneweaverbooks.com o en cualquiera de mis redes sociales (estoy más activa en Instagram y en TikTok).

•Globos oculares, aunque nada de cuencas esta vez, así que ya puedes darme las gracias.

•Dientes y derivados.

•Puede que, por mi culpa, ya no puedas volver a tomar pizza ni cerveza. Ni batidos. Sigo sin arrepentirme de nada.

•Globos de nieve.

•¿Autocanibalismo…? Bienvenido al debate que nunca creíste que fueras a tener.

•Múltiples armas y objetos cortantes, entre los que se incluyen: dardos, tijeras, pistolas, sierras, cuchillos, trituradoras y un pequeño utensilio llamado «cuchara de enucleación».

•Dedos amputados.

•Igual la próxima vez que vayas a hacer manualidades con resina epoxi te lo piensas dos veces.

•Choques entre vehículos.

•Ahogamientos de diversa índole.

•Enfermedad terminal de un ser querido.

•Escenas de sexo explícito que incluyen, entre otras cosas: juguetes para adultos, asfixia, sexo duro, humillación moderada, actos sexuales en público, penetración con consolador con correa y fetiche por los cumplidos.

•Referencias a negligencia parental y maltrato infantil (no explícitas).

•Referencias a agresiones sexuales infantiles (no explícitas).

•Lenguaje explícito y pintoresco que incluye numerosas «blasfemias». ¡La que avisa no es traidora!

•Perro herido (la causa de la lesión no se describe, y el animalito está bien, ¡de verdad!).

•Hay muchas muertes… El libro va de un asesino a sueldo y una asesina en serie que se enamoran, así que creo que se da por sentado.

Para los que habéis llegado aquí después de leer la escena del helado de B&B, habéis visto las advertencias de contenido de L&L y habéis pensado: «Lo de la pizza no va en serio… ¿verdad?». Este libro es para vosotros

PLAYLIST

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APPLE MUSIC

SPOTIFY

PRÓLOGO: Prender

«I Only Have Eyes for You», The Flamingos

CAPÍTULO 1: Sumergido

«TUNNEL VISION», Melanie Martinez

«444», Ashley Sienna

CAPÍTULO 2: En el blanco

«Underground», MISSIO

«Pulse», Young Wonder

CAPÍTULO 3: Guillotina

«Cuz You’re Beautiful», Kiyashqo

«BITE», Troye Sivan

CAPÍTULO 4: Germinar

«November», PatrickReza

«Shutdown», Hudsun

CAPÍTULO 5: Hilos

«SLOW DANCING IN THE DARK», Joji

«Lay Your Cards Out», POLIÇA

CAPÍTULO 6: Leytonstone

«Stay with Me», Kevin Olusola

«Don’t Leave», Snakehips & MØ

CAPÍTULO 7: Justicia

«Laalach», TroyBoi

«Fall Away» (feat. Calivania), UNDREAM

«Above the Clouds», Luca

CAPÍTULO 8: Fricción

«Who Do You Want», Ex Habit

«How Soon Is Now» (feat. Dresage), AG

CAPÍTULO 9: Por la retambufa

«One of Your Girls», Troye Sivan

«Love Made Me Do It», Ellise

CAPÍTULO 10: Trofeos

«Kiss and Collide», Blondfire

«Downtown», Allie X

CAPÍTULO 11: Holograma

«Pilgrim», MØ

«Seconds», Ghost Loft

CAPÍTULO 12: In nomine Patris

«O.D.D.», Hey Violet

«Blur», MØ

CAPÍTULO 13: Contactos

«If You Wanna», Kiyashqo

«Everybody’s Watching Me (Uh Oh)», The Neighbourhood

CAPÍTULO 14: Retiro

«Superstar», MARINA

«Love Me», Jane XØ

«Front to Back», Buku

CAPÍTULO 15: Señales

«Can’t Forget You», NEVR KNØW

«Too Deep», Kehlani

CAPÍTULO 16: Himnos

«Fears», MTNS

«Never Enough», TWO LANES

CAPÍTULO 17: Ascender

«Fight!», Ellise

«Soft to Be Strong», MARINA

CAPÍTULO 18: Protagonista

«Don’t Dream It’s Over», Kevin Olusola

«TALK ME DOWN», Troye Sivan

¡ATENTOS AL TEMA ADICIONAL «RUINOUS LOVE», DE T. THOMASON, QUE SE AÑADIRÁ A LA PLAYLIST PARA ESTE CAPÍTULO!

CAPÍTULO 19: Expuesta

«Close» (feat. Tove Lo), Nick Jonas

«Tranquilizer» (feat. Adekunle Gold), TroyBoi

CAPÍTULO 20: A gatas

«Make You Mine», Madison Beer

«Make Me Feel», Elvis Drew

CAPÍTULO 21: Enuclear

«Arms of Gold» (feat. Mia Pfirrman), Tape Machines

«Dangerous» (feat. Joywave) [Oliver Remix], Big Data

«Back to the Wall», TroyBoi

CAPÍTULO 22: Errante

«Alone - Slow Edit», BLVKES

«New Religion», MARGARET WHO

CAPÍTULO 23: Última defensa

«Immortal», MARINA

«Dizzy», MISSIO

CAPÍTULO 24: Aparición

«Triggered», Chase Atlantic

«We Appreciate Power» (feat. HANA), Grimes

CAPÍTULO 25: Abrasada

«Twisted», MISSIO

«Work», ionnalee

«Locked», Welshy Arms

CAPÍTULO 26: Renovar

«Liability» (feat. Astyn Turr), Tape Machines

«My My My!», Troye Sivan

«Believe in Love», MARINA

EPÍLOGO: Truco de magia

«Afterlife», Hailee Steinfeld

CAPÍTULO EXTRA: Consolador

«Troublemaker» (feat. Izaya), Omido

«Love U Like That», Lauv

PRÓLOGO

PRENDER

Lark

—Cariño, esto es lo que yo llamo «Todo acto tiene sus consecuencias» —digo mientras desenrollo la mecha de los fuegos artificiales que Andrew tiene atados entre los muslos.

Los chillidos alcanzan su punto álgido antes de acabar sofocados por la cinta que le tapa la boca.

Al verme, jamás se te pasaría por la cabeza, pero es cierto…

Adoro la angustia que desprende su voz.

Andrew solloza y se revuelve en la silla. Le dedico una sonrisa de oreja a oreja y sigo retrocediendo por el claro hacia los árboles. Me sitúo lo bastante cerca como para ver el temor reflejado en sus ojos y, a al mismo tiempo, lo bastante lejos como para que los gruesos troncos me sirvan de protección. Sus súplicas ahogadas rezuman desesperación. Está hiperventilando, y las nubes de vaho que brotan de su nariz se extienden hacia el cielo iluminado por las estrellas.

—¿Sabes por qué estás ahí en medio, con unos cohetes atados a la polla, y yo aquí, sujetando la mecha? —grito.

Niega con la cabeza y luego asiente, como si no tuviera claro qué respuesta pondrá fin a la tortura. La verdad es que da igual lo que responda.

—Si te quito la cinta de la boca, me dirás lo mal que te sabe haberte follado a Savannah en nuestra cama mientras yo estaba de viaje, ¿verdad?

Asiente desesperado, puesto que el pegamento le impide soltar sus previsibles trolas. No sabes cuánto lo siento, de verdad que no volverá a pasar, te juro que te quiero… bla, bla, bla.

—Me temo que no estamos aquí por eso.

Andrew me mira desconcertado, intentando adivinar qué he querido decir mientras mi sonrisa se vuelve feroz. Ahí es cuando el pánico se apodera por completo de él. Puede que sean mis palabras o el brillo de satisfacción que adquiere mi mirada. Tal vez sea mi forma de contemplarlo, sin pestañear. O la manera en que me río al girar la rueda del mechero que llevo en la mano. Quizá sean todas esas cosas juntas las que provoquen que se mee encima. Los regueros de orina brillan a la luz de la luna a medida que se deslizan por sus piernas desnudas y temblorosas.

—Así es, cielo. Conozco todos tus secretos.

Acerco la llama a la mecha sin apartar la mirada de Andrew en ningún momento.

—Coño, casi se me olvida.

Dejo que la llama se apague y Andrew suelta un suspiro de alivio y esperanza.

Esperanza. Madre mía, da hasta ternurita.

Supongo que no debería juzgarlo con tanta dureza: yo también albergué esperanza en el pasado. Esperanza por lo nuestro.

Pero fui una ingenua al pensar que Andrew, con ese aire de malote, era el chico adecuado para mí. Me conquistaron esos dos tatuajes bien puestos. Por la forma en que siempre llevaba el pelo alborotado, parecía el típico tío que pasa de todo. Hasta su manía de ir dando bandazos de un trabajo a otro me resultaba lógica, aunque no sé por qué. De algún modo, me convencí de que era un rebelde de los de verdad.

Luego se folló a nuestra amiga Savannah mientras yo estaba de viaje y me di cuenta de que no era un rebelde.

Sino un pringado.

Y la cosa no acaba ahí. En cuanto me enteré de que me había puesto los cuernos, le robé el móvil y descubrí hasta qué punto mi supuesto novio me la había colado. Vi los mensajes que había enviado a un montón de chicas, algunas lo bastante jovencitas como para caer en las garras de un batería buenorro que les regalaba el oído y les prometía el oro y el moro. Descubrí mucho más que a un chico malo.

Descubrí a un puto depredador.

Uno que había conseguido sortear mis defensas. Y hacía años que me había prometido algo a mí misma:

Nunca más.

Cuando levanto los ojos al cielo, no es el presente lo que me viene a la cabeza. Ni tampoco la rabia y el asco que sentí al revisar el teléfono de Andrew. Es el recuerdo de las agujas de piedra gris del prestigioso Ashborne Collegiate Institute, con sus puntas de cobre apuntando a las estrellas. Incluso ahora, pasados los años, soy capaz de evocar el temor que me acechaba a todas horas. Era un palacio repleto de habitaciones oscuras y espeluznantes secretos. Un castillo de lamentaciones.

Los depredadores como Andrew son como una puta plaga de langostas. A veces parece que la invasión se extiende por todas partes y que ningún lugar está a salvo, ni siquiera las fortalezas como Ashborne, que deberían ser sagradas. Bella y grandiosa. Recóndita. Segura. Al igual que sucede en la naturaleza, lo más bello es a menudo lo más venenoso.

¿Y el señor Laurent Verdon, el director de arte de Ashborne? Bueno, me prometió cosas la mar de bonitas.

Los remordimientos se apoderan de mí. Me arrepiento de la muerte del señor Verdon. Aunque no por lo que cabría suponer.

Debería haberlo matado yo.

Y ahora mi mejor amiga, Sloane, asumirá esa carga y sus consecuencias durante el resto de su vida.

Cierro los ojos con fuerza y veo unos destellos de luz blanca. Cuando vuelvo a abrirlos, el pasado se encuentra de nuevo archivado bajo llave. Por aquel entonces no tenía forma de defenderme, pero ahora las cosas han cambiado.

Puede que las promesas de los agresores sean bonitas, pero la mía es simple y sin pretensiones.

Nunca.

Más.

A lo mejor no está compuesta por palabras grandilocuentes, pero hago todo lo que puedo para que su ejecución sea espectacular de cojones.

Tomo una profunda bocanada del fresco aire otoñal. A continuación, le dedico una sonrisa a Andrew y rebusco en el bolso hasta dar con el altavoz portátil y conectarlo al móvil.

—Nunca viene mal dar un poco de ambientillo, ¿no te parece? —le digo mientras pongo la canción «Firework», de Katy Perry, a todo volumen.

¿Previsible? Sí.

¿Perfecta? También.

Empiezo a cantar sin molestarme en disimular la sonrisa. Puede que Andrew, al contrario de lo que reza la canción, se haya quedado sin opciones, pero lo que está claro es que va a echar chispas.

—En fin, creo que ha llegado el momento de la verdad. Tú sabes lo que has hecho y yo también. Los dos somos conscientes de que no puedo dejarte marchar. Tal y como te he dicho, cariño, hay que asumir las consecuencias —exclamo encogiéndome de hombros.

Enciendo la mecha al son de la desesperación de Andrew, que se ha puesto a protestar con energías renovadas.

—Chao, cielo. Ha sido… no sé ni cómo llamarlo —digo por encima del hombro mientras me resguardo en el bosque.

Los gritos de Andrew combinan de maravilla con el crescendo de la música y los fuegos artificiales que retumban en la noche. Su sufrimiento es un magnífico despliegue de chispas de colores, una salva de luces brillantes y ruido atronador. Es un final más majestuoso que el que merece, la verdad. Ojalá todos corriésemos la misma suerte.

Es magnífico, joder.

No sé en qué momento Andrew deja de gritar, porque los cohetes bomba empiezan a estallar y hacen un ruido de narices.

Cuando el estruendo llega a su fin y los últimos destellos son poco más que estrellas fugaces, vuelvo al claro. Un olor a salitre, azufre y carne chamuscada emana de la figura ennegrecida y humeante que está en el centro del prado.

Me acerco a él con cautela. No sé si todavía respira, y no pienso buscarle el pulso. Su final va a ser el mismo de todas formas. Aun así, me lo quedo mirando durante unos momentos mientras la música sigue sonando a todo volumen por el altavoz que he dejado entre la hierba. A lo mejor estoy buscando señales de vida. O esperando sentirlas yo misma. Una persona normal se sentiría culpable o triste, ¿no? O sea, estuve enamorada de él dos años. O eso creía. Sin embargo, lo único que lamento es no haberme dado cuenta antes de cómo era el auténtico Andrew.

Hasta esa punzada de arrepentimiento se ve opacada por la satisfactoria sensación de haber logrado mi objetivo. Por alivio. El hecho de descubrir un secreto y sacarlo a la luz de la forma más impactante posible resulta empoderante. Y he cumplido mi promesa. Nadie sufre, salvo los que se lo merecen. Me he encargado de ello. Si esta muerte ha de corromper el alma de alguien, será la mía, la de nadie más.

Nunca más.

Un leve gemido se abre camino a través de la música. Al principio no doy crédito, pero vuelvo a oírlo, esta vez acompañado de una nube de humo.

—La hostia, cariño —digo con una carcajada incrédula. Me invade una oleada de gozo—. Qué pasada que sigas vivo.

Andrew no contesta. Ni siquiera sé si me oye. Tiene los ojos cerrados y la piel chamuscada; la sangre le mana a través de los bordes deformados de la carne herida. Sin quitarle los ojos de encima, hurgo en el bolso hasta que doy con lo que estoy buscando.

—Espero que hayas disfrutado del espectáculo. Ha sido magnífico —digo mientras desenfundo la pistola y le apoyo el cañón en la frente. Otro gemido silencioso atraviesa la noche—. Pero no he traído suficientes cohetes para un bis, así que tendrás que imaginártelos.

Aprieto el gatillo y, con una explosión final, el mundo se libra de otra langosta.

Y no siento nada salvo una cosa.

Que soy invencible.

SUMERGIDO

Lark

—¡Espera sentado! —le grito al hombre del interior del coche mientras aporrea la ventanilla y suplica clemencia. El vehículo está hundiéndose—. ¿Lo pillas?

Creo que no me ha oído, pero me da igual. Me limito a esbozar una sonrisa mientras me despido de él con la mano y le apunto con una pistola por si acaso la ventanilla cede y él se las apaña para escabullirse.

Por suerte, la presión del agua, que cada vez sube más, reduce prácticamente a cero sus posibilidades de huida, y en apenas unos segundos, el vehículo queda sumergido. Veo aflorar burbujitas mientras el coche se desliza bajo las suaves olas negras del embalse de Scituate. Los faros, que apuntan a las estrellas, empiezan a fallar cuando los conectores eléctricos sucumben al agua.

—Hay que joderse.

Mal asunto.

Bueno, la verdad es que es una pasada. Pero también un marrón de los gordos.

Me muerdo el labio y observo la escena hasta que los faros se apagan del todo y la superficie del agua se queda inmóvil. Tras asegurarme de que no van a producirse más ruidos, saco el teléfono y abro los contactos. Dejo el pulgar suspendido sobre el número de Ethel. Cuando la cosa se va de madre, siempre la llamo a ella. Debo reconocer que un coche-ataúd sumergido en el fondo de un lago va más allá de lo que normalmente entendemos como «irse de madre», y eso sin contar con que ahora mismo tampoco puedo pedirle ayuda.

Lanzo un suspiro y pulso el número que está justo encima del suyo.

Contesta al segundo tono.

—Alondra —dice mi padrastro al otro lado del móvil. Pongo los ojos en blanco y sonrío al escuchar mi apodo de la infancia.

—Hola, papá. —El tono cauteloso de mi voz es lo primero que le hace sospechar que quizá algo no marche bien.

—¿Qué pasa, cielo? ¿Algún problema?

—Sí…

—¿Alguien ha vomitado en la alfombra? —pregunta. Se nota que está en una fiesta de Halloween y que lleva unas cuantas copas encima, porque no se ha percatado de que a este lado del teléfono no se oye griterío ni música de fondo—. Le pediré a Margaret que mande un equipo de limpieza a tu casa a primera hora de la mañana. No te preocupes, cariño.

Una última e incriminadora burbuja emerge del lago a modo de signo de exclamación.

—Mmm, no es esa clase de limpieza la que necesito ahora mismo…

La línea se queda en silencio. Trago saliva.

—¿Papá…? ¿Sigues ahí?

Tras oír una puerta cerrarse al otro lado de la línea, las risas, las voces y la música quedan amortiguadas. Lo siguiente que advierto es el trémulo suspiro de mi padrastro. Me lo imagino pasándose los dedos por la frente en un intento inútil por mantener la calma.

—¿Qué coño me estás contando, Lark? ¿Estás bien?

—Sí, perfectamente —digo, como si solo fuera un contratiempo de nada, pese a estar taponándome una herida en el nacimiento del pelo con una camiseta ensangrentada. Debo de estar sonriendo como una loca. Menos mal que no hay nadie por aquí, porque el disfraz de Harley Quinn y las tropecientas capas de maquillaje que llevo no ayudan mucho—. Puedo encargarme yo misma del asunto si me das el número.

—¿Dónde estás? ¿Ha sido Sloane?

—No, para nada —respondo con voz firme, y mi sonrisa desaparece al instante. Aunque me jode que haya dado por hecho que la culpa es de Sloane, contengo mi irritación—. Seguro que ella está atrincherada en casa con su gato diabólico y algún libro guarro. No estoy en Raleigh, me he ido de fin de semana.

—¿Y dónde estás?

—En Rhode Island.

—Mierda.

Sé lo que está pensando: que estoy demasiado cerca de casa para una cagada de este tipo.

—Lo siento, en serio. Es que el coche se ha… —intento dar con las palabras adecuadas para explicar la situación, pero solo se me ocurre una— hundido.

—¿Tu coche?

—No, el mío está… —Vuelvo la cabeza hacia mi Cadillac Escalade, y los faros hechos añicos me devuelven la mirada—. El mío ha visto días mejores.

—Lark...

—Papá, puedo encargarme yo. Solo necesito el número de alguien que me eche una mano con la limpieza. Si tiene una grúa, mejor. Y un equipo de buceo, ya de paso.

Su risa suena carente de alegría.

—Será una broma...

—¿Qué parte exactamente?

—Espero que todo.

—Bueno —digo mientras me asomo por la escarpada pendiente para observar el agua—. Igual puede solucionarnos la papeleta alguien que sepa hacer esnórquel. No creo que el lago sea demasiado hondo.

—Por Dios santo, Lark. —Un suspiro pesaroso inunda la línea. Detesto pensar que lo he decepcionado. Es como si estuviera plantado a mi lado, con esa expresión que le he visto tantas veces, la que indica que desearía que hiciera mejor las cosas, pese a que jamás lo dice en voz alta para no disgustarme—. De acuerdo —responde por fin—. Te daré el número de una empresa llamada Leviatán. Te pedirán un código de usuario, pero no debes decirles tu nombre; ni por teléfono ni cuando lleguen. Son profesionales, pero es gente peligrosa, cariño. Quiero que me mandes un mensaje cada treinta minutos para saber que estás bien, ¿entendido?

—Claro.

—Y recuerda, nada de nombres.

—No te preocupes. Gracias, papá.

Se produce un largo silencio antes de que él vuelva a tomar la palabra. Tal vez quiera decir algo más, llamarme la atención, plantearme alguna pregunta incómoda… Pero no lo hace.

—Te quiero, cariño. Ten cuidado.

—Y yo a ti. Tendré cuidado.

En cuanto colgamos, recibo un mensaje de mi padrastro con un número de teléfono y un código de seis dígitos. Tras marcar el número, una mujer educada y competente responde a la llamada y toma nota de mis datos. Me hace preguntas directas y yo le contesto de forma escueta. ¿Está herida? Nada grave. ¿Cuántas personas hay muertas? Una. ¿Desea solicitar algo en particular para facilitar la tarea de limpieza? Un equipo de buceo.

Tras comunicarme las condiciones y los detalles del pago, cuelgo el teléfono y me vuelvo hacia mi coche, donde el motor de refrigeración ronronea por debajo del capó abollado. Podría esperar dentro del vehículo, donde estaré calentita, pero opto por quedarme fuera. El «accidente» me trastocará aún más el sueño, bastante alterado ya de por sí; lo último que me hace falta es sentarme entre los destrozos y abrir la puerta a más pesadillas. Aun así, ha merecido la pena ver a ese cabrón depravado hundirse en el fondo del embalse.

Otra langosta exterminada.

Cuando una amiga de Providence me comentó que en el instituto de su hermana pequeña corrían rumores de que uno de los profesores era un pervertido, el degenerado en cuestión no tardó en caer en la trampa que le tendí con mis cuentas falsas en las redes sociales. Al cabo de nada, estaba pidiendo fotos y dándome la tabarra para quedar con «Gemma», mi alter ego adolescente, así que pensé: «Qué narices, ¿por qué no? Puedo volver a casa de visita, salir de fiesta en Halloween y deshacerme de unos cuantos bichejos». Supongo que podría decirse que cumplí mi objetivo, aunque en realidad no pretendía lanzar al señor Jamie Merrick al agua. Tenía la esperanza de obligarlo a detenerse en el arcén y pegarle un tiro en la cara, llevarme algún trofeo valioso y dejarlo allí tirado como el saco de basura que es. Por desgracia, pareció percatarse de que estaba en apuros y casi se me escapa. Supongo que sumó dos y dos cuando intenté reventarle una de las ruedas después de que se negara a detenerse. Y seguro que mis risotadas de chalada mientras agitaba el arma por la ventana también tuvieron algo que ver.

Por sorprendente que parezca, cargarse a alguien y dejarlo tirado en medio de la nada sin que nadie se entere es bastante sencillo. El problema es que encubrir el rastro cuesta un pelín más cuando una parte de tu coche ha quedado estampada en el suyo.

Por otro lado, lo de embestir el coche de ese capullo y lanzarlo al lago le da un toque más peliculero.

—No hay mal que por bien no venga —digo en voz baja mientras desenrosco los tornillos de la matrícula trasera de mi coche con una moneda.

La delantera, que ha quedado deformada, ya la he recogido del suelo. Cuando acabo, saco mi abrigo del Escalade y me pongo unos pantalones de chándal por encima de las mallas de rejilla y los shorts diminutos que llevo. Con la pistola guardada a buen recaudo en la mochila, cojo la documentación de la guantera, me echo la correa al hombro y cierro la puerta.

Durante un momento, permanezco junto a la pedregosa ribera donde ha volcado el coche de Jamie y lo ha catapultado al más allá. Su rostro aflora en mi mente con todo lujo de detalles, iluminado por los faros de mi coche justo antes de la colisión. Los ojos abiertos de par en par, dominados por el pánico. El pelo rubio y rizado. La boca abierta en un grito mudo. Estaba cagado de miedo. Era consciente de que iba a morir y no tenía ni idea del porqué.

¿Debería sentirme culpable?

Porque no es así. En absoluto.

Parpadeo para ahuyentar la furia demoledora que todavía fluye por mis venas y contemplo con una sonrisa la tumba acuática que tengo delante.

—De vez en cuando, las cabronas como yo tenemos que echarle una mano al karma, ¿verdad, señor Merrick?

Me acerco a la rocosa orilla con un suspiro de satisfacción.

Le mando un mensaje a mi padrastro para hacerle saber que estoy bien y programo una alarma para enviarle otro dentro de treinta minutos. A continuación, trepo por las irregulares rocas hasta que encuentro un punto apartado de la carretera. Con las coletas ocultas bajo la capucha y el cuerpo dolorido por la colisión, me tumbo sobre uno de los pedruscos de granito y contemplo el cielo. Es el lugar ideal para esperar.

Y eso hago.

Durante casi tres horas.

De vez en cuando pasa algún que otro vehículo, aunque no pueden verme porque estoy oculta entre las sombras de las rocas. Ninguno se detiene a examinar el Escalade. He conseguido aparcarlo junto a la cuneta perpendicular al lago antes de que se escacharrara por completo, y, a no ser que alguien circule por la carretera menos transitada y se fije, los daños pasan desapercibidos. Así pues, cuando un vehículo clásico se acerca lentamente y se detiene junto a mi todoterreno, advierto el estruendoso motor de inmediato. Permanezco agazapada entre las rocas con el corazón desbocado y observo.

Mi móvil vibra y veo que he recibido un mensaje de un número desconocido.

Estoy aquí.

—Breve y al grano —me digo antes de ponerme en pie.

Estoy algo mareada y las piernas me flaquean durante un momento, pero consigo recomponerme a medida que me acerco al coche.

El motor se apaga. Sujeto la mochila contra el cuerpo con una mano metida dentro y las yemas de los dedos apoyadas en la fría empuñadura de la pistola.

Tras plantarme, vacilante, en medio de la calzada, la puerta del coche se abre con un chirrido y un hombre musculoso sale del interior. Va enfundado en un traje de neopreno negro. Lleva puesta una máscara y solo se le ven los ojos y la boca. Pese a lo corpulenta de su complexión, cada uno de sus movimientos rezuma elegancia.

Agarro la pistola con fuerza al verlo aproximarse.

—Código —exige con un gruñido.

Me froto la cabeza con la mano que tengo libre mientras intento recordar la secuencia numérica que me ha facilitado mi padrastro y que me he repetido varias veces. Me cuesta recordarla al tener delante a un tío raro que no deja de mirarme.

—Cuatro, nueve, siete, cero, seis, dos.

Apenas veo los ojos del hombre, ya que esta noche no hay luna, pero los noto sobre mí cuando me recorre de la cabeza a los pies.

—Herida —dice en voz baja, como si intentara fingir que tiene la boca llena de tierra.

—¿Qué?

De pronto, se me acerca de golpe. Retrocedo, pero solo consigo dar tres pasos antes de que él me agarre por la muñeca. Olvido por completo la existencia de mi pistola cuando noto la calidez de su palma contra mi fría piel; su tacto es inflexible pero cuidadoso cuando enciende una linterna y me apunta al nacimiento del pelo.

—Puntos —es lo único que dice.

—Ya… como comprenderás, ando algo corta de aguja e hilo —respondo.

Reacciona a mis palabras con un gruñido, como si fuera mi problema no haberme cosido yo misma la herida de la cabeza.

Intento zafarme de un tirón, pero no sirve de nada: el hombre me agarra con más fuerza antes de apuntarme al ojo izquierdo con la linterna, luego al derecho y finalmente al izquierdo otra vez.

—¿Inconsciente? —pregunta.

Cuando entorno la mirada y arrugo la nariz a modo de pregunta, me da un golpecito en la cabeza con la linterna.

—¡Ay!

—¿Inconsciente? —repite con tono autoritario, pese a que su voz es apenas un susurro.

—¿Te refieres a si me he desmayado? No.

—¿Náuseas?

—Un poco, sí.

—Conmoción —concluye, dándome su veredicto con tres simples sílabas.

Me suelta la muñeca como si fuera a pegarle algo y a continuación se da la vuelta y se dirige hacia la intersección donde hace unas horas me salté una señal de stop y embestí el coche de Jamie Merrick.

Lo sigo tambaleándome mientras él alumbra el asfalto con la linterna. No me dice qué anda buscando, pero supongo que está asegurándose de que no haya ningún resto de los vehículos por el suelo.

—Nunca he sufrido una conmoción. ¿Podría quedarme en coma? —le pregunto mientras le doy alcance y lo sigo de cerca.

—No.

—¿Crees que tendré una hemorragia cerebral?

—No.

—Pero ¿cómo lo sabes? ¿Eres médico?

—No.

—Ah, pues menos mal, porque eres borde de cojones.

El hombre resopla, pero no se da la vuelta. Se detiene de golpe y casi me doy de bruces contra su espalda. Estamos tan cerca que percibo el ligero aroma marino que despide su traje de neopreno. No me cuesta demasiado imaginarme sus grandes músculos por debajo de la fina capa de goma sintética que nos separa. ¿Debería estar preguntándome si también hace surf? ¿O qué aspecto tendrá en la playa al quitarse la prenda empapada? Probablemente no. Pero, bueno, es lo que hay.

Ahuyento la imagen de su cuerpo irritantemente atlético y me concentro en los lentos movimientos de barrido que está haciendo con la linterna, iluminando la carretera de una cuneta a otra.

Se alumbra los pies y se queda inmóvil, como si de repente lo hubiera asaltado un pensamiento y fuera incapaz de quitárselo de la cabeza.

Cuanto más tiempo permanece ahí plantado, más sencillo me resulta recordar que es un poco capullo.

Puede que esté algo aturdida y que la mente no me carbure del todo, pero la situación me queda clara enseguida: lo único que ha hecho este gilipollas desde que ha llegado ha sido soltarme cuatro gruñidos y darme su diagnóstico de barra de bar como si no hubiera nada de lo que preocuparse.

Conmoción, ha dicho.

—¿Y si…?

—¿Borracha? —pregunta con un gruñido cuando se vuelve hacia mí.

Me lo quedo mirando pasmada. Noto que la rabia aflora en mi interior.

—¿Perdona?

—¿Estás borracha?

Se inclina hacia mí. Nuestros rostros están a escasos centímetros de distancia. Mi furia contenida se convierte en una puta corriente piroclástica cuando toma una profunda inspiración por la nariz.

Le doy un empujón con las manos. Joder, es como intentar derribar una estatua de mármol. Se aparta de mí, pero solo porque quiere, no porque yo le haya obligado.

—No, no estoy borracha, gilipollas monosilábico. No he bebido nada.

Suelta un bufido.

—¿Qué, acaso mi aliento olía a alcohol cuando te has acercado a dos centímetros de mi jeta como un puto psicópata?

Al oír eso, resopla de forma burlona.

—Pues eso. Gracias por tus meadas fuera de tiesto, Batman de mercadillo —digo señalando con desdén su mono de neopreno—, pero jamás se me ocurriría coger el coche borracha. De hecho, casi nunca bebo.

Deja escapar lo que podría ser un gruñido de alivio.

—Ya.

—Y para que lo sepas, cuando voy ciega, soy de las que se convierten en un peluchito adorable. No de las que provocan accidentes.

—Accidente —susurra, y aunque se trata de una única palabra, su tono rezuma sarcasmo. Señala a nuestro alrededor con la linterna—. No hay manchas de frenazo.

Suelto una risita.

—¿Man… Manchas de qué…?

Deja escapar un suspiro frustrado.

—De frenazo —dice con un áspero gruñido—. Debería haber marcas de ruedas donde has intentado frenar.

No puedo contenerme más y me echo a reír a carcajadas. Y pese a que el Batman de mercadillo lleva puesta una máscara, noto su mirada furiosa en la piel.

—Imagino que habrás estado viviendo debajo de una piedra como toda lagartija que se precie, pero es la frase de una peli. Arma fatal. Manchas de frenazo. Esa en la que salen Simon Pegg y Nick Frost… Y Timothy Dalton acaba ensartado en la aguja de la iglesia del pueblo en miniatura. Es para partirse.

Se produce un largo silencio.

—Venga ya. ¿Cómo pretendes que no me ría si la frase más larga que me has soltado entre gruñido y gruñido ha sido la del frenazo? Menuda imitación de Batman más burda, por cierto…

—No es muy hablador. —Otra voz resuena en la noche.

Advierto un súbito movimiento a mi derecha, pero, antes de que pueda volverme, Batman me rodea la cintura con el brazo y me coloca detrás de él. La mochila se me cae al suelo y me doy de bruces contra el muro de ladrillos recubierto de neopreno que parece su espalda.

—Hijo de…

—Baja el arma, tío, que soy yo —dice la voz desconocida, interrumpiendo la sarta de improperios que me disponía a soltarle.

El recién llegado lanza una risita y Batman deja de agarrarme con fuerza. Ahora que la cabeza ha dejado de darme vueltas, caigo en la cuenta de lo que acaba de ocurrir. Se ha situado de forma instintiva entre el peligro y yo, asegurándose de mantenerme oculta.

Me asomo por encima del hombro de Batman y veo a otro hombre enmascarado a unos metros de distancia. Tiene las manos levantadas en gesto de rendición y su postura rezuma indiferencia, pese a que mi protector está apuntándole al pecho con una pistola.

Mi pistola.

—Eh, cabrón, es mía. Devuélvemela.

El Batman de mercadillo suelta un resoplido cuando le doy un golpecito en el bíceps mientras baja el arma.

—No —dice, y se aleja.

Se aproxima al recién llegado sin dignarse a darme explicación alguna, y yo me quedo ahí plantada, con la mochila tirada a mis pies y el contenido de mi neceser de maquillaje desparramado por el asfalto. Los dos hombres conversan en voz baja; capto alguna que otra frase mientras recojo mis pertenencias sumida en la penumbra. Remolcarle el coche… El cadáver está en el lago… Seguro que iba hablando por el móvil. Ha sido un accidente tonto…

Un accidente tonto.

Las mejillas me arden bajo las numerosas capas de maquillaje blanco. El impulso de replicarles y contarles la verdad es tan intenso que noto cómo me sube por la garganta, pero lo reprimo y me dejo caer al suelo para recoger todos mis trastos. Meto las cosas en la mochila mientras fulmino con la mirada a los dos hombres sin que se den cuenta.

Daría igual que les dejara el asunto bien claro, ¿no? Estos tíos son profesionales. Se encargan de encubrir los marrones de gente mucho más turbia y peligrosa que yo. Seguro que ya han visto de todo, desde accidentes reales hasta escenarios de tortura y demás. ¿Qué más da si descubren la verdad?

Pero no puedo arriesgarme a que mi confesión acabe llegando a oídos de mi familia. Puede que no sean unos santos, pero yo tengo que representar mi papel, y si bien el de agente del caos no desentona demasiado, el de asesina ya es harina de otro costal.

De manera que esbozo una sonrisa radiante, me cuelgo la mochila al hombro y me acerco a ellos.

—Me sabe fatal interrumpir esta reunión de superhéroes de saldo, pero deberíamos ponernos en marcha, ¿no os parece? Amanecerá dentro de cuatro horas y veintidós minutos —digo, echándole un vistazo a mi reloj.

Cuando levanto la vista, el tío recién llegado me mira con la cabeza ladeada, como si la rapidez de mis cálculos lo hubiera sorprendido. Teniendo en cuenta que la primera impresión que se ha llevado de mí no ha sido para tirar cohetes, no voy a echárselo en cara. Cuando me vuelvo hacia Batman, me fijo en que sus ojos son dos rendijas tras la máscara, pero enderezo la espalda y alzo el mentón, blindándome contra su mala opinión sobre mí.

—¿Y bien? Cuanto antes nos quitemos esto de encima, antes podremos marcharnos cada uno por su lado.

—Por mí bien, Barbie Patinazos —replica mi Caballero Oscuro vestido de neopreno.

Capto un ligero acento, pese a su intento por ocultarlo, pero soy incapaz de distinguir su procedencia.

—Procura no ahogarte, Batman de mercadillo. Sería una lástima que Rhode Island perdiese a alguien con unas dotes para la atención al cliente tan excelentes como las tuyas. Por no hablar de tus empáticos diagnósticos médicos.

El recién llegado resopla burlón mientras yo me cruzo de brazos y me enzarzo con Batman en un duelo de miradas que parece durar seis años. Finalmente, se da por vencido y le pasa mi pistola a su compinche con la orden de no devolvérmela. A continuación, gira sobre sus talones y se dirige a su coche para coger el equipo de buceo.

El recién llegado y yo contemplamos en silencio cómo nuestro malhumorado compañero comprueba las botellas de oxígeno, lleva el equipo hasta la orilla, se cambia las botas por unas aletas y se sumerge en las aguas negras.

—Soy Conor —se presenta mi nuevo compañero, y me tiende la mano sin apartar la mirada del lago.

—Barbie Jefaza —respondo, estrechándosela—. Alias Harley Quinn. Estoy de paso.

—Ya me lo imaginaba. Me mola tu maquillaje.

—Gracias, aunque no sé si tu amigo estará de acuerdo. ¿Es así de gilipollas siempre?

—La mayoría de las veces sí.

—Genial.

—De normal es uno de esos gilipollas vacilones que se dedican a chinchar a los demás. Hoy está gilipollas a secas.

—Un gilipollas polifacético, mira qué bien.

Conor se ríe por lo bajo y me tiende la pistola, pero se aferra a ella hasta que lo miro a los ojos.

—No hagas ninguna tontería.

—Te lo prometo.

—Y si alguien se te pone tonto, le pegas un tiro —repone Conor.

Asiento con la cabeza y suelta el arma. Se la cojo de las manos despacio, con cuidado. Me dirige una última mirada evaluadora antes de alejarse por la carretera desierta.

—¿Y si es tu amigo el que se me pone tonto? —le pregunto a su espalda.

—Ni te lo pienses: un tiro y punto. Apunta a las rótulas; el resto quizá te sea de utilidad.

Sonrío y me guardo la pistola en la mochila antes de volver mi atención al lago. Vislumbro el tenue resplandor de una linterna sumergible bajo la ondulante superficie. No transcurre demasiado tiempo antes de que advierta el ruido de un motor y una grúa se acerque a mi Escalade. Conor engancha el vehículo con destreza y, al acabar, se dirige a la orilla para esperar a su compañero.

Al cabo de un momento, un cuerpo emerge a la superficie, seguido de mi malhumorado Caballero Oscuro.

El corazón se me acelera cuando lo veo escupir el regulador de buceo y rodear el cadáver con el brazo para remolcarlo hasta la orilla. Me sorprendo jugueteando con la correa de la mochila mientras observo cómo se acerca. Durante nuestro breve encuentro, su expresión escrutadora me ha marcado la piel como un hierro al rojo vivo. Incluso ahora, incapaz de distinguir su mirada en la lejanía de la noche, sigo sintiendo que me perfora, como un puñal invisible.

¿Qué más da cómo me mire? ¿Por qué habría de importarme lo que piense? No sabe nada de mí ni de qué va todo esto; ignora por qué he tenido que hacerlo. No sabe que tengo una promesa que cumplir.

—Es un puto desconocido —me digo en voz alta cuando los pensamientos se me quedan cortos—. Y, después de esta noche, no volverás a verlo.

Me adelanto unos pasos y veo que Conor lo ayuda a sacar el cuerpo hasta la orilla. Batman sale del agua, se quita el equipo de buceo y lo deja sobre las piedras. A continuación, ambos levantan el cadáver de Merrick: Conor lo agarra de las piernas inertes mientras su compañero lo coge por los brazos. Tras algunos gruñidos y tropiezos sin importancia, consiguen llegar a la carretera y depositar el cadáver a mis pies.

Durante unos instantes, lo único que se oye es el sonido de sus resuellos.

Los dos hombres se me quedan mirando. Les devuelvo la mirada. Un espeso velo de silencio se posa sobre nosotros. Es como si estuvieran esperando a que me pusiera a cantar y bailar pero se me hubiera olvidado la letra. No recuerdo los pasos ni lo que se supone que debo hacer.

Conor ladea la cabeza y la revelación me sobreviene con la fuerza de un puñetazo.

Me llevo una mano al pecho y señalo el cuerpo tendido en la carretera.

—Ay… Dios mío…, es horrible… Qué he hecho…

Más silencio. Un búho ulula desde la espesura del bosque.

—Qué tragedia… —prosigo mientras me froto las pestañas secas—. Se me parte el alma… Nunca me lo perdonaré.

—Me cago en Cristo y su parentela —susurra Batman con un gruñido—. Típico.

—¿Perdona?

—Digo que es típico —repite, dando un paso hacia mí. Se me queda mirando—. Eres una de esas niñitas de papá acostumbradas a liarla parda y te importa tres mierdas haberte llevado por delante a un hombre inocente.

Mis protestas acerca de la supuesta «inocencia» de Merrick quedan ahogadas cuando Conor le apoya una mano en el pecho en un intento por calmar los ánimos.

—Venga, tío…

—De esas que les cuelgan el marrón a otros y se lavan las manos —prosigue Batman entre gruñidos, haciendo caso omiso a los cuidadosos reproches de Conor. Su acento aflora una vez más—. Y da igual quién se les ponga por delante porque siempre acaban yéndose de rositas.

Me lanzo hacia delante y salvo la distancia que nos separa. Estoy tan cerca de él que capto el dulce olor a menta de su aliento por encima del aroma del agua del lago. Contemplo su rostro enmascarado con expresión letal.

—¿Crees que es buen momento para recordarte que soy tu clienta? ¿O prefieres que lo dejemos para luego? Te dedicas a esto, ¿o es que se te ha olvidado?

—No me dedico a esto.

—Creía que te encargabas de limpiar.

—Pues creías mal, Barbie Patinazos.

—Y entonces ¿por qué has venido?

—Porque no me ha quedado otra, joder.

Batman me da la espalda, se agacha para coger el brazo inerte de Jamie y se carga el cadáver al hombro con un gruñido. Permanezco impasible cuando se acerca a mí y me fulmina con la mirada, aunque los latidos de mi corazón reverberan con fuerza en mis huesos.

—No sabes nada de mí —susurro enfadada.

Su mirada me abrasa la piel.

—Pues mejor —responde.

Lo observo acercarse a la grúa con el cuerpo colgado del hombro. Su figura queda envuelta entre las sombras, pero no le quito los ojos de encima, ni siquiera cuando Conor se detiene a mi lado.

—Siento lo que ha dicho —me dice en voz baja y calmada mientras apoya una mano enguantada en la nuca—. Es solo que… Ha tenido una noche de mierda. Te costará creerlo, pero no es nada personal. Y supongo que está muy quemado del curro.

Asiento y aparto la mirada de la grúa, donde Batman está envolviendo el cadáver en plástico para luego taparlo con una manta. Aunque oigo sus gruñidos por el esfuerzo cuando sube a Merrick a la parte trasera del vehículo, permanezco con la vista clavada en el bosque. Los árboles me invitan a perderme entre ellos y buscar un rincón tranquilo donde sentarme a pensar. Tal vez sería capaz de serenarme si el mundo enmudeciera durante un rato mientras…

—Mañana por la noche vendremos con un camión pluma para sacar el coche del lago. Hoy me encargaré de limpiar cualquier rastro que haya quedado en la carretera —dice Conor, interrumpiendo mi fugaz fantasía. Noto su mirada sobre el rostro, pero no me vuelvo hacia él—. Nuestro amigo Batman… Puede que sea algo bruto, pero sabe lo que hace. Nos ocuparemos del asunto. Nos aseguraremos de que no haya nada que te vincule con este lugar. Ni registros, ni pruebas. Será como si el accidente nunca hubiera ocurrido.

—Ya —susurro, pero la sonrisa que esbozo es fugaz. Si tenía que convencerlo de que no me pasa nada, he fracasado estrepitosamente. Cuando me vuelvo hacia Conor, veo un atisbo de preocupación en sus ojos, pese a que el resto de sus rasgos permanecen ocultos bajo la máscara—. ¿Accidente? ¿Cómo que accidente?

—Exacto —responde él sonriendo.

Se aleja para ayudar al Caballero Oscuro con malas pulgas a recoger el equipo de buceo y meterlo en el coche. Seguro que se ha tomado mi comentario como un chiste malo. Y aunque en mi rostro asoma un leve rastro de sonrisa para guardar las apariencias, por dentro me siento más sola que nunca.

El Batman de mercadillo lanza el traje de neopreno al maletero abierto de su Dodge Charger vintage. Se ha cambiado el atuendo y se ha puesto unos vaqueros negros que se le ciñen a los musculosos muslos, una camisa negra de manga larga y un pasamontañas. Se enfunda también unos guantes de cuero y se apresura a acercarse a mí mientras yo reprimo el impulso de coger la pistola oculta en las profundidades de mi mochila.

—Tenemos que irnos ya —masculla entre dientes cuando se aproxima al lugar donde me encuentro, en mitad de la calzada.

Me cruzo de brazos.

—¿Qué tal: «Tenemos que irnos ya, por favor»? O tal vez: «¿Emprendemos la marcha, milady? El Batmóvil espera».

Un ruido sordo retumba entre la fría brisa. Durante un instante, me da la impresión de que se acerca un coche. Uno con un silenciador chustero, tal vez.

Pero no.

Se trata de él. Está gruñendo.

Retrocedo, pero se abalanza sobre mí. Me carga sobre su hombro y se da la vuelta a una velocidad de vértigo; a continuación, se dirige a los vehículos mientras mis tripas rebotan contra sus huesos y músculos. Cojo mis pertenencias antes de que acaben desparramadas por el suelo; el impulso de pegarle un tiro en el trasero resulta casi tan tentador como el de vomitarle encima.

—Bájame de una puta vez.

Mi empeño por golpearlo resulta tan infructuoso como todo lo demás. Nada funciona: ni revolverme, ni ponerme a echar culebras por la boca ni mis intentos por hacerlo tropezar con mi enorme mochila.

—Ahora mismito, puta calamidad con patas.

Me deja caer con un movimiento rápido y aterrizo de culo sobre el maletero de su coche. Las piernas se me quedan colgando fuera.

—Ni pensarlo —digo con un gruñido.

Intento salir del maletero, pero es como si tuviera el cerebro hecho papilla. Todo está revuelto. Mis pensamientos. El mundo. El contenido de mi estómago. Tardo demasiado en recordar cómo poner en marcha las extremidades y, para cuando lo consigo, Batman ya me ha encajonado. Tiene las manos apoyadas en la base del vehículo, a ambos lados de mis piernas. Los extremos de sus pulgares me rozan los muslos. Invade el espacio a mi alrededor y, aunque cierro los ojos, advierto su presencia en todas partes. Percibo su aroma, a menta y agua del lago. Noto la calidez de su aliento en el rostro. Cuando levanto la vista hacia él, sus ojos azul marino es lo primero que me llama la atención; la intensidad de su gesto se ve acentuada por el pasamontañas negro que los rodea.

Noto un nudo en la garganta. Un temblor se apodera de mis brazos y repta hacia mis manos.

—Por favor, no lo entiendes —digo.

—Dentro.

—No.

—Ya.

—Por favor —susurro—. Aquí no. Iré en la grúa.

—Ni hablar. No con el sinfín de pruebas que va a llevarse de aquí mi compañero. Y no pienso arriesgarme a que alguien te vea sentada en la parte delantera —dice Batman entre dientes.

—Me da que estás exagerando, y que lo que pasa es que no quieres sentarte a mi lado.

Batman se encoge de hombros y se me acerca un poco más. Nos separan apenas unos centímetros. Posa la mirada en mis labios, embadurnados con una gruesa capa de maquillaje carmesí y negro.

—Supongo que nunca lo sabrás —dice con voz grave—. Pero es lo que hay.

Noto un picor en la nariz, pero me niego a ceder ante la frustración y echarme a llorar. No pienso derramar ni una lágrima delante de este cabrón. Si advierte el temblor de mis rodillas, no da muestras de ello. Se limita a acercarse aún más, con la mirada clavada en la mía. Sé que no va a dar su brazo a torcer. Y él es testigo del momento en que me doy cuenta, del momento en que lo asimilo del todo.

Hundo los hombros.

—Estoy suplicándotelo —susurro.

—Pues no lo estás haciendo muy bien.

—Eres un gilipollas con todas las letras.

—Y tú tienes tantas ganas de largarte de aquí como yo. Nadie más va a hacerte de chófer, así que más vale que te estés calladita —dice, y acto seguido me apoya la mano en la cabeza y me empuja hacia abajo con suavidad. Con la otra, baja el portón del maletero y me sume en la oscuridad hasta que cierro los ojos—. En cuanto lleguemos a Providence, podrás salir y armar las trifulcas que te dé la gana. Hasta entonces, procura portarte bien.

La puerta del maletero se cierra con un clic. Abro los ojos y me topo con una oscuridad total. El corazón me retumba en los oídos. Las lágrimas que me he negado a derramar delante de él brotan sin pudor al tiempo que me hago un ovillo y me acerco la mochila al pecho. Noto el empapado traje de neopreno contra la parte superior de la cabeza. Tiro del brazo del traje y me lo apoyo sobre la frente, donde una capa de sangre coagulada, sudor y maquillaje blanco pide a gritos abandonar mi piel.

Estás bien. Estás bien, estás bien, estás bien. Ya sabes qué hacer.

Repito el mantra hasta que la respiración se me apacigua lo suficiente para captar el intercambio de palabras amortiguadas entre Batman y Conor. Es una conversación corta y pragmática. Tengo la esperanza de que Conor haga entrar en razón a su amigo, pero esta no tarda en desvanecerse al cabo de un momento, cuando la puerta del conductor se abre y vuelve a cerrarse de golpe. El motor arranca con un rugido y nos ponemos en marcha.

Necesito otro plan.

Aprovecho la rabia que bulle en mi interior para mantener la concentración mientras el coche tuerce con suavidad un par de veces y toma una velocidad uniforme. Cuando deduzco que Batman se ha quedado tranquilo y confía en que voy a portarme bien, le doy un puñetazo al techo del maletero, dejando que oiga la embestida de la carne contra el metal.

—No sé si te lo han dicho alguna vez, pero ¡eres un capullo integral! —grito con lágrimas en los ojos. Mis golpes se convierten en un tañido que enfatiza mis cánticos—: Ca-pu-llo, ca-pu-llo, ca-pu-llo.

—Cierra el pico —ordena malhumorado antes de pisar el acelerador.

—Ven a cerrármelo tú, a ver si tienes huevos.

Vuelvo a golpear el techo y él sube por fin el volumen de la música para sofocar mis berridos. En cuanto lo hace, suavizo los golpes y la intensidad de mis protestas hasta dejar que se desvanezcan.

Al cabo de unos instantes, cuando cree que ha ganado la partida, enciendo la linterna del móvil y rebusco en mi mochila.

Saco la palanca de vibrato de mi guitarra eléctrica con una mano trémula y sudorosa mientras mi carcajada de loca queda sofocada por la música y el ruido del motor. Tal vez sea una Montague de nacimiento, lo que es una movida en sí misma, pero también soy una Covaci, y mi padrastro me ha enseñado un montón de truquillos de lo más útiles: por ejemplo, a deshacerme de las bridas alrededor de las muñecas. A hacer un nudo de horca. A cargar una pistola.

O a escapar del maletero de un coche.

Al tratarse de un vehículo clásico, la cerradura es un poco chunga de abrir, pero es bastante probable que el salpicadero no cuente con lucecitas de advertencia, porque cuando consigo desbloquearla al tercer intento, el cascarrabias del chófer sigue en la inopia. Sujeto el mecanismo y abro el portón lo suficiente como para otear la carretera que se extiende por detrás de nosotros. Seguimos en medio de la nada: no hay tráfico ni peatones, y solo algunas casas salpican el paisaje. Es todo bosque. Solo estamos la oscuridad, las luces traseras rojas que se filtran entre la noche y yo.

El coche reduce la velocidad. El eje de transmisión se desplaza al tiempo que Batman cambia de marcha y pisa el freno. Las luces traseras se encienden y uno de los intermitentes indica un giro a la derecha.

Levanto el portón lo suficiente para salir del maletero antes de que nos detengamos. El descenso resulta algo accidentado. Me golpeo una rodilla contra el asfalto y me hago un agujero en el chándal. El humo del tubo de escape me da en la cara cuando me arrodillo detrás del parachoques. Sujeto el maletero para que Batman no advierta nada raro por el espejo retrovisor. Las viejas bisagras están lo bastante duras como para que la puerta permanezca en su sitio cuando aflojo la presión. No puedo cerrarla del todo, pero, si consigo que Batman no se fije en mí cuando tome la curva, tal vez me dé tiempo a desaparecer.

Las luces se atenúan cuando levanta el pie del freno. El motor se acelera con un rugido y una nube de humo gris. El coche toma la curva y se aleja.

Permanezco agazapada en la carretera vacía durante un instante y, acto seguido, me limpio las lágrimas del rostro y me alejo en dirección contraria.

«No sabes nada de mí», pienso mientras lanzo una última ojeada al coche antes de que tuerza de nuevo y desaparezca.

Pero tiene razón.

Es mejor que no lo sepa.

EN EL BLANCO

Lachlan

Un año después…

—Hacía la tira que no nos dábamos un homenaje como este —dice Leander mientras lanza un dardo.

Al cabo de un instante, un grito de agonía rebota en las paredes de hormigón después de que la punta de metal aterrice en la mejilla de Robbie Usher. Unos cuantos dardos más tiemblan ligeramente en su rostro cuando se estremece de miedo y dolor. Sus sollozos asoman a través de la mordaza que le tensa hacia atrás las comisuras de la boca y deja al descubierto sus encías inflamadas y ensangrentadas. Los únicos dientes que le quedan son las muelas. Encías ensangrentadas aparte, el dardo que le cuelga del labio inferior tiene pinta de doler un cojón. Es el favorito de Leander, claro está.

De momento.

La verdad, nunca imaginé que fuera a llevar este tipo de vida, que me dedicaría a sacar dientes a alicatazo limpio o a usar la cara de un tío para jugar a los dardos en el sótano de mi jefe un viernes por la noche. Aunque supongo que nadie se imagina algo así, ¿no? Ahora que lo pienso, no creo que de crío le diese demasiadas vueltas a lo que quería ser de mayor. Estaba demasiado ocupado intentando sobrevivir. No recuerdo haber soñado con ser bombero, policía, profesor, ni nada de nada. Las fantasías más vívidas que me vienen a la memoria iban de cómo librarse de un asesinato. Incluso llegué a desearlo durante mi decimotercer cumpleaños, cuando mis hermanos juntaron la pasta suficiente para comprar ingredientes y prepararme una tarta.

Y ya sabemos lo que dicen de los deseos.

Leander me tiende un dardo con la palma de la mano abierta. Me lo quedo mirando. Reprimo mi desagrado y contengo un suspiro irritado. Intento no perder la máscara de apatía, pero Leander Mayers me conoce desde los diecisiete años, cuando apareció como si fuera un ángel durante mis peores momentos.

Lo que yo ignoraba es que ese ángel resultaría ser el mismísimo diablo.

—Venga, Lachlan, ya sabes lo mucho que me gusta jugar a los dardos.

—Ya… —digo antes de llevarme el vaso a los labios con toda la parsimonia del mundo y darle un buen sorbo al agua.

La madre que me parió. Preferiría un lingotazo de algo más fuerte, pero he aprendido por las malas a no meter mano a la interminable reserva de whisky añejo de Leander cuando le entran ganas de «darse un homenaje». La última vez que me dejé llevar, recuperé la consciencia tres días después en Carlsbad, Nuevo México, donde me encontré atiborrándome de sandía en la acera sin saber cómo había llegado hasta allí. Nuevo México. Menudo hijoputa.

Leander sonríe como si acabara de leerme el pensamiento mientras cojo el dardo y lo lanzo en dirección a Robbie sin perder de vista a mi jefe. A juzgar por el ruido del metal al chocar con el hormigón, he fallado el tiro y le he dado a la pared.

Leander suspira y se pasa la mano por la cabellera plateada. Un brillo divertido asoma a sus ojos, pese a que intenta parecer decepcionado.

—Oye —dice, mientras coge otro dardo—, nunca he roto la promesa que te hice. Jamás te he obligado a matar a nadie inocente, y sabes tan bien como yo que Robbie no es ningún santo.

Tiene razón. Lo sé perfectamente. He oído mencionar el nombre de Robbie Usher desde hace años. Hasta mi hermano Rowan comentó una vez que quería matarlo, antes de que el muy cabra loca comenzase su competición anual de asesinatos con Sloane y perdiera el interés por traficantes de droga como el gilipollas de Robbie.

—Ya, es que prefiero acabar con estas cosas cuanto antes. Quitármelas de encima de un plumazo. En vez de hacer… esto —explico, agitando una mano en dirección a Robbie. Cuando me vuelvo hacia él, veo que intenta pedir clemencia. Las lágrimas y los mocos se mezclan con la sangre a medida que recorren su pálida piel—. Soy asesino a sueldo. No limpiador. Ni torturador. Mi trabajo no consiste en eso.

—Tu trabajo consiste en hacer lo que yo te diga.

Cuando vuelvo a mirar a Leander, la diversión ha abandonado sus ojos verdes. Lo único que queda es una expresión de advertencia.

—Que yo sepa, la última vez que se te olvidó y perdiste los modales, acabaste metido en problemas. Desde luego, no recuerdo haberte pedido que cabrearas a uno de nuestros mejores clientes, ¿verdad?

Aunque muchas veces pienso que emociones como la vergüenza o el bochorno no deberían afectarme, estas me sorprenden de vez en cuando y me tiñen las mejillas. Como ahora, cuando recuerdo lo ocurrido durante el trabajillo de limpieza que me encargó la noche de Halloween del año pasado. Ese cliente en particular se evaporó tras aquella noche, junto con mis esperanzas de escapar de las garras de Leander.

Aunque lo que más me jode es que ni siquiera sé por qué fui tan gilipollas con la mujer a la que me ordenaron sacar de un apuro.

A lo mejor iba ya calentito porque mi hermano estaba pasándolo de puta pena y tuve que dejarlo tirado en aquella dichosa fiesta para ir a encargarme de una limpieza, cosa que no era mi trabajo. Igual lo que me tocó los huevos fue la forma que tuvo ella de comportarse, como si haber provocado la muerte de un hombre y un lío tremendo no tuviese ninguna importancia. Puede, incluso, que fuera porque me di cuenta de que estaba herida, pese a que me habían dicho que estaba bien. No estaba bien ni por asomo. Y no sé por qué, pero eso me enfureció casi tanto como que me mandaran zambullirme en un lago oscuro y gélido la noche de Halloween. No tengo claro qué me hizo perder los estribos, solo sé que Barbie Patinazos consiguió sacarme de quicio. Y yo se lo permití. Y lo que es peor: se escabulló y ni siquiera sé cómo.

Meneo la cabeza.

Nos quedamos mirándonos durante unos instantes antes de que Leander suavice la expresión. Me apoya una mano en el hombro mientras sigue sosteniendo el dardo con la otra, como si de una ofrenda se tratara.

—Fue Robbie quien preparó esa última tanda de fentanilo arcoíris que la pasma descubrió la semana pasada durante la redada. Fentanilo arcoíris, joder. Se aseguró de que las drogas tuvieran pinta de caramelos —susurra Leander, una oscura melodía que resuena en mis oídos. Leander enarca las cejas al tiempo que Robbie deja escapar sus chillidos de protesta desde el otro extremo de la estancia—. Su objetivo son los críos, Lachlan. Y esta vez ha dado con unos chavales cuyos padres pueden contratar a gente que se encargue de impartir justicia donde de verdad hace falta. A gente como tú.

Centro mi atención en Robbie, que forcejea contra las bridas que le sujetan las muñecas y los tobillos a la silla de metal. Sus ojos, abiertos de par en par, no reflejan ni una pizca de inocencia. Sus protestas ahogadas son súplicas egoístas, no palabras de arrepentimiento. Aunque no me molesté en conocer los detalles antes de que le echáramos el guante, sé que Leander no miente. Nunca lo hace.