Lecciones apasionadas - Debbi Rawlins - E-Book

Lecciones apasionadas E-Book

Debbi Rawlins

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Beschreibung

Gina Ferraro había crecido en un internado de monjas, pero eso no le había impedido ver Sexo en Nueva York y aprender varias cosas sobre los hombres. De modo que, cuando fue a la Gran Manzana para visitar a su familia, tenía muy claro que necesitaba a un hombre atractivo que la ayudara a profundizar en su educación sexual. Mike Mason no pensaba que enseñarle la ciudad a la sobrina de su jefe fuera un encargo tan difícil. ¿Qué complicación podría haber en ser su guía durante un mes y llevarla a un par de espectáculos? Poco se imaginaba que su trabajo y su libido iban a pender de un hilo, cuando la supuestamente tímida y recatada sobrina resultó ser una mujer sexy y apasionada, dispuesta a cumplir sus fantasías... con él.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Debbi Quattrone

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lecciones apasionadas, n.º 28 - junio 2015

Título original: Educating Gina

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura

coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6308-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

1

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5

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Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

—Bonitas piernas. ¿Es nueva?

Mike Mason movió la cabeza con disgusto.

—Pero ¿acaso no has oído nada de lo que he dicho?

Robert Scarpetti, su amigo y compañero de trabajo, seguía con la vista fija en la joven rubia, alta y exuberante que se servía agua fuera del despacho de Mike.

—A lo mejor es representante de ventas de uno de nuestros distribuidores. Yo no la había visto nunca. ¿Y tú?

—¡Rob!

Robert lo miró.

—He oído todo lo que has dicho. Crees que las ventas de vino de California han subido en la Costa Oeste porque han subido los combustibles y cuesta mucho enviar nuestro vino al otro lado del país —miró una vez más a la joven, que se había parado frente a la mesa de la secretaria de ambos—. Bien. Cori sabrá quién es.

—¡Maldita sea, Rob! Si no fueras el hijo del jefe, estarías ya despedido.

Robert bajó de la mesa de Mike con una sonrisa.

—Contigo esforzándote por dejarme bien, imposible.

Mike lanzó un gruñido. No había comido y estaba cansado y hambriento. No solía irritarse con Robert normalmente. Después de quince años de amistad, había aprendido a lidiar con él.

Se habían conocido en el instituto, poco después de que la madre de Mike empezara a trabajar de contable para la familia Scarpetti. La empresa distribuía vino en Estados Unidos de sus bodegas italianas y el trabajo le vino muy bien a la madre de Mike, que en aquel momento estaba desempleada. El padre los había abandonado diez años atrás.

—No temas, hermano —Robert le dio una palmadita en la espalda—. Hablaré con papá para que considere Dale City como un centro posible de distribución. Está cerca de San Francisco, pero no es tan caro como para disparar la presión arterial de mi padre.

—¿Ya lo has investigado?

Robert hizo una mueca.

—Eh, no soy tan inútil como parece. ¿Quieres ir a tomar una cerveza?

—Solo son las cuatro y cuarto.

—¿Y?

Mike se frotó los ojos y se aflojó la corbata.

—Que me quedan un par de horas de trabajo todavía.

—¡Maldita sea, Mike! Me gustaría que te relajaras. Esta empresa seguirá existiendo dentro de cien años. No se irá a ninguna parte.

—Cierto —para él era fácil decirlo. Era un Scarpetti, lo que le daba derecho automáticamente a un puesto seguro en el negocio familiar.

A pesar de lo bien que todos se habían portado con él, dándole trabajo y ayudándolo a pagar la universidad después de la muerte de su madre, seguía sin ser uno de ellos. Por mucho que trabajara o por muchas vacaciones que pasara atado a su escritorio, jamás formaría parte de su círculo privado.

Tanto Robert como Antonio negarían semejante cosa si se la planteaba. Cosa que Mike no pensaba hacer nunca. Agradecía ser el único ejecutivo que no era miembro de la familia y sabía que tenía muchas probabilidades de dirigir algún día la operación de la Costa Oeste. Ya le habían confiado una parte importante del negocio.

A sus veintiocho años, no tenía ya préstamos de estudios pendientes y ganaba un buen suelto. Más que la mayoría de la gente de su edad. No había duda de que estaba en deuda con ellos, pero no conseguía olvidar su necesidad de encajar... de contar con su aceptación incondicional.

—Si cambias de idea sobre esa cerveza, Joe y yo estaremos en Angelo’s —Robert se detuvo en la puerta, miró su imagen en el cristal interior y sacó un peine del bolsillo—. Pero solo estaré hasta las cinco y media. Esta noche tengo una cita con Melanie.

Una cita. Mike no recordaba la última vez que había tenido una. El año anterior había cenado tarde y alquilado películas un par de veces con Daphne, que trabajaba en la inmobiliaria del piso de arriba. Pero ella consideró que él era un adicto al trabajo y la última vez que la llamó le dijo que estaría ocupada durante todo el año próximo.

—No cuentes conmigo —abrió el cajón del medio en busca de patatas fritas o algo que acallara los ruidos de su estómago—. Todavía tengo que preparar el presupuesto trimestral.

—A la porra. Hazlo mañana.

Mike encontró un paquete abierto de galletas de queso y lo olfateó. Olía bien.

—Quiero que lo revises antes de irte de vacaciones.

Un grito incoherente los interrumpió.

Mike levantó la vista.

—¡Maldita sea, tengo que irme! —Robert miró el pasillo con disgusto—. El viejo me llama. ¿Cuántas veces le he dicho que use el interfono?

—Pero no estás en tu despacho.

—Esa no es la cuestión —Robert salió murmurando entre dientes.

Mike sonrió y empezó a comer galletas. Los Scarpetti eran un grupo ruidoso, sobre todo Antonio. Llevaba treinta años fuera de Italia, pero seguía aferrado a las viejas costumbres, tanto en lo personal como en los negocios. ¡Menos mal que la empresa estaba bien establecida y ganaba mucho dinero! Aunque, por otra parte, aquel éxito fácil tenía sus desventajas. Nadie parecía interesado en ampliar o en modernizar la empresa.

Aparte de Mike. Sabía que, en cuanto tuvieran en marcha la operación de la Costa Oeste, podían duplicar los beneficios de la empresa. ¿No sería un buen modo de ganarse el aprecio de la familia?

La rubia volvió a pasar por la puerta del despacho y esa vez se detuvo para sonreírle. Mike casi se atragantó con la galleta. Tenía que admitir que las piernas de la chica eran perfectas.

Y si hacía un año que no tenía una cita, hacía al menos un siglo que no se acostaba con nadie.

—Vamos, papá, ese puro hace que apeste todo el despacho. Apágalo —Robert movió una mano en el aire lleno de humo—. Es asqueroso.

—Este es mi despacho y puedo hacer lo que quiera. Siéntate.

Robert abrió la ventana para dejar pasar el aire húmedo de agosto. El ruido del tráfico de Brooklyn, tres pisos más abajo, dificultaba mucho la conversación.

—Está bien, está bien —gruñó el viejo—. Apagaré el puro, pero cierra la maldita ventana.

Robert obedeció encantado. En su opinión, su padre fumaba demasiado, comía y bebía en exceso y trasnochaba todas las noches, una costumbre que empezó después de la muerte de su esposa el año anterior. Y que preocupaba mucho a su hijo.

—¿Qué querías, papá? —se sentó al otro lado del viejo escritorio.

—Tu prima Gina llega de Italia dentro de tres días.

—¿Gina? —Robert frunció el ceño. Hacía ocho años que no la veía. Desde su último viaje a la Toscana. Ella estaba entonces en casa, de vacaciones de su internado católico en Milán, y era una chica tímida y callada, una alumna de convento perfecta—. ¿Por qué? —no podía imaginarse a su tímida prima cruzando sola el Atlántico—. No es que no me alegre de verla, pero... ¿cuántos años tiene ahora?

—Veintitrés. Acaba de terminar sus estudios y tu tía dice que últimamente ha estado algo rebelde —Antonio se encogió de hombros y murmuró algo en italiano—. Ya conoces a tu tía Sophia, es la reina del drama.

—¿Viene sola?

Antonio suspiró y se secó la frente.

—Por desgracia sí, y pasará un mes aquí.

Robert empezaba a tener un mal presentimiento.

—Aún no comprendo por qué viene aquí.

—Para soltarse un poco —Antonio movió una mano—. Ya sabes, hacer lo que le pida el cuerpo, supongo.

—¡Oh, vaya! —exclamó Robert.

—¿Qué pasa? —se burló su padre—. ¿De pronto no tienes tiempo para la familia?

—¿Yo?

—¿Quién más le va a enseñar la ciudad?

—¡Oh, no! —Robert se puso en pie con brusquedad—. Yo empiezo mis vacaciones el fin de semana, ¿recuerdas? Ya he pagado el crucero. Dos semanas. Melanie, yo, con mucho sol y piñas coladas. No voy a hacer de canguro con nadie.

—Te reembolsaré el crucero.

—Ah, no —Robert retrocedió hacia la puerta—. Melanie ha tenido que hacer malabarismos en su trabajo para conseguir dos semanas libres.

—Roberto —Antonio dio un sonoro puñetazo en la mesa—. Se trata de la familia. Es importante.

—Lo comprendo. Solo estaré fuera dos semanas. Dile a Mike que la acompañe mientras tanto.

—¿Mike?

Robert se encogió de hombros.

—Es prácticamente de la familia, ¿verdad?

El viejo frunció el ceño.

—«Prácticamente» no lo es todo. Es un hombre y ella una mujer. Haz tú los cálculos.

—Sí, pero estamos hablando de Mike.

—Yo hablo de hormonas o testosterona o lo que quiera que sean esas cosas —el viejo movió la cabeza con terquedad—. Tú recogerás a Gina en el aeropuerto y te pegarás a ella como una lapa. Y no hay nada más que hablar.

—Papá, no me hagas decir algo de lo que pueda arrepentirme.

Antonio achicó sus ojos oscuros.

—¿Cómo?

Robert sintió pánico. No podía anular su viaje. Melanie y él llevaban seis meses planeándolo.

—Se trata de Mike —dijo.

—¿Sí?

—Es confidencial.

—Roberto, te recuerdo que has sacado tú el tema —Antonio volvió a tomar el puro que había apagado.

—No puedes decírselo a nadie, papá, ni siquiera a Mike. Es un tema muy delicado.

—De acuerdo, de acuerdo.

Robert respiró hondo. Aquello no le gustaba nada, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—No es ningún problema que acompañe a Gina por la ciudad —carraspeó. Sabía que iría al infierno por aquella mentira. Y no tardaría mucho, ya que Mike lo mataría en cuanto se enterara—. Mike apuesta por el otro equipo.

Antonio enarcó las cejas espesas.

—¿De qué estás hablando? No te creo.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste con una chica?

Antonio jugó con el puro mientras pensaba.

—El año pasado en Acción de Gracias. Trajo a una pelirroja bajita a la cena.

—Eso fue hace tres años, ella era la hija de sus vecinos y tenía quince años.

Antonio frunció el ceño.

—¿Y por qué no parece de la acera de enfrente?

—Papá, no seas tan anticuado. No tiene que tener ningún aspecto concreto. Lo importante es que puede hacer de escolta de Gina sin que tengas que preocuparte por nada.

Antonio mordió el puro con el ceño fruncido.

—Está bien, dile que venga.

Mike miró el reloj de su escritorio con el ceño fruncido. Gina llegaría en menos de una hora y todavía le faltaba rellenar dos informes para las aduanas y dar el visto bueno a un montón de recibos. De todos los trabajos que los Scarpetti le habían encomendado, aquel de niñera era el peor. Había estado a punto de negarse hasta que comprendió de pronto la enormidad de la confianza que Antonio había depositado en él.

Casi todos los Scarpetti más mayores, Antonio incluido, seguían siendo muy anticuados en lo relativo a sus mujeres. Les gustaban guapas, obedientes y castas. Confiarle el cuidado de su sobrina era lo más cerca que había estado nunca de admitirlo en su círculo privado. En cierto modo, se sentía como si al fin le hubieran dado las llaves de la casa.

Era una lástima que su trabajo no se hiciera solo mientras él ocupaba su tiempo de niñera. Dejó a un lado el montón de recibos y abrió su agenda. Calculaba que podía seguir yendo al trabajo por la mañana temprano y a última hora de la tarde. Aunque Antonio le había dicho que Gina tenía que estar vigilada continuamente, Robert le había dado detalles de lo que podía esperar.

Según este, Gina era una chica estudiosa que podía pasar un día entero en una biblioteca o delante de un ordenador. La Biblioteca de Nueva York la dejaría admirada y Mike calculaba que además podía mantenerla ocupada durante la mitad de su estancia allí.

Estudió su agenda, cambió algunos detalles para la semana siguiente y los colocó por orden de importancia. El sonido del interfono lo sorprendió. Las dos secretarias de la empresa estaban comiendo, Robert había ido a recoger a Gina al aeropuerto y ningunos de los otros tres Scarpetti que trabajaban allí se molestaban nunca en usarlo. Cuando querían ver a alguien, abrían la boca y gritaban su deseo.

—Mike, ha vuelto Robert con... —interferencias y clics interrumpieron la voz de Antonio—. ¿Cómo demonios funciona esto?

—Mantén ese botón apretado —llegó la voz de Robert—. Adelante, habla.

—¿Mike?

—Estoy aquí.

—¿Quieres venir a mi despacho, por favor?

Su tono de voz brusco, empleado sin duda en honor de la sobrina, hizo sonreír a Mike durante todo el camino.

Nunca dejaba de sorprenderlo que la empresa tuviera beneficios. Antonio era astuto y vigilaba bien las operaciones, pero su negativa a modernizarse tenía un precio. Robert lo entendía así, pero no era lo bastante ambicioso para cambiarlo. Si Mike conseguía pisar con fuerza allí, sabía que podría hacer cambios interesantes.

Robert salió del despacho de su padre y le dedicó una sonrisa de disculpa. La puerta de Antonio ya estaba abierta, pero Mike llamó con los nudillos por cortesía.

—Ah, aquí está ya —Antonio le hizo señas para que entrara.

Su mesa estaba más ordenada que nunca. La pintura con un desnudo que solía colgar en la pared a sus espaldas había sido retirada.

Mike carraspeó para disfrazar una carcajada. Se trataba de un cuadro caro y de muy buen gusto. Aquella Gina debía de ser muy...

Entonces la vio. Sentada a la mesa de conferencias de Antonio, envuelta en un abrigo grande marrón con el pelo metido en una gorra de punto.

Pensó que debía de estar asada con aquel calor.

—Esta es mi sobrina, Gina Ferraro —los presentó Antonio—. Mike es nuestro encargado de distribución.

—Hola —dijo ella con voz rasposa y acento dulce. Miró a su tío con curiosidad—. Creía que ese era el trabajo de Roberto.

Antonio pareció sorprendido, pero se encogió de hombros.

—Comparten el título. Pero Mike hace casi todo el trabajo.

Gina volvió su atención al joven, que seguía protagonizando el comentario de Antonio. Hasta entonces no sabía que el viejo conociera tan bien la situación.

—Y ahora tienes que hacerme de niñera —dijo ella; le tendió una mano—. Ya les he explicado a todos que no necesito escolta.

—Esta es una gran ciudad, querida —sonrió Antonio con paciencia. Era una de las sonrisas que reservaba para las buenas mujeres italianas de las que esperaba obediencia.

—Sí, tío —repuso ella; Mike le estrechó la mano y ella lo miró a los ojos.

—No es ningún problema —dijo él—. Hay una biblioteca fantástica en...

La chica lo miró irritada y apartó la mano.

—He hecho una lista de los sitios que me gustaría visitar.

—Oh, vale. Desde luego.

—¿Habéis comido ya alguno de los dos? —Antonio se frotó las manos. No esperó respuesta—. Vamos todos a Angelo’s. Así podréis aprender a conoceros con un plato de linguini.

Gina hizo una mueca.

—Sí, tío.

Mike se hizo a un lado y esperó a que ella se pusiera el pie. Era pequeña, menos de un metro sesenta, y llevaba unos zapatos bajos negros de cordones.

Antonio les hizo seña para que salieran delante de él.

—Después de comer, Mike te llevará a mi piso para que puedas deshacer el equipaje y descansar un rato. Más tarde, si no estás muy cansada, cenaremos juntos. ¿Vale?

—Lo que tú digas, tío Antonio.

—Y quítate ese abrigo antes de que te mueras de calor y tu madre me haga picadillo.

La joven tocó el primer botón con dedos desganados y lo sacó del ojal. Cuando llegó al tercero, la tensión que permanecía agazapada en las entrañas de Mike, se apoderó de él.

¿Qué demonios le ocurría? No tuvo tiempo de analizar su extraña reacción. Ella iba ya por el último botón.

Gina separó las solapas y se quitó el abrigo, mostrando un vestido negro sin forma que llevaba con medias demasiado gruesas.

Mike lanzó un suspiro de decepción y le quitó el abrigo. Pero la sonrisa que ella le dedicó hizo que volviera a temblar por dentro. Tal vez se debía a sus ojos en forma de almendra y sus labios llenos. Ambas cosas le gustaban a rabiar. ¡Menos mal que no era su tipo! ¿Pero tenía un tipo concreto después de tanto tiempo de sequía?

Salieron todos al pasillo y Antonio gritó a Roberto que se uniera a ellos. Había olvidado ya el interfono.

El restaurante estaba bastante lleno, pero habían reservado la mesa habitual de Antonio y les sirvieron con rapidez. Todos pidieron pasta excepto Gina, que pidió hamburguesa con queso y patatas fritas.

En cuanto se disculpó para ir al lavabo, Antonio soltó una risita.

—Hamburguesa con queso —murmuró algo en italiano—. Esta es la rebeldía que tanto preocupa a mi hermana.

Robert movió la cabeza.

—A mí me da lástima —siguió a Gina con la mirada—. Tiene veintitrés años y con ese vestido parece que tiene cuarenta. Mike debería llevarla de compras.

El aludido hizo una mueca.

—Sí, vamos.

Antonio arrancó un trozo de pan de la hogaza que había en el centro de la mesa y lo miró con franca curiosidad.

—Vosotros entendéis mucho de eso, ¿verdad?

—Papá.

Mike sorprendió una mirada entre el padre y el hijo.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

Antonio se encogió de hombros y se puso a untar mantequilla en el pan.

—No quiero que se vuelva loca, pero quizá un vestido rosa estaría bien. El negro es muy anticuado.

Mike y Robert intercambiaron una mirada de regocijo.

—Sophia es así. Mi hermana cree que vive en el siglo XIX. El negro es para el luto —miró a Mike—. Ayúdala a buscar un bonito vestido rosa. Pero que no sea muy corto, ¿vale?

Mike tomó un trozo de pan antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse. Confiaba en que Robert tuviera razón y Gina quisiera pasar el tiempo en la biblioteca o el ordenador en vez de en Bloomingale’s o Bergdorf’s. Si deseaba comprar algo, seguro que podía encontrarlo en Internet.

Robert pidió otra cerveza a la camarera.

—Gina ha ido toda su vida a un internado católico. Estoy seguro de que las monjas han tenido mucha influencia en su elección de ropa.

—Ahí llega, dejad de hablar de ella —Antonio tomó un segundo trozo de pan y Robert le quitó la mantequilla con decisión.

—Vamos, papá; esto no te sienta bien.

—¿Y me lo dices tú, que has pedido dos cervezas en un cuarto de hora?

Mike dejó de prestar atención a aquella discusión familiar y observó a Gina acercarse a la mesa. A pesar de lo conservadora que era su ropa, ni su postura ni su modo de andar tenían nada de tímido. Y lo severo de su peinado solo servía para acentuar sus ojos exóticos y labios llenos; pasó ante una mesa de cuatro hombres y tres cabezas se volvieron a mirarla.

Antonio se puso en pie y miró mal a los dos jóvenes hasta que ambos hicieron lo mismo. Gina se instaló en su asiento y apretó los labios como para reprimir una sonrisa.

Vio que Mike la observaba y apartó la vista con rapidez. Antonio intentó tomar la mantequilla y se reanudó la discusión anterior. El afecto sincero que había entre padre e hijo siempre impresionaba a Mike, que apenas prestaba atención a aquellas peleas.

Al parecer, Gina tampoco les hacía mucho caso. Miraba a su alrededor, con las manos juntas sobre la mesa, pero apenas incapaz de contener el entusiasmo que se leía en sus ojos.

¡Pobre chica! ¿De verdad había pasado su vida encerrada en un convento? Mike no lo dudaba. Los Scarpetti se aferraban a los valores y las tradiciones antiguas. Hasta Antonio tenía sus manías en aquel apartado, aunque le costara admitirlo.

Mike la vio mirar con interés lo que ocurría en la barra. La televisión emitía un partido de béisbol y los ánimos se calentaban por momentos.

Gina abrió muchos los ojos al ver a Cindy, una camarera ataviada con minifalda negra y blusa ceñida de los Mets, que pasaba cerca con una bandeja de jarras. La observó servir la cerveza a una mesa y parpadeó sorprendida cuando la pelirroja se inclinó y se le subió la falda.

—Bueno, Gina, ¿qué tipo de cosas te gustan? —preguntó Mike para distraerla y distraerse a sí mismo.

La chica lo miró.

—¿A mí? Leo mucho —se encogió de hombros—. Coso y me gusta el ordenador. Me temo que no llevo una vida muy emocionante.

—Eso no tiene nada de malo. La mía tampoco es muy emocionante —por desgracia, era verdad. Lo único que hacía era trabajar.

—Pero esta ciudad está llena de diversión y cosas que ver... —había levantado la voz y su tío y primo la miraron. Ella sonrió con serenidad.

Antonio le lanzó una sonrisa paternalista.

Mike suspiró. ¡Pobre chica! No estaría de más enseñarle un poco la ciudad. Tenía que revisar la lista de espectáculos. Tal vez El rey león estuviera todavía en cartelera.

2

Gina se despidió de su tío y primo agitando la mano y les lanzó un beso cuando se cerraban las puertas del ascensor. Estaba deseando salir de las oficinas e ir al piso. Odiaba aquel vestido negro más de lo que quería a su familia. Su madre había insistido en que lo llevara en el avión y ella supuso que era un precio pequeño por un mes de libertad en Nueva York.

—¿Dónde está tu coche? —preguntó cuando salieron a la calle.

Mike la miró con curiosidad.

—No tengo. Tomaremos un taxi.

—¿No tienes coche? Yo creía que en Norteamérica todo el mundo tenía dos coches y dos televisiones.

Mike soltó una carcajada; levantó una mano para parar un taxi.

—En Nueva York no. Me resultaría muy caro mantener un coche aquí. Además, no lo necesito.

A ella le gustaba el modo en que su pelo castaño claro se rizaba en los bordes y tocaba la parte de atrás del cuello de la camisa blanca. Era un hombre alto, casi treinta centímetros más que ella, y eso también le gustaba.

—¿El tío Antonio no te paga suficiente? —preguntó.

Sus ojos verde mar se encontraron con los de ella, que sintió un cosquilleo en la nuca.

—Gano un buen sueldo. Pero mantener un coche aquí no es sensato.

Gina suspiró. Sensato. No quería volver a oír aquella palabra. «Regina Marie, por favor, sé sensata». Su madre se lo había dicho un millar de veces desde su regreso de la escuela. «No puedes tener un apartamento en la ciudad». «Vivir sola no sería sensato para una chica a punto de casarse».

Casarse. Gina se encogió al pensarlo. No tenía nada en contra del matrimonio, pero la familia esperaba que se casara con Mario, el dueño de los viñedos contiguos. Y él era un viejo de casi cuarenta años y tan excitante como un racimo de uvas pasas.

A veces, cuando iba a casa de vacaciones, paseaba entre los viñedos por la noche y veía apagarse las luces de su casa a las diez en punto. Sus amigas ni siquiera salían de noche antes de las nueve.

—¿Gina?

Parpadeó y vio que Mike sostenía abierta la puerta de un taxi. Se acomodó en el asiento trasero, cerca del centro.

Mike dejó su equipaje en el maletero, entró, dio una dirección al taxista y se aflojó la corbata. Su traje estaba hecho de una tela azul oscura ligera que se pegaba a los muslos. Era delgado, pero no mucho, lo ideal, sin carne de sobra en la parte media del cuerpo. Sus hombros se veían anchos y rectos sin chaqueta.

Decididamente, era el tipo de hombre del que hablaban las chicas de la escuela cuando tenían la suerte de poder escaparse a pasar una noche en la ciudad. Gina solo había tenido el valor de hacerlo en una ocasión, y casi la había pillado la hermana María Teresa. Aunque consiguió salir sin ser vista, pasó la noche preocupada por si descubrían su cama vacía, por lo que no consiguió divertirse nada.

Mike miraba por la ventanilla, así que ella se acercó unos centímetros, hasta que sus muslos casi se tocaron. Él se frotó la barbilla y se pasó una mano por el pelo, pero no la miró.

Gina suspiró. Odiaba que la ignoraran casi tanto como odiaba el vestido negro. Pero no importaba. No tardaría en hacer reaccionar a Mike Mason.

Antonio había llamado para avisar al portero de que los dejara entrar. Mike dejó una de las maletas de Gina en la portería y la escoltó hasta el piso de Antonio. Dejar la maleta era una medida de precaución... por si tenía que salir corriendo.

En ella había algo que le daba mucho calor. Tal vez su aroma sutil a vainilla o sus suspiros inconscientes. O quizá el modo inocente en que sus muslos lo habían rozado en el taxi.

Gina caminaba delante, moviendo las caderas.

Mike movió la cabeza. Desde hacía unos días, desde que Robert se fijara en la rubia de fuera del despacho, era muy consciente de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que se acostara con alguien. Tal vez debería bajar el listón por una noche y hacer como Robert: buscar a una mujer en un bar que tuviera la misma idea en mente.

Pero eso no era lo suyo. Para hacer algo así, tendría que estar muy desesperado, y la situación no era tan preocupante todavía. Pero había ido lo bastante lejos para descubrir que la rubia se llamaba Heidi y era representante de ventas de uno de sus distribuidores de fuera. También había descubierto que ella había preguntado por él.

Eso le daba luz verde. Ya solo necesitaba que sus deberes de niñera le dejaran tiempo libre.

—¿Sabes cuál será mi habitación? —preguntó Gina, cuando entraron en el piso.

—¿Por qué? —preguntó él.

Ella parpadeó.

—Para saber dónde pudo dejar el equipaje.

—Oh, claro —flexionó los hombros en un esfuerzo por controlar la tensión que le dejaba el cuello rígido—. Creo que puedes dejarlo en la sala de estar por el momento.

—Pero quiero sacar cosas —se acercó más y le examinó la cara—. ¿No estás bien?

—Estoy muy bien —echó a andar por el pasillo, sin saber muy bien a qué cuarto ir. Había estado al menos una docena de veces en aquella casa, pero nunca había pasado del salón y la cocina.

Al final resultó sencillo. Aparte del dormitorio principal, solo había un cuarto de invitados. El tercer dormitorio contenía solo una mesa, un ordenador y un sofá.