Demasiadas mujeres - Debbi Rawlins - E-Book

Demasiadas mujeres E-Book

Debbi Rawlins

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Beschreibung

El salvaje oeste nunca volvería a ser igual... Maxwell Bennett necesitaba dinero... ¡y rápido! Por eso se alegró tanto al enterarse de que había heredado un rancho en Nevada... hasta que descubrió que el rancho era en realidad un burdel habitado por mujeres de más de sesenta años. De pronto el guapo playboy de Boston se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, tenía más mujeres de las que deseaba. Aunque había una en la que sí estaba interesado, la bella Abby Cunningham, la próxima alcaldesa de la ciudad. El problema era que ella no quería tener nada que ver con el rancho, ni con su propietario...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Debbie Quattrone

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Demasiadas mujeres, n.º 5463 - enero 2017

Título original: The Swinging R Ranch

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8773-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Nunca has pensado en ganarte la vida trabajando?

La voz parecía proceder de un túnel interminable. Max Bennett escondió la cabeza bajo la almohada. Era de noche. Estaba solo. Tenía que ser un sueño.

Oyó un ruido y abrió un ojo. La habitación estaba iluminada. Alguien había descorrido las cortinas.

Maldijo y cerró los ojos de nuevo. Él creía que estaba solo. ¿Sería que la mujer con la que había estado la noche anterior se había ido a casa con él? ¿Y no se acordaba?

—Vamos, vago. Levántate y anda.

Max suspiró aliviado. Era Taylor. Se giró y miró la hora en el reloj que tenía en la mesilla.

—Pero si son sólo las doce —protestó.

—Así, para variar un poco, sólo desperdiciarás la mitad del día —contestó Taylor apartando las sábanas—. ¿Sabes que Hastings ha dimitido? Voy a necesitar un abogado.

Max sólo llevaba unos calzoncillos negros de seda, pero aquello a Taylor no le importaba. Habían sido los mejores amigos desde el primer día de clase en la facultad de Derecho. Habían salido un par de veces juntos, pero se habían dado cuenta de que les iba mucho mejor como amigos.

Taylor era ambiciosa, dedicada y seria, todo lo que Max no era. Claro que eso era porque no tenía tres generaciones de Bennetts de sangre azul vigilándola.

—Muy graciosa —murmuró Max intentando volverse a tapar.

—No lo he dicho para hacer una gracia —contestó Taylor—. Te lo he dicho muy en serio.

Horror. Que Taylor se pusiera seria era lo peor. Max no podía soportar que Taylor se pusiera seria. En realidad, no podía soportar que ninguna mujer se pusiera seria.

—¿Has venido a ofrecerme un trabajo? Pierdes el tiempo —contestó—. Harías mejor en dilucidar cómo podría hacer para tener acceso a mi fondo de fideicomiso.

Max volvió a mirar hacia la mesilla, donde descansaba su reloj de oro y un mechero que no reconoció. ¿Dónde demonios estaban las aspirinas?

—Si no fueras tan vago, habrías leído el testamento y te habrías dado cuenta de que es imposible hacerlo. Tu abuela dejó muy claro que quería que recibieras el dinero a los cinco años de su fallecimiento —suspiró Taylor acercándole las aspirinas—. ¿Para qué te molestaste en ir a Harvard? Para ser un vagabundo no hace falta tener una licenciatura en Derecho.

Max ni se inmutó.

—¿Me traes un poco de agua, por favor?

Taylor se quedó mirándolo y le dio un sobre.

—Deberías haberme hablado de esto.

Max se quedó mirando el sobre, que no le sonaba de nada.

—Tengo que pagar el viaje de esquí a Aspen y el torneo de bacará de Montecarlo. Necesito dinero, así que si eso no es un documento que me permita tener acceso a mi fondo no me interesa —apuntó Max sacando dos aspirinas del frasco y pensando en tomárselas sin agua.

Un pensamiento horrible, pero también lo era tener que cruzar toda la habitación hasta llegar al baño.

—Has heredado un rancho —anunció Taylor.

—Ya lo sé —contestó Max tumbándose de nuevo—. Te doy cien dólares a cambio de un vaso de agua.

—¿Sabías que está en Nevada?

—Sí, lo he mirado.

—Espero que no te hayas herniado —dijo Taylor yendo hacia el baño—. Que conste que te traigo el agua porque quiero que estés despierto y atento —añadió volviendo con un vaso—. ¿Quién es esta Lily McIntyre que te ha dejado el rancho? Desde luego, no parece que sea de la familia Bennett. Tu familia no se aventura más allá de Boston. Demasiado arriesgado para ellos, ¿eh?

Max no se ofendió por aquel comentario. Era cierto.

—Lily es tía abuela mía por parte de madre.

—¿La conozco?

—No, ni yo tampoco.

Taylor frunció el ceño.

—Creía que tenías una familia muy pequeña.

—Eso es porque no hablamos de las ovejas negras.

A Taylor le brillaron los ojos y se sentó en el borde de la cama.

—Me muero por oír esta historia —dijo.

Max sonrió a pesar de que le dolía horrores la cabeza.

—Lo cierto es que no sé nada acerca de la tía Lily, pero tiene que ser la oveja negra de la familia porque, de repente, toda mi familia escucha mucho y no dice nada. Y, para colmo, vivía en un pequeño rancho en mitad del desierto.

—El pequeño rancho, como tú dices, tiene trescientos acres de terreno alrededor.

Max se incorporó de repente.

—¿Crees que será productivo?

—No te emociones demasiado —contestó Taylor—. Nevada es desierto puro —añadió frunciendo el ceño—. Esta carta es un poco rara. ¿Te has molestado en leerla?

—Sí, bueno, entera no —contestó Max pensando en lo pesada que resultaba a veces su amiga.

¿Se creía que no le interesa haber heredado un rancho? Por supuesto que le interesaba, aunque lo cierto era que habría preferido heredar dinero contante y sonante porque todavía le quedaban tres años para volver a ser solvente.

—No tiene sentido. Se supone que en un rancho hay vacas, caballos y gallinas, ¿no?

Taylor se encogió de hombros.

—Eso creía yo también —contestó confusa, pues los dos se habían criado en Boston y no tenían ni idea de vida rural—. Está cerca de una ciudad llamada Bingo. Supongo que el terreno valdrá algo.

Max se rió.

—Yo no estaría tan seguro.

En ese momento, sonó el teléfono móvil de Taylor.

—¿No vas a reclamarlo? ¿No vas a dar señales de vida?

Max sonrió.

—No, voy a dejar que seas tú la que lo haga por mí —contestó.

—Qué predecible eres —exclamó su amiga atendiendo la llamada.

Max pensó en meterse en la ducha para librarse de Taylor; sabía que aquella mujer no se daba por vencida tan fácilmente.

Entonces, la oyó hablar de Nevada y sonrió. Por supuesto, ya se había puesto manos a la obra. Desde luego, era eficiente.

—¿No hay nadie aparte del señor Southby que me pueda ayudar? Es acerca de una carta que nos mandó el día cinco —preguntó—. ¿Cuándo va a volver? —hizo una pausa para escuchar la contestación—. Estamos a mediados de semana, este hombre no se puede ir a pescar sin decir cuándo va a volver —protestó muy seria—. No, no es suficiente. Necesito ayuda ahora mismo.

Max volvió a sonreír.

Era una pena que no pudieran ser pareja, porque había muchas cosas en Taylor que le encantaban; pero lo cierto era que, además de no haber química sexual entre ellos, su amiga era demasiado seria y ambiciosa. Max prefería una mujer más relajada y amante de la diversión y la aventura, como él. Y, si tenía su propio dinero, mejor.

—Sí, es por el Swinging R Ranch. Soy la abogada del señor Bennett y estamos un poco sorprendidos porque en la carta que nos ha remitido el señor Southby no consta ningún inventario de los bienes o del ganado y…

El repentino silencio de Taylor hizo que Max la mirara. Estaba sorprendida.

—¿Le importaría repetirme eso? —dijo Taylor tragando saliva—. Sí, entiendo —añadió conteniendo la risa—. Sí, claro que se lo voy a decir, no se preocupe por eso. Me parece que va a ir para allá en unos días.

Max la miró con el ceño fruncido. Imposible que estuviera hablando de él.

—Gracias por su ayuda, señorita Crabtree —concluyó Taylor colgando.

Taylor miró a su amigo divertida.

—¿Y bien? ¿Es rentable?

—Sí, sospecho que podría serlo.

—¿Y eso?

—Enhorabuena, señor Bennett —rió Taylor—. Es usted el nuevo propietario de un prostíbulo.

 

 

—Buenas noches, señoras y señores, y bienvenidos a la cena de Abby Cunningham para las elecciones municipales. Como todos ustedes saben, soy Abby Cunningham —dijo Abby mirándose en el espejo con disgusto.

Todos los invitados a la cena la conocían, pues había dado sus primeros pasos en Bingo hacía veinticinco años. ¿Por qué estaba entonces tan nerviosa? ¿Por qué no le salían las palabras?

Tenía el estómago del revés, pero eso no le impidió salir del baño e ir directamente a por un plato de M&M’s que tenía en la habitación. Aun a riesgo de tener la cara llena de granos para la cena del día siguiente, aquello era lo único que la tranquilizaba.

Todavía tenía que decidir si recogerse el pelo en un moño estilo francés o dejárselo suelto como lo llevaba normalmente. A los habitantes de Bingo les gustaban las cosas conocidas y familiares, pero Abby no sabía si su edad iba a ser un inconveniente.

No era muy normal tener una alcaldesa de veintiséis años, aunque su padre hubiera sido alcalde tres legislaturas consecutivas, al igual que su abuelo.

Eligió las chocolatinas rojas y se sentó en la cama. A continuación, se comería las verdes y todas las demás sin orden. No era que fuese supersticiosa, pero tampoco había razones para cambiar sus costumbres de repente.

—Abby… hola. Abby, ya he llegado.

Al oír la voz de su abuela, Abby se puso en pie de un salto y escondió las chocolatinas en el cajón de la ropa interior.

—Estoy en mi habitación, abuela —contestó tragándose entera la que tenía en la boca.

Estelle Cunningham entró en su habitación, la miró, frunció el ceño y olfateó el aire.

—Huele a chocolate —sentenció.

—¿Aquí? —contestó Abby—. Imaginaciones tuyas. ¿Cómo te parece que debería peinarme mañana, con el pelo recogido o suelto?

Su abuela pasó de largo a su lado y abrió el cajón de la ropa interior. Al encontrar el plato de M&M’s, se sentó y mordisqueó uno naranja hasta quitarle el chocolate y dejar sólo el cacahuete.

—De verdad, Abby, no deberías mezclar cosas de comer con la ropa interior. Puede que así inventaran esa ropa interior que se come —apuntó.

—¿Cómo sabes tú eso? —le preguntó Abby—. Has vuelto a ir con esas mujeres del Swinging R Ranch, ¿no? —añadió quitándole el plato de chocolatinas—. Ya sabes que no debes comer estas cosas. Órdenes del médico.

—No tienes derecho a hablar con mi médico, Abigail. Te estás olvidando de quién es la abuela de las dos —protestó la anciana sacudiendo su blanca cabeza—. Y no te vuelvas a referir a las señoras del Swinging R Ranch como «esas mujeres». Deberías avergonzarte porque Rosie, Mona y Candy han contribuido generosamente a tu campaña, jovencita.

Abby suspiró, se sentó junto a su abuela y le acarició la mano.

—Te quería hablar de ello precisamente —le dijo—. No es que no les agradezca su ayuda, pero no me gusta que estén regalando cupones con descuentos en futuros servicios en el rancho.

—¿Por qué? Los cupones van por un lado y la propaganda para que te voten por otra. Van grapados juntos, sí, pero hemos tenido mucho cuidado para que no pareciera que una cosa llevaba a la otra.

—¿Qué has dicho? ¿Tú también has participado en ello? —exclamó Abby metiéndose un buen puñado de M&M’s en la boca sin tener en cuenta el color.

¿Para qué? ¿De qué valían ya las supersticiones? Su carrera estaba ya acabada.

Estelle chasqueó la lengua.

—Cómo sois los jóvenes —se quejó—. Os creéis que el mundo se va a acabar por un pequeño detalle insignificante —sonrió.

Inmediatamente, Abby pensó en lo mucho que le recordaba a su padre y sintió un nudo en la garganta. Sus padres habían muerto a los cuarenta y ocho años, muy jóvenes… pero el conductor del camión no parecía haber pensado lo mismo.

—Sé que no te gusta el Swinging R —continuó Estelle—, pero te recuerdo que las casas de citas son legales en este condado y que ese lugar es una institución. A los habitantes de Bingo no les importa que exista. Las mujeres que viven allí siempre han participado en la comunidad como todo el mundo.

Abby decidió no decir nada. No quería disgustar a su abuela. Además, lo cierto era que no tenía nada en contra del Swinging R siempre y cuando su abuela no fuera demasiado por allí.

—Lo sé —contestó dándole un par de chocolatinas —. Además, les agradezco mucho sus votos.

—No seas tacaña —protestó Estelle.

—Ya sabes lo que ha dicho el médico…

—Abigail, sólo tienes veintiséis años. ¿Cómo puedes ser tan…?

En ese momento, sonó el teléfono e interrumpió su conversación.

«Menos mal», pensó Abby mientras su abuela salía de su habitación para contestar. Había oído demasiadas veces sus quejas. Según Estelle, era demasiado seria, responsable y formal para su edad.

Tonterías.

Además, aunque fuera verdad, no tenía otra opción. Su abuela no tenía a nadie más y había que cuidar de ella. Iba a cumplir setenta años el mes próximo y aquello sí que no era ninguna tontería.

—Nos vamos a jugar al bingo —anunció su abuela volviendo—. Vamos a tomar algo por ahí.

Abby sonrió.

—Ni patatas fritas ni hamburguesas, ¿eh? Y nada de tarta de queso —le recordó.

Su abuela hizo una mueca de fastidio.

—Te iba a decir que te vinieras con nosotras, pero se me están quitando las ganas —contestó mirando la ropa que Abby tenía sobre la cama—. ¿Querías que hiciéramos algo esta noche tú y yo?

—No —mintió Abby—. Es sólo porque no sé qué ponerme mañana.

Estella frunció el ceño y se acercó al armario, del que sacó el vestido rojo que le había regalado a su nieta las Navidades pasadas.

—Deberías ponerte este —le aconsejó—. Todos los demás son viejos y aburridos. Vámonos.

Abby besó a su abuela encantada.

—Ve tú —le dijo—. Yo tengo que seguir practicando el discurso.

—¿Para qué? No te hace falta. Todo el mundo te va a votar a ti, nadie quiere al viejo Cleghorn de alcalde —le dijo—. Le falta un tornillo y, ya cuando estaba bien, nunca fue muy listo, ¿sabes? —añadió bajando la voz a pesar de que estaban solas.

—No quiero ganar porque mi rival sea malo, sino porque yo soy buena, la persona adecuada para el puesto.

—Todo el mundo sabe que te preocupas sobremanera por esta ciudad. Todos tus amigos huyeron de aquí al acabar la universidad y tú te quedaste… aunque ya sabes que a mí no me pareció una buena idea, pero en fin… En cualquier caso, no vas a ganar porque tu contrincante sea malo ni porque te apellides Cunningham, sino porque eres la mejor —la tranquilizó Estelle sonriendo.

—Gracias, abuela —contestó Abby—, pero no te voy a dar más M&M’s.

Estelle dejó de sonreír.

—No vuelvas a comprar ésos con cacahuetes —le dijo—. Se me meten entre los dientes.

—Me alegro, a ver si así no te los comes. Ahora, vete, que tus amigas te están esperando —dijo Abby.

Su abuela dudó.

—¿Seguro que no quieres que me quede para ayudarte?

—No —contestó Abby—. Voy a vaguear un poco, y quizá duerma algo antes de cenar. Por cierto, he hecho guiso y creo que me he pasado. Vamos a tener cena para tres días. A lo mejor, luego me da tiempo de hacerte unas galletas para tu partida de bridge del domingo.

Estelle frunció el ceño.

—Aquí hay algo que no va bien. Es viernes por la noche. Deberías ser tú la que salieras.

Abby tomó a su abuela dulcemente de los hombros y la sacó al pasillo.

—Hago lo que quiero hacer —le aseguró.

—¿Cuidar de mí?

—No lo digas así —contestó Abby—. Tú no necesitas que te cuiden. Vivimos juntas, como siempre. Venga, vete y diviértete. No vuelvas muy tarde.

Estelle volvió a dudar, pero acabó colgándose el bolso al hombro.

—Sabes que me encanta vivir contigo, ¿verdad, cariño? —le dijo—. Nunca olvidaré los buenos ratos que hemos pasado juntas.

Abby miró a su abuela, extrañada. De repente, se había puesto muy seria.

—No te irás a casar, ¿no? —bromeó.

—No, claro que no —contestó Estelle.

—Nada va a cambiar —le aseguró Abby.

Estelle debía de estar preocupada porque debía de temer que, si salía elegida alcaldesa, pasaran menos tiempo juntas.

—No vas a perder una nieta, vas a ganar otro alcalde para la familia.

Estelle no parecía muy feliz con la idea. Se limitó a mirar a Abby muy seria.

—Bueno, me voy —dijo al cabo de unos segundos—. Ya sabes que no me gusta llegar tarde.

—Abuela, ¿me quieres decir algo?

Estelle abrió la puerta de la calle y se paró.

—Sólo que te quiero y que haría cualquier cosa en el mundo por ti —contestó.

A pesar de que hacía mucho calor, Abby salió al porche y observó a su abuela. Esperó a que su sedán azul se hubiera perdido tras las adelfas rosas antes de meterse en casa de nuevo.

Una vez en su habitación, eligió la ropa, el peinado, se echó una siesta y cenó. La sensación de que algo no iba bien no desapareció en todo aquel tiempo.

Cuando entró en la habitación de su abuela para recoger la ropa sucia, comprendió lo que ocurría. El armario de Estelle estaba medio vacío y había un sobre encima de la cama.

Abby se abalanzó a por él con el corazón a mil por hora.

Con las prisas, rompió la carta y tuvo que recomponerla. Cuando lo hubo hecho y hubo leído su contenido, su grito se oyó en todo Bingo.