Lecciones de sangre - Charles Remsberg - E-Book

Lecciones de sangre E-Book

Charles Remsberg

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"Los distintos encuentros a vida o muerte recreados en este libro son verídicos en todos sus detalles, al menos hasta donde llega la capacidad de los agentes para recordarlos y la mía para relatarlos. Nos brindan una visión privilegiada de experiencias policiales excepcionales que combinan la intriga, el suspense y el drama. Si esta recopilación de casos estuviese destinada a civiles en lugar de a agentes del orden, seguramente bastaría con eso. Sin embargo, quienes patrullan las calles encontrarán mucho más. Son recordatorios vívidos de los retos para la supervivencia que pueden planteársele de pronto a cualquier hombre o mujer que lleve una placa. ¿Qué harías tú al verte enfrentado a circunstancias parecidas ya sea durante tu jornada de trabajo o fuera de servicio? ¿Cómo podrías mejorar tu respuesta táctica? ¿Qué carencias en tu repertorio de defensas ponen de manifiesto estos episodios?" - Charles Remsberg

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Título original: Blood Lessons: What Cops Learn

From Life-or-Death Encounters

© 2008, Charles Remsberg

© 2020, Lexipol, llc

© De la traducción: Albert Fuentes

© De la presente edición: Editorial Melusina s.l.

www.melusina.com

Editorial Melusina desea agradecer el asesoramiento prestado por el Instituto Táctico de Estudios Policiales (itepol), cuya misión consiste en poner a disposición de las fuerzas y cuerpos de seguridad las mejores fuentes de conocimiento.

Diseño de cubierta: Silvio García Aguirre

Reservados todos los derechos de esta edición

Primera edición: mayo de 2021

eisbn: 978-84-18403-33-0

A cada agente de policía que ha estado ahí... Y a todos los que lo estarán.

Enséñanos a dar sin medida, a combatir sin temor a las heridas,

a trabajar sin esperar una recompensa.

San Ignacio de Loyola

El dolor es debilidad que abandona el cuerpo,

y lo que no nos mata nos hace más fuertes.

Agente Matt Swartz,

policía estatal de Nueva York

En la calle, el mundo real suele ponerte a prueba primero

y solo luego te da una lección.

Comandante de policía Robert Dent,

policía estatal de Oregón (retirado)

Prólogo

Nota del autor

1. Una llamada al lado oscuro

Los gritos de una mujer resuenan en la espeluznante penumbra de una cámara de torturas cuando un agente se enfrenta a su primer tiroteo.

2. Oigo voces

Una bala rebota en la frente del sospechoso y la agente que la dispara se ve envuelta en una lucha sangrienta por su vida.

3. Puro miedo

Un sospechoso se ríe como si nada mientras se corta el antebrazo por lo sano.

4. Trucos carcelarios

Con el arma de un sospechoso encañonándole el cuello, un policía tiene que pensar rápido si quiere salvar su vida y la de su compañera novata.

5. El círculo de sangre canina

¿Qué clase de persona puede sentirse tan amenazada por la investigación de un detective como para devolver los golpes con unas advertencias tan macabras?

6. De tripas corazón

Unos cuernos diabólicos en la frente de un pistolero presagian un viaje sangriento por el infierno.

Informe especial: escaparon de las fauces de la muerte

7. Ingenuidad desesperada

«Ahí fuera, en la oscuridad, estaba sangrando como un cerdo degollado. Pero no estaba dispuesto a morirme.»

8. ¡Emboscada!

Tres policías en bicicleta en un callejón oscuro reciben una lluvia de fuego cuando un resuelto pistolero decide recurrir a ellos para suicidarse.

9. El poli biónico

«El dolor es debilidad que abandona el cuerpo y lo que no te mata, te hace más fuerte.»

10. Un legado de preguntas inquietantes

Un agente infiltrado, de aspecto vulnerable, parece el blanco perfecto para un atraco a mano armada. Sin embargo, la agresión no termina ahí.

11 Indicios de peligro

«Si me hubieras dado la oportunidad, te habría matado, no lo dudes.»

12. Un disparo por la espalda

«Asusta lo fácil que puede caerle a un agente una acusación por asesinato.»

Informe especial: primeros auxilios legales cuando el humo se disipa

13. Impacto colateral

Una salida familiar termina en un encuentro con la muerte cuyas repercusiones se extienden más allá del sargento que arriesga la vida.

14. Setenta y dos minutos de locura

Una unidad de intervención acecha a un asesino activo en el infierno de Dante.

15. Giros inesperados

Una cadena de errores tácticos arroja el saldo de un agente asesinado... y la optimista reinvención de otro.

16. Agente/testigo/víctima

Después de una operación infernal, un agente destrozado se atormenta preguntándose: «¿Qué demonios estoy haciendo aquí?».

Informe especial: restañar las heridas para el día de mañana

17. Un as en la manga

¿Qué puedes hacer para calmarte cuando la deflagración de una escopeta te ha pasado tan cerca de la oreja que te ha abanicado el pelo?

18. En el filo de la navaja

Cuando un agente atormentado se sienta frente a la tumba de su compañero asesinado y se mete el arma en la boca, ¿qué le impide apretar el gatillo?

19. Una furia cuadrúpeda

No tiene el arma... y un perro gruñe y se lanza a por su cuello.

20. Espera lo inesperado

«Me confié un segundo y mi hijo de cuatro años estuvo a punto de perder a su padre.»

21. Disparos en la cuneta

El arma de un fugitivo atrapado contra las manos vacías de un policía... Y de postre: el perro.

22. Despertar en un baño de sangre

Sorprendido fuera de servicio por la furia de un asesino, un teniente piensa: «Cuando las cosas se tuercen de verdad es cuando mejor respondo».

23. Discapacitado en espontaneidad

«Has dicho más de una vez que el trabajo de policía me ha destrozado...» En una carta a su exmujer, un sargento defiende su inocencia.

24. Reparto letal

Un policía queda mutilado de por vida tras un enfrentamiento con un criminal violento y debe encontrar la forma de hacer las paces con su profesión y el sacrificio prestado.

Agradecimientos

Prólogo

No conoces la vida hasta que casi la pierdes.

Y para quienes luchan por ella,

la vida tiene un aroma que los protegidos nunca

conocerán.

Escrito en un búnker de Saigón, autor desconocido

Lecciones de sangre es un libro de vital importancia para todo agente de las fuerzas del orden, escrito por uno de los principales cronistas de lo que denomino el Renacimiento del Guerrero.

Asistimos hoy día a una explosión en el conocimiento y la comprensión de un ámbito crucial del desarrollo humano: la profesión policial. Esa explosión se produce en paralelo a un auge del espíritu del guerrero. En los últimos cincuenta años, hemos aprendido sobre la fisiología y la psicología del combate, la agresividad humana, el miedo y la respuesta de las personas en situaciones de estrés más que en los últimos cinco mil años. Y Charles Remsberg ha sido un pionero en la ampliación de estas fronteras.

A lo largo de veinte años, que abarcan tres tumultuosas décadas (1979-1999), Chuck ha ejercido como cofundador y presidente rotativo de la editorial Calibre Press, que ha prestado servicio a cuerpos y agentes en más de cincuenta países como el principal editor de materiales de formación para cuerpos y fuerzas de seguridad.

Ha escrito tres manuales sobre estrategias de supervivencia para agentes con gran éxito de ventas y amplia difusión en asignaturas de derecho penal en universidades y en academias de formación de policías. Dos de esos libros se han citado ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos como referencia ineludible por la que habría de juzgarse una formación policial moderna y responsable. Es cofundador del famoso seminario «Supervivencia en la Calle», ha participado en la producción de media docena de vídeos de instrucción que han sido premiados, fue uno de los fundadores del primer newsletter electrónico para miembros de los cuerpos de seguridad y, en la actualidad, ejerce como corresponsal especializado en PoliceOne.com, la página web líder para agentes del orden, y como editor de Force Science News. ¡Unos logros asombrosos!

Ahora, en este libro que aborda los aspectos fundamentales de la supervivencia en las calles, Chuck emplea su indiscutible talento para relatar una serie de impresionantes encuentros a vida o muerte y las lecciones que sus valientes protagonistas aprendieron a través de la sangre y el dolor, para ayudarte a ti en tu hora de la verdad.

Como agente del orden, debes aprender estas lecciones escritas con sangre para desempeñar tu trabajo en unos tiempos excepcionalmente violentos. Prepararte como guerrero en primera línea de fuego que no teme ponerse en peligro a diario nunca había sido tan importante como ahora.

La tecnología médica cada vez salva más vidas, frustra cada año más asesinatos, pero el ritmo al que nuestros ciudadanos intentan matarse los unos a los otros es el más alto en tiempos de paz desde que se tienen registros. Un estudio de las universidades de Massachusetts y Harvard publicado en 2002 concluía que si la medicina estuviera al mismo nivel que en la década de 1970, la tasa de asesinatos sería cuatro veces más alta de lo que es. Dicho de otro modo: hoy día, tres de cada cuatro asesinatos se previenen simplemente gracias a los avances de la tecnología médica. Si tuviéramos el nivel tecnológico de la década de 1930 (la mayoría de la población sin automóvil o teléfono propio; sin antibióticos), la tasa de homicidios actual se multiplicaría probablemente por diez. Si el nivel tecnológico fuera el de la década de 1870 en el Viejo Oeste (sin automóviles, sin antibióticos, sin antisépticos, sin anestesia), la tasa de homicidios multiplicaría por veinte la actual.

Así pues, vivimos en una época que hace palidecer la violencia del Salvaje Oeste. Esta explosión en el índice de agresiones graves se constata en casi todos los países más industrializados del mundo.

El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, editado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (la «biblia» de la disciplina), asegura que el trastorno por estrés postraumático «puede revestir especial gravedad o tener efectos a largo plazo cuando el estresor es fruto de la voluntad de otra persona». Los desastres naturales y los accidentes de tráfico son fatalidades o sucesos involuntarios que ni de lejos nos traumatizan tanto como las acciones hostiles, flagrantes e intencionadas de otro ser humano. Si ese manual diagnóstico no te parece de fiar, lee simplemente algunos de los relatos de este libro y dime si no te convencen. Las historias de encuentros a vida o muerte ardientes, íntimos e interpersonales que se recogen en estas páginas pueden ayudarte a entender por qué estas experiencias son tan traumáticas. De ser así, también podrán ayudarte a estar mejor preparado e inmunizarte.

A medida que vayas leyendo este libro, encontrarás un tema constante que lo domina todo: los agentes que protagonizan estas historias creen intensa y profundamente que compartir sus experiencias ayudará a otros agentes a estar a la altura de las circunstancias cuando se vean enfrentados al reto de su propia supervivencia. Estos guerreros han viajado al corazón de las tinieblas y, a su vuelta, nos han contado lo que vivieron. Si ellos consideran que lo que descubrieron habría podido ayudarles de haberlo sabido antes, entonces no podemos tener la menor duda de que hemos de estudiar y aprender las lecciones que comparten con nosotros.

Estos guerreros nos ofrecen una mirada descarnada a sus bautismos de fuego, a sus horas de la verdad. Para muchos de ellos, volver a esas experiencias fue profundamente doloroso. Varios agentes lloraron durante las entrevistas. Al menos uno de ellos tuvo que retomar el contacto con su terapeuta después de «revivir» su incidente para este libro. Aun así, todos ellos han querido compartir sus experiencias e incluso reconocer sus carencias, a pesar del gran dolor y sufrimiento que les provocaba, para ayudar a otros agentes, para ¡ayudar a protegerte! Al hacerlo, esperaban darle sentido a ese dolor.

El hombre sabio aprende de sus experiencias, pero un hombre sabio de verdad aprende de las experiencias de los demás. Así pues, te pido que no solo leas estos impresionantes perfiles de hombres y mujeres valientes, sino que además los estudies. Estudia y aprende, para que tu propia sangre, y la sangre de los inocentes, no se derrame.

Es un honor y una muestra profunda e imperecedera de confianza que estos hombres y mujeres hayan compartido sus experiencias con nosotros.

Teniente coronel Dave Grossman

Autor de Matar y Sobre el combate

Nota del autor

Los distintos encuentros a vida o muerte recreados en este libro son verídicos en todos sus detalles, al menos hasta donde llega la capacidad de los agentes para recordarlos y la mía para relatarlos. Por su importancia, algunos fueron noticia en todo el país y la heroica actuación de los agentes implicados les valió el reconocimiento de la sociedad. En otros, en cambio, el duro trance fue más íntimo. Todos ellos cambiaron la forma en que los agentes abordaban la tarea policial y, en algunos casos, su vida misma.

Estos relatos documentales son instructivos desde varios puntos de vista.

Primeramente, nos brindan una visión privilegiada de experiencias policiales excepcionales que combinan la intriga, el suspense y el drama. Si esta recopilación de casos estuviese destinada a civiles en lugar de a agentes del orden, seguramente bastaría con eso.

Sin embargo, quienes patrullan las calles encontrarán mucho más.

Son recordatorios vívidos de los retos para la supervivencia que pueden planteársele de pronto a cualquier hombre o mujer que lleve una placa. Los agentes que se vieron implicados en estos encuentros han hecho gala de una encomiable sinceridad al hablarme de sus reacciones y de los pensamientos que les acompañaron. Ello invita de forma inevitable a la comparación y la introspección. ¿Qué harías tú al verte enfrentado a circunstancias parecidas ya sea durante tu jornada de trabajo o fuera de servicio? ¿Cómo podrías mejorar tu respuesta táctica? ¿Qué carencias en tu repertorio de defensas ponen de manifiesto estos episodios?

No te equivocarás si decides dedicar veinticuatro días a la lectura de este libro. Eso equivaldría a un capítulo por jornada. Tómate el tiempo necesario para asimilar por completo cada encuentro y reflexionar sobre las enseñanzas que encierra. Si utilizas imágenes mentales en tu entrenamiento para afinar tu respuesta en momento críticos, puedes incorporar las situaciones descritas en el libro, aplicando tus variaciones tácticas para obtener mejores resultados.

Lo más importante, por supuesto, son las «lecciones de sangre» que los agentes implicados creen haber aprendido o reforzado en las terribles experiencias que vivieron, así como los «Informes especiales» que incluyen los consejos de supervivencia de destacados expertos en la materia. Si los incorporas a tus prácticas profesionales y personales, tal vez algún día puedan salvarte la vida y/o tu bienestar emocional.

Para los formadores, estos episodios y sus enseñanzas pueden adaptarse fácilmente a la instrucción diaria previa al inicio del turno o a planes de formación más amplios. Las vivencias aquí recogidas presentan puntos de contacto casi infinitos con los aspectos más relevantes de los programas de formación. Asimismo, el hecho de que sus protagonistas sean agentes reales que se enfrentaron a amenazas reales con soluciones de supervivencia reales mejora enormemente su impacto.

Por último, subyace a todas estas reconstrucciones un trasfondo que es importante reforzar. En nuestros tiempos políticamente correctos, abundan los críticos contra las fuerzas policiales que desa-prueban las representaciones del estilo «Nosotros contra Ellos», como si en las calles no se librara una batalla entre el Bien y el Mal, como si todos estuviéramos hechos de la misma pasta humana.

La cruda realidad de estos mensajes transmitidos desde la primera línea de fuego desmiente esas fantasías utópicas. Los agentes del orden son, sin lugar a dudas, distintos de los depredadores a los que dan caza. Y demos gracias a Dios de que así sea.

Charles Remsberg

1. Una llamada al lado oscuro

Los gritos de una mujer resuenan en la espeluznante penumbra de una cámara de torturas cuando un agente se enfrenta a su primer tiroteo.

La llamada al número de emergencias a las 8:34 de la mañana podía ser desde una falsa alarma a una película de terror, pasando por cualquier solución intermedia.

voz de mujer, nerviosa, anónima: No les tomo el pelo. Esto no es una llamada de broma. Hay una mujer retenida en el 934 de Swift Avenue, encima del garaje, contra su voluntad. ¡Alguien tiene que ir rescatarla ya!

centralita: ¿Cómo se llama usted?

mujer: No puedo decírselo. Temo por mi vida.

centralita: ¿Cómo se llama ella?

mujer: Tengo que colgar.

Efectivamente, era una película de terror.

En apenas unos minutos, un agente se enfrenta a su primer tiroteo en sus doce años de carrera; la ciudad de Sheboygan, en Wisconsin, a orillas del lago Michigan, contabiliza su primera víctima mortal abatida por la policía en sus 167 años de historia; y los investigadores empiezan a desbrozar una grotesca peripecia en la que se mezclan el cautiverio, las torturas y el ansia de matar.

***

A sus treinta y seis años, el agente James Priebe, con sus dos metros de altura y más de ciento treinta kilos de músculo, recibe el aviso. La llamada también suena en las radios del sargento David Anderson y el agente Tim McMullen. Priebe se encuentra a apenas cuatro manzanas, así que es el primero en llegar, un minuto después del aviso. Es un agente agresivo que nunca rehúye una llamada peligrosa y solo hace unos meses que se desempeña en el turno de día. Ha aceptado el cambio de mala gana, temiendo echar de menos toda la acción que ha encontrado en una década trabajando en el turno de noche. Esa radiante mañana de un martes de agosto tenía que librar, pero está haciendo un turno extra.

El agente James Priebe, el sargento David Anderson y el agente Tim McMullen.

La casa de dos plantas vieja y destartalada se encuentra en Swift Avenue, en una parte degradada de la ciudad. Ocupa un solar esquinero, en lo alto de una suave pendiente desde la calle. Detrás de la casa, al mismo nivel que la calle 10, hay un garaje para dos plazas construido con bloques de hormigón. La pared del garaje que da a la casa se apoya parcialmente en un talud a la altura del patio trasero de la propiedad. Una escalera compuesta por cinco tablones comunica el patio con una puerta abuhardillada, estrecha y sin ventana que da a la planta superior del garaje.

Después de aparcar a una prudente distancia del garaje, Priebe sale del coche y se aproxima con cautela. En la rampa de acceso a la casa encuentra un Mercury Sable negro de 2004. Debajo de uno de los limpiaparabrisas ve una nota escrita a mano en la que se avisa al dueño del coche que no puede aparcar ahí y que se avisará a la grúa.

Priebe no puede ver el interior de la planta baja del garaje porque las pequeñas ventanas de ambas puertas se han pintado con spray negro desde dentro. En cambio, sí puede echar un vistazo al interior del coche. Ve unos prismáticos, embutidos entre los asientos delanteros: «Eran muy grandes, como los que usaría un acosador». También ve un bolso de mujer.

El coche está tan arrimado al talud que Priebe no puede ver la matrícula delantera. La trasera ha sido doblada para que no se pueda leer el número. La despliega haciendo palanca y llama para comprobar si hay antecedentes.

Una advertencia al dueño del coche misterioso.

El garaje escondía un terrible secreto.

Tras subir por el patio, Priebe acerca el oído a la puerta abuhardillada. No se oye nada dentro. Llama con el puño. No hay respuesta. El pomo de metal gris está rayado y aboyado. Han echado la llave. Sigue sin oír ningún movimiento dentro.

Se dirige entonces a la casa, imaginando que tal vez haya alguien que tenga la llave.

***

En el interior del loft que ocupa el garaje, las dos únicas personas en una ciudad de cincuenta mil almas que saben lo que está ocurriendo se encaminan hacia el violento clímax de una noche de brutalidad y terror.

Una de ellas es Kenneth A. Brulla, cuarenta y cuatro años de edad, dueño de varios inmuebles en alquiler en Sheboygan y con una ficha policial por numerosas infracciones menores y denuncias de lesiones a mujeres. La otra es su esposa, de quien se había separado, una rubia de cuarenta y un años a la que llamaremos Faith. Más o menos a la hora a la que el agente Priebe recibió la orden de dirigirse a Swift Avenue, se les esperaba a ambos en el centro de la ciudad para celebrar en los juzgados la última sesión de su proceso de divorcio.

En algún momento del día anterior, Brulla entró a escondidas en la casa donde vivía Faith y se escondió en armarios y trasteros mientras esperaba a que su ex se fuera a la cama. Sobre las once de la noche, cuando ella se dirigía al cuarto de baño después de fumarse el último cigarro del día en el porche de la casa, Brulla salió de pronto de un armario y la empujó contra la pared sujetándola por el cuello con el antebrazo.

Ella se resistió intentando sacarle un ojo. Pero él la amenazó con un «cuchillo de supervivencia estilo Rambo», dotado de una hoja negra de unos treinta centímetros. La visión de aquel cuchillo la paralizó. Si no le hacía caso, la amenazó, «haría daño» a sus dos hijos de una relación anterior que dormían arriba, por no hablar, pensó Faith, de lo que le haría con ese cuchillo a ella.

Entonces, le ató las manos con una «correa elástica» gruesa y se la apretó tanto que las manos se le entumecieron. Después, la obligó a salir de la casa y meterse en el Mercury Sable. Brulla se sentó al volante. Tenía a gente vigilando la casa, la advirtió. Si no contactaba con ellos cada cierto rato, los hijos de ella «lo pasarían mal».

Mientras conducía, Brulla llamó con el móvil para quedar con una mujer de cuarenta y tres años a quien consideraba su novia en aquellos momentos. Al igual que Faith, esa segunda mujer había solicitado y obtenido una orden de alejamiento contra él, pero consintió en que se vieran en una callejuela oscura. La acompañaba su hija de veinticuatro años.

Brulla dejó a Faith atada en el coche y se alejó para encontrarse con ellas, a una distancia suficiente para que no pudieran ver nada en el vehículo aparte del pelo rubio de una mujer. La «novia» de Brulla vio que este tenía un collar eléctrico de adiestramiento en la mano.

Intentó convencerla de que le acompañara, pero ella se negó a petición de su hija. En una ocasión anterior, Brulla había colocado a la mujer contra una pared y le había tirado puñales, como si fuera una actuación de circo. La hija tildaba a Ken Brulla de «perro rabioso».

Pasada la una de la noche, Brulla y Faith llegaron solos a la casa de Swift Avenue y se metieron por la callejuela que daba al garaje. Faith no conocía el sitio. Brulla sí lo conocía porque hacía poco se había planteado comprar la propiedad a su dueño, que estaba pasando aprietos económicos.

Horas antes, mientras esperaba a su exmujer escondido en la casa, Brulla se había grabado con una cámara digital recitando una furibunda letanía de agravios contra ella. Al solicitar el divorcio tras un solo año de matrimonio, Faith lo había «destrozado», insistía él, y le había arruinado la vida hasta el punto de que «nunca podría recuperarse».

Aparcados en el callejón, continuó despotricando durante tres horas, mientras iba vaciando una botella de vodka y le recordaba compungido que se habían prometido cuidar el uno del otro cuando envejecieran. Solo la dejó salir del coche para que pudiera orinar en el césped. Su estado de ánimo era una montaña rusa: «pasaba de estar lloroso a mostrarse conciliador, para luego estar frío y distante».

Finalmente, cuando la noche desgranaba sus últimos compases antes de su cita en los juzgados, la sacó a rastras del coche y la obligó a subir la escalera de madera hasta la puerta del loft. Cogió entonces una piedra y golpeó con ella el pomo hasta que este cedió. Entonces, le arreó a Faith un golpe en la cabeza con una barra de acero que la dejó aturdida, la empujó hacia dentro y volvió a cerrar.

Parte de lo que ocurrió a continuación quedó registrado a ráfagas por una cámara de vídeo que Brulla instaló sobre una caja. Sus actos constituyen todo un manual de psicopatología.

Tendió a Faith de espaldas sobre un sofá largo de respaldo alto que se encontraba a unos cuatro metros y medio de la puerta. Faith solo llevaba una bata azul abierta. Le había atado las manos y los tobillos y cuando ella intentó gritar para pedir auxilio le tapó la boca con una gruesa cinta de embalar hasta que ella aceptó quedarse callada.

Este nudo corredizo improvisado fue uno de los varios instrumentos de tortura empleados.

Brulla le pasaba la punta de su cuchillo de Rambo por el pecho y el cuello. Se sentó sobre su tórax cortándole la respiración. La besó y jugó con sus pechos, pero no la penetró. Le puso el collar eléctrico y, aunque le prometió que la descarga sería leve, se ensañó con ella hasta dejarla inconsciente. Le amarró una pierna a una de las vigas del techo y la colgó. Luego, armó un nudo corredizo con cuerda y cinta de embalar y la colgó también del cuello. Brulla la dejó forcejear y ahogarse hasta que ella defecó, perdió el conocimiento y casi se asfixió porque «quería ver cómo es estar cerca de morir». Luego, la limpió y volvió a tenderla en el sofá para someterla a un nuevo asalto de terror psicológico y tormentos físicos.

En ningún momento dejó de vomitar contra ella su rabia venenosa. Durante la noche, hizo cuarenta y ocho llamadas y envió varios mensajes de texto, en su mayoría a la «novia» que se había negado a acompañarle. Con las primeras luces del día, volvió a llamarla y le pidió que le trajera café y unos burritos para desayunar al loft. Durante la llamada, ella le oyó preguntarle a alguien cómo quería el café, a lo que respondió una voz de mujer débil y asustada.

Al cabo de un rato, la mujer pasó en coche con su hija por el garaje sin detenerse. Los investigadores averiguaron después que ella era la mujer que se había decidido a llamar de forma anónima al número de emergencias, después de pensárselo mucho y consultarlo con unos amigos.

***

Cuando el agente Priebe llega y da parte de la matrícula del misterioso Mercury aparcado en el callejón, Brulla y Faith oyen la radio, aunque el agente había bajado el volumen. Luego, le oyen llamar a la puerta. También le oyen intentar abrir el pomo, antes de alejarse en dirección a la casa. Faith permanece en silencio, amenazada de muerte.

—Tenemos problemas —le dice Brulla en voz baja...

En la casa, el agente Priebe encuentra a la novia del propietario, que vive allí, y ella encuentra la llave de la puerta del loft. Unos quince minutos antes, ella había escrito la advertencia que Priebe encontró en el Mercury y asegura que no sabe quién es el dueño del coche. Le sorprende que alguien haya llamado a la policía y asegura que el espacio que hay en la planta superior del garaje está desocupado.

Para entonces, los dos coches de refuerzo que se habían asignado al caso están llegando. El sargento Anderson, que conducía el primero, se ha encontrado con Priebe y la novia del casero. El agente McMullen, por su parte, está llegando en el segundo coche patrulla. A falta de una orden de registro o de indicios que justifiquen una intervención de urgencia, deciden que la novia intente abrir la puerta. Empuñando la pistola, Anderson se queda en el césped, a la izquierda de la escalera que sube al loft, mientras que Priebe permanece al pie de la misma cuando la joven gira la llave en la cerradura y abre la puerta.

Gracias a su gran estatura, Priebe dispone de la mejor visión inmediata del interior del garaje pese a estar abajo. En la penumbra, advierte el largo sofá, con su alto respaldo vuelto hacia la puerta que impide ver la parte del asiento. Entre la puerta y el sofá, aparece un varón blanco, bajo y fornido, sin camisa, en vaqueros y con unas «botas militares». Por su aspecto parece un «hombre de las montañas»: barba negra desaliñada, pelo largo desgreñado, un tatuaje chabacano en el pecho... y la mano y el antebrazo izquierdos escondidos detrás de la espalda.

—¿Quién coño eres tú? —le suelta la mujer, asustada. El hombre se lleva el índice a los labios y la hace callar.

—¿Quién coño eres? —le exige saber la mujer.

Priebe desenfunda su Glock 22 del calibre 40 y tira de la joven para apartarla de la escalera.

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Vuelva a su casa! —le grita. Luego, dirigiéndose al hombre desconocido, dice—: ¡Muéstreme su mano izquierda! ¡Muéstreme su mano izquierda!

El hombre se limita a mirarle sin decir nada. Tiene la mirada perdida como un soldado después de la batalla. Ni se mueve ni habla. Su silencio hace más «siniestro y escalofriante» el ambiente que se respira.

Priebe le grita varias veces la orden. No hay respuesta. Sin sacar la mano de detrás de la espalda, el hombre rodea el sofá por un lado y se arrodilla o acuclilla en la parte delantera que queda oculta. Ahora, sus dos manos están fuera del campo de visión del agente. Priebe solo puede verle la cabeza y el cuello.

—¡Arriba las manos! —Priebe se imagina que el hombre se incorporará de repente, disparando con un arma en cada mano, al estilo del Viejo Oeste. Priebe le grita ahora—: ¡Policía! ¡Arriba las manos! ¡Despacio!

La cámara está grabando el enfrentamiento.

—No me hagas daño, por favor. No tengo nada —murmura el hombre. El micrófono recoge las frases, pero Priebe no las oye.

El hombre baja la vista hacia un rincón del sofá. Priebe comprende la situación en un fogonazo: la mujer retenida contra su voluntad de la que se le ha informado se encuentra detrás del respaldo del sofá.

El micrófono de la cámara es el único que oye susurrar al hombre: «Lo siento»; y la voz débil de una mujer que suplica: «Por favor, no lo hagas».

El hombre levanta ambas manos por encima de la cabeza. Tiene un enorme cuchillo negro, «un cuchillo diseñado para matar». Entonces lo baja con fuerza. Se oye el grito de una mujer. «Un grito de película de terror. Escalofriante».

Sin ser consciente de sus movimientos, Priebe sube la escalera a toda velocidad, se planta en el umbral y dispara la primera bala. Oye y siente el arma, ve el fogonazo, pero el sospechoso no reacciona. No se inmuta, no se queja. Sigue cosiendo la mujer a puñaladas fuertes y rápidas. Los gritos de la mujer llenan el loft.

Priebe se lanza hacia el sofá, disparando a una mano mientras corre. Amante desde la infancia de la caza del aves y ciervos, cada bala que dispara da en el blanco. Cuatro balas perforan el tórax desnudo del sospechoso, tiros certeros al cuerpo, una bonita agrupación de impactos. Pero la ferocidad del agresor no flaquea. Sigue levantando y hundiendo la hoja del puñal. Priebe piensa: «Estoy echando el resto y no consigo pararlo».

Siente que la ira lo ciega. Imagina que la hoja del cuchillo está atravesando a la mujer, que sigue gritando. El sospechoso vuelve a levantar el arma. Priebe se dice para sus adentros: «Ni de puta broma».

Su quinta bala estalla en el cañón. Otro impacto limpio. Esta vez el sospechoso deja caer el cuchillo sobre el sofá y se desploma en el suelo.

***

Las imágenes que Priebe presencia cuando rodea el sofá se graban a fuego en su memoria. Tendido en el suelo, inmóvil en un charco de sangre cada vez más grande, yace el sospechoso, a quien luego se identificaría como Kenneth Brulla. En la autopsia se dictaminará que presenta «lesiones graves en el corazón, el hígado y un pulmón, con una importante hemorragia interna». Son heridas mortales.

Faith está tumbada bocarriba en el sofá, desnuda, aterrorizada y «cubierta de sangre». El cuchillo ha caído a su lado. Lo que parece ser el cinturón de la bata que tiene debajo está atado a uno de sus tobillos. Tiene las muñecas fuertemente amarradas. Las marcas de las ataduras son visibles y un nudo corredizo rodea su cuello. Sangra de forma abundante.

El violento final del sospechoso tras una noche de violencia.

Hicieron falta cinco disparos para atajar la lluvia de puñaladas del agresor con su cuchillo «Rambo».

Restos de la atadura después del rescate.

Milagrosamente, Faith había podido levantar las manos y las piernas para protegerse de las puñaladas. Sus extremidades presentan profundas incisiones y cortes, y tiene tres costillas rotas, pero su torso no ha recibido ninguna puñalada. Está exhausta y herida de suma gravedad, pero conserva la vida.

—Todo irá bien —le asegura Priebe—. Somos policías.

Por si acaso, el agente sigue apuntando a Brulla, quien permanece tendido en el suelo, en apariencia sin vida. El sargento Anderson entra en tromba y, sirviéndose de una bolsa de primeros auxilios que le ha traído el agente McMullen de un coche patrulla, se aplica a cortar la hemorragia del cuerpo torturado de Faith en los tensos minutos que dura la espera antes de la llegada de la ambulancia.

—Sargento, he tenido que hacerlo. La estaba apuñalando —le dice Priebe a Anderson. Es un hervidero de emociones encontradas: rabia hacia Brulla por haber forzado su propia muerte, culpa por no haber podido ayudar antes a Faith, e incluso angustia por haber quebrantado un mandamiento con lo que ha hecho.

En estado de shock, Faith oye las palabras del agente y nota por su tono que está preocupado. Más tarde, mientras la tratan en las urgencias del Memorial Medical Center de Sheboygan, pregunta por él. «Díganle que no tenía otra alternativa —insiste ella—. Me ha salvado la vida. Se lo agradeceré siempre».

Tras visionar el contenido «gráfico y perturbador» que grabó la cámara, el fiscal del distrito del condado de Sheboygan, Joe DeCecco, muestra su conformidad. El fatal desenlace «nos brinda una perspectiva extraordinaria sobre las decisiones que los agentes del orden deben tomar en décimas de segundo», afirma. Alaba a Priebe por «su carácter y entrega a una profesión que pocos ciudadanos entienden cabalmente. No albergo duda alguna de que [Faith] vive hoy gracias a las medidas que [el agente] tomó».

Lecciones aprendidas

Conversando un mes más tarde sobre el momento más dramático de toda su carrera, el agente Priebe todavía muestra a veces una intensa emotividad, aunque considera que su vida está regresando paulatinamente a su cauce habitual y se ha reincorporado al trabajo con entusiasmo. Menciona tener pesadillas de vez en cuando, incluida una típica en policías: soñar que intentas pulsar el gatillo en una situación de vida o muerte pero no lo consigues por más que lo intentes. Aun así, afirma con convicción: «Creo firmemente que ese día Dios me puso allí. Estaba destinado a responder a esa llamada».

Habla con sinceridad sobre las lecciones que cree que le han ayudado más en su viaje de vuelta desde esa visita personal al lado oscuro.

1. Valora el afecto de los demás. Aunque la policía de Sheboygan no había adoptado programas de formación ni definido protocolos concretos para tratar con un agente después de un tiroteo, la compasión innata de sus compañeros pareció activarse de forma automática, ya en el mismo lugar de los hechos.

El compañero con el que Priebe dice sentirse más «cómodo y seguro» fue el que acudió a confiscarle el arma, el subdirector Allen Sherven. Lo hizo con tacto, después de haberlo acompañado fuera del loft ensangrentado, en la intimidad de su coche. Cuando Priebe le entregó su Glock, Sherven le dio su propia arma a cambio y le dijo: «Estoy contigo para lo que necesites».

«Fue una gran muestra de confianza», recuerda Priebe, muy distinto de lo que ocurre a veces en otros cuerpos, donde a los supervivientes de tiroteos se les ha desposeído fríamente de su arma reglamentaria y se les ha dejado plantados en el lugar de los hechos, solos y vulnerables.

El director David Kirk le dijo que se tomara un permiso remunerado durante el tiempo que considerase necesario, aun a pesar de que el departamento de policía iba justo de personal. «Antes de que pasara una hora, el director me dijo que había sido un disparo intachable y que no debía preocuparme», recuerda Priebe. Incluso le pagaron una habitación en un motel por si necesitaba un sitio donde estar a solas y poner en orden sus ideas antes de volver a su casa en el campo.

Mientras Priebe estuvo de baja, su contestador y su buzón se llenaron de mensajes de apoyo de sus compañeros. «Cuando todo el mundo te asegura que obraste bien, que no tenías alternativa, empiezas a creértelo», dice.

2. Busca consuelo espiritual. El hermano de Priebe lo puso inmediatamente en contacto con un pastor que tiene experiencia tratando con agentes de policía en situaciones críticas. Pese a que las circunstancias justificaban de forma evidente lo ocurrido, Priebe, alterado por el tiroteo, estaba «preocupado porque no sabía si Dios le perdonaría haberse cobrado una vida», una secuela bastante común entre agentes de policía que han sobrevivido a un encuentro de esta naturaleza. «Tiene que decirme por qué está tan seguro de que Dios me perdonará», retó Priebe al párroco.

Estuvieron hablando cerca de dos horas. Sirviéndose de ejemplos bíblicos e históricos, el religioso pudo establecer una línea divisoria convincente entre la muerte que Priebe se había visto forzado a provocar y un asesinato injustificable. Cobrarse una vida, le aseguró el pastor, estaba justificado a ojos del Señor en situaciones como la suya. «Me marché del encuentro soltando un suspiro de alivio», dice Priebe.

3. Plantéate visitar a la víctima. La noche siguiente, Priebe fue a ver a Faith al hospital. «Necesitaba verla en un entorno seguro y limpio, con las heridas vendadas —explica—. Tenía que verla viva.» Le presentó a su mujer y estuvieron conversando unos tres cuartos de hora. Faith le dijo mirándole a los ojos que habría muerto si él no hubiera parado la agresión.

Priebe encontró consuelo en sus palabras, pero le dijo que ella era la auténtica heroína de lo ocurrido; si no hubiera luchado por su vida, él no habría tenido tiempo de hacer lo que hizo.

4. Expresa tus sentimientos. Cuatro días después del tiroteo, Priebe y el sargento Anderson se vieron en el sótano de la iglesia a la que acudía el segundo para llevar a cabo un análisis de incidente crítico acompañados de un terapeuta titulado y su ayudante, una agente que se había visto implicada en una muerte en otra jurisdicción. La sesión duró tres veces más de lo programado. «Me pasé casi todo el rato gritando, sacándolo todo, desahogándome —dice Priebe—. Me abrí en canal.»

Sacó toda su rabia y su odio hacia Brulla por haberle forzado a disparar y por haber herido a Faith; también, su sensación de no haber estado a la altura por no haber conseguido derribarlo antes y sentimientos no del todo resueltos sobre un incidente cuyo recuerdo había reprimido durante años: un caso en el que una mujer agradable y educada se había suicidado después de que él la detuviera por conducir bajo los efectos del alcohol.

«Expresar mis auténticos sentimientos de forma abierta, sin avergonzarme ni sentirme incómodo, fue importantísimo —dice Priebe—. Si te lo guardas todo, con el tiempo te conviertes en una bomba de relojería.»

5. Vuelve al terreno de juego. Después del tiroteo, «nadie me dijo que fuese a la galería de tiro —recuerda Priebe—. Pero pensé que era importante volver al ruedo». El teniente Mike Williams, el instructor de su cuerpo de policía, lo puso a prueba.

Excelente tirador, Priebe no tuvo problemas, salvo cuando tuvo que «aplastar al objetivo», disparando a medida que caminaba en su dirección, de forma muy parecida a cómo lo había hecho en el loft mientras Brulla apuñalaba una y otra vez a Faith. Williams le ayudó a superar esa dificultad, asegurándole que «cuanto antes te acerques, antes podrás precisar los disparos».

Durante la sesión, tuvieron la oportunidad de hablar sobre una pregunta que seguía atormentándole: ¿Debería haber apuntado a la cabeza de Brulla para atajar de forma más drástica la agresión? Williams le convenció de que, dados los movimientos violentos del sospechoso y que Priebe iba corriendo hacia el sofá, disparar al cuerpo había sido un objetivo más seguro.

6. Carga las pilas. Durante los doce días que estuvo de permiso antes de reincorporarse a la plantilla, Priebe se alejó de su casa y del trabajo para irse a pescar a los bosques canadienses. Sin teléfono, sin noticias. No era tanto una huida cuanto una renovación. Su hermano le acompañó con sus dos hijos y Priebe se llevó a un sobrino. «Los críos siempre están felices —dice—. Eso era justo lo que necesitaba.»

7. Haz las paces con el lugar de los hechos. «Cuando por fin me reincorporé, sabía que aún tenía algo pendiente», dice. Se acercó con su coche patrulla al cruce de la calle 10 con Swift Avenue y aparcó para poder ver el garaje donde había tenido lugar su fatídica misión.

Sus superiores lo habían mantenido patrullando en la misma zona al entender que transferirlo podría parecerle una sanción. «Quería enfrentarme al sitio y aceptar lo ocurrido sin huir ni esconderme de ello.»

Mentalmente, «reconstruyó todo lo ocurrido» varias veces. Estuvo una hora o más sentado en el coche. Intuyó que los vecinos empezaban a preguntarse qué hacía allí. Pero cuando finalmente se marchó, afirma que «estaba absolutamente seguro» de poder enfrentarse a su siguiente misión, fuera lo que fuese.

2. Oigo voces

Una bala rebota en la frente del sospechoso y la agente que la dispara se ve envuelta en una lucha sangrienta por su vida.

Aquel pandillero de veinticinco años tuvo un papel destacado en la vida de la agente Candace Milovich-Fitzsimmons durante menos de dos minutos. En un abrir y cerrar de ojos, logró cambiar la visión que la agente tenía del oficio policial para siempre.

—No es algo que yo buscara —dice Candace—. Me encontró a mí.

Si su sargento en la policía de Chicago hubiese sido un poco más permisivo, la agente jamás se habría visto en aquel trance.

Sobre las once menos cuarto de la noche de un gélido lunes, después de haber trasladado a un detenido a petición de un grupo de intervención rápida, Milovich-Fitzsimmons y su joven compañero, Matt Blomstrand, estaban matando el tiempo en las inmediaciones de su comisaría en el distrito noroccidental de la ciudad con la esperanza de que los dejasen marcharse a casa un poco más temprano, dado que solo faltaba un cuarto de hora para el final de su turno. «Aún es temprano —les dijo su sargento—. Volved a salir.» Y eso hicieron, con Milovich-Fitzsimmons al volante.

Cuando se aproximaban a un cruce a unas pocas manzanas de la comisaría, un Ford Explorer negro les llamó la atención en un callejón. «Iba a diez o quince kilómetros por hora como mucho —recuerda la agente—. Pegaba acelerones y luego frenaba, como si estuvieran jugando con las marchas, y la bocina sonaba a todo trapo».

Una pelea de pareja, pensaron, y siguieron circulando. «Pero entonces tuvimos remordimientos y empezamos a buscar el coche.» Lo encontraron enseguida en una calle mal iluminada de un barrio compuesto principalmente de pequeñas casas unifamiliares.

Cuando los agentes se colocaron detrás del vehículo, un hombre salió escopeteado por la puerta trasera del lado del acompañante, corrió unos cuantos metros, de pronto pareció cambiar de opinión, corrió de vuelta al todoterreno e intentó subirse al tiempo que este avanzaba a trompicones.

Los pilotos de freno no funcionaban y la tercera vez que el Ford Explorer se detuvo bruscamente el coche patrulla le dio por detrás.

Lo que la pareja de policías había interrumpido solo se descubriría después de que Milovich-Fitzsimmons sufriera el encuentro más violento en sus diez años de carrera como policía. Por lo que pudieron averiguar después, el conductor, el tipo que había intentado meterse de nuevo en el vehículo y otro mexicano que ocupaba el asiento trasero eran miembros de la banda callejera Spanish Cobras. El cuarto ocupante, en el asiento del acompañante, era un varón de treinta y tres años que tan solo unos minutos antes volvía a su casa del trabajo con una botella de leche para su familia.

En ese instante, un joven que pasaba por la calle con un bastón le había llamado y le había rogado insistentemente que le llevara en coche a algún lado. El objetivo tuvo «un mal presentimiento» al ver a aquel joven, así que en vez de poner en peligro la seguridad de su familia temiéndose que fueran a entrarle en casa, decidió «sacrificarse» y aceptó ir con él. Cuando ambos llegaron a la altura del Explorer del desconocido, dos individuos aparecieron de entre las sombras, metieron a la víctima en el todoterreno y se marcharon con su captura. Por lo visto, su plan era pedir un rescate.

Según se supo después, los agresores le robaron a la víctima trescientos cincuenta dólares y un teléfono móvil dentro del coche y luego lo apalearon por turnos a base de puñetazos y bastonazos. Los investigadores creen que abandonaron la idea del secuestro y decidieron ir a una zona industrial desierta que había en el mismo barrio y asesinarle allí.

Los trompicones que daba el coche eran culpa de la víctima, quien intentaba agarrar la palanca de cambio y activar el bloqueo de aparcamiento del motor.

Cuando el coche patrulla colisionó con el Explorer, el chaval que estaba fuera y el que iba al volante decidieron largarse por patas. Milovich-Fitzsimmons avisó por radio que iniciaba una persecución a pie y echó a correr detrás del conductor. Su compañero, Blomstrand, tardó en salir de la unidad porque el golpe había atascado su puerta. Cuando por fin pudo salir por la ventanilla, Milovich-Fitzsimmons había desaparecido en la oscuridad.

Blomstrand, con menos de tres años al pie del cañón, se concentró en los dos vehículos, que todavía tenían los motores en marcha, en la víctima de la paliza que rodó fuera del todoterreno como un saco de patatas ensangrentado, y en el mexicano que permanecía dentro y estaba intentando escapar por la puerta de atrás.

Entretanto, Milovich-Fitzsimmons se vio envuelta en una serie de choques cada vez más peligrosos con el conductor, que tenía veinticinco años de edad, como pudo comprobarse después.

Para empezar, lo alcanzó en un paseo ajardinado y lo derribó haciendo que quedara a gatas sobre el asfalto. Había conseguido agarrarlo de la chaqueta, pero, antes de poder inmovilizarlo con una llave, el chaval se puso de pie, se desembarazó fácilmente de la chaqueta y volvió a huir. «Por eso los miembros de las bandas nunca llevan abrochada la chaqueta —explica la agente—. Y suelen llevar dos encima para no quedarse en mangas de camisa si tienen que escurrirse de una.»

La persecución a pie continuó por una pasarela «completamente a oscuras» que pasaba entre dos casas unifamiliares. Milovich-Fitzsimmons volvió a alcanzar al sospechoso detrás de unos garajes y lo empujó contra una valla de hierro forjado. «¡Al suelo!», le gritó.

En vez de ello, «el chaval se da la vuelta de repente y empieza a pegarme». Durante la pelea, el micro se desprende de su hombro y le cuelga entre las piernas, haciendo imposible que se comunique con la central para pedir ayuda.

Milovich-Fitzsimmons no sintió ningún miedo. Con un decenio de experiencia a sus espaldas, la agente de treinta y nueve años, una rubia en buena forma y con fama de ser dura pero justa, estaba acostumbrada a tener refriegas con sospechosos y nunca se había encontrado en una situación que se le fuera de las manos. «Estaba pensando con claridad, dándome órdenes básicas para no perderle la cara a la situación. Eso sí, no entendía por qué estaba tan violento.» Sin saber nada del secuestro, la agente imaginó que se trataba de un ladrón de coches más.

En cierto momento, Milovich-Fitzsimmons logró agarrar a su adversario por la camisa y este tropezó y cayó al suelo. «¡Quédate ahí!», le gritó ella. Él levantó las manos un instante y, «tambaleándose sobre el culo», miró detrás de la agente; evidentemente, quería comprobar si el otro policía había llegado. Entonces, se abalanzó sobre ella, agarró la culata de la Smith & Wesson de 9 mm que la agente llevaba enfundada y la usó como asidero para levantarse.

«Noté que la cinta superior saltaba y la pistolera quedaba abierta —recuerda Milovich-Fitzsimmons—. Era la primera vez que veía amenazada mi arma. Pensé que me había metido en un buen lío.»

En sus propias palabras, afirma que se dejó guiar por «pensamientos neandertales»: «¡Pon la mano ahí!»; «¡Haz esto!». «Eran órdenes muy básicas y potentes, como si tuviera a alguien gritándome dentro de la cabeza.» Luchó por conservar el arma en su funda de nivel ii mientras el chaval continuaba tirando de la pistola con una mano e intentaba golpearle la cara con la otra.

Finalmente, logró separarse de él y desenfundar el arma. «¡Al suelo!», le gritó. Él volvió a lanzarse contra ella. La agente pulsó el gatillo y disparó una bala. «Era la primera vez que disparaba en acto de servicio. En cuanto apreté el gatillo, supe que era un buen disparo.»

Sí y no. La bala atravesó la mano izquierda del sospechoso y su manga. Luego, por increíble que parezca, rebotó en su frente y terminó clavada en el marco de la puerta de un garaje vecino.

Con la cara ensangrentada, el chico volvió a agarrar la semiautomática de Milovich-Fitzsimmons. Ella le golpeó con el arma, directamente sobre la herida, pero el sospechoso ni se inmutó. La empujó contra unos cubos de basura y huyó corriendo por el callejón hasta llegar a un solar abandonado, que pronto se convertiría en el tercer y peor escenario de aquella lucha por episodios.

Milovich-Fitzsimmons enfundó y aseguró su Smith & Wesson, sacó las esposas y salió corriendo detrás de él. Cuando le dio alcance, vio que había caído de rodillas. «Pensé que la partida había terminado y me acerqué para detenerlo. Iba muy equivocada.»

«Lo único que podía ver eran sus muñecas. Visión de túnel total. Volví a oír esa voz en mi cabeza: “Muñecas, esposas”.» Cuando se acercó, el sospechoso la derribó con un placaje y, aunque ella le golpeaba con las esposas, consiguió tirarla al suelo. Se le escaparon las esposas de las manos.

«Estuvimos revolcándonos por el suelo —recuerda la agente—. Yo le daba puñetazos y patadas en la cara y el pecho, le estrujaba las pelotas con todas mis fuerzas. El tipo ni se inmutaba... Solo se cabreaba más.» La agente desenfundó el arma pero no conseguía ángulo de tiro. Casi veinte centímetros más alto que ella y con cuarenta kilos más de peso, el sospechoso logró inmovilizarla, le dio puñetazos en la cara y volvió a forcejear con ella para hacerse con el arma.

«Sus manos eran como garfios —asegura la agente—. Logró retorcerme la muñeca y clavarme el arma en la garganta. El cañón me dejó varios arañazos.» Aficionada al entrenamiento con pesas —«Soy más fuerte de lo que parezco»—, Milovich-Fitzsimmons logró apartar el arma y luego la volvió hacia el sospechoso. Apretó el gatillo, pero no pasó nada. El sospechoso estaba sujetando la corredera para impedir que se moviera.

El cañón iba y venía mientras la agente luchaba desesperada por salvar la vida y el sospechoso por arrebatársela. «Se me hizo eterno. Luchaba con toda mi alma, pero no conseguía inmovilizarlo. Estaba agotada. Sabía que no iba a poder aguantar mucho más.»

Entonces volvió a oír aquella voz en su cabeza. «Claros como el día», tres nombres sonaron dentro de su cráneo: «Jake, Alex, Eddie», sus tres hijos.

«No puedo rendirme», se dijo a sí misma. Pese al agotamiento, siguió apartando el cañón de su cabeza y de su cuerpo hasta que divisó a su «ángel», un hombre en camisa azul de uniforme, que llegaba corriendo por el callejón. Era el agente de refuerzo al que su compañero había enviado en la dirección en que la había visto correr cuando salió en persecución del sospechoso que huía de la colisión.

—¡Dispara a este hijo de puta! —gritó—. ¡Tiene mi arma!

Casi a quemarropa, el agente disparó cuatro veces rápidamente. Una de las balas rozó la mano derecha de Milovich-Fitzsimmons. Las otras tres impactaron en el agresor. El tipo se desplomó muerto encima de ella.

«Creo que en ese instante estuve a punto de entrar en shock. Oía voces pero no podía responder, moverme o ni siquiera abrir los ojos. Y no paraba de temblar. Tiritaba de los pies a la cabeza.»

Pero estaba viva y pudo volver a casa y reencontrarse con sus niños. Sus nombres habían sonado en su cabeza para espolearla.

Lecciones aprendidas

Desde el instante en que Milovich-Fitzsimmons comunicó por radio que iniciaba la persecución hasta que el agente de refuerzo informó del desenlace fatal del tiroteo, solo pasó un minuto y cuarenta y cinco segundos. Lo que ocurrió durante ese breve lapso de tiempo, «me cambió enormemente», dice la agente, que pertenece a una familia de policías, ya que tanto su marido como su hermana son sargentos de la policía municipal de Chicago. Milovich-Fitzsimmons enumera los errores que cree que cometió y las lecciones que extrajo de ellos:

1. Dispara hasta acabar con la amenaza. «Cuando estábamos luchando en el callejón y le disparé, tendría que haber seguido disparando. En la academia, cuando nos enseñaron a manejar las armas de fuego, disparábamos una vez, enfundábamos y esperábamos nuevas instrucciones. Nos decían que había que disparar dos veces al pecho y una a la cabeza, pero no lo hacíamos. Actúas como te adiestran. Lo que más me pesa es no haberlo acribillado en el callejón cuando tuve la oportunidad. No pienso volver a quedarme corta. Si tengo motivos para disparar, lo haré las veces que haga falta y no perderé el tiempo buscando alternativas.

»Cuando volví a enfundar, me precipité en la desescalada al sacar las esposas. Tendría que haberme esforzado más en recuperar la radio y pedir ayuda. Tendría que haber previsto que la lucha quizá no había terminado.»

2. Concéntrate en devolver los golpes. «Mientras duró el forcejeo, recurrí en todo momento a órdenes verbales. Consumí demasiada energía gritándole y quedé exhausta. Se nos pide que utilicemos órdenes verbales, pero yo las limitaría un poco para concentrarnos en imponernos físicamente a nuestros adversarios.»

3. Evalúa tu potencia de fuego. «Cambié de arma. Lo primero que dije esa noche cuando terminé el turno fue: “Quiero un arma distinta, una del calibre 0,45”. Fui al campo de tiro y probé varias. Terminé eligiendo una Sig Sauer de 9 mm. Es ligera, con un gatillo de fácil accionamiento. Conseguí que todos mis disparos quedaran bien agrupados la primera vez que la utilicé con la diana. Ahora voy más a menudo al campo de tiro. Quiero sentirme más cómoda con el arma. No tenía totalmente naturalizado el uso del arma cuando la necesité.»

Aunque muchos agentes prefieren llevar una segunda arma cuando así lo permiten los protocolos de sus cuerpos, Milovich-Fitzsimmons está convencida de que no ganaría nada con eso. «Me costó horrores no perder la que tenía. ¿Y si hubiera tenido una segunda pistola en una funda tobillera cuando le di una patada y él me la hubiera quitado? Ya es bastante difícil controlar un arma como para encima tener que controlar dos.»

4. Liquida toda resistencia enseguida. «Ahora he visto que soy menos tolerante con la resistencia de los sospechosos. Si alguien se pone de uñas, lo esposo inmediatamente. No quiero más jueguecitos. He comprobado que analizo a la gente y las situaciones con más detalle. Jamás voy a permitir que me vuelvan a poner en una situación así.»

5. Asegúrate de que tanto tu cuerpo como tu mente estén preparados para el combate. «Ahora vigilo mis sensaciones. Después de reincorporarme al trabajo tras un tiempo de baja, una noche tuve la sensación de que había pillado la gripe. Me pregunté: “Si esta noche la cosa se pone fea, ¿podré defenderme?”. Decidí quedarme en casa. Antes no le habría dado importancia y me habría presentado en comisaría, haciéndome la fuerte. Ahora sé que necesito estar en plena forma cuando trabajo. No puedo ni imaginarme cómo habría sido pelearme esa noche si me hubiese encontrado mal.

»También necesito que mi mente esté en orden. En la comisaría, algunos compañeros estaban hablando sobre mi incidente y una agente dijo: “Si me llega a pasar a mí, no lo cuento”. Otros compañeros bajaron la cabeza en señal de asentimiento. Me acerqué a ellos. “¡No os rindáis nunca! —dije—. Basta pensarlo para estar perdido. Si piensas que no vas a sobrevivir, no lo harás y tu nombre terminará impreso en un recordatorio.” Intenté hablar con otros compañeros sobre lo ocurrido porque quería que vieran lo que se podía aprender».

6. Tu forma física ha de ser una prioridad. «Me tomo más en serio el trabajo en el gimnasio. Ahora entreno hasta diez veces a la semana. Antes del incidente, podía levantar cincuenta kilos en el banco si tenía un buen día. Ahora, me he impuesto el reto de ciento ocho kilos, el peso del tipo que me atacó. Ya he llegado a los setenta y tres.» La agente ha descubierto que le motiva tener en el gimnasio una Polaroid del cadáver de su agresor, en el que se ven los tatuajes de la banda a la que pertenecía.

«Ese hombre pasó apenas un momento por mi vida, pero me cambió muchísimo. Miro la foto y me cabreo de verdad. Me empuja a trabajar más duro.»

3. Puro miedo