Leonardo da Vinci, filósofo del futuro - Fabián Ludueña Romandini - E-Book

Leonardo da Vinci, filósofo del futuro E-Book

Fabián Ludueña Romandini

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Beschreibung

Leonardo da Vinci es considerado el pintor más célebre de la historia. Con todo, esta fama arroja un precio que va desde la familiaridad que lleva a creer que su obra resulta conocida hasta el extremo opuesto de las mistificaciones de su persona y de su legado falseando así su apuesta histórica. Este libro parte de una tesis osada: la recta comprensión de su pensamiento y obra artística debe surgir de considerar a Leonardo como filósofo, y uno de los más grandes del Renacimiento italiano.   Debemos otorgarle plena ciudadanía teórica al hecho de que Leonardo da Vinci fue uno de los más grandes filósofos del Renacimiento italiano, hasta el punto de convertirse, en realidad, en un auténtico espíritu especulativo cuyos descubrimientos alcanzan la cima de lo intempestivo, sólo reservada para los más audaces o quienes logran salir del dominio pesante del tiempo y tocar la eternidad del pensar sintiente. Esto significa que su obra no resultó inteligible ni para los seres hablantes de su tiempo ni para los del nuestro: es un filósofo que habrá de comprenderse en los Eones de una Humanidad futura si sobrevivimos a la Sexta Extinción cuya amenaza se cierne sobre todo el orbe.  Sin embargo, una aproximación filosófica a su obra es posible por medio del análisis riguroso de los principios que la rigen. Desde el punto de vista de la teoría, estos últimos revelan sus arcanos gracias al método del materialismo propio de la ontología analéptica. El lector tendrá entonces acceso a nuevas hipótesis explicativas de algunas de sus obras más excelsas y crípticas, así como también al carácter filosófico que anida en sus escritos, pinturas y dibujos y que nos permite entender enigmas que van desde el tejido de la cosmología hasta el destino de la técnica, desde la sexuación y el género hasta el transhumanismo y la Artificial Intelligence.  Por primera vez se propone, en un inesperado abordaje, una exégesis del pensamiento teológico-político de Leonardo frente a la herencia apocalíptica que rige el destino de Occidente en el ápice de su crisis civilizacional y se arriesga la apuesta de comprender qué puede ser la filosofía y, sobre todo, el éthos del filosofar en el tiempo presente.

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Diseño y composición: Gerardo Miño

Edición: Primera, Junio de 2023

Lugar de impresión: Barcelona / Buenos Aires

ISBN: 978-84-19830-18-0

E-ISBN: 978-84-19830-19-7

Depótiso Legal: M-18856-2023

© 2023, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores SL

Código Thema: AGB [Individual artists, art monographs]; QDHH [Humanist philosophy]; QDTJ [Philosophy: metaphysics & ontology]; AGA [History of art]

Código BISAC: ART016020 [Individual Artists / Essays]; PHI046000 [Individual Philosophers]; PHI013000 [Metaphysics]; ART015080 [History / Renaissance]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Página web: www.minoydavila.com

Facebook: http://www.facebook.com/MinoyDavila

Instagram: @minoydavila

Mail producción: [email protected]

Mail administración: [email protected]

Oficinas: Tacuarí 540

(C1071AAL), Buenos Aires, Argentina.

Índice
Advertencia
Introito
1. Filosofía
2. ¿Qué es una vida?
3. Espíritus: La cosmo-filosofía y la naturaleza infusa
4. Fantasmas... o acerca del cuerpo analéptico
5. Imago. Ontología pneumático-materialista
6. Pictura
7. Speculum. Subversión de la archi-huella metafísica
8. Técnica
9. Metafísica del Eros
10. Mito y Naturaleza
11. Salvator Mundi. El destino teológico-político del artista como cartógrafo ultra-moderno del cosmos
12. El Eón del Apocalipsis como arcano último del destino planetario... o el advenimiento del Cordero Místico
Post Scriptum. “Ahora vemos en un espejo…”

Para Elsa Clara Dávila

“Quedaron atrás canales, góndolas y puentes, palacios góticos, genialidades de un Leonardo Da Vinci casi irreal, y máscaras ornamentadas con plumas, perlas y encajes, legado de un carnaval sin época”.

Elsa Clara Dávila, El cofre de ébano. Cuentos constelados, 2022: 38.

“Sus contemporáneos pensaban que [Leonardo] estaba en posesión de una sabiduría sacrílega y misteriosa”.

Walter Pater, Notes on Leonardo Da Vinci, 1869.

“surgen así esos seres superiores a toda ponderación (Unfassbaren) e inimaginables (Unausdenklichen), esos hombres enigmáticos (Räthselmenschen) predestinados a la victoria (Siege) y a la seducción (Verführung), cuya expresión más admirable son Alcibíades y César […] y entre los artistas tal vez Lionardo da Vinci.

Friedrich Nietzsche, Jenseits von Gut und Böse, 1988 (1886ª): § 200.

“Así corresponde a su grande alma [en referencia Leonardo] en estado de sublime iluminación, la excelsitud del águila suspensa ante los confines ulteriores en el azul perfecto de la inmensidad”.

Leopoldo Lugones, Elogio de Leonardo, 1925: 11

Advertencia

I

Memorabilia

Cuando, a finales del siglo pasado, el nuevo milenio se aproximaba con sus incertinidades, pero también con sus añoranzas no exentas de mesticia que el tiempo desestimaría cruelmente para los destinos del mundo, un grupo de estudiosos, conducidos con omniscia maestría por José Emilio Burucúa iniciaba un camino que, en la Ultima Thule rioplatense podía parecer una aventura quijotesca: un seminario sobre la vida y la obra de Leonardo da Vinci. Por entonces, Burucúa era el Vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y las sesiones del seminario tenían lugar en la Sala del Consejo Directivo, en atardeceres de interminable concentración estudiosa, cuando las intermitencias de la actividad de la Facultad nos permitían el uso común de aquel espacio o su incandescente extensión hacia el Tesoro de la Biblioteca de la Facultad donde se conserva una invaluable edición diplomática de Leonardo cuyos secretos Burucúa descorría ante nosotros.

La osadía de Burucúa iba a la par de su incircunscripta sabiduría digna de las hipocrénides a la hora de revelar los detalles más insospechados de la obra de Leonardo. Por entonces eran pocos los prestantes asistentes, aunque la abrumadora mayoría pertenecía a la joven y floreciente generación de profesores e investigadores de la Facultad que, junto a sus respectivos discípulos que el tiempo se encargaría de hacer llegar, constituyen hoy la flor y nata de los estudios del Renacimiento en la Argentina. Con todo, había lugar, por la generosidad del anfitrión, para algún alumno de grado. Mi carácter inconcuso de aquel entonces, propio de todo estudiante de un ambiente que fomentaba las inclinaciones hacia una autonomía de la que, evidentemente, todavía carecía, así como mi ímpetu de curiosidad, me llevaron a frecuentar el seminario y a aprender de los doctos cuando todavía faltaba tiempo para que obtuviera mi título de grado.

Aun así, por aquel entonces era beneficiario de una beca de la selecta Fundación Antorchas para la iniciación en la investigación sobre el Renacimiento italiano. Fue entonces cuando la filóloga Elena Huber me persuadió, con su infatigable amor por la labor erudita, de iniciar un estudio pormenorizado del Corpus Hermeticum que terminaría decidiendo los rumbos futuros de mis estudios doctorales en Europa bajo la dirección del eminente Roger Chartier del Collège de France y el magisterio de François Hartog de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, exquisito discípulo del restringido grupo de Jean-Pierre Vernant, helenista que hizo de los estudios clásicos un lugar de rigurosidad, innovación y libertad que hoy se ha tornado completamente vacante.

Por cierto, las becas de la Fundación Antorchas eran en extremo difíciles de obtener, pero luego la libertad máxima era otorgada pues existía todavía la fe en el otro: no había informes de control, evaluaciones de desempeño ni fomento de la scientific paper obssession, una morbilidad ética que comenzaría a desarrollarse con más vigor en estas tierras ya entrado el milenio. Entretanto, en el seminario se inquirían textos, se escudriñaban manuscritos, se examinaban imágenes con una acribia de la que sólo Burucúa podía hacer gala. Ciertamente, el seminario fue conducido bajo la égida de los dos Héctores, Schenone y Ciocchini, ambos pilares insoslayables de un recorrido que tenía como horizonte permanente la obra de Ángel Castellán.

Gracias a ellos y, desde luego, al propio Burucúa, Aby Warburg fue una presencia tutelar en el camino y, por intermedio del erudito de la Kulturwissenschaft, asimismo Jacob Burckhardt se hizo presente como maestro pues, como no podía ser de otro modo, “el cuadro que Burckhardt hizo del Renacimiento estaba impregnado de un entusiasmo admirativo que se propagó a varias generaciones de historiadores” (Burucúa, 2019: 7). Fruto de aquel seminario llamado a permanecer in perpetuum en el recuerdo, el propio Burucúa, con inmarcesible generosidad, me honró con la publicación, como parte de un apéndice de un voluminoso libro de su autoría que hizo época, de un ensayo sobre Leonardo donde pude dar cierto orden a un conjunto embrionario de ideas previamente inconcinas que, desde entonces, no han dejado de ser objeto de mi preocupación existencial (Ludueña Romandini, 2001: 567-579). Se podría decir que, con ese seminario, cristalizó definitivamente mi pasión por el Renacimiento europeo. De igual modo, Leonardo que fue mi vía regia a la Italia de aquel período, no ha dejado de ser la dulcinea de mis constantes desvelos, el auténtico guía de perplejos de un mundo al que luego no he podido abandonar jamás.

II

Alcances

El milenio trajo finalmente consigo la descomposición del mundo que, como candoroso estudiante, había sido mi territorio vivencial. El colapso civilizacional en curso obliga a mover la rueda del tiempo para volver sobre el inicio y meditar nuevamente sobre él a partir del desarraigo y la pobreza espiritual del tiempo presente. Ante los escombros, resulta imprescindible pensar en Leonardo como filósofo. Ciertamente, aunque las páginas que siguen arriesgan algunas interpretaciones nuevas sobre obras de Leonardo que, es nuestro anhelo, puedan suscitar bienhechoras resonancias entre los estudiosos, la matriz direccional es otra pues se trata de comprender en qué sentido y bajo qué lenguaje, la axiomática, sólo en apariencia fragmentaria, de la obra de Leonardo nos interpela a los seres hablantes que, en un ahora confuso, transitamos a ciegas hacia un mundo neotérico e inaudito.

Por tanto, nuestro análisis de diversos aspectos de la obra de Leonardo va desde el propósito de comprender qué significa una forma-de-vida hasta la sexuación, desde su concepción metafísica de la realidad, la naturaleza y el mundo de la técnica hasta sus proféticas prognosis teológico-políticas, sin soslayar su visión del apocalipsis que se yergue, imponente, sobre el conjunto de la civilización humana. De esta forma, buscaremos llevar adelante una pesquisa en la cual el objetivo último será indagar, entonces, qué es la filosofía para Leonardo y, sobre todo, otra pregunta que suele esquivarse cuando alguien se atreve a formular y escribir sobre la primera, es decir, qué es un filósofo y cuál es su ethos y su destino.

Entendemos que la concepción de Leonardo sobre el sentido de la filosofía y de la tarea del filósofo es de la más intemporal urgencia: en primer lugar, porque en su tiempo no fue comprendida sino apenas entrevista y, en segundo lugar, porque nuestra propia época aún no está preparada para asimilar las enseñanzas de Leonardo, pero puede ayudar a madurar los tiempos futuros en los que, quizá, esa misión sea relevada por otros seres hablantes capaces de dar el gran salto y la temeraria conversión etopoiética que Leonardo exige. Finalmente, la concepción global que Leonardo nos presenta puede poseer un nombre que, hasta ahora, no le ha sido asignado: aquí será el de materialismo analéptico.

Por ese motivo, el estudio del caso de Leonardo es un hito insoslayable en nuestra búsqueda por aprehender el sentido no sólo de su obra en cuanto tal, algo que sólo podemos intentar parcialmente, sino que, además, nos veremos inducidos a constituir su legado en un tránsito imprescindible para el camino que estamos desarrollando en el políptico que hemos bautizado bajo el nombre de “ontología analéptica” y del cual este volumen constituye su segunda parte. Tratar aquí a Leonardo en cuanto caso implica, entonces, conocerlo en su singularidad tanto como transpolar su valor a una generalización que nos permita comprender los problemas filosóficos mayores de los que da cuenta en cuanto tales.

Este libro descansa, en consecuencia, sobre el siguiente presupuesto: la proliferación de las interpretaciones sobre la obra de Leonardo llevadas adelante, con suerte diversa, por parte de las más variopintas ramas de las ahora extintas Humanidades, han vuelto demasiado cercano y familiar a buena parte del corpus del Vinciano. Como efecto adverso, lo ha tornado igualmente opaco. Resulta, por tanto, una tarea de redención heurística el devolverle la extrañeza de la mirada transtemporal que, desde la cronología que le es propia, nos permita interrogar no ya el presente sino las profecías de los eones por venir. No se trata, de este modo, de reencontrar un original imposible cuanto de recuperar la capacidad de majestad ante la obra de uno de los creadores más inclasificables que ha dado la atribulada historia de los seres humanos. En suma, se trata de hacer de Leonardo, en cierta forma, un nuevo desconocido para luego contradecir el dictum escolástico que reza “ignoti nulla cupido”.

Introito

En remotos tiempos que hoy resultan completamente opacos para los seres hablantes del presente siglo, existió una humanidad entendida como universitas, es decir, como el cuerpo místico de un reino temporal sobre el cual velaba una ciudad divina. Se trataba de la ecclesia universalis. Otros la conocían como la respublica generis humani. Al menos desde Carlomagno en adelante, sus pilares parecían imbatibles y el argumentum unitatis irrefutable. La Anunciación de Rogier van der Weyden (hoy en la Pinacoteca antigua de Munich) o la Dalmática del Monasterio de Syon (hoy en el Victoria and Albert Museum) podían ser su encarnación figurada. El Ángel anuncia la llegada del Cristo como regente de un mundo jerárquico, un ordo escrupulosamente construido en torno a los esotéricos misterios de las Cruzadas del Grial.

El Domingo de Pascua del año 1146 Bernardo de Claraval tuvo el albur de esgrimir una prédica cerca del Santuario galo de Vézelay, en la Borgoña. Rememoró el sepulcro del Cristo muerto en la Cruz y de los infieles que lo retenían bajo su égida. Desgarró su hábito para convertirse en el heraldo de una nueva época que esperaba inundar con sangre el Oriente para hacer tronar el indómito grito en la prédica del Cruzado en Tierra Santa.

Con todo, Bernardo ignoraba que sus exaltados pronunciamientos, oscuramente, ya comenzaban a transformarse en los estertores de una época condenada a la extinción. El descenso de Bizancio para unirse al páthos arqueológico de la península itálica, produjo un cataclismo sin precedentes que, de manera fulminante, devastó los cimientos de la Edad Media. Al cataclismo se le asignaría oportunamente un nombre: Renacimiento. Los eruditos esfuerzos posteriores para intentar minimizar el impacto acuñando la idea de la existencia de “Renacimientos” previos eludían lo esencial: el plural marca aquí acontecimientos parciales, sin duda dignos de la mayor atención pero que pertenecen todavía al Zeitgeist del Medioevo. La prueba es que el singular Renacimiento se reserva para el evento epocal, único en su género, que acarrea una catástrofe para el mundo precedente.

Se suele abonar la creencia de que Leonardo da Vinci fue uno de los más destacados agentes de esa mutación. La presuposición, sin ser falsa, tampoco es verdadera. Otra cláusula la determina: Leonardo no era el vate más encumbrado del Renacimiento sino, al contrario, el profeta de los eones que, más allá de la propia Modernidad ahora también completamente liquidada, anunciaba una filosofía inédita para los habitantes de Gaia que aún no han nacido. Todavía los fatigados siglos aguardan la gestación del mundo y de las formas-de-vida que puedan hacer suyo el legado del Vinciano.

Filosofía

I

Para Benedetto Croce la ciencia moderna se despega de la filosofía cuando desarrolla sus propios métodos de indagación de la naturaleza. De ese modo, la ciencia moderna entra en polémica contra “la filosofía usurpadora” y reacciona frente a la “arrogancia metafísica”. Sólo un lugar queda vacante para la filosofía: la búsqueda de una “lógica del naturalismo” (Croce, 1910: 230). Sin embargo, si Leonardo fue un gran promotor directo de la ciencia moderna, estima Croce, en cambio “fue un promotor indirecto de la filosofía moderna” y, en consecuencia, “por metonimia, filósofo”. De allí que Croce lance un estigma contra quien intente proclamar a Leonardo como filósofo tout court; realizar un gesto semejante haría las veces de “intercambiar la materia de la filosofía con la filosofía, la actividad particular con la teoría de la actividad, el hecho con la conciencia del hecho” (Croce, 1910: 231). Leonardo aparece así “extraño a ese modo de pensamiento [estrano al quel modo di pensiero]” puesto que no puede ser colocado en compañía de “Platón, de Aristóteles, de Plotino, de Agustín o de Tomás de Aquino” (Croce, 1910: 232).

El terreno propio de Leonardo sería así la mecánica, la física, la cosmografía, la anatomía a las que abordaría, preferencialmente, desde el punto de vista de la experiencia. En ese orden puede entonces hablarse, respecto de Leonardo, de un “filósofo natural” (Croce, 1910: 235-236) que reivindicaría “la virtud educativa de la biografía” (Croce, 1910: 255). En estos aspectos, la estela de Croce ha tenido larga fortuna pues las interpretaciones del pensamiento de Leonardo en tanto filósofo se han dado, a partir de considerarlo un filósofo natural nutrido especialmente de la experiencia (Troilo, 1954; Ghita, 1981: 357-367). En contrapartida, Giovanni Gentile intentó llevar adelante un rescate de Leonardo como filósofo aunque centrado en la vía expresiva de lo fragmentario, alejado de cualquier espíritu de sistematicidad: “su filosofía, en este sentido, no es un sistema, sino la actitud de su espíritu, o sea la idea, en la que se recostó aquel espíritu potente que fue el suyo, creador de un mundo de imágenes [creatore d’un mondo di immagini], humanas o naturales, pero todas igualmente expresivas de una rica y conmovida vida espiritual” (Gentile, 1919: 4).

El camino que habremos de transitar en este libro será, punto por punto, inverso al de Croce y más osado que el de Gentile, pues en primer lugar mostraremos cómo Leonardo fue un filósofo por derecho propio y no por derivación metonímica; en segundo lugar destacaremos que la particularidad de su filosofía debe entenderse según un doctrinal de los saberes que lo distingue, no solamente de la Antigüedad y de la Edad Media (aunque recurra a conocimientos de aquellos períodos) sino también de la filosofía propia del iluminismo posterior; finalmente, evidenciaremos que precisamente la biografía, en el caso de Leonardo, debe pensarse como un imposible absoluto que permite, a su vez, la contingencia de una vida que, hallando su forma, instituye su ciudadanía filosófica en sentido pleno del término.

En este contexto, no resulta poca evidencia a nuestro favor que el historiador de la ciencia Alexandre Koyré haya podido considerar a Leonardo como un “muy notable filósofo [un très grand philosophe]” más allá de sus indudables méritos en las ciencias naturales (Koyré, 1973: 101) las cuales, no obstante, conviene situar históricamente en su arqueología medieval antes de precipitarse en un modernismo a ultranza sin que, por otra parte, esta constatación le quite valor alguno a la pujanza propiamente filosófica de Leonardo. Cabe resaltar, entonces, que el propio Vinciano se nutrió de ese pasado, como lo prueba el caso de Nicolás de Cusa (Duhem, 1906-1913: II, 165-169) o su preferencia por la escolástica parisina en lugar de la estela del averroísmo que rechazaba (Duhem, 1906-1913: III, 357) aun si todas estas tradiciones no llegaron, probablemente, a Leonardo de primera mano sino gracias a la mediación de los libros de divulgación en lengua vulgar (Koyré, 1973: 104).

En este camino, habremos de seguir a Koyré, pues la influencia medieval sobre Leonardo que Duhem supo destacar no debe impedirnos apreciar el nuevo doctrinal de los saberes que, introducidos por el Vinciano en el Renacimiento, contribuyeron, sin lugar a duda, al colapso del mundo medieval. De igual modo, no sólo debe sopesarse los conocimientos del Leonardo en las ciencias naturales sino también en las matemáticas (Marinoni, 1982). Este carácter filosófico de Leonardo lo distinguió con acuidad de los filósofos precedentes, en tanto y en cuanto le otorgó al arte la jerarquía de órgano de la filosofía, aspecto que resulta de igual o superior rango hermenéutico que descansar principalmente sobre los estudios del Vinciano sobre la ciencia (Jaspers, 1953).

El estudio de Emmanuel Berl es altamente decepcionante en el aspecto principal que pretende abordar, esto es, la figura de Leonardo como filósofo, dado que parte de la premisa, a todas luces equivocada, de que el Renacimiento carece de espíritu filosófico. Su contribución entonces, se limita a señalar las fuentes del pensamiento de Leonardo que Berl discierne más cerca del aristotelismo de Johannis Argyropoulos que del platonismo de Marsilio Ficino (Berl, 1959: 156). En este punto también habremos de discrepar pues, como veremos, más allá del platonismo y del aristotelismo, Leonardo encuentra otra fuente inspiracional muy distinta para la configuración de su filosofía. En una dirección más fructífera, Marcel Brion ha podido señalar la necesidad de considerar a Leonardo como filósofo pero como propulsor de una metafísica del infinito (Brion, 1952) de la cual nosotros habremos de tomar una prudente distancia para señalar que, al contrario, Leonardo debe ser inscripto, si algo así resulta en última instancia posible, dentro de una estela propia de lo que aquí llamaremos un materialismo analéptico.

Una de las principales contribuciones de Paul Valéry sobre Leonardo da Vinci como filósofo se encuentra, sin duda, en su texto publicado en la legendaria, lujosa y exquisitamente extravagante revista Commerce que, en 1924, funda la princesa Marguerite Caetani bajo la dirección del propio Paul Valéry junto a Valery Larbaud y Léon-Paul Fargue y la gestión de Adrienne Monnier aun si, como se ha podido mostrar, Alexis Leger, Saint-John Perse y Jean Paulhan tenían una influencia de peso insoslayable en la órbita de la publicación.

Lo cierto es que, en ese texto que constituye, asimismo, un denso auscultar de la tradición especulativa de Occidente, Valéry concluye en una suerte de panegírico destinado a adoptar la figura de Leonardo “para quien la pintura hacía las veces de la filosofía” (Valéry, 1929: 205). Sin embargo, como tendremos ocasión de estudiar en este libro, la posición de Leonardo no hacía tanto de la pintura una filosofía sino que, dentro del pensamiento filosófico, la pintura era la ciencia especulativa suprema. La diferencia aquí cobra toda su importancia pues la distinción de las disciplinas encierra un doctrinal jerárquico de los saberes y una reformulación del quehacer filosófico mismo que es subvertido en sus fundamentos mismos.

El materialismo analéptico, como aquí llamamos a la filosofía de Leonardo, se apoya sobre una evidencia fundante: el Vinciano nunca propugnó a favor de una filosofía que fuese exclusivamente escritura o grafología. Tal vez por ello Leonardo es un filósofo del porvenir que su época estuvo lejos de haber podido comprender pues, según un movimiento esencial de su doctrinal de los saberes, hizo de la pintura la filosofía primera otorgándole a esta última una misión que, hasta el presente, no ha sido capaz de alcanzar.

Ciertamente, los escritos fragmentarios de Leonardo se hallan esparcidos en diferentes códices y las relaciones conceptuales entre ellos no se pueden dar por descontadas. Respecto de estos escritos que dejó Leonardo al momento de su muerte en custodia de Francesco Melzi, de un conjunto originalmente estimado en 13.000 páginas, se conjetura que sólo unas 7.000 han logrado, mediante diversas vicisitudes, llegar a nuestros días (White, 2000: 2-3). Ahora bien, un examen detenido muestra que se trata de auténticos Scripta que dan forma a un conjunto congruente y del cual se desprende un doctrinal filosófico que resulta de la asociación inextricable de su labor pictórica con sus creaciones como ingeniero o arquitecto.

Abordar las consecuencias que se desprenden de estos Scripta equivale a lanzar una interpelación sobre nuestro presente pero, ante todo, como tendremos ocasión de mostrarlo, sobre el futuro de los seres hablantes en el orbe terrestre. Por tanto, no trataremos aquí de Leonardo como un filósofo de su época ni, mucho menos, como un representante de la nuestra sino como un filósofo del futuro siendo el futuro la designación para un nuevo Eón que no se puede prever ni anticipar cronológicamente pues será, únicamente, una analepsis del tiempo la que permitirá otra aurora para su obra, aquella que hará posible una cabal comprensión de esta última para un mundo otro. Pero como en nuestra era la textura del tiempo está resquebrajada, esa vacilación de un tiempo sacudido nos permite la posibilidad de entrever, acaso un instante, lo que podría ser el sentido de ese legado y parte de la misión histórico-filosófica que guió una obra, por principio inacabada, como la del maestro renacentista.

Siguiendo esas premisas, debemos concluir que, si la pintura es la aspiración máxima del materialismo analéptico (filosófico) de Leonardo, por medio de aquello que los lógicos gustan llamar una inferencia por relación conversa, podemos obtener la proposición según la cual la filosofía suprema es picto-poiética. En este sentido, es necesario comprender que la pintura y la filosofía se hallan relacionadas en Leonardo precisamente porque conforman dos clases isomorfas.

Resulta posible afirmar que la metafísica occidental, salvo excepciones, se ha constituido, en su historia como destino epocal, alrededor de la noción de lógos, como la deconstrucción de Jacques Derrida no ha dejado de demostrar. A decir verdad, el gesto puede hallarse ya en Heráclito cuando este expresó que “la realidad entera surge en conformidad con el lógos [katà tòn lógon]” (Heráclito, 14 A 9 In: Colli, 1980). Debemos, por eso mismo, tener presente que “el significado de lógos es perfectamente unitario y se resume en: ‘ley del fenómeno’, o sea, representación, relación entre sujeto y objeto, en la que el sujeto es también objeto y viceversa […] la filosofía de Heráclito, por el hecho de expresar la verdad absoluta, puede llamarse sin más el lógos” (Colli, 1988: 150, nota 20). En cierta forma, la onto-teo-logía occidental, en su milenario desarrollo, buscará glosar este fragmento heraclíteo hasta sus límites últimos e inesperados.

La filosofía de Leonardo subvierte, de cabo a rabo, esta tradición milenaria mucho antes del final epocal de la metafísica occidental. Lo hace, incluso, cuando esta se encontraba a las puertas de lo que consideraba un triunfo irreversible bajo los ropajes de una técnica en despliegue planetario. Si, como consecuencia de su logocentrismo, la filosofía se ha tornado en el excipiente ineludible para el nacimiento del mercado de la eficiencia añorada por todas las instituciones jurídicas y económicas contemporáneas, vale decir, en el instrumento de aquello que, en términos de la sofisticación lingüística se ha dado en llamar la dimensión per-formática del lenguaje, bien podemos afirmar que la filosofía de Leonardo, opuesta a esta comprensión del mundo, desarrolló una filosofía per-icónica. Esto no significa que la escritura no juegue ningún papel en Leonardo sino que este será subsidiario y, finalmente, la propia escritura en espejo de Leonardo es un intento de llevar la propia grafía al terreno de una imagología escritural.

De aquí se desprende la implicación, en modos que intentaremos explorar en la investigación que sigue, según la cual el pintor se transforma en un filósofo, no siendo este último sino un mago de las imágenes que, como ha sido señalado, podía alcanzar el estatuto de un “alter deus” (Panofsky, 1960: 71). De hecho, aunque sin realizar demostración filosófica alguna pero con una intuición de enorme agudeza que, en muchos casos, han perdido los intérpretes contemporáneos, John Addington Symonds, en su monumental obra sobre el Renacimiento italiano, no encontró mejores calificativos para Leonardo que llamarlo no tanto pintor sino más bien “un hechicero [wizard] o adivino [deviner]” (Symonds, 1914: 228). Y hasta el escepticismo de Gombrich no ha sido obstáculo para que el estudioso señale la vecindad entre la “magia natural” y la “magia” de la pintura en el caso de Leonardo (Gombrich, 1994: 74).

Si la filosofía en Leonardo subvierte el lógos para exaltar la imagen como elemento primordial del filosofar, esto se debe al hecho de que considera que, a través de las imágenes, es posible convertirse en un creador de la realidad y en un transformador de todo cuanto llamamos la esfera de lo existente. La imagen produce, justamente, una analepsis en lo real y permite en el instante de su interrupción, su conversión hacia el hiperrealismo materialista que, por su propios postulados, otorga un lugar preponderante a lo invisible que da acceso no tanto a lo real en cuanto tal (algo que Leonardo no hubiera probablemente admitido) sino a la realidad insuflada de un encantamiento que, lejos de alienar al sujeto en la imagen, lo despierta a las posibilidades inauditas de acceder a territorios inexplorados del Ser.

El corolario de este recorrido será que, precisamente, la imagen en Leonardo es la que produce la individuación subjetiva y crea al contemplante en el acto de la mirada. El sujeto, en este paradigma, no es un co-creador de la imagen según su punto de vista sino que, al contrario, resulta el portador de la imputación individualizante, la cual es el resultado de la fuerza creadora de la imagen. Dicho de otro modo, el sujeto no es más que la hipóstasis de-sustancializada de un observador que se individualiza como resto epigonal de una imago que lo ratifica provisoriamente en un mundo posible.

II

Si la Argentina carece de una auténtica vida intelectual filosófica, semejante situación responde a un conjunto de causas que será dado examinar en una futura ocasión. Con todo, una razón que no puede solaparse es la tendencia, implacable y tenaz, de nuestro país a someter su pasado intelectual (me limito aquí al campo filosófico) a la ruina del olvido. El caso de Leonardo, en este sentido, no es una excepción aun si ha estado presente en las reflexiones de nuestro acervo intelectual. Un momento inaugural, sin duda, lo constituye la conferencia que Leopoldo Lugones pronuncia en 1919 en el Teatro Colón de Buenos Aires en ocasión de la celebración del cuarto centenario de Leonardo da Vinci.

En una intervención que se va hilando a partir de la tensión entre la italianidad de Leonardo y su proclamado carácter “universal”, Lugones desarrolla todos los argumentos que lo conducirán a acentuar el “renacimiento pagano” a diferencia de la “universalidad cristiana” de la cual era heredero el maestro artista (Lugones, 1915: 13-14). Esta hipótesis que Lugones presenta pero no desarrolla merecerá, en nuestra pesquisa, una atención particular puesto que no se trata, simplemente, de un cambio de acento desde Dios hacia el hombre, desde lo alto hacia lo bajo, como presupone el escritor. Otro conjunto de principios organiza el pensamiento del Vinciano que desafían el esquema seductor pero simplista presentado por Lugones. Ciertamente, con el correr del tiempo, se propondrán interpretaciones sumamente osadas de la filosofía de la ciencia que aun hoy permanecen en el olvido esperando ser retomadas. Es el caso, por ejemplo, del doctrinal de la ciencia, muy distinto al de Leonardo pero que sirve como un contrapunto ideal para estudiar a nuestro pintor, propuesto desde la Universidad de Buenos Aires por el filósofo Armando Asti Vera y su insistencia en considerar dentro del conjunto de las ciencias a la cosmología, la alquimia y la astrología (Asti Vera, 1967).

Nuestra búsqueda, por lo demás, deberá estar atenta al hecho de que una investigación que tenga como eje a Leonardo implica, como señaló con acuidad Fernando Elenberg, tomar conciencia de los propios “límites humanos” de quien emprenda dicha tarea que no es otra que una “persistencia en la indagación de lo inaccesible” (Elenberg, 1965: 96). Nuestra apuesta será que, precisamente en razón de dicha inaccesibilidad, la ontología analéptica se muestra particularmente destinada a producir una “afinidad electiva” capaz de hacer fructificar el laborioso camino.

De igual modo, Ángel Vasallo será el primer argentino en preguntarse sobre el carácter filosófico de Leonardo, una inquisición para la cual tiene una respuesta escéptica al respecto dado que “no es el suyo un pensamiento filosófico inquietado por la exigencia metafísica” (Vasallo, 1968: 13). Ni tampoco por la inquietud de lo oculto pues, según el diagnóstico acuñado por Ángel Castellán, en el caso de Leonardo habría que hablar de una “microphysis” precisamente “desde el momento en que su naturalismo prescinde claramente del contexto astrológico” (Castellán, 1970: 69).

Aun así para Vasallo queda abierta la pregunta acerca de si otras metafísicas, distintas de las conocidas en su época, podrían hacerle justicia. En este sentido, precisamente, entendemos que la ontología analéptica que aquí proponemos es una forma filosófica que calza, de manera mucho más propicia, con el pensamiento y la obra del Vinciano y permite justipreciar su doctrinal de la ciencia. Dicho esto, discreparemos con Vasallo en un punto crucial: existe, a diferencia de lo que pensaba el argentino, una filosofía en Leonardo que se organiza según un doctrinal revolucionario para su tiempo y para el nuestro, algunos de cuyos ejes articuladores buscaremos hacer perceptibles a lo largo de esta indagación.

III

Una fábula filosófica

En los inicios de los tiempos, Psykhéno era un territorio que pudiera denominarse el vergel de la conciencia y su sombra inconsciente sino que, al contrario, mantenía un estrecho vínculo con el mundo de los muertos o, más precisamente, con la aparente paradoja de erigirse como archi-vida de los muertos. La forma más arcaica de la Psykhé, y que en la historia de la metafísica actúa como su condición de posibilidad, equivale al grado mínimo en que la vida subsiste (Böhme, 1929). Psykhéno piensa ni siente pero constituye el nombre originario de la vida y de la sobrevida pues, en tanto hálito, pervive como sombra en los insondables reinos del inframundo.

Con el tiempo, Psykhé