Letras de una traición - Max Colodro - E-Book

Letras de una traición E-Book

Max Colodro

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Beschreibung

Una novela breve o un largo cuento; o más bien, el relato de una investigación imaginaria, el esclarecimiento de una verdad sustantiva de nuestro tiempo, oculta en los códigos de encriptación de un manuscrito de hace más de cinco siglos. Un joven filósofo se ve seducido por la trama de dicha aventura intelectual, pero cae en las redes de otro misterio, aún más profundo, como es la historia de un amor no correspondido, circunstancias de una traición que se desteje frente al dolor de su protagonista, que deberá al final decidir entre la fidelidad de los sentimientos y el deseo de venganza. Max Colodro realiza en esta, su primera novela, el ejercicio de fundir una investigación irreal sobre el manuscrito Voynich, texto del medievo todavía indescifrado, con las complejas redes de un relato de amor y desengaño.

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Ch863 Colodro, Max.

C7181 Letras de una traición / Max Colodro.Santiago de Chile: Universitaria, 2008.

176p.; 13 x 18,5 cms.

ISBN 978-956-11-1999-4ISBN Digital: 978-956-11-2824-8

1. NOVELAS CHILENAS I. t.

© 2008, MAX COLODRO.

Inscripción Nº 169.794 Santiago de Chile.

Derechos de edición reservados para todos los países por

© EDITORIAL UNIVERSITARIA, S.A.

Avda. Bernardo O’Higgins 1050,

Santiago de Chile.

[email protected]

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,

puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por

procedimientos mecánicos, ópticos, químicos

o electrónicos, incluidas las fotocopias,

sin permiso escrito del editor.

Texto compuesto en tipografía ITC New Baskerville 10/12

DISEÑO DE PORTADA Y DIAGRAMACIÓN

Yenny Isla Rodríguez, Simone Pezzuto Morrison

Norma Díaz San Martín

www.universitaria.cl

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Visite nuestro catálogo en

www.universitaria.cl

Fácilmente aceptamos la realidad,acaso porque intuimos que nada es real.

JORGE LUIS BORGES

I

Escribo estas líneas en una pequeña habitación del Hotel Adria, en la Vaclavske namesti de la ciudad de Praga. Son casi las dos de la madrugada y con seguridad Ana llegará antes del desayuno. Tengo así algunas horas para explicarles a ustedes el contenido general de este proyecto y el porqué de mis decisiones finales. Antes de ello, debo enviar la última nota a mis colegas del EVMT (European Voynich Manuscript Transcription), que tuvieron conmigo una paciencia más allá de lo aconsejable y una generosidad que me ha permitido contar con los medios para terminar este trabajo. Confío en que mañana a primera hora será publicado en el Berliner Zeitung el escrito final sobre los códigos y sus protocolos, con lo que habré cumplido mi parte y podré justificar, de algún modo, los recursos humanos y financieros que todo esto ha demandado. Me queda la tranquilidad de haber hecho mis mejores esfuerzos para que el enigma del manuscrito fuera develado, aunque no puedo negar que los eventos de estas últimas semanas opacaron el rigor y la seriedad que la empresa demandaba. En todo caso, las decisiones que he tomado en estos días y los actos que las encarnarán son una manera de compensar aquello, buscando dejar en pie sólo lo que vale la pena de los largos meses de esmero a una investigación que, quizás, algún día, pueda reivindicarme.

De más está decir que el manuscrito debió ser la única razón de este esfuerzo y que, de no ocurrir los imprevistos recientes, esta sería hoy una tarea limpia, plena de orgullo y satisfacciones. Sé que eso ya no es posible: mis cartas están echadas y no me queda más que realizar lo que mi dolor y mi desilusión me imponen, intentando explicar en las horas que restan los motivos de esta travesía. Tengo la íntima convicción de que el secreto del manuscrito merecía cualquier sacrificio, y logré entender el motivo por el cual muchos buscaron durante más de cinco siglos mantenerlo oculto. Desde el esfuerzo inicial de el o los autores (ese es uno de los puntos que aún no se logra dilucidar), muchos trabajaron tanto en su cuidado y protección, como en su análisis y desciframiento. Es cierto que a partir de la extraordinaria labor realizada por Wylfrid Voynich desde su adquisición en 1912, todo ha sido un poco más fácil, entre otras cosas, porque se tenía acceso directo a sus páginas y ya no era inevitable contentarse con fuentes secundarias, muchas veces de escasa fiabilidad. Con certeza, algún día la humanidad saldará su deuda con este hombre, si bien hoy parece improbable que en aquel fortuito viaje a Roma en la segunda década del siglo XX, el estimado Wylfrid tuviera clara conciencia de lo que había adquirido y de la importancia que suponía para el futuro.

Los hechos posteriores, incluida las extrañas circunstancias de la muerte de Voynich, tienen sin duda relación con el misterio que hoy empieza a revelarse. El trabajo fue lento y fatigoso hasta que un evento fortuito logró develar el sentido de aquellas tres letras, permitiendo así encontrar la hebra para empezar a destejer la vastedad del texto. Quizás podríamos decir ahora que un azar casi místico condujo la ilación de los hechos hasta el punto de hacernos completamente inocentes de sus consecuencias. Sin embargo, no sería justo dejar de reconocer que una sobria alegría me asalta al pensar en los avatares que entretejieron este esfuerzo. Tampoco puedo negar el sentimiento de gratitud hacia aquellos que en estos meses llegaron a ser parte de mi vida, hombres y mujeres que generaron las condiciones y el estímulo para trabajar sin detenerse, aun cuando las cosas adquirieron un tono dramático y el temor invadió a gran parte de nosotros. Sin duda, una especial consideración debo hacer de Karl Wessel y los colegas franceses del EVMT, que con su afecto y amistad lograron compensar en algo los dolores de los últimos días.

Finalmente, no puedo negar el lugar que Ana ha tenido en esta historia. Quizás cierto pudor y algo de prudencia me obligarían a callar situaciones que no sólo duelen aún, sino que provocan también mucha impotencia. Si he decidido hablar de ellas es porque, en esta circunstancia, no sería honesto negar que la aparición de Ana hace unos meses logró removerlo todo, haciéndome mirar el mundo con una ilusión muy parecida a la felicidad. Ella pasó a constituirse en un trozo de mi alma, en una extensión de mí mismo. Es cierto: los hechos y las revelaciones de estos días han trizado sin contemplaciones el idilio, pero no puedo negar que lo vivido junto a ella me justifica en más de un sentido, y no es del todo equivocado decir que, al final, he descubierto que no hay amor sin riesgo y sin una buena dosis de misterio y falsedad. Así, decidí hablar de Ana en estas líneas porque sin duda ella es parte legítima de la historia del manuscrito, de los avances y avatares producidos en su investigación. Con seguridad, quedará como una cruel ironía que mientras iban develándose los códigos, yo fuera paralelamente envuelto en otro misterio, más sutil y cándido, como es el amor no correspondido. Tengo claridad en esta hora respecto a las razones que llevaron a Ana a entrar en mi vida, pero no conozco cuáles la hicieron vivir y compartir conmigo lo que vino después. En algunas horas más ese misterio, que para mí se ha vuelto más abrasador y agobiante, podrá tener quizás una luz que ilumine y otorgue sentido al desenlace que nos espera a ambos.

Siento nuevamente un nudo que aprieta mi estómago. Tengo asco, ganas de vomitar, de llorar. No sé si he dormido horas o días; no tengo idea qué quiero hacer y no sé si podré hacer lo que vaya a decidir. Me siento mal; he bebido lo que no bebí en toda una vida. A lo mejor soy malo y merezco lo que me pasa; a lo mejor todo este trabajo fue sólo un acto de soberbia, un espejismo que terminó por trizarse para hacerme ver lo que realmente soy: un hombre ruin, mediocre, aprendiz de intelectual sin ninguna posibilidad de talento. Quizás esa sea mi verdad, el único secreto que se ha develado en estos días. No hay manuscrito ni investigación que valga ya para mí. Ana terminó borrándolo todo y en esta hora lo único que quiero es no seguir pensando en ella. No deseo cerrar los ojos y ver nuevamente los suyos. Escribo entonces este informe absurdo sobre un trabajo y un manuscrito que han dejado de interesarme, que terminaron siendo sólo la triste circunstancia de todo lo que pasó después.

Tengo todavía algunas horas en el cuarto de este hotel. Quedan sobre la mesa media botella de vino y unos habanos que no voy a desperdiciar mientras escribo la versión final de este texto. Me acompañan también el murmullo que la ventana abierta sube aún desde la calle, y la extraña calidez de la última noche que paso en esta ciudad.

II

La primera vez que oí hablar de Voynich y del manuscrito, estaba sentado en la cafetería de la facultad, compartiendo entre otros alumnos una conversación con el teólogo portugués Doroteo de Almeida, quien se encontraba en Santiago participando en un seminario sobre la doctrina de la sustancia en la escolástica de Suárez. Recuerdo que en el marco de un comentario sobre las entidades inmóviles de Aristóteles, Almeida hizo una tangencial referencia al manuscrito Voynich, señalando que la perfecta coherencia lógica de un texto de significado inaccesible era una buena analogía respecto al enigma de la Creación Divina. A diferencia de los restantes oyentes que nos encontrábamos en el lugar, me detuve en la mención circunstancial e inquirí sobre Voynich y su manuscrito. Sin dar muestras de gran interés en el tema, Almeida señaló que era un texto de fines del medievo, que constaba de una escritura en un lenguaje no descifrado, y cuyos dibujos tampoco habían podido ser explicados satisfactoriamente. Afirmó que grandes teólogos y sabios del Renacimiento –entre ellos el propio Kircher–, habían intentado develarlo y habían fracasado, extraviándose luego por más de trescientos años, para ser descubierto por Voynich a principios del siglo XX en un convento jesuita en los alrededores de Roma. Sin agregar más, Almeida concluyó la mención diciendo que el manuscrito era un fraude, pero que si alguien tenía interés en perder tiempo en él, podía acceder a una amplia información a través de Internet.

Terminada la conversación, abandoné la universidad sin disipar la inquietud que dicha referencia me había provocado. Esa noche, al llegar a casa, preparé algo de comer y fui directo al computador. Entré a Google1 y con cierta ansiedad anoté en el buscador “manuscrito Voynich”. Efectivamente, la información desplegada sobre la materia era considerable; por largas horas estuve navegando en páginas en las que se entregaban antecedentes sobre el texto: su origen, su trama histórica, sus enigmas lingüísticos y los estériles esfuerzos realizados hasta la fecha para dar con una decodificación razonable. Entre gran cantidad de datos curiosos aparecieron incluso antecedentes sobre esfuerzos de los servicios de inteligencia militar de EE.UU. y de la NASA, para intentar una respuesta al oscuro manuscrito. Dado el número de sitios sobre el tema, decidí imprimir y clasificar lo que en ese momento me pareció más interesante. Estuve así, leyendo y ordenando material durante varias horas, estimulado por algo de perplejidad, interés y buenas dosis de café. Era en efecto atrayente descubrir a principios del tercer milenio un texto medieval perfectamente coherente pero indescifrado, escrito en letras latinas pero sin una palabra comprensible, y cuyas imágenes hacían suponer detalladas ilustraciones de plantas, animales, e incluso estrellas y constelaciones inexistentes. El manuscrito Voynich era, en una primera aproximación, como el gran catálogo de un universo paralelo, la descripción minuciosa, e incluso ilustrada, de un reino mineral y natural que, claramente, no era el de este mundo.

Esa noche frente al computador fui testigo de un descubrimiento que terminaría por alterar mi vida de estudiante universitario, llevándome a participar de un conjunto de circunstancias que han ido tejiéndose y deshilvanándose durante los últimos meses, para concluir esta noche en la habitación de un hotel en Praga. Mientras inicio la redacción de estas líneas miro hacia atrás y me cuesta entender el hondo sentido de este casi medio año de trabajo. ¿Cómo fue posible que mi interés en el manuscrito desembocara en los extraños hechos que he vivido? Tuve la fortuna de viajar, de conocer ciudades y personas que le han dado un giro completamente inédito a mi vida. Llegué, sin saber de qué forma, a ser parte de una trama intelectual que ha durado siglos y en la cual se ocultaba el secreto de un texto en verdad extraordinario. Hoy, a pesar de todos los dolores que el otro misterio –el de Ana– me ha provocado en las últimas horas y de las decisiones que ha impuesto, no puedo negar la fortuna que significó para mí participar en las complejas redes que envolvieron la solución de este enigma. Sin quererlo y sin comprenderlo hasta su desenlace, fui parte de un esfuerzo de generaciones para esclarecer un misterio que sobrecogió a grandes sabios y pensadores de la humanidad. Pude vislumbrar los motivos que hicieron a la historia de los últimos siglos entrecruzarse con dichas páginas, en las que hasta hace muy poco nadie pudo ver lo que nos ha sido dado a nosotros. El sacudimiento provocado por Ana es, con seguridad, la única lección amarga de esta historia, de una travesía donde los sentimientos, la fe y la pasión intelectual se mezclaron hasta lo indecible, haciendo aflorar un amor ilimitado, pero marcado al final por la traición y el desengaño. Ana fue, ahora lo sé, la mujer de mi vida, el complemento de un tiempo mágico en el que todo me fue dado y en el que todo lo perdí. No en vano, entonces, las cosas han llegado hasta aquí y concluirán en unas horas de una manera ya inevitable.

1 No podía ser sino en Google, es decir, en el espejo de un universo total, donde el manuscrito Voynich tuviera su más fiel testimonio. Como llegaría a saberlo después, ambos (el buscador y el texto medieval) son extensiones de una misma virtualidad: un orden donde cualquier cosa concebible tiene su lugar en este catálogo sin fin, y donde puede ser encontrada y clasificada según los intereses de cada usuario.

III

Esa mañana llegué temprano a la universidad. La biblioteca y el instituto de filosofía aún no abrían sus puertas, pero yo estaba ahí no sabiendo muy bien qué iba a buscar. Luego de un café en los jardines accedí a la consulta de los catálogos. En la biblioteca no había en realidad mucho sobre el manuscrito Voynich; las referencias entregadas por algunos descriptores no decían nada sobre el texto mismo, sino que circulaban en torno a nombres de pensadores renacentistas como Kircher y John Dee, entre otros. En un apartado sobre ocultismo medieval se hablaba del manuscrito poniendo énfasis en que uno de sus primeros dueños y estudiosos había sido nada menos que Rodolfo II de Bohemia. Otro decía que Ficino fue quien, luego de leerlo, tomó la decisión de ocultar el original en un convento jesuita, donde sólo algunos miembros de la orden eran autorizados a examinarlo. Con todo, más allá de estas y otras anécdotas interesantes, lo cierto es que muy poco pude conseguir que mejorara la información obtenida en Internet la noche anterior.

Con algún desánimo dejé esa mañana la facultad y decidí llamar a Francisco Sánchez, uno de mis buenos amigos y compañero de estudios en el doctorado de filosofía. Lo ubiqué en su celular saliendo de una clase de teología y quedamos de juntarnos en mi casa al atardecer. Alcancé a comentarle que a través de una referencia de Almeida había obtenido información de un manuscrito medieval indescifrado, cuyo original se encontraba aparentemente en la biblioteca Beinecke, de la Universidad de Yale. Agregué que, según antecedentes bajados de la web, existían en el mundo diversos proyectos destinados a su estudio y análisis, pero ninguno había logrado avances de relevancia. Ello alimentó durante décadas la hipótesis sobre un misterio oculto en sus páginas, la idea de un tesoro críptico que nadie había podido hasta la fecha develar. Incluso en la red existían referencias y antecedentes de sociedades secretas que hicieron del texto un objeto de culto y de exégesis, pero el interés decayó con el tiempo producto de la falta de resultados significativos en su desciframiento. Finalmente, el manuscrito había sido donado a mediados del siglo XX a la Universidad de Yale, donde cada vez era menos frecuente que investigadores lo solicitaran para su estudio u observación.

Francisco escuchó todo esto en silencio al otro lado de la línea. Percibió que el asunto había despertado mi apetito intelectual, pero no logró disimular cierta incredulidad ante mi relato. No era la primera vez que observaba un súbito entusiasmo sobre un tema que luego se transformaría en una cuestión sin el menor sentido. No en vano, varios años habían pasado desde que nos conocimos, siendo uno de los factores que alimentó nuestra amistad el interés por los textos antiguos y los modelos de encriptación. Él se encontraba de hecho haciendo su tesis doctoral sobre el Codex Parisinus y yo empezaba en ese momento a buscar algo relevante que pudiera calzar con las exigencias impuestas por la universidad.

La breve conversación telefónica concluyó con Francisco afirmando que le parecía poco verosímil la existencia de un texto indescifrado de más de cinco siglos; sobre todo, si éste se encontraba en una universidad del prestigio de Yale, que poseía un departamento especializado en estudios de criptología. Con todo, aceptó pasar por mi casa al atardecer para conversar un poco más del asunto. No habíamos tenido oportunidad de vernos en la última semana y esta era una ocasión de ponernos al día en diversos temas.

Caía la noche y Francisco llamó a la puerta. Mientras preparábamos café comencé a hablarle de lo que había logrado recopilar sobre Voynich y el manuscrito en los días previos. Le conté detalles de la relación hecha por Almeida y de los datos confirmados en Internet. Me escuchó con algo de impaciencia y antes de alcanzar a concluir mis palabras reafirmó sus dudas sobre el valor intrínseco de la información. Señaló que, según sus antecedentes, no quedaban ya manuscritos medievales de relevancia sin haber sido descifrados. Era un tema del cual tenía bastante conocimiento, aunque mantuvo en ese momento la precaución de no descartar de plano su eventual existencia. Conversamos distendidamente durante largo rato sobre este y otros temas. Finalmente, nos despedimos con la idea de no desechar aún el interés sobre el texto. Francisco buscaría complementar la información a través de conocidos suyos que sabían bastante sobre manuscritos encriptados.

IV

Durante los días que vinieron seguí buscando y revisando el material disponible, sin encontrar casi nada sustantivo que agregar. Una mañana, Francisco llamó para decirme que había conversado con algunos estudiosos en textos clásicos, que confirmaron la existencia del manuscrito Voynich en la Universidad de Yale y la escasez de avances en su desciframiento. En general, el texto concitaba interés académico más por su trama histórica que por su contenido; entre otras cosas, porque el original pasó por manos de grandes emperadores y sabios renacentistas, perdiéndose luego su pista por un largo espacio de tiempo. Era también efectiva la información sobre proyectos de análisis aún vigentes, pero ellos estaban más bien radicados en corporaciones privadas que en el ámbito universitario. En América Latina era muy poco lo que se sabía del manuscrito; con todo, las fuentes consultadas coincidieron en mencionarle un nombre: Karl Wessel, un banquero alemán actualmente retirado, que residía desde hace varias décadas en Buenos Aires y que había destinado buena parte de su tiempo y fortuna al estudio del manuscrito Voynich. Sus hipótesis de trabajo habían sido analizadas por diversos eruditos de Europa y EE.UU., luego de lo cual fueron todas severamente descartadas. Incluso se sabía de un incidente ocurrido hace más de una década entre Wessel y algunos integrantes de la Sociedad Argentina de Criptología, que terminó en la ruptura total de sus nexos con dicha entidad. No obstante esa circunstancia, el banquero alemán nunca había abandonado su interés por el manuscrito y mantenía aún contacto y cierto ascendiente sobre algunos investigadores de la sección francesa del EVMT.

Todos estos datos fueron en verdad un nuevo estímulo para mí. En los últimos días había tratado de volver a la rutina de mis obligaciones. Tenía exámenes pendientes y estaba colaborando en la organización de un seminario, cuestión que me demandaba más tiempo del que yo deseaba. Aún así, el misterio del manuscrito se convertía cada vez más en una obsesión difícil de abandonar. Al punto que una noche me decidí a intentar un contacto con Karl Wessel. No perdía nada haciendo un esfuerzo por ubicarlo y pedirle información. Lo peor que podía ocurrir era una negativa de parte del banquero, lo que en rigor me dejaría en las mismas condiciones en que me encontraba antes de hablar con él. Así, llamé a Francisco y le consulté si las personas que le habían dado el nombre de Wessel tendrían como ubicarlo. Quedó de averiguar y avisarme. Al cabo de unas horas llamó para entregarme un número telefónico, advirtiéndome que según sus contactos el personaje no era muy cordial ni abierto respecto al tema. Contesté que lo tendría presente, pero no había ya a esa altura nada que me hiciera desistir de una conversación con él. Esa noche llegué a mi casa con la firme determinación de telefonear a Buenos Aires. Luego de cenar con cierta impaciencia fui a mi cuarto y marqué el número.

Al otro lado de la línea contestó una mujer de voz monótona.

—Buenas noches, señora. Mi nombre es David de León. Soy estudiante de filosofía y estoy llamando desde Santiago de Chile. Quisiera saber si es posible conversar con el señor Karl Wessel.

—En este momento no está en casa, pero ¿quién es usted y para qué lo llama?

—No es nada urgente en realidad, nada para preocuparse. Sólo quisiera poder conversar con él a raíz de una investigación que estoy haciendo sobre un tema que sé es de su interés.

—¿Karl sabía que usted iba a llamarlo? —preguntó la señora denotando aún cierta desconfianza.

—La verdad, no. Es la primera vez que intento ubicarlo y él no me conoce. Sé que todo esto puede parecer un poco extraño, pero sólo quiero hacerle algunas preguntas.

—Que yo sepa, Karl no se encuentra trabajando en nada en este momento.

—Lamento si la incomodé con mi llamada. Sólo le pido que le mencione al señor Wessel que un estudiante desea hacerle unas preguntas.

—Se lo comentaré y le recomiendo llamar de nuevo mañana temprano, antes de las nueve, que es la hora en que sale de aquí. Quizás quiera contestarle.

—Gracias. Dígale por favor que mañana intentaré ubicarlo.

Había sido una conversación un poco incómoda. Por razones que no alcancé a entender la señora fue muy cauta, por no decir desconfiada. Con todo, tenía al menos confirmado el número telefónico y mantenía aún la esperanza de que Wessel estuviese dispuesto a conversar conmigo. Decidí acostarme y ver algo de televisión antes de dormir. Al día siguiente, el despertador me sobresaltó a las ocho y todavía entre sueños recordé el compromiso de la noche anterior. Fui a buscar café y galletas para terminar de despertar. Tomé el teléfono y volví a marcar.

Contestó nuevamente la señora.

—Buenos días —le dije—, soy yo otra vez: el estudiante de filosofía, desde Chile.

—Sí —me dijo—, ayer le comenté a Karl sobre usted. Espere un momento...

Luego de un par de segundos, del otro lado de la línea apareció un voz seca, de un hombre aparentemente de edad, en que podía distinguirse un español mal hablado con esa típica rigidez de quien lo aprendió tardíamente y cuya lengua materna era sin duda el alemán.

—Buenos días, señor Wessel. Le agradezco su disposición a contestarme. Ayer le explicaba a la señora que soy un estudiante de filosofía de Chile y quisiera poder conversar con usted sobre una investigación en que estoy trabajando.

—¿En qué podría yo ayudar a un joven filósofo de Chile? —respondió con un tono que no alcancé a descifrar, entre ironía y desinterés.

—Es una investigación sobre el manuscrito Voynich y su nombre ha aparecido como una de las personas que más sabe sobre el documento.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio y alcancé a pensar que podía contestarme cualquier barbaridad o, simplemente, colgar el teléfono.

—¿El manuscrito Voynich? —repitió, entre preguntando y afirmando con incredulidad.

—Sí, desde hace algunas semanas estoy investigando sobre él y para mí sería muy útil poder conversar con usted.

—¿Qué sabe sobre el manuscrito Voynich?