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Letras para Armanda explora el aislamiento, la búsqueda de la felicidad, las complejidades de las relaciones humanas y las diversas percepciones individuales de la realidad. Compuesto por historias independientes que ofrecen un vistazo caleidoscópico a la vida de varios personajes en situaciones variadas, cada fragmento ofrece reflexiones sobre la complejidad de las relaciones humanas, las expectativas y las emociones que las acompañan. El reencuentro entre dos amantes después de treinta años de separación es un eje central del volumen, junto con la exploración de la traición y manipulación en entornos laborales. El autor nos invita a visualizar la vida en común como una serie de imágenes entrelazadas con fantasías y sueños que se funden con el universo. Estos personajes ideales o arquetípicos pueden resonar con aquellos que han experimentado vivencias similares. Armanda es un nombre clave, una figura primordial que puede evocar a personas anhelantes de la manifestación física de amores platónicos.
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Seitenzahl: 103
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CAMINAR
CASTLES IN THE AIR
ARMANDA
LA VIDA DE LAS BURBUJAS
UNA PLAYA
LA CUEVA DE PLATÓN
GRAN COLISIONADOR CON GINEBRA
UNA JAULA ABIERTA
EL POZO DE LA LUNA LLENA
LETRAS PARA ARMANDA
EL ORÁCULO
MISTERIO ES TU NOMBRE
DEDOS
EL BERLÍN
LA TELARAÑA
LA VOZ
COMPRAS
LLAVES
EL JEFE
UN ALCALDE
SE BUSCA
MAL VICIO
SECUESTROS
MALETÍN
DESVARÍOS DE LA MEMORIA
UNA NUBE
UN AUTOMÓVIL
Para ellos, moverse era una manera de experimentar el vínculo, revivir la conexión, enriquecer sus existencias y dejar una huella palpable, evidente y ojalá eterna en cada uno.
—Somos como hormigas —dijo él.
—¿Como liebres sueltas por el mundo? —mencionó ella—. No, somos como dos estrellas que, de tanto acercarse, han terminado juntas en un rosco estelar.
Se veían ahora a sí mismos como grandes astros vagando por las inmensidades de un universo hermoso, gigantesco, quizás infinito y brutal, sujeto a sus propias leyes, que no siempre respeta los planes de seres y astros menores.
—¿Adónde nos lleva este movimiento? —dijo él.
—Nadie lo puede confirmar —respondió ella—. Solo sabemos que, como estrellas, nos adentramos en un universo sin principio ni final y que el camino que nos espera es desconocido y probablemente áspero. Hay inmensidades siderales y curvas espacio temporales que recorrer, pero no existe un camino prefijado y, como todo se mueve, somos parte del movimiento eterno.
—En este universo estamos juntos, pero en los otros puede que no lo estemos —se lamentó él—, existen fuerzas que nos pueden separar, choques azarosos e imprevistos que podrían dispararnos en sentido contrario a miles de años luz. ¿No sabes acaso que los caminos se bifurcan? En algunos universos con leyes más amables estaremos ahí, uno junto al otro indisolublemente unificados —replicó él, con cierta vaga esperanza.
—Que así sea —cerró ella con indisimulada duda.
Él, extrañamente, siempre estaba para ella. Respondía cada uno de sus mensajes. No fueron muchos, pero había un interés evidente por manifestarse y visibilizarse cada vez que ella le daba la oportunidad de inmiscuirse en su mundo. Le parecía que siempre estaba al otro lado de la línea, como inerte, despojado de propósitos y solo esperaba que ella lo sacara del entumecimiento orgánico, como si estuviera hibernando. Creía entender que su amigo vivía tan solo para darle cuerda a un momento que quedó paralizado y congelado en las más íntimas fibras del universo. Ella mantenía todo en secreto, guardado en una cueva profunda, en un sitio al que nadie podía acceder, como si se tratara de una de esas catacumbas construidas en un pasado remoto de la humanidad y que están ahí esperando a ser develadas. Él era un habitante de las mazmorras y cavernas enterradas por miles de toneladas de tierra, pero con canales que ella podía abrir. Solo ella tenía la clave para acceder a esos lugares, donde se encontraba esa persona que de la misma manera ansiaba recuperar un momento y darle cuerda a un reloj paralizado. La invocación siempre surtía efecto. Fuera la hora que fuera, obtenía una respuesta de él, como si interactuara con el chat GPT. En más de una ocasión, llegó a creer que era otro quien le respondía sus románticas evocaciones juveniles. De aquellos contactos resurgía, renacía nítida y brillante, una larga caminata ocurrida justo la noche anterior a que él retornara a su lejana ciudad de origen. Unidos por un audífono alámbrico con el cual escuchaban embelesados una canción, deambulaban por las calles en absoluto silencio, implorando que el implacable paso del tiempo les otorgara una joya que pudieran rememorar en el futuro. Hoy, ambos seguían viviendo de deseos imposibles y fantasías, tan vividas y hermosas como pueriles o inocentes. Se trataba de situaciones que no podrían haber ocurrido en aquellos años, donde cada uno tenía obligaciones que sin duda los ataban.
—Ya no quiero vivir de Castillos en el Aire cuyas paredes me aprisionan —dijo él, aquella noche de verano, adelantándose a la letra de "Castles in The Air".
La melodía los sumía a ambos en una burbuja de emociones de las que no podían escapar. Estaban inmersos en un mar de gratas sensaciones. Querían huir, vivir una realidad diferente, dejar de especular con situaciones fantasmales e irse juntos a otros parajes, donde fueran libres de demostrar su cariño. Pero tras más de treinta años seguían tejiendo estructuras mentales, viviendo sumidos en una realidad virtual, en ilusiones que no tenían la suficiente fuerza para desmontar la realidad y quebrar sus gruesas murallas.
La música, aquella noche de verano, resonaba en sus oídos. Ella, aferrada en un fuerte abrazo, encontró en la oscuridad los labios de ese amigo, quien giraba junto a ella al ritmo de la canción de los años setenta, que no aparecerá en ningún ranking de popularidad.
—Las paredes de los Castillos en el Aire nos llevan a la desesperación —cantaba Don Maclean y ellos pujaban por saltar de las alturas para caer, caminar, correr tomados hacia los campos y vivir en las montañas.
La canción seguía reproduciéndose. Él la volvía a poner una y otra vez y seguían fundidos en un abrazo, ligados por este audífono compartido que se transformaba en una suerte de Hilo Rojo que los mantendría unidos por decenas de años. Hastiados de la vida que llevaban en la tierra decidieron en un momento de sus vidas recurrir a aquel Castillo como sucedáneo, como contraparte de la realidad. Hoy, treinta años después, la ensoñación de una noche de verano parecía ser cada vez más fuerte y no haber suficientes argumentos que fueran capaces de oponerse a una gran determinación como era conseguir por fin resquebrajar y romper las gruesas murallas. Si en el pasado no fue posible hoy sería realidad. Hoy ascenderían a un nuevo castillo, cuyas paredes no los abrumarían, sino que los acogerían amablemente. Sus sueños serían realidad.
Hoy estaban sentados a la mesa y todo parecía normal. Si su suegra vislumbraba algo especial en ella, un enfado, una mirada extraviada, la nostalgia por algo o alguien, una molestia vital o lo que fuera que descompusiera su ánimo, la tranquilizaba con una sonrisa y un cariñoso saludo a sus hijos. Pero sí era cierto que se molestaba cuando la madre de su esposo le preguntaba de manera repetitiva por sus padres, su salud, su estabilidad, o le planteaba ideas que sonaban hirientes y descontextualizadas. Los comentarios que sonaban llenos de incidía e ironía, parecían un mensaje velado para que comparara, equilibrara los factores y reconociera por millonésima vez que todo lo que tenía se lo debía a ellos y su magnanimidad.
Junto a ella, su marido acababa de dar un sonoro bostezo y, tras hacer un gesto insípido, se había ido al patio donde encendió un pitillo. La matriarca lo miraba con orgullo.
—Mi hijo es un artista —decía—. Él es un incomprendido. Tiene tal inteligencia y sensibilidad espiritual que es un hombre que seguramente dará de qué hablar.
Lo miraba cómo aspiraba y exhalaba el humo y, lejos de aceptar las palabras de su suegra, creía que a sus casi cincuenta años era poco lo que podía hacer más que esperar una herencia que le daría lo que no pudo obtener por su esfuerzo personal.
Al poco rato, el artista estaba durmiendo en la terraza, mientras ella comenzaba a despedirse, pues tenía que volver al trabajo. Los niños daban vueltas por el patio, pero su abuela los reprendía y ordenaba para que jugaran en otro sitio de la casa.
—Cuando termines tu trabajo, te irá a buscar mi hijo como todos los días —dijo, recordándole que no tenía espacios para salir, divertirse con amigas o sentarse a charlar con aquel amigo a quien gustaba de saludar de tanto en tanto. Vivía en una burbuja, pero cuánto daría por estar en otra, con ese ser que parecía esperarla infinitamente.
Un día, soñó que se elevaba y cuando estaba a punto de aterrizar en la otra, su apresuramiento estuvo a punto de destruirla. Sintió cómo la superficie se hundía más de la cuenta, generando una presión que pudo hacerla estallar en miles de vidriosos pedazos insustanciales.