Libro de las maravillas del mundo - Marco Polo - E-Book

Libro de las maravillas del mundo E-Book

Marco Polo

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El libro de Marco Polo, dictado en 1298 a Rustichello da Pisa, compañero de presión, es, sin duda, una de las obras históricamente más conocidas y difundidas de la literatura europea. El nombre de su autor entró hace ya tiempo en el terreno de lo legendario y hasta hoy se ha mantenido su aureola de extraordinario e inigualable viajero y explorador. "El libro de las maravillas del mundo" se ha visto como un prototipo supremo de libro de viajes y aventuras, donde lo real y lo maravillosa se funden en un excepcional relato que ha seducido y sorprendido a sus lectores ininterrumpidamente desde el siglo XIII.

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Veröffentlichungsjahr: 2016

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MARCO POLO

Libro de las maravillas del mundo

Edición de Manuel Carrera Díaz

Traducción de Manuel Carrera Díaz

Índice

INTRODUCCIÓN

1. Asia en Europa antes de Marco Polo

2. Venecia y Asia

3. Marco Polo

4. El libro

5. El texto

ESTA EDICIÓN

A) Traducción y elección

B) Contenido y texto

C) Índice de referencias de las notas a pie de página

BIBLIOGRAFÍA

LIBRO DE LAS MARAVILLAS DEL MUNDO

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Capítulo 90

Capítulo 91

Capítulo 92

Capítulo 93

Capítulo 94

Capítulo 95

Capítulo 96

Capítulo 97

Capítulo 98

Capítulo 99

Capítulo 100

Capítulo 101

Capítulo 102

Capítulo 103

Capítulo 104

Capítulo 105

Capítulo 106

Capítulo 107

Capítulo 108

Capítulo 109

Capítulo 110

Capítulo 111

Capítulo 112

Capítulo 113

Capítulo 114

Capítulo 115

Capítulo 116

Capítulo 117

Capítulo 118

Capítulo 119

Capítulo 1192

Capítulo 1193

Capítulo 1194

Capítulo 120

Capítulo 121

Capítulo 122

Capítulo 123

Capítulo 124

Capítulo 125

Capítulo 126

Capítulo 127

Capítulo 128

Capítulo 129

Capítulo 130

Capítulo 131

Capítulo 132

Capítulo 133

Capítulo 134

Capítulo 135

Capítulo 136

Capítulo 137

Capítulo 138

Capítulo 139

Capítulo 140

Capítulo 141

Capítulo 142

Capítulo 143

Capítulo 144

Capítulo 145

Capítulo 146

Capítulo 147

Capítulo 148

Capítulo 149

Capítulo 150

Capítulo 151

Capítulo 152

Capítulo 153

Capítulo 154

Capítulo 155

Capítulo 156

Capítulo 157

Capítulo 158

Capítulo 159

Capítulo 160

Capítulo 161

Capítulo 162

Capítulo 163

Capítulo 164

Capítulo 165

Capítulo 166

Capítulo 167

Capítulo 168

Capítulo 169

Capítulo 170

Capítulo 171

Capítulo 172

Capítulo 173

Capítulo 174

Capítulo 175

Capítulo 176

Capítulo 177

Capítulo 178

Capítulo 179

Capítulo 180

Capítulo 181

Capítulo 182

Capítulo 183

Capítulo 184

Capítulo 185

Capítulo 186

Capítulo 187

Capítulo 188

Capítulo 189

Capítulo 190

Capítulo 191

Capítulo 192

Capítulo 193

Capítulo 194

Capítulo 195

Capítulo 1952

Capítulo 1953

Capítulo 196

Capítulo 197

Capítulo 198

Capítulo 199

Capítulo 200

Capítulo 201

Capítulo 202

Capítulo 203

Capítulo 2032

Capítulo 2033

Capítulo 204

Capítulo 205

Capítulo 206

Capítulo 207

Capítulo 208

Capítulo 209

Capítulo 2092

Capítulo 2093

Capítulo 2094

Capítulo 2095

Capítulo 2096

Capítulo 2097

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

A mi hijo Fernando, buen viajero y buen compañero

1. ASIA EN EUROPA ANTES DE MARCO POLO

EL libro de Marco Polo, dictado en 1298 a Rustichello da Pisa, compañero de prisión, es, sin duda, una de las obras históricamente más conocidas y difundidas de la literatura europea. El nombre de su autor entró ya hace siglos en el empíreo de lo legendario, y ha adquirido la aureola, que aún hoy se mantiene, de extraordinario e inigualable viajero y explorador. Su obra ha sido vista, al mismo tiempo, como un prototipo supremo de libro de viajes y aventuras, donde lo real y lo maravilloso se funden en un excepcional relato que ha seducido y sorprendido a sus lectores, ininterrumpidamente, centuria tras centuria, ya desde los últimos años del lejano siglo XIII.

El Libro de las maravillas del mundo es, efectivamente, un relato extraordinario; afirmación esta que puede mantenerse aun con la clara conciencia de la necesidad de reconducir a sus justos términos esas apreciaciones genéricas que acabamos de recoger. Porque, en realidad, ni Marco Polo fue el primero ni el único esforzado viajero a tierras orientales, ni su obra es, stricto sensu, un libro de viajes.

Para una Europa que aún estaba a dos siglos de distancia de tener noticias de la existencia de América, el libro de Marco Polo abría, con todo tipo de detalles y sugestiones, la perspectiva de un inmenso mundo asiático del que hasta entonces sólo se tenían noticias fragmentarias y que ahora se revelaba como un casi ilimitado espacio poblado de maravillas, sorpresas y contrastes con respecto a la llana cotidianidad del mundo hasta entonces conocido.

En realidad, y como señalábamos más arriba, Marco Polo no fue el primer europeo que se adentró en las profundidades del continente asiático, ni el primero que dejó escrita una relación de su viaje. Diversos emisarios de los poderes europeos (el papado por un lado, la realeza por el otro) le habían precedido realizando hacia el este viajes de mayor o menor alcance, en calidad de misioneros o legados diplomáticos1. El primero en relevancia fue el franciscano Giovanni da Pian del Carpine, natural de la región italiana de Umbría, uno de los primeros discípulos de San Francisco de Asís (y provincial de su Orden en España en 1230), que en 1245 emprendió viaje hacia oriente con la misión de entregar al Gran Khan de los tártaros o mongoles dos bulas que le había encomendado el papa Inocencio IV. Éste, como el resto de los príncipes europeos, había visto con temor cómo los ejércitos mongoles habían arrasado no sólo gran parte del continente asiático y la Rusia europea, sino que en 1241 se habían presentado con sus ejércitos victoriosos y aparentemente imbatibles a las mismas puertas de Europa, ocupando parte de Polonia, derrotando al rey de Hungría y alcanzando con algunas avanzadillas los bordes del Adriático; y el hecho de que no hubieran seguido avanzando hacia occidente se había debido no a dificultades militares, sino a la circunstancia de que sus generales hubieron de detener las operaciones para volver atrás y asistir a la kuriltay o gran asamblea de notables que había de elegir al nuevo Gran Khan, tras la muerte imprevista del khan Ogodai.

Inocencio IV tenía, por esa razón, especial interés en conocer cuáles eran las intenciones de los mongoles con respecto a Occidente, puesto que aquella especie de parada técnica en el curso de su avanzada no resultaba muy tranquilizadora; era una preocupación perfectamente justificada, aunque por suerte para la Europa occidental los mongoles ya no volverían jamás a interesarse por ella militarmente; la convocatoria para la elección de un Gran Khan la libró, tal vez, de ser incorporada en su práctica totalidad al imperio asiático. Sabedor, por otra parte, de la hostilidad de los mongoles hacia el mundo musulmán, consideró además que no sería estratégicamente despreciable la posibilidad de aliarse con ellos para, formando una tenaza, triturar y aniquilar el poderío sarraceno, geográficamente establecido sobre una cuña territorial que separaba a cristianos y mongoles. A pesar de la aparente disparidad entre estos dos mundos, parecía preferible la relación con los mongoles, una vez descartada la posibilidad de cualquier entendimiento con una fuerza tan eterna y probadamente hostil, además de cercana, como la del Islam. Y, last but not least, el Papa, obviamente, deseaba la conversión al cristianismo de los inmensos ejércitos y poblaciones mongoles.

Ésa era la misión que debía llevar a cabo fray Giovanni da Pian del Carpine, quien en el mes de abril de 1245 partió de Lyon en dirección este y llegó hasta Polonia, donde se le añadió como compañero de viaje fray Benito de Polonia. Se dirigieron a Kiev y desde allí, tras varios meses de viaje entre infinitas penalidades, llegaron a las cercanías de Karakorum, la primera capital del imperio mongol (cuyo nombre no debe confundirse con el de la célebre cordillera así llamada también y situada al norte de Cachemira), ubicada en la Mongolia central, cerca del río Orkhon y al suroeste de Ulán-Bator, y residencia del entonces Gran Khan, Güyük. Tras varios meses de espera los viajeros fueron recibidos por éste, que poco después les entregó su respuesta a las misivas papales. No era, desde luego, la que esperaba Inocencio IV: el Gran Khan Güyük respondía con sequedad y altivez, y sin andarse por las ramas, que no sólo no entendía el interés del Papa en conducirlo al bautismo, sino que tampoco se fiaba de sus propósitos de establecer pacíficas relaciones, al menos en tanto en cuanto él y los demás príncipes del orbe cristiano no acudieran a rendirle la debida pleitesía2. Tal actitud era, más que otra cosa, una forma de librarse de un innecesario e imprevisto compromiso y de mera autoafirmación retórica ante unos requerimientos papales que a Güyük debieron de parecerle, por inefectivos y extemporáneos, casi risibles: los mongoles, originariamente animistas, eran tolerantes en materia religiosa, y de hecho en su imperio había —incluso en el seno de la propia estirpe imperial— una fuerte presencia de cristianos nestorianos, a algunas de cuyas funciones religiosas tuvo ocasión de asistir, en la misma corte de Karakorum, el propio fray Giovanni.

Con esa respuesta emprendieron ambos el camino de regreso, para llegar a Roma a finales de 1247. Las circunstancias de un tan extraordinario y épico viaje no podían quedar confiadas sólo a la fragilidad de la memoria, y por ello fray Giovanni redactó una crónica del mismo, titulada Historia Mongolorum3, escrita en un estilo sencillo, donde con gran capacidad de observación y agudeza describe la organización militar de los mongoles, sus características etnográficas (costumbres, creencias, alimentación, vestimenta, etc.) y los detalles geográficos de las regiones visitadas durante su viaje. Se trata de una relación extraordinariamente interesante que constituye algo así como el primer compendio geoetnográfico de Asia occidental escrito por un europeo sobre la base de su experiencia directa. Pero su difusión en Europa fue muy limitada, a pesar de que Vincent de Beauvais la incluyó en su Speculum historiale; incomparablemente menor, desde luego, de la que más tarde tendrían los manuscritos que contenían la relación de Marco Polo.

Pocos años después, otro fraile franciscano, el flamenco Guillermo de Rubruck (Willem van Ruysbroeck, ca. 1210-ca. 1270), consiguió el patrocinio del rey de Francia Luis IX para repetir la proeza, simplemente en calidad de misionero, esta vez alentado por el rumor de que Sartaq, el hijo del khan Batu, se había convertido al cristianismo. Decíamos antes que los mongoles, o los tártaros como se les llamaba en la crónicas europeas de la época, eran originariamente animistas, con unos esquemas de religiosidad muy elementales y básicos; obligados por su omnidireccional expansionismo a entrar en contacto con religiones teológicamente fuertes (cristianismo, islamismo, budismo) era lógico que se produjesen episodios de más o menos confuso acercamiento a ellas. Los insistentes y periódicos rumores que llegaban a la cristiandad sobre supuestas conversiones o acercamientos al cristianismo por parte de lejanas regiones del imperio mongol o de miembros de la cúpula del poder asiático suscitaban a menudo movimientos de conmoción y esperanza, siempre infundadas, en aquella Europa cansada de luchar contra los musulmanes y atemorizada ante los mongoles. Con tal esperanza partió Guillermo de Rubruck, acompañado por su compañero de Orden Bartolomeo da Cremona, en 1253, desde el puerto de Constantinopla y en dirección a Karakorum —sede de los grandes khanes—, adonde ambos llegaron después de sobrevivir durante meses a las bajísimas temperaturas invernales y gracias a la eficaz protección que les brindaba la escolta de soldados mongoles que los acompañaba desde las orillas del Volga.

El gran khan Möngke los recibió, y aunque no eran legados diplomáticos oficiales, les dio acogida en su capital imperial durante seis meses, tiempo que Rubruck aprovechó para conocer los entresijos de la corte y estudiar las características y usos de sus moradores, entre los que sorprendentemente no faltaban numerosos europeos, así como todo tipo de representantes de las variopintas estirpes humanas del continente asiático. Pasado ese medio año, cuando Rubruck constató que poco más podía obtener de su estancia entre los mongoles, inició el camino de retorno a Europa a mediados de 1254, llegando unos meses después a San Juan de Acre. Desde allí remitió a su patrocinador, Luis IX de Francia, una amplia relación elegantemente escrita, de tono personal y original y más detallada que la de Pian del Carpine e incluso que el posterior libro de Marco Polo por lo que se refiere a la descripción de Karakorum4, donde de manera ordenada y progresiva suministra una particularizada relación de los territorios que atraviesa, da un vivo cuadro de la forma de vida de los mongoles y recoge interesantes anécdotas y curiosidades sobre los personajes que tiene ocasión de conocer. Pero la obra, que se conserva en cinco manuscritos, tampoco tuvo una gran difusión en la Europa de su tiempo5.

Estas dos relaciones de viaje, la de Pian del Carpine y la de Rubruck, eran las dos más extensas, detalladas y fiables fuentes de información sobre Asia que hubieran llegado a Europa antes de que los Polo emprendieran su viaje.

Si nos preguntamos qué es lo que se sabía en Europa sobre el Asia profunda antes del legendario periplo de Marco Polo, a estas dos relaciones —cuya difusión fue, repetimos, muy limitada— habría que añadir los conocimientos que por otras vías se habían venido acumulando desde la antigüedad, y que constituían un confuso amasijo de datos donde lo bíblico se mezclaba con lo histórico-legendario para terminar fundiéndose con lo fabulístico. La inconcreta idea geográfica que se tenía del continente oriental hundía sus raíces en vagas nociones extraídas del Antiguo Testamento (los cuatro ríos mencionados en el Génesis, por ejemplo), con oscuras referencias a una no muy específica «India». La relación histórica de Europa con Asia se limitaba a relatos puramente legendarios sobre las hazañas y hechos personales de Alejandro Magno en el Cáucaso, Persia y la India. Los remotos territorios asiáticos se veían poblados por amazonas, cinocéfalos (hombres con cabeza de perro) y esciápodes (seres humanos con un solo y enorme pie), y eran el lugar apropiado de fabulosos animales como unicornios o grifos6. Basta leer los correspondientes capítulos de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla7 para hacerse una idea de la brumosa visión que entonces se tenía del lejano Oriente. Una sola presencia humana se perfilaba reverberando entre la niebla que en las mentalidades europeas cubría las grande estepas y los interminables desiertos asiáticos: la del Preste Juan, una figura legendaria que, con su supuesta y poderosa presencia en el remoto Oriente, exorcizaba con su perfil amigable el misterio y el horror de aquellos lejanos e incógnitos territorios. Se suponía que era un rey perteneciente a la jerarquía eclesiástica cristiana, que gobernaba un inmenso e imprecisado territorio en los confines de Asia, y que había dado noticias de su existencia y su poder al Papa, a través de distintos legados, así como al emperador de Bizancio, en este caso con una supuesta carta que circuló ampliamente por Europa en la Baja Edad Media. Las remotas noticias sobre la existencia de comunidades de cristianos nestorianos en las profundidades de Asia avalaban la posibilidad de que en el Extremo Oriente existiera, aislado pero poderoso, un inmenso reino cristiano: el hecho en sí era dudoso, pero resultaba confortable darle crédito8.

Tampoco es el libro de Marco Polo, obviamente, el último de los relatos medievales donde se refiere el viaje de un europeo a los misteriosos territorios orientales. Pocos años después del regreso de los Polo a Venecia, hacia 1318, el franciscano Odorico da Pordenone partió en dirección a Oriente, haciendo etapa en Trebisonda, recorriendo Persia para llegar hasta la India, y, tras visitar las grandes islas asiáticas del Índico y el Pacífico, recalar en el puerto chino de Zaitón, desde donde se dirigió a Pekín, cuya sede arzobispal estaba regida por Giovanni da Montecorvino, y donde permaneció tres años. De vuelta a su tierra en 1330, dejó escrita una interesante relación en la que sobresale su interés por los hechos maravillosos que supuestamente tuvo ocasión de observar9. De gran interés, pese a que se trata de la relación de un viajero de despacho que nunca visitó los lugares que describe, es el relato de Juan de Mandevilla, cuyo supuesto viaje a Oriente se desarrolló entre 1322 y 1356, y durante el curso del cual atravesó imaginariamente Asia hasta llegar a la India; su Libro de las maravillas, configurado sobre la base de fuentes librescas que nunca cita pero que resultan en buena parte identificables, tuvo un extraordinario éxito10. Casi contemporáneo, pero en este caso real, fue el extraordinario viaje del infatigable tangerino Ibn Battuta, el «Marco Polo árabe» o el «trotamundos del Islam», que entre 1325 y 1349 recorrió todo el norte de África y el territorio asiático hasta llegar a la India, visitando las grandes islas asiáticas, China y posteriormente el interior del continente africano, dejando para la posteridad una rihla o libro de viajes que constituye una de las grandes cumbres de este género literario11. Y no menos interesante es la extraordinaria relación que, en un viaje más tardío, surgió de la embajada que envió a la corte de Tamorlán el rey de Castilla, Enrique III, encabezada por Ruy González de Clavijo, quien, con sus compañeros de misión diplomática, viajó hasta Samarcanda entre 1403 y 140712.

Ninguno de esos extraordinarios relatos tendría, sin embargo, la popularidad y la trascendencia histórica de la que desde el principio gozó el libro de Marco Polo.

2. VENECIA Y ASIA

Al pensar en el personaje de Marco Polo, en su viaje y en su libro es casi inevitable la tendencia a establecer una relación entre el punto de partida, Venecia, y el de llegada, el Extremo Oriente.

A varios siglos aún de la unificación de Italia, en el siglo XIII el espacio físico de este país era un mosaico de pequeños estados, ciudades-estado y repúblicas marineras. Entre estas últimas se contaba la poderosa Venecia, que se había convertido en una de las más populosas ciudades de la cristiandad, gobernada con mano de hierro por una oligarquía en la que tenían cabida sólo unas pocas de las familias más ricas. Con una posición geográfica que le facilitaba la posibilidad de convertirse en bisagra entre Oriente y Occidente, Venecia había ido fundando su asombrosa prosperidad económica sobre la base del comercio, que a su vez se desarrollaba en directa relación con su capacidad para dominar la navegación mercantil en el Mediterráneo oriental13. Con una potente flota naval, los venecianos ya se habían encargado, prácticamente monopolizándolo, del transporte de los peregrinos y cruzados europeos a Oriente Medio. En 1204 llegaron incluso a conquistar Constantinopla, lo que les permitió comenzar a establecer toda una red de puertos francos y bases logísticas y comerciales a lo largo de las costas mediterráneas orientales. Se aseguraban, con ello, el control de la mayor parte del comercio con Oriente, haciendo que la mayoría de las ricas y apreciadas mercancías asiáticas terminasen siendo descargadas en el puerto de Venecia, y desde allí comercializadas hacia el resto del orbe cristiano.

De algunos productos estratégicos en aquella época, como era el caso de la pimienta, Venecia llegó a tener el monopolio comercial14. No es de extrañar que la moneda acuñada en la ciudad fuese aceptada y atesorada en todo el orbe conocido en aquellos siglos, ni tampoco que, manteniéndose esta prosperidad durante centurias, fuese configurándose esa monumentalidad y casi indescriptible riqueza que aún hoy la mera contemplación de la ciudad deja traslucir. El poderoso eje comercial veneciano-oriental sólo se debilitará cuando, tras el descubrimiento de América, el gran tráfico marítimo se desplace al Atlántico y quede en manos de grandes potencias con las que Venecia no podía competir, y cuando los descubrimientos geográficos portugueses en Oriente lleven a la apertura de nuevas rutas marítimas que facilitarán el tránsito y la comercialización de las especias, sedas y demás refinados productos orientales haciendo ruta por el Cabo de Buena Esperanza. Pero, cuando en 1271 Marco Polo inició su viaje a Oriente, estos últimos acontecimientos aún no se habían producido: nos hallamos, por tanto, en el momento culminante del expansionismo comercial veneciano.

Por su parte, en las profundidades de la inmensa Asia también había ido configurándose una entidad geopolítica de unas dimensiones y potencia inimaginables. Hasta comienzos del siglo XIII la miríada de tribus, etnias y pueblos asiáticos vivía bajo el imperio más o menos cercano y vigilante de dos poderes: el turco, que llegaba hasta el interior de la India, y el chino, que se manifestaba en la parte central y meridional de la actual China. Todo empezó a cambiar a comienzos del siglo XIII, cuando la gran asamblea de los nobles mongoles, los señores de las estepas del norte, eligió en 1206 a un nuevo jefe: Temuyin, que bajo el nombre de Gengis Khan fundó el que sería, antes de la llegada del español, el mayor —aunque relativamente breve— imperio que vieron los siglos15.

Los mongoles eran nómadas. Acostumbrados a vivir en sus transportables y relativamente cómodas yurtas o tiendas circulares de fieltro, se dedicaban al cuidado de su ganado y se desplazaban continuamente a la búsqueda de los mejores pastos. Organizados tribalmente, carecían de un estricto sentido de apego territorial: su mejor patria era la que en cada momento ofrecía el mejor alimento a sus rebaños, y tal carencia se sustituía con la fidelidad a ultranza a un jefe, último y único protector de hombres y rebaños en cualquier geografía; un jefe que, a su vez, dependía de otro, dada la estructura piramidal y extremadamente jerarquizada del poder dentro de cada tribu y en el conjunto de ellas. Junto a la función básica del cuidado del ganado se generó otra: era necesario disponer de una fuerza de defensa que protegiese el ejercicio del pastoreo y garantizase la seguridad de personas y rebaños frente a los ataques de extraños, así como la posibilidad de acceder a los mejores pastos y a nuevos territorios hasta ese momento ajenos e incluso hostiles. Siendo el cuidado de los rebaños una actividad ancilar y que no requería una mano de obra muy preparada en las amplias estepas y despejadas planicies asiáticas o en las ricas praderas de los grandes valles, la especialización se desplazó hacia el otro sector, el de la fuerza defensiva: se fueron generando en cada tribu, por esa razón, grupos de guerreros bien preparados, ágiles y resistentes, excelentes jinetes y al mismo tiempo insuperables arqueros.

Cuando Gengis Khan asumió el poder de todas las tribus nómadas de la estepa, Mongolia vivía unas circunstancias climáticas excepcionalmente favorables que generaban la existencia de abundantes pastos y propiciaban el crecimiento de los rebaños y el aumento de la población. Pronto pudo comprobar que organizando en unidades disciplinadas y compactas a los guerreros de las tribus, no sólo conseguía mantener su autoridad sobre las distintas poblaciones y despejar fácilmente nuevos territorios para sus rebaños trashumantes, sino que disponía de la capacidad militar necesaria para imponerse sobre los grupos humanos sedentarios e incluso urbanos que pudieran interponerse en su camino16. La belicosidad y la ambición hicieron el resto. Los ejércitos de Gengis Khan se lanzan hacia el sur y el oeste, a la conquista de China y el occidente asiático, ocupando Pekín en 1215 y poco después el Turquestán ruso; siguen el destino de estos territorios, en los años inmediatamente posteriores, Afganistán, Persia oriental y el Cáucaso. Favorecida la conquista en ocasiones por el deseo de los habitantes de ciertos territorios de librarse del dominio de los turcos o los chinos, y valiéndose sobre todo del poderío militar de su potente caballería ligera —imbatible en terrenos despejados— con el apoyo de una inmisericorde estrategia de terror basada en ejecuciones masivas que predisponían a la rendición de los territorios vecinos, los ejércitos mongoles avanzan imparables sobre el continente asiático.

Muerto Gengis Khan en 1227, su hijo y sucesor Ogodai lleva sus huestes hasta las mismas puertas de Europa occidental, batiendo a los ejércitos polaco y húngaro, como señalábamos más arriba, en 1241, y deteniéndose definitivamente, por las razones ya dichas, en esos confines. Pero la avanzada en territorio asiático continúa en las décadas sucesivas, y será culminada por Kublai Khan, el interlocutor de Marco Polo, tras asumir el poder supremo en 1260. Kublai completa la conquista de China, llegando hasta Tonkín y Tíbet; al derrocar a la dinastía Sung en 1280 y dominar con ello los territorios chinos del sur, el imperio mongol alcanza sus máximas dimensiones. No había logrado la extensión desmesurada que en algún momento se le pronosticó, es decir, abarcar desde el Pacífico hasta el Atlántico; había renunciado a Europa occidental y no había conseguido doblegar al Islam, debido a la derrota que los mamelucos habían infligido en Palestina a los ejércitos de Hülegü, khan de Persia; había fracasado en sus intentos, bajo el mandato de Kublai, de apoderarse del Japón, que se salvó de dos tentativas de invasión gracias a la salvífica ayuda del viento divino de dos oportunos tifones. Pero era, aún así, un gigantesco dominio territorial, el mayor imperio que hasta ese momento se hubiera visto sobre la faz de la tierra.

Era difícil que un tan inmenso territorio pudiese ser gobernado de una forma directamente centralizada y sin escalones de mando intermedios. De hecho, ya Gengis Khan dividió el imperio entre sus hijos, pero asegurándose de que uno de ellos mantuviese el poder supremo sobre todas las regiones del imperio. Era, por usar una terminología que nos resulta más cercana, una especie de organización de virreinatos, los denominados khanatos, en las regiones occidentales del imperio, en todo caso dependientes, al menos sobre el papel, de un reino central. Los gobernantes de estas regiones tomaban el título de khan, pero sólo uno, el que residía en la capital del imperio, primero Karakorum y luego Pekín, podía asumir el título de Gran Khan. Esos khanatos eran el de Poniente o de la Horda de Oro, que abarcaba la mayor parte de la Rusia europea, llegando desde el Mar Negro al río Amu Daria; el de Levante, que comprendía desde el este de Persia hasta el Mediterráneo; y el khanato Chagatai, en el Turquestán de Asia Central. El territorio de Mongolia y China septentrional y central (y más tarde también la meridional) era el corazón del imperio, el reino central, bajo el gobierno directo del supremo Gran Khan. Dada la lejanía y dispersión geográfica, los khanatos occidentales mantenían una notable autonomía con respecto al poder central: el khan Hülegü instituyó incluso su propia dinastía familiar en el khanato de Levante, y otros, como en el caso de Batu, introdujeron radicales divisiones y particiones políticas en el seno de sus propios khanatos. La autoridad suprema era sólo una, y correspondía al Gran Khan, que era elegido tras la muerte del anterior, siempre entre miembros de la dinastía gengiskhánida, en la asamblea suprema de los jefes mongoles. Y tan importante era ésta, que podía suponer la detención de una gran campaña militar con el fin de permitir a sus jefes la asistencia a la misma. Pero la fuerza centrífuga que comportaba la fragmentación en khanatos era una fuerte y progresiva amenaza contra la unidad del imperio, que efectivamente fue manifestándose con el paso del tiempo y que ya se percibía claramente, como puede verse en nuestro texto, en la época de Kublai Khan17.

Kublai Khan18 (1215-1294) llevó a cabo una decisiva labor en el orden civil y administrativo de su imperio, que marcó una fuerte aunque no completa transición desde los hábitos nómadas de su pueblo hacia un modo de vida más cercano al de los pueblos sedentarios. Considerando suficientemente afirmado el poder mongol en los khanatos occidentales, Kublai se centró fundamentalmente en consolidar y ordenar el dominio mongol en China, trasladando la capital de Karakorum a Pekín. Acercó y adecuó las estructuras administrativas a la realidad china (más bien desde el punto de vista institucional que personal: gobernando la inmensa China, Kublai no hablaba la lengua de este país), llegando incluso a dar un nombre chino a su propia dinastía, la Yuan, que sobreviviría hasta 1368, en que fue derrocada por la dinastía Ming. Suavizó la política de acceso a la función pública dando ciertas facilidades a los indígenas, cosa hasta entonces cuidadosamente evitada por los mongoles, que en su calidad de invasores no se fiaban en absoluto de los invadidos, a los que excluían de cualquier cargo importante, que sin embargo se podía confiar a extranjeros de cualquier otra nacionalidad.

Con sus conquistas militares y con su régimen de gobierno, y pese a esa autonomía de los otros tres khanatos, Kublai, desde el khanato supremo, tenía en sus manos las riendas de un inmenso territorio por el que cualquier mensajero o legado suyo, con la simple provisión de una paiza o tabla de identificación imperial, podía recorrer miles de kilómetros sin temor a que su camino se viera impedido u obstaculizado por fronteras o fuerzas hostiles. En el inmenso imperio mongol, excepción hecha de los momentos en que se producían graves enfrentamientos internos o guerras locales, nadie podía limitar, dificultar u hostigar la universalidad y la potencia de la suprema autoridad imperial. Era el efecto de la pax mongolica: aproximadamente cien años durante los cuales una sola autoridad rigió la práctica totalidad del continente asiático, facilitando el tránsito gracias a la inexistencia de fronteras, fomentando los viajes y el comercio con la construcción de una red de calzadas debidamente preparadas y señalizadas, y desarrollando un eficiente sistema de comunicaciones basado en un servicio de postas cuya organización causaría el asombro de Marco Polo. Aunque la situación política pudiese ser asumida a regañadientes por los pueblos invadidos, y aunque estos pudieran mantener siempre viva la aspiración a sacudirse el yugo mongol, la paz general en Asia era real y efectiva, pese a que a menudo pudiera verse turbada temporalmente por enfrentamientos derivados de la rivalidad entre los distintos clanes mongoles. Y, a los efectos que aquí nos interesan, efectiva era también la seguridad en caminos y calzadas, protegidos a sangre y fuego, si hacía falta, por los destacamentos mongoles que los custodiaban.

Ésas eran las casi felices condiciones en que los viajeros occidentales de entonces se adentraban en las profundidades de Asia; con todos los inconvenientes y fatigas de un viaje de tal magnitud, en aquellos difíciles tiempos medievales, por territorios a menudo inhóspitos y casi impracticables, con medios limitados y rudimentarios, pero con toda la facilidad que daba el hecho de viajar, a lo largo de meses o años, por territorios siempre regidos por una misma autoridad y una sola norma. Concluidos esos cien años, la fragmentación política del continente volvió a crear fronteras y vacíos de poder que quebraron las comunicaciones, bloquearon los caminos y generaron tal inseguridad y peligro que convertiría a la anterior forma de viajar en algo totalmente impensable e irrepetible. Y tal sigue siéndolo hoy: basta mirar el actual mapa de Asia e imaginar las dificultades insuperables y graves peligros a los que un viajero particular habría de enfrentarse si decidiera por su cuenta repetir ese periplo que Marco Polo, con su padre y su tío, efectuó simplemente para «hacer negocios».

Pero este de la pax mongolica fue el período en que los Polo realizaron su viaje al corazón de China por ese itinerario terrestre que hoy constatamos como casi impracticable para cualquier contemporáneo nuestro. Ellos y los otros viajeros italianos y europeos, inmediatamente anteriores y posteriores, tuvieron el valor y la capacidad de hacerlo; pero contaron, también, con la inestimable ayuda derivada de unas condiciones políticas excepcionales e irrepetibles.

3. MARCO POLO

No son muy abundantes ni detallados los datos sobre la biografía de Marco Polo, y los que tenemos sobre él y su familia derivan casi exclusivamente de lo que se dice en su libro19. Tal vez originaria de una isla de Dalmacia que pertenecía al dominio veneciano, su familia se había establecido en Venecia, donde se dedicaba a actividades comerciales.

Los primeros datos seguros tienen relación con el padre de nuestro viajero, Niccolò, y los dos hermanos de éste, Marco y Matteo. Entre los tres habían fundado una sociedad comercial dedicada al tráfico de mercancías con el próximo oriente, a cuyo efecto disponían de sucursales propias en Constantinopla y Sudak (ciudad situada en la costa de Crimea). Teniendo casa en cada una de las tres ciudades, los viajes de una a otra debían de ser relativamente frecuentes.

Marco nació en 1254. Seis años después, su padre y su tío Matteo partieron de Venecia para realizar el viaje que se relata en los primeros capítulos del libro. Con un cargamento de joyas, y simplemente con la intención de comerciar con ellas, navegaron hasta Constantinopla y posteriormente a Sudak, para a continuación continuar viaje por tierra hacia el interior de Asia. Quizás sus intenciones iniciales no eran el ir tan lejos, pero las circunstancias les brindaron la oportunidad de alcanzar territorios que hasta entonces pocos europeos habían visto. Siguiendo el ramal norte de la Ruta de la Seda llegaron a Karakorum, la capital imperial de los mongoles, unos diez años después del arribo de Guillermo de Rubruck al mismo lugar. Regía entonces los destinos del imperio Kublai Khan, quien, según el libro, los recibió, los trató amistosamente y departió casi amigablemente con ellos, pese a no tratarse de representantes oficiales de ningún país, a la vez que se interesó en conseguir, a través de ellos, aceite del Santo Sepulcro de Jerusalén, al que se atribuían propiedades milagrosas, así como la transmisión al Papa de su deseo de que se le enviasen teólogos o predicadores católicos. En el momento de iniciar el regreso a Europa, los dos hermanos Polo recibieron del Gran Khan una paiza o tabla de oro que funcionaba como salvoconducto (y que incluso podía colgarse al cuello, para asegurar su visibilidad), con el fin de garantizar la seguridad de su viaje: los Polo, llegados a Karakorum como simples comerciantes, salían de la capital como embajadores oficiosos. Tras un periplo de regreso inusualmente largo (tres años desde Karakorum hasta Layazo, en la costa meridional turca), llegaron a San Juan de Acre en 1269. Al tener conocimiento allí de que el Papa había muerto un año antes y aún no se había elegido a otro, decidieron retornar a Venecia para ver a sus familias y suspender momentáneamente su embajada hasta la elección de un nuevo pontífice.

Habían pasado más de nueve años desde su partida. Marco Polo, nuestro futuro viajero, tenía, en ese momento, quince. Su madre, la esposa de Niccolò, había muerto varios años antes. Nada se sabe de las vicisitudes personales de Marco durante ese largo período. Faltando su madre, probablemente fue atendido y cuidado por su tío homónimo, Marco, que se había quedado en Venecia rigiendo el negocio familiar. Se desconoce también qué tipo de educación recibió; probablemente, la propia de un hijo de comerciantes de aquella época, quizás con especial atención hacia el conocimiento, aunque fuera elemental, de los ambientes y prácticas mercantiles de la época. Por los datos que luego emergerán en el libro, debía de tratarse de un adolescente despierto, sensato y con excelentes dotes de observación y capacidad de aprender.

El padre y el tío de Marco Polo, como buenos comerciantes, no estaban dispuestos a perder esa condición de embajadores oficiosos que el destino les había deparado, ni tampoco a no sacar fruto de los conocimientos y relaciones obtenidas en su largo y primer viaje. Esperaban ansiosamente la elección de un nuevo papa para cumplimentar su embajada, deseo que no terminaba de verse cumplido. Eran los difíciles tiempos del Cónclave de Viterbo, que tardó tres interminables años en elegir a un nuevo pontífice (desde la muerte de Clemente IV en 1268 hasta la elección de Gregorio X en 1271). Impacientes por partir, los dos hermanos Polo decidieron ponerse en camino de nuevo hacia Oriente en 1271, antes de la elección del nuevo papa, esta vez llevando consigo al joven Marco, que entonces tenía diecisiete años. En su paso por Tierra Santa tienen ocasión de hacerse con el aceite del Santo Sepulcro que les había encargado el Gran Khan, y se ponen en contacto con un legado papal presente en aquel momento en el territorio, Tedaldo Visconti, quien los provee de cartas para entregar a los gobernantes mongoles. Llegados a Layazo, reciben el aviso de que por fin se había elegido a un nuevo papa, y que la elección había recaído, justamente, sobre el propio Visconti, lo que les lleva a regresar para volver a encontrarse con él y obtener cartas ya auténticamente papales. Tras ello, ponen rumbo al lejano oriente para encontrarse con el emperador mongol en Shangdu, la residencia veraniega de éste, hacia 1275, después de un casi inexplicablemente largo viaje de tres años y medio.

Inicia, con ello, el dilatado período de permanencia de los Polo en la corte de Kublai Khan, diecisiete años de los que sólo sabemos de los tres venecianos lo que en el libro se cuenta. No hay constancia de que durante ese largo período desarrollasen las actividades comerciales propias de su oficio y a las que se habían dedicado en su ciudad antes de emprender sus viajes. El joven Marco, por lo que nos refiere en la obra, encontró pronto ocupación como inspector o enviado (definirlo embajador parece excesivo) del Gran Khan a distintos territorios, cometido que, gracias a sus dotes de observación y a la buena organización y presentación de sus detallados informes y relaciones, resultaba siempre realizado a total satisfacción del mandatario. No hay pruebas documentales, como afirma en el libro, de que fuera realmente gobernador de Yangzhou durante tres años. Los detallados anales y crónicas chinos de la época no lo mencionan en ninguna ocasión, como hubiera sido inevitable de haber ocupado algún cargo relevante, a no ser que durante su estancia en China los Polo hubieran cambiado de nombre, explicación esta poco plausible. Esos largos viajes de inspección realizados por encargo del Gran Khan, interesado en resolver los asuntos de las provincias del imperio pero ansioso de conocer también todo tipo de detalles e informaciones menores sobre las mismas, parecen haber sido la ocupación fundamental de Marco Polo durante esos diecisiete años. Nada se sabe sobre el papel y las actividades desarrolladas por su padre y su tío durante ese tiempo: convertidos tal vez en meros cortesanos protegidos por la sombra del eficiente Marco, o viajeros ocasionales, sus figuras no emergen con perfiles individualizados en las páginas del libro.

Hacia 1292 los Polo solicitan al Gran Khan licencia para abandonar la corte y regresar a su ciudad, Venecia. Pudo ser un efecto de la nostalgia de su tierra o un deseo de retomar sus actividades de siempre, suspendidas durante tantos años, pero probablemente en ello tuvo algo que ver el temor a la ya previsiblemente no muy lejana muerte de Kublai Khan (que acontecería, efectivamente, sólo dos años después, en 1294) y a las consecuencias poco positivas que ello podría comportar para su privilegiada posición en la corte; nada les garantizaba, en efecto, que el mandatario sucesor las respetaría. Según Marco Polo, Kublai, por el mucho aprecio que les tenía, se resistía a otorgarles el plácet para su repatriación, pero una serie de circunstancias vinieron a ayudarles. El Gran Khan tenía que enviar desde la corte hasta el lejano khanato de Levante a una joven princesa llamada Kukachin que debía convertirse en esposa del khan Argón de Persia. Al parecer, en un primer intento la comitiva que se puso en marcha con la princesa, siguiendo una vía terrestre, se vio obligada a detenerse y deshacer el camino andado, tras ocho meses de viaje, por culpa de algunas guerras y enfrentamientos entre facciones mongolas. Se decidió, entonces, que el próximo intento se haría por mar, bordeando las costas del continente asiático en demanda del Mar Arábigo, y que a la comitiva de la princesa se sumasen también los Polo (según Marco, porque ellos eran experimentados navegantes —cosa en la que, por el contrario, no eran muy duchos los mongoles— y porque podrían asegurar una valiosa protección a la joven). La ruta era mucho más larga que la que se hacía por tierra, y que los dos Polo mayores ya habían recorrido en tres ocasiones, pero dadas las circunstancias debió de parecer la más conveniente.

Comienza, de esa manera, el regreso del gran viaje. Provistos de dos paizas que debían asegurarles la franquía del viaje, y portando una valija diplomática con misivas para los principales monarcas de la cristiandad, los tres Polo, junto con la futura esposa de Argón y demás comitiva, se embarcan en un convoy formado por trece barcos, aprovisionados con vituallas para un viaje de dos años. Después de tres meses de viaje alcanzan Sumatra, y tras otros dieciocho más, bordeando el subcontinente indio, arriban a Persia. Debió de ser un periplo a la vez épico y trágico: de los seiscientos pasajeros inicialmente embarcados, sólo llegaron a su destino dieciocho; pero en el libro, aparte de estos sucintos datos numéricos, nada se dice de las circunstancias que llevaron a tamaño desastre, al que, de todas maneras, nuestros viajeros sobrevivieron.

Al llegar a Persia se encuentran con que el khan Argón, con el que debía desposarse la princesa Kukachin, había muerto (1291). Al trono había subido, irregularmente, su hermano Kaikhatu, que al recibir a la embajada imperial comunica a los Polo su decisión de que la princesa Kukachin, no pudiendo casarse ya con Argón, lo haga con el hijo de éste, Ghazan, que en aquel entonces se hallaba en Jorasán comandando las tropas mongolas que defendían las fronteras de aquel territorio, y que a tal efecto debían acompañarla hasta donde él se hallaba. Y así lo hicieron, para posteriormente regresar a la corte de Kaikhatu, donde descansaron por espacio de nueve meses antes de emprender la segunda parte de su viaje esta vez ya en dirección a Europa. Era el año de 1294.

Desde la corte de Kaikhatu, que probablemente se hallaba en esa época emplazada en la ciudad persa de Tabriz, los tres Polo prosiguen hacia Trebisonda, alcanzan Constantinopla, y pasando por Negroponte (en la isla griega de Eubea) arriban por fin a Venecia. Era el año de 1295, y Marco Polo, que había emprendido su viaje con diecisiete años, regresaba ahora, después de veinticuatro de ausencia, con cuarenta y uno.

La siguiente noticia que tenemos de él, y que procede del comienzo de su libro, nos lo presenta en una cárcel de Génova, en 1298, dictando su libro a un compañero de prisión, el escritor Rustichello da Pisa20. Las circunstancias en las que se desarrollan estos hechos son, por la falta de documentadas y precisas noticias, sumamente confusas. No está claro por qué Marco Polo terminó en prisión, ni cuándo lo hizo, ni cómo es que en tan poco propicio trance y en tan desfavorables condiciones pudo generarse el libro. Moule y Pelliot mantienen la hipótesis de que Marco Polo debió de caer prisionero en algún enfrentamiento entre mercaderes venecianos y genoveses en torno a 1296, aunque generalmente se ha supuesto que tal choque fue concretamente la batalla naval de Curzola, librada en 1298 (fecha que dejaba poco margen para la redacción del libro) en el Adriático entre las armadas veneciana y genovesa y que terminó con la rotunda victoria de ésta.

Las repúblicas de Venecia y Génova mantenían una feroz rivalidad por el control del comercio en el Mediterráneo central y oriental, defendían a sangre y fuego las estratégicas posiciones conquistadas en sus rutas comerciales y pugnaban por abrir otras nuevas. No se trataba propiamente de una oposición ideológica o política, sino simplemente económica. Enfrentamientos militares y rápidos tratados de paz podían sucederse en poco tiempo, con el práctico sentido de las mentalidades comerciales, para restablecer las condiciones anteriores o evitar inútiles penalidades de uno y otro lado. Es muy probable que Marco Polo, aunque se presenta a sí mismo como un presidiario, no estuviera nunca encerrado en una húmeda y oscura mazmorra, cargado de grillos, como en principio se tendría la tentación de imaginarlo, sino, simplemente, sometido a un relativamente cómodo arresto domiciliario21, junto con su ya amigo Rustichello da Pisa. Quizás alojados en una modesta pensión, con restricciones solamente en su libertad de movimientos, Marco Polo pudo dictar sus memorias de viaje a Rustichello en unas condiciones físicas y psíquicas mucho mejores que las que hubiera tenido en una lóbrega mazmorra y bajo el escalofriante régimen carcelario que imaginamos como propio de aquellos tiempos.

Hacia 1299, tras la firma del tratado de paz entre las dos repúblicas marineras, Marco Polo recupera la libertad, abandona la ciudad de Génova y regresa a Venecia. En esa década de los noventa, la familia Polo había adquirido una casa en el barrio de San Giovanni Grisostomo, sin que sepamos en qué medida Marco Polo se vio implicado en la operación. Tenía un patio y una torre, y era conocida con los nombres de Cà Milion, Corte del Milion o Cà Polo. Destruida por un incendio a finales del siglo XVI y destinado el solar a otras edificaciones (el teatro Malibran, concretamente), se perdió toda traza de ella.

Esa denominación de Milion o Milione (en español Millón) merece un comentario. Según R. Gallo, dicha palabra no es sino la deformación del apellido Vilione, que correspondía al anterior propietario de la casa a que acabamos de referirnos. El dominicano Jacopo d’Acqui, su contemporáneo, sostiene que a Marco Polo se le conocía con ese apodo para hacer referencia a una millonaria riqueza (de la que no hay la menor constancia en el caso de nuestro viajero y su familia). Para otros, Milione fue un apodo irónico que sus contemporáneos endosaron a Marco Polo señalando el carácter exagerado e hiperbólico de las referencias que aparecen en su libro a las desmesuradas riquezas de Asia. Otros como L. F. Benedetto, en fin, consideran que ese apelativo es simplemente una forma aferética de Emilione, aumentativo de Emilio, un nombre de pila corriente en la estirpe de los Polo. En todo caso, ese nombre hizo fortuna, porque se aplicó tanto al viajero (Marco Polo detto Milioni, Marcus Paulo Milion), como a su propio libro (Il Milione).

Vuelto a Venecia, Marco Polo se incorporó, como comerciante y prestamista, a las tradicionales y, por volumen, relativamente modestas actividades mercantiles de la familia (al menos en comparación con las de muchas otras familias ricas y poderosas de la ciudad), de las que se siguió ocupando hasta su muerte. Se casó con Renata Badoer, de la que tuvo tres hijas: Fantina, Belella y Moretta. Su libro alcanzó una rápida y amplia difusión entre sus contemporáneos y fue prontamente objeto de varias traducciones a distintas lenguas, aun en vida del autor, caso más bien inusual en la Edad Media. Ello no le valió ningún tipo de reconocimiento oficial por parte de su ciudad, Venecia, ni supuso un salto a la vida pública por parte de su autor, del que, en esta fase de su vida, seguimos teniendo escasa documentación, referida exclusivamente a problemas judiciales y litigios —incluso contra algún pariente— relacionados con el comercio o con sus propiedades. No consta, tampoco, reconocimiento alguno por parte del papado en torno a las presuntas actividades de relación y conexión de los Polo entre la sede vaticana y el poder mongol.

Murió, con sesenta y nueve años, en 1324. Su testamento, por el que concedía la libertad a su esclavo mongol Pedro, y transmitía sus haberes a su esposa e hijas, no menciona propiedades especialmente relevantes. Un inventario redactado en la época de su muerte recoge una lista de unos doscientos objetos que dan testimonio de su relación con tierras asiáticas: desde un saco de ruibarbo hasta una paiza de oro, pasando por sedas y tejidos orientales, un rosario budista o un turbante adornado con hilos de oro y perlas.

4. EL LIBRO
a) Qué es el libro de Marco Polo

A diferencia de lo que había ocurrido con las relaciones de viaje de los franciscanos Pian del Carpine y Rubruck, el libro de Marco Polo alcanzó una rápida y extensa difusión entre sus contemporáneos, muchos de los cuales, en esa fase temprana de conocimiento de la obra, la leían más como un compendio de maravillas o un montaje de ficciones que como una descripción basada en hechos reales. Había tres razones principales que justificaban este hecho: por un lado, la imposibilidad por parte de los lectores de operar un anclaje geográfico preciso con respecto a los espacios y topónimos mencionados; todos aquellos exóticos nombres remitían a un espacio tan indefinido como el de una nebulosa cuyos cuerpos celestes no se saben colocar en unas coordenadas mínimamente familiares; en segundo lugar, porque muchas de las cosas referidas o descritas por Marco Polo —oceánicos ejércitos, inmensos y maravillosos palacios, ciudades con miles de preciosos puentes, raras costumbres conyugales, árboles extraordinarios, riquezas inimaginables, animales espantosos, tipos y usos humanos nunca vistos ni imaginados— eran demasiado sorprendentes incluso para que la más calenturienta mente medieval pudiese aceptarlos como pertenecientes al mundo de la realidad. Última razón, el entusiasmo narrativo de Marco Polo, con su tendencia a subrayar la excepcionalidad de cada cosa que le llama la atención —que es siempre la mejor o más grande del mundo (aunque esto es, en su estilo, una mera formulación retórica del superlativo: si una cosa es muy buena, aparece descrita como «la mejor del mundo»)—, a considerar grande lo que en ocasiones no podía ser sino modesto, y a hinchar cifras y números.

Pero a medida que la geografía y la realidad asiática, y sobre todo la china, iba siendo conocida en Europa, el relato de Marco Polo, aun con sus errores y exageraciones, se iba demostrando como más conforme con la realidad observable. Y aún hoy, con el detallado conocimiento que se tiene de la superficie terrestre y la precisión de la cartografía moderna, sorprende que para algunas regiones remotas que se han mantenido prácticamente vírgenes desde la época en la que las visitó Polo, su descripción siga siendo fundamentalmente válida. Es lo que constató, por ejemplo, una misión internacional que en 2003 exploró el corredor de Wakhan, en Afganistán, y en cuyo informe se lee, en relación con lo que Marco Polo escribió al respecto, que «it was interesting to compare these observations made almost 730 years ago by the famous Venetian merchant adventurer, with the present. In certain respects it could act as a passable guide to the Wakhan and Pamir for today»22.

Pero no tuvo que esperar hasta tan tarde el libro de Marco Polo para que su veridicidad se fuese acreditando. Ya a mediados del siglo XIV sus informaciones empiezan a reflejarse en la cartografía de la época, que incluye en sus representaciones el territorio de China y el hasta entonces completamente desconocido Japón o Cipango. Y no hay duda de que la relación de Marco Polo fue la principal inspiradora de las metas que habían de perseguir los grandes navegantes europeos de finales del XV: Cristóbal Colón23, que en 1492 descubrió América cuando en realidad buscaba el Catay y el Cipango de Marco Polo, y Vasco de Gama, que dobló el cabo de Buena Esperanza y alcanzó las costas indias de Malabar, también citadas por nuestro viajero, en 1498. Se puede, pues, concordar plenamente con John Larner cuando asevera que el libro de Marco Polo tuvo una importancia determinante en la expansión ultramarina de Europa y que fue, en su momento, el más importante estímulo intelectual para que el viejo continente se lanzara a la conquista del orbe. No se puede sino concordar con este autor cuando sostiene que «for what is most important about Marco Polo is not that he visited the Far East; many merchants and missionaries of the latter Middle Ages did that. It is that, in writing about what he had found there, he produced one of the most influential books of the Middle Ages»24.

Si esto fue así, como sin duda lo fue, no estará de más que analicemos, aunque sea sumariamente, cuáles son las características fundamentales del libro desde el punto de vista de su contenido.

b) El planteamiento

Hay, para empezar, una primera parte bien delimitada, que en el libro se define como el «prólogo al libro de Marco Polo» y que comprende, pasando por los prolegómenos retóricos de rigor y los intentos de operar la captatio benevolentiae del lector, el primer viaje de Niccolò y Matteo, respectivamente padre y tío de Marco Polo, hasta la sede del Gran Khan en Karakorum y, a continuación, el segundo y más largo, en el que también participaba el joven Marco (capítulos 1-18). Es un relato sucinto y preciso en el que no hay tiempo para digresiones y descripciones, sino sólo para situar a los personajes en ese mundo que luego se va a describir. Aunque ordinariamente se tiende a considerar la relación de Marco Polo como uno de los prototipos máximos y universales del libro de viajes, en rigor sólo esta primera y corta parte responde a la tipología de tal tipo de literatura, y aún así, en manera muy restrictiva. No sabemos qué medios de transporte utilizaban en ámbito terrestre (probablemente, caballos y asnos en territorio persa, y camellos en el resto del camino), cómo se alimentaban, dónde se alojaban para dormir, qué sistemas de orientación utilizaban, qué relación iban manteniendo con el territorio y con sus habitantes, cuáles eran sus reacciones ante aquel nuevo mundo que iban descubriendo, en qué consistían los pocos placeres y las muchas incomodidades de su viaje... Sabemos sólo de las grandes etapas, las llegadas a tal o cual lugar, los encuentros con éste u otro personaje: demasiado poco para un libro de viajes tal como ahora lo entendemos. Decir que «hubieron de cabalgar durante tres años, por las dificultades que les imponían el mal tiempo y las crecidas de los ríos» es, realmente, manifestar demasiado poco para describir un viaje de esa envergadura y duración. Pero es que, en el plan narrativo de Marco Polo, esta primera parte era sólo un andamiaje logístico: las digresiones y descripciones ya vendrían más adelante, aunque aparecieran desgajadas de un concreto contexto viajero.

Esa primera parte contiene, de todas maneras, las coordenadas cronológicas y factuales en las que se enmarca el nacimiento del libro. Se nos dice, en primer lugar, que se trata de una relación verdadera, fruto de la observación directa de las cosas, u ocasionalmente, en su defecto, de informaciones «de oídas» procedentes de fuentes seguras. Y se hace constar que el autor material de la redacción del libro, realizada en 1298, fue Rustichello da Pisa, que la elaboró cuando él y Marco Polo compartían prisión en Génova. Rustichello era un escritor de segunda fila, originario de Pisa y que había transcurrido largos años en Francia; buen conocedor de la materia caballeresca de la Tabla Redonda es autor, en ese ámbito literario, de un par de obras, de las que la más conocida es su Meliadus, escritas en franco-italiano, una lengua mixta usada en aquella época y en la que también fue redactada la versión original del libro de Marco Polo. Éste es un dato que conviene retener, porque sobre él habremos de volver más adelante: aun siendo Marco Polo veneciano, su libro no se redactó en italiano o toscano, y ni siquiera en dialecto veneciano, sino en un francés cuajado de italianismos que hoy conocemos con el nombre de franco-italiano. Rustichello es el responsable no sólo de la vestimenta lingüística original de la relación de Marco Polo, sino también de ciertos vuelos retóricos que recuerdan los módulos expresivos caballerescos, como la invocación inicial («Señores emperadores, reyes, gobernantes y demás gentes que deseáis tener noticia de los distintos pueblos y las variadas regiones del mundo...») o las maquinosas e hiperbólicas descripciones de las batallas. Y es en buena parte responsable, sin duda, de la dispositio del material narrativo incluido.

c) ¿Un libro de viajes?

A partir del capítulo 19 el libro ya entra en el terreno de la pura descripción del mundo asiático. Como apuntábamos antes, y contrariamente a lo que puede parecer a simple vista, no se trata de un libro de viajes. En ese género de literatura, al menos en su forma prototípica, suele aparecer muy en primer plano un viajero que va desgranando de forma progresiva y ordenada las circunstancias de su itinerario por un territorio que simultáneamente va siendo descrito en todos los detalles que llaman su atención y le interesan, así como las personales reacciones y sensaciones que aquellos suscitan en él. No es eso lo que ocurre en el libro de Marco Polo. A lo largo del texto son contadas las referencias que se hacen a los tres viajeros (Marco Polo, su padre y su tío) y cuando aquellas aparecen tienen la función preferencial de adjuntar un simple testimonio de autenticidad a lo que se dice. No aparecen, pues, las circunstancias personales del itinerario, elemento este que parece indispensable en un típico libro de viajes.

Por otra parte, tampoco hay en el libro un itinerario lineal y progresivo. Aunque se van facilitando las distancias entre un lugar y otro, medidas en jornadas o en millas, los trayectos son a veces discontinuos: en ocasiones se llega a una ciudad o territorio y la siguiente salida tiene lugar desde otro; o bien, desde un lugar, se hace un excursus para describir otros por los que no se ha pasado. Como señala Larner, se trata más bien de la descripción de una «serie de rutas»25 que la de un itinerario continuo. Se explica, pues, que la mayoría de los comentaristas modernos advierta de la imposibilidad de seguir materialmente las huellas de Marco Polo más allá de Persia obedeciendo a la literalidad del texto: hay demasiados espacios blancos y demasiados y muy bruscos cambios de dirección como para que ello sea factible.

Marco Polo, decíamos, procedía de una familia de comerciantes, y dada la atención que presta en su relación a los bienes y mercancías producidos y comercializados en cada lugar, así como a los precios de los mismos, podría pensarse —y en efecto, así lo han hecho algunos estudiosos— que con su libro pretendió elaborar un tratado de mercancías, un manual de comercio medieval. Pero en comparación con los típicos tratados de ese tipo, en la obra de Marco Polo hay demasiadas cosas que sobran y excesivas cosas que faltan; para ser una guía mercantil, se presta demasiada atención a asuntos como la religión o las costumbres incluso conyugales de los distintos pueblos, o a la flora y fauna no comercializables de las regiones visitadas, y se ignoran productos (el té, la imprenta) o características de mercado (modalidad de las transacciones, problemas y características de contratación, fórmulas para la exportación) que inexcusablemente deberían estar presentes en un libro de ese tipo.

Tampoco es un libro de aventuras. Para que así sea, lo primero que tiene que haber en él es una figura de aventurero permanentemente presente que aglutine en torno a sí, en medio de un torbellino de acción, la materia narrada. Y ya advertimos anteriormente que a lo largo del relato la figura de Marco Polo apenas emerge con individualidad propia, y cuando lo hace es, aparte de para señalar su carácter de testigo directo de algunas circunstancias, para liquidar en un par de frases el posible y atractivo guión de una aventura: su convalecencia durante un año en las alturas del Pamir, según Ramusio, y que Polo ni siquiera cita; su encuentro con los bandidos caraunas en medio de una tormenta de arena; su supuesta participación en el bombardeo mediante catapultas de la ciudad de Xiangyang; el incómodo atrincheramiento en la costa de Sumatra por temor a los indígenas; el azaroso retorno marítimo en medio de hecatombes que diezmaron a los viajeros hasta límites inverosímiles... Nada de eso aparece mínimamente explotado para configurar un relato de aventuras: se trata simplemente, para Marco Polo, de puros hechos puntuales que no merecen mayor reflexión ni comentario, meros e insignificantes incidentes cuyo relato no debía interrumpir el tejido descriptivo de aquel nuevo mundo que iba apareciendo ante sus ojos.

Habremos de concluir al respecto que el libro de Marco Polo es principalmente una descripción geográfica y etnográfica de Asia26, lo cual, dada la zona descrita y el tiempo en que se realizó, no es, en absoluto, asunto de poca monta. El lector medio moderno, a menudo acostumbrado a viajar con facilidad y comodidad a continentes distintos del suyo, generalmente después de haberse informado con mayor o menor precisión sobre las características del mismo gracias a las detalladas guías disponibles en el mercado, encontrará quizás extrañamente familiar este texto: en ciertos momentos, y no sin razón, le parecerá que está leyendo, sit venia verbo, una guía turística. Pero esto no disminuye en absoluto, como indicábamos antes, el valor y la importancia histórica del libro. Y para comprobarlo será bueno que demos un sucinto vistazo a lo que en sus páginas relata.

d) El esquema descriptivo

El desarrollo temático de la descripción de Marco Polo se hace evidente con sólo leer, incluso al azar, unos pocos de los breves capítulos que configuran su obra. Se tiene la inmediata impresión de que, al describir una nueva ciudad o un nuevo territorio, se aplica una misma plantilla sobre la que se operan, si la ocasión lo merece, las oportunas amplificaciones. Y, cuando el caso lo exige, la narración se detiene para dar paso a las digresiones correspondientes, que pueden reflejar un amplio abanico temático (el relato de un milagro relacionado con el lugar, la minuciosa y épica descripción de una batalla, la relación de las costumbres de la corte imperial, la amplia referencia a un personaje importante, la sorprendida visión de una costumbre o uso llamativos, la curiosa o espantada mirada hacia un fenómeno natural o un animal o planta nunca vistos hasta entonces...). Son esas cortas amplificaciones y esas largas digresiones las que dan sustancia al libro y las que lo redimen del inicial esquematismo aprehensivo.

En ese sentido, el libro es producto de un, aunque repetitivo, férreo y lógico procedimiento de descripción que busca, con su sistematicidad y monotonía, dar una coherencia a las partes y, con ellas, al todo. Desde la lectura actual, tiene algo de primitivo pero fascinantemente científico esa aparentemente ingenua parrilla clasificadora y descriptiva que Marco Polo va colocando sobre cada ciudad que describe, como si ello fuera efecto de ir rellenando, una a una, las casillas vacías de unos hipotéticos (aunque sin duda, en su mente, muy reales) formularios trazados en su aún más hipotético bloc de notas27. Cuánto de ello puede ser debido al orden mental de Marco Polo y cuánto a las imposiciones lógico-retóricas del transcriptor Rustichello durante el proceso de redacción del libro, es cuestión que escapa a nuestras posibilidades de discernimiento.