Lloverá tierra seca sobre Annual - Santiago Díaz Morlán - E-Book

Lloverá tierra seca sobre Annual E-Book

Santiago Díaz Morlán

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Beschreibung

Annual, verano de 1921. Un lugar y una fecha grabados a fuego en la memoria de España. El comienzo de uno de los mayores desastres militares de la historia de nuestro país. El germen de muchos males que aún hoy conforman el imaginario colectivo. Desenlace trágico de una aventura colonial plagada de irresponsabilidad, desidia y corrupción, pero también de ejemplos de heroísmo, entrega y sacrificio. Ángel, el humilde soldado castellano que abandona su Soria natal por primera vez. Manuel, el escéptico militar, expolicía desubicado, encargado de una investigación ministerial. Diego, oficial soñador y enamorado que trata de cumplir su deber desde la valentía y el honor. Las vidas de los tres protagonistas, de orígenes todos ellos tan diferentes, transcurren separadas en un escenario bélico que acabará finalmente envolviéndolos y conduciendo sus caminos hacia un final en el que la tragedia vivida dejará en ellos una huella imborrable.

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Primera edición: septiembre de 2023

Copyright © 2023 Santiago Díaz Morlán

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-65-9

BIC: FV

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

ÍNDICE

Dramatis personae

Prólogo

1

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4

5

6

7

8

9

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12

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Epílogo

Apuntes y nota bibliográfica

Contenido especial

A mi hijo, por su lucha.

A mi madre, por todo.

A Nacho Redondo.

In memoriam.

«No intentábamos adquisiciones territoriales, ni anexiones de pueblos tan agrios y movedizos… Y ahora se nos propone un Protectorado… Estamos nosotros sanos del ansia de ejercer protección y faltos de medios para intentarlo».

Antonio Maura (extraído de una carta a José Canalejas de 13 de septiembre de 1911)

Dramatis personae

Personajes de ficción

Ángel Eslava: Soldado de 1ª. Regimiento de San Fernando.

Manuel Altamira: Teniente de Intendencia. Expolicía.

Diego Olarte: Capitán de Infantería. Regimiento Ceriñola.

Francisco García Paredes: Capitán de Infantería. Regimiento Ceriñola.

Ben Mizzar: Soldado de Regulares.

Francisco Millán: Capitán de Intendencia.

Dolores (Lola): Viuda de oficial. Confidente.

José Manuel Varela: Sargento de Infantería. Regimiento Ceriñola.

Remigio (el Remi): Soldado de Infantería. 2ª Compañía, Primer Batallón del Regimiento Ceriñola.

Andrés Regalt (Andreu): Soldado de Infantería. 2ª Compañía, Primer Batallón del Regimiento Ceriñola.

Aguado: Teniente de la Policía indígena.

García de Salazar: Capitán médico.

Arsenio López: Cabo asignado al Regimiento Alcántara.

Personajes históricos

Antonio Medina de Castro: Teniente de Artillería.

José Escribano Aguado: Capitán de Infantería.

Manuel Fernández Silvestre: General. Comandante general de Melilla.

Dámaso Berenguer Fusté: General. Alto comisario del Protectorado de Marruecos.

Gabriel Morales y Mendigutia: Coronel de infantería. Jefe de la Policía indígena.

Julio Benítez Benítez: Comandante de Infantería.

Joaquín Cebollino von Lindeman: Capitán de Caballería.

Ernesto Nougués Barrera: Teniente de Artillería.

Francisco Manella Corrales: Coronel de caballería. Jefe del Regimiento Alcántara.

Felipe Navarro y Ceballos-Escalera: General de Caballería.

Joaquín Pérez Valdivia: Capitán de Artillería. Al mando de la batería de Izzumar.

Fernando Primo de Rivera y Orbaneja: Teniente coronel de caballería.

Antonio Tavira: Soldado de Infantería.

Darío Fernández Raigada: Alférez de Infantería.

Antonio Márquez Tellechea: Teniente de Infantería.

Félix Luis Arenas Gaspar: Capitán de Ingenieros.

Prólogo

Estamos solos

Posición Intermedia A, 22 de julio de 1921

Amanece sobre Peña Tahuarda y las primeras luces que recortan la crestería sobre la que se asienta anuncian ya la crueldad de un nuevo e inmisericorde día de fuego abrasador sobre la áspera tierra del Rif.

Amanece y los rayos del sol que nace colorean de un ocre refulgente aquel desordenado montón de rocas, aquella cumbre sobre la que, como un centinela desafiante, se asienta la posición denominada con frialdad militar «Intermedia A».

Amanece y regresa con la mañana la pesada monotonía de un silencio que va a ser roto en breve por el cornetín que anunciará, un día más, que en aquel lugar desolado hay hombres que en nombre de España ofrecen sus días entre el tedio, la incuria y el ansia por un relevo que siempre se antoja demasiado lejano.

La posición es una más de las que, al modo de una antigua y obsoleta forma de hacer la guerra, se encaraman en alturas distantes, aisladas, vigilantes de un terreno que solamente dominan hasta donde alcanzan sus armas. En concreto, Intermedia A es la primera que jalona la cadena montañosa que amuralla una llanura extensa sobre la que en ese sector discurre la pista que une, en largo camino que comienza en Melilla, las bases de Dar Drius, al sur, y Ben Tieb, al norte de la planicie. Esta última es la base de aprovisionamiento del gran campamento general del Ejército español en Annual, ubicada hacia el noroeste, al otro lado de la gran masa pétrea de Izzumar y punta de lanza del avance español en dirección hacia la bahía de Alhucemas, el corazón del Rif. Intermedia A se alza a la altura de la citada Ben Tieb, y en dirección norte y a lo largo de las diferentes elevaciones que dominan el llano, como pequeños reductos apenas visibles, se ubican la de Yebel Uddia, a apenas kilómetro y medio, Intermedia B, y ya junto a los inaccesibles roquedales de Izzumar, controlando su paso, Intermedia C. En todas ellas la vida transcurre monótona y vigilante para un puñado de soldados que precisan ser abastecidos de todo para vivir y así, con su presencia, mostrar al rifeño, rebelde y hosco, que España avanza incontenible por sus tierras. Un avance prematuro e inconsciente, temerario, como el propio general Silvestre, orgulloso de exhibir un poderío militar que reivindica antiguas glorias.

Pero nada de eso le importa hoy a Ángel Eslava Gallardo, soldado de primera encuadrado en una de las dos secciones de la 3ª Compañía del Tercer Batallón del Regimiento de San Fernando destacadas en aquella posición. Acompañan a los infantes en su vigilia dos ametralladoras y una batería de artillería con dos pequeñas piezas Schneider de montaña a cargo de un joven teniente. Poca cosa, como también lo son cada una de las endebles fortificaciones que a toda prisa decidió ubicar en aquellas cumbres el mando, con la tarea de proteger su avance hacia el noroeste, desde su flanco izquierdo.

Oriundo de la provincia de Soria, a Ángel Eslava no le importan hoy ni las razones de la guerra, ni la táctica, ni el calor, al que está acostumbrado, ni la aspereza de un terreno que por otra parte le resulta familiar. Él proviene de Rello, un podio de piedra que se eleva desafiante sobre el horizonte, como la peña en la que ahora transcurren sus días. Un lugar aislado a medio camino entre Berlanga de Duero y Medinaceli, y sabe bien lo que es la soledad y dureza de un campo poco generoso. Más alto que bajo para la media de sus paisanos, Ángel mira desde unos ojos desde los cuales la dulzura de su tonalidad parda contrasta con un cuerpo recio, como de niño grande, porque los contornos de su rostro son suaves y limpios, no castigados aún por una barba que apenas pugna por crecer tímidamente. El tosco uniforme verde caqui reglamentario no le queda holgado y los correajes de cuero ya decolorado que viste con cierto desaliño le dan un aire desangelado que, no obstante, se asemeja y mimetiza con el del resto de la tropa allí destacada.

Hoy solamente le interesa abrir cuanto antes el sobre que con un guiño cómplice le ha entregado Paco, el soldado que reparte el correo desde Dar Drius. Una vez por semana Francisco Gómez asciende en mulo por el tortuoso sendero que salva la empinada pendiente de Peña Tahuarda desde un recodo del camino que comunica con Ben Tieb. Ángel lleva esperando noticias de sus padres desde hace más de un mes. Sentado a la entrada de la tienda cónica en la que convive con sus compañeros de milicia, manosea el sobre. En él, escrito con letra de grafía impecable, puede leer su nombre, el de su regimiento, su batallón y su compañía, la tercera. Porque Ángel Eslava sabe leer. Y escribir. Le enseñó don Julián, el párroco del pueblo, apiadado de él por haber tenido que dejar la escuela tan pronto. Fue obligado por las circunstancias a pastorear las escasas ovejas que, menguando número cada año, fueron compañeras de largas caminatas al cabo de las cuales aún tenía fuerzas para asistir, embelesado, al resultado mágico que proponían las letras ordenadas sobre la pizarra del sacerdote. «Un pastor ilustrado», solía decirle don Julián mientras sonreía. Y el caso es que en su sección él es de los pocos que lee con fluidez y escribe con soltura, lo cual lo convierte en alguien popular. Ha aprendido a sacar beneficio de sus conocimientos y sabe transmitir en cada carta que le encargan los sentimientos que aquellos hombres intentan compartir con sus allegados, las preguntas cuya respuesta más anhelan, sus deseos, el amor formal, el respeto, el miedo, la angustia y la esperanza. Tiene la carta entre sus dedos. Sabe que la mano que ha escrito su nombre es la de don Julián, pero las palabras son las de sus padres. De eso está seguro.

—¿Carta de la novia, Ángel? —La voz del teniente de artillería Antonio Medina le sobresalta. Prueba torpemente a ponerse en pie y saludar, pero el oficial lo detiene con un ademán.

—¡A la orden, mi teniente! —Ángel, pese a todo, consigue incorporarse y balbuce, tímido mientras saluda—. No, mi teniente; no tengo novia. Aún no. —Baja la mirada, como avergonzado—. Es de mis padres, ¿sabe usted? Mis padres… —Se queda pensativo mirándose la punta de sus alpargatas reglamentarias, raídas ya por tanta tierra marroquí bajo sus suelas.

El oficial es muy joven, y lo escucha atento. Probablemente sabe lo que se siente. Hay un rayo de bondad en su mirada. A Ángel le cae bien. Siempre le pregunta, se interesa por él, sabe su nombre. Trata a todos en la posición con respeto, y es correspondido. Delgado, animoso, sonriente, es otro castellano —de Valladolid— que parece adaptarse a cualquier situación, por dura que parezca. De vez en cuando, al quitarse la gorra, no puede evitar un gesto de inútil coquetería al atusarse los escasos mechones de un pelo rubio que ya ralea. Se muestra feliz, y contagia su alegría. Durante unos segundos lo observa antes de contestar.

—¿Sabes, Ángel? Es bueno estar enamorado. Cuando vuelvas a España tienes que encontrar a una mujer que te quiera. No hay cosa igual —termina, asiente para sí y, sin dejar de sonreír, devuelve el saludo a su subordinado y se da la vuelta en dirección a la tienda del capitán que comanda la posición.

Ángel le mira alejarse mientras con la mano libre del protocolo militar casi arruga la carta que se dispone a leer. Él ya sabe que el teniente tiene quien lo espere. Lo sabe porque en ocasiones le ve escribir, sentado en soledad sobre una pequeña roca junto al parapeto, ese minúsculo cercado de piedras que los de Ingenieros construyeron a toda prisa, culminadas sus escasas alturas con unos cuantos sacos terreros medio podridos. Lo ve y siente, al contemplarlo furtivamente, una secreta envidia por la felicidad que transmite. Allí, en aquel lugar olvidado, el oficial hilvana palabras de amor bajo las estrellas, y Ángel se imagina a sí mismo garabateando sus sentimientos en unas cuartillas que contengan todo lo que él querría entregar de su pasión tosca y sencilla para quien quisiera recibirlo. Suena entre tanto el cornetín, porque corneta como Dios manda no hay en aquella roca. Perpetra más que toca una desabrida diana que hace callar a las chicharras que, madrugadoras, ya anuncian con sus cantos el calor que un día más asfixiará a los hombres. Éstos se desperezan, poco a poco, bajo la tutela de una bandera que gualdrapea sobre ellos con la leve brisa de las cumbres y en la que se decolora ya el ajado escudo ovalado de la monarquía española.

La luz ya ciega con su claridad a cuantos salen de la penumbra de sus tiendas cónicas, dispuestos a acometer, tras un frugal bocado, los servicios asignados. Son ochenta y cinco hombres los que comienzan su afán, y Ángel, entre ellos, se encamina a recoger su máuser reglamentario. Apenas lo ha disparado en un par de ocasiones, pero sabe que allí, en África, el fusil lo es todo. Aunque para eso, para combatir, ya están los regulares; y la Policía indígena, los profesionales nativos al servicio de España en Marruecos. Para disparar por ellos. Y si disparar es importante para nuestros moros —piensa—, también para los que están enfrente cuando los observan adustos, armados, los jefes de sus tribus, las cabilas, haciendo improbables protestas de sumisión al poder peninsular. Mientras tanto, los soldados avanzan por aquellas tierras quemadas, dejando que las tropas de choque indígenas les abran el paso en los puestos de peligro, para evitar bajas europeas. Ángel sabe todo eso porque lo ha visto con sus propios ojos. Lo agradece, pero también ha captado la mirada de desprecio en el rifeño cuando contempla a aquellos soldados que nunca disparan. Por ello, mientras se cuelga el arma del hombro, piensa que, por si acaso, disparar también debe ser importante para él. Nunca se sabe. Y piensa con razón. Ajustada su gorra —ese tocado absurdo que le hace sudar en su redondez de basta tela azul sin visera, con sus dos líneas rojas paralelas—, se cruza con los once artilleros que se dirigen mecánicamente hacia sus dos piezas, ubicadas en pequeñas aberturas del parapeto, a la espera de un servicio de vigilancia rutinaria, casi olvidados ya los ecos de unos disparos lejanos que provenían del sudoeste de Annual y que ayer mismo perturbaron el silencio pétreo de aquel paraje. Apuntan a la nada, hacia un frente inhóspito de rocas desnudas del que solamente los separan dos hileras de alambradas ubicadas demasiado cerca del pequeño murete que los cobija a todos.

Ajeno al trajín que de repente ha removido la calma del amanecer, se decide por fin a abrir la carta. No entra de guardia en el parapeto hasta dentro de una hora, y por ello, alejado en la medida que puede hacerlo en un reducto tan pequeño, se sienta sobre una caja de munición semivacía, apoya el fusil entre sus piernas y rasga con un dedo el sobre. Sus manos tiemblan. Es la letra de don Julián, pero también son sus palabras.

«Hijo mío, Ángel:

Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud y Dios Nuestro Señor haya preservado tu vida, el don más preciado que Él nos regala. Ese don que Él ha querido darte pero que ha pasado a ser el de la vida eterna para tu madre. Nada pudo hacerse ante su enfermedad, que llegó tan pronto y se fue tan rápido tras consumar su desgraciada labor en ella. Ten por seguro que Dios la tendrá ya en su seno. Murió dentro de la Iglesia, donde ella siempre había vivido conforme a sus enseñanzas, y sus últimas palabras fueron para ti, lo cual demuestra lo mucho que te quería. Tu padre me dice que te cuides y tu hermana reza todos los días por ti, como yo también lo hago. Debes ser fuerte, Ángel. Mantén viva tu Fe y Él te ayudará a regresar sano y salvo.

En Rello, Soria, a veinte de junio de 1921».

Lee una y otra vez la carta mientras siente que el mundo detiene su marcha. Percibe sobre sí, de repente, todo el vacío de la pérdida, súbitamente, sorpresivamente, casi a traición, y sus dedos aferran el papel arrugado, mensajero de muerte, mientras aquellos ojos que intentan recordar el tacto suave de una mano que acaricia su mejilla en la despedida de una vieja estación de tren se humedecen incontenibles.

No puede ver, no escucha la orden del sargento llamando a formar para dar novedades al capitán. «Sin novedad, mi capitán», dirá el teniente Medina, que hoy ha estado de guardia. Y el capitán José Escribano Aguado asentirá con ese gesto serio de hombre adusto y recio. Tiene que rescatarlo de su ausencia Feliciano, Feli, camarada de compañía y sección desde que se encontraron tras aquella llegada casi en barbecho al muelle de Melilla, tras la travesía desde Málaga, manta cruzada, pequeño hatillo, boina calada, pana tosca por pantalones, cuerda por cinturón y vieja camisa de domingo.

—Ángel, ¿te encuentras bien? ¡Anda, venga! ¡Levántate, hombre! —Lo agarra por los hombros mientras sigue preguntándole—: ¿Pero qué te pasa, compañero?

Ángel se levanta como un autómata, como un muerto en vida que mira sin ver y se deja conducir dócilmente mientras mantiene aferrada entre sus manos la carta que acaba de trasladarlo a un mundo de ausencias que en aquel lugar se hacen más profundas y sórdidas.

Ya forman los hombres, torpemente, desperezándose, fusil pegado a la pierna derecha mientras miran al frente, observados por los oficiales que esperan novedades, mientras otros se dirigen a su servicio en el parapeto. Y es como siempre, al menos como los días que lleva allí destinado. El sargento termina el recuento y da novedades al teniente, quien, a su vez, las traslada al capitán, que asiente y devuelve el saludo. «Sin novedad, mi capitán», ha dicho, efectivamente, el teniente Medina, y el oficial superior, comandante del puesto, le ordena que rompan filas mientras Ángel acude a su puesto en el flanco oeste del recinto, acompañado por Feli, que lo mira de reojo, preocupado.

Ángel se acerca al parapeto y se instala, arrodillado tras una pequeña aspillera toscamente construida con algunos de los cantos que, precisamente aquí, en esta peña desnuda, no faltan. Introduce el máuser por la abertura y fija su vista en el horizonte enmarcado por las lejanas peñas envueltas en bruma. Allí a lo lejos dijo el capitán que en días claros podía distinguirse la cumbre de Abarrán, en dirección a la anhelada Alhucemas, lugar del primer revés de aquel ejército que su general, Manuel Fernández Silvestre, creía amparado por una buena estrella, la misma que alardeaba de tener personalmente. A él en estos momentos tampoco le importa aquella montaña lejana. No le interesa recordar lo que le contaron que sucedió aquel primero de junio: aquella decisión de penetrar más allá del campamento general, hacia el oeste, desafiando a las tribus insumisas en terreno de la dubitativa cabila de Tensaman. Después, la instalación defensiva precipitada e insuficiente, los primeros disparos nada más abandonar el convoy la montaña que acababan de coronar y en la que habían instalado una endeble posición —una más—. Finalmente, la defección de la Policía indígena allí destacada, disparando a los artilleros españoles a traición, el asalto, la muerte de los oficiales, la pérdida de los cañones insensatamente posicionados en aquella cumbre y, con tal pérdida, el trofeo de guerra de aquellas bocas que escupen fuego, metralla y muerte y que por primera vez los jefes rifeños pasean por los zocos como banderín de enganche de combatientes para formar el harka, llamando a la guerra santa contra el infiel, infiel que ante ellos adoptaba la forma de aquellos españoles que —lo habían comprobado— morían bajo sus balas como cualquier otro. Es el primer aviso de lo que está por venir. Pero nadie hace caso de aquella pérdida. Y Ángel con ellos tampoco. Le impresionó el relato, pero ahora todo le queda lejos, absorto en sus recuerdos de besos, abrazos y sacrificios. Ay, madre, piensa, pero ahora contiene las lágrimas, la vista perdida en aquella mañana que para él ha comenzado con funestos presagios. No llorará más. Eso se ha propuesto. De nada sirve y nada le aporta. Y así, desde aquella triste calma recién recuperada, se dispone a cumplir, como siempre, su servicio.

Avanza la mañana sobre Intermedia A, y hace ya tiempo que, tras clarear el día, la brisa del amanecer no agita los escasos arbustos que crecen junto a las alambradas y ya no se exhibe libre la bandera, que ahora cuelga sobre su rudimentario mástil, abatida, sin vida. Son las once y el teniente Antonio Márquez Tellechea, al mando de los nueve hombres que atienden la sección de ametralladoras destacada en la posición, se incorpora. Ha terminado, como breve almuerzo, con desgana y casi asco, una de las omnipresentes latas de sardinas que últimamente se han convertido, ante la escasez de leña para encender fuego en el que cocinar algún potaje caliente, en el habitual régimen alimenticio de aquel reducto. El capitán, juiciosamente, ha prohibido utilizar para ello las estacas que mantienen en pie la alambrada. Tampoco hay apenas agua —están a la espera del nuevo suministro que debía llegar hoy mismo— con la que se pueda no sólo beber, sino también guisar algún rancho caliente. Mascullando una maldición que sus hombres fingen no escuchar, saca sus prismáticos de la funda y mira de forma rutinaria en dirección norte, hacia Izzumar. Allí, asentada en las alturas de aquella muralla hendida por barrancos que es la estrecha puerta que comunica Annual con su base de aprovisionamiento de Ben Tieb, se encuentra ubicada, protegiendo el paso, una pequeña guarnición formada por una batería de cuatro piezas Saint Chammond de 7,5 al mando del capitán Joaquín Pérez Valdivia —¿o estaba al fin en ella el comandante Martínez Vives?—. Al menos así debería ser. El teniente Márquez aparta de sus ojos los prismáticos y trata de ver por sí mismo, como si el esfuerzo pudiera ofrecerle otra respuesta diferente de lo que está contemplando. Se ayuda de nuevo de la óptica y durante unos segundos mira absorto. Los soldados a su cargo, que habían comenzado a limpiar en aburrida rutina y como todas las mañanas las dos viejas ametralladoras Colt, cesan en su tarea. Detectan que ocurre algo anormal. Algunos se incorporan, otros se encaraman al parapeto hasta que la mirada furiosa del oficial les hace volver a su puesto. Márquez no dice ni palabra, y cuando se da la vuelta para avisar al capitán, los hombres comienzan a ver en la lejanía pequeñas nubes de polvo rojizo que se elevan, discontinuas, por entre la barrancada que serpentea a los pies de unos cañones que permanecen mudos.

El capitán Escribano acude al flanco norte de la posición, acompañado por el alférez Darío Fernández Raigada y el teniente Medina. La oficialidad al completo escruta el horizonte mientras la tropa aguarda expectante. La actividad cesa en Intermedia A mientras, cada vez más claramente audibles, el eco de las paredes de aquellas montañas inhóspitas les hace llegar el crepitar de disparos.

—¡Ese hijo de puta! —Escribano no oculta su indignación. Su voz grave alcanza todos los rincones de la posición y pone en alerta a los soldados. Saben que su capitán es hombre adusto, pero su autoridad reside precisamente en su contenida gravedad. Jamás lo han visto así. Veterano de las campañas de 1909 en el Gurugú y los campos de Nador, es de los que mandan con la mirada, sin necesidad de explicar las cosas, que se hacen porque deben hacerse. Porque así está hecho el orden. Y sus hombres no discuten ni remolonean. Obedecen.

—¡Ese hijo de puta! —repite—. Ese cabrón malnacido de Pérez ha abandonado sus cañones. Se ven allí, los cuatro. ¡Nadie sirviéndolos! —Apunta con su mano derecha hacia Izzumar mientras Márquez y Medina de Castro orientan en la dirección señalada sus prismáticos; el alférez Fernández Raigada, sin ellos, intenta atisbar algo tras sus gafas de miope.

—No lo comprendo. ¿Qué está pasando, mi capitán? —pregunta Márquez, aún incrédulo.

Escribano tarda en responder. Dirige su mirada hacia Intermedia C, que no puede distinguirse a simple vista. Supuestamente protege el acceso al paso del Izzumar y apoya desde las alturas la batería asentada en éste.

—No hay bandera en Intermedia C. También Reyes la ha abandonado.

Escribano frunce el ceño. Conoce bien al capitán Reyes, y le resulta extraño ese comportamiento.

—Algo grave está ocurriendo —dice, recuperada su habitual contención.

De repente se escuchan con claridad más disparos. Suenan como una tormenta de granizo sobre la piedra. Son descargas rápidas que llegan nítidas. Se lucha en Intermedia B. Todos miran en la dirección de aquel reducto, similar al suyo, que puede observarse —esta vez sí— a simple vista en la lejanía. Los estampidos secos de los cañones alcanzan con retraso a la guarnición de Intermedia A, al tiempo que se disipan en el aire, como jirones de niebla efímera, las bocanadas de humo blanco de una artillería que, tras varias detonaciones, súbitamente enmudece.«»

Todos asisten incrédulos al drama. Parecen estar viviendo algo irreal, un espectáculo, una tragedia lejana que, sin embargo, la guarnición no da muestras de asumir aún como propia. Allí, a escasos kilómetros, hay soldados, hay compañeros que luchan. Ayer estaban vivos y hoy casi ante sus ojos están muriendo. Lentamente van dejando de escucharse los disparos hasta cesar por completo.

—Han caído. —La voz del teniente Medina se escucha lacónica, lúgubre. No mira a nadie. Escribano se quita la gorra de plato y se seca el pelo del sudor que lo empapa. Contempla así aquel horizonte humeante. En Intermedia A nadie habla por unos momentos. Ángel, desde su puesto, asiste como los demás, sorprendido, atenazado por una angustia creciente que lo bloquea. Aparta de sí con gran esfuerzo el recuerdo lacerante de su madre muerta y aferra el máuser como si en él residiera la única oportunidad de la salvación o la pérdida. Porque ésos son los pensamientos que ahora se agolpan en su mente: vivir o morir. A eso se viene a África. En eso consiste aquel servicio.

De repente, Escribano reacciona. Con voz firme, templados sus nervios, recuperando la entereza de veterano en la milicia, consciente de la gravedad del momento, ordena:

—¡Soldado! —dirige su mirada hacia un recluta que permanece en pie junto a su tienda—. ¡El mangín! ¡Rápido! ¡Tráeme ese heliógrafo de mierda que tenemos y vamos a preguntar qué coño está pasando!

—Mi capitán… —El susurro con el que le llega la voz del teniente Medina hace apenas audible lo que se figura una confidencia.

—Dígame, teniente. —Escribano sigue observando el Izzumar mientras escucha al joven oficial.

—¿Deberíamos dar la alerta? Los hombres parecen asustados. ¿Qué les decimos?

El capitán baja sus binoculares y mira a su alrededor. Decenas de jóvenes soldados lo miran, como paralizados. Algunos al pie del parapeto, otros en mitad de la posición, quebrado su ánimo al escuchar sus imprecaciones, alterada su rutina de guarnición por los disparos y el fuego. Esperan algo, una explicación, un aliento. El miedo asoma a sus rostros y Escribano siente de repente una profunda pena, una piedad insondable por aquellos jóvenes arrancados prácticamente del abrazo de sus madres para venir allí, a aquella tierra ajena y abrupta, para morir o en su caso regresar al cabo de tres años de un servicio penoso que los transformará para siempre. Pero son sus hombres. Están bajo su cargo. El reino y, por supuesto, el destino los ha encomendado a su cuidado. Al suyo, al del capitán José Escribano Aguado. Son ahora, en cierta manera, por edad y experiencia, sus hijos. Y es consciente de que, como un padre, deberá hablarles. Y lo hace, y su voz suena potente traspasando las quebradas que hieren la roca más allá del parapeto.

—¡Soldados! —Hace una pausa mientras recorre con la vista los rostros de cada uno de ellos. Lo escuchan. Quieren encontrar una explicación, pero sobre todo una guía de conducta. Escribano prosigue—: ¡Soldados! No sé qué es exactamente lo que está pasando, pero no creo que os haga un favor quitándole importancia. —Carraspea, traga saliva y continúa—: La realidad es que estamos aquí para algo más que para pudrirnos y desfallecer cegados por el sol. Estamos porque España quiere que estemos, y eso debería bastarnos. Parece, no obstante, que habrá jaleo. De eso estoy seguro. Por tanto, ha llegado el momento de demostrar de qué estáis hechos. Yo no pido héroes. La patria está sobrada de ellos. Yo solamente os pido que cada cual cumpla con su deber, y será suficiente. —Respira hondo y señala la bandera, que gualdrapea de nuevo, ahora levemente, como enterada de que debe cobijar con su vuelo a los que allí se encuentran bajo su amparo—. Mirad esa bandera. Miradla bien, porque va a permanecer en ese lugar mucho tiempo. No sabemos qué está ocurriendo. Desconocemos los porqués y las razones, pero no nos incumbe entenderlos. Nosotros cumplimos órdenes, y si éstas son rectas y la voluntad es fuerte para obedecerlas, todo irá bien. —Se encarama al parapeto—. Esta posición es pequeña, pero tenemos nuestra artillería. —Señala a los sirvientes de las piezas, agrupados ahora junto a su joven teniente, y, al resaltar su importancia, sonríen tímidamente, secretamente orgullosos mientras Medina asiente—. Tenemos también ametralladoras. Pero, sobre todo, tenemos la firme convicción de que a nuestro regreso a casa, porque regresaremos, nadie, nunca, podrá miraros y dejar de decir que cumplisteis con vuestro deber. Yo estaré siempre a vuestro lado.

Escribano desciende del muro tras su parlamento y se dirige hacia su tienda. Parece satisfecho. Los soldados lo están. Tras unos segundos de silencio, los oficiales lo rompen impartiendo órdenes con firmeza y la tropa se mueve electrizada, obedecen los hombres y hay en su interior una nueva fuerza que los guía, que los ayuda a superar su miedo. Saben que hay alguien en ese punto perdido que sabe mandar. Y ellos cumplirán su parte.

—Transmite, soldado. —El capitán apenas mira al telegrafista que maneja el viejo aparato de señales luminosas que los comunica con Ben Tieb y Dar Drius y dicta—: «Desde Intermedia A. Solicito informe situación en campamento general». —Y añade—: «Y órdenes. Guarnición en alerta». Eso es todo. —Mira por fin al soldado. Ha terminado de enviar los destellos accionados por la palanca que transmite luces cortas, luces largas, los códigos establecidos para hilvanar el mensaje. Es apenas un niño. Le sonríe—. ¡Levanta ese ánimo, hombre! Volverás con los tuyos—. Pero, tras girar sobre sí mismo, un rictus de amargura ensombrece el rostro del capitán.

Transcurre una hora y el tiempo cae sobre aquellos hombres como una losa. El sol aprieta, y ya no se escuchan disparos. Tampoco se recibe respuesta de Dar Drius ni de Ben Tieb. No hay noticias. Una columna de humo negro asciende en la lejanía como presagio siniestro. Se reparte un cuartillo de agua para aliviar la sed. No hay mucho más. El teniente Medina repasa una y otra vez la contabilidad de los proyectiles con los que cuenta su batería de montaña. Insuficientes para un combate prolongado. Palmea y anima a sus artilleros. Ángel, situado en una de las aspilleras del lado oeste de la posición, aguarda expectante. Ahora siente que su madre está junto a él más que nunca. Es una percepción inexplicable, pero él lo sabe. Aferra su máuser y vigila atentamente su sector, más allá de las alambradas. Junto a él, Feli le lanza un guiño.

—¡Ánimo, Angelillo! Que pronto podrás contar esto en el pueblo y las mozas te perseguirán. A las mujeres les gustan los valientes. No lo dudes.

Una sonrisa asoma al rostro del soriano. Admira esa vitalidad en su amigo. Él es más callado, y ahora, con sus palabras, la imaginación vuela hacia una mujer, casi una cría, que vive en Medinaceli y que lo miró un día con ojos penetrantes aquella vez que pudo acercarse, tras varias horas de caminata, al pueblo del arco, como lo llamaba su padre. ¿Volverá a verla? ¿Pensará de él que es un valiente? ¿Tendrá Feli razón?

—¡Mi capitán! ¡Venga a ver esto! —La voz de uno de los soldados apostados en el lado que da frente al valle, al este, rompe las meditaciones de Ángel. Escribano acude con rapidez, nunca a la carrera y no sin antes ordenar a Medina y Márquez, en tono firme pero sin denotar nerviosismo, que apresten sus piezas y sus máquinas. El capitán alcanza el muro construido sobre la inmensa cortadura que cae a pico hacia la llanura por donde se contempla claramente la pista que une Ben Tieb, casi en las faldas de aquella montaña, con Dar Drius, que se vislumbra a lo lejos. Se encarama en el parapeto y, apoyando sus codos sobre los sacos terreros, dirige sus prismáticos hacia la nube de polvo que por momentos oculta el camino. No hacen falta. Se aprecia a simple vista.

A los pies de la posición, en el llano, una masa de hombres, animales y carros se dispersan en desorden por la pista. No se escuchan disparos, pero se adivina la prisa. Sobrepasando la muchedumbre, algunos automóviles rebasan a los infantes a toda velocidad. Escribano observa la escena con nerviosismo. Jinetes que azuzan sus monturas cabalgan levantando un ominoso rastro de polvo que ahoga a los fugitivos, a los que dejan atrás. Porque eso es lo que parecen: fugitivos. Miles de hombres se alejan de Ben Tieb, rebasándola, y, convertidos en turba, avanzan entre el caos de oficiales sin sus soldados, cañones a la carrera, apartados los pesados armones junto al camino, golpeadas con saña las caballerías que los arrastran, mientras se desprenden de las artolas las cajas de munición que, al caer, desparraman su contenido por la tierra ante la indiferencia de la tropa que, sin guardar ningún tipo de formación, aligera el paso en un tropel informe e incontenible.

Todos han enmudecido en Intermedia A, mientras ante sus ojos tiene lugar la desbandada. El deprimente espectáculo mantiene mudo a Escribano, que continúa observando la tragedia. Y ve. Ve a soldados sin armas que ya no lo son, oficiales que no guían a sus hombres, con sus guerreras desgarradas al haberse arrancado los símbolos de su rango. Ya no hay ejército, sino turba que huye, que escapa por puro terror, abandonada de guía, sin mandos, por incuria o abdicación de éstos, dejando un reguero de restos diseminados a su paso. Pero siguen sin escucharse disparos. Es simplemente el pánico, el ansia por sobrevivir, la ausencia total de disciplina, el instinto abandonado en libertad. Una explosión se escucha y todas las miradas desde la posición se dirigen hacia Ben Tieb. Las llamas comienzan a devorar sus edificios. Ha estallado el polvorín. Ben Tieb se abandona.

—¿Pero qué cojones está ocurriendo aquí? —Escribano lanza la pregunta para sí. No espera respuesta. No puede esperarla porque nadie sabe qué está ocurriendo. Pero se intuye. Tantos hombres solamente pueden provenir del campamento general, de Annual. ¿Annual, abandonado? El capitán ventea la catástrofe. El espectáculo es deprimente. Pero reacciona con rapidez.

—¡Soldados! ¡Cada uno a su puesto! ¡Permaneced alerta! —Se gira hacia el interior—. ¡Telegrafista! ¡Transmite! —Y dicta de nuevo—: «Desde Intermedia A solicito órdenes con urgencia». —Y dirige su mirada hacia la lejanía de Drius, esperando pronta respuesta.

Mientras tanto, con el eco de las explosiones de los depósitos de Ben Tieb como fondo aterrador, la masa de hombres se aleja por la pista en el valle y la nube de polvo que levantan parece querer enterrar con ella los restos de un ejército que se deshace, y, con él, España en el Rif. Y mientras el ánimo de la guarnición trata de recuperarse de aquella visión, se escuchan los disparos que, primero espaciados y luego con mayor cadencia, comienzan a romper sobre la posición. Y desde el parapeto aún es audible una voz, amarga y dura:

—¡Yebel Uddia arde! Estamos solos.

1

La carta

Madrid, 1 de junio de 1921

No veía bien de cerca desde hacía tiempo. Manuel Altamira López, teniente del Arma de Intendencia destinado en el cuartel de la Montaña en Madrid, acercó su rostro al papel del periódico para poder leer correctamente la letra impresa más allá de los titulares. Asiduo lector de El Sol, encontraba que día a día el mundo que sus páginas reflejaba le resultaba cada vez más ajeno. Aislado en sus dependencias militares, llevaba una vida que él consideraba suficiente pero que muchos otros entendían innecesariamente monacal, apartada de todo tipo de contactos sociales —que veía pueriles—, alejada del ruido de unas calles que cada vez le parecían más extrañas, pobladas de un trasiego que le agobiaba por estridente. Distanciado de una década que, al fin, en aquel Madrid ardía arrojando a su propia hoguera, para alimentarla, el trajín de los nuevos tiempos. El metro profanando el subsuelo, los tranvías de traqueteo incómodo y peligroso, aún los aguadores y el ganado mezclado con el claxon de unos automóviles que poco a poco se adueñaban de un asfalto que sustituía inexorablemente el adoquín del que ya no era el poblachón manchego que él, sin embargo, añoraba.

Siguiendo su propio ritual, pasaba cada página leyendo de manera exhaustiva su contenido, ayuno aquel día de noticias de interés: proseguía el avance de las tropas españolas en Marruecos, sometidas las cabilas al poderío europeo, asombradas por la audacia y la técnica militar moderna. Annual se anunciaba como el adelantado campamento principal de las tropas en primera línea. El Parlamento continuaba su habitual sesteo anodino, con sesiones que no ponían en aprieto al Gobierno, que dejaba hacer y transmitía la calma que una sociedad optimista necesitaba para crecer. Anuncios que proclamaban en tinta un ungüento mágico para aliviar los callos, mezclados con admiradas apreciaciones sobre las excelencias de un coñac de Pedro Domecq. «Llorens y Fdez. Negrete, Academia de preparación militar» avisaba en grandes caracteres de la lista de ingresados en la última convocatoria. Sonrió levemente el teniente. Él no tuvo que aprobar ningún examen. Deportes y toros no le interesaban demasiado, pero copaban las páginas centrales hablando aún de la muerte de Joselito en mayo del año anterior, una aciaga tarde en Talavera, y cómo había conmocionado a su rival, Belmonte, que desde entonces —argüía el cronista— ya no era el mismo. Aburrido, Manuel cerró el periódico y lo dobló con cuidado para dejarlo sobre la mesa de mármol de aquel café de la nueva Gran Vía en el que había parado para releer con atención y calma, tras un desayuno más aceptable que el suministrado por la infame cocina del cuartel, la orden que, desde el Ministerio de la Guerra, le había entregado un sorprendido ordenanza a primera hora de aquella mañana. Apartó de la superficie la taza con los restos del chocolate y el plato que había contenido unos demasiado grasientos churros y situó ante sí el sobre con el membrete oficial. Observó de reojo la codicia con la que algún parroquiano miraba el ejemplar del periódico ya usado y, sin inmutarse por ello, leyó de nuevo las escuetas líneas que —él aún no sabía hasta qué punto— habían alterado su monótona rutina:

«Ministerio de la Guerra

Negociado de Marruecos

Por orden del Excmo. Sr. Ministro de la Guerra, se convoca al Teniente de Intendencia D. Manuel Altamira López a las dependencias de este Negociado del citado Ministerio a las diez horas de la mañana de los corrientes al objeto de tratar asuntos de interés que conciernen a la defensa nacional. Uniformidad de paseo, sin armamento reglamentario. Deberá ser portador de la Presente.

En Madrid, a uno de junio del año mil novecientos veintiuno».

¿Asuntos que conciernen a la defensa nacional? ¿Por orden del ministro? Manuel no conocía personalmente a don Luis de Marichalar y Monreal, vizconde de Eza. Dada la diferencia de clase, tal conocimiento se antojaba realmente inimaginable. Sin embargo, era cierto que su cuñada estaba felizmente casada con uno de los generales del Estado Mayor del Ejército. Seguía manteniendo el contacto con ella, y precisamente por ella sabía que el ministro se trataba de un aristócrata poco inclinado al mando, al parecer político por servicio y responsabilidad y con un talante apacible y noble, quizás inapropiado para lidiar con aquellos jefes ávidos de victorias heroicas unos, recelosos de sus tranquilos destinos otros. ¡Aquellos militares! Divididos entre africanistas y los denominados junteros, ambos grupos pugnaban entre sí por favorecer sus intereses. Demasiado viento traicionero en las velas de aquel navío para tan apocado y bienintencionado capitán. Los junteros y las Juntas de Defensa. Nunca le habían interesado a Manuel los reclutamientos que, en su propio cuartel, observaba crecer entre los mandos para participar en aquel movimiento de soterrada rebeldía de apariencia sindical. Repasó mentalmente, mientras contemplaba su reflejo en el enorme espejo del café, la sorpresa que había causado el nacimiento de aquel grupo de jefes que, de capitán a coronel, pugnaba por conservar sus ascensos por estricto orden de antigüedad, en contra de los propiciados por acciones en combate. Sobre todo en Marruecos, una lucha de la que aquéllos rehuían con ahínco más propio de oficinistas ociosos que de líderes de hombres en guerra. Las Juntas de Defensa habían comenzado como un pequeño grupúsculo de oficio indignado, pero con el paso del tiempo habían conseguido convertirse en un poderoso grupo de presión que, desafiando incluso al generalato, consiguió del Gobierno la fijación legal de la preferencia en el escalafón por el único mérito de la antigüedad, relegando los ascensos por acciones de guerra a algo excepcional. Así, Marruecos se convertía en destino poco apetecible si no iba acompañada la exposición al peligro de una recompensa en cargo y sueldo, y mientras tanto los junteros se convertían en asiduos socios de casinos, indolentes jefes en cuarteles peninsulares, mandos con aversión al estudio y criadores de panzas orondas e influencia cortesana.

Manuel suspiró imperceptiblemente. Él no era así. Solamente aspiraba a llevar una vida tranquila y ordenada. Era metódico y disciplinado, y el Arma de Intendencia le ofrecía la posibilidad de aplicar su meticulosidad en las cuentas, haberes, suministros y soldadas. Ya había tenido bastante acción en su vida. No aspiraba a ascensos. Con su sueldo se daba por satisfecho mientras se le pagara regularmente, cosa que no siempre sucedía, y la aversión que mantenía de antiguo a la indisciplina y el desorden le hacía sentir una profunda antipatía hacia aquellos jefes que se abandonaban, con su protesta e influencia sobre el Gobierno, a la molicie, amparados en una pretendida dignidad ofendida y sustentados en la amenaza continua.

Se levantó al fin. Comprobando su reflejo, se ajustó la guerrera. Su bigote empezaba a insinuar algunas canas que denotaban ya sus cuarenta y cinco años recién cumplidos. De complexión delgada y rostro afilado, remarcado por una nariz aguileña que realzaba su aspecto de monje guerrero, taciturno y serio, mantenía una envidiable forma física gracias a los ejercicios que cada mañana se obligaba a hacer antes de entrar en servicio. Le daban tranquilidad y paz de espíritu. La que trataba de mantener desde que enviudara hacía ya diez años, aquel tiempo en el que se vio obligado a abandonar el cuerpo de Policía, en el que había alcanzado el grado de inspector gracias a su habilidad analítica y su perseverancia. Lo apartó de su verdadera vocación aquel turbio asunto en el que, pese a las insinuaciones primero y las amenazas después, se obstinó en continuar investigando: el truculento caso del asesinato de una mujer en un sórdido local. Sus averiguaciones afectaron a un alto cargo ministerial que, amparado por elevadas instancias, pretendía alejar su nombre de cualquier vinculación que lo implicara en un escándalo que estaba comenzando a saltar a la prensa de la época. De la noche a la mañana, Manuel se vio privado de su cargo y de su puesto y, en consideración a sus antiguos servicios, apartado por mor de una orden administrativa tajante, en un cuartel y en un arma a la que se le facilitó el acceso con el grado de sargento sin mediar ni vocación militar, ni pruebas ni estudios especializados. Y allí se hallaba desde entonces. No había sucumbido a la amargura. Era disciplinado y acataba lo que el destino le ofrecía. Intentaba hacer su trabajo y no concebía que las tareas asignadas quedaran incompletas o no alcanzaran el éxito. Su pulcritud en el desempeño de sus cometidos y su autoexigencia no lo hacían especialmente popular entre sus compañeros, encantados de haber encontrado un destino lejos del peligro. Así, su ascenso había sido lento. De sargento a teniente en un decenio. No era una carrera brillante, desde luego, pero él no protestaba. Cumplía con su deber y eso le bastaba.

Se puso la gorra de plato que lo significaba como oficial e indiferente a las miradas que de reojo le lanzaban cogió la carta, la dobló meticulosamente, sin prisa, y la introdujo en el bolsillo lateral de su guerrera. Dejó a propósito en la mesa el ejemplar de El Sol ya leído, sabedor de que varias manos pugnarían por hacerse con él en cuanto hubiera franqueado la puerta del establecimiento. Salió a la calle y una leve brisa le despejó del ambiente cargado del local. Se notaba la cercanía del verano madrileño, pero, combatiendo el aplastamiento del calor que ya se insinuaba, aún pugnaba por aliviar a los habitantes de la ciudad el leve frescor de antiguas reminiscencias de una primavera húmeda ya olvidada.

Ascendió por las removidas tierras de la nueva Gran Vía, repleta de obras y actividad. Aquélla iba a ser la gran arteria, escaparate del Madrid que abandonaba sus ropajes de pueblo para vestirse de gran urbe. Ya se había culminado el primer tramo, que partía de su bifurcación con la calle de Alcalá, y Manuel, caminando en sentido inverso al avance de la urbanización en curso, se vio obligado a sortear las zanjas que, deficientemente señaladas, supondrían el encierro subterráneo para conducciones de agua y cableado de luz. Su soterramiento suministraría la electricidad necesaria para las nuevas lámparas, las que sustituirían a las viejas farolas en calles antiguas y de nombre castizo que, como San Jacinto o la travesía del Desengaño, desaparecían igualmente bajo la piqueta y el asfalto. En unos minutos había alcanzado el primer tramo y había dejado atrás la plaza de Callao, para adentrarse en el tercio de obra ya concluido, y encaminaba sus pasos hacia la calle de Alcalá, esquivando a la muchedumbre que, entre curiosa y atareada, disfrutaba del nuevo bulevar edificado ante los ojos asombrados de los ciudadanos.

Relajó su ritmo de marcha. Llegaba con suficiente antelación, y, ya frente a su destino, se detuvo admirando el edificio que destacaba sobre las copas de los árboles del frondoso bosque que ceñía el recinto oficial ubicado junto a la plaza de Cibeles. Por un momento, situado frente a la imponente verja que rodeaba los jardines del palacio de Buenavista, sede del Ministerio de la Guerra, dudó ante la majestuosidad de la entrada. Miró a un lado y a otro buscando un acceso menos monumental. Echó un vistazo a su alrededor. Junto a él, a lo largo de la calle de Alcalá y circulando a considerable velocidad, los flamantes nuevos vehículos que ya comenzaban a inundar la ciudad tocaban el claxon para espantar a los contados carros que, tirados por viejos pencos, aún se atrevían a acercarse hasta la capital. Escuchó la insistente campana del tranvía que regularmente ascendía y descendía por aquella arteria, cuya actividad iba tomando forma según avanzaba la mañana. El trajín de aquel Madrid se mostraba ruidoso y acelerado. Sin embargo, tras la verja y en abierto contraste con tal bullicio, dos soldados montaban guardia en actitud marcial, centinelas de otro mundo ajeno al trasiego y al ruido, sabiéndose observados por los ciudadanos que disimuladamente miraban de reojo mientras paseaban, cada uno absorto en sus quehaceres. Quizás cerciorándose de que, pese a todo, el viejo orden se conservaba en aquel lugar, vigilante. Manuel tuvo por unos instantes la tentación de dirigirse hacia la calle del Barquillo para dar un rodeo y acceder por la parte trasera del recinto, pero recordó el texto del mensaje que guardaba como credencial: «Por orden del Excmo. Sr. Ministro». Y ya no lo dudó. Entraría por la puerta principal.

No tuvo grandes dificultades, pese a la mirada desdeñosa que los guardias lanzaron de manera poco disimulada hacia el emblema del Arma de Intendencia destacado en su gorra. Un sol radiante orlado por dos ramas no presentaba el aspecto heroico de los arcabuces, sables y torres que adornaban otras prendas en apariencia más distinguidas. Sin embargo, el sello del Negociado de Marruecos y, sobre todo, la mención escrita a la orden ministerial resultaron eficaz salvoconducto y abrieron un pequeño portillo bajo la monumental entrada enrejada, permitiéndole el paso.

La enorme variedad de árboles que flanqueaban los peldaños de piedra que ascendían a la entrada principal sorprendió incluso a alguien tan poco impresionable como Manuel. Cedros, tejos, secuoyas, castaños, arces, cerezos, pinos y magnolias, entre otros, componían un abigarrado conjunto que transportó al teniente a otro mundo, uno en el que el silencio parecía haberse adueñado de aquel centro desde el que, en irónico contraste, se dirigía el fuego de las armas de España.

Aún sobrecogido por aquel espacio de naturaleza en pleno centro de su ciudad, el teniente Altamira se detuvo frente a la monumental entrada del palacio. La imponente fachada neoclásica lanzaba destellos rojizos ante la brillante luz matinal de aquel Madrid de junio. En abierto contraste con la espectacularidad de la puerta principal, un guardia en actitud poco marcial se inclinaba sobre una pequeña mesa oculta tras el quicio. Apenas lo miró, echó un desinteresado vistazo a la orden que se le exhibía y le dejó pasar con un simple gesto de cabeza, antes de continuar con la lectura de una revista en la que, de una fugaz mirada, Manuel creyó distinguir el sugerente retrato de cuerpo entero de una cupletista de moda.

Sorprendido por la facilidad de aquel acceso al centro del poder militar del Estado, comenzó la ascensión de la gigantesca escalera de granito flanqueada por cuatro enormes columnas toscanas, sospechando, al repasar el pulido pasamanos de alabastro, que aquella muestra de magnificencia no le estaba destinada precisamente a él. De repente se sintió fuera de lugar. No sabía a dónde ir, y permaneció absorto en aquella soledad, perdido, en medio del descansillo de uno de los tramos hasta que una voz lo despertó de su ensimismamiento.

—¿Qué hace usted aquí? —La pregunta sonó como un latigazo, un reproche teñido de jerarquía y autoridad. Manuel miró sorprendido hacia el final de la escalera. Allí permanecía expectante un hombre de uniforme que claramente denotaba impaciencia e irritación. El teniente subió el resto de los escalones y al observar la graduación de su interlocutor se cuadró de inmediato.

—A la orden, mi comandante —saludó sin elevar la voz, y, pese a la estrella de ocho puntas cosida en la bocamanga de aquel superior, Manuel no perdió la calma—. Tengo orden de presentarme en el Negociado de Marruecos. A las diez. —Esperó tranquilo en posición de firmes tras entregar al irritado oficial el sobre que contenía su convocatoria.

—No tendría que estar aquí, teniente —le reconvino, ahora más tranquilo tras leer el documento—. Ésta es la entrada reservada para el ministro, el Estado Mayor, generales y otras personalidades. ¿Cómo le han dejado entrar? —Manuel se encogió de hombros—. Bueno, es igual —continuó, impacientándose—; acompáñeme. Precisamente me pilla de paso. —Sacudió la cabeza resoplando y comenzó a andar sin más palabras, seguido de Manuel, quien por un momento imaginó el arresto con el que iban a ser recompensados los guardias de la entrada por haber tenido la osadía de concederle el acceso.

Anduvieron a paso de marcha militar, recorriendo, una tras otra, diversas estancias a cual más suntuosa. Marquetería, molduras, cuadros y enormes arañas colgadas de techos decorados con frescos de colores apagados por el humo de las velas que los oscurecieron durante decenas de años se mostraban a los ojos del visitante, sorprendido por aquel lujo. Conforme atravesaban más puertas, los salones y despachos disminuían en ornato; no se veían ya tantos relojes ni alfombras, y los tapices empezaban a escasear al tiempo que resultaban cada vez más audibles los sonidos mecánicos de las máquinas de escribir y aumentaba el trasiego de uniformes aparentemente atareados ante el paso del comandante. Finalmente, tras descender por una escalera de madera que crujió bajo sus pasos, el comandante abrió una puerta situada en un descansillo y se apartó.

—Siga recto por ese pasillo, teniente. Al fondo, a la izquierda, encontrará la entrada al Negociado de Marruecos. Pregunte allí y, por favor —sonrió—, espere a ser atendido.

—A la orden, mi comandante. —Se cuadró todo lo marcialmente que pudo. Era su forma de mostrar respeto y agradecimiento. El oficial lo miró extrañado, le devolvió el saludo y moviendo nuevamente la cabeza se alejó, escaleras abajo, probablemente dudando de la eficacia operativa de aquel ejército que permitía a tenientes ya entrados en años deambular libremente por los rincones más reservados del mando.

Manuel abrió sin llamar la puerta de doble batiente presidida por un cartelón en el que con letra cursiva excesivamente historiada se anunciaba el Negociado de Marruecos. Aquél era el lugar por donde transitaba un pequeño ejército de funcionarios a las órdenes de un coronel que recibía de primera mano, probablemente antes que el propio ministro, todas y cada una de las noticias que tenían su origen en el protectorado español en el norte de África. Cuando entró en el recinto, una nube de humo de tabaco buscó el tiro de corriente que se había provocado y lo envolvió, suscitando en él un deseo incontenible de liar un cigarrillo de los que ya sólo disfrutaba muy de vez en cuando. Varios pares de ojos concentraron en el intruso su mirada, y durante unos segundos se detuvo el mecánico trasiego de sus actividades. Desde una alejada mesa que parecía guardar la entrada a lo que se anunciaba como despacho de una subsecretaría, un veterano sargento de infantería se levantó carraspeando y se dirigió hacia él. El trabajo retomó su ritmo habitual.

—A la orden, mi teniente. —Se cuadró con una falta de marcialidad que molestó a Manuel, que observaba el cigarrillo humeante en la mano de saludo del suboficial—. Usted dirá en qué puedo ayudarle. —De fondo se volvía a escuchar el desenfrenado tableteo de máquinas de escribir que semejaban ametralladoras bajo el fuego. Altamira le mostró la orden sin decir palabra y el sargento, tras echarle un somero vistazo, le indicó con un ademan que lo siguiera.

Un estrecho pasillo interior, plagado de litografías sobre antiguas campañas marroquíes del siglo xix, fue el recorrido que transitaron, hasta alcanzar un vestíbulo que daba paso a una elegante entrada enmarcada por una madera de reflejos dorados ante la que el sargento se detuvo y, tras apagar su cigarrillo en un rebosante cenicero situado en una pequeña mesilla y ajustarse brevemente la guerrera, llamó a la puerta.

—¿Da usted su permiso, mi comandante?

Del interior se escuchó una voz que denotaba costumbre en el mando, autorizando la entrada. Eran las diez de la mañana. Manuel se sintió satisfecho por su previsión. Franqueó la puerta que el suboficial mantenía abierta y penetró en la sala.

El teniente no esperaba el torrente de luz que dominaba la estancia. Dos enormes ventanales abiertos de par en par permitían la entrada del sol de junio y una ligera brisa agitaba levemente los faldones de sus cortinajes de terciopelo verde que, recogidos con sendos cordones dorados, recordaban al visitante el carácter palaciego de la sala. Presidiendo el despacho, un imponente cuadro representaba la carga del general Prim, a caballo, al frente de sus voluntarios catalanes ante las posiciones del sultán, en la batalla de Tetuán en 1860. Bajo él, y tras una mesa de caoba repleta de papeles, expedientes y legajos, lo observaba con mirada escrutadora el comandante Egea, un hombre entrado ya en años, bigote recortado, rostro redondeado que suavizaba sus pómulos y calvicie pronunciada. Se levantó, y Manuel pudo comprobar que ni su corta estatura ni su barriga poco disimulada le hacían perder una cierta aureola de autoridad. Quizás ésta proviniera de la fijeza de una mirada que —lo estaba comprobando— no parecía perder detalle a través de lo que unos ojos inquietos estudiaban en ese momento, intentando encontrarse con los suyos. Se cuadró ante él, gorra de plato bajo el brazo, ajeno al penetrante escrutinio al que estaba siendo sometido.

—¡A la orden, mi comandante! ¡Teniente Manuel Altamira López! —Se escuchó, amplificado por el silencio de aquella estancia, el entrechocar de los tacones de sus botas.

El jefe asintió mientras seguía mirándolo. Al fin, tras unos segundos que al teniente se le antojaron interminables, se sentó de nuevo y le señaló una de las dos sillas situadas frente a la mesa.

—Acomódese, por favor, teniente. —El tono, amable y casi obsequioso para provenir de un superior, sorprendió a Manuel. Obedeció y buscó asiento en el lugar indicado. Esperó—. Se preguntará la razón por la que usted está aquí ahora mismo, ¿no? —No aguardó la respuesta. El comandante continuó—: Yo también me lo pregunto, la verdad —afirmó enigmático, casi para sí—. Pero aquí está, y parece que bien recomendado, así que no me andaré con muchos preámbulos. ¿Conoce usted algo de África, teniente?

La pregunta asombró a Manuel, pero menos que la referencia a supuestas recomendaciones. Sospechó de inmediato que su cuñada tenía algo que ver con su presencia en aquella sala —se le escapaba cómo, exactamente— y se hizo cargo de que su convocatoria no había sido del agrado del comandante. Reflexionó antes de responder.

—Sí, mi comandante. Quiero decir: no he estado allí, pero me mantengo al día de los acontecimientos, desde luego —contestó con precaución, pausadamente.

—Conoce los acontecimientos. Bien. Esto sin duda será una ventaja. —Sonrió con una mueca que a Manuel le resultó ligeramente burlona—. Estará al tanto, en consecuencia, de los esfuerzos de todo tipo que la patria está llevando a cabo para extender nuestra obra civilizadora en aquella zona, consecuentemente con los compromisos internacionales adquiridos. No siempre es una materia bien entendida. —No lo miró mientras hablaba. Mantenía la vista fija en un sobre que sostenía.

El teniente permaneció callado. No creía que debiera intervenir. Entendía que su opinión al respecto de la presencia española en el norte de África no resultaría de interés para el comandante. Hacía tiempo que no albergaba muchas ilusiones sobre la capacidad del país para afrontar aquella tarea con éxito. Al menos, el aparente que por otra parte la prensa exhibía de forma triunfal ante cada avance. Por ello, mantuvo su silencio en espera de que al fin le aclararan la razón de su presencia allí. Estaba seguro de que no había sido convocado para recabar su parecer sobre la política exterior de España.

—El ministro, desconozco el porqué, considera que está usted capacitado para ayudarnos en una cuestión que atañe a este negociado, y ésta es la razón por la que ha sido llamado. —El comandante levantó la vista y lo miró fijamente, cerrando aún más los ojos, como intentando penetrar en su interior—. Al parecer fue usted policía, ¿no? Antes de ingresar en el Ejército, quiero decir.

Manuel carraspeó levemente. Le incomodaba hablar de su pasado. Prefería centrarse en su vida actual. No obstante, respondió con prudencia.

—Sí, mi comandante. Fui policía. De hecho, inspector jefe, en la comisaría de Chamartín. De eso hace ya mucho tiempo.

—Diez años, sí. Lo he investigado. No pinta que aquello acabara muy bien —comentó con cierta sorna.

—No lo sé —dudó antes de continuar hablando sobre aquella época—; yo tengo mi conciencia tranquila. Cumplí con mi trabajo.

—No lo dudo, no lo dudo. —El comandante se removió en su sillón ante la sinceridad del comentario. No estaba acostumbrado a respuestas tan directas y personales—. Me han llegado informes sobre su alto sentido del deber. Tiene fama de ser tenaz y concienzudo. Al menos es lo que dicen estos papeles. —Señaló con el índice un legajo situado en un extremo de la mesa.

El teniente guardó silencio. No terminaba de comprender qué hacía allí.

—Bien —siguió el comandante, visiblemente incómodo—, no estamos aquí para hablar de usted. Se trata de ver en qué pueden ayudarnos su tenacidad y su capacidad investigadora. Lea, por favor, esta carta. —Y acercó al teniente el sobre que hasta entonces mantenía en sus manos.

Manuel lo cogió con cierta curiosidad. Con gesto decidido dejó su gorra sobre la mesa, ante la desaprobadora mirada que ello mereció por parte de su interlocutor; abrió la carta desplegando una hoja de papel doblada ya varias veces y emborronada con una grafía apretada y redonda, se alejó el texto de la cara para poder distinguir mejor las palabras y comenzó a leerla.

«Excmo. Sr. Ministro de la Guerra:

Perdone Su Excelencia mi atrevimiento por escribirle. Usted no me conoce. Soy una mujer honrada que por circunstancias de la vida ha tenido que venir a Melilla a vivir y a ganarse el sustento. Sé que no le interesa el porqué, pero sí creo que le puede interesar saber lo que está pasando en este lugar olvidado de la mano de Dios.

Soy española, y ante las cosas que veo a mi alrededor mi alma se entristece, y pienso que usted no puede estar bien informado, porque, si no, estoy segura de que lo impediría. Esta ciudad no es lo que parece. Por mis ocupaciones, he tenido la oportunidad de conocer a muchos soldados. Algunos mejores y otros peores. Los hombres son hombres, y disculpe mi franqueza, pero hablan mucho. Todos los días veo cómo se vive en esta plaza; veo cómo algunos de los oficiales que mandan sobre esos pobres soldaditos que vienen asustados se aprovechan de su puesto. Veo también cómo los robos crecen y cómo mientras los reclutas malviven algunos se enriquecen sin que nadie haga nada para remediarlo. Y a mí me hierve la sangre al comprobar cómo se gasta el dinero en juego y placeres y los soldados pasan hambre y sufren falta de todo y mientras tanto los bares están llenos, el casino siempre está repleto de oficiales y el mal crece cada día.