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Rosi Braidotti, en este original ensayo, plantea una alternativa superadora a un Humanismo que se ha vuelto omnipresente y que históricamente ha escapado con astucia a los esfuerzos delimitadores de la teoría crítica. El «humano» es la criatura que proviene de la Ilustración y de su herencia: el sujeto cartesiano del cogito, la comunidad de los seres racionales de Kant o el sujeto-ciudadano, titular de derechos y propietario. Es un concepto que disfruta de un amplio consenso y conserva la tranquilizadora familiaridad del lugar común: damos por hecho nuestra pertenencia a la especie y hemos instaurado alrededor de ella la noción fundamental de Derecho. Pero ¿es realmente así? Rosi Braidotti, en este original ensayo, plantea una alternativa superadora a un Humanismo que se ha vuelto omnipresente —impulsado sobre todo por los actuales progresos científicos y los intereses de la economía global— y que históricamente ha escapado con astucia a los esfuerzos delimitadores de la teoría crítica. De este modo, «lo posthumano», como posibilidad de superación de lo dado, aporta un significativo cambio de rumbo en el modo de entender las características fundamentales de nuestra especie, nuestra política y nuestra relación con los demás habitantes del planeta. Al mismo tiempo, plantea una serie de nuevos interrogantes en torno a la estructura misma de nuestras identidades compartidas.
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Seitenzahl: 412
Veröffentlichungsjahr: 2025
Rosi Braidotti
Lo posthumano
Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale
Herder
Título original: The Posthuman
Traducción: Juan Carlos Gentile Vitale
Diseño de la cubierta: Melina Belén Agostini
Edición digital: Ostraca Servicios editoriales
© 2013, 2024, Polity Press Ltd., Cambridge
© 2025, Herder Editorial, S.L., Barcelona
isbn epub: 978-84-254-5258-1
1.ª edición digital, 2025
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Herder
www.herdereditorial.com
El humano es la criatura que proviene de la Ilustración y de su herencia: el sujeto cartesiano del cogito, la comunidad de los seres racionales de Kant o el sujeto-ciudadano, titular de derechos y propietario. Es un concepto que disfruta de un amplio consenso y conserva la tranquilizadora familiaridad del lugar común: damos por hecho nuestra pertenencia a la especie y hemos instaurado alrededor de ella la noción fundamental de Derecho. Pero ¿es realmente así?
Rosi Braidotti, en este original ensayo, plantea una alternativa superadora a un Humanismo que se ha vuelto omnipresente —impulsado sobre todo por los actuales progresos científicos y los intereses de la economía global— y que históricamente ha escapado con astucia a los esfuerzos delimitadores de la teoría crítica. De este modo, lo posthumano, como posibilidad de superación de lo dado, aporta un significativo cambio de rumbo en el modo de entender las características fundamentales de nuestra especie, nuestra política y nuestra relación con los demás habitantes del planeta. Al mismo tiempo, plantea una serie de nuevos interrogantes en torno a la estructura misma de nuestras identidades compartidas.
Rosi Braidotti (Latisana, Venecia, 1954). Filósofa y teórica feminista italo-australiana, profesora emérita en la Universidad de Utrecht, donde enseña desde 1988. Es una de las principales autoridades en los estudios sobre el tema de la subjetividad y lo posthumano, sobre todo en relación a las perspectivas neofeministas. Entre sus libros publicados en italiano: Soggetto nomade. Femminismo e crisi della modernità (Sujeto nómada. Feminismo y crisis de la modernidad) (1995), In metamorfosi. Verso una teoria materialista del divenire (En metamorfosis. Hacia una teoría materialista del devenir) (2003), Madri, mostri e macchine (Madres, monstruos y máquinas) (2005). En castellano Feminismo, diferencia sexual y subjetividad nómade, Transposiciones, Por una política afirmativa, Lo posthumano y El conocimiento posthumano.
Agradecimientos
Introducción
1. Posthumanismo: la vidamás allá del individuo
Antihumanismo
La muerte del Hombre, la deconstrucción del segundo sexo
Más allá de la laicidad
El desafío posthumano
Posthumanismo crítico
Conclusiones
2. Postantropocentrismo: la vida más allá de la especie
Advertencias globales
Posthumano y devenir animal
Humanismo compensatorio
Posthumano y devenir tierra
Posthumano y devenir máquina
La diferencia como principio del No-uno
Conclusión
3. Lo inhumano: la vida más allá de la muerte
Modos de morir
Más allá de la biopolítica
Teoría social forense
Necropolítica contemporánea
La teoría posthumana de la muerte
Muerte de un sujeto
Devenir imperceptible
Conclusión: Ética posthumana
4. Ciencias posthumanas: la vida más allá de la teoría
Modelos institucionales de disonancia
Las ciencias humanas en el siglo XXI
Teoría crítica posthumana
El verdadero Sujeto de las ciencias humanas ya no es el Hombre
Multiversidad global
Conclusión
Subjetividad posthumana
Ética posthumana
Política afirmativa
Posthumano, demasiado humano
Bibliografía
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Cover
Front Matter
Copyright Page
Acknowledgments
Introduction
Chapter
Chapter
Chapter
Chapter
Conclusion
Bibliography
Other Credits
Other Credits
Quiero agradecer a mi editor, John Thompson, por haberme sugerido que empezara a escribir este libro. Estoy orgullosa de ser, desde hace mucho tiempo, autora de la Polity Press. A mi traductora, Angela Balzano, todo mi reconocimiento por su espléndido trabajo. Mi sincero agradecimiento también para Jennifer Jahn por sus consejos y su apoyo. Me han sido de gran ayuda las conversaciones con mis colegas del grupo chci (Consorcio de los centros e institutos de ciencias humanas) y el echic (Consorcio europeo de los centros e institutos de ciencias humanas). Henrietta Moore y Claire Colebrook, Peter Galison y Paul Gilroy se han demostrado formidables lectores y les agradezco sus comentarios críticos. Mi asistente en la investigación, Goda Klumbyte, me ha auxiliado mucho sobre todo en el trabajo bibliográfico. Toda mi gratitud para Nori Spauvem y Bollette Blaagard por sus intuiciones. Mi agradecimiento también para Stephanie Paalvast por su asistencia crítica y editorial. Para Anneke, que ha estado a mi lado, me ha ayudado en la revisión y aguantado como siempre durante todo el proceso de escritura, va todo mi amor.
No todos podemos sostener, con un alto grado de seguridad, que hemos sido siempre humanos, o que no hemos sido otra cosa aparte de eso. Algunos de nosotros no son considerados completa-mente humanos ahora, figurémonos en las precedentes épocas de la historia occidental social, política y científica. No si por «humano» entendemos esa criatura que se nos ha vuelto tan familiar a partir de la Ilustración y de su herencia: el sujeto cartesiano del cogito, la kantiana comunidad de los seres racionales, o, en términos más sociológicos, el sujeto-ciudadano, titular de derechos, propietario, etcétera, etcétera (Wolfe, 2010a). Y, sin embargo, este término disfruta de un amplio consenso y conserva la tranquilizadora familiaridad del lugar común. Nosotros afirmamos nuestro apego a la especie como si fuera un dato de hecho, un presupuesto. Hasta el punto de construir en torno a lo humano la noción fundamental de Derecho. Pero, ¿las cosas son de verdad así?
Mientras hoy, cada vez más a menudo, las fuerzas sociales conservadoras y religiosas se afanan por reinscribir lo humano en el interior de los paradigmas de la ley natural, el concepto mismo de humano ha explotado bajo la doble presión de los actuales progresos científicos y de los intereses de la economía global. Después de la condición postmoderna, postcolonial, postindustrial, postcomunista, incluso después de la contestada condición postfeminista, nos encontramos viviendo, hoy, la difícil situación posthumana. La condición posthumana, lejos de constituir la enésima variación n en una secuencia de prefijos que puede parecer infinita y arbitraria, aporta una significativa inflexión a nuestro modo de conceptualizar la característica fundamental de referencia común para nuestra especie, nuestra política y nuestra relación con los demás habitantes del planeta. Cuestión que plantea una serie de preguntas en torno a la estructura misma de nuestras identidades compartidas —en tanto humanos—, cogida en el fondo de la complejidad de las ciencias actuales y de las relaciones políticas e internacionales.
No humano, inhumano, antihumano están hoy en el centro de muchos discursos y muchas representaciones, mientras deshumano y posthumano proliferan y se superponen en el contexto de las sociedades globalizadas y tecnológicamente dirigidas.
Los discursos de la cultura mainstream van desde las obstinadas discusiones económicas sobre los robots, las prótesis tecnológicas, las neurociencias y los capitales biogenéticos, hasta las más confusas visiones new age del transhumanismo y la tecnotrascendencia. La potenciación humana es el punto central de estas discusiones. En la cultura académica, por otra parte, lo posthumano es, alternativamente, celebrado como frontera de la teoría crítica y cultural, o rechazado como último elemento de moda en la serie de los tediosos post. Lo posthumano suscita, al mismo tiempo, entusiasmo y ansiedad (Habermas, 2010), respecto de la posibilidad de una seria descentralización del Hombre, primera medida de todas las cosas. Existe una difusa preocupación sobre la pérdida de importancia y supremacía que está afectando a la visión dominante del sujeto hu-mano, y al campo de estudio contiguo a él, o sea, las ciencias humanas. Desde mi punto de vista, el común denominador de la condición posthumana es la hipótesis según la cual la estructura de la materia viva es, en sí, vital, capaz de autoorganización y, al mismo tiempo, no-naturalista. Este continuum naturaleza-cultura es el punto de partida para mi viaje a la teoría posthumana.
Sin embargo, queda por entender si esta hipótesis postnaturalista, al fin, concluye en las experimentaciones lúdicas en torno a los límites de la perfectibilidad del cuerpo, en el pánico moral por la desaparición de viejas creencias de siglos sobre la «naturaleza» humana, o en la caza orientada al provecho de los capitales neuro-genéticos. En este libro intentaré examinar dichas aproximaciones y enfrentarme críticamente a ellas, sosteniendo, al mismo tiempo, mis argumentaciones a favor de la subjetividad posthumana. ¿A qué se refiere este continuum naturaleza-cultura? Este evidencia un paradigma científico que toma distancia de la aproximación socioconstructivista, que ha disfrutado de amplio consenso. Esta aproximación postula una distinción categórica entre el dato (la naturaleza) y lo construido (la cultura). Esta distinción hace más rico de significado el análisis social y proporciona bases sólidas para el estudio y la crítica de los mecanismos sociales que soportan la construcción de las identidades-clave, las instituciones y las prácticas. En las políticas progresistas, los métodos del constructivismo social sostienen los intentos de desnaturalizar las diferencias sociales y de mostrar, así, su estructura contingente e históricamente determinada por el hombre. Baste pensar en los efectos revolucionarios que, a escala mundial, tuvo la frase de Simone de Beauvoir:«No se nace mujer, se llega a serlo». Esta comprensión de las injusticias sociales, cogidas en el interior de una naturaleza determinada socialmente y variable históricamente, abre el camino al proyecto humano de resolverlas mediante políticas sociales y activismo.
Mi tesis es que esta aproximación, que se sitúa en la oposición binaria entre lo dado y lo construido, está siendo actualmente sustituida por la teoría no dualista de la interacción entre naturaleza y cultura. Desde mi punto de vista, esta última aproximación está ligada y soportada por la tradición filosófica monista, autopoiética de la materia viva. Los confines entre las categorías de lo natural y lo cultural han sido desplazados y, en gran medida, esfumados por los efectos de los desarrollos científicos y tecnológicos. Este libro parte de la hipótesis de que la teoría social necesita poner las cosas en su sitio sobre la transformación de los conceptos, los métodos y las prácticas políticas, causadas por tal cambio de paradigma. Al contrario, la pregunta sobre qué tipo de análisis político y qué tipo de política progresista es sostenida por la aproximación basada en el continuum naturaleza-cultura resulta central en la agenda de la situación posthumana.
Los principales interrogantes que quiero plantear en este libro son: en primer lugar, ¿qué es lo posthumano? Y, de manera más específica, ¿cuáles son los itinerarios intelectuales e históricos que pueden conducirnos a lo posthumano? En segundo lugar: ¿dónde se separa la condición posthumana de la humana? Y, de manera más específica: ¿qué nuevas formas de subjetividad se destinan a lo posthumano? En tercer lugar: ¿de qué modo lo posthumano produce sus formas propias de inhumano? Es decir: ¿cómo podemos resistir a los aspectos inhumanos de nuestra era? Por último: ¿cuáles son las consecuencias que lo posthumano tiene sobre las ciencias humanas en la actualidad? Es decir: ¿cuál es la función de la teoría en los tiempos de lo posthumano?
Este libro cabalga sobre la ola de la simultánea fascinación por la condición posthumana como aspecto crucial de nuestra historicidad, pero también de la preocupación por sus aberraciones, sus abusos de poder y la sostenibilidad de algunas de sus premisas fundamentales. En parte, la fascinación está ligada a aquello que creo que es el deber de las teorías críticas en el mundo actual, es decir, proporcionar adecuadas representaciones de nuestras ubicaciones históricas y situadas. Este, en sí, modesto intento cartográfico, conectado con el ideal de la producción de un saber socialmente útil, se transforma en la más ambiciosa y abstracta cuestión del estatuto y el valor de la teoría misma.
Numerosos críticos culturales han comentado la ambivalente naturaleza del malestar posteorético que ha golpeado las contemporáneas ciencias humanas y sociales. Por ejemplo, Tom Cohen, Claire Colebrook y J. Hillis Miller (2012) han evidenciado el lado positivo de esta fase posteorética, sobre todo el hecho de que esta registre efectivamente tanto las nuevas oportunidades como los peligros provenientes de las ciencias actuales. Los aspectos negativos, sorprendentemente, consisten precisamente en la falta de esquemas críticos aptos para analizar el presente.
Yo estimo que la inflexión antiteorética está ligada a los acontecimientos que han sacudido el contexto ideológico. Después del fin oficial de la Guerra Fría, los movimientos políticos de la segunda mitad del siglo xx han sido marginados y sus esfuerzos teoréticos han sido desterrados en tanto considerados experimentos histó-ricos fallidos. La nueva ideología de la economía del libre mercado ha eliminado todas las oposiciones, a pesar de las masivas protestas de diversos sectores de la sociedad, imponiendo el anti-intelectualismo como característica saliente de nuestros tiempos. Este es un duro golpe sobre todo para las ciencias humanas, en cuanto penaliza la sutileza del análisis, llamada a prestar indebida fidelidad al sentido común —la tiranía de la opinión— y al beneficio económico —la banalidad del interés individual—. En este contexto, la teoría ha perdido valor y a menudo ha sido desacreditada como una especie de fantasía o de autocomplacencia narcisista. En consecuencia, la versión superficial del neo-empirismo —a menudo coincidente con la mera recogida de datos— se ha convertido en la norma metodológica de la investigación en las ciencias humanas.
La cuestión del método merece una seria reflexión: después de la caída oficial de las ideologías, a la luz de los progresos de las ciencias neuronales, evolucionistas y biogenéticas, ¿podemos interpretar la capacidad del análisis teorético del mismo modo que al final de la Segunda Guerra Mundial? ¿La situación posthumana se explica solo con la actitud posteorética?
Por ejemplo, Bruno Latour (2004) —no exactamente un humanista clásico, como se desprende de su trabajo sobre la producción de saber a través de redes de actores humanos y no humanos, cosas y objetos— recientemente ha comentado la tradición de la teoría crítica y sus vínculos con el humanismo europeo. El pensamiento crítico se funda en el paradigma socioconstructivista, que declara implícitamente su fe en la teoría como medio para interpretar y representar la realidad, ¿pero dicha fe es legítima aún hoy? Latour ha planteado serias dudas respecto de la función actual de la teoría.
Es innegable que hay un lado oscuro en la condición posthumana, especialmente a propósito de las genealogías del pensamiento crítico. Es como si, después de la magnífica explosión de creatividad de los años setenta y ochenta del siglo xx, hubiéramos entrado en un monótono horizonte petrificado, carente de diferencias y caracterizado por un persistente sentimiento de melancolía. Una dimensión espectral se ha infiltrado en nuestros esquemas de pensamiento, amplificada por los conceptos, típicos de la derecha política, del fin de las ideologías (Fukuyama, 1989) y la inevitabilidad de las cruzadas civilizadoras (Huntington, 1996).
En la vertiente de la izquierda política, en cambio, el rechazo de la teoría ha conducido a la ola de resentimiento y de pensamiento negativo respecto de las generaciones intelectuales precedentes. En este contexto de malestar teórico, intelectuales neo-comunistas (Badiou y Žižek, 2009) han sostenido la urgente necesidad de regresar a la acción política concreta, también al antagonismo violento, si es necesario, más que insistir con otras especulaciones teoréticas. Y han contribuido, así, a volver obsoletas las teorías filosóficas postestructuralistas.
En respuesta a este general clima social negativo, yo quisiera dirigirme a la teoría posthumana entendiéndola sea como instrumento genealógico, sea como brújula para la navegación. Lo posthumano es un término útil para indagar en los nuevos modos de comprometerse activamente con el presente, razonando sobre algunos de sus aspectos de manera empíricamente fundada, pero no reduccionista; crítica, pero no nihilista. Mi intención es trazar un mapa de algunas de las calles a través de las cuales lo posthumano está circulando como término dominante en nuestras sociedades globalmente conectadas y tecnológicamente mediadas. Más precisamente, la teoría posthumana es un instrumento productivo en tanto es capaz de sostener ese proceso de reconsideración de la unidad fundamental, referencia común de lo humano, en esta época biogenética conocida como antropoceno, momento histórico en que lo humano se ha convertido en una fuerza geológica en condiciones de influir en la vida de todo el planeta. Por extensión, este puede ayudarnos también a reconsiderar los principios fundamentales de nuestra interacción con otros agentes humanos y no humanos a escala planetaria.
Dejadme dar espacio a algunos ejemplos de las contradicciones fruto de nuestra condición histórica posthumana.
Viñeta 1
En noviembre de 2007, Pekka-Eric Auvinen, un muchacho finés de dieciocho años, dispara a sus compañeros de clase en una escuela superior cercana a Helsinki, matando a ocho personas antes de suicidarse. Previamente a la masacre, el joven homicida había posteado un vídeo en Youtube, en que se retrataba poniéndose una camiseta con la inscripción: «La humanidad está sobrevalorada».
Que la humanidad se halle en condiciones críticas —alguien diría incluso próximas a la extinción— es una afirmación recurrente de la filosofía europea al menos desde que Friedrich Nietzsche declaró la muerte de Dios y de la idea del Hombre que se había articulado en torno. Esta altisonante afirmación servía para alcanzar un más modesto objetivo. Lo que Nietzsche aseveraba era el fin del estatuto de autoevidencia atribuido a la naturaleza humana, el fin del sentido común y de la fe en la estabilidad metafísica y la validez universal del sujeto humanístico europeo. La genealogía nietzscheana pone en relieve la importancia de la interpretación respecto del dogmático cumplimiento de las leyes y los valo-res naturales. Al menos desde entonces, pues, los puntos principales de la agenda filosófica han sido, en primer lugar, cómo desarrollar un pensamiento crítico después de la sorprendente toma de conciencia de la incerteza ontológica, y, en segundo lugar, cómo reconstituir un sentimiento de comunidad unida por afinidades y responsabilidad ética, sin incurrir en las pasiones negativas de la duda y la sospecha.
Sin embargo, como se desprende del episodio finés, el antihumanismo filosófico no debe ser confundido con la misantropía cínica y nihilista. La humanidad podría haber sido sobrevalorada, pero desde que ha alcanzado la cifra de ocho mil millones, cualquier discurso sobre la extinción parece completamente fuera de lugar. Al mismo tiempo, la cuestión de la sostenibilidad ecológica y social está presente en los programas gubernamentales de todo el mundo, a la luz de la crisis medioambiental y el cambio climático. Pues bien, el interrogante formulado por Bertrand Russell en 1963, al final de la Guerra Fría y de la confrontación nuclear, suena hoy más apropiado que nunca: ¿el hombre tiene, de verdad, un futuro? ¿La elección entre la sostenibilidad y la extinción es, de verdad, la única que vemos en el horizonte de nuestro futuro común, o tenemos otras opciones disponibles?
El problema de los límites del humanismo y las críticas antihumanistas es, en cualquier caso, central para el debate sobre la situación posthumana, y por este motivo dedicaré a ello el primer capítulo.
Viñeta 2
El periódico The Guardian ha reproducido la noticia de que en los países atravesados por guerras, como Afganistán, la gente ha sido obligada a alimentarse de hierba para sobrevivir. En el mismo momento histórico, las vacas de Gran Bretaña y de otros países de la Unión Europea eran nutridas con forrajes a base de carne. El sector de la agricultura biotecnológica de los países ultradesarrollados se caracteriza por una inesperada tendencia al canibalismo, desde el momento en que hace engordar vacas, ovejas y pollos con pienso de base animal. Esta elección ha sido luego estimada la principal causa de la enfermedad letal denominada encefalopatía espongiforme bovina (bse), habitualmente llamada de las «vacas locas», que consiste en la degeneración de la estructura cerebral animal, reducida a papilla. Sin embargo, aquí la locura debe ser localizada decididamente en la acción de los hombres y de sus industrias biotecnológicas.
El capitalismo avanzado y sus tecnologías biogenéticas generan una forma perversa de lo posthumano. El fondo de dicho capitalismo consiste en el radical cercenamiento de toda interacción humana y animal, desde el momento en que todas las especies vivas son capturadas en los engranajes de la economía global. El código genético de la materia viva —la vida en sí (Rose, 2008)— es el capital fundamental. La globalización comporta la comercialización del planeta Tierra en todas sus formas, a través de una serie de medios de apropiación interconectados. Según Haraway, estos consisten en la proliferación de los aparatos tecnomilitares y los microconflictos a escala global; en la acumulación hipercapitalista de la riqueza; en la conversión del ecosistema en el aparato mundial de producción, y en el aparato de infoentretenimiento global del nuevo contexto multimedia.
El fenómeno de la oveja Dolly representa de la mejor manera las complicaciones producidas por la estructura biogenética de las actuales tecnologías y de sus defensores en el mercado accionario. Los animales proporcionan material vivo para los experimentos científicos.
Estos son manipulados, maltratados, torturados y genéticamente recombinados, de modo tal que resulten productivos para nuestra agricultura biotecnológica, para la industria cosmética, farmacéutica y química y para otros enteros sectores económicos. Los animales son incluso malbaratados como productos exóticos y alimentan el tercer mayor mercado ilegal del mundo actual, después de drogas y armas, antes que las mujeres.
Ratas, ovejas, cabras, bovinos, porcinos, pájaros, aves de corral y gatos son criados en granjas industriales, encerrados en jaulas y divididos en baterías por unidades de producción. Sin embargo, como George Orwell había escrito proféticamente, todos los animales podrían ser iguales, pero algunos son decididamente más iguales que otros. Así, siendo parte integrante del complejo industrial biotecnológico, el ganado de la Unión Europea recibe un subsidio, equivalente a la suma de 803 euros por vaca. Cifra considerablemente inferior a la garantizada a cada vaca americana, equivalente a 1 057 dólares, o a cada vaca japonesa, equivalente a 2 555 dólares. Estas sumas parecen aún más infelices si se comparan con el producto interior bruto per cápita de países como Etiopía (120 dólares), Bangladesh (360 dólares), Angola (660) u Honduras (920).1
La contraparte de esta mercantilización global de los organismos vivos es que los animales mismos están viviendo un proceso de humanización. En los ámbitos de la bioética, por ejemplo, la cuestión de los «derechos humanos» de los animales ha sido planteada precisamente como medio para problematizar estos excesos. La defensa de los animales es una cuestión candente en muchas democracias liberales. Esta mezcla de inversiones y abusos constituye justamente la condición posthumana paradójica generada por el capitalismo avanzado mismo, que produce, al mismo tiempo, múltiples formas de resistencia. Discutiré profundamente la nueva perspectiva postantropocéntrica sobre los animales en el segundo capítulo.
Viñeta 3
El 10 de octubre de 2013, Muamar el Gadafi, exlíder de Libia, es capturado en su pueblo de origen, Sirte, golpeado y muerto por los miembros del Consejo Nacional de Transición libio (ntc). Sin embargo, antes de ser tiroteado por las fuerzas rebeldes, el convoy del coronel Gadafi había sido bombardeado por los jets franceses y el drone estadounidense Predator, que había emprendido el vuelo desde la base aérea americana en Sicilia, pero que era controlado vía satélite desde una base situada en Las Vegas.2
Desde el momento en que la atención mediática se ha concentrado en la brutalidad del verdadero tiroteo y en la indignación por la imagen global que expuso el cuerpo herido y sangrante de Gadafi, se ha dedicado menor espacio al aspecto posthumano de la guerrilla contemporánea: las máquinas teletanatológicas producidas por nuestras mismas tecnologías avanzadas. La atrocidad del fin de Gadafi, a pesar de su despotismo tiránico, es suficiente para hacernos advertir la vergüenza de ser humanos. Sin embargo, la negación del papel de las sofisticadas tecnologías de la muerte del mundo avanzado añade un estrato posterior de desaliento moral y político.
La situación posthumana se caracteriza por una cuota significativa de momentos inhumanos. La brutalidad de las nuevas guerras, en el mundo globalizado guiado por la gestión del miedo, no remite solo al control de la vida, sino también a las diversas prácticas de la muerte, sobre todo en los países en fase de transición. Biopolítica y tanatopolítica son dos caras de la misma moneda, como Mbembe (2003) ha evidentemente demostrado. El mundo después de la Guerra Fría ha asistido no solo a un dramático crecimiento de la guerrilla, sino también a una profunda transformación de las mismas prácticas bélicas en dirección a una más compleja gestión de fenómenos como la supervivencia y la extinción. Las actuales tecnologías de muerte son posthumanas a causa de la fuerte mediación tecnológica mediante la cual actúan. ¿El operador digital que guiaba el drone estadounidense Predator desde una sala de ordenadores de Las Vegas puede ser considerado un piloto? ¿En qué difiere de los hombres de las fuerzas aéreas que condujeron el avión Enola Gay sobre Hiroshima y Nagasaki? Las guerras contemporáneas han intensificado el poder de la necropolítica hasta hacerle comprender un nuevo nivel de administración «de la destrucción material de los cuerpos humanos y la población» (Mbembe, 2003). No solo humana.
Las recientes necrotecnologías actúan en un clima social dominado, por un lado, por la economía política de la nostalgia y de la paranoia, por el otro, de la euforia y del entusiasmo.
Esta condición maniaco-depresiva presenta una serie de variaciones: desde el miedo al desastre inminente, la catástrofe que espera para verificarse, al huracán Katrina, hasta el próximo accidente medioambiental. Un avión que vuela demasiado raso, las mutaciones genéticas y el fin de la inmunidad: el accidente está ahí, a punto de cumplirse, es virtualmente una certeza; es solo una cuestión de tiempo (Massumi, 1992). Como resultado de este estado de inseguridad, el objetivo impuesto socialmente no es el cambio, sino la conservación o la supervivencia. Volveré sobre estos aspectos de la necropolítica en el capítulo 3.
Viñeta 4
Hace un par de años, durante un encuentro científico promovido por la Real academia de ciencias holandesa sobre el futuro del humanismo académico, un profesor de ciencias cognitivas atacaba frontalmente a las ciencias humanas. Su ataque se basaba en su convicción respecto de los dos mayores defectos de las ciencias humanas: su intrínseco antropocentrismo y su nacionalismo metodológico. El ilustre investigador demostró que tales defectos habían sido letales para su mismo campo, que era estimado inadecuado para la ciencia contemporánea y, por tanto, no elegible para el apoyo financiero de los Ministerios competentes o del gobierno.
La crisis de lo humano, su sucesiva recaída en lo posthumano, ha tenido efectos trágicos para el ámbito académico más íntimamente ligado a él, o sea, para las ciencias humanas. En el clima social neoliberal de la mayoría de las democracias actuales, los estudios humanísticos han sido desclasados al rango de ciencias blandas, estimados materias que profundizar en el tiempo libre al final de la escuela. Consideradas más una pasión personal que un campo de investigación profesional, creo que las ciencias humanas están corriendo el serio peligro de desaparecer del currículo universitario europeo del siglo xxi.
Otra razón de mi compromiso con el argumento de lo posthumano puede ser, en consecuencia, localizada en el profundo significado de responsabilidad cívica que atribuyen al papel del intelectual académico de nuestros días. Un pensador de las ciencias humanas, figura conocida como intelectual, hoy corre el riesgo de no saber qué papel ocupar en los escenarios públicos y sociales. Se me podría criticar sosteniendo que mi interés por lo posthumano proviene de una preocupación demasiado humana sobre el tipo de saberes y de valores intelectuales que estamos actualmente produciendo como sociedad. Con mayor precisión, me preocupa el estado en que se halla hoy la investigación universitaria, en el interior de la cual nosotros aún nos referimos a las ciencias humanas, a falta de una expresión más adecuada. Desarrollaré mis ideas sobre la universidad actual en el cuarto capítulo.
Este sentido de responsabilidad expresa, además, un hábito del pensamiento que es grato a mi corazón y a mi mente, puesto que pertenezco a aquella generación que tenía un sueño. Este era y es aún el sueño de constituir comunidades de aprendizaje reales: escuelas, universidades, libros, revistas y periódicos, currículos, debates, teatros, televisión, radio y programas multimedia —y más tarde sitios de internet y network online— que se parecen a la sociedad que representan, sirven y ayudan a desarrollar. Es el sueño de la creación de un saber importante desde el punto de vista social, en sintonía con los principios fundamentales de la justicia social, el respeto a la dignidad humana y la diversidad, el rechazo del falso universalismo; el sueño de la afirmación de la positividad de las diferencias; los principios de la libertad académica, el antirracismo, la apertura al otro y la cooperación. A pesar de que yo sea propensa a un cierto antihumanismo, no tengo ninguna dificultad de admitir que estos ideales son perfectamente compatibles con la filosofía de valores humanistas. Este libro no quiere tomar partido en disputas académicas, más bien apunta a intentar explicar la complejidad en que estamos inmersos. Propondré, por eso, nuevos modos de combinar crítica y creatividad, poniendo el acento sobre la importancia del activismo, moviéndome en la búsqueda de una representación de la humanidad posthumana a la altura de la era global.
El saber posthumano —y los sujetos que lo sostienen— se caracterizan por una básica aspiración a los principios que mantienen unida a la comunidad, e intentan evitar, por tanto, las trampas de la nostalgia conservadora y de la euforia neoliberal. Este libro parte de mi convicción de que las nuevas generaciones de sujetos cognoscentes afirman un tipo constructivo de panhumanidad, comprometiéndose plenamente a liberarnos del provincianismo de la mente y el sectarismo de las ideologías, la deshonestidad y el miedo. Esta aspiración, además, nutre mi convicción respecto a qué debería ser, hoy, una universidad —un universum, al servicio del mundo actual, no solo en cuanto lugar epistemológico de producción del saber científico, sino también en cuanto lugar del deseo de aprender a los fines de la mejora que proviene del conocimiento y que sostiene nuestra subjetividad—. Me agrada describir este deseo como aspiración radical a la libertad, mediante la comprensión de las condiciones específicas y las relaciones de poder inmanentes a nuestras ubicaciones históricas. Estas condiciones incluyen el poder que cada uno de nosotros ejerce en su cotidiana red de relaciones sociales, tanto a nivel de la micro como de la macropolítica.
De algún modo, mi interés por lo posthumano es directamente proporcional al sentimiento de frustración que advierto con relación a los recursos y a los límites humanos, todos demasiado humanos, que caracterizan nuestro nivel personal y colectivo de potencia y creatividad. He aquí por qué la cuestión de la subjetividad asume tanto relieve en este libro: necesitamos proyectar nuevos esquemas sociales, éticos y discursivos de la formación del sujeto para afrontar los profundos cambios a los que nos enfrentamos. Esto implica que tenemos que aprender a pensar de manera diversa en nosotros mismos. Yo asumo la condición posthumana como una oportunidad para incentivar la búsqueda de esquemas de pensamiento, de saber y de autorrepresentación alternativos respecto de aquellos dominantes. La condición posthumana nos llama urgentemente a reconsiderar, de manera crítica y creativa, en quién y en qué nos estamos convirtiendo en este proceso de metamorfosis.
1 The Guardian Weekly, 11-17 de septiembre de 2003, pág. 5.
2 The Daily Telegraph, 21 de octubre de 2011.
Al principio de todo está Él: el ideal clásico del Hombre, identificado por Protágoras como «la medida de todas las cosas», luego elevado por el Renacimiento italiano a nivel de modelo universal, representado por Leonardo da Vinci en el Hombre vitruviano (véase figura 1). Un ideal de perfección corporal que, en línea con el dicho clásico mens sana in corpore sano, evoluciona hacia una serie de valores intelectuales, discursivos y espirituales. Juntos, estos sostienen una precisa concepción de qué es humano a propósito de la humanidad. Además, aseveran con inquebrantable seguridad la casi ilimitada capacidad humana de perseguir la perfección individual y colectiva. Esa imagen icónica es el símbolo de la doctrina del humanismo, que interpreta la potenciación de las capacidades humanas biológicas, racionales y morales a la luz del concepto de progreso racional, orientado teleológicamente.
La fe en los poderes únicos, autorreguladores e intrínsecamente morales de la razón humana representa parte integrante de esta doctrina ultrahumanista, que ha sido sobre todo difundida durante los siglos xviii y xix mediante las reinterpretaciones de la Antigüedad clásica y los ideales del Renacimiento italiano.
Figura 1. El Hombre Vitruviano, de Leonardo da Vinci (1492). Fuente: Wikimedia CommonsEste modelo fija los estándares no solo de los individuos, sino también de sus culturas. El humanismo se ha desarrollado históricamente como un modelo de civilización, que ha plasmado la idea de Europa como coincidente con los poderes universalizantes de la razón autorreflexiva. La transformación del ideal humanista en el modelo cultural hegemónico ha sido canonizada por la filosofía de la historia de Hegel. Esta perspectiva autocomplaciente sostiene que Europa no es una ubicación geopolítica, sino más bien un atributo de la mente humana que puede prestar sus cualidades a cualquier objeto apropiado. Esta es la concepción expresada por Edmund Husserl (1970) en su famoso ensayo La crisis de las ciencias europeas, que constituye una apasionada defensa de los poderes universales de la razón contra la decadencia moral e intelectual simbolizada por el ascenso del Fascismo europeo de 1930. Según Husserl, Europa se presenta a sí misma como el lugar de origen de la razón crítica y autorreflexiva, cualidades que remiten a la norma humanista. Igual solo a sí misma, Europa trasciende su especificidad en cuanto conciencia universal, o, más bien, presenta el poder de la trascendencia como su característica distintiva y el universalismo humanista como su peculiaridad. Esto convierte al eurocentrismo en algo más que una contingente cuestión de actitud: este es un elemento estructural de nuestra práctica cultural, arraigado tanto en las teorías como en las prácticas institucionales pedagógicas. Como ideal de civilización, el humanismo ha alimentado «los destinos imperiales de la Alemania del siglo xviii, de Francia, sobre todo de Gran Bretaña» (Davis, 1997, 23).
Este paradigma eurocéntrico implica la dialéctica entre el ego y el otro, además de la lógica binaria de la identidad y la alteridad, en calidad de motores de la lógica cultural del humanismo universal. Es central, por esta actitud universalista y por su lógica binaria, la noción de diferencia, entendida en sentido peyorativo. El sujeto equivale a la conciencia, a la racionalidad universal y al comportamiento ético autodisciplinante, mientras que la alteridad es definida como su contraparte negativa y especular. No obstante, cuando la palabra diferencia significa inferioridad, esta asume connotaciones esencialistas y letales desde el punto de vista de las personas marcadas como «otras». Estos son los otros sensualizados, racializados y naturalizados, reducidos al estado no humano de cuerpos de usar y tirar. Nosotros somos todos humanos, solo que algunos de nosotros son más mortales que otros. Desde el momento que su historia en Europa y en otras partes se ha caracterizado por marginaciones nefastas e interdicciones fatales, estos otros plantean preguntas sobre el poder y la exclusión. Necesitamos mayor responsabilidad ética para afrontar la herencia del humanismo. Tony Davies lo afirma lúcidamente: «Todos los humanismos hasta ahora han sido imperialistas. Estos hablan de lo humano en los términos y en los intereses de una clase, un sexo, una raza y un genoma. Su presión sofoca a aquellos que no ignora. Es casi imposible pensar en un crimen que no se haya cometido en nombre de la humanidad» (Davies, 1997, 141). En verdad, en muchos casos, desafortunadamente, diversas atrocidades se han cometido en nombre del odio hacia la humanidad, como demuestra el caso de Pekka-Eric Auvinen ilustrado en la primera viñeta de la introducción.
La reducida noción humanista de aquello que define lo humano es una de las claves para comprender cómo hemos llegado a la inflexión posthumana. El itinerario no es simple e identificable a priori. Edward Said, por ejemplo, complica el cuadro introduciendo una perspectiva postcolonial: «El humanismo entendido como una forma de nacionalismo protector o también defensivo es, creo, una mezcla peligrosa, aunque a veces inevitable, por su ferocidad ideológica y su implícito triunfalismo. En el contexto colonial, por ejemplo, el renacimiento de las lenguas y las culturas suprimidas, los intentos de afirmación nacional y el reclamo a antepasados ilustres […] son aspectos explicables y comprensibles» (Said, 2007, 64). Este atributo es crucial para evidenciar la im-portancia del lugar desde el que cada uno de nosotros toma la palabra. Las diferentes ubicaciones entre centros y periferias son de primordial relevancia, especialmente en relación a la herencia de un fenómeno complejo y multifacético como el humanismo. Por un lado, cómplice de genocidios y crímenes, por el otro, heraldo de enormes esperanzas y deseos de libertad, el humanismo marca la derrota de la crítica lineal. Esta proteiforme cualidad es, en parte, responsable de su longevidad.
Dejadme poner las cartas boca arriba aun estando solo al principio de mi razonamiento: no soy en absoluto aficionada al humanismo y a la idea de humano que implícitamente contiene. Así, el antihumanismo es hasta tal punto parte de mi genealogía intelectual y personal como de una tradición familiar, que, para mí, la crisis del humanismo parece un dato descontado. ¿Por qué?
Mi alegría al acoger la noción histórica de la decadencia del humanismo, con su núcleo eurocéntrico y sus tendencias imperialistas, se explica en primer lugar gracias a la política y a la filosofía. Ciertamente, el contexto histórico cuenta mucho. He crecido intelectual y políticamente en los años turbulentos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando el ideal humanista fue radicalmente puesto en discusión. Durante los años sesenta y setenta un notable activismo antihumanista arraigó gracias a los nuevos movimientos sociales y a las culturas juveniles del período: feminismo, anticolonialismo y antirracismo, movimientos pacifistas y antinucleares. Cronológicamente ligados a las políticas sociales y culturales de la generación conocida como baby boomers, estos movimientos sociales han dado vida a políticas radicales, teorías sociales y nuevas epistemologías. Han desafiado los estereotipos de la retórica de la Guerra Fría, con su énfasis en la democracia occidental y el individualismo liberal.
Solo la crisis teorética de la mediana edad nos impide reconocer nuestra pertenencia a la generación de los baby boomers.1 En este período, la imagen pública de esta generación no es precisamente positiva. No obstante, a decir verdad, ha sido marcada por la herencia traumática de los diversos y fracasados experimentos políticos del siglo xx. El Fascismo y el Holocausto, por un lado, el Comunismo y el Gulag, por el otro, se equilibran en la balanza ensangrentada de la historia de los horrores. Hay un evidente nexo generacional entre estos momentos históricos y el rechazo del humanismo en los años sesenta y setenta. Concededme explicarlo.
Al nivel de sus propios contenidos ideológicos, estos dos fenómenos históricos, Fascismo y Comunismo, rechazan explícita e implícitamente los principios fundamentales del humanismo europeo, traicionándolos profundamente. Sin embargo, son muy distintos por lo que concierne a estructura y objetivos. Allí donde el Fascismo propugnaba una despiadada cesura de las raíces del concepto ilustrado de respeto por la autonomía de la razón y de la moral, el socialismo perseguía una versión comunitaria de la solidaridad humanista. Desde los inicios de los movimientos socialistas utópicos del siglo xviii, la izquierda europea ha sentido atracción por el socialismo humanista. En verdad, el marxismo leninista rechazaba algunos aspectos del humanismo socialista, en particular su ensañamiento en la realización del potencial humano como autenticidad (opuesta a la alienación), proponiendo como alternativa el humanismo proletario, conocido también como humanismo revolucionario típico de la urss, famoso por su denodada tendencia a la realización de la libertad humana, valor dado por universal, pero solo bajo y a través del Comunismo.
Dos factores han contribuido a la popularidad del humanismo comunista después de las grandes guerras. El primero está representado por los desastrosos efectos que el Fascismo tuvo sobre la historia intelectual y social europea. Fascismo y Nazismo fueron causa de enormes daños también en la historia de la teoría crítica continental europea, puesto que destruyeron y desterraron de Europa escuelas de pensamiento enteras —en particular, marxismo, psicoanálisis, escuela de Frankfurt, la carga rompedora de la genealogía nietzscheana (por más que el caso de Nietzsche sea bastante complejo)—, que había sido central en la filosofía de principios del siglo xx. Además, la Guerra Fría y la división en dos bloques geopolíticos que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial, resquebrajó y dicotomizó Europa hasta 1989, dificultando el retorno al continente, que también las había alejado con violencia e ignorancia, de aquellas mismas teorías radicales. Es significativo, por ejemplo, que muchos de los autores que Michel Foucault considera precursores del pensamiento crítico de la Modernidad avanzada (Marx, Freud, Darwin) sean los mismos pensadores que el Nazismo condenó a la hoguera pública en 1930.
La segunda razón de la popularidad del marxismo humanista está representada por el hecho de que el Comunismo, sobre todo gracias a la urss, desarrolló un papel central en la derrota del Fascismo y, por tanto, resultó vencedor al final de la Segunda Guerra Mundial. En estos términos, se explica el hecho de que la generación política del Sesenta y ocho haya heredado una concepción positiva de la praxis y la ideología marxistas, en cuanto resultado de la oposición comunista-socialista al Fascismo y del compromiso armado de la Unión Soviética contra el Nazismo. Este dato de hecho choca con el casi epidérmico anticomunismo de la cultura estadounidense y está destinado a permanecer como un punto de fuerte tensión intelectual entre Europa y Estados Unidos. Es algo difícil de recordar, al alba del tercer milenio, el hecho de que los partidos comunistas fueron los únicos verdaderos emblemas de la resistencia antifascista en Europa. Y que ellos tuvieron, además, un papel significativo en los movimientos de liberación nacional en todo el mundo, en particular en África y Asia. El texto fundamental de André Malraux La condición humana (1934) es testigo tanto de la estatura moral como de la dimensión trágica del Comunismo, como lo es, en otro momento histórico y contexto geopolítico, la vida y la obra de Nelson Mandela (2008).
Edward Said, tomando la palabra como ciudadano de Estados Unidos, añade otra interesante observación: «El antihumanismo ha arraigado en la escena intelectual estadounidense en parte a causa de la difusa repulsión suscitada por la guerra en Vietnam. Esta aversión ha implicado también el surgimiento de un movimiento de resistencia contra el racismo y, en general, el imperialismo, además de contra las pedantes disciplinas humanistas que durante años habían representado un ejemplo de actitud apolítica, ajena al mundo, deliberadamente ignorante del presente, y a los efectos a veces manipuladores, siempre resuelto a celebrar las virtudes del pasado» (2007, 42).
Durante los años sesenta y setenta la nueva izquierda estadounidense se caracterizó por las radicales instancias antihumanistas, que se difundieron no solo en contraste al liberalismo predominante, pero también en contraste con el marxismo humanista de la izquierda tradicional.
Soy perfectamente consciente del hecho de que esta noción de marxismo, hoy considerado una ideología violenta e inhumana, aproximada al humanismo podrá dejar asombradas a las generaciones más jóvenes y a aquellos que no tienen familiaridad con la filosofía continental. Sin embargo, es suficiente recordar el énfasis con el que pensadores del calibre de Sartre y De Beauvoir se servían del humanismo como método laico de análisis crítico. El existencialismo vuelve a la conciencia humanista como origen, sea de la responsabilidad moral, sea de la libertad política.
Francia ocupa una posición muy especial en la genealogía de la teoría crítica antihumanista. El prestigio de los intelectuales franceses se debe no solo al formidable sistema escolar del país, sino también a razones ligadas al contexto. Entre estas razones está la alta envergadura moral de Francia a fines de la Segunda Guerra Mundial, debida a la resistencia de Charles de Gaulle. En consecuencia, los intelectuales franceses han seguido beneficiándose de una excelente reputación, sobre todo si son comparados con los pocos supervivientes de aquel paisaje devastado que era la Alemania de posguerra. De aquí la ilustre fama internacional de Sartre y De Beauvoir, pero también de Aron, Mauriac, Camus y Malraux. Tony Judt lo expresa sintéticamente: «A pesar de la tremenda derrota de Francia en 1940, a pesar del humillante sometimiento debido a la ocupación alemana durante cuatro años, a pesar de la ambigüedad moral del régimen de Vichy del mariscal Pétain, a pesar de la embarazosa subordinación del país a Estados Unidos y Gran Bretaña en los años de la posguerra para las políticas exteriores, la cultura francesa se convirtió de nuevo en el centro de atención internacional: los intelectuales franceses adquirían una especial relevancia internacional como portavoces de la época, y el contenido de las argumentaciones políticas francesas sintetizaba la renta ideológica en el mundo en general. Una vez más —por última vez—, París era la capital de Europa» (2005, 210).
Durante los años de la posguerra, París siguió funcionando como un imán que atraía y ponía en circulación la obra de cualquier clase de pensador crítico. Por ejemplo, Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn fue publicado primero en Francia en 1970, para luego ser introducido de forma clandestina en los países de la Unión Soviética. Fue después de su exilio parisino que el ayatolá Jomeini condujo la revolución en Irán de 1979, que instauró el primer gobierno islámico del mundo. De algún modo, el contexto francés de aquel período estaba abierto a cualquier tipo de movimiento político radical.
Es ya un dato de hecho que en la Francia de entonces florecieron, tanto a izquierda como a derecha, tantas escuelas de pensamiento crítico que la filosofía francesa se convirtió casi en sinónimo de la teoría en sí, con consecuencias a largo plazo, como veremos en el cuarto capítulo.
Hasta los años sesenta, la razón filosófica había conseguido evitar, permaneciendo casi ilesa, la cuestión de sus responsabilidades en la perpetuación de modelos históricos de dominio y exclusión. Tanto Sartre como De Beauvoir, influidos por las teorías marxistas sobre alienación e ideología, comprendieron que el triunfo de la razón coincidía con el ascenso de poderes prevaricadores, manifestando así la complicidad de la razón filosófica hacia las prácticas cotidianas de injusticia social. Sin embargo, siguieron defendiendo la idea de razón universal y recurriendo al método dialéctico para la resolución de tales contradicciones. Esta aproximación metodológica, mientras se muestra crítica respecto de los modelos hegemónicos de apropiación violenta y subsunción de los otros, estima, al mismo tiempo, la función de la filosofía como un medio privilegiado y culturalmente hegemónico de análisis político. Con Sartre y De Beauvoir la imagen del filósofo-rey se concreta en un cuadro preciso, aunque de modo crítico. En calidad de crítico de la ideología y de conciencia del oprimido, el filósofo es un ser humano pensante que insiste en buscar sistemas teoréticos generales y en alcanzar la verdad. Sartre y De Beauvoir consideran el universalismo humanista un rasgo distintivo de la cultura occidental, es decir, su específica forma de particularismo. Ellos emplean los utensilios conceptuales proporcionados por el mismo humanismo para acelerar la confrontación de la filosofía con sus propias responsabilidades históricas y su papel político de mediación conceptual.
Este universalismo humanista, asociado al énfasis del constructivismo social sobre el hombre-artefacto y la naturaleza históricamente variable de las injusticias sociales, apronta el terreno para una sólida ontología política. Por ejemplo, el feminismo emancipador de De Beauvoir se funda en el principio humanista de que «la mujer es la medida de todas las cosas femeninas» y de que, para ser responsable de sí misma, una filósofa feminista necesita ser responsable de la situación de cada mujer. Esto comporta en un nivel teorético una síntesis productiva de ego y de otro de sí. A nivel político, la mujer vitruviana ha forjado un vínculo de solidaridad entre el uno y muchos, vínculo que gracias a la segunda oleada feminista en los años sesenta estaba destinado a transformarse en la práctica de la fraternidad política. Esta práctica constituyó una base común para las mujeres, desde el momento en que ser mujeres en el mundo representó el punto de partida de todas las reflexiones críticas y, al mismo tiempo, de cualquier praxis política elaborada. El feminismo humanista ha introducido un nuevo estilo de materialismo, un estilo encarnado y situado (Braidotti, 1994). La piedra angular de esta innovación teorética es un particular tipo de epistemología situada (Haraway, 1988), que comienza con la «política de la ubicación» (Rich, 1987) y a lo largo de los años noventa transpone el posmodernismo en el punto de vista teórico feminista y en los correspondientes debates (Harding, 1991). La premisa teorética del feminismo humanista es la noción materialista del cuerpo encarnado, cosa que nos indica los presupuestos de un nuevo y más preciso análisis del poder. Estos presupuestos se han articulado a partir de una crítica radical del universalismo machista, pero son aún dependientes de una forma de humanismo activo y proclive a la igualdad.
La teoría y la práctica feminista han trabajado más rápida y eficazmente que muchos movimientos sociales de los años setenta. Estas han desarrollado instrumentos originales y métodos de análisis que han permitido relatos más verosímiles de cómo funciona el poder. Además, las feministas han identificado explícitamente en la izquierda, presumiblemente revolucionaria, comportamientos machistas y hábitos sexistas y los han denunciado como contradictorios respecto de su ideología, así como intrínsecamente ofensivos.
Sin embargo, la izquierda convencional se caracteriza por una nueva generación de pensadores de la posguerra con otras prioridades. Ellos se rebelan contra el alto estatuto moral de los partidos comunistas de la época, tanto de la Europa occidental como del imperio soviético. Este había llegado a una presión autoritaria sobre la interpretación de los textos marxistas y sus conceptos filosóficos clave. Las nuevas versiones del radicalismo filosófico desarrollado en Francia y en el resto de Europa en los últimos años sesenta expresaron una crítica explícita de la estructura dogmática del pensamiento y de la praxis comunista. Estos condujeron también a una crítica de la alianza política sancionada entre filósofos como Sartre y De Beauvoir y la Izquierda comunista,2