Lo que mira Damián - Alain Derbez - E-Book

Lo que mira Damián E-Book

Alain Derbez

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Beschreibung

Hay aquí, en Lo que mira Damián, una historia (varias) entre Francia y México, entre Barcelonnette, París y el todavía Distrito Federal, donde accede quien lee a dimensiones multifocales gracias a una cultura personal del autor que interviene con potencia para dar solidez y presencia casi fantástica a la encrucijada de Damián, personaje medular. Topamos con una montaña rusa que se modula en una escritura muy refinada y precisa que- para hablar del ritmo- de un instante de sopor- el carrito del juego mecánico sube la cuesta- rápido se restablece con un período de lujo literario donde lo lúdico transgrede a gritos orgásmicos los decálogos racionales. De esta gesta erótica, el lenguaje no sale virgen. Hay una desfloración descriptiva, semántica, que garantiza la libertad del que lee y del que escribe y hay igualmente un dechado de palabras precisas, de frases memorables, de reflexiones hondas de envergadura filosófica que el protagonista de esta novela a varias voces va y suelta porque tal vez no sabe decir que no a lo que la vida le plantea, porque, contingente, Damián (este historiador, escritor, homosexual, francés y mexicano, extranjero y natural) es el trasunto de cualquier ser humano que piensa con el ojo de la luz y no puede parar de hacerlo, porque no conoce el oriente o porque ha perdido el norte quizás, porque lo está buscando o porque grita ¡eureka! justificadamente y de ello en estas páginas el autor da cuenta. Álvaro Granados

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Lo que mira Damián

Primera edición en papel: 2023

Edición ePub: diciembre 2023

De la presente edición:

D. R. © 2023, Alain Derbez

D. R. © 2023, Bonilla

Distribución y Edición, S.A. de C.V.

Hermenegildo Galeana #116,

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan,

14080, Ciudad de México

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN: 978-607-8918-92-8 (impreso)

ISBN: 978-607-8918-93-5 (ePub)

ISBN: 978-607-8918-94-2 (pdf)

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Diseño de portada: d.c.g. Jocelyn G. Medina

Diseño de interiores: André Urzúa Plá

Realización ePub: javierelo

Este libro contó con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

Impreso y hecho en México / Printed in Mexico

A mi abuelo y a mi padre, los dos Marcelos, los dos barcelonetas y de aquí.

A todos con quienes estuve en el valle del Ubaye incluido por supuesto el perro.

A Stephane Foin, Álvaro Granados, Cedric Minne, Diego Jáuregui y Abel Zavala.

A mis hijos Eréndira y Jonás.

A mi hermano Serge y sus hijos Gabriela, Daniel y Michel.

A quienes adentro están y se adivinan.

A mis muertos y a mis vivos.

A las Marcelas.

Diario de Barcelonnette. Enero 16, 20...

Se apareció el perro. Otra vez. Como si viniera de la nada. ¿De dónde sale? ¿Cuál es de todas estas casas su casa? ¿En dónde se alimenta? ¿Quién le da? Es muy temprano. Salió el sol. No nevó tanto anoche. La nieve suena con cada pisada: las mías algo lentas mientras que las de él, con su prisa, su potencia, son una barredora. Ya no es un simple palo, una rama seca: ahora el peludo can trae un tronco, ¡literalmente un tronco en el hocico! A esta hora sólo él y yo estamos en las pequeñas callejuelas. ¡Qué digo callejuelas! Una calle principal realmente y algunas adherencias, simulacros, truncos pasillos de traspatio, una fuente de piedra congelada, una capilla que abre sus puertas sólo en determinados días en que el párroco se digna a subir. Quien misa quiera tendrá que desplazarse unos kilómetros, descender zigzagueando hasta Saint Paul o más lejos aún, hasta Jausiers. Las visitas del sacerdote aquí están marcadas en el festivo calendario. Ésta es la extensión de la carretera, la desviación a la derecha si subes de Saint Paul, a la izquierda si bajas de la montaña. Difícil dar la vuelta sin cadenas bien puestas en los neumáticos. Imposible no derrapar en el hielo como había resbalado unos días antes aquel carro local en la siguiente curva. ¡Qué hacen ahí! Bajé lo más rápido que pude a auxiliar a la pareja pero ya estaba, dijeron móvil en mano, todo bajo control; ya venía la grúa desde la estación de Vars. No había más daño que el susto por lo que fue y por lo que pudo haber sido que siempre desde lo peor imaginamos. ¿Cómo es que yo sabía conducir así, aquí? ¿Cómo podía? Jamás lo había hecho. Nunca tampoco -eso fue hace años- había esquiado. No había aprendido a frenar ante el miedo de la velocidad que no fuera, como todo neófito, moviendo las rodillas hacia adentro llevando los pies y en este caso los esquíes a tocar sus puntas. Así lo dijo el instructor y así lo practicaste: pizza, frenar en pizza, dibujar en la nieve por un patizambo santiamén el agudo ángulo de la rebanada de pizza. Pero no sucedió de esta manera cuando hubo que reaccionar. ¿Cómo es que me detuve con tal vértigo, que evité el accidente más que cantado con los esquíes paralelos torcidos a uno de los lados? La pierna izquierda adelante, la derecha detrás. Un silbido seco, corto, raudo y seguro. Hasta con estilo: un alto total ahí como si supiera, como si hubiera sabido, como si siglos llevara de hacerlo. En aquel primer viaje, lo recuerdo, fuimos a Chamonix junto al Mont Blanc, estuvimos en Cortina D’Ampezzo, pero la nieve convocada, la muy temprana nieve otoñal en Francia como en Italia, tan taimada como blanda, no dejó poner en práctica las lecciones para niños principiantes recibidas y nos tuvimos que conformar con hacer muy efímeros muñecos de aguanieve e ilusión y tomar bien caliente tazas de chocolate... Silencio. Viento. Adrenalina. Me detuve, sí, pero ahí no paró todo. Venía volverme para devolverme. Desafiar la inclinación, la gravedad, la física. Esfuerzo y miedo entonces. Lo peor por venir. Terror de resbalar, de dar un paso en falso, de caer hacia atrás en el acantilado de película de espías. Conciencia. Como salir a la cornisa. Dar un paso al costado hacia donde está la entrada. Otro. Intentar acceder por la ventana del edificio una vez más sin mirar abajo, sin sentir el viento, el cosquilleo quemante en las plantas de los pies, sin escuchar los gritos de quien en la acera se ha dado cuenta, según él, del posible suicida, sin mareos, sin vértigos, sin error. Subir la cuesta milímetro a milímetro a milímetro. El 9.8, la gravedad, la manzana de Newton resbalando un poco. Hacerlo. Mirar atrás sólo cuando se está cogido de algo seguro. Desfallecer por el cansancio y la sed ante unos cuantos metros recorridos cuesta arriba como si leguas en el desierto. Llegar a la cabaña sudoroso. Quitarse los esquíes. Beber agua y más agua. Narrar lo sucedido a quien quiera creerte si es que quieren oír: ¡Soy un sobreviviente!... Debes traerlo en la sangre, dijeron, debe venir en tu información genética, agregaron; la memoria arquetípica, las vidas reencarnadas, tu familia paterna media existencia o más en la nieve, media vida o más en el hielo. Es lo mismo que explica tu espíritu viajero: ¡culo de mal asiento como tu padre! ¡y culo de mal asiento como tu abuelo y todos sus parientes por parte de padre y madre!... ¡Pamplinas! Majaderías sin explicación. Necedades. Necedad la mía, al menos. Distracción. Estupidez. Equivoqué la ruta. Saqué la pipa. Encendí. Me salí de la pista reglamentaria, el camino de los primerizos y los aficionados y entré a una pista negra, o peor aún, a un lugar sin pista, sin caminos predeterminados para un solo destino: descender jugándose la vida por deporte. Sobreviví, sí, como quien sobrevive tras un trozo de carne y una inoportuna risotada con el calibrado apretón de la maniobra Heimlich (la asfixia, la luz que se enciende al final del túnel y a alguien siento en mi espalda, alguien comprime mi abdomen, alguien me hace escupir, ay qué alivio, ay qué vergüenza, ay los primeros auxilios, ay sigue vivo, ay qué hazaña ¡salud! y venga gracias, gracias, a comer más que aquí no ha pasado nada: lo caído es del lebrel si es que puede dar con él): una historia más sobre la suerte del amateur en los anónimos anales de un centro para esquiar, heroicidades de buró y anécdota. La realidad es otra cuando hay nieve, mucha nieve. Ésta es la realidad años más tarde. La grúa que ya vino por ellos. Lo normal. Asunto para que el seguro se encargue de desatorar. El perro. Yo. Bajamos. Un paso, dos, tres cuatro, interrumpimos. Igual que los demás días lo suyo es jugar. Jugar con lo que trae en el hocico, jugar con lo que deja al alcance de ese otro gran juguete suyo que es el que le lanza, el que no le lanza, el que retiene y finta. ¡Vaya que debe pesarle! Este tronco que carga podría ser parte de una casa. No quiero pensar que el peludo bicho ha empezado a destruir alguna gite de las varias vacías en estas invernales temporadas. Ahí va, leño por leño, a destriparla. Unas sesiones más de nuestros juegos y la cabaña correrá el peligro de derrumbarse. Una, dos semanas y el letrero no tendrá razón de ser: a louer gite. Poco qué alquilar ahí sino los escombros. Pero no diré nada. No lo reprenderé aunque sea en castellano. No me gustaría verlo enojado y gruñendo. No quiero recibir de esas mandíbulas un hachazo. Ni siquiera deseo pensarlo. Hace frío sí pero no tanto. Es mi segundo lunes en verdad invernal. Tal vez ya me acostumbro. Cumplo una semana y días aquí, no, cumplo ya dos semanas, de haber conducido desde Barcelona, de aprender a disponer con corrección de instructivo cadenas en las llantas de un automóvil ajeno y propio. No es temporada. Ya no es temporada. Como si fuera un libro, como si fuera, repito, una película. Escucho unas voces despertando. Buenos días. Bonjour. Ça va?...Vienen de lejos. El sonido viaja rápido entre las montañas. Alguien fuma, no yo. No todavía. Es muy temprano. Alguien ha encendido una estufa de leña. Todo se huele. El viento es veloz también. Allá, hasta abajo, un establo deja saber que hay ovejas, quizás vacas. Ambas. ¿Dónde fue que supe que las vacas originalmente fueron carnívoras? Escándalo que además fueran caníbales. Huele. Suena. Está cerrado. Ya vendrá la primavera algún día, si es que de algo les sirve la promesa a los enclaustrados animales, a los dueños pastores ocupados hoy en asuntos distintos para irla llevando. La estación de esquí por ejemplo. El trabajo temporal de quien lleva el uniforme: un triángulo nevado es el visible escudo, verde en la parte inferior, azul arriba. Un dibujo. A su alrededor en letras grandes se lee Route de la Bonette. 2802 Métres. La plus haute d’Europe. Hay calcomanías que anuncian la estacional labor. He pegado una en el auto que seguramente será retirada una vez revendido el vehículo a la agencia. Se oirá una maldición: Merde! ¡Turistas de mierda! Camino para patear el tronco que el animal ha dejado ahí invitándome. Soy, definitivamente, su mascota de ocasión. Escribo y juego ante el azar que define un ludópata que ladra. Interrumpo una y otra vez una y otra actividad. Ahora se ha ido un poco más lejos. Unos metros. Aguarda. Es muy paciente. Debo coger, debo lanzar este leño. No le gusta absolutamente nada que me detenga, que haga pausas, que vaya dándole pequeños, mínimos puntapiés para hacerlo rodar. Eso no está en las reglas. Se inquieta. Quiere ver mis manos cubiertas. Mi mano izquierda desnuda al viento que sopla momentáneamente retirado el guante. Los dedos acercándose, los dedos que ya llegan, que ya cogen y ya casi a punto: el relámpago. ¡No en esta ocasión!, parece decirme con los ojos, ¡no en esta ocasión! No. No me lo dice. El tronco en el hocico. ¡Me ha engañado! Él estaba a las vivas, él calculaba como un viejo tahúr oriental que te tantea y alevoso desenvaina el golpe del alfanje. Disimulo. Nada ha pasado aquí. Yo no estaba fijándome, estaba en otra cosa, otro asunto importante. Yo escribía. Yo llenaba las páginas de mi diario: mi diario de Barcelonnette. Miro de reojo que el tronco, su tronco, descansa una vez más sobre el blancor. Me vuelvo hacia otra parte. Camino un poco. Vuelvo sobre mis pasos. ¡No puede ser!; sus ojos son los que hablan, los que siguen hablando: ¡no puedes abandonar cuando todo empezaba, cuando comenzábamos a divertirnos! ¡No es justo ni es!... ¡Ja! El ardid rinde sus frutos, se desgañita y salta dándose cuenta del completo engaño del que ha sido víctima. ¡Colmillitos a mí!... Lo muevo victorioso frente a él unos segundos y doy un grito. Soy humano. Un orgullo del género. La historia de la humanidad que altiva corre por mis terminales nerviosas mira cómo meneo el leño para acá, para allá, cómo finto y engaño y bailo la danza de la victoria, cómo –la humanidad en éxtasis contempla y si estuviera aquí aplaudiría como hubiera aplaudido al tuerto Aníbal con sus trucos de amaestrados paquidermos equilibristas- lo lanzo finalmente con todas mis fuerzas. ¡Todas mis fuerzas!... Él, corre, se frena, se derrapa, se zambulle, lo recoge y regresa. Se sacude la nieve. No lo oigo reír pero podría: ¡Y eso fue lo mejor que pudiste dar! ¡Pobre diablo!... Lo coloca otra vez muy a la mano. Es un señuelo. Juega, sigue jugando conmigo. Yo intento distraerlo, yo intento entretenerlo. Poner las cosas más interesantes. Subir las apuestas. Un pequeño arroyo más allá no se acabó de congelar. Apenas es enero. Es una variante algo gris en un albo e interminable paisaje.

Ahora lanzo el tronco ladera abajo. El perro corre por él y ambos descubrimos que, por unos segundos, hemos asustado a una liebre que bebía muy quitada de la pena y que nada tenía que ver con nuestros pasatiempos matutinos, con nuestra historia. Su historia no era la nuestra. Al perro -no sé su nombre porque no es de nadie o es de todos pero esta mañana lo bautizaré como Dantón ya que ayer fue Porfirio y anteayer Canuto y el día anterior Tláloc y antes Natión y desde el primer día le dije “perro” y no chien, caniche, chien de gard, chien de manchon, chien de berger, chien loup, chien d’aveugle- no le distrae el orejudo animal en su huida de reflejo y de sed insatisfecha. En este momento él, Dantón, va por el juego, él va a lo suyo y no por la cacería o el secular instinto. ¿A qué vine a Francia? ¿A escribir? ¿A mantener entretenido a un perro, un perro de guardia, un perro faldero, un perro pastor, un perro lobo, un lazarillo revoltoso y lanudo que ha dejado el barrilito de cognac y su oficio de rescatista en algún lado? ¿Vine a Francia a oír los zapatazos de una liebre espantada que maldice en silencio mientras huye sedienta? En la radio han dicho, si es que lo capté bien, que el sol el día de hoy durará poco, muy poco, menos cada vez. Dantón que ha bajado serpenteando por su presa, no ha vuelto. No llevo reloj pero lo intuyo: ya pasó mucho tiempo. Demasiado. Lo debo haber lanzado a un barranco más difícil. Noto que manché mi libreta. Es sangre. El perro en su avidez por jugar ha equivocado el golpe. Cerró y abrió muy rápido. Tanto que no lo sentí. Lo siento ahora. Duele mientras escribo. Ensucio. Fue un rozón. Arde. Dantón no regresa. ¡No es posible! Pienso en Trotsky y pienso en su asesino. ¿A qué vine a Francia? ¿A matar a un perro sin que fuera mi intención? ¿A asesinar sin pretenderlo al perro de la comunidad, al dogo de la villa de Les Prads con su fuente surtidora de agua, en el verano su farol, sus 10 casas, sus menos de cinco familias y su cerrada capilla?...Ya comienza a nevar. Doy marcha atrás. Ahí va el intruso, el asesino vuelve sobre sus pasos, mis huellas, sus huellas. La culpabilidad. La culpa. Quiero oír su ladrido. Quisiera oírlo. Oteo. Me vuelvo: todo blanco. Todo más blanco, más exasperantemente blanco. Aguzo las orejas como si fuera él. Nada. Arrecia la cellisca, cambia de condición y la negra mancha inquieta no aparece sonriente, triunfal con el ansiado premio en el hocico y la imparable cola de abanico invitando, provocando. A punto de entrar creo haberlo... Sí, es él. Me saco las botas, sacudo el pantalón. Miro por la ventana. Sigo sangrando. No es nada. Un diente no es un piolet y yo no soy León el ucraniano ni Coyoacán es el paisaje. Unas gotas obstinadas que se pueden lavar con agua y con jabón. A la entrada del pueblo Dantón busca, con alguien que sepa jugar, otro nombre, el suyo de seguro, el que le pertenece, el que un niño le habrá puesto al nacer, al recibirlo como suyo, su mascota. Dantón juega con los forasteros y sus afanes bautistas, amistosos. Mañana temprano, si me puedo acordar, cuando nos encontremos he de llamarlo Clipperton o Pavlov o Ramón Mercader, Quetzalcóatl, Déjà vu o Robespierre. ¡Ah la engañosa Francia donde Rob es Pierre! ¡Ah los muy malos chistes!...

Ya estaría de Dios

Los enanos me devuelven. Estoy dormido y, como si levitara casi a ras del suelo, los enanos me cargan sobre sus cabezas y me devuelven. En andas voy. Lo raro es que nunca he estado ahí. Vuelvo una y otra vez a un lugar en el que jamás he estado. No lo reconozco. Los enanos disfrutan abandonándome. No le recomendaría a nadie ser yo cuando despierto... Prometeo...

Interrumpe. Se levanta. Contados son los pasos para llegar al refrigerador. 1-2-3-4... No. Él no es de esos a los que les molesta o les deprime la brevedad de los espacios. Ha vivido en lugares más pequeños, sitios, igualmente, nada acogedores. La confinada, prieta, sorda oscuridad de la húmeda buhardilla de la rue Claude Decaen, por ejemplo. El hirviente, penetrante aroma a coles de Bruselas desprendiéndose de ninguna parte hacia todas, ese sudor acedo de perol de rancho de Gran Guerra, de trinchera; ese pardo hedor noche y día untándose como un vaho pegajoso a las cuatro paredes, al inclinado techo, al barandal de la escalera, al piso, al entresuelo, los descansos; agrio, invisible vacío reptando peldaño a peldaño, descendiendo en su crujiente, apolillado escándalo para llegar al portón y escurrirse a la luz, hacia buena parte de la vía, la calle achatada, trunca en un carril, dedicada en el distrito 12 parisino a un militar del xix, un combatiente que pudo haber estado en México pero que acabaría, héroe, moribundo, en un territorio francés que pronto –uno más– iba a brincar de las manos, las viscosas manos ávidas del emperador Napoleón III. ...5-6... Sí. Lo piensa: no le gusta, nunca le ha gustado el nombre Claude y menos si va junto con Theodore y sí: aborrece las coles de Bruselas. Enrojecida, como si estrangulada, como si borracha, su sensible nariz puede intuir su acre presencia una manzana antes y llegar y saludar y pase usted y entrar siempre de buen grado y comer, comerlas. ¿Le sirvo más? ¿Gusta? ¿Puede? ¿Quiere? ¿Sabe decir no? Poder: querer... Laissez Faire, laissez passer. Abre. Es práctico el aparato, no grande pero sí adecuado, funcional. Sirve para él, para sus requerimientos de habitante único en la parte superior de esa casa dúplex al extremo este de los límites de lo que fue una antigua villa aledaña a la capital, lo que fue un barrio azteca de nubes y de víboras en el que Mixcóatl, bélico dios de la tempestad y de la cacería, tenía su nicho y feudo y en donde Porfirio Díaz, dictador aquí, gran estadista allá, dos meses antes del levantamiento contra su vetusto régimen –un siglo después de las campanadas en Dolores (nunca nombre más puntual, más adecuado) con las que se declaraba oficialmente abierta la temporada de caza de la independencia que, no obstante los decimonónicos vaivenes y tumbos de la historia, daba excusa y motivo para celebrar con fasto el centenario– inauguraría en 1910 una afrancesada edificación de sótanos y altillos, subsuelos y mansardas, azoteas y chapiteles, prados y crujías, un depósito de no dictaminados cuerdos, un gigantesco monumento a la locura –la acumulada, la imperante, la venidera– conocido como La Castañeda. Sí. El frigorífico ya estaba ahí peregrinamente esmaltado de guinda. También la estufa: guinda. ¡Guinda! El sofá reclinable, gris de tiempo y dejadez. El armario blanco empotrado en uno de los muros del baño con sus no tan bien disimulados lunares de óxido y descuido. El casi inútil por estorboso, por pesado, cenicero de bronce o al menos luciendo ese desvaído intento de color. La escena al centro de la sala (el ciervo acorralado en un claro del bosque, concentrado, enloquecido en su esfuerzo por vivir, dirige instintivamente el testuz, la cornamenta formidable, contra un angustiado muchacho que lo distrae, porque tal es, sumisa, su misión, mientras el inexpresivo caballero intrépido aprovecha y hunde la lanza en el costado del animal más allá de la primera sangre, apoyando para ello los pies firmemente en los estribos del albo palafrén con corrección pintado), el pálido hueco en el sucio tapiz de sobrepuestas capas que alguna vez fueron beige o crema o fiusha o verde pistache de aquella pared, ahora iluminado sin pudor por la luz vespertina filtrándose entre las hojas de una añosa jacaranda que engorda en la devastada acera, es ya una ausencia depositada al lado de una caja de cartón. Ahí el vacío evidente, allá el crudo episodio tras haber sido pasado por alto primero y luego contemplado varias veces con permisiva manga ancha, con el estupor y la tolerancia de las primeras jornadas, sus nuevos días de vuelta en México: una obra sin firma y envuelta cuidadosamente con tres capas de plástico, un posible tributo a una deidad originalmente otomí luego mexica, un exvoto imposible y anacrónico desde el medioevo del lugar común, al lado de su marco debajo de la mesa de azulejos blancos, cerca de un modelo de frigorífico fácil de hallar en las impersonales habitaciones de los hoteles modernos, pero no tan frecuente en casas como ésta. Sí: en un acto de atrevimiento, de inopinada transgresión curatorial, curadora, él, cuidadosamente, había retirado la pintura. Querer: poder. Dejar hacer. Dejar pasar. Funcional, cumplidor, eso sí, sin duda, aunque no tan ahorrativo en términos de energía; el rincón muy bien aprovechado, el espacio: la frase acá es “sacar partido”. Eso piensa mientras tira de la plateada manija. Para eso caminó la media docena de pasos: para abrir, para cerrar la puerta del caro pero bien colocado electrodoméstico. Por ello fue que se levantó con el eco de risas en la cabeza: carcajadas de enanos esforzados pero a la luz felices, a la sombra. Para esto interrumpió lo que hacía. ¿Y Prometeo? ¿Por qué consignó ese nombre llegado así, como por generación espontánea? ¿Por qué dice y repite palabras en voz alta cual si las memorizara y por qué habla como si alguien estuviera ahí, con él, acompañándole en esa suerte de ejercicio nemotécnico, en ésa su solitaria recitación, ese extraño cantar de lotería?

Claude Theodore Decaen...

Magenta... Solferino... Metz... Borny…

Napoleón III... Cementerio... PicPus...

Dausmenil-Eboué... Voluntad... Manicomio... Charenton... Sade... Porfirio Díaz... La Castañeda... Pulque... Yuxtapuesto... Electrodoméstico... Griotte...

Prometeo...

Lo escrito, lo manuscrito, lo dicho y por decir, aparece como en un anuncio de neón, desaparece. Un segundo, menos: una milésima de segundo juega su mente a ser una casi subliminal marquesina de ideas, una vidriera de palabras, una ventana de fugacidades entonadas sin carta ni garbanzo ni planilla, un pasar lista sin responder “¡presente!” La decisión es suya: escojo de la relación, del escaparate, del itinerario éste, este otro tema... También existe la opción de eliminar, de diferir, de posponer, de seguir en lo que está, en lo que estaba. Cerrar los ojos. “¡Entonces, a lo que iba! ¡No más distracciones! ¡No más! ¿No más?”

Algo trae, algo carga. Lleva un objeto no muy largo en la mano derecha y un vaso de vidrio grueso en la izquierda. Coger el asa de la puerta lo obliga a conducir la pluma hasta su boca y a sujetarla presionando los delgados labios que, momentáneamente, con el mínimo esfuerzo, cambian el tono, mudan de color. Tira entonces. Al otro lado, ahora bañado de una luz perfectamente insípida, se enfría, insensiblemente mal abierta, mal destapada, una botella de vino; cualquier mirada lo detectaría por los pequeños fragmentos de corcho que flotan adentro del vaso en que ha vuelto a servirse. “Insípida”... “Insensiblemente”... Las palabras no son suyas, no hubieran sido suyas; tampoco la frase, ese exceso de adverbio y adjetivos: “Una luz perfectamente insípida”... “Insensiblemente mal abierta”... Ya está: “electrodoméstico” es también una yuxtaposición lamentable. Por eso es que lo dijo, lo escribió. Es casi tan pavorosa como la, no por recién oída menos deleznable, palabra “cantautor”; como “duermevela”, como “rascahuele”, como “nomeolvides”, como “tentenpié”... Hay palabras que deben de ser dichas, como una suerte de conjuro, de exorcismo, de sortilegio, para que, a fuer de repetidas, se marchen, para que, perdido su poder, no vuelvan más. Nombres también. “Nomeolvides: Tentenpié”... ¡Qué estupidez! Si algún día tuviera que firmar con un seudónimo éste no sería o quizás sí Nomeolvides Tentenpié...

Un poco del líquido, por accidente o descuido -normalmente ambos, lo sabe y lo pregona como su padre que trapo en mano, trapo al hombro, lo sabía y lo pregonaba, van casados- escurre al piso y él flexiona las rodillas, las bien torneadas como lampiñas piernas, para alcanzar ese pedazo de tela. Es una jerga descolorida dentro de una cubeta de hoja de lata, un trozo de ajado género que no ha querido, que no ha podido botar a la basura y que quedó junto a la caja de cartón. Al lado –el ángulo visual no hace necesario agacharse para constatarlo– asoma el óleo... ¿Óleo? ¿Eso un óleo? ¿Quién pinta al óleo eso? ¡Quién pinta eso ahora! ¿Quién compraría eso hoy y quién lo cuelga para mirarlo siempre, para que mire siempre en esa sala: al óleo el ciervo, la floresta; al óleo el caballero con su relinchante montura, al óleo el peón aterrorizado; al óleo los podencos y lebreles con su aguda escandalera más propia de aquelarre que de manada presa de la excitación que dan, al escapar, los líquidos internos de víctima y verdugos?

Junto a él, compartiendo el embalado encierro bajo un impreso en rojo que reza desde la fábrica “Archivo muerto”, hay, entre otras cosas, algunas carpetas con papeles, una caja de clips, un arete, una diminuta pelota de esponja, una bolsa con trozos de piedra pómez en distintos tamaños, un balero colorido de madera largo y gordo, pesado, una botella de barro negro con el asa rota –que se podía oler aún– alguna vez fue oaxaqueño recipiente de mezcal, un viejo block de notas taquigráficas, un cepillo de alambre para peinar mascotas, un zapato verde, algunas tarjetas postales con nada escrito atrás, un calendario extemporáneo, una pequeña cadenita dorada con una placa y un nombre calado y varios botes de carne para gato. El producto, según se puede leer, exportado a Latinoamérica por una compañía británica para un felino ausente, hace mucho ya que caducó. Carne de didelfo de la lejana Australia se podría echar a perder, no obstante la técnica del alto vacío empleada, en el abandono mexicano. Algún día –es posible- los recipientes se hincharán y escapará el contenido y el muerto marsupial luego de un estallido, rebotará por las paredes ensuciándolas. Falta tiempo aún para la estrepitosa “hora del canguro”, para su escapatoria, su mínima revancha por haber sido muerto, por haber sido luego, a medio brinco, arrancado del terruño, su casa en las antípodas, en el distante culo del mundo, pero su hogar al fin. Él no estará más aquí cuando llegue la venganza del enlatado marsupial. ¿O sí? ¿Cuándo se irá? ¿Hacia dónde? ¿De vuelta? ¿A qué? ¿Para qué? ¿Para quién? ¿Quién vendrá a sustituirlo en ese lar transitorio enclavado en una colonia dedicada al creador del primer fuego cuando europeos no había de este lado del planeta? El hombre conoce la leyenda náhuatl: las estrellas servirían de alimento al sol pero éstas, como era lógico, no estaban dispuestas a ser engullidas así como así; las “mimixcoa”, las serpientes de nubes compañeras inseparables de Mixcóatl, bravas como él, indomables, darían la batalla. Sería la luna la encargada de someterlas una tras la otra. La luna siempre, en cualquier cultura, repleta de triquiñuelas, de ardides, de espejos, de artificios, de espejismos. Mixcoac. Miss Cuac: la maestra de inglés de los patitos... ¿Y había castaños en la Castañeda? ¿Álamos en la Alameda? ¿Pinos en San Pedro? ¿Rosas en el Molino de Rosas? ¿Candelas en la Candelaria? ¿Cadáver alguno en la Barranca del Muerto? ¿Ausentes fieras en el Desierto de los Leones? ¿Qué hay de lo anunciado, lo enunciado, lo denunciado que sea cierto? ¿A qué palabras hay que creer sin escudriñar, sin rascar aunque sea un poco para escardar la verdad de la engañifa, los desperdicios de la sustancia? ¿A quién dejará él los olvidos producto de las distracciones? ¿Qué vicario heredero tendrá que verse, como él, en el ético brete de usar, guardar, retirar o desechar cosas de otros, cosas total, absoluta, absurdamente ajenas? ¿Habrá alguien más que se pregunte, reinstauradas las cosas a su orden natural, por la suerte del aterrado chico ahí entre carrascas, alcornoques y encinos? ¿Lo atravesarían las astas del animal antes de que el matador, cubierto por el pintor con una loriga quizás exagerada, finalizara su tarea? ¿Descendería, por el conjuro de una bruja, una niebla que todo lo confundiera, que todo lo silenciara inmovilizándolo? ¿Qué seguía? ¿Qué imaginó el anónimo artista? ¿Imaginó? ¿Copió? ¿Calcó?... ¡Qué ociosidad!... ¿Y qué de lo que se encuentra ahí es suyo? ¿Qué de la inquilina ida? ¿En qué términos se fue? Extranjera también en ese país. Soltera: soltera y con un gato, una gata muy probablemente llamada Leslie, si es que la placa hallada y encerrada era suya. Pero: ¿Leslie también es nombre de varón? Un felino llamado Leslie: Leslie el gato, Leslie el bicho, Leslie minino, Leslie nenuco, kiri kiri corazón, ternurita y otras trenzadas chabacanerías. Él, piensa mientras saca de la boca el instrumento con el que su lengua había comenzado a juguetear, ni siquiera cuenta con un animal doméstico, no tiene ni se ha planteado hacerse de una mascota acompañante y no, decididamente no es extranjero en este país. “Decididamente”. Quiere creerlo. Convencerse de que el adverbio es justo: “decididamente”. Lo sabe. ¿Los gatos usan cepillo de alambre?... ¡Qué chiste malo!: “Miss Cuac: La maestra de los patitos”... Nunca ha sabido muy bien contar sus ocurrencias. No tiene esa gracia natural. No nació con el don. Otros sí. Otros hay que, desde la más tierna infancia, hacen que cualquier tontería que prorrumpa con espontaneidad desde su boca se torne de inmediato un estallido de risas de relator y escuchas. Otros. Otro...No: él no. Ahora, al igual que lo hizo con el vaso, deja la pluma sobre la mesa de trabajo y, puntilloso, observado escrupulosamente por sí mismo y las generaciones anteriores de sí mismo con sus retratos, con sus hábitos y costumbres, limpia hasta la última gota del vino mal descorchado, mal escanciado: accidente ergo descuido y trapo sanador. Con el impulso, como si dispusiera de una vida que no tiene, que no debería, el objeto rueda a esconderse debajo del surtidor del gordo y pesado garrafón azul de agua pretendidamente purificada. Él no se fija. No lo ve: él piensa ahora en aquellos ingeniosos malandrines que en la antigüedad -ese vasto, inasible planeta denominado “antigüedad” que tanto le llama la atención explorar, que tanto le cautiva, le seduce y convence- ofrecían a los nobles ambiciosos, mediante sus cantadas artes de iniciados, la transformación del metal vulgar en oro: a cambio de un buen pago entregaban chapas pintadas, láminas doradas, áurea como facunda falsedad. John Donne -lo declamará ahora- escribió una elegiía al respecto:

And like vile lying stones in saffron’d tin

Lo importante era, es, que parezca -argumentaban retóricos los falsos alquimistas- no que sea. Así es aquí: la quieta, la probablemente serena apariencia de piedras disfrazadas con estaño y azafrán, brillante ¡desde luego! pero con esa aportación que da la amarillenta pátina del tiempo. Siempre. Enigmática la frase empleada en el país, este país: “mientras dé el gatazo”... Así debe de ser el agua purificada: “da el gatazo”. De ese modo se puede beber con menos reticencias, menos reservas. Nunca directamente desde el grifo. Las instrucciones para el viajero con rumbo a México así lo indican y subrayan: “Nunca”, Jamais, Jamais plus. Pero no es agua el líquido que bebe ahora y no, no es doméstico, ni siquiera nacional y no, no se explica otra vez por qué se ha metido en esto aunque atina al concluir que el dicho local debe de venir del gato como sucedáneo de la liebre: el gatazo... el gatazo de estaño azafranado. “Prometeo”, “Ometéotl”, ¡Ahora “Ometéotl”!, “Ometéotl”, “Quetzalcóatl”, “Citlaltépetl”, “Tlahuizcalpantecutli”!, “Tepoztlán”, “¡Mixcóatl!”

Pronuncia, articula, repite, la lengua se ejercita en erróneos chasquidos en esa momentánea unión de mundos sus mundos. Prometeo: Ometéotl: “Prometéotl”...

Tira. Vuelve a jalar la guinda puerta que con un mecanismo simple de imán se había cerrado sola. Guarda la botella mirando sin mirar unos segundos las humedecidas letras de la etiqueta. Ve como si oteara, ojea pero no lee, empuja con suavidad y tras constatar que todo está correcto, todo limpio y en su sitio, devuelve su andar a la otra habitación. En realidad se trata del mismo lugar pero se ha hecho a la idea gracias a la barra de madera barnizada que separa un lado del otro. Incluso hay una puerta como las que en las películas en blanco y negro tienen las cantinas: la única hoja se mueve varias veces con un rechinido bastante audible, el mismo ruido que hizo, qué hace, ¿qué?...¿uno, dos, tres minutos?...¿Cuánto tiempo pasa sin sentirlo, sin aprovecharlo, sin “sacarle partido”? Él no morará más aquí cuando la Hora del Canguro, él no demorará. Morar, demorar, enamorar, rememorar, conmemorar...¿Cuánto tiempo transcurrido desde que se puso de pie, cargó, jaló, abrió, vertió, guardó, limpió, se acuclilló, miró, inquirió, pensó, recordó, contó, desde que interrumpió lo que hacía, interrumpió lo que no quería hacer? ¿Para qué? 6... 5... 4... 3... 2... 1...

–Ésta es la cocineta y aquí la sala comedor. Muy cómodo todo. Muy accesible. Todos los enseres están muy a la mano o, lo que se dice hoy: con diseño ergonómico y asaz minimalista. ¿Verdad?... Mire, incluso aquí, esto que viene siendo un armario, tiene escondido, como suerte de mago, un burro de planchar, una sorpresa práctica y plegable para el ama o, en este caso, para el amo de casa. ¿Sería usted solo?... El piso es ideal para una persona sola: una soltera, un soltero. Que si no fuera porque vivo allá ya muy instalado, hasta yo me venía por la comodidad y mejor alquilaba el otro a un matrimonio, incluso a una familia. Pero no. ¿Para qué menearle? Y como sea: la costumbre...hasta, por qué no: ¡la tradición! Por eso no me muevo. Allá yo con mis almas, mis fantasmas, mis manías, mis secretos y mis triques. Ya estamos muy hallados todos, muy impuestos ¿verdad? Aunque claro: cada quien es como es. Eso que ni qué.

Rimbombante, excesivo, disparatado, campechano, retrechero el señor Ovalle sin duda sabía hacerlo o, al menos, estaba convencido de que sonaba convincente. Una vez echado a andar, una vez encarrerado, no escatimaba, por gastado o barato que pareciera, argumento alguno con el fin de alquilar su piso. Así lo llamaba: “piso”. Como otros en este país tan alejado de España denominan al encendedor “mechero” y dicen “vale” para sustituir el “de acuerdo”, el “órale” y el “sale” locales, pero se sacuden con la sola mención de la palabra “culo” y se ruborizan entre risitas, reverberantes risotaditas de enano, cuando el verbo conjugado es “coger”. El hombre usaba gasné y su poderosa loción olía tan fuerte, que en ocasiones prefería cerrar la ventana para que desde la planta de abajo no se colara la fragancia dulcísima, el aroma chillón del propietario. La mascada era de seda italiana. Vieja, un poco cursilona, desleída como el señor, el convincente Ovalle, el casero Ovalle, el vecino Ovalle, el a todas luces solterón Ovalle; no habría reparado en ella mayormente si él no hubiera hecho el comentario.

Mire usted mesié -le indicó sonriente tocando la manoseada prenda y sin perder el aliento tras subir los catorce peldaños de la escalera de caracol-. Casi casi usted y éste son paisanos. ¿Qué tan lejos puede estar París de Milán si, comparando, Europa, quitándole a los rusos que se quitan solos, es más bien accesible de tamaño? Calculándole, como de aquí a Guadalajara o un poquitito más. Porque ahí donde lo ve el gasné es de la mera ciudad de la Scala, ¿sabe? Me lo trajo un sobrino que anduvo por allá en su viaje de bodas cuando uno aquí todavía podía darse el lujo de irse así nomás de luna de miel a las Europas, de cambiar pesos allá directamente y no tener que andar con las monsergas de los dólares y los cheques de viajero y regresar atiborrado con harto suvenir de su tur; cuando aun no nos abarataban tanto a nivel mundial esta punta de desgraciados chupasangre que nos malgobierna dándose ellos sí su buena vida. Ya ve: ahora ni a Uruapan ni a la mentada perla tapatía y menos desde que desaparecieron el pullman con todo y trenes de pasajeros los roñosos pocarropa estos. Ahora, le diré, al principio no me gustaba ponérmelo, no me acomodaba, es más, me parecía, perdonará usted la expresión, una suprema jotería. ¿Sí me entiende verdad? Se lo manifesté a Rommel –el hijo de mi prima Carolina se llama Rommel ¿va usted a creer?- en cuanto abrí la caja y hasta le hice la broma del nombrecito: ¿Qué? ¿Es gasné la mascada por qué sirve para taparte el gaznate, Rómulo? Yo prefiero siempre llamarle así cuando no hasta Remo y Rémulo. Le quito el Rommel. ¡Ya estarás zorro del desierto ahí te va tu David Niven!... Soy el único a quien se lo permite porque más que Rémulo es re mula. No. No es cierto. No se lo vaya usted a comentar si lo conoce. Cuando le alcanzo a decir algo le digo que es bien música y por eso lo acabaron divorciando. Suena más bonito: ¡Bien música! Él responde que será por mí, que de mí lo heredó. Así nos llevamos. En fin, ya ve: estoy impuesto a la prenda. Bien lo aclara la sentencia popular: “A todo se acostumbra uno menos a no comer”, aunque estas lacras de políticos es lo que quisieran cada vez más: que averiguáramos cómo vivir sin comer, pero eso sí les trabajáramos hasta entregar el equipo antes de que nos llegue el momento de la jubilación, si es que no han cargado con ella los desgraciados o sus juniors paseándose en avión particular. Y no se crea, sé que ya no está tan nuevecito, pero me estoy esperando a ir yo mismo por otro para remplazarlo. No pierdo la esperanza de darme mi gusto por el viejo continente. Quien quita y se me hace y en una de esas voy y lo visito a usted cuando se regrese para su tierra. ¿Usted ha de ser de la mera Ciudad Luz, verdad? Un lobo solitario del mero París como se podía leer en el poema... ¡Pero qué le estoy diciendo! Va a pensar que ya lo quiero devolver para allá y todavía no acaba de llegar aquí. Ya incluso le salí con versitos. ¡Valiente muestra de hospitalidad tan poco mexicana la mía! ¡Yo ya hablándole hasta de nuestros miserables gobernantes rascuaches y sinvergüenzas de poca monta y no me he dejado oírle casi ni el resuello!...¿Si sabe lo que es resuello? ¿Gaznate? ¡Eso es lo que deberían de cortarle aquí a toda esa bola de mentecatos fariseos que nos vienen a exprimir con distinto disfraz cada seis años! ¡El resuello y el gaznate! Aunque ya usted me dirá qué tan fichitas son por allá porque estoy convencido de que en todas partes se cuecen esas pinchurrientas habas que una vez que la riegan completita van y recurren a los uniformados de pantalones cortos o a los de pantalones largos: pan, circo y luego los puros animales y uno en su jaula...Entonces qué, ¿cómo ve usted el piso? ¿Verdad que le acomoda mi amigo monamí parlevú?... A la inglesita que lo vivió antes le parecía sensacional. “Fan- tas-ti-cou”, decía emocionada la güerita. Ya quisieran allá con sus desvanes de cuento de misterio lo espacioso de aquí...No me lo negará: menos que un huevito donde viven familias completas. Ya ni siquiera espacio para poner a sus fantasmas ¡y mira qué allá abundan casi más que aquí!... Bueno, creo que los nipones están peor. ¿Si sabe que es el imperio del sol naciente porque ya más crecidito, nomás no cabe? ¿No tiene usted nada de japonés, verdad? Luego uno hace sus chascarrillos sin ninguna otra intención que pasar el rato y la riega: hasta de racista te acaban acusando o al menos de “políticamente incorrecto”. Ella, la inglesita, no se quería ir pero creo que se le acabó la beca de estudiante o los de Gobernación ya no le renovaron la visa porque no les ha de haber dado para sus aguas o algo por el estilo. ¡Ya ve cómo se las gastan nuestros disfuncionales funcionarietes de miércoles de ceniza! Y luego ahora vienen los de la oposición en el gobierno que cuando les cachan sus porquerías, las mismas viejas porquerías de cuando el otro partido en el poder, a argumentar que “¡sí, serán muy ladrones, pero son decentes!” porque no es lo mismo, argumentan, que te robe un güerito católico, guapetón, altote, que un prieto mocho, chaparro, cegatón y feo. Caray...¡Pobre México, tan cerca de nada, tan lejos de todo y además con todos esos dentro! Ella era, si no me equivoco, de Manchester o vivía ahí desde bebé si es que nació en otro lado. ¿Conoce? Como un anuncio que antes, hace un titipuchal de años, cuando era yo un niño, salía en la tele: “Hasta que usé una Manchester me sentí a gusto”. ¿Nunca lo vio, verdad? ¡Qué lo va a ver! No, esas cosas no llegan por allá, faltaba más, y además, usted es muy joven o puede ser que tragaños también como el de la voz, o sea yo. ¿Cuántos me calcula?...No, ni lo intente: se va a equivocar lo que se dice de calle o va a regar la sopa. Yo me mantengo en forma y a las pruebas me remito. No es por presumir. Y bueno, ¿a qué se dedica? Uno va envejeciendo según en lo que se ocupe o en lo que se deje de ocupar. Yo por eso, se oye decir ahora, me ocupo, no me preocupo. Claro, lo dicen los mismos que dicen “de favor”: ¿“a qué hora tiene de favor”?... Era de camisas supuestamente finas: las Manchester. Lo anunciaba un actor que promovían como galán y algo se parecía a Clark Gable, el de “Lo que el viento se llevó”. Como decía un tío mío español que también tenía lo suyo nacido en Calahorra y afincado en Jerez: ¿Ya sabía o hasta ahorita?... ¡Seguro! ¡Un clásico! Él también usaba gasné así como el mío. Mauricio, no Gable ni mi tío. Bueno, no sé si Gable usaría gasné aunque puedo creer que sí. El otro se apellidaba Garcés, el mexicano: Mauricio Garcés. Era de Tampico. ¿Conoce? Un idolazo, un catrín el Maurice. ¡Como Chevalier! Ahí está: otro con gasné cuando no traía puesta su pajarita y el sombrero de copa. Si deberíamos de organizar una cofradía a nivel mundial: La Cofradía del Gasné de Seda. Suena hasta misterioso, como acaso para Sherlock Holmes o Hércules Poirot, ¿no cree? Que me inviten como representante a modelar por allá mi pescuezo en una pasarela y no dudo que voy... A unas cuadras de aquí había un cine donde pasaban todavía hace poco filmes de los viejos aunque fueran ya a color. Lo cerraron. Lo abandonaron. Lo dejaron como predio y lo tumbaron. Se llamaba Manacar. Mire usted, hasta ahorita que lo menciono y que ya no está, caigo en cuenta de que no sé qué quiere decir Manacar. Nunca supe. A lo mejor era el nombre de los arquitectos que lo construyeron, de los dueños: sus iniciales juntas...¿O no?... No era el Manacar. ¿Era el Bella Época que antes se llamaba Lido donde hasta exhibieron aquella de “Lo que el viento se llevó” y también “¿Sabes quién viene a cenar?” y “Al maestro con cariño”. ¿A Sidney Poitier si lo conoce verdad? ¡Muy guapo el moreno y un actorazo! Ya después no supe de él.

¿Se acuerda de Lulú? ¿La que cantaba el tema de la película? ¡Tuser güit looooov! ¡Ah, lo hacía muy intenso. O como decimos acá: ¡bien séntido con acento en la é de espiritual! También actuaba, aunque no supe luego qué fue de ella aunque alguien me comentó que cantaba blues como si negra fuera. Mauricio es el que era todo un don Juan. Un Don Giovanni. La inglesita era de padres italianos y como debe de ser le chiflaba oír ópera. Le encantaba. Ya ve cómo son con su temperamento. A mí también me gusta aunque no crea que la pongo todo el tiempo. No se me asuste. Mis gustos musicales son misceláneos pero ¡ojo eh!, no son de miscelánea ni mucho menos de lonchería. Ella la tocaba muy fuerte y aunque uno no quisiera sí se alcanzaba a meter hasta la cocina. También sus propios grititos. ¡Qué digo grititos! ¡Gritotes! Para eso la usaba a veces la muy condenada. Dependiendo de la visita te tenías que soplar interrumpida y adornada la Cabalgata de las Valquirias o la Habanera de la Carmen de Bizet que ya empezaba a tararear uno como que no queriendo. Yo ya las conocía, sí, le digo: tengo mis discos y cuando se puede, porque me lleva Rommel, hasta al Palacio de las Bellas Artes me acerco. Me las sabía casi al dedillo. Al principio me cayó de novedad y no dije nada. Me hizo gracia y me hice como que la virgen me hablaba. Luego, un domingo que tenía a la familia y además celebrábamos porque era el aniversario de casados de mis padres que aunque ya se nos adelantaron los dos, lo seguimos festejando como si estuvieran y les ponemos el que era su lugar en la mesa con sus platos predilectos y sus cubiertos, venga a todo volumen Rigoletto a risitas y luego, sabrá el cielo por qué o de qué, gritos y más gritos y azotón de puerta y maldiciones y resulta que no, que no era novio la que salió bajando la escalera mentando madres. ¡Cómo ve!... ¿Qué quiere que le diga? La chica ésa iba arreglándose la ropa y hecha una furia como si algo hubiera pasado o no pasado. No quiero ni pensar en detalles ni en imaginaciones; ya hasta se me había olvidado el numerito, o puede ser que no porque se lo estoy diciendo ya en confianza... Sé que hay costumbres diferentes y lo que me quieran platicar lo escucho sin prejuzgar... Pero, en fin: yo soy liberal y mientras haya límites entendidos, lindes señalados sin vulnerar de aquí para allá y de allá para acá, mientras que haya discreción y común acuerdo su vida cada quien... Ahora bien: de que era Rigoletto, ¡era Rigoletto! La reconozco al tiro porque hay una parte donde parece que la soprano va a lanzarse con Juanita Banana, una balada, un rocanrolito de mi época de cuando estaba muy pero muy escuincle: ¿chamaco, crío? ¿Sí me entiende? Seguro que no habrá oído hablar allá del cantante Manolo Muñoz o de los Hooligans, ¿o sí? Mire usted, ésta es lo que viene siendo la alcoba. ¿No me va a decir que no está preciosa?... Nada más percátese de la luz que tiene para la hora que es. ¡Y con las cortinas corridas! ¡A poco allá tienen algo así! ¡Ni en la Torre de Londres ni la Torre Infiel iluminada ni en el Coliseo de Roma y mucho menos en la Plaza Roja de Moscú! ¡Si es increíble que a pesar de la méndiga contaminación ambiental y sus inútiles campañas de “Hoy no circula mañana sí”, la luz del atardecer en la cuenca del Anáhuac ni se dé por enterada! ¡Anáhuac y percátese!... ¿qué tal el vocabulario monamíparlevú?... Pero no es dominguero, digo, si hay que hacerlo del diario. Las palabras son como mi gasné: cosa de usarlas, de hacerse de ellas y acostumbrarlas a que son de uno... Y véngase más para acá, fíjese, completito y amplísimo, el baño, el botiquín, el lavabo... Eh, ¿cómo ve los grifos?... ¿Lindos verdad? Mire, aquí arriba está la letra H de Hot y en la otra la C de Cold. ¡Si son ingleses! Se lo dije también a la muchacha cuando llegó la primera vez. Son los originales de cuando construimos, bueno, construyeron mis padres la casa grande, de cuando todo duraba la vida entera y no no más la víspera: 8 pesos dólar entonces, me decían: ¡8 pesos! Ya después, cuando mis hermanas se fueron casando, yo me quedé aquí e hice toda la modificación. Modernicé lo modernizable y adapté lo antiguo, todo para montar este piso acogedor con cositas de aquí y adquisiciones primero a 12.50, luego a 25 y al final otra vez a 12.50 pero ya sin tres ceros como si así nos hicieran menos tarugos: ¡12 mil 500 pesos por dólar! Pero bueno, no me va negar que quedó bueno el decorado ¿verdad? Seguro que hay bastantes objetos venidos de Francia. ¡Cómo de que no si sus compatriotas son muy buenos con la artesanía fina y elegante! ¡Ay los ceniceros de Limoges! ¡Pero así se mandan con los precios! Yo le dejo todo enlistado como está, semi-amueblado, para ocupar de inmediato. Ya usted se entiende con lo demás pero igual y se puede vivir así. Se lo puedo asegurar ¿Qué le parece monamí? Usted se lo merece ¿o me va a decir que no? Si el alquiler es lo de menos. ¡Pelillos a la mar! ¡Una bicoca y más si hablamos de euros gordos vueltos míseros quintos y centavos mes a mes, tristes tlacos tepalcates y canicas de barro nuestros pesos!... Ya le digo: somos lo que no nos merecemos. Dígame, ¿en qué otra parte, si el viento sopla fuerte, uno mira al oriente semejante belleza de volcanes cuando subes a tender? ¿La sierra del Ajusco al sur y hasta el Chiquihuite al norte? A ver: dígame, dígame monamí... ¿Dónde va a hallar usted en el mundo tendedero con vista y menos con una vista así? ¡Sólo aquí, en las calles de Málaga y olé! Para que se crea en Europa al menos tantito. Imagínese: en tierras del mismísimo Picasso y de la malagueña salerosa... ¿Le gustan los toros? ¡Claro! Si en Francia hay corridas. Eso sí que lo sé, le digo: uno tiene sus lecturas, sus embarradas de culture également. La ciudad es Nimes. ¿Ha estado? Ahí hay toreo... Pues la plaza México le queda a tiro de piedra que se dice. A mí, le soy sincero, no me atraen las corridas, ¡para nada!, y sí he asistido, no me lo platicaron, y por más que me digan me sigue pareciendo un espectáculo salvajón por no decir sangriento... Pero bueno, cada quien sus gustos y disgustos; cada quien sus usos y costumbres. Como decía un yugoslavo que entrenó hace años a la selección de futbol de aquí: “yo respeto”. ¡Imagínese cuándo sería que todavía existía Yugoslavia en el mapa! ¡Ya ve, para qué tienen un presidente Tito! ¡Es como en Argentina Alfonsín! ¿O qué me dice ahora de los rusos y su mandatario? Putin, ¿sí sabe lo que es putín?... Por cierto ya que estamos hablando de los espárragos y de las libélulas: el estadio de fut también le queda cerca. Se llama la Ciudad de los Deportes. Igual y un día vamos. No es que yo sea un fanático ya de ningún equipo en particular pero ahí sí no le diría que no. Tampoco al beis pero eso ya nos quedaría más retirado. Antes el original parque Delta estaba también aquí nada más ¡mire usted qué coincidencia!, frente al Panteón Francés. No queda tan lejos. En una de ésas todavía debe de haber pelotas entre el yerberío de alguna de las tumbas descuidadas o en los sauces llorones y las retamas. Yo lo conocí también de pequeño como el Parque del Seguro. ¿Ha comido usted los tacos de cochinita pibil? Ahí eran buenísimos: los mejores con su cebollita morada, su chilito habanero cuando había doble juego. Es comida yucateca, de acá del sureste de México: donde está la península en el mapa, la más gorda. Ahora, en cambio, ya se llevaron el beis muy cerca del aeropuerto. Se llama la Magdalena Mixhuca. Era una unidad deportiva vieja pero muy arbolada, bonita. Usted debe haber pasado por ahí seguramente si es que llegó en avión. Pues sí, verdad, en qué iba a venir hasta acá, ¿en barco como los antiguos?... Pero bueno, supongo que a los franceses con el beisbol les pasa lo que a nosotros con el rugby o el hockey sobre pasto o el polo... ¿Qué me dice?...Ya hasta planes estamos haciendo y no se mira claro: ¿Vamos bien o me regreso? Qué me responde mi amigo: ¿le gusta a usted el piso?

Se sienta frente a la mesa donde, con tiento, coloca el vaso de cristal entre todos los libros que lee, entre todos los que sabe o los que cree consultables. Alza la mirada y entra unos segundos a los paisajes lunares que dibuja el develado salitre; las figuras, las sombras desnudas, los cuerpos umbrosos que se disuelven, se diluyen entre húmedos y secos, polvo de agua, yeso remojado: lo que ocultaba el cuadro, lo que ahí, debajo, se escondía. Deja de hacerlo. Ante la redondez de la idea y la urgencia por consignarla antes de que se diluya, abre nuevamente uno de los cuadernos y, por más que busca, no la encuentra: ¡la pluma! Asuntos así, actos así, pequeñitos, nimios, enanos, son los que lo turban, lo exasperan. Vuelve a ponerse de pie al tiempo que grita ¡Merde! con indudable y seco acento parisino, aunque no fue ahí donde nació, no en esa ciudad precisamente. Ni cerca siquiera. No quiso aclarárselo al parlanchín. No pudo. ¡Mira que de todos los apellidos posibles tener el de Ovalle! Unas letras nada más. Una vocal y faltas a la ortografía pero al fin: Ovalle: Ubaye. “¿Se da cuenta Ciro?”, le hubiera dicho si hubiera habido cómo. No fue posible tampoco, ante el flujo, ante el diluvio, el torrente, la metralla verbal que, aunque no sin bastante esfuerzo, entendía casi en su totalidad, decirle en ese instante cuál era su ocupación, responder a una pregunta que había sido más aventada al paso por la inercia que formulada por la curiosidad y el deseo de saber: ¿A qué se dedica? Poder: querer. No. No interrumpiría esas piruetas, esos saltos mortales entre tema y tema, ese lento y a la vez vertiginoso, zigzagueante tejer de la araña que no pierde de vista el objetivo final: marear, seducir, alquilar el piso, lograrlo. ¡No! Jamais. La araña teje un moño, una envoltura, una alacena. Hace un momento nada más el objeto estaba en su boca y ahora podía sentir su fastidiosa ausencia entre los labios. La había colocado luego ahí, sobre el azulejo. Estaba seguro, convencido, tanto, que podría apostar. A pesar de ello, su mirada no la encuentra. En varias ocasiones Segismunda, la persona que viene a hacerle el aseo y la comida y que le enseñó, le recordó con tantísimas otras, lo que quiere decir en México la frase “da el gatazo”, le ha hablado de los chaneques, esa suerte de antiguos gnomos locales que han de vivir refundidos en esa caja de la cocina que se niega a que echemos al camión de la basura. Es en sitios así que les encanta esconderse; hacen su madriguera como los tlacuaches y si los halla una se disfrazan de cosas o se meten al cuadro que está ahí como si fueran parte de lo pintado o ya de plano se hacen los muertos y de tan quietecitos e invisibles qué se va uno a fijar. Le digo: como los fantasmas y como los tlacuaches.

–A los chaneques –ha instruido meticulosamente Segismunda– hay que insultarlos para que devuelvan los objetos que por travesura esconden, por chingaquedito que son. Para mejor efecto, más inmediato, lo conveniente es gritar procurando pronunciar claramente cada mala palabra.

Él se ve a sí mismo gesticulando, él se oye, al exclamar en voz muy alta rezo y fórmula: “¡Pinches chaneques cábulas, maloras y putos! ¡Regrésenme lo que se llevaron cabrones hijos de su rechingada madre!”

Esa era, al decir de la mujer de nombre ¿qué? ¿medieval?, la receta correcta y contundente a repetir una, dos, tres veces como si fuera un Padre Nuestro.

Él decide hacerlo. ¿Por qué no?

–¡Pinches chaneques cábulas, maloras y putos! ¡Regrésenme lo que se llevaron cabrones hijos de su rechingada madre!

Él se escucha como si despertara e imagina el lógico escándalo, piso abajo, del dueño; el rostro sorprendido del gran convencedor, el vendedor de oro pintado y agua purificada de la llave: The Great Pretender como decía la canción del disco de los Platters que su padre, amante igualmente de la música de Johnny Halliday, hace ya tantos años tocaba y tocaba y ponía a la máquina a tocar vueltas y vueltas en una pieza que parecía no acabar y acababa y volvía, hacía como que volvía y de pronto ¡plaf! llegabas al final.

Oh yes I’m the great pretender Pretending that I’m doing well My need is such I pretend too much I’m lonely but no one can tell.

–¡Pinches chaneques, cábulas, maloras y putos! ¡Regrésenme lo que se llevaron, cabrones hijos de su rechingada madre!

Él lo ve a Ovalle callado, enmudecido, con los ojos en blanco, las gafas en la punta de la gorda nariz y a punto de morder el gasné. Lo que se oye es silencio, un silencio peor que el de la inglesita tras los arrebatos del amor entre Wagner, Verdi, Bizet, Puccini, Handel, tal vez Benjamin Britten... “Yo respeto”... ¡Y de dónde sacó Damián que era solterón! No sólo soltero: ¡solterón! ¿Qué edad tiene Ovalle?

Oh yes, I’m the great pretender Just laughing and gay like a clown I seem to be what I’m not, you see I’m wearing my heart like a crown Pretending that you’re still around.

Sonríe, ahora él sonríe aunque no quisiera sonreír. La sonrisa lo lleva a pensar en la palabra “voluntad”. ¿Por qué es que ha sonreído? ¿Dónde leyó aquello de que hacen falta más músculos faciales para enfadarse que para sonreír? ¿7, 17, 34? Los que hayan sido: no fue él quien decidió emplearlos. Fue: el Gran Simpático... Sonríe nuevamente ante su tontería sin gracia: el Gran Simpático.

Una de las criaturas, el chaneque menor, el más niño, casi invisible, como una ráfaga ofendida, corre por la mesa de trabajo con rumbo al garrafón obligándole a volver la vista hacia el exacto sitio donde está la pluma que –si lo escribiera su nombre sería sólo 0, que así siempre firmaba sus recados, sus pequeñas misivas: económica inicial y redondo signo mágico como el cero, como Ouroboros, alquímico dragón que se muerde la cola al infinito– hurtó para él. ¡No! Si es O en este momento será por otras razones. Quiere convencerse. Quitar de un nombre letras hasta hacerlo desaparecer, hasta amputar todo rastro, arrumbarlo en un lugar donde la O sea la O de olvido.

No lo supo sino hasta semanas después de aquella navidad... ¿cuánto hace ya? Fue el primer obsequio. O le convenció de que era una imbecilidad pretender regresarla ahora argumentando alguna excusa: ¿Qué? ¿Distracción? No. No en París. No un extranjero y menos que menos un sucio latinoamericano sin papeles, un sudaca, lo equivalente casi a un moreno argelino o senegalés en el francés escalafón del imperante racista hit-parade. Nunca. “¡La caridad cristiana –rezaba su abuela– tiene un tope! Se puede uno pasar pero se nota”. Indudablemente lo expulsarían de Francia; lo encarcelarían antes unos cuantos días para darle una necesaria y patriótica lección de civismo. Algo similar a la recibida por aquella americana boba que en ese mismo invierno –según se había destacado en varios diarios sensacionalistas como si hubiera sido una invasión bárbara o, de nueva cuenta, la fiesta de un París liberado– había tenido la peregrina ocurrencia de sacar de su mochila una mínima sartén y los impertinentes implementos pertinentes para freír un huevo valiéndose de un bote con margarina que exhibía en su yanqui idioma y coloridas letras la leyenda “¡Increíble que esto no sea mantequilla!” y contando con la inextinguible, la conocida eterna flama del soldado desconocido. ¿Sandy? ¿Cindy? Sí: Sandy Pietromonaco de Bloomfield Hills, Michigan, estudiante de odontología, era –al decir de la prensa que sacó retratos de ella como imágenes de la falsa manteca en la cazuela– el nombre de la blasfemia, del agravio, del sacrilegio personificados. Bien que recordaba la frase con la que terminaba uno de los periódicos.

Cést comme aller à New York et peindre des moustaches à la statue de la liberté. “¡Es como ir a Nueva York a pintarle bigotes a la estatua de la libertad!” “¡Margarina!”, repetía con sorna O: “¡Huevos fritos con margarina bajo el Arco del Triunfo!” “¡Huevos fritos con margarina en plena Place de l’Etoile!” “¡Qué digo Sacrebleau! ¡Morbleue!” “¡Margarina! OmbilivaboldisisnotbotermaidirSandi: Tis a pity”...y luego del inglés macarrónico, la risa: franca, fresca, limpia. Sin más.

Si O, en un arrebato, había optado por confesarlo, por contárselo, era para que tomara en cuenta, para que ponderara el riesgo corrido por y para él; él, a su vez, con la educación que dan los siglos de civilizada, cristiana tolerancia, le hizo prometer que no volvería a cometer tales ilícitos, ¡ni a pensarlos siquiera!, para que O agregara un juramento más a su amplísima colección de asuntos a cumplir un día o para no cumplir según viniera el viento, su viento, el viento de O siempre soplando a favor, su favor, el favor de su vela, el favor de su veleta. La Mont Blanc desaparecida por raudos chaneques prestidigitadores estaba ya, a miles de kilómetros de su lugar de origen –bastó estirar un poco más– en manos de su dueño. Un dueño ilegítimo, pero un dueño halagado y sorprendido por la eficacia de los improperios oportunamente aconsejados –por otros motivos, pero con superior intensidad detesta, como a “cantautor”, a “electrodoméstico”, las palabras “sirvienta”, “criada”– por esa muchacha de profunda voz y grave nombre, sí, godo.