Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo - Vicente Buruaga - E-Book

Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo E-Book

Vicente Buruaga

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Beschreibung

Esta nueva y fascinante novela de Vicente Buruaga, cabalga entre el costumbrismo y el intimismo, con un aderezo de retazos históricos y musicales, impregnada de una continua e intensa intriga que mantendrá interesado a lector desde el inicio de su paginado hasta su término. Los personajes de la obra son miembros de unas familias que vivieron en la España del último tercio del siglo XX, a los cuales el autor ha dado vida y nombre, dotándoles de veracidad y sensibilidad, y que se ven atrapados en las redes del mundo subterráneo de una secta, sucedánea de la Orden del Temple, que segará algunas de sus vidas. La urdimbre refleja, en suma, las huellas que dejan los mayores en las generaciones que les siguen. Todo ello, claro está, con cierta dosis de inventiva que toda narrativa novelada comporta. La trama se desarrolla y entrelaza en Castilla-León, Cataluña, Andalucía, País Vasco y Extremadura, donde la hebra de Como Cangilones de Noria, su antecesora, converge. La singularidad, brillantez y sencillez de la prosa de Buruaga, hace que este libro pueda ser calificado de magistral, de recomendable lectura e imperdurable recuerdo.

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VICENTE BURUAGA PUERTAS

LO QUE NO BORRARÁ EL VIENTO NI EL TIEMPO

1ª edición en ebook: marzo 2019

© Vicente Buruaga Puertas

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de portada: ImatChus

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN:

IBIC: FA 3JKJ 2ADS

La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

ÍNDICE

IntroducciónPRELIMINAR

Libro Primero:

ESPERANDO UN REGRESO

Libro Segundo:

ENTRELAZANDO SENDAS

Libro Tercero:

NUEVOS HORIZONTES

MESES DESPUÉS

RECONOCIMIENTOS

Para Carmen, mi fiel y adorada compañera.

A Yolanda y Adriana, mis dos tesoros.

A Pepe, mi querido hermano.

Introducción

Los personajes de esta obra son producto de mifantasía. La historia es también fruto de la imaginación, aunque bien pudiera asemejarse a una realidad vivida.

La trama se desarrolla en tierras de la vieja Castilla, en las catalanas, vascas, extremeñas y andaluzas. A todas ellas las quiero mucho, aunque he de reconocer mi prevalencia por las castellanas, que son las que me vieron nacer y crecer. He procurado describirlas con la mayor fidelidad.

Los lugares que se narran en el libro son coincidentes con la realidad. Únicamente he dado pábulo a cierta imaginación al citar unos parajes ubicados en tierras colombianas, y situar unas casas en un determinado lugar del Lago de Sanabria, donde acaecen determinados hechos, por haberlo considerado más acorde con la narración.

Este relato es continuación de mi anterior Como cangilones de noria. Aunque puede leerse sin haber leído previamente el citado, entiendo aconsejable que el lector tenga a bien hacerlo para una mejor comprensión de la urdimbre que a ambos les liga.

En algunos capítulos determinados personajes interpretan o reproducen piezas musicales, a las que hago mención, por entender que con ello el lector sentirá y vivirá con mayor intensidad la narrativa a la que se ajustan.

Por último, me sentiría satisfecho si, como consecuencia de la lectura de esta escritura, los lectores se animan a recorrer y pisar las tierras en las que el argumento de la misma transcurre; en el supuesto caso, claro está, de que no las conozcan.

PRELIMINAR

Corría el mes de septiembre de 1972.

Leonor estaba en su casa de Navaconcejo, un pueblo de la comarca del Valle del Jerte, en la provincia de Cáceres. Su preocupación era mucha e incesante, pues dentro de unos días iba a cumplirse un año de la marcha de su marido Tomás a Colombia, a fin y efecto de hacerse cargo de unos extensos y ricos cafetales que había heredado de su madre. Solamente paliaba algo su pesar Amancay, la sobrina a quien quería como si una hija suya fuese.

Leonor había obtenido la tutela de la persona y bienes de Amancay, de diez años, hija de su hermanastro Benigno ‒hijo natural de don Benigno Ruiz‒ y de una nativa hondureña, ambos fallecidos en Honduras.

Don Benigno Ruiz, abuelo paterno de Amancay, la había instituido heredera universal de sus bienes y, por ende, propietaria del sesenta y nueve por ciento de las acciones de la sociedad por él fundada Agrícola y Ganadera Extremeña, S.A., ostentando Tomás, su mano derecha en el negocio, la titularidad del treinta por ciento del accionariado, y don Gabriel, el abogado de la familia, el uno por ciento restante.

También Leonor era receptora del ánimo que le infundía Jesusa, que de criada había pasado a ser más bien su fiel y buena consejera. Jesusa contaba con cincuenta y cinco años, habiendo entrado a los veinte al servicio de don Benigno Ruiz, a quien asistió hasta su muerte. Don Benigno le había asignado una renta vitalicia para que no tuviera problema económico alguno, pero decidió prestar sus servicios a Leonor y Tomás, a instancia de los dos, pues contaba con ánimo y salud suficientes.

Cierto es que, durante los dos primeros meses de la ausencia de Tomás, este se comunicó frecuentemente con Leonor. No obstante, de forma insospechada, esa fluidez cesó para dar paso a una falta total de noticias. Ello se produjo a partir de la fecha en que Mateo, hermano de Tomás, que le acompañó en el viaje, había regresado a España.

Agrícola y Ganadera Extremeña, S.A. daba trabajo a ciento cincuenta familias, siendo su situación financiera muy boyante y sus productos agrícolas y cárnicos en constante expansión, con centros de explotación en los términos municipales extremeños siguientes: De la cereza, en el Valle del Jerte; del vino y el aceite, en Almendralejo; del porcino, en Jerez de los Caballeros. Ramiro, Rodrigo y Sergio estaban, respectivamente, al frente de tales dependencias; todos ellos comandados por Tomás, desde la muerte de don Benigno Ruiz.

Rodrigo Fernández era la persona de confianza y mano derecha de Tomás. Había gozado también del aprecio de don Benigno Ruiz, sustituyendo a Tomás en sus funciones desde su marcha a Colombia. Rendía cuenta de su gestión a Leonor, la cual había sido designada coadministradora solidaria de la sociedad en junta universal de accionistas, celebrada poco antes del inicio del viaje de Tomás a tierras colombianas. Leonor y Rodrigo mantenían una mutua relación de afinidad y confianza. Ambos estaban en la cuarentena de sus vidas.

Rodrigo, al igual que don Benigno Ruiz y Tomás, se había hecho a sí mismo, ganándose el puesto que ocupaba en la compañía gracias a su buen trabajo, tesón e innata inteligencia.

Mateo Salazar estaba en su mansión de la avenida de Pedralbes, de Barcelona. Había colgado el teléfono a través del cual había sostenido diversas conversaciones con personas que, a su juicio, podían coadyuvar en la averiguación del paradero de su hermano Tomás, pero, como en otras ocasiones, el resultado fue negativo.

Mateo, extremeño como su hermano, había sido fraile franciscano, pero dejó la orden y su ministerio sacerdotal, tras obtener las debidas licencias eclesiásticas, para poco más tarde casarse con la que llegaría a ser coheredera del imperio Todolí. Solamente habían transcurrido tres meses del fallecimiento de su mujer, a consecuencia de un infarto de miocardio agudo. Fruto del matrimonio nació una hija, a la que pusieron el nombre de Marta, siguiendo la tradición familiar.

El imperio Todolí era la suma de un vasto abanico económico-financiero que incluía toda clase de actividades, tanto industriales, como agrícolas, constructoras, promociones inmobiliarias, participaciones en navieras y banca, y un largo etcétera. La familia Todolí era una de las más ricas e influyentes de Cataluña. Mateo era el que llevaba las riendas de todos sus negocios.

Libro Primero:

ESPERANDO UN REGRESO

1

Rodrigo estaba en la sede social de Agrícola y Ganadera Extremeña, S.A., sita en la calle Del Rey, de Plasencia. Había llegado a las ocho de la mañana para estudiar y decidir sobre asuntos varios que se sometían a su criterio. Acostumbraba a utilizar el despacho de Tomás, que antes lo había sido de don Benigno, el fundador de la sociedad.

En tales oficinas se había habilitado un modesto dormitorio y un aseo para uso de quién loconsiderase preciso. Rodrigo lo utilizaba en sus frecuentes viajes a Plasencia y a los centros de producción de la cereza en el Valle del Jerte. Ello venía dado por la lejanía de su domicilio, ubicado en la casa propiedad de la empresa, en Almendralejo, municipio donde se producía el vino y el aceite.

A las nueve decidió tomaruna breve pausa para desayunar, lo cual acostumbraba a hacer en una cafetería de la Plaza Mayor. La temperatura era agradable, toda vez que la calima extremeña propia del mes de septiembre aún no imponía su imperio.

Al regresar a su despacho vio que el jefe de administración de la empresa estaba sentado en una de las sillas que se disponían en la pequeña estancia que, a modo de la salita de espera, antecedía a aquel.

―Buenos días, señor Navarro, ¿me está esperando?

―Sí, señor. ¿No se acuerda deque quedamos a esta hora?

Tras una breve cavilación, Rodrigo reconoció:

―Tiene usted razón. Me había olvidado. Perdóneme.

―No hay nada que perdonar ―adujo el señor Navarro, esgrimiendo una sonrisa.

―Pase ―le instó Rodrigo, abriendo la puerta del despacho.

―Gracias.

―Siéntese, por favor ―le invitó Rodrigo, indicándole uno de los dos sillones que habíadelante de la mesa de trabajo.

El jefe de administración tomó asiento.

―Por la cara de circunstancias que usted tiene, barrunto que me quiere decir algo importante ―le espetó Rodrigo.

―Así es, señor Fernández.

―Adelante, pues.

―Voy a tratar de ser lo más sucinto posible, pues el asunto que me trae es delicado y complejo.

Rodrigo hizo un gesto de asentimiento.

―Verá. De la última auditoría interna que hemos realizado se desprende un desfase importante entre los productos fabricados y los vendidos.

―¿De qué fabricados estamos hablando, señor Navarro?

―Perdone, señor Fernández. Por ahí debía haber comenzado…

―No se preocupe ―le interrumpió Rodrigo.

―Se trata del vino elaborado en el centro de Almendralejo.

La sorpresa de Rodrigo fue mayúscula. No obstante, calló a la espera de las explicaciones de su interlocutor.

―Dicho de otra manera ―prosiguió su subordinado―, la cantidad de vino producido no se corresponde con el vendido. Eso tendría una explicación si en nuestros almacenes hubiera existencias de vino que justificasen tal desfase. No sé si me explico, señor Fernández.

―Perfectamente ―contestó Rodrigo, con indisimulado disgusto.

Tras una breve pausa, Rodrigo preguntó:

―¿Han hecho ustedes alguna averiguación al respecto?

―No, señor. Como comprenderá nuestra obligación se circunscribe a poner los hechos en su conocimiento.

―Comprendo. Comprendo.

―No obstante, creemos que las pesquisas para averiguar qué está sucediendo deben realizarse en el área de expedición del vino ―aseveró el señor Navarro.

―¿Tiene usted alguna sugerencia de cómo debemos efectuar nuestras indagaciones?

―Creo, no aseguro, que el personal que sirve en tal área puede darle información al respecto que, por el momento, no quiere o teme dar.

―¿Por qué? ―preguntó Rodrigo.

―Porque es muy significativo que algunos de nuestros clientes nos han puesto de manifiesto sus quejas acerca de un distribuidor de vinos, para ellos totalmente desconocido, al que alguno o algunos de esta casa, no sabemos quiénes son, le están suministrando nuestros caldos, y que posteriormente los vende a precio inferior al establecido. ¿Me entiende usted?

―Lamentablemente, sí.

Rodrigo se levantó de su sillón y, dando la entrevista por concluida, tendió la mano a su subordinado, diciéndole:

―Gracias, señor Navarro.

El jefe de administración correspondió al saludo y se ausentó del despacho.

Una vez solo, Rodrigo dio vueltas a lo que el jefe de administración le había dicho. “¿Qué estará sucediendo?”,se dijo al término de sus cavilaciones. “Pronto lo averiguaré”, se afirmó.

Siguió trabajando hasta minutos antes de las dos de la tarde, hora en la que debía comer con Leonor, quienle había invitado.

Salió de la oficina y se encaminó hacia la casa que habitaba su anfitriona, sita en la calle Zapatería, de Plasencia. Una oleada de calor abrasador le invadió, por lo que buscó el refugio de la sombra, por escasa que fuere, para tratar de pertrecharse de él.

La casa a la que se dirigía había sido comprada y restaurada por don Benigno Ruiz, al regresode su periplo laboral de veintisiete años en Barcelona. Había sido cerrada a su muerte, pero vuelta a habitar por Leonor durante el período escolar de Amancay, toda vez que de permanecer en tal temporada en la finca de Navaconcejo, residencia de ambas, suponía hacer varios viajes al día entre tal población y Plasencia, de unos treinta kilómetros cada uno de ellos.

Jesusa abrió la puerta de la casa respondiendo a la llamada de Rodrigo.

―Buenas tardes, señor Fernández.

―¿Cómo está, Jesusa?

―No me puedo quejar. Voy haciendo…

―Me alegro.

―La señora le está esperando. Le acompañaré al salón.

Leonor estaba leyendo un periódico, que dejó al ver a Rodrigo. La distinción y finura de aquella mujer eran dos de las prendas, entre otras, que a Rodrigo le fascinaban, amén de su hermosura que, a su juicio, era única.

―Encantada de saludarle de nuevo, señor Fernández.

―Igualmente le digo, señora. Es para mí siempre un placer.

Leonor esbozó una sonrisa de agradecimiento.

Rodrigo se acercó a Leonor y se apresuró a estrechar la mano que su anfitriona le ofrecía.

―¿Pasamos al comedor? Jesusa me ha dicho que la comida está lista.

―Como usted mande.

Rodrigo siguió a Leonor hasta el comedor. Una vez sentados, Rodrigo preguntó:

―¿Cómo está Amancay, señora?

―Bien. En estos momentos estará también comiendo en el colegio de religiosas de la Santísima Trinidad, de esta ciudad, donde recibe formación.

―Es un encanto de chiquilla…

―Sí. Lo es ―interrumpió Leonor―. Tiene un gran corazón, que compagina con un carácter que apunta a firme determinación. Me gustaría, no obstante, que fuera menos inquieta…

―No se preocupe, doña Leonor ―terció Rodrigo―. Decía mi padre que a los niños es mejor tener que decirles ¡sooo! que ¡arre!

Leonor sonrió.

Jesusa entró en el comedor para servir la comida, durante la cual ambos comensales hablaron poco. Al término de la misma Rodrigo se dirigió a la sirvienta:

―Mejor no podía estar. Es usted única.

―Gracias, señor.

―¿Tomamos el café en el despacho? ―preguntó Leonor.

―Como usted diga ―respondió Rodrigo.

―Entre café y café me puede poner al corriente de todo lo que considere oportuno. ¿Le parece bien?

Rodrigo asintió.

Llegados al despacho, Leonor ofreció asiento a Rodrigo.

Una vez sentado, Rodrigo fijó su mirada en un mueble de madera noble, sobre el cual había una vitrina que albergaba en su interior cuatro libros. Sobre la vitrina lucía un busto tallado en madera.

El interés de Rodrigo hizo que Leonor interviniera:

―Es lo que usted está pensando. Son los tres libros de El Capital, de Karl Marx, y la Biblia. El busto es de Carlos Todolí, cincelado por Caterina Nicoletti, su compañera italiana y amor de su vida.

―Según don Benigno narra en sus memorias ―adujo Rodrigo―, eran los cuatro libros más preciados de su gran amigo Carlos, que le legó a su muerte. Caterina le donó el busto.

―Sí. Así fue. Por mediación de Carlos Todolí, don Benigno conoció a su hermana, doña Marta Todolí, la cual regentaba en aquel entonces el imperio Todolí, al ser él desheredado por el padre de ambos, dadas sus creencias y prácticas anarquistas, que mantuvo hasta su muerte.

Al ver que Rodrigo estaba sumido en sus pensares, Leonor añadió:

―Mateo, el hermano de mi marido, es el consorte de Marta Todolí, la difunta hija de doña Marta, el cual regenta el vastoconglomerado de empresas Todolí.

―Antiguo franciscano, según lo escrito por don Benigno ―matizó Rodrigo.

―Efectivamente.

―Las vivencias que don Benigno ha dejado escritas son apasionantes, ¿no le parece austed?

―Francamente, sí. Siempre he pensado que es como si hubiera ejercido el magisterio sin él saberlo.

Ambos guardaron un breve silencio.

―La documentación de la empresa que me hizo llegar para mi examen, ya está firmada ―dijo Leonor segundos después, entregando a Rodrigo varias carpetas que había sobre la mesa.

―Gracias, señora.

―Ya sabe usted que acostumbro a dar mi aprobación a todo lo que usted somete a mi criterio. Por cierto, le quiero proponer algo que espero sea de su conformidad, y que hace unos días comenté con don Gabriel, nuestro asesor legal.

―Usted dirá, doña Leonor.

―Pues delegarle facultades de disposición que ostento en la empresa. De hecho, ya está usted dirigiendo la compañía, pero precisa de cobertura legal a tal fin…

Rodrigo quiso intervenir, pero Leonor se lo impidió.

―Don Gabriel me ha dicho que la tramitación legal es muy sencilla y que él se encargaría de todo, ¿qué le parece?

―Pues…, que le voy a decir. Que gracias por la confianza, señora. Espero no defraudarla, esa es mi única duda.

―Pues yo no tengo ninguna.

―Le reitero mi agradecimiento.

―Como diría don Benigno: “todo es muy simple”. usted trabaja bien y yo le pago por ello. ¡Ah!, sus emolumentos serán incrementados, por supuesto.

―Gracias de nuevo.

―Eso sí. Las decisiones trascendentes que deba tomar le ruego me las consulte previamente.

―Así lo haré.

Transcurrió un breve silencio.

―Perdone que no le haya preguntado por su hijo mayor ―se lamentó Leonor―. ¿Cómo está?

―Mejor. Los médicos que tratan a Rodrigo me han dicho que su progreso es lento, pero progresivo. Ya sabe usted que lo atienden en un centro especializado de Badajoz para disminuidos psíquicos. Hasta han diagnosticado que, a medio plazo, podrá pasar algunas temporadas conmigo, pues sus episodios violentos y de ánimo exaltado van decreciendo.

―Me alegro mucho. Es lo mejor que podía oír. Es hora de que la vida le déalgún alivio, señor Fernández. Primero el fallecimiento de su mujer, tras una larga y dolorosa enfermedad, y ahora su hijo. Como se acostumbra a decir: “Dios aprieta, pero no ahoga”.

―Excúseme, doña Leonor. Me temo que Dios poco o nada tiene que ver con todo ello. Las cosas pasan y no queda más remedio que hacerlesfrente lo mejor posible. De todas formas, le agradezco sus palabras ―apuntilló Rodrigo, que no era creyente.

Leonor no dijo nada.

Con los ojos vidriosos, Rodrigo argumentó:

―Tiene diecisiete años, pero es como un niño que, cuando está tranquilo, se muestra cariñoso con todo el que le trata…

―No siga usted, por favor ―le interrumpió Leonor, al borde la emoción.

―No todo es negro, señora. Benigno, mi otro hijo ―nombre que le puso Rodrigo en recuerdo de su mentor don Benigno―, promete. Es un chaval de doce años que, según sus profesores, tiene una inteligencia fuera de serie. Además, le encanta y entiende el campo, como así me lo demuestra cuando por él le llevo a pasear. En fin, el tiempo lo dirá.

Leonor apuntó una sonrisa y preguntó:

―Vive con usted una hermana suya, ¿verdad?

―Sí. Jacinta atiende a la casa y me ayuda en la educación de Benigno. Es viuda y sin hijos.

Ahora el mutismo fue más prolongado. A su término, intervino Leonor:

―En fin. Si usted no tiene más que decirme, me voy al colegio a recoger a mi sobrina Amancay.

―¿Quiere que le acompañe?

―No, señor Fernández. No desprecio su ofrecimiento, pero en otra ocasión será. De todas formas, gracias.

Tras despedirse de su anfitriona y de Jesusa, Rodrigo salió de la casa y se dirigió al despacho de don Gabriel, en la cercana calle Del Rey.

Durante su trayecto pensó en Leonor. La falta de noticias de su marido Tomás la estaba consumiendo; su cara lo decía todo. Sin embargo, ni una palabra de queja o lamento pronunció a lo largo de la tarde. Por el contrario, sí se había interesado por su familia. “Qué mujer”, se dijo.

No tardó en llegar a su destino. Fue recibido casi de inmediato por don Gabriel quien, como siempre, se mostró amable y solícito.

―Siéntese, señor Fernández, por favor ―le instó don Gabriel al entrar en su despacho.

Sin ningún preámbulo, Rodrigo informó al letrado:

―He examinado las tierras colindantes a nuestras fincas de Almendralejo y Jerez de los Caballeros y, como me esperaba, son buenas. La oferta de venta de sus propietarios es de cien hectáreas las primeras y cincuenta las segundas. Nos son necesarias, como ya leadelanté en su día, para poder ampliar nuestras instalaciones en ambos lugares e incrementar nuestros fabricados. El precio, además, lo considero razonable…

―No hace falta que me explique más, señor Fernández ―intervino don Gabriel―. Pondré manos a la obra para tener listas lo más pronto posible las correspondientes operaciones de compra y venta.

―De acuerdo, pues. Le entrego la documentación que creo necesitará para que usted pueda trabajar al respecto ―añadió Rodrigo, entregando a su interlocutor sendos dosieres.

―¿Con quién tengo que ponerme en contacto cuando esté todo ello a punto de firma? ―preguntó don Gabriel.

―Conmigo, por supuesto. Yo informaré a doña Leonor y la acompañaré a la firma de las escrituras notariales correspondientes.

―De acuerdo.

Rodrigo intuyó que don Gabriel quería decirle algo, por lo que le inquirió:

―¿Tiene algo que decirme?

―Pues, sí. Quería preguntarle si doña Leonor le ha comentado la oportunidad de otorgarle a usted amplios poderes de representación de la sociedad, a fin de aliviarla a ella de tal carga.

―Sí. Me lo ha expuesto esta misma tarde. He comido con ella atendiendo a su invitación. Le he dicho que aceptaba.

―Pues entonces no tengo más que añadir. También trabajaré de inmediato sobre tal cuestión. Para su información, será una delegación de facultades por parte de doña Leonor, como administradora de la compañía, designándole gerente, con todos los derechos y obligaciones que el cargo comporta. Le felicito, señor gerente.

―Gracias. Espero estar a la altura de las circunstancias.

―No me cabe la menor duda ―aseveró don Gabriel.

―Pues bien. Por el momento no tengo nada más que exponerle. Me voy a dar un paseo por la orilla del Jerte, que a estas horas de la tarde es una delicia y un alivio por el ligero fresco que por allí corre.

―Muy buena idea. Los placentinos no valoramos debidamente el privilegio que supone tener un río que bordea la ciudad.

Rodrigo asintió.

Don Gabriel acompañó a su visitante hasta la puerta de salida del despacho.

Antes de despedirse, don Gabriel inquirió:

―¿Cómo ha encontrado usted a doña Leonor?

―Ya puede usted figurarse. Aunque intenta ocultarla, su pena es mucha. Espero que a no tardar tengamos al fin noticias de don Tomás, pues en caso contrario…

―Eso deseo yo también.

Se estrecharon las manos, con el afecto que ambos se profesaban.

Tras una hora de relajante paseo por la vera del Jerte, Rodrigo se encaminó a la sede de la compañía, donde debía pernoctar.

2

A las ocho de la mañana del siguiente día, tras un copioso desayuno en la cafetería acostumbrada, ubicada en la Plaza Mayor, Rodrigo se dirigió al local propiedad de la sociedad, donde se efectuaba el pupilaje de los vehículos de la misma y de algunos de sus empleados.

Subió a su jeep y, sin más, lo condujo hasta la salida de la ciudad, en dirección a las zonas de la cereza de Navaconcejo y Cabezuela del Valle.

Durante unas dos horas departió con Ramiro, el responsable de los centros de la compañía ubicados en tales municipios. No habiendo novedades relevantes que destacar, Rodrigo se despidió de él hasta una nueva visita, que no tardaría en realizar.

Subió de nuevo al jeep e inició la ruta que le había de llevar a Almendralejo. Tenía por delante un trayecto de tres horas, aproximadamente.

Al llegar a la casa ubicada en el centro de producción de Almendralejo, donde vivía, que era propiedad de la sociedad, Rodrigo aparcó el jeep frente a su entrada. Pasaban unos minutos de las dos de tarde.

―¡Jacinta! ¡Jacinta! ―gritó.

―¡Ya voy! ¡Ya voy! ―respondió ella a lo lejos.

Al encontrarse, Rodrigo le dijo:

―Da un abrazo a tu hermano, mujer.

―¿A santo de qué? ―preguntó Jacinta extrañada, pues en ninguno de los dos era usual tal afectuoso recibimiento.

―¿Es que acaso no quieres felicitar al nuevo gerente de la compañía?

―Y, ¿eso qué es?

―Para que lo entiendas, el jefe de la empresa.

―¿Mandarás más que la señora?

―No, Jacinta, no. Ella, como hasta ahora, seguirá mandándome a mí hasta que regrese don Tomás.

Jacinta asintió con un gesto afirmativo de su cabeza e interpeló:

―No se sabe nada de don Tomás, ¿verdad?

―Por ahora, nada.

―Cómo debe estar sufriendo esa mujer. Dios se lo devolverá. Estoy segura.

Rodrigo calló para no ofender a su hermana con la respuesta que le hubiera dado.

Jacinta, que adoraba y admiraba a su hermano, se acercó a él y le dio un sentido abrazo.

―No nos engañemos, Rodrigo. Siempre te he dicho que vales mucho. He sido testigo de tus esfuerzos durante muchos años, trabajando duro y bien. No hacen más que reconocértelo.

―Gracias, hermana.

―Estoy orgullosa de ti.

―Yo de ti, también.

―Pero, ¿qué dices? ¿De qué me puedo sentir orgullosa? ¿De fregar y limpiar? No sirvo para otra cosa.

―No vuelvas a decir eso, Jacinta. No has hecho más que trabajar para la familia toda tu vida, que es el más duro de los trabajos y, además, no reconocido. ¿Qué sería de mí si nome ayudaras en la atención de Rodrigo y Benigno? Sabes lo mucho que te quieren.

Con emoción incontenida, Jacinta abrazó de nuevo a su hermano.

―Gracias por tus palabras. Es lo mejor que me podías decir.

―Por cierto, ¿cómo anda Benigno? ―preguntó Rodrigo, también conmovido.

―Bien. Dentro de un rato iré a recogerle al colegio. No he visto criatura más espabilada que él. Dará que hablar; te lo digo yo.

Rodrigo sonrió satisfecho.

―Y de mi angelico, Rodrigo, ¿qué sabes? Pobrecico mío.

―Parece que va mejorando. Ya veremos.

―El Señorlo quiera.

―¿Podemos comer ya? Apetito no me falta ―espetó acto seguido Rodrigo.

―La comida está lista. Vamos.

Rodrigo siguió a su hermana hasta la cocina donde, entre plato y plato, siguieron hablando.

―Voy a mi despacho a examinar papeles de la empresa. Quizá eche antes alguna cabezada ―dijo Rodrigo, finalizada la comida―. ¿No te importa avisarme cuando llegue la hora de ir a buscar a Benigno al colegio? ―preguntó a su hermana.

―Te avisaré. No nos engañemos, Rodrigo, verás lo contento que se pone tu hijo cuando te vea.

―Quisiera verlo más, pero no puedo…

―Ya lo sé, hombre. Ya lo sé.

Minutos antes de las cinco de la tarde, ambos hermanos llegaron a la puerta del colegio, sito en el casco urbano de Almendralejo.

―¡Papá! ¡Papá! ―gritó Benigno al ver a su padre.

El niño, lleno de contento, aceleró el paso al encuentro de su progenitor. Cuando estuvo frente a él, se detuvo. Los ojos de Benigno, grandes y oscuros, no miraron, sino que horadaron los de su padre, los cuales le dijeron lo que este deseaba. Sus pequeños brazos rodearon la cintura de la persona a la que más quería, posando la cabeza sobre su pecho; en tal postura permaneció mientras el padre puso su mano izquierda en la nuca del hijo, y con su derecha acarició sin cesar su abundante y negro cabello.

―¿Vamos a casa, hijo?

―Sí.

Rodrigo puso su mano derecha sobre el hombro derecho de su hijo, y este ofreció su mano derecha a su tía Jacinta, quien la cogió llena de orgullo. Así, los tres, iniciaron el regreso a casa.

Mientras Benigno merendaba, le preguntó a su padre:

―¿Cuándo volveremos al campo? Hace tiempo que no lo hacemos.

―Tienes razón. Pero te voy a dar una buena noticia…

―¿Cuál? ―cortó Benigno, ansioso.

―Este fin de semana, si no surgen problemas, nos iremos a un lugar que no conoces. Estoy seguro de que te gustará.

―¡Yupi!

―Siempre que hagas antes los deberes ―intervino Jacinta, que estaba junto a ellos cosiendo prendas de los dos.

Benigno se acercó a su tía y, tras darle un beso en la mejilla, le dijo:

―Sí. Siempre los hago. ¿A qué sí?

Jacinta sonrió.

Rodrigo intervino:

―¿Echas de menos a tu hermano, hijo?

―Sí. Le quiero mucho. Pero desde que se puso malo no puedo seguir jugando con él.

―Pues espero que no pase mucho tiempo para que pueda volver a casa.

―¿De verdad? ―preguntó Benigno, mirando alborozado a su padre.

―De verdad.

―Y, cuando vuelva, ¿se quedará para siempre?

―Eso no lo sé. Pero ya se verá, hijo.

―Podremos jugar de nuevo y salir los tres juntos al campo…

―Por supuesto que sí.

―Me voy a mi habitación a hacer los deberes. Así la tía Jacinta no se enfadará conmigo ―adujo Benigno, finalizada su merienda.

Rodrigo y Jacinta sonrieron.

Cuando el niño se hubo ido, Rodrigo se levantó de su asiento y manifestó:

―Estaré en el despacho, Jacinta. Ya me avisarás cuando la cena esté lista.

―Descuida.

Cuando Rodrigo iba a franquear la salida de la estancia, Jacinta le inquirió:

―¿Acompañarás mañana a tu hijo al colegio?

―No puedo. Lo siento de veras. He de estar a las siete de la mañana en el trabajo.

―Te lo preguntaba porque es lo que más desea Benigno.

―Lo sé. Lo sé ―adujo Rodrigo apenado.

3

Poco antes de la siete de la mañana de la jornada siguiente, Rodrigo entraba en al área de producción de vino de la compañía. Se dirigió al departamento de expedición, cuyo encargado era Genaro, hombre de su confianza.

No dio con él, por lo que preguntó a Moisés, un ambicioso y joven trabajador, según Genaro le había informado.

―Oye, Moisés, ¿dónde está Genaro?

―No ha venido, señor Fernández, pero no me extraña. Ayer tuvo que irse a su casa al encontrarse mal, según dijo.

―Ya.

―¿Le puedo servir yo de algo?

―Pues, sí. Ven conmigo.

Moisés siguió a su superior hasta la estancia que Genaro utilizaba como oficina suya.

―Vamos a ver ―le espetó Rodrigo―. Toda salida de botellas de vino tiene su soporte documental en el albarán de entrega correspondiente, ¿verdad?

―Sí, señor. Yo me encargo de ello.

―Pero, ¿toda salida de género, sin excepción? ―insistió Rodrigo.

―Toda, aunque…

―Aunque, ¿qué? ―cortó Rodrigo, tratando de no perder los nervios.

―Bueno…, en realidad creo que no toda la mercancía.

―¡Explícate de una vez! ―alzó Rodrigo su voz.

―Verá. Cada quince días, aproximadamente, llega una camioneta y sale cargada de diversas clases de caldos, siguiendo indicaciones de Genaro…

―Y, bien. ¿Qué tiene ello de anómalo?

―Pues que no se extiende albarán de entrega alguno, por orden expresa de Genaro.

―¿Te ha dado Genaro alguna clase de explicación al respecto?

―No, señor. Se limita a decir que tales entregas las controla él personalmente.

Rodrigo guardó silencio.

―Así que le doy los albaranes de entrega del resto del género y él los hace llegar a la central de Plasencia. Supongo que a esos justificantes Genaro añade los de la mercancía que él solo controla ―matizó Moisés.

Rodrigo se quedó pensativo.

―Bien. Nada más por ahora. ¡Ah!, de esta conversación ni una palabra a nadie. ¿Te queda claro, Moisés?

―Sí, señor.

Rodrigo salió malhumorado y decepcionado de la estancia. La sombra de la duda de una confianza traicionada comenzó a anidar en él. Si sus sospechas se confirmaban, Genaro sería la primera persona que le habría sido desleal. “No tardaré en averiguarlo”, se dijo.

Subió a su jeepy puso rumbo a Jerez de los Caballeros. Tenía por delante un recorrido de una hora y media, aproximadamente.

En la finca de explotación de ganado porcino le atendió Sergio, su responsable. Con él realizó una inspección de todas las instalaciones, las cualesestaban a pleno rendimiento y que, probablemente, tendrían que ser ampliadas a medio plazo.

Antes de despedirse de Sergio, hizo una llamada telefónica a don Gabriel, a quien le expuso sucintamente el caso de Genaro. El asesor legal le dio instrucciones de cómo debía actuar en el supuesto caso de haber incurrido aquel en acción o acciones delictivas. También se puso en contacto con el señor Navarro, jefe de administración de la empresa, el cual le confirmó que no obraban en el departamento de contabilidad albaranes de entrega de la mercancía dadaa terceros por Genaro.

De vuelta a casa, pocas palabras intercambió con Jacinta. A su hijo Benigno le preguntó cómo le había ido por el colegio y, tras sus explicaciones, se limitó a darle un abrazo y desearle buenas noches.

Cenó solo y con rapidez. Después se recluyó en su modesto despacho hasta que cayó rendido.

A las siete de la mañana, su hora habitual, Rodrigo inició una nueva jornada en la oficina de la planta de producción de vino. Se disponía a ir en busca de Genaro cuando vio que este se aproximaba a él.

―Buenos días, Rodrigo.

―Hola, Genaro. ¿Ya estás mejor?

―Sí. No ha sido más que un susto. Gracias a Dios estoy bien.

―Cierra la puerta y siéntate, por favor.

―¿Querías hablar conmigo? Moisés me ha dicho que le has estado haciendo algunas preguntas, ¿verdad?

Rodrigo asintió.

―Por la cara que tienes no debe ser nada agradable.

―Pues no, francamente. Tanto es así que voy a dejarme de preámbulos e iré directamente al grano.

―Tú dirás.

―¿No has pensado que más pronto o más tarde nos enteraríamos de lo que estás haciendo con determinadas partidas de vino?

―No te entiendo, Rodrigo. La verdad.

―Yo creo que sí ―aseveró Rodrigo, que contuvo una respuesta airada.

Genaro, que quería aparentar tranquilidad, se derrumbó. Llevó sus manos a la cara para tratar de ocultar su vergüenza.

―¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?

―Sé que no tengo excusa, pero tenía necesidades familiares que cubrir ―balbuceó.

―Y, ¿no podías habérmelo dicho? ¡Por Dios, Genaro! Tenías suficiente confianza para ello.

Genaro calló.

―De ser ciertas tales necesidades, podíamos haber encontrado alguna solución. Todo antes de…, de robar.

Genaro siguió callado.

―¡Di algo, joder! ―exclamó Rodrigo.

―Si me das plazo para devolver el dinero que me he quedado, lo devolveré. Te lo prometo.

―La cuestión es que no solo consiste en la reintegración de las sumas apropiadas que, por cierto, son muchas. Entendemos que con eso no se soluciona todo el problema…

―Pues, ¿qué he de hacer? Dímelo y lo haré ―aseveró Genaro.

―Lamento decírtelo, pero quedas despedido. Aquí ya no tienes nada que hacer, pues has defraudado mi confianza y, sobre todo, has perjudicado gravemente a la compañía.

―¡No, por favor! ¡Eso no, Rodrigo! Tengo familia a la que alimentar y sacar adelante ―suplicó Genaro vehementemente.

―Lo sé. Pero tenías que haber pensado antes en ella.

―Es lo que siempre he hecho. Ya te he dicho que tenía que atender a sus necesidades urgentes…

―Esas no son las noticias que yo tengo, sino todo lo contrario. Parece ser que de un tiempo atrás vuestro tren de vida ha subido como la espuma, ¿o no?

Genaro miró fijamente a Rodrigo y, cambiando la sumisa actitud que hasta aquel momento había mantenido, le espetó desafiante:

―Muy bien. Tendrás que despedirme y yo, no lo dudes, presentaré papeleta por despido improcedente ante la Magistratura de Trabajo, ¿te enteras?

Rodrigo hizo acopiode toda la calma que le fue posible y le contestó:

―Hazlo, si te atreves. Si lo haces, presentaremos querella criminal en tu contra por los delitos de apropiación indebida continuada, estafa y quizá otros más. Tenemos documentación y testigos a tal efecto. No lo dudes.

Genaro, visiblemente abatido, guardó silencio.

―En cuanto a la suma total de la que te has apropiado ―siguió Rodrigo―, firmaremos un contrato de reconocimiento de deuda, que devolverás en el tiempo y plazos que pactemos. Eso sí, de no poder cumplir con lo pactado por imposibilidad de hacerlo, debidamente justificada, una cláusula del contrato permitirá acordar una prudente prórroga de tu compromiso de pago. Pasado mañana llegará de Plasencia un abogado de la compañía que traerá la documentación oportuna. Tú puedes venir acompañado por asesor legal o persona de confianza que estimes conveniente, a fin de examinar previamente lo que debes firmar.

―Tú ganas ―admitió Genaro a su pesar―. Pero te hago una advertencia, que espero no olvides.

―Por tu tono de voz yo diría que más bien va a ser una amenaza.

―Tómatelo como quieras. Como puedes comprender, me trae sin cuidado.

―Soy todo oídos.

Genaro se levantó de su silla y, aproximando amenazante su cara a la de Rodrigo, le escupió:

―Me encargaré de que tú y tu familia no viváis tranquilos. Te lo juro.

―¡Sal de este despacho inmediatamente! ¡Bastante paciencia he tenido contigo, coño! ―gritó Rodrigo.

Genaro salió del despacho, dejando abierta la puerta del mismo.

“Muy desagradable, pero había pensado que sería mucho peor”, se dijo Rodrigo al quedarse solo.

A las cuarenta y ocho siguientes, tal y como habían acordado, Genaro se presentó solo en la empresa. Leyó previamente la documentación que le exhibió el abogado de la compañía y, tras hacerle algunas preguntas, la firmó.

Cuando Genaro se disponía a marchar del lugar volvió a amenazar a Rodrigo:

―¡Te acordarás de mí, cabrón!

Como era de esperar, Moisés fue designado como nuevo responsable del área de expedición del vino.

Dando por el momento zanjado ese agrio asunto, Rodrigo se dirigió a la bodega antigua.

―¿Qué tal, Aurelio? ―saludó al jefe de la bodega, buen amigo suyo y que gozaba de su confianza.

Aurelio, de cuarenta años, comandaba la bodega desde hacía tan solo cinco años, tras haber dejado otra ubicada en la Ribera del Duero. Lo que no sabía Rodrigo es que su amigo pertenecía a una asociación secreta ‒la Orden de la Luz‒, la cual había instrumentado el cambio. Aurelio, prestando obediencia ciega, se había limitado a acatar el mandato. Su superior en la Orden le había dicho que, en su momento, recibiría instrucciones.

―Bien. Me vas que ni pintado, pues quería hablar contigo ―dijo Aurelio.

―Tú dirás.

Aurelio cogió una llave que había sobre una mesa cercana y se la entregó a Rodrigo.

―Vaya con la llave. Está oxidada. ¿Dónde la has encontrado?

―En el interior de la galería, que no hemos explorado, que sigue en línea recta desde la intercesión de las tres que configuran la bodega. Vamos, la cruz patada de los templarios como tú dices.

Rodrigo sonrió.

―Siempre me he preguntado adónde conducirá esa galería ―prosiguió Aurelio―. Pues bien, hace unos días cogí una linterna y me adentré en ella; había recorrido unos cincuenta metros cuando encontré la llave en el suelo. Se había desprendido, por lo que pude ver, de un clavo insertado en la pared. Después decidí desandar lo andado.

―Cuando tenga tiempo, tú y yo penetraremos en esa galería. A lo mejor nos encontramos con alguna sorpresa; vete tú a saber.

Aurelio asintió.

―¿Algo más?

―No. Nada.

―Dame la llave, por favor ―solicitó Rodrigo.

―Es toda tuya.

―Hasta otra, Aurelio.

―Adiós, Rodrigo. Voy afuera a dar una hostia a mis pulmones.

Rodrigo sabía el significado de esa expresión, pero no podía dejar de sonreír cuando la oía.

―El tabaco te matará, Aurelio.

―De algo hay que morir, ¿no?

―No tienes remedio.

4

A las seis de la tarde de un día de primeros de abril de 1973, un avión privado aterrizó en el aeropuerto de El Prat, de Barcelona, procedente de Londres. Bajó de él un hombre de unos setenta años, de distinguida presencia, cabello canoso y abundante, alto, delgado e impecablemente vestido.

Protegido por cuatro escoltas se dirigió a la terminal del aeropuerto, donde cumplió con los trámites aduaneros establecidos.

Al salir de la terminal se encaminó hacia un Mercedes-Benz, a cuyo pie esperaba el chófer, el cual se aprestó a abrir la puerta trasera derecha del vehículo. Al entrar en él, el chófer inclinó respetuosamente su cabeza. Uno de los cuatro protectores se sentó en el asiento contiguo al del conductor; los otros tres subieron a un Seat 1500, a cuyo volante esperaba otro. Segundos después iniciaron el trayecto que les había de llevar a la Iglesia de Santa Ana.

La Iglesia de Santa Ana es un antiguo monasterio, con claustro y sala capitular, vinculado a la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén desde el siglo XII. Situada en la calle Santa Ana, es un tesoro escondido en el centro de la ciudad, cerca de la Plaza Cataluña, circundada por un entorno comercial. Su estructura es de estilo románico. El claustro y la cubierta son góticosdel siglo XV. En la adyacente placita de la iglesia se levanta una antigua cruz de término.

El viajero que portaba el Mercedes era el Supremo, máxima autoridad de la Orden de la Luz con implantación en España y en todas las partes del mundo; su sede central se ubica en Londres. La Orden se divide en cuatro secciones: la económica, muy poderosa por la ingente riqueza que administra; la religiosa; la ética-disciplinaria, que vela por el cumplimiento de los principios dogmáticos que inspiran a la Orden y, en su caso, el régimen de sanciones a aplicar a los afiliados que incumplen; la esotérica.Una norma fundamental de la Orden es el de la obediencia ciega al superior jerárquico.

El Supremo es elegido en cónclave, que se celebra en Londres, integrado por los Hermanos Mayores de las naciones en las que la Orden tiene afiliados e intereses. La duración del mandato del elegido es por un período de cinco años, pudiendo ser reelegido por períodos consecutivos de igual término, sin limitación alguna. Los Hermanos Mayores de cada nación se eligen, también en cónclave, por los Superiores Provinciales que regentan las provincias que integran la nación correspondiente; su cargo lo ostentan por un período improrrogable de cinco años. Con independencia de ello, tanto el Supremo, como los Hermanos Mayores y los Superiores Provinciales convocan a sus subordinados, en el lugar y con la periodicidad que estimen pertinente, para informarles y encomendarles la realización de las acciones que han de llevar a cabo en nombre de la Orden.

Una hora tardó la comitiva en llegar a la iglesiade Santa Ana. El acceso a la iglesia por la calle del mismo nombre estaba custodiado por servidores de la Orden, así como todo su entorno. El arzobispado de Barcelona había otorgado licencia para realizar el acto que se iba a llevar a cabo, lo cual comportaba la ausencia de culto durante el transcurso del mismo.

Los dos coches se detuvieron en la placita que antecede a la iglesia. El protector que ocupaba el asiento contiguo al del conductor del Mercedes-Benz abrió su puerta trasera derecha para dar paso al Supremo.

―Buenas tardes, señor. Bienvenido ―le saludó rendido el Hermano Mayor de España, cuya sede no era Madrid, sino Barcelona.

―Buenas tardes. Gracias ―contestó el Supremo en un impecable español.

―¿Entramos en el templo, señor?

―Todavía, no. ¿Hay por aquí algún lugar discreto para hablar con usted a solas?

―Por supuesto, señor. Hay un claustro gótico que es una verdadera maravilla.

―Pues vamos a él.

Tras admirar el gótico del claustro, el Supremo adujo:

―Se habrá preguntado usted el porqué de mi presencia en una conveción ordinaria, ¿verdad?

―Sí, señor. Con todos los respetos…

―No se disculpe, por favor. Es lógico ―le interrumpió el Supremo, apuntando una leve sonrisa, pues conocía muy bien y apreciaba a su subordinado.

―Me explico, Hermano Mayor. Hemos acordado que nuestro tesoro, el más grande y excelso que todos veneramos, luz y guía nuestra, sea trasladado del lugar en que se halla a España. En concreto a Almendralejo, en la provincia de Badajoz.

El Hermano Mayor permaneció en silencio.

―No obstante, ello no será inmediato. Hemos de esperar al desarrollo de los acontecimientos que presumimos van a acaecer en España, que consideramos imprevisibles, como consecuencia de la precaria salud del general Franco, a cuya muerte creemos que el régimen por él instaurado dejará de existir. Ya sabe usted la prudencia y el rigor que guían las decisiones en nuestra Orden.

―Sí, señor.

―Pues bien, usted será el responsable de toda la logística y habilitación del lugar escogido para albergar nuestro tesoro.

―No dude que lo haré, Supremo.

El Supremo asintió convencido de ello.

―Pues nada más, Hermano Mayor. ¿Le parece que vayamos al encuentro con nuestros hermanos?

―Como usted ordene.

En un gesto de familiaridad, poco acostumbrado en el Supremo, cogió al Hermano Mayo por su brazo izquierdo e iniciaron el trayecto que les había de conducir al interior del templo.

Al entrar el Supremo en la iglesia, seguido por el Hermano Mayor de España, los cincuenta Superiores Provinciales de la nación se levantaron de los bancos donde estaban sentados. A su paso por la nave central del templo hasta el presbiterio, los convocados inclinaban su cabeza ante él.

Asistían como invitados los simpatizantes de la Orden siguientes: Tres magistrados del Tribunal Supremo de España; un general del ejército, otro de la fuerza aérea y un almirante de la armada; los tres de las Fuerzas Armadas españolas.

Al pie del altar se habían colocado tres sitiales, el del medio más alto que los situados a su derecha e izquierda. Los solios eran de madera noble, en la que se habían cincelado motivos religiosos y de otra índole; sus brazos, respaldo y asientos estaban tapizados de terciopelo rojo, a excepción del más prominente que lucía una inmaculada felpa blanca.

El cardenal que ocupaba el sitial de la derecha también se levantó. Al llegar ante él, el Supremo le saludó:

―Buenas tardes, eminencia.

―Buenas tardes, Supremo.

El cardenal y el Hermano Mayor también se saludaron. Una vez sentados los tres, los concurrentes hicieron lo propio.

A continuación, el Hermano Mayor agradeció públicamente al Supremo su presencia en la convención. Después se entró en el examen y debate de todos y cada uno de los puntos del orden del día que eran causa de la reunión, los cuales fueron aprobados por unanimidad.

Tras ello y a una indicación del Supremo, el Hermano Mayor le cedió la palabra.

―Gracias, Hermano Mayor. En realidad, son solo unos minutos.

El Supremo hizo una pausa, deliberadamente estudiada, para conseguir la atención de sus subordinados. Su natural magnetismo y autoridad lo consiguió, aunque, por supuesto, ya estaban dispuestos a entregarse a él.

―Queridos hermanos ―inició su parlamento―. Me voy a limitar a haceros un breve exordio, que espero sea tenido muy en cuenta.

Hizo un brevísimo alto.

―El mundo en el que vivimos, que tenemos por civilizado, ha entrado en una grave, desesperante y abominable crisis. Me dirán ustedes, y no les faltará razón, que ese mal viene sucediéndose a lo largo de los siglos; es verdad, pero no tanto como en el momento actual, por cuyo motivo no podemos ni debemos conformarnos con ello.

La expectación de los reunidos era suma.

―Ahora que nuestra Orden tiene poder e influencia en la sociedad y en sus diversos estratos, nos toca trabajar para conseguir un mundo más justo para nuestros conciudadanos. Es tarea ardua, por descontado, pero no imposible. Confío en su predisposición y en el valeroso espíritu que se les ha inculcado. No nos defrauden.

Otro alto.

―En suma, debemos superar la calamitosa situación que nos ha tocado vivir, forjando una sociedad más justa y dando esperanza a las nuevas generaciones, que ahoraestán desesperanzadas y sin nadie que le guíe por el buen camino.

El Supremo miró a los concurridos y vio con satisfacción que estaban totalmente sometidos.

―Termino ya, señores. No es hora de lamentaciones, que a ninguna partellevan, sino de acciones. Acciones decididas y continuadas que, no lo duden, nos conducirán a la meta que nos hemos propuesto en beneficio de una sociedad que, lamentablemente, está enferma.

Una sonora y unánime palabra salió de la boca de los convocados:

―¡Amén!

Como epílogo de la convención, se efectuó un breve acto religioso oficiado por el cardenal.

De la misma forma que había llegado, el Supremo salió de la iglesia.

El Hermano Mayor le despidió al pie del Mercedes-Benz. Con el vehículo de escolta tras él, partió para el aeropuerto de El Prat. Eran las nueve de la noche.

Los miembros de la Orden de la Luz abandonaron el recinto de la iglesia en grupos reducidos, en aras de la discreción y prudencia. No tardaron en desperdigarse por la gran urbe.

5

La fría temperatura otoñal de finales de noviembre de ese mismo año de 1973 se hacía sentir. Las ramas de los árboles se desnudaban al caer sus amarillentas hojas en el suelo, quedando a merced del caprichoso viento.

Seguían la falta de noticias acerca de Tomás. La esperanza de Leonor de volver a ver a su marido se iba desvaneciendo.

La marcha de la empresa era buena y en constante expansión. Rodrigo demostraba ser un buen gestor al acometer nuevas inversiones y aplicar las nuevas técnicas en la producción de los fabricados de la compañía. Obviamente, también él vio compensado su esfuerzo con el incremento de sus emolumentos y una participación en los beneficios obtenidos.

A primeros de diciembre del mismo año estaba convocada una convención de agricultores y ganaderos extremeños, que debía celebrarse en el hotel Alfonso VIII de Plasencia, a la que Rodrigo acudió.

Al término de la misma, y tras los saludos de rigor a algunos concurrentes de él conocidos, salió del hotel. Eran las once de la noche.

Decidió subir por la calle Talavera, que desemboca en la Plaza Mayor, para finalmente coger la calle Del Rey, donde se ubicaba la sede de la compañía, a fin de descansar en el sencillo dormitorio habilitado para él en tal sede.

Cuando Rodrigo había alcanzado la mitad del recorrido de la calle Talavera, el grito de un hombre que transitaba hacia él a tan solo unos metros de distancia le sobresaltó.

―¡Cuidado! ―exclamó el hombre.

Rodrigo, instintivamente, se ladeó hacia su derecha, no pudiendo evitar el roce de un cuerpo que, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo quedando tendido en él boca abajo.

El transeúnte que le había alertado se acercó presuroso, mientras que Rodrigo se quedó paralizado por unos momentos.

―De buena se ha librado usted ―le dijo.

―¿Qué quiere usted decir? ―preguntó Rodrigo, sin salir de su asombro.

―De esto le quería advertir ―contestó, dando la vuelta al cuerpo inerme que yacía en el suelo.

Rodrigo vio que aquel desgraciado tenía clavado en su pecho un cuchillo de cocina de gran tamaño, de cuya herida no cesaba de brotar sangre.

―Al esquivar usted el cuchillo que este hombre blandía perdió pie y, para su desgracia, se lo ha clavado en el corazón. Está muerto ―aseveró el viandante tras breve examen.

―¿Está usted seguro?

―Sí, señor. Soy médico.

Rodrigo se inclinó para ver la cara de aquel desventurado.

―¡Dios mío! ¡Si es Genaro! ―exclamó.

―¿Lo conoce usted?

―Pues claro que sí ―contestó Rodrigo, atónito.

En aquel instante una pareja de mediana edad se detuvo en el lugar. La mujer, aterrorizada, se tapó la cara con sus manos, y su acompañante preguntó:

―¿Podemos ayudar en algo?

―Pues sí ―contestó el médico―. Llamen, por favor, a una ambulancia y a la policía.

―Ahora mismo.

No tardó en llegar la ambulancia y, poco más tarde, un coche patrulla de la policía nacional.

Dos horas más tarde el juez de guardia ordenó el levantamiento del cadáver. Tras el cumplimiento de las formalidades legales en tales casos, Rodrigo se encaminó a la cercana calle Del Rey para intentar descansar.

Una mezcla de ira y pena por lo sucedido se apoderó de él durante un buen rato, no pudiendo conciliar el sueño. Tuvieron quetranscurrir cerca de dos horas para que, al fin, pudiera dormir un poco.

Rodrigo durmió tan solo tres horas. Sus ojeras eran notorias y su estado de ánimo manifiestamente mejorable. No obstante, desayunó como de costumbre y, sin hacer comentario alguno a nadie sobre lo sucedido, se dispuso a trabajar.

A las dos de la tarde entraba en casa de Leonor, pues ella había establecido el hábito de invitar a comer a Rodrigo cuando este tenía que permanecer en Plasencia por motivos de trabajo.

―Pase, señor Fernández, pase ―invitó Jacinta, al abrir la puerta.

―¿Está usted bien? ―le preguntó, reteniéndole en el recibidor.

―Sí. Gracias, Jesusa.

―Vaya noche que ha debido pasar usted No quiero imaginármelo.

Ante la sorpresa de Rodrigo, le dijo:

―Aquí se sabe de todo y de todos. Plasencia, en realidad, no es más que un pueblo grande.

―Ya veo. Ya.

―Además, podría decirse que ha sucedido a la vuelta de la esquina, ¿no?

―Pues, sí.

―No sabe usted lo preocupada que está la señora. Es un manojo de nervios.

―Pues voy a tranquilizarla ―adujo Rodrigo, sin ocultar la satisfacción que le habían producido las palabras de Jesusa.

Jesusa miró con fijeza a Rodrigo y esbozó una sonrisa maliciosa.

―Gracias a Dios ―manifestó Leonor al entrar Rodrigo en el salón.

―Dicen que mala hierba nunca muere…

―No diga usted eso, por favor ―interrumpió Leonor―. Me tenía angustiada, bueno…, a Jesusa y a mí.

―Pues ya pueden estar tranquilas. Agradezco el interés de ambas.

―No le digo que se siente, porque Jesusa me ha dicho que cuando usted llegase podíamos pasar al comedor. ¿Tiene usted apetito?

―Eso, por ahora, no me falta, doña Leonor.

―Sígame, por favor ―instó la anfitriona.

De nuevo en el salón, una vez finalizada la comida, Leonor solicitó:

―Cuénteme. Tengo interés en saber el porqué de todo lo acaecido, si usted no tiene inconveniente, claro está.

Rodrigo explicó a Leonor la trayectoria de Genaro en la empresa.

―En definitiva, él ha propiciado su desgracia, ¿no? ―adujo Leonor.

―Exactamente. Genaro no ha hecho más que recoger lo que ha sembrado.

―¿Deja familia?

―Pues, sí. Viuda y dos hijos, uno de trece años y otro de diez.

―Con problemas económicos, ¿verdad?

―Así es.

―¿Puede hacerse algo por ellos?

―Yo lo he intentado, pero ha sido inútil.

―Explíquese, por favor.

―Cuando tuve que despedir a Genaro me interesé por su familia, sabedor de la difícil situación económica en la que quedaban, pues estaban desbordados por las deudas. Tanto es así que la viuda tuvo que pedir trabajo de temporera en las cosechas de la vid y la aceituna y, en general, en cualquier otro que le surgiera. Los niños, además, tuvieron que dejar el colegio privado al que iban para ser matriculados en otro público.

―Y, ¿qué?

―Pues que todo fue en vano. No sé si por rencor o por estupidez desdeñaron mi ayuda.

―Ya.

―Es penoso, pero es así.

―En fin. No se atormente, por una parte usted hizo todo lo posible para ayudarles y, por otra, no ha de considerarse culpable de la situación en la que ese pobre desgraciado, y solo él, ha dejado a su familia.

Rodrigo no dijo nada, pero agradeció lo dicho por Leonor.

―Además, me temo que la cantidad sustraída a la empresa no va a ser recuperada, ¿no es así, señor Fernández?

―Yo diría que no. Y no es poca, francamente.

Dando por zanjada la cuestión, Leonor blandió una forzada y leve sonrisa y, cambiando de tema, preguntó:

―Tengo entendido que su hijo mayor Rodrigo ya pasa algunos días con ustedes, ¿es así?

―Sí, señora. Un fin de semana al mes, por el momento.

―Me imagino su alegría.

―Mucha, señora. Mucha ―afirmó Rodrigo, con los ojos humedecidos.

Leonor esperó a que su invitado pudiera seguir hablando.

―Nunca hubiera imaginado que pudiera sentirse tanto cariño ―prosiguió Rodrigo, visiblemente conmovido―. Mi hijo tiene una mente sensiblemente disminuida, yo diría infantil, pero derrocha un natural amor por todo y todos los que le rodean…

Leonor instó a Rodrigo a continuar con un gesto.

―Cierto es que debe tenerse mucha paciencia con él, pues repite y hace repetir todo lo que se le dice, quedándose ensimismado. Lo que no se puede hacer es llevarle la contraria, pues puede desencadenarse en él un episodio violento que, por lo visto, solo sanará con el tiempo, si es que sana.

―Entiendo. Entiendo.

La conversación se interrumpió al entrar en la estancia Amancay, que acababa de cumplir once años. Se acercó a Rodrigo y le dio un beso en la mejilla, como acostumbraba a hacer.

―Hola, Rodrigo ―saludó sonriente.

―Pero, ¡qué confianzas son esas! Es el señor Fernández, como te he indicado, pero veo que de nada sirve ―corrigió Leonor a su sobrina.

―No se preocupe, señora. Me gusta que me llame por mi nombre.

―¿Cómo quieres que te llame? ―preguntó Amancay, sin dejar de sonreír.

―Rodrigo, guapísima.

―Yo no soy guapa, Rodrigo.

―¿Qué no eres guapa? Hasta tu nombre es lindo.

―¿Por qué?

―Amancay es el nombre de una planta, cuya flor, blanca o amarilla, es como la azucena. Tú eres una flor blanca.

―Qué bonito. Me gusta, Rodrigo.

Amancay dio un beso a Rodrigo, pero añadió:

―Pues Pili y Marisa dicen que soy fea.

―¿Quiénes son esas niñas?

―Amigas del colegio.

―Pues ya les puedes decir que no debe mentirse.

―Pues se lo diré. Aunque…

―¿Qué? ―preguntó Rodrigo.

―Pues que yo soy más lista que ellas.

Leonor y Rodrigo sonrieron.

―Ahora verás.

Amancay, sin añadir palabra alguna, salió corriendo del salón. Regresó al cabo de unos minutos portando en sus manos unos libros.

―Pregúntame lo que quieras ―espetó a Rodrigo, haciéndole entrega de un libro de ciencias naturales, el otro de aritmética y un último de gramática.

―Amancay, hija, el señor Fernández tiene que irse enseguida. Ya te preguntará otro día ―intervino Leonor.

―¿De verdad? ―preguntó la niña.

―Pues, sí. Te prometo que la próxima vez que nos veamos te preguntaré todo lo que quieras.

―Bueno. Espero que vuelvas, porque… ―Aman-cay miró a su tía y continuó―: Tomás me dijo que volvería y no ha vuelto…

Rodrigo miró a Leonor y vio reflejado en su rostro el dolor que el inocente comentario de su sobrina le producía.

―Tomás volverá. Lo ha prometido y lo hará, preciosa ―le dijo Rodrigo.

―Si tú lo dices, me lo creo. Pero que vuelva pronto, porque tengo ganas de verlo.

Amancay dio un beso a Rodrigo y a su tía y salió del salón.

Sabedor de lo que pasaba por la mente de Leonor, Rodrigo le dirigió una mirada de aliento, pues las palabras sobraban, y se despidió de ella.

6

Los días y los meses fueron pasando, con el goteo inexorable que el tiempo marca, sin permitirse error alguno, llegando al inicio del verano de 1974.

Rodrigo estaba en la sede social de la empresa. Había finalizado una conversación telefónica con don Eduardo Blasco, un propietario de extensos viñedos en Toro. Había precedido un fluido intercambio epistolar entre ambos, iniciado por don Eduardo, quien se había interesado por la compañía y por las posibilidades de una posible colaboración empresarial con la suya, cuya razón social era Bodegas Blasco, S.A.

Estaba pensando en todo ello cuando el jefe de administración pidió permiso para entrar en su despacho.

―Pase. Pase ―le instó Rodrigo.

―Buenos días, señor Fernández.

―Buenos días, señor Navarro.

―Traigo el resultado del informe contable concerniente al negocio de don Eduardo, que usted nos ha encomendado.

―Dígame, pues.

―En síntesis, es una empresa saneada. Aunque cierto es que carece de tesorería suficiente para emprender las reformas que en ella pretenden. No les queda más remedio que acudir a un aumento de su capital social.

―En eso están, señor Navarro. El propio don Eduardo me ha ofrecido que sea nuestra compañía la que suscriba tal incremento del capital que, de efectuarse, ostentaríamos la titularidad del cuarenta por ciento del mismo.

―Pues financieramente hablando es una cifra que podría ser suficiente, partiendo de los antecedentes contables y documentales que obran en nuestro poder.

―Bien. Recabaré, pues, un informe legal a don Gabriel. Cuando obre en mi poder informaré a doña Leonor para que tome la decisión que considere oportuna.

El señor Navarro sabía que doña Leonor tomaría la decisión que Rodrigo le propusiese.

―¿Nada más, señor Navarro?

―Por ahora, nada.

El jefe de administración entendió que la entrevista había finalizado, por lo que se despidió de su superior.

Rodrigo siguió trabajando hasta la hora de la comida, la última que compartiría con Leonor mientras esta permaneciese en su casa de Navaconcejo, a la que en el plazo de unos días se trasladaría, habida cuenta el inicio de las vacaciones escolares de Amancay, que finalizarían a primeros de septiembre.

Rodrigo llamó a la puerta de la casa donde vivía Leonor.

―¿Cómo está, señor Fernández? ―le preguntó Jesusa.

―Bien, Jesusa. ¿La señora está bien?

―Qué le voy a decir. Trata de ocultar su angustia. Aunque le he de decir una cosa.

―¿Qué, Jesusa?

―Pues que cuando usted viene a verla parece otra. No sabe usted la alegría que le da…

―Si pudiera, créame que vendría con más frecuencia pero, lamentablemente, no puedo.

―Ya lo sé. Ya lo sé ―dijo Jesusa, sin dejar de mirar pícaramente a Rodrigo, a quien había llegado a coger gran aprecio.

Finalizada la sencilla, aunque exquisita comida, Leonor y Rodrigo pasaron al salón.

―Usted dirá ―dijo Leonor, tras servir a Rodrigo una taza de café.

―Hay un asunto del que he de hablarle, pues es importante…

―Si es de la empresa ya sabe usted que puede decidir lo que estime pertinente, pues cuenta con mi confianza ―interrumpió Leonor.

―Gracias, señora. Aun así, es preciso que, como administradora de la compañía, esté usted al corriente.

―Usted dirá.

―Verá. Hay una sociedad vinatera, de nombre Bodegas Blasco, S.A., con sede en Toro, la cual ostenta la propiedad de unas doscientas hectáreas de viñedos. Tal empresa se ha interesado por la nuestra y por nuestros caldos, y nos ha propuesto una colaboración empresarial entre ambas que, claro está, presupone una inversión financiera por nuestra parte.

―Y, ¿cómo lo ve usted?

―Pues francamente bien. Hemos estudiado la posible inversión desde todos los ángulos y creemos que es una oportunidad para la expansión de nuestra compañía.

―Solo una pregunta, señor Fernández.

―Dígame.

―¿No tenemos bastante con lo nuestro?

Rodrigo sonrió y contestó:

―Tenemos una gran empresa, es cierto. Ni don Benigno, su fundador, hubiera imaginado adónde íbamos a llegar, pero un negocio ha de entenderse en constante evolución y progreso, sino tiende a estancarse y yo, mientras pueda, no lo debo permitir.

―Pues entonces, adelante. Mi respuesta no puede ser otra. Estoy segura que usted ha efectuado un estudio pormenorizado sobre la operación en cuestión ―dictaminó Leonor.

―No obstante ―añadió Rodrigo―, quiero ver las tierras y pisarlas antes de formalizar operación empresarial alguna.

―Me parece muy bien.

―Por lo que sé y me han contado, la vieja Castilla es digna de ser visitada. ¿La conoce usted, doña Leonor?

―Pues, no. Y créame que es algo que siempre he tenido en mi mente, pero hasta la fecha no me ha sido posible.

―Se me está ocurriendo…

―Dígame, señor Fernández ―interrumpió Leonor.

Rodrigo dudó por un momento de la oportunidad de la proposición que pretendía hacer a su anfitriona, pues podía ser interpretado por ella como un abuso de confianza. Desechó tal prejuicio y le propuso:

―Pues que podría usted acompañarme. Un cambio de aires no creo que le siente mal, más bien al contrario.

―Gracias por el ofrecimiento, señor Fernández, pero la verdad es que no tengo ánimo para ello.

No dándose por vencido, Rodrigo insistió:

―Por favor, doña Leonor. Anímese.

Leonor miró intensamente a su interlocutor y, dedicándole una sonrisa hasta entonces por él desconocida, le contestó:

―Lo pensaré. Se lo prometo.

―Con eso tengo bastante ―aseveró Rodrigo, con satisfacción incontenida.

―¿Más café? ―preguntó Leonor.

―Sí, por favor.

―Como ya sabe usted, dentro de unos días nos trasladaremos a Navaconcejo para pasar allí el verano.

Rodrigo asintió con gesto afirmativo.