Lo que no está escrito en mis libros - Viktor Frankl - E-Book

Lo que no está escrito en mis libros E-Book

Viktor Frankl

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Beschreibung

En estas memorias y reflexiones, Viktor Frankl vuelve su mirada hacia aquellos episodios y encuentros personales que tuvieron mayor impacto en su vida y en su pensamiento: su infancia y juventud en Viena, su actividad como neurólogo en el período de entreguerras, el internamiento en los campos de concentración y su regreso a Viena después de esa dramática experiencia. Describe también su relación con Sigmund Freud y Alfred Adler, y su influencia sobre la logoterapia. Se trata de un libro muy personal que Frankl escribe a los noventa años y que abre una nueva perspectiva para comprender mejor su obra y su pensamiento. Este recorrido autobiográfico constituye además un testimonio único y emocionante de la historia contemporánea e intelectual europea.

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VIKTOR E. FRANKL

LO QUE NO ESTÁ ESCRITOEN MIS LIBROS

MEMORIAS

TraducciónCRISTINA VISIERS WÜRTH

Herder

Títulos originales: Was nicht in meinen Büchern steht. Lebenserinnerungen

Traducción: Cristina Visiers Würth

Diseño de portada: Purpleprint creative

Edición digital: José Toribio Barba

© 1995, Quintessenz MMV Medizin Verlag GmbH, Múnich

© 2002, Beltz Verlag, Weinheim-Basilea

© 2016, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-3755-7

1.ª edición digital, 2016

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

NOTA PRELIMINAR

Testigo del siglo XX, fundador de una escuela psicoterapéutica propia y símbolo de lo inconcebible: haber sobrevivido a los campos de concentración de los nacionalsocialistas. Todo esto es Viktor E. Frankl. Nacido en 1905 en Viena, Frankl vuelve la vista atrás hacia un siglo que ha vivido, sufrido y que ha contribuido a configurar a través de su obra.

Con motivo de la celebración de su nonagésimo aniversario, el 26 de marzo de 1995, presentamos sus memorias. Hace ya unos años, Viktor E. Frankl puso por escrito algunos episodios de su vida, inicialmente sin intención de publicarlos. Después de haber publicado casi exclusivamente escritos de carácter científico, se ha decidido finalmente a que su trigésimo primer libro sea una obra personal, que refiere encuentros personales y acontecimientos de su vida. Se ha conservado conscientemente el carácter asociativo de estas memorias para así trazar con vitalidad la imagen de una de las grandes personalidades de la historia intelectual del siglo XX.

El libro se ha elaborado en estrecha colaboración con la editorial. Viktor E. Frankl, a pesar de su edad avanzada y de sus problemas de salud, ha trabajado en este libro con energía y compromiso constantes, logrando así que estuviera acabado para su nonagésimo cumpleaños.

En este contexto, debemos agradecer en primer lugar a su mujer, Elli Frankl, que no solo ha mecanografiado el manuscrito, sino que ha estado junto a su marido para ayudarle en cada una de las fases de la elaboración del libro. También queremos agradecer la valiosa ayuda de Harald Mori en la realización del libro. Y, por supuesto, merece un especial agradecimiento el propio autor, que ha sido quien ha hecho posible esta obra.

Múnich, febrero de 1995Martina Gast-Gampe

ÍNDICE

Mis padres

Mi niñez

La razón...

... y la emoción

Sobre el humor

Aficiones

Etapa escolar

Confrontación con el psicoanálisis

La psiquiatría como vocación

La influencia del médico

Cuestiones filosóficas

Creencias

Encuentro con la psicología individual

Los inicios de la logoterapia

Teoría y práctica: Centros de Asesoramiento Juvenil

Años de aprendizaje de un médico

La «anexión»

Resistencia a la eutanasia

El visado

Tilly

Campos de concentración

Deportación

Auschwitz

Sobre la «culpa colectiva»

Regreso a Viena

Acerca de la escritura

Repercusión de libros y otras publicaciones

Encuentros con filósofos significativos

Conferencias en todo el mundo

Sobre el envejecer

Audiencia con el papa

El hombre doliente

Comentario final

Sobre Viktor E. Frankl

Índice de imágenes

LO QUE NO ESTÁ ESCRITOEN MIS LIBROS

MIS PADRES

Mi madre procedía de una distinguida familia de Praga. Su tío era Oskar Wiener,1 el poeta alemán de Praga que fue inmortalizado como personaje en El Golem,la novela de Meyrink.2 Lo vi sucumbir en el campo de Theresienstadt, cuando ya hacía tiempo que se había vuelto ciego. Cabría añadir que mi madre desciende de Rashi,3 que vivió en el siglo XII, pero también del «Maharal»,4 el famoso «rabino supremo Löw» de Praga. Yo sería la duodécima generación tras el «Maharal», según se desprende del árbol genealógico que pude ver en una ocasión.

Los padres de Frankl, el día de su boda (1901)

Estuve a punto de nacer en el famoso Café Siller de Viena. Allí, una bonita tarde de domingo en primavera, mi madre tuvo las primeras contracciones el 26 de marzo de 1905. El día de mi nacimiento coincide con el del fallecimiento de Beethoven, por lo que un compañero de colegio comentó una vez con malicia que «las desgracias nunca vienen solas».

Mi madre era una persona de alma bondadosa y corazón piadoso. Por ello no puedo entender que cuando era niño yo fuera tan «pesado» como me contaron. Cuando era pequeño solo me dormía si me cantaba la canción popular «Lang, lang ist’s her» [«Hace mucho, mucho tiempo»] como si fuera una canción de cuna: la letra era lo de menos. Más tarde me explicó que me cantaba repitiendo: «Quédate quieto y callado de una vez, niño pesado», antes del estribillo«Lang, lang ist’s her». Lo importante era que la melodía coincidiera siempre.

La madre de Frankl, Elsa, vestida según la moda de la época

El padre de Frankl, Gabriel, cuando era alumno de secundaria (aprox. 1879)

Estaba tan unido emocionalmente a la casa paterna que sufrí una terrible añoranza durante las primeras semanas y meses, incluso años, en los que tuve que pernoctar en los diversos hospitales en los que trabajaba. Al principio quería ir a dormir a casa una vez por semana, luego me quedaba una vez al mes, y finalmente por mi cumpleaños.

Tras la muerte de mi padre en Theresienstadt, cuando me quedé solo con mi madre, decidí que a partir de entonces la besaría cada vez que nos encontráramos y nos despidiéramos, para tener la garantía de habernos separado en buenos términos por si no nos volvíamos a ver.

Cuando llegó el momento y fui enviado a Auschwitz junto a mi primera mujer, Tilly, al despedirme de mi madre le pedí en el último momento: «Por favor, dame tu bendición». Nunca olvidaré cómo dijo, con un grito que venía de lo más hondo, y que solo puedo describir como ferviente: «Sí, sí, te bendigo», y me dio su bendición. Sucedió aproximadamente una semana antes de que ella misma llegara a Auschwitz, y una vez allí fuera directamente a la cámara de gas.

En el campo pensé mucho en mi madre y siempre cuando pensaba en cómo sería nuestro reencuentro se imponía inevitablemente la idea de que lo único apropiado sería, como se suele decir con esa hermosa expresión, caer de rodillas y besar el borde de su vestido.

Si he afirmado que mi madre era una persona de alma bondadosa y corazón piadoso, mi padre era caracterológicamente más bien lo contrario. Tenía una visión espartana de la vida, y una idea igualmente espartana del deber. Tenía sus principios, a los que siempre se mantuvo fiel. Yo también soy un perfeccionista, mi padre me educó para que lo fuera. Los viernes por la tarde nuestro padre nos obligaba, a mi hermano mayor y a mí, a leer una oración en hebreo. Y si, como solía suceder, cometíamos un error, no recibíamos ningún tipo de castigo, pero tampoco ningún premio. El premio llegaba tan solo cuando leíamos el texto con perfección absoluta. Entonces recibíamos diez céntimos, lo que sucedía únicamente un par de veces al año.

La concepción de la vida de mi padre se hubiera podido calificar no solo de espartana sino también de estoica, si no hubiera tenido una cierta tendencia a la irascibilidad. En una ocasión tuvo un ataque de ira y rompió el bastón (de paseo o de montaña) con el que me estaba pegando. A pesar de todo ello, siempre vi en él la personificación de la justicia. Asimismo, siempre nos transmitió una sensación de protección y cobijo.

En líneas generales he salido más bien a mi padre. Las cualidades que he podido haber heredado de mi madre, unidas a las de mi padre, deben de haber generado una tensión en la estructura de mi carácter. En una ocasión, un psicólogo del Hospital Psiquiátrico Universitario de Innsbruck me pasó el test de Rohrschach y afirmó luego que nunca había visto algo así, un contraste de tal envergadura entre una racionalidad extrema, por un lado, y una profunda emocionalidad, por el otro. Supongo que la primera la heredé de mi padre y la segunda, de mi madre.

Mi padre provenía del sur de Moravia, que pertenecía por aquel entonces a Austria-Hungría. Como hijo de un encuadernador sin recursos, logró acabar los estudios de Medicina pasando hambre, tras lo cual tuvo que abandonar su carrera por motivos económicos y entrar a trabajar en el servicio público, donde acabó siendo director del Ministerio de Administración Social. Antes de morir de hambre en el campo de Theresienstadt, el señor director estuvo escarbando restos de piel de patata de una olla vacía. Cuando, más tarde, yo mismo llegué desde el campo de concentración de Theresienstadt, pasando por Auschwitz, a Kaufering, donde pasamos un hambre atroz, comprendí a mi padre: allí fui yo mismo quien rascó el suelo helado, con las uñas, para conseguir un minúsculo trozo de zanahoria.

Durante un tiempo, mi padre fue secretario particular del ministro Joseph Maria von Bärnreither,5 quien escribió en esa época un libro sobre la reforma del sistema penitenciario y sobre su experiencia en Estados Unidos, relacionada con el tema. En su propiedad, su castillo de Bohemia, le dictaba el manuscrito a mi padre, que había sido durante diez años el taquígrafo del Parlamento. Un día se dio cuenta de que mi padre siempre respondía con evasivas cuando se le invitaba a comer y le preguntó por qué lo hacía. Mi padre le contestó que solo tomaba comida ritual —lo que, en efecto, hizo mi familia hasta la Primera Guerra Mundial—. El ministro Bärnreither ordenó que su carroza fuera cada día dos veces a un pueblo cercano y recogiera comida kosher para mi padre, a fin de que no tuviera que seguir viviendo a base de pan, mantequilla y queso.

En el ministerio en el que trabajaba mi padre por aquella época había un jefe de sección que le pidió que tomara notas taquigráficas de una sesión. Mi padre se rehusó a hacerlo, indicando que ese día era el de la fiesta principal, el Yom Kippur. Ese día se ayuna las 24 horas, se reza y, por supuesto, no está permitido trabajar. El jefe de sección amenazó a mi padre con un expediente disciplinario, a pesar de lo cual se negó a trabajar en el día de la fiesta judía y, en efecto, le impusieron una sanción.

Por otra parte, mi padre era religioso, pero al mismo tiempo mantenía un pensamiento crítico. No habría faltado mucho para que se hubiera convertido en el primer judío liberal de Austria, en un representante o un líder de lo que más tarde, en Estados Unidos, se denominó «judaísmo reformado». Y así como debo acotar lo que dije en relación con sus principios, debo ampliar lo que dije con relación a su estoicismo: cuando marchábamos desde la estación de Bauschowitz hacia el campo de Theresienstadt, había guardado sus últimas pertenencias en una gran sombrerera que llevaba a la espalda. Mientras la gente a su alrededor estaba al borde del pánico, él les iba diciendo: «Mantén tu serenidad y alegría, Dios siempre manda su ayuda». Lo decía sonriendo. Y hasta aquí, los orígenes de mi disposición caracterológica.

Por lo que respecta al origen de mi padre, sus antepasados probablemente proceden de Alsacia-Lorena. En la época en que Napoleón, en una de sus campañas, entró con sus tropas en la ciudad natal de mi padre en Moravia del Sur (a medio camino entre Viena y Brünn) y sus soldados se alojaron allí, uno de ellos se acercó a una muchacha, le preguntó por un apellido concreto y ella dijo que se trataba del apellido de su familia. Se alojó en su casa, y explicó a la familia que era oriundo de Alsacia-Lorena y que sus familiares le habían encargado buscar a sus parientes y saludarlos en su nombre. La emigración de sus ancestros debió tener lugar en torno al año 1760.

Los padres de Frankl durante la Segunda Guerra Mundial

Entre las cosas que pude introducir a escondidas en el campo de Theresienstadt había también una ampolla de morfina. Cuando, como médico, vi que el edema pulmonar terminal de mi padre era inminente, es decir, la dificultad respiratoria extrema anterior a la muerte, le inyecté la ampolla. Tenía entonces 81 años y estaba medio muerto de hambre, a pesar de lo cual hicieron falta dos neumonías para que la vida lo abandonara.

—¿Sientes todavía dolor? —le pregunté.

—No.

—¿Tienes algún deseo?

—No.

—¿Quieres decirme alguna cosa?

—No.

Entonces lo besé y me fui. Sabía que no lo volvería a ver vivo. Pero tenía el sentimiento más maravilloso que uno pueda imaginar: había hecho lo que me correspondía, quedándome en Viena por mis padres, y ahora lo había acompañado en su muerte y le había ahorrado el sufrimiento innecesario de la agonía.

Cuando mi madre estaba de duelo, la visitó el rabino checo Ferda, que había conocido bien a mi padre. Yo estaba presente cuando Ferda, que la estaba consolando, dijo que mi padre había sido un zaddik, es decir, «un justo». Así que tenía razón al percibir, cuando era niño, que la justicia era uno de sus rasgos característicos. Pero su sentido de la justicia debe de haber estado enraizado en la fe en la justicia divina. De otra manera no se entiende que tomara como divisa las palabras que a menudo le oí repetir: «Lo que Dios quiera, yo lo acepto».

MI NIÑEZ

Volvamos al punto de partida, mi nacimiento. Nací en la Czerningasse n.º 6 y, si lo recuerdo bien, mi padre me explicó una vez que en el n.º 7, o sea, al otro lado de la calle, vivió durante un tiempo Alfred Adler, es decir, el fundador de la psicología individual. El lugar de nacimiento de la tercera escuela vienesa, la logoterapia, no está demasiado lejos del de la segunda escuela vienesa, la psicología individual de Adler.

Czerningasse 6, Viena, lugar de nacimiento de Frankl

Con solo caminar unos cuantos metros más allá, en la Praterstrasse, o sea, al otro lado de la misma manzana, nos encontramos con la casa en la que se compuso el himno nacional oficioso austríaco, El Danubio azul, el vals de Johann Strauss.

Es decir que la logoterapia nació en la casa en que nací. Sin embargo, los libros que publiqué los escribí en la casa en la que vivo desde mi regreso a Viena. Y, puesto que mi despacho tiene un saledizo semicircular, y mis libros los dicto con esfuerzo y dolor, lo llamé en una ocasión la «sala de partos».6

Mariannengasse 1, Viena. Frankl vive en esta casa desde 1945.Su despacho está en el saledizo semicircular

Es probable que a mi padre le gustara el hecho de que a los tres años yo ya hubiera decidido ser médico. Las profesiones que estaban de moda en mi época, como grumete u oficial, las fusioné sin problemas con mi ideal de ser médico, y así, un día quería ser médico de barco y al otro, médico militar. Pero además de la práctica, parece que también me interesó tempranamente la investigación. En todo caso, todavía hoy recuerdo cómo a los 4 años le decía a mi madre: «Mamá, ya sé cómo se inventan los medicamentos: se hace venir a personas que se quieren quitar la vida y por casualidad están enfermos, y se les da cualquier cosa de comer y beber, por ejemplo, betún o queroseno. Y si sobreviven, entonces hemos encontrado el medicamento adecuado para su enfermedad». ¡Y pensar que mis adversarios me reprochan que hago demasiado poca experimentación!

Debía de tener también 4 años cuando una noche, poco antes de dormirme, me sobresalté, sacudido por la conciencia de que yo también tendría que morir un día. Pero mi preocupación no ha sido en ningún momento de mi vida el temor a la muerte, sino la pregunta de si la finitud de la vida le quita el sentido. Y la respuesta a esta pregunta, la respuesta por la que finalmente me decidí fue la siguiente: de algún modo, es precisamente la muerte la que hace que la vida tenga sentido. Pero ante todo, la transitoriedad de la existencia no anula su sentido por la sencilla razón de que en el pasado nada se pierde de forma irremediable, sino que todo se encuentra a salvo y no se puede perder. En su ser pasado, el ser está a salvo y resguardado de la finitud. Todo aquello que hemos hecho y creado, lo que hemos vivido y experimentado, al ser pasado, nada ni nadie lo podrá hacer desaparecer.

Cuando era niño, viví como un agravio no haber podido cumplir, sobre todo por culpa de la Primera Guerra Mundial, dos cosas que deseaba de corazón: ser boy scout y tener una bicicleta. En cambio, se cumplió algo que nunca me hubiera atrevido a desear: logré «vencer» en una lucha al más fuerte entre los centenares de chicos que deambulaban por el parque municipal y la zona de juegos, y lo hice inmovilizándolo con una llave.

Cuando era muy joven, siempre quise escribir un cuento breve. Sería el cuento de cómo alguien busca febrilmente una agenda perdida. Por fin le es devuelta, pero la honrada persona que la ha encontrado quiere saber lo que significan las extrañas anotaciones que aparecen en las páginas de la agenda. Y resulta que son palabras clave que ayudan a su dueño a recordar determinados acontecimientos felices en los días que ha marcado como «días de fiesta personal». Así, por ejemplo, el 9 de julio se llama «Estación de Brünn». ¿Y qué significa? Que fue un 9 de julio cuando, siendo un niño de unos dos años, durante los pocos segundos que sus padres no lo vigilaban, había aprovechado para bajar del andén a las vías y se había sentado justo delante de la rueda de un vagón. Cuando sonó la señal de partida y los padres lo buscaron, descubrieron lo que había sucedido. El padre lo sacó rápidamente de la vía y el tren se puso en marcha. ¡Hay que tener suerte! Gracias a Dios que tuve suerte, puesto que «el niño» era, en realidad, ¡yo mismo!

El sentimiento de protección y seguridad que me fue dado en mi niñez no me llegó, por supuesto, a través de reflexiones y dis­quisiciones filosóficas, sino del entorno en el que vivía. Debía de tener unos 5 años (este recuerdo lo considero paradigmático) cuando, una mañana soleada, me desperté en Hainfeld, donde estábamos pasando el verano. Mientras tenía todavía los ojos cerrados, me invadió un sentimiento de dicha y felicidad por sentirme amparado, seguro y protegido. Cuando abrí los ojos, mi padre estaba inclinado junto a mí, sonriendo.

Un par de anotaciones sobre mi desarrollo sexual: siendo aún un niño pequeño, durante una salida familiar al bosque de Viena, mi hermano mayor y yo encontramos un paquete que contenía postales con fotografías pornográficas. No estábamos ni sorprendidos ni horrorizados; lo único que no logramos entender fue por qué nuestra madre nos arrancó tan rápidamente las fotos de las manos.

Frankl (en el centro) con su hermano Walter y su hermana Stella

Más tarde, cuando tenía unos 8 años, todo lo sexual se rodearía de un halo de secreto. La culpa la tuvo una chica de servicio, que se ofrecía sexualmente a mi hermano y a mí, ya fuera juntos, ya por separado, para que la desvistiéramos por debajo de la cintura, la desnudáramos y jugáramos con sus genitales. Para ello se tumbaba, por ejemplo, en el suelo, haciéndose la dormida, y nos animaba a jugar. Y siempre, tras el juego, nos inculcaba que no debíamos decirles nada a nuestros padres, que debía ser un secreto entre nosotros.

Durante años temblaba cada vez que hacía alguna travesura (me refiero a travesuras no sexuales), porque la chica de servicio me advertía, alzando su dedo índice: «¡Vicki, pórtate bien porque si no le revelaré el secreto a tu madre!». Estas palabras bastaban para mantenerme a raya incondicionalmente, hasta que un día escuché que mi madre le preguntaba: «Pero ¿de qué secreto se trata?», y ella le respondió: «Nada en especial, ha comido mermelada». Su precaución ante la posibilidad de que fuera yo quien lo explicara no era infundada.

Recuerdo perfectamente que un día le dije a mi padre: «¿No es verdad, papá, que no te he contado que Marie fue ayer conmigo al tiovivo en el Prater?».7 De este modo quería demostrar mi discreción. Imaginemos por un momento que un día dijera: «¿No es verdad, papá, que no te he dicho que ayer estuve jugando con los genitales de Marie?».