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El tema central de "Maisie" gira en torno a las relaciones que se establecen entre conocimiento y moralidad, entre epistemología y ética. La sustancia esencial de "Maisie" es el choque, el contraste irónico entre la inocencia de una niña que tiene seis años cuando se verifica el divorcio de sus padres y la sordidez de las relaciones que la rodean. El ambiente en que vive Maisie no es sino el reflejo de la inmoralidad e hipocresía que Henry James observa en las clases acomodadas de la ciudad de Londres. El impulso original que anima a "Maisie" es netamente satírico, y no es difícil ver las afinidades que esta obra guarda con otras grandes críticas previas y posteriores de la sociedad londinense.
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Seitenzahl: 805
Veröffentlichungsjahr: 2016
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HENRY JAMES
Lo que sabía Maisie
Edición de José Antonio Álvarez Amorós
Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez
INTRODUCCIÓN
Henry James y las bases dramáticas de la novela moderna
Lo que sabía Maisie: la novela y su engaste histórico
Redacción, publicación y acogida crítica contemporánea
Unas gotas de epistemología
A vueltas con el sentido moral de Maisie
ESTA EDICIÓN
BIBLIOGRAFÍA
LO QUE SABÍA MAISIE
Prefacio
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Créditos
Henry James retratado por John Singer Sargent a los setenta años.
EN el estado actual de la crítica no resulta polémico afirmar que la noche del 5 de enero de 1895 constituye un punto de inflexión decisivo en la trayectoria artística, profesional y aun vital de Henry James. En tal fecha, el teatro de St. James situado en el West End londinense albergó el estreno de Guy Domville, pieza teatral ambientada en el siglo XVIII y en la que James había depositado grandes esperanzas de triunfo y resarcimiento económico, acaso infundadas a juzgar por su ejecutoria previa como dramaturgo. Un año y medio antes, en julio de 1893, James propuso a George Alexander, empresario y actor, varias ideas susceptibles de desarrollo dramático y, a decir de Leon Edel, el gran biógrafo de James, Alexander se inclinó por la que acabaría siendo Guy Domville simplemente porque su naturaleza histórica le deparaba la posibilidad de lucir su apostura de galán en indumentaria de época1. Tras las consabidas dilaciones y la inevitable poda de material superfluo, los ensayos comenzaron en diciembre de 1894. En los días previos al estreno, Edel nos pinta a un James presa de una tensión creciente, aterrado ante la contigencia del fracaso, escribiendo cartas a familiares y amigos para aliviar su inquietud e incapaz, en última instancia, de personarse en el teatro para presenciar la función (Life, 2, 136-139). En efecto, mientras los tres actos de Guy Domville dramatizan tanto la renuncia del protagonista a su vocación sacerdotal para impedir la extinción de su línea dinástica como su posterior reintegro al seno de la religión tras múltiples decepciones de orden terrenal, James se encuentra en el teatro de Haymarket procurando sosegarse con Una mujer sin importancia de Oscar Wilde, en un inesperado gesto de derrotismo que muestra la inestabilidad de ánimo con que acometió la última etapa de su periodo teatral.
Entre tanto, el curso de los acontecimientos en el St. James confirmaba sus temores. Tres elementos de la representación soliviantaron al gallinero: la exagerada y ridícula exhibición de maldad por parte del actor que representaba a Lord Devenish, el atuendo de la actriz que encarnaba a la madre del protagonista, tan complicado y aparatoso que dificultaba los movimientos en escena y rompía la ilusión dramática, y el absurdo episodio en que dicho protagonista y el teniente George Round abusan del licor y se emborrachan (Life, 2, 148-149). La impaciencia del público llano iba en aumento; sus signos ponían nerviosos a los actores y contrastaban con la actitud recogida y expectante del público de palcos y platea, gente cultivada —entre ellos, George Bernard Shaw y H. G. Wells— y favorable al tenor marcadamente literario que James imprimía al diálogo de los personajes. Las interrupciones comenzaron a menudear anunciando la catástrofe. Y justo al final de la obra aparece James entre bambalinas y, sin saber exactamente qué ocurre, se deja arrastrar por George Alexander a escena para saludar al público. Las muestras de desaprobación degeneraron en escándalo y James recibió una pita sonora e implacable, una humillación tan descomunal como inmerecida que condicionó su carrera literaria posterior y, en cierto modo, el rumbo de la novela moderna. Es lógico que un individuo como James, habituado al trato con la buena sociedad, a los modales insinuantes y, en todo caso, a la crítica formalmente mesurada, encajase esta brutal censura pública como el trance más amargo de su vida y resolviera no exponerse a repetirlo. Las reflexiones que James confía a su cuaderno de notas poco después del estreno de Guy Domville parecen inequívocas. «Vuelvo a tomar mi pluma de antaño, la pluma de mis inolvidables esfuerzos y sagradas pugnas», confiesa. «No necesito, a día de hoy, decir más»2.
Un incidente tan catastrófico —y tan brillantemente relatado por Edel en su biografía de James, lo cual no es baladí— no debe hacernos perder de vista dos puntos fundamentales. Por una parte, el estado de conmoción anímica que lo indujo a tomar de nuevo su «pluma de antaño» y a refugiarse en la novela fue intenso aunque efímero, ya que bastó el transcurso de un solo mes para que James reflejara en sus notas la aceptación del encargo de la actriz Ellen Terry para componer «una pieza breve en uno o dos actos» (Notebooks, 113) y comenzara a trazar sus líneas generales. Ha de reconocerse, por otra parte, que la pasión jamesiana por el teatro y, cómo no, por la popularidad y el rédito económico anejo no se circunscribe a los años que median entre el estreno de El americano el 3 de enero de 1891 —adaptación de su novela homónima de 1877— y el de Guy Domville, sino que fue una constante en su vida. Siempre gustó del teatro; asistió a funciones en Nueva York desde su infancia; y, más tarde, ya afincado en Europa, frecuentó el West End de Londres y, sobre todo, la Comédie-Française de París, formándose en los rudimentos de la pièce bien faite de Eugène Scribe y Victorien Sardou, la cual constituyó su fórmula dramática preferida. Pero este prolongado vínculo con la escena supera con creces el simple entretenimiento pasivo e incluso la pulsión por conocer la cota cultural de un país que, a su juicio, es reflejo del nivel de compromiso que la sociedad adquiere con sus instituciones teatrales. A los diecinueve años, James ya había escrito una arrobada reseña de la actuación de la actriz Maggie Mitchell, que nunca llegó a publicarse3; a los veintiséis apareció su primera pieza dialogada, Píramo y Tisbe (1869); y nada menos que a los sesenta y ocho extrajo su última novela acabada —La protesta (1911)— precisamente de una comedia escrita en 1909 y que, a falta de productor, trasladó al género narrativo sin modificar el título4.
Es un error, por tanto, suponer que el periodo de dedicación teatral entre 1890 y 1895 fue una floración exótica en la vida de James, una especie de paréntesis autónomo sin raíces en el antes ni continuidad en el después. Como máximo, el desastroso estreno de Guy Domville sirvió para persuadirlo de que no cabía alterar el equilibrio genérico de su carrera como escritor profesional o, en otras palabra, que era inviable relegar la novela a un papel secundario, mientras vertía en escena la experiencia social y humana adquirida, así como los saberes técnicos acumulados durante años de reflexión sobre la literatura y las artes. Lejos de fomentar su querencia por convertirse en un dramaturgo que ocasionalmente escribiera obras narrativas, el rigor del trato recibido lo reconcilió con la forma en que se había relacionado con la literatura hasta la fecha, es decir, anteponiendo la novela al teatro, pero venteando siempre la posibilidad de estrenar con éxito piezas originales o adaptadas a partir de sus relatos. Es curioso advertir, no obstante, que lo ocurrido en la noche del 5 de enero de 1895 contuvo eficazmente las inclinaciones dramáticas de James aunque sólo desde el ángulo profesional y no desde el artístico, ya que durante el periodo inmediatamente posterior al estreno de Guy Domville trasladó a la narrativa formas y métodos de trabajo propios de la dramaturgia, propiciando con ello la redacción de sus grandes novelas de los primeros años del siglo XX y, de forma más amplia, la vigorosa proyección del género hacia la modernidad.
Según el recuento de Edel, James escribió en total diecisiete obras dramáticas de variable entidad en tres periodos diferentes de su vida, de las que sólo cuatro llegaron a estrenarse y sólo seis fueron compuestas o adaptadas durante el célebre lustro en que predominó su dedicación al teatro5. Entre 1869 y 1882 compuso tres piezas —Píramo y Tisbe (1869), Aguas tranquilas (1871) y Cambio de parecer (1872)— y adaptó una cuarta, Daisy Miller (1882), a partir de su relato homónimo de 1878. Las primeras son breves juguetes románticos que versan sobre el descubrimiento del amor, sin más pretensiones; la última, en cambio, es una cruda versión escénica de uno de sus éxitos narrativos más rotundos, dotada de concesiones poco edificantes, como la absurda adición de un final feliz, y recorrida por un conjunto de personajes estereotipados y guiñolescos más propios de la comedia del arte que de una obra teatral con mínimas aspiraciones de verosimilitud. La contemplación confusa, morosa y parcial del devenir de Daisy Miller por parte de Frederick Winterbourne desaparece y, con ella, la delicada ironía y el sutil juego de planos costumbristas y culturales. Lo que queda es un melodrama de brocha gorda, tosco e intrascendente, del que sólo destaca cierta habilidad técnica para manejar tramas y subtramas y hacerlas converger en el desenlace. James no volvió a relacionarse profesionalmente con el teatro hasta que, en 1889, recibió de Edward Compton —actor y empresario, al igual que George Alexander— el encargo de extraer una versión dramática de su novela El americano, la cual, tras sufrir una demora considerable, se estrenó a principios de 1891 en Southport primero y más tarde en Londres. Expectante e ilusionado, James interpretó el ínfimo éxito de esta pieza como el augurio de que su porvenir profesional estaba en el teatro e, impulsado por tal convicción, abandonó la novela, aunque no el ensayo ni los relatos breves, lanzándose a producir obra tras obra de imposible estreno hasta que la catástrofe de Guy Domville lo devolvió a la realidad, cerrando bruscamente su segundo periodo de producción dramática. Cinco son las obras que, aparte de El americano y Guy Domville, datan de esta época de infructuosa búsqueda y tanteo: La carabina (1893), de la que sólo se conservan unas anotaciones y un esbozo incompleto trazado para adaptar un relato anterior de igual título, Inquilinos (1894), Liberados (1894), El album (1895) y El réprobo (1895). Hasta tal punto fue gélida la acogida que les dispensó el mundo teatral de Londres que James hubo de publicar las cuatro últimas en forma de libro, lo cual no fue sino «una confesión humillante de derrota»6. Son comedias al uso, con argumentos amorosos plenamente previsibles, plagadas de equívocos rayanos en el vodevil y carentes de la menor pretensión de análisis caracterológico. En un rapto de sinceridad el propio James las calificó de «entretenimientos menores»7, y, aunque su factura formal es competente, el lastre de la convención las relegó de modo irrevocable al limbo de la letra impresa.
El tercer periodo teatral de James arranca del estreno de Guy Domville y se prolonga bien hasta 1909 si consideramos la fecha de composición de su última comedia completa, bien hasta 1913 si incluimos el breve monólogo redactado para Ruth Draper, actriz estadounidense especializada en soliloquios y monodramas. Contando este monólogo, son seis las piezas que James compuso en estos años. Dos llegaron a estrenarse y fueron Puja alta (1908), versión en tres actos de una obrita previa titulada Summersoft (1895), y El salón (1911), pieza muy breve que traspone al medio teatral el relato «Owen Wingrave» (1892). En cambio, ni La otra casa (1909) ni La protesta (1909) vieron las tablas en vida de James, siendo curioso que ambas guarden una relación genética inversa con dos novelas homónimas de éxito inesperado. En efecto, mientras que La otra casa es adaptación de una novela áspera y melodramática de 1896, La protesta se revistió de novela dos años más tarde y, en este formato, le procuró a James cierto rendimiento económico. Con las excepciones de La otra casa y el monólogo para Ruth Draper, el denominador común de estas obras es, sin duda, la gradual penetración de inquietudes sociales y criptopolíticas en un recinto que anteriormente había sido el predio absoluto de las tramas románticas. Ahora los enredos amorosos tienden a combinarse con asuntos como la responsabilidad del estamento nobiliario en la conservación del patrimonio artístico y cultural de Inglaterra frente al embate de la insensibilidad capitalista —tema desarrollado desde ángulos diversos en Puja alta y La protesta— y la confrontación de la conciencia individual con la moral pública que desgarra al joven pacifista de El salón, vástago de una familia de rancia estirpe militar. El tratamiento de estas nuevas inquietudes no debe sorprendernos. No en balde las obras de Henrik Ibsen se habían normalizado en la escena londinense durante el periodo eduardiano y los dramaturgos con quienes James se relacionaba eran, entre otros, George Bernard Shaw y Harley Granville-Barker, adalides del teatro ideológico y social de la época.
Aun siendo breve y superficial, esta síntesis de las relaciones de James con la escena de su tiempo tiene la virtud de plantear dos cuestiones de importancia. Por un lado, interesan las razones por las que James aplazó durante dos décadas la conquista efectiva del teatro cuando llevaba componiendo —y publicando— piezas de variable entidad desde su primera juventud; por otro, resulta oportuno reflexionar sobre las causas de su fracaso como dramaturgo. Cabría mitigar las aristas del término fracaso y referirse al producto de sus esfuerzos con palabras más livianas, pero los hechos son bien elocuentes: tras cuarenta años de dedicación al medio teatral y haber compuesto diecisete obras, sólo cuatro llegaron a estrenarse. De ellas, una se hundió con estrépito en su primera función, mientras que las otras tres no dejaron huella alguna. Es difícil encontrar otra palabra que defina con mayor propiedad esta ejecutoria.
El porqué de las dilaciones que James imprimió a su carrera dramática no difiere mucho del que explica su ausencia del estreno de Guy Domville. Aunque enmascarado por múltiples excusas, lo que James sentía era un temor reverencial a enfrentarse con el público como conjunto físico de individuos que poblaban galerías, palcos y plateas; detestaba, así mismo, los aspectos prácticos del teatro y, de forma muy especial, perder el control de su obra, que, sobre las tablas, se convertía en patrimonio común del dramaturgo, del director de escena, de los actores, del escenógrafo y hasta del iluminador. Todos ellos conspiraban contra su visión dramática, recortaban la obra, cambiaban su desenlace, interpolaban turnos de diálogo y lo hacían para satisfacer al espectador medio, cuyo nivel de exigencia estética le parecía punto menos que decepcionante. James entró en el teatro con un estado anímico dual y contradictorio que no auguraba nada bueno. Por una parte, afirmaba que el arte dramático era «la más noble de todas las formas literarias»8 y que, tras resolverse a adoptarlo como ocupación principal, había encontrado en él su «auténtica forma» frente al «sucedáneo limitado y restringido» en que se había vuelto «el minúsculo y pálido arte de la novela»9. Por otra, y muy poco después, cargaba contra «las demora, las desilusiones, los déboires del horrible oficio teatrero» y, con evidente contrición, reconocía que no hay
nada que me alivie más que acordarme de que la literatura [esto es, la novela] espera a mi puerta pacientemente y que sólo tengo que accionar la manivela para que entre la más exquisita de las formas, la cual, en definitiva, es la que más cerca está de mi corazón y con la que en modo alguno he roto (Notebooks, 77).
Ha de decirse en favor de James, sin embargo, que estas contradicciones tan llamativas no apuntan a una personalidad caprichosa o patológicamente inestable, sino que obedecen a una visión dicotómica del mundo de la escena que separa radicalmente lo teatral de lo dramático o literario, asociando a cada uno de estos términos, de forma respectiva, todo un cortejo de connotaciones favorables o desfavorables en función de la capacidad que tienen de restringir la creatividad del autor10.
Dos factores, uno estructural y otro coyuntural, contribuyeron a remover los obstáculos psicológicos que impedían a James lanzarse con energía y convicción al montaje de sus obras. En primer lugar, su fama y nivel de aceptación comercial como novelista no siguieron en la década de 1880 la progresión esperada. Sus ingresos se estancaron y abundan las confesiones entre cínicas y turbadoras de que el principal aliciente que le veía al teatro era el lucro económico. «Simplemente tengo que intentarlo», nos dice, «tengo que intentar seriamente componer media docena —una docena, cinco docenas— de obras para el beneficio de mi bolsillo, de mi futuro material. Del poco dinero que me reporta la novela no es menester hablar aquí» (Notebooks, 52). Ingenuamente predice su própio éxito y expresa su convicción de que el teatro le deparará «buenas ganancias e ingresos para mis descendientes» (Letters, 3, 286) y, tras el fracaso de Guy Domville, expone a su hermano la repulsión que experimenta ante «la vulgaridad y brutalidad abismales del teatro y su público de siempre», aun habiéndolo cortejado «por motivos tan “puros” como puedan serlo los pecuniarios» (Letters, 3, 508-509). Pese a esta retahíla lastimera, nunca sufrió James necesidades económicas básicas, siendo más creíbles, por tanto, las razones de índole emocional. Lo más probable es que envidiara la popularidad de otros novelistas a quienes atribuía talentos inferiores al suyo y anhelara ser valorado por sus escritos y no como simple atracción social. En este sentido, cabe ver en su apertura al teatro una iniciativa eminentemente práctica. Fue uno de sus múltiples esfuerzos de los ochenta por reubicarse artística y profesionalmente y, sin duda, el que más repercutió en el curso posterior de su carrera. A esto cabe añadir su afán por acometer una reforma en condiciones de la deprimida escena británica y, por qué no, su inclinación por el reto artístico de tener que ahormar sus materiales a una forma de expresión distinta. Coyunturalmente, sin embargo, el factor que acabó por vencer su reticencia fue el interés de Edward Compton por su novela El americano y el encargo que recibió en 1889 de dramatizarla, dando así comienzo a su agitado excurso teatral de principios de los noventa.
La segunda de las cuestiones planteada por esta breve síntesis de la trayectoria teatral de James es el porqué de su rotundo fracaso. Nuestro autor es, para Edel, ni más ni menos que «un dramaturgo incapaz de escribir obras dramáticas»11, y el tenor paradójico de este epigrama da idea de las contradicciones artísticas y emocionales en que incurrió para dedicarse al teatro. Amén de su ambivalente actitud antes ilustrada, cabe recordar su exigua comprensión de la naturaleza básicamente performativa del texto dramático, cuyo fin último es invocar una realidad palpable en escena mediante un esfuerzo conjunto del que, en el fondo, siempre desconfió. Al descuidar a menudo dicha naturaleza perfomativa, ni acertó en la construcción del personaje, ni en la elaboración del diálogo. En lo relativo al primero, siempre echó en falta el instrumental descriptivo y analítico que la novela le brindaba en forma de comentarios autoriales, revelándose incapaz de representar por medios externos o miméticos la condición psicológica de sus personajes. Por la misma razón, James nunca advirtió que la complicación «literaria» de su diálogo no sólo lo hacía irrecitable para el actor medio, sino incomprensible para el público. Si a estos dos obstáculos fundamentales unimos su firme adhesión a la receta estereotípica de la pièce bien faite, que lo eximió de desarrollar una forma orgánica propia, el predominio de temas banales y el gusto por los planteamientos melodramáticos en la creencia de que bastaban para satisfacer al espectador, tenemos una explicación cabal de por qué James nunca encajó en la escena británica12. Parece obvio que el mismo estado de irresolución que dilató su entrada en el teatro aceleró su salida. Sufrió una especie de síndrome de la tierra de nadie: ni comprendió que el reino de Talía no era para él, ni fue capaz de modificar radicalmente sus supuestos estéticos con el fin de conquistarlo; es decir, ni guardó fidelidad al James que había escrito Retrato de una dama (1881), ni supo convertirse en el Oscar Wilde de La importancia de llamarse Ernesto (1895), obra que precisamente sustituyó a Guy Domville en el repertorio del teatro St. James poco después del infortunado estreno de esta última.
La deliberada presentación de James en clave teatral no es una digresión ociosa, sino que expresa mi convencimiento de que su carrera como novelista tiene más sentido si se contempla a la luz de su inclinación por el teatro. Lo cultivó de forma más o menos abierta durante la mayor parte de su vida, pero es su concentración en este medio entre 1890 y 1895 —con el luctoso colofón de Guy Domville tantas veces referido— lo que, a mi modo de ver, constituye el eje que articula su evolución no sólo como escritor, sino también como sujeto biográfico. Nos proporciona, además, elementos de juicio indispensables para entender la rápida evolución de su novela y las razones por las que Lo que sabía Maisie (1897) refleja un universo narrativo tan distante del de La musa trágica (1890) cuando entre ambas no median más que siete años. De su frenética dedicación al mundo teatral James extrajo una serie de lecciones eminentemente técnicas y metodológicas que trasladó a su labor como novelista y que lo situaron en la senda del prevanguardismo narrativo, uno de cuyos frutos principales es precisamente la obra objeto de esta edición. Podría decirse, forzando algo el símil, que en 1890 James penetró con estética y actitudes más o menos victorianas en el túnel del teatro, emergiendo cinco años después en disposición de indicarle el camino a la novela moderna. Lecciones fundamentales aprendidas en este periodo fueron la planificación anticipada y minuciosa de sus novelas mediante la redacción de proyectos muy detallados, el estricto control de la arquitectura de la obra en donde nada es superfluo y todo contribuye a transmitir la intuición original del novelista, el mantenimiento de la economía dramática impuesta por los imperativos espacio-temporales de la representación teatral, la ordenada sucesión de episodios distendidos y escenas críticas que se explican mutuamente, en suma, la traslación a la novela de fundamentos que le habían parecido detestables y aun liberticidas sobre las tablas y que en este ámbito nunca llegó a dominar. Advirtiendo un desnivel tan grande entre el teatro de James y su novela posterior, hay críticos que se niegan a admitir que, en cierto modo, ésta surgiera de aquél13. Pero si aceptamos que fueron estrategias básicamente metodológicas lo que el dramaturgo prestó al novelista, no es difícil visualizar al James maduro escribiendo recto sobre los renglones torcidos de su experiencia teatral.
No sólo es la carrera literaria de James la que gira en torno a su interludio dramático, sino también su propia trayectoria vital. El lapso entre 1890 y 1895 divide su biografía en dos grandes etapas de duración diferente, aunque no tanto si computamos la primera desde 1864, año en que publicó «Tragedia de errores», su primer cuento. A un lado queda su infancia y adolescencia, sus múltiples viajes por Europa solo o en compañía de familiares y amigos, su asentamiento y conquista de Londres, su intensísima vida social, su primera madurez como escritor y los fuertes desengaños profesionales de la década de 1880; al otro, la pesada digestión de su fracaso teatral, la búsqueda de un nuevo rumbo, los años de portentosa creatividad que nos legan Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904), la publicación de la edición de Nueva York de sus obras escogidas, el respeto prácticamente unánime de sus contemporáneos, los reconocimientos y honores, el rápido deterioro y la muerte.
Nacido en Washington Place, ciudad de Nueva York, el 15 de abril de 1843, Henry James es, según se verá, uno de los escritores estadounidenses más cosmopolita, si no el inventor del cosmopolitismo literario. En 1847, cuando sólo tenía cuatro años, aparecieron en Inglaterra tres novelas fundamentales de la época victoriana, Jane Eyre, Cumbres Borrascosas y La feria de las vanidades; dos años después se publica David Copperfield; y hay que esperar algo más de una década para que El molino del Floss haga su aparición mientras James es un adolescente en Newport, Rhode Island, que se está planteando hacia dónde encaminar su vocación bajo el influjo de John La Farge, artista de ascendencia francesa y su primer mentor literario de auténtico peso. Ha de transcurrir otra década antes de que Middlemarch se publique y, para entonces, James ya es autor de numerosos relatos, artículos, impresiones de viaje e incluso de su primera novela, Tutor y pupila (1871). Cuando aparece Tess de los Urbervilles en 1891, James es ya un novelista plenamente establecido, con varias obras muy notables en su haber y dispuesto a conquistar la escena londinense, tal y como sabemos. Si James hubiera muerto a los cincuenta y tres años, es decir, justo antes de publicar Los despojos de Poynton (1896) y Maisie (1897), estaríamos ante un novelista victoriano tardío con evidentes toques originales, como su extracción neoyorquina y su rotunda perspectiva transatlántica, pero no ante el heraldo de la novela moderna en que lo convirtieron sus últimas publicaciones del periodo posteatral.
La familia de los James —como cualquier familia burguesa de Estados Unidos a principios del siglo XIX— tiene un nítido entronque europeo. El abuelo de Henry James, William James, recio presbiteriano procedente del condado irlandés de Cavan, llegó a Estados Unidos en 1789. Después de un breve paso por Nueva York, se estableció en Albany y en pocas décadas amasó una fortuna considerable que, a su muerte en 1832, se dividió entre sus once hijos y su mujer Catharine Barber. El cuarto de estos once hijos fue Henry James padre, quien casó en 1840 con Mary Robertson Walsh, también de padre irlandés y credo presbiteriano. De este matrimonio nacieron cuatro hijos y una hija, William, Henry, Garth Wilkinson, Robertson y Alice. Poco contacto mantuvo Henry James hijo con Garth Wilkinson y Robertson más allá de la infancia, lo cual, por contraste, pone aún más de relieve sus intensas relaciones con su hermano mayor William y con su hermana Alice. De hecho, la relación de afecto-rivalidad que se establece entre William y Henry durará toda la vida, constituyendo la base para la interpretación de la personalidad y trayectoria humana del segundo llevada a cabo por Edel en su biografía, obra que se distingue por aplicar fundamentos psicoanalíticos al estudio de las motivaciones individuales y artísticas del escritor. Con todo, la gran influencia formativa de Henry James durante su infancia fue su padre. Educado éste en un ambiente de firme calvinismo, pronto abjuró de él, revolviéndose contra las instituciones afines y aireando su convicción de que la única forma legítima de perseguir el disfrute de la felicidad era habilitándose una ética propia al margen del dictado de aquéllas. Henry James padre fue un intelectual asistemático y brillante. Recibió la influencia del filósofo y místico sueco Emanuel Swedenborg, del reformador social francés Charles Fourier y de todo aquel presto a diseminar el principio de que el ser humano «debe dejar de creer en la autonomía del individuo y unirse en un cuerpo espiritual de índole colectiva»14. Dotado de independencia económica, se dedicó a filosofar, a escribir tratados y a pronunciar conferencias sobre sus inquietudes socio-espirituales y, más concretamente, sobre la libertad matrimonial, en contra de la esclavitud y a favor de la unidad de su país.
Con estos antecedentes paternos, no resulta extraño que la educación de Henry James hijo fuera también asistemática e irregular, remota de las instituciones y dotada de un abrumador sesgo cosmopolita. Debido a los constantes desplazamientos de sus padres, siempre anduvo entre tutores y no recibió escolarización formal alguna, salvo los pocos meses de 1862 en que fue alumno de la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard. Mucho se ha escrito sobre la influencia que las visiones filosóficas del padre de James —en especial, su interpretación sui generis del mito adánico en la cultura estadounidense— ejercieron sobre su obra. Anderson ha defendido con ardor dicha influencia15; faltan, sin embargo, pruebas objetivas que la corroboren. Nunca James relacionó a su padre con su actividad creativa; es más, nunca lo mencionó en los célebres prefacios que abren los volúmenes de la edición de Nueva York de sus obras escogidas, aun siendo estos prefacios una crónica de las motivaciones y orígenes de sus relatos y novelas16. Tampoco tiene gran fundamento subrayar que la educación libérrima de James fomentó sus inclinaciones artísticas, ya que su hermano William, aun habiendo sido objeto de la misma irregularidad educativa, se convirtió en un filósofo y psicólogo de renombre y, a partir de 1885, en catedrático de la Universidad de Harvard.
Los dos hermanos James.
El temperamento cosmopolita de James, en cambio, sí parece un legado directo de su padre, quien le comunicó el germen del movimiento continuo, cierto desarraigo y mucho desdén por el provincianismo de su país natal que habría de costarle ácidas críticas. Muy pocos meses después de nacer ya recorrió Europa, siendo continuos sus periplos transatlánticos hasta que, muertos sus padres en 1882, regresó a Inglaterra y allí permaneció durante más de veinte años hasta su vuelta a los Estados Unidos en 1904 para recoger los réditos de su celebridad como novelista. Entre 1843 y 1845 viaja por Europa con sus padres; entre 1845 y 1855 vive en Albany y Nueva York; en 1855 regresa a Europa y visita Londres, Ginebra, París y Boulogne-sur-Mer, localidad costera situada al norte de Francia en que se desarrollan los capítulos finales de Maisie. De vuelta a los Estados Unidos, reside en Newport, Rhode Island, entre 1858 y 1859, periodo que resulta muy fructífero desde el ángulo de su formación literaria, hasta que, por último, sus padres se asientan definitivamente en Cambridge, Massachusetts, a un tiro de piedra del Harvard Yard y del emplazamiento de la futura biblioteca Widener. Estos constantes cambios de domicilio —y de orilla atlántica— prosiguen sin cesar y culminan en su primera visita a Europa en solitario entre 1869 y 1870 a la que seguirá otra entre 1872 y 1874. Cada vez que James abandona París, Londres, Roma o Florencia y regresa al domicilio paterno, el ambiente le parece más provinciano y menos apetecible intelectual y artísticamente, sentimiento que más tarde habría de plasmar en el ensayo crítico Hawthorne (1879), en donde se permite decir que «podríamos enumerar los elementos propios de la alta civilización, tal y como éstos se dan en otros países, de los que carece la textura de la vida americana, hasta maravillarnos de ver lo poco que nos queda»17. Y procede, acto seguido, a mencionar elementos tales como los reyes, la aristocracia y el clero, los palacios y castillos, las catedrales, abadías y pequeñas iglesias normandas, las nobles ruinas cubiertas de hiedra, los museos, las universidades célebres, la literatura, etc. Como era de esperar, esta relación de carencias expresada de forma tan poco diplomática le granjeó innumerables antipatías. Hasta su íntimo amigo William Dean Howells subrayó en una reseña anónima que el modo en que James describía el ambiente cultural de su país le iba a valer el cargo de alta traición por parte de sus compatriotas (Life, 1, 588). No se llegó a tanto, pero la figura de James sufrió el descrédito reservado a quienes atizan el complejo de inferioridad yanqui ante la vieja y aristocrática Europa.
Del cosmopolitismo instilado por su padre habría de surgir el tema internacional, uno de los más característicos de James. Dicho tema se dejó sentir con profusión en las novelas y relatos de los primeros y últimos años de su trayectoria literaria. Durante sus viajes por Europa, James solía relacionarse con otros ciudadanos estadounidenses —expatriados voluntarios como él mismo— y se le ocurrió que podía convertirse en observador y cronista de cómo dichos ciudadanos interactuaban con una civilización tan diferente de la propia. En este sentido, James se convierte en el Rowland Mallet de su novela Roderick Hudson (1875), mecenas que acompaña a Roderick —joven e inestable artista americano— por distintos lugares de Europa sin conseguir librarlo de su sino, o en el Lambert Strether de Los embajadores (1903), venido a Europa desde Woollett, Massachusetts, con el encargo de rescatar a Chad Newsome de la molicie parisina y descubriéndose a sí mismo en el intento. En 1867 James era ya perfectamente sensible a las poderosas diferencias culturales que separaban su país natal de la civilización europea en su conjunto y atribuía a su condición de americano «una excelente preparación para la cultura», pues carecer de «sello nacional», lejos de constituir un obstáculo, confería al escritor estadounidense capacidad para poner de relieve que «una inmensa fusión y síntesis de las numerosas tendencias nacionales del mundo es la condición de los logros más importantes que concebirse puedan»18. El tema internacional informa gran parte de la narrativa jamesiana, distribuyendo valores característicos entre los personajes que representan estas dos culturas. Por un lado, tenemos la inocencia adánica de Christopher Newman, Daisy Miller, Isabel Archer o Milly Theale, protagonistas respectivos de El americano, «Daisy Miller», Retrato de una dama y Las alas de la paloma; mientras que, por otro, hallamos la experiencia, el resabio, la compleja perversidad de la aristocrática familia de los Bellegarde, de los difamadores de Daisy, de Gilbert Osmond y Serena Merle, de Merton Densher y Kate Croy. No todos los que militan en este segundo bando son europeos; algunos son americanos de origen, si bien ganados por el espíritu de conocimiento y relajación moral que James asocia con la civilización europea. Este choque de culturas dista, no obstante, del maniqueísmo. Es a menudo el comportamiento arrogante e irreflexivo del americano en Europa el elemento que lo expone al afán depredador de sus antagonistas, siendo una simplificación intolerable presentar, por ejemplo, a Isabel Archer y a Gilbert Osmond como la encarnación sin matices de la pura inocencia frente a la iniquidad.
El tema internacional, muy frecuentado hasta principios de la década de 1880, se difumina después de aparecer Retrato de una dama en 1881 para resurgir mucho más tarde, a partir de 1902. Durante unos veinte años James parece centrarse en contextos puramente norteamericanos —Las bostonianas (1886)— o puramente británicos —La princesa Casamassima (1886), La musa trágica (1890), Los despojos de Poynton (1896), Maisie (1897) o La edad difícil (1899)— como si los contrastes propios del tema internacional perdieran sentido ante la creciente convergencia de culturas, la «inmensa fusión y síntesis» que entrevió en su juventud. En sus obras de la etapa posteatral persiste, con todo, un aspecto clave de este tema que afecta a la caracterización de sus personajes femeninos. James dota a Fleda Vetch, Maisie Farange y Nanda Brookenham de ciertos rasgos de inocencia natural y, acto seguido, las somete al influjo corruptor de la debilidad culpable, de la egolatría y, en el caso de Maisie y Nanda, de la sordidez y el desaliño ético de la «buena» sociedad londinense. Salvando las distancias, no es difícil ver en este proceso un trasunto intranacional de la exposición a toda una gama de comportamientos nocivos que sufren Daisy Miller, Isabel Archer o Milly Theale durante sus experiencias en Europa.
Fue en torno a marzo de 1874, mientras residía temporalmente en Roma, cuando la idea de asentarse en el viejo continente de modo indefinido comenzó a tomar cuerpo. Una «bifurcación en la senda de tu vida» fue la metáfora con que su hermano William describió el dilema que se le presentaba (cit. Life, 1, 396), y ciertamente el camino escogido llegó a determinar la imagen que hoy tenemos de James como artista expatriado por razones de sensibilidad y cultura. Durante su adolescencia y primera juventud, había dudado entre convertirse en un escritor bostoniano sin relieve o en un artista de alcance universal, aunque para ello hubiera de correr algún que otro riesgo de orden personal y afectivo. Regresó a Cambridge, Massachusetts, en julio de 1875 y dispuso su partida allegando fondos y procurándose compromisos de publicación para sus escritos, esto es, de modo muy semejante a cómo James Joyce preparó su salida de Irlanda casi tres décadas después. En octubre de este mismo año zarpó para Liverpool; de allí se trasladó a París, en donde residió algo más de un año; viajó a San Sebastián para presenciar una corrida de toros; y, por último, en diciembre de 1876, tomó posesión de su apartamento en la calle Bolton de Londres, desde donde se aprestó a conquistar la ciudad entera con su pluma y su carisma social. Hasta el momento de establecerse en Europa en torno a los treinta y tres años de edad, la tarjeta de presentación literaria de James constaba de dos novelas, Tutor y pupila y Roderick Hudson; casi treinta relatos originalmente aparecidos en medios periódicos, entre ellos el justamente célebre «Peregrino apasionado» (1875) de claras resonancias personales; una amplia variedad de ensayos, reseñas e impresiones recibidas durante sus viajes por Francia, Italia, Gran Bretaña, Suiza, Holanda y Bélgica, muchos de ellos recogidos en el volumen Esbozos transatlánticos (1875); y —no conviene que lo olvidemos— tres breves piezas dramáticas que nunca llegaron a estrenarse.
La etapa que James inauguró a fines de 1875, y en especial a partir del instante en que convirtió Londres en su domicilio permanente, se caracteriza por dos rasgos que habrían sido punto menos que incompatibles en un escritor dotado de inferior capacidad para abstraerse del entorno: por una parte, las colosales proporciones de su producción literaria y, por otra, el despliegue de una intensísima vida social. En efecto, desde que desembarcó en Liverpool en 1875 hasta que alcanzó su primera madurez con la aparición de Retrato de una dama en 1881, es decir, en el lapso de seis años, James publicó cuatro novelas —El americano, Los europeos (1878), Confianza (1879) y Washington Square (1880)— además de la ya indicada. A esto hay que añadir diez relatos, entre ellos el popularísimo «Daisy Miller», dos libros de crítica biográfico-literaria —Poetas y novelistas franceses (1878) y Hawthorne— así como incontables reseñas y artículos sueltos en medios periódicos. Esta prodigiosa capacidad de producción no lo abandonará en toda su vida, incluso cuando la enfermedad y la vejez deberían, en buena lógica, haberla atemperado. James escribió sin cesar hasta poco antes de morir, siendo su última obra el prólogo que compuso para el volumen Cartas desde América (1916) del poeta Rupert Brookes (Life, 2, 798). Además de veinte novelas, más de cien relatos —algunos de gran extensión como «Otra vuelta de tuerca» (1998)— y diecisiete piezas dramáticas de entidad variable, James escribió crítica literaria, libros de viajes, una autobiografía inconclusa y toda suerte de ensayos, sin que deban omitirse las más de diez mil cartas dispersas en múltiples colecciones y antologías que se están intentando reunir en una sola edición de carácter definitivo19.
Pero es que James también se convirtió en la gran sensación social del Londres de finales de la década de 1870. A su llegada a Europa, había residido en París entre 1875 y 1876, moviéndose en lo que Edel denomina «la periferia de la sociedad» (Life,1, 536). Sus amistades eran envidiables —Turguénev, Flaubert, Daudet, Zola, Maupassant— pero no trascendían los estrechos cenáculos del arte y la cultura. En Londres, por el contrario, se convirtió en una auténtica atracción social, hasta el punto de que durante el invierno de 1878-1879 fue invitado a cenar en ciento cuarenta ocasiones (Life, 1, 536). Su existencia seguía un patrón bastante regular. Tenía su apartamento en la calle Bolton, pero a menudo cenaba con amigos y trabajaba en las dependencias del Reform Club. Giraba visitas y respondía a invitaciones no sólo en Londres, sino en diversas partes del país; y solía ir de vacaciones a Europa continental, especialmente a Italia. Al igual que la productividad de esta época es extrapolable a toda su vida, también lo es la saturación y altura de su trato social. Las inclinaciones intelectuales de su padre le dieron acceso desde niño a las mentes más destacadas de Nueva Inglaterra como, por ejemplo, Henry David Thoreau o Ralph Waldo Emerson, quienes llegaron a visitar la residencia de los James. Pero esto no fue más que el principio. A lo largo de su vida, James conoció y trató a las figuras clave de la literatura occidental, a los actores y artistas más célebres del momento, a presidentes de los Estados Unidos como Chester A. Arthur y Theodore Roosevelt, al primer ministro británico Herbert H. Asquith, a incontables políticos de inferior talla, a varios miembros de la opulenta familia Vanderbilt y de otras dinastías financieras, a los editores más influyentes, a bohemios de toda laya y condición, así como a jóvenes representantes del futuro como Virginia Stephen, más tarde Virginia Woolf. La nómina sería interminable. Basta consultar el índice onomástico de la biografía de Edel para advertir la magnitud de su universo social y lo escasamente creíble que es el mito del artista encastillado en su torre de marfil (Life, 1, 851-864 y 2, 821-834). Que James tenía muy presente la disyuntiva entre estos dos aspectos de su personalidad lo indica la publicación del relato «La vida privada» (1892), en donde se describe un sutil fenómeno de doppelgänger de perfecta aplicación a su caso, ya que, mientras el gran escritor Clare Vawdrey se encuentra alternando en público, su alter ego trabaja incansablemente en la penumbra de sus habitaciones.
Pese a su inusitada implantación social, no cabe la menor duda de que hacia 1880 James había resuelto no contraer matrimonio. «Nunca me casaré», confiesa a su amiga Grace Norton,
lo considero ahora un hecho indudable y, en general, muy digno de respeto [...] La soltería encaja mucho mejor con mi visión global de la existencia (la mía y la de toda la raza humana), con mis hábitos, ocupaciones, proyectos, gustos, medios económicos, situación «en Europa» y con mi escaso entusiasmo por tener niños, pese a mi afecto por la raza infantil (cit. Life, 1, 693-694).
La decisión de James no resulta sorprendente en vista de las exiguas relaciones emocionales que mantuvo con el sexo femenino. Se le atribuyen posibles ensoñaciones adolescentes con su prima Minny Temple, que concluyeron al morir ésta en 1870, y, más tarde, una extraña y vacilante relación con Constance Fenimore Woolson —sobrina nieta del escritor James Fenimore Cooper— quien se suicidó en 1894 arrojándose al vacío en Venecia y dejando en James un perdurable sentimiento de culpa, tal vez infundado, por su incapacidad de respuesta ante los estímulos de la sexualidad femenina20.
Los biógrafos de James han intentado explicar su aversión a comprometerse con la mujer de dos formas distintas, aunque no incompatibles. Por una parte, están las justificaciones de índole más o menos profesional que encajan bien con lo que James confesó a Grace Norton: el artista debe permanecer libre de cargas materiales y emocionales, tal y como el sacerdote católico abraza el celibato para dedicarse por entero a Dios y a su grey. Para Bellringer, en este sentido,
no es que James careciese de interés por el sexo, sino que tenía... excesiva devoción por las palabras como para dejar que el amor lo apartara de su rumbo, y estaba demasiado pendiente de asimilar las experiencias de los demás como para arriesgarse a que su arte sufriera menoscabo por ensimismarse en sus propias relaciones personales21.
Minny Temple.
Relatos como «El autor de Beltraffio» (1984), «La lección del maestro» (1888) y «La próxima vez» (1895) nítidamente tematizan la situación del escritor de talento atrapado en la red del matrimonio, aunque el segundo de ellos deje en el lector un regusto ambiguo muy propio de James. Por otra parte, se encuentran los críticos y biógrafos que, insatisfechos con esta explicación del celibato jamesiano, la complementan o bien la sustituyen por la hipótesis de su homosexualidad en los distintos grados en que este fenómeno puede darse. La identidad sexual de James es, junto a sus convicciones políticas y religiosas, uno de los asuntos en cuyo tratamiento más se refleja la ideología de sus críticos e intérpretes y que, por ello, más dista de una resolución definitiva. El propio James parece inclinado a atizar la polémica mediante pasajes enigmáticos y afirmaciones confusas. En esta categoría entra la referencia a la «horrible aunque oscura herida» que recibió en 1861 mientras colaboraba en la extinción de las llamas de un granero en Newport22. ¿Qué clase de herida podría calificarse con propiedad de «oscura»? Casi cuatro décadas después de este episodio, y en carta a Howard Sturgis, James alude a lo que podría ser un traumatismo lumbar, aunque esta lesión parece totalmente ajena a cualquier forma ordinaria de concebir la idea de lo oscuro (Letters, 4, 105-106); para otros, en cambio, fue una castración de mayor o menor gravedad que condujo a la desfiguración de sus genitales23. En cualquier caso, no han surgido aún pruebas categóricas de que James fuera un homosexual militante y, si lo fue latente, sólo tenemos indicios biográficos y textuales enteramente sujetos a interpretación. En otras palabras, y ciñéndonos a la terminología crítica de hoy, la supuesta homosexualidad de James parece más un objeto de estudio queer que gay24.
Constance Fenimore Woolson.
Es curioso advertir cómo la orientación sexual jamesiana ha ido cambiando con el tiempo y con la ideología dominante, lo cual es síntoma de que los autores sujetos al discurso crítico y biográfico no existen con independencia de éste, sino que son simples funciones de la cosmovisión apriorística de quien cultiva tal discurso: cámbiese dicha cosmovisión y habremos modificado los perfiles del objeto de análisis, a veces de forma radical. Desde una perspectiva fenomenológica, todo ocurre como si el autor biografiado no fuera más que un personaje ficcional. Por esta razón, el James de los neocríticos de mediados del siglo XX es tan diverso del James de los neohistoricistas de principios del XXI, siendo la sexualidad de uno escasamente asimilable a la de su sucesor. Sacar a James a empellones de su hipotético armario se ha convertido desde la década de 1990 en un imperativo ideológico comprensible. ¿Qué más podría desear un teórico de lo queer que un autor como Henry James —blanco, anglosajón, de clase media, plenamente canónico, persona de orden y suma discreción— tuviera tendencias homosexuales vergonzantes o pudieran atribuírsele de forma más o menos verosímil?
Desde que comenzó a ser reabsorbido por el canon de la novela unos quince años después de su muerte, James ha tenido dos constructores individuales y otro corporativo, todos ellos de primera magnitud; me refiero a Francis O. Matthiessen, Leon Edel y la Nueva Crítica norteamericana. Es más, podría decirse sin temor a errar que dichos constructores fueron instrumentos clave en el referido proceso de reabsorción. Aunque su actitud ante James fuera ambivalente por discrepancias político-ideológicas de base, Matthiessen contribuyó a situarlo en la vanguardia de los novelistas de su época. Editó sus cuadernos de notas, publicó antologías de relatos y novelas, sacó a la luz una ingente masa de material biográfico sobre la familia de James y, muy especialmente, fue el autor de un volumen crítico sobre su novela tardía que tuvo la virtud de poner en primer plano los aspectos formales y artísticos de su obra25. Pero nadie ha influido tanto en la concepción de la figura de James como Leon Edel. Durante décadas controló y dosificó la información documental disponible mediante pacto con sus herederos, editó sus cartas, sus piezas teatrales y varias de sus novelas, redactó su monumental biografía, la única basada en material esencialmente inédito, compiló una excelente bibliografía de sus publicaciones cuya consulta, después de más de medio siglo, es aún indispensable y escribió innumerables piezas críticas que sostienen su visión del novelista neoyorquino26. Como ya indiqué, Edel interpretó la trayectoria vital de James en clave psicoanalítica, es decir, como un conjunto de reacciones mentales ante la animadversión y los celos de su hermano mayor William, trato que dio origen a un sutil complejo de inferioridad al que nunca logró sobreponerse. En cuestiones psicosexuales, Edel es circunspecto y conservador. Cuando se atreve a plantear este asunto, lo examina indirectamente, esto es, no como un episodio más o menos normalizado de homosexualidad, sino como uno de heterosexualidad patológica. En expresión de Savoy, Edel proyecta la imagen de un James «fundamentalmente “alienado” de su (hetero)sexualidad con el fin de dedicarse a la productividad artística»27, suscribiendo así la tesis predominante de que sacrificó su sexualidad a las exigencias de su profesión. Al revisar más tarde su biografía, Edel enmienda parcialmente su rechazo a reconocer pulsiones homoeróticas en James, pero en modo alguno admite que dichas pulsiones se integraran en su quehacer artístico o llegaran a condicionarlo; en suma, que fueran normalizables desde supuestos creativos28.
De la concepción pacata de Edel, sin aristas o estridencias de carácter ideológico o psicosexual, aunque sólidamente basada en hechos contantes, saltamos a las interpretaciones biográficas de la década de 1990 como, por ejemplo, las de Kaplan o Novick, proclives a creer que James llegó a algún tipo de consumación física de su homosexualidad29. Ambos han recibido críticas contundentes, porque las imágenes que proyectan de James no se fundan en nuevas aportaciones documentales, sino en lecturas arriesgadas e imaginativas de indicios largo tiempo disponibles que podrían interpretarse —o no— como crípticas descripciones de contactos sexuales efectivos30. Sea como fuere, Kaplan, por ejemplo, deja atrás los escrúpulos de Edel y contempla la sexualidad de James como un factor natural en el desarrollo de su vida y obra, y no como un desvío turbulento que conviene mantener bajo estricto control para evitar que contamine y complique la recta intelección de sus novelas. No son pocos los amigos y admiradores de James que se han considerado objeto de la atracción sexual de éste. Según Novick, James se inició en los juegos eróticos en 1865 con Oliver Wendell Holmes, futuro juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Más tarde, su afecto se extendió a Paul Joukowsky durante su estancia en París en 1876, y, andando el tiempo, mantuvo relaciones de incierta intensidad con jóvenes partidarios suyos como el escultor Hendrick C. Andersen, Jocelyn Persse, Howard Sturgis y Hugh Walpole. Pero es indiscutible que no hay más pruebas que la afectividad desbordante del lenguaje epistolar y algunos comentarios inconexos dotados de la capacidad de convicción que el crítico o biógrafo de turno quiera otorgarles (Life, 2, 515). Al igual que ha ocurrido con el significado exacto de sus narraciones ambiguas, preveo que la cuestión de la identidad sexual de James seguirá siendo objeto de debate durante décadas; y si dicho debate llegara por último a desaparecer, no sería por haberse hallado una solución satisfactoria, sino por el puro agotamiento argumental de las facciones implicadas.
James con el joven escultor Hendrick C. Andersen.
En diciembre de 1881, tras su conquista de Londres, James regresa a los Estados Unidos, en donde residirá hasta agosto de 1883 con la excepción de ocho meses de 1882 que pasa en Europa para recuperarse de los «ataques de nostalgia» que le provoca la lejanía de su país de adopción (Life, 1, 657). Es la época en que fallecen sus padres, Mary en enero de 1882 y Henry en diciembre del mismo año. Tras resolver los asuntos legales relativos a la herencia, James vuelve a Londres, pero su estado de ánimo ya no es el mismo ni lo será durante toda la década. Italia sigue siendo objeto de su veneración y pasa varios meses de 1886 en una quinta a las afueras de Florencia en ambigua vecindad con Constance Fenimore Woolson. Se siente, pese a todo, deprimido y desencantado. No es que se haya vuelto insociable, pero el gusto con que antaño recibía parabienes y lisonjas ha desaparecido. El tema internacional ya no le sirve como andamiaje de sus novelas y renuncia ostensiblemente a él, al tiempo que comienza a advertir con inquietud que su aceptación social no se refleja en la circulación de sus obras. Sus tres grandes novelas de la década —Las bostonianas, La princesa Casamassima y La musa trágica— pasan sin pena ni gloria, siendo baldíos sus esfuerzos por dotarlas de tirón comercial imitando subrepticiamente personajes, tramas y aspectos formales de subgéneros con gran implantación popular como, por ejemplo, la novela de la Guerra de Secesión estadounidense, la novela obrera y la de ambiente teatral31. El resultado defraudó enteramente las expectativas. Por un lado, James nunca fue capaz de llevar su imitación a las últimas consecuencias y, en lugar de desenlaces jubilosos y edificantes, concluía sus obras con suicidios, desamores y oscuras perspectivas de fracaso; por otro, la gran longitud de estas novelas y su propio hastío lo llevaron a descuidar el control de sus materiales hasta el punto de que las tres se parecen de forma preocupante a los «enormes monstruos fofos y abultados» que tanto censuraba en los demás32. Que a James le hacía falta reajustar su enfoque artístico era innegable —pese a la publicación de relatos de espléndida factura como «Los papeles de Aspern» (1887)— y este reajuste hubo de venirle de su implicación casi exclusiva en el teatro durante el periodo que va de 1890 a 1895.
En efecto, cuando el estreno de Guy Domville selló el futuro profesional de James como dramaturgo, éste ya había absorbido un modus operandi ineludible en el teatro comercial del momento por sus muchas restricciones pragmáticas, pero no en la novela. Su base era la planificación, la unidad de efecto y la economía, es decir, la concepción de la obra desde la idea inicial como un todo perfectamente orgánico y su ejecución sin admitir excursos imprevistos o materiales de relleno. En su novela posteatral James adoptó estos principios para el cambio de trayectoria artística que necesitaba desde fines de la década de 1880 y que aplazó por su dedicación a la escena. Pero los años que median entre 1895 y 1900 no sólo constituyen un periodo de ensayo y exploración artística, sino también de recomposición personal. Nos encontramos ya en la otra vertiente de la vida de James, en la que sigue al gran eje emocional de su existencia, en la etapa que Edel denominó «los años traicioneros» (Life, 2, 153-365). Es sin duda la fase más compleja y turbadora de su vida y, en cierto modo, la prolongación psicológica del estado de ánimo de la década anterior, fugazmente encubierto por la exaltación irreflexiva de sus años teatrales y agravado por el subsiguiente revés de Guy Domville y por la llegada a una edad en que reorientarse como escritor no es tarea sencilla. James sufre la inseguridad que deja tras de sí el fracaso público, una fuerte contrición por haber abandonado la novela sin razones de peso y un temor insalvable a tener que renunciar a su carrera por haber sido incapaz de reanudarla. Pero también es consciente de las muchas incertidumbres y sobresaltos de la etapa finisecular en que vive y de la apremiante demanda de soluciones estéticas renovadoras con que adaptar su narrativa a la incipiente modernidad. El peligro era estancarse y perecer o, a lo sumo, convertirse en un autor «tradicional», es decir, arcaico. Ni Thackeray, ni Dickens, ni Eliot tuvieron necesidad de ponerse al día, ya que murieron respectivamente en 1863, 1870 y 1880, mientras que Hardy —prácticamente coetáneo de James— optó por abandonar la novela y pasarse a la poesía a partir de 1895, acaso al percibir las dificultades de reorientarse en aquel género.
Las circunstancias personales de James tampoco contribuyen a aliviar su desazón artística. En 1892 y 1894, respectivamente, fallecen dos mujeres que habían dejado en él una huella profunda, su hermana Alice y su amiga Constance Fenimore Woolson, la primera consumida por un tumor y la segunda víctima de un suicidio, a cuyas motivaciones James nunca se sintió completamente ajeno. Prosigue, además, su retirada de la sociedad londinense. Su círculo de amistades es tan amplio y selecto como de costumbre, pero lo cultiva de forma menos indiscriminada, buscando más la convergencia de intereses que el mero trato superficial. Un buen índice de esta retirada es su domiciliación en Sussex y más concretamente en la villa de Rye, a unos ochenta kilómetros de Londres. En diciembre de 1885 había dejado su apartamento de la calle Bolton para trasladarse a otro sito en la calle De Vere Gardens, próxima al palacio de Kensington. Pero entre mayo y agosto de 1896 reside en Point Hill, Playden, Sussex, sintiéndose aliviado por el ambiente rural de la zona. Pronto descubre la Lamb House en Rye; primero la arrienda y poco después la adquiere, convirtiéndose en propietario en 1898, lo cual le comunica cierta estabilidad y el sosiego necesario para desarrollar su cambio de rumbo artístico. Otras dos novedades datan, así mismo, de esta época: la contratación de un agente literario, James B. Pinker, y de un mecanógrafo, William MacAlpine. De esta forma, y justo en mitad de la redacción de Maisie, James pasó de escribir sus novelas a dictarlas, hecho material del que derivan múltiples hipótesis sobre la complejidad creciente de su estilo.
Mientras Hardy publica su primer poemario en 1898, James está cambiando el género en vez de cambiar de género. La renovación de la novela jamesiana en estos años preparatorios surge de dos circunstancias que felizmente coinciden en el tiempo. Desde el ángulo de la técnica y la forma, dan fruto las lecciones que aprendió durante su interludio teatral, especialmente el valor de la concisión narrativa y la presentación dramática; desde el ángulo de los temas, hace efecto la observación de las profundas alteraciones que se producen en un mundo en rápida transición a la modernidad. Uno de los requisitos de la dramaturgia práctica que más detestaba James era la inflexibilidad de los límites temporales de la representación. Una pieza teatral debía caber entre «la cena y los trenes suburbanos»33, esto es, entre la hora en que los londinenses de la época solían cenar y el cierre del servicio de transporte público. Todo lo que excediera de estos límites había de ser eliminado, aunque fuera fundamental para el desarrollo sutil y verosímil de una intuición dramática. De esta imposición ajena al hecho artístico aprendió James a planificar, a comprimir, a renunciar, a intensificar, a no divagar, a mantener, en suma, la línea narrativa sin irrelevancias, digresiones, ni multiplicidad de focos de interés. Para ello, trasladó a la novela la costumbre adquirida de redactar proyectos muy minuciosos (scenarios) con el fin de evitar superfluidades, siendo célebres los que figuran en sus cuadernos de notas para Los despojos de Poynton y Maisie, si nos ceñimos sólo a sus novelas posteatrales. James fue muy consciente de los beneficios que esta técnica de planificación le reportó y alude sin ambages al «valor singular... del... divino principio del Proyecto» (Notebooks, 115). No obstante, este «divino principio» presenta dos inconvenientes. Por un lado, su eficacia puede ser muy relativa, ya que, pese a su concurso, Maisie se planificó como un relato de unas diez mil palabras (Notebooks, 147), llegando a tener más de noventa mil en la versión final. Por otro, la idea de compresión, intensidad, unidad de efecto, etc. no tiene por qué conducir indefectiblemente a la composición de una gran novela, sino de una novela dotada de ciertas características técnicas que pueden ser el ideal de una tendencia literaria o crítica, pero que no garantizan la inserción de aquélla en el canon de una literatura nacional. Así ocurre con La otra casa, novela que deriva de un proyecto dramático ahora perdido y que, sin embargo, no figura ni de lejos entre las mejores de James34.
Lamb House, Rye, Sussex.
Paralelamente al principio de concisión narrativa, se recurre a la presentación dramática, es decir, a la resolución de las crisis argumentales mediante escenas dialogadas entre los personajes, con escasa participación del narrador tradicional, quien a menudo se limita a identificar los turnos de palabra y a dar una serie de acotaciones espacio-temporales, paralingüísticas y quinésicas. Al difuminarse el marco de referencia narrativa, se transfiere a la novela el principio de objetividad dramática, dificultándose la emisión de juicios definitivos o interpretaciones monolíticas; de ahí la facilidad con que este tipo de obras promueve interminables polémicas entre críticos y lectores. Pero no todas las líneas de innovación seguidas por James proceden directamente del teatro. La autonomía del personaje suscitada por la ausencia del narrador se combina a cada paso con la disección de la mente de aquél, de tal modo que se produce una fuerte subjetivización de la experiencia que anuncia las conquistas epistemológicas de la novela de vanguardia. En efecto, ante un mundo inestable, confuso, fluido, James se refugia en la ciudadela de lo espiritual frente a la discordancia del ámbito exterior, viéndose a sí mismo como un «explorador de la conciencia refinada y de la imaginación inteligente»35. En palabras de Allen —que resumen toda una tradición crítica— el mundo representado por estas novelas «ya no es público sino privado», ya no predomina en él la sensación de que existe «un consenso general sobre la naturaleza de acontecimientos y realidades», sino que se abre paso la «visión personal», es decir, la certidumbre de que dicho mundo no es más que una función del estado de ánimo de sus habitantes36. Gana importancia, pues, la figura jamesiana del observador, del centro de conciencia, del individuo a veces periférico, cuya visión perspicaz u obtusa condiciona el relato y comunica a los acontecimientos una prelación tal vez ilógica, pero que surge de su íntima e intransferible implicación en ellos. Si el mismo núcleo epistémico de la representación novelesca se modifica en James, no lo hace menos —y en parte por los mismos motivos— la textura estilística de sus diálogos y del marco narrativo que los contiene. Los primeros se hacen crípticos, elusivos, altamente ambiguos; las frases quedan en suspenso; los personajes afectan adivinar el significado de las omisiones y acaban frases ajenas sin que se confirme si la intención del interlocutor original es la finalmente explicitada; abundan los double entendres; no hay progresión del sentido y todo ocurre como si se produjera una deliberada y constante vulneración de las máximas dialógicas de Paul Grice. El marco narrativo, a su vez, se hace sintácticamente muy complejo. Las frases son de inmoderada longitud; hay continuos incisos, construcciones subordinadas recursivas y dislocaciones de toda índole; los referentes pronominales son de difícil identificación; y las copiosas nominalizaciones justifican la cualidad de «abstracto» e «intangible» que se suele atribuir al estilo del James tardío37. A mi modo de ver, esta complejidad también responde a la internalización de la experiencia y a la obsesión por que la frase reproduzca icónicamente las sinuosidades y meandros del pensamiento, basándose en la convicción de que es imposible expresar con llaneza aquello que en sí mismo es complicado. Pese a todo, no conviene descartar que el nuevo hábito de James de dictar sus novelas a un mecanógrafo en vez de escribirlas de su puño y letra pudiera afectar colateralmente a la configuración de su estilo, aunque no creo que sea éste el factor determinante.
