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Esta antología reúne cinco relatos de Henry James dedicados a artistas: "La madona del futuro", "El mentiroso", "Lo auténtico", "La pátina del tiempo" y "El holbein de Beldonald". En ellos, su autor examina con detenimiento, perspicacia y un estilo inimitable la figura del creador, así como el conflicto entre artista y sociedad, que, en sus propias palabras, se contaba entre "la media docena de grandes motivos básicos" de la literatura.
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Seitenzahl: 634
Veröffentlichungsjahr: 2021
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HENRY JAMES
La madona del futuro
y otros relatos sobre artistas
Edición de Juan Antonio Molina Foix
Traducción de Juan Antonio Molina Foix
INTRODUCCIÓN
Colegas
Saber ver
El observador apostado
Imaginación plástica
La locura del arte
«La madona del futuro»
«El mentiroso»
«Lo auténtico»
«La pátina del tiempo»
«El holbein de Beldonald»
ESTA EDICIÓN
CRONOLOGÍA
BIBLIOGRAFÍA
LA MADONA DEL FUTURO Y OTROS RELATOS SOBRE ARTISTAS
La madona del futuro
El mentiroso
Lo auténtico
La pátina del tiempo
El holbein de Beldonald
CRÉDITOS
Para Aurora que lo ve todo
Pintores y poetas siempre tuvieron la justa libertad de atreverse a cualquier cosa
HORACIOArte poética (17 a.C.)
Todo lo excelso es tan difícil como raro
BARUCH SPINOZAÉtica demostradasegún el orden geométrico, parte V, prop. XLII (1677)
On fait quand on regarde bien c’est un drôle de travail
JEAN-LUC GODARD Comment ça va? (1978)
Henry James (1885), grabado de Timothy Cole
EN 1917 el eximio poeta y magistral crítico literario estadounidense Ezra Pound publicaba una extensa y furibunda diatriba en contra del modelo predominante de conocimiento filológico que él y otros estudiosos identificaban con el nacionalismo y el racismo del Segundo Imperio Alemán. Lo que él llamaba «provincialismo»1 consistía en la ignorancia de los modales, costumbres y carácter de la gente de otro pueblo, municipio o nación, el deseo de forzar a la uniformidad a los demás. Y mencionaba como modernos adalides de la «lucha por los derechos de la personalidad» a escritores tan dispares como Galdós, Turguénev, Flaubert y Henry James, que «a pesar de cualquier proclamación de objetividad artística, o de cualquier otra teoría sobre la escritura, están metidos de lleno en esta lucha» y en lo mejor de su obra han ofrecido «un análisis, una diagnosis de ese mal», convirtiendo su pluma en un bisturí capaz de diseccionar los falaces mecanismos que pueden ocultar las palabras (hablar sin decir nada) y alertar de los posibles peligros de dicho ocultamiento.
Si Galdós quiso novelar sobre «cuanto bueno y malo existe» en cada tema escogido, lo que viene a ser lo mismo que escribir sobre «todos nosotros con nuestras flaquezas y nuestras virtudes [...] decir lo que somos unos y otros, los buenos y los malos, diciéndolo siempre con arte»2, la mayor parte de la obra de Henry James (que curiosamente nació solo unos días antes que el español), «consiste precisamente en el análisis, y por tanto la protesta en contra, de toda clase de pequeñas tiranías y pequeñas coacciones, a corta distancia. Esa protesta está unida y forma parte de su análisis de la manera de ser de, al menos, tres naciones: Inglaterra, Estados Unidos y Francia [...]. A despecho de cualquier objetividad literaria, James es el cruzado, lo mismo en su internacionalismo que en su constante propaganda contra la tiranía individual, contra las centenares de formas sutiles de opresión y coacción personal»3.
Tanto la pluma minuciosa, torrencial y percutiente, pero en absoluto descuidada, del extrovertido, idealista y arrebatado Galdós, como la fría serenidad, la delicada sutileza4 y la complejidad sintáctica del lírico, introvertido y recatado James, son dos formas expresivas, solo en apariencia dispares, de una similar experiencia literaria, la ilustración moderna resueltamente enfrentada al provincialismo. No solo por su posición artística sino también por su posición histórica, diríase que ambos representan lo mismo que Velázquez y Goya o Rubens y Cézanne en pintura, Mozart y Beethoven en música clásica, o en jazz las parejas Coleman Hawkins y Lester Young, Charlie Parker y Miles Davis, o Thelonious Monk y John Coltrane. Por debajo de sus intrincadas tramas plenas de peripecias, todas sus obras ocultan la esencia de la flamante novela experimental de finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuyo auténtico interés radica por encima de todo en la hondura psicológica y el talante de sus personajes. Los autores intentan comprender sus complejas motivaciones, materializar sus aspiraciones y reflexiones más íntimas, describir de manera somera sus incertidumbres morales, sin tratar de suavizarlas o evitarlas, ofreciendo al lector la posibilidad de entrar en sus mentes y permitiendo descubrirlos por sí mismo. En suma, la búsqueda de una voz personal y el encuentro con un estilo subjetivo que realce la personalidad del escritor. Con ellos el arte novelístico alcanzó de un salto una precoz madurez que no ha vuelto a igualar.
Como adujo Stevenson en cierta ocasión «La literatura no imita la vida sino el lenguaje; no los avatares del destino humano, sino el énfasis y la ocultación con que el actor humano habla de ellos [...] se ocupa no tanto de hacer verídicas las historias sino más bien de hacerlas típicas. [...] No es un trasunto de la vida que haya de ser juzgado por su exactitud, sino una simplificación de algún aspecto o faceta de la vida que se sostiene o se derrumba por su significativa sencillez»5. En referencia a su amigo Henry James afirma que «trata principalmente el estatismo del personaje, estudiándolo en reposo o solo en ligero movimiento; y con su habitual instinto artístico, delicado y preciso, evita esas pasiones más intensas que distorsionarían las actitudes que tanto le gusta estudiar, y convierte sus modelos de humoristas de la vida ordinaria en fuerzas brutas y meros tipos de impulsos más emocionales. [...] Su método fue la simplificación y esa sencillez es su excelencia»6.
Si hay algo en lo que todos, apologistas y detractores, están de acuerdo es en la aguda capacidad de observación que muestra su vasta obra. Nunca pretendió ser más que un espectador, un ojo inmisericorde que no deje escapar nada7. Como si pensara que para ver bien la vida, lo que sucede debajo de las apariencias, hubiera que contemplarla de lejos, participar en ella lo menos posible, distanciarse lo suficiente. Por ello se esforzó por ser un espectador perspicaz e inventivo, un infatigable y sagaz observador a la vez sensible y desinteresado, capaz de percibir conductas, de analizar comportamientos minuciosamente, de captar la diferenciación sutil del carácter de los personajes y mostrar hábilmente el contraste entre ellos siguiendo muy de cerca sus sinuosidades y repliegues mediante quiebros y meandros narrativos que tratan de imitar el razonamiento de la mente humana. Estaba convencido de que para adentrarse en las almas de sus personajes, para llegar a conocerlos, era preciso saber ver. «Saber ver para llegar a comprender», en palabras de su biógrafo Leon Edel. La importancia de esta «facultad de apreciación», ese «sentido especial» que «debemos tener a punto» para «ver absolutamente, para verlo todo», es lo que uno de los personajes de The Tragic Muse (1890), novela ambientada en parte en el París de los Salones de Bellas Artes, encarece al protagonista, que duda entre dedicarse a la política o seguir su vocación de pintor.
James hizo de su agudeza introspectiva un rasgo distintivo de su obra en la que la acción dramática apenas existe y, valiéndose de un desarrollo moroso de la escueta anécdota, que casi llega a hacerse imperceptible, ofrece una lúcida interpretación de la compleja mentalidad de sus personajes, los cuales no hacen más que conversar acerca de los diferentes carices y posibilidades de las situaciones a las que se enfrentan. Al centrar toda la atención en la presentación del día a día, alternando la forma escénica (como Galdós, James también fue dramaturgo) con la exposición del juego reflexivo y analítico de sus personajes, en el que cada uno muestra únicamente lo que le parece oportuno, la estilización de esa cotidianidad, o su enfatización de un modo desmesurado, la ambigua mirada que supone esa doble perspectiva, en lugar de conseguir que el lector participe de manera vicaria en la acción y la contemple desde un punto de vista concreto lo que hace más bien es prevenirlo y distanciarlo. La disparidad y la ambivalencia actúan de contrapunto. Como diría Ezra Pound, James era «aquel que tenía todas las respuestas».
El tono con el que James escribía era inimitable. «Tenía —en palabras de Norman Mailer— un sentido extraordinario de esa vibración imprevista dentro de lo casi totalmente esperable, y creó un mundo narrativo a partir de tal percepción, un mundo que dependía por entero de su voz única»8. T. S. Eliot, que consideraba a James «el hombre más inteligente de su generación», solía comentar que solo quienes tienen una gran personalidad están en condiciones de escapar de sí mismos y convertirse en un yo narrador que pueda decir, como Arthur Rimbaud: «Je suis autre». Y el prestigioso poeta y crítico estadounidense añadía, «el “carácter” es sólo una de las maneras en que es posible aprehender la realidad» y James estaba dotado de una peculiar «sensibilidad para la clase de detalles que eran su especialidad [...]. El genio crítico de James se manifiesta de forma muy reveladora en su maestría sobre todo, su desconcertante elusión de las ideas; una maestría y una elusión que son tal vez la prueba definitiva de una inteligencia superior. Tenía una mente tan aguda que ninguna idea podía profanarla»9.
La gran innovación jamesiana, uno de los rasgos diferenciales de su obra, consistió en su gran aportación de carácter formal en el ámbito de la experimentación literaria: la creación de una nueva forma de tratar la tercera persona como voz narrativa, la supresión del clásico narrador omnisciente que se mete en la cabeza de todos los personajes y la elección de uno solo (o varios) que presenta la acción desde una perspectiva indirecta y oblicua y focaliza todo el relato. Es la llamada técnica del «punto de vista», o mejor del «punto de vista limitado», que neutraliza la escritura mediante la utilización de un testigo o cronista, más o menos objetivo pero no implicado de manera estricta, que procura darnos la «visión turbia» de un personaje reflejada en la visión también bastante turbia de un observador o una serie de observadores que puedan «reflejar», con su sensibilidad, la historia al lector10.
Edith Newbold Jones Wharton (ca. 1895). Foto E. F. Cooper
En ocasiones este «reflector» permanece inmutable a lo largo de todo el relato, pero a menudo lo desarrolla tanto que se convierte en algo distinto hasta el punto de que llega a competir con el tema original o incluso a eclipsarlo. Ya no se limita a reflejar el asunto tratado, parece apropiarse de él, y sus suspicacias afectan a la acción. En la mayoría de sus obras la relación entre los narradores y los temas originales es más compleja de lo que su propio discurso crítico reconoce, pues presentan un doble foco que parece surgir de una incompleta fusión del tema original con el nuevo tema que se desarrolla cuando se crea un relator poco fiable, «profundamente confundido, fundamentalmente autoengañado, o incluso obstinado o malintencionado», para reflejar el original, transmutando una idea en otra muy diferente aunque relacionada11. La proliferación de puntos de vista no estrecha el horizonte sino que lo hace justamente posible, ensanchándolo hasta abarcar «toda la vida, todo el sentimiento, toda la observación, toda la visión»12.
La introducción del punto de vista deliberadamente falible y subjetivo no solo es un recurso narrativo para contar una historia sino que se convierte en eje básico e imprescindible de la trama y permite incluir al lector en la prolijidad del argumento, mediante oportunos cambios de perspectiva y de graduación del ritmo narrativo. Lo interesante no es tanto el límite que se establece al relator cuanto la posibilidad de ensancharlo hasta abarcar la verdad completa de una situación dada. Al exponer los conflictos de carácter moral, que en ningún momento intenta suavizar o evitar, lo que el autor pretende es reproducir la realidad de la conducta humana y presentarla en los mismos términos en que surge en relación con los hechos, que para él no son más que «hipérboles o énfasis cuyo fin es definir los caracteres»13. Los personajes no pueden acceder a esa realidad más que a partir de las virtudes o limitaciones que imponen su inteligencia, sensibilidad, ingenio, cultura o cuna. Aparecen deformados y parcializados a través de la visión del narrador, es decir, exactamente como percibimos el yo ajeno. Se desvelan a sí mismos paso a paso. La sabiduría de James se aprecia en la sutil forma en que expresa la ambigüedad de los actos humanos y la duplicidad de los personajes, haciendo de la presentación de lo cotidiano algo sospechoso que solo podemos conocer de forma fragmentaria e indirecta, lo que da pie a diferentes interpretaciones polisémicas no excluyentes que enriquecen el texto.
La realidad no es una sino que depende del punto de vista de quien la observe14 y por tanto el escritor tiene la obligación de ser veraz antes que realista, ha de construir su propia «realidad» al tiempo que la describe, crear, para sí mismo y para el lector, lo que los teóricos de la ficción literaria llaman su propio campo de referencia interno. No debe contentarse con reflejar la realidad mediante el stendhaliano recurso del espejo, pues ese espejo es necesariamente fragmentario, y por tanto es de vital importancia el portador del espejo, su forma de ver ese reflejo. Tiene que transformar esa realidad, para lo cual es imprescindible construir un lenguaje literario y evitar a todo trance el habla de la calle, firme convicción que podría explicar la incorporación en los parlamentos de los personajes de los controvertidos «paréntesis jamesianos», las interminables frases abigarradas de incisos (en los que no tiene reparos en recurrir a cualquier signo de puntuación: coma, paréntesis, punto y coma, dos puntos, puntos suspensivos), las innumerables paráfrasis, a modo de rodeos y cortinas de humo que enmascaran lo que están diciendo y «la lúcida omisión» de una parte del relato, esas «deliberadas negligencias» perfectamente calculadas que, en palabras de Borges, fomentan la ambigüedad del texto15.
Aunque Fernán Caballero ya había proclamado en 1849 que «la novela no se inventa, se observa»16, nadie lo ha expresado mejor que el propio James en su famosa comparación de la ficción con un edificio con millones de ventanas. El «par de ojos» que observan, provistos o no de «gemelos de campo», elige la «escena», pero aunque todos «contemplen el mismo espectáculo», la impresión es bien distinta: «uno ve más donde el otro ve menos; uno ve negro donde el otro ve blanco; uno ve grande donde el otro ve pequeño». El «espacio desplegado es la elección del asunto» y «la apertura abierta, ya sea ancha y con balcón, o una vulgar hendidura, es la forma literaria; pero, juntos o por separado, no son nada sin la posicionada presencia del observador, es decir, sin la conciencia del artista. Díganme qué artista es y les diré de qué ha sido consciente»17.
La intensidad de la impresión varía según la sensibilidad del artista, o más bien la energía que despliega en el acto de la percepción. No se trata, por supuesto, de un mero registro pasivo y maquinal de sensaciones sino de un proceso básicamente activo. Cuanto más atento sea más intensa será la impresión recibida. Para James, el «único atributo general» que debe contar es «la clase de experiencia de la que trata, experiencia liberada, por así decirlo; experiencia desatada, desenmarañada, desembarazada, libre de las condiciones que normalmente sabemos que se le atribuyen y, si deseamos expresarlo así, que la arrastra y que opera, con un interés concreto, en un medio que la exonera del inconveniente de un estado relacionado, medible, un estado sujeto a todas nuestras vulgares colectividades»18. «La experiencia nunca es limitada y nunca completa; es una inmensa sensibilidad, una especie de enorme telaraña tejida con los hilos de seda más finos, suspendida en la antesala de la conciencia, que atrapa en su tisú hasta la más mínima partícula del aire»19. El artista no debe limitarse a yuxtaponer esas impresiones, sino que debe haberlas «pasado por el crisol de su imaginación», y de «esa caldera en permanente ebullición, su pot-au-fe20 intelectual», surge la obra de arte21.
Es bien sabido que la principal fuente de ingresos de James22, que le permitía mantener una vida cosmopolita y viajar constantemente por Europa era los relatos cortos que escribía para diferentes revistas inglesas y estadounidenses destinadas al gran público, y que luego la editorial inglesa Macmillan se encargaba de recoger en antologías, mucho más fáciles de vender que sus novelas. De hecho fue el único, entre los grandes escritores estadounidenses de su tiempo, que jamás tuvo otra ocupación que no fuera escribir. Pero eso no quiere decir que él no se los tomara muy en serio. Lo cierto es que solía estar muy interesado en lo que denominaba «beautiful and blest nouvelle» [preciosa y bendita nouvelle], la forma más larga de la narrativa corta. Precisamente es quizás en sus numerosos relatos23 donde su talento se manifiesta de forma más recurrente y con mayor rotundidad (Borges los prefería a sus novelas). Dentro de la amplia variedad de asuntos tratados en todos ellos destacan los cuentos de escritores y artistas, sus stories of writers and artists, como los llamó Matthiessen, que otros prefieren denominar shorter fiction [of] writers and artists (McElderry) o artist tales (Wirth-Nesher), aunque James se refirió siempre a ellos como literary tales.
Si era lógico que, dada la forma en que asumió su destino de escritor, pretendiera en estos relatos dar cuenta y razón de la vida literaria, es perfectamente explicable que se ocupara asimismo de los artistas. El interés de James por estos relatos sobre artistas confirma su sólida creencia de que la escritura y el arte figurativo reflejan el particular temperamento del creador, sobre todo visible en los retratos. «El retrato representa a la persona real en el mundo real, pero también revela, y en la misma medida, el arte del pintor. El sello del artista es tan visible como el motivo del cuadro, y la experiencia de ver un retrato consiste en reconocer en él tanto al modelo como al pintor»24. Escritores y artistas desarrollan una especial sensibilidad a las impresiones, y esas impresiones son las que determinan la imaginación artística.
El conflicto del artista con la sociedad siempre le había parecido a James «uno de la media docena de grandes motivos básicos»25. Como ha explicado en innumerables ocasiones en sus propios textos, el gusto por el arte y las buenas maneras fue una característica de su familia, que «encontraba irresistible la carrera artística en general y el oficio de pintor en particular»26. Desde muy joven su vida estuvo vinculada a aspectos relacionados con el arte. De niño le encantaba dibujar y retrospectivamente recordó, divertido, que en sus primeras tentativas de escritura cada cuatro páginas intercalaba una ilustración. Su primer viaje a Europa le dio la oportunidad de compartir con su hermano William su temprana afición por la pintura27, y a su regreso a Newport tuvo su primer contacto con el estudio de un artista: conoció al pintor John La Farge28. Sin embargo, su introducción al gran arte se produjo durante los dos viajes por Europa que hizo entre 1855 y 1860. En Londres y sobre todo en París, escribió que las calles parecían gritar: «Arte, arte... ¿no lo veis? ¡Enteraos, pequeños peregrinos pasmados, de lo que es eso!»29
Retrato al óleo de Isabella Stewart Gardner, por John Singer Sargent (1888)
Esas experiencias no solo las sintetizó posteriormente en sus críticas profesionales sobre la teoría y la práctica del arte30 y en sus crónicas de viajes, sino que influyeron en sus novelas y relatos31. De hecho James entendía la pintura solo «cuando era intercambiable con la literatura, cuando su significado surgía no de la autonomía de sus relaciones formales sino de la historia implicada en la elección del tema»32. En su colección de ensayos sobre los principales ilustradores de los libros y revistas de la editorial Harper and Brothers, Picture and Text, James establece explícitamente una analogía entre la literatura y las artes visuales: «Las formas son diferentes, aunque con analogías; pero el ámbito es el mismo: el inmenso ámbito de la vida contemporánea observada con un propósito artístico. Nada hay tan interesante como eso, porque se trata de nosotros mismos; y ningún problema artístico es tan admirable como cuando aparece, ya sea en una forma literaria o plástica, en una minuciosa y directa anotación de lo que observamos»33.
La analogía entre pintor y novelista la extiende James a la teoría y práctica de la ficción. Para él, el arte del pintor y el arte del novelista son similares en cuanto a inspiración, proceso y éxito34: el novelista es el «pintor de la vida». Es el arte lo que produce la vida, como una vez le dijo James a su amigo H. G. Wells. «El arte trata de lo que vemos»35. Su concepción del novelista como artista es básica en su escritura y en su manera de pensar, además de una clave necesaria para entender al autor y a su obra. «La ventaja, el lujo, tanto como el tormento y la responsabilidad de un novelista, estriba en que no existe límite a lo que él puede intentar como ejecutante; no hay límite a sus posibles experimentos, esfuerzos, descubrimientos y éxitos. Aquí es donde él trabaja de una manera especial, paso a paso, igual que su hermano del pincel, del que siempre podremos decir que ha pintado su cuadro de la manera que mejor sabía»36.
La utilización de términos de las artes plásticas para describir la escritura de ficción es frecuente en James. Por ejemplo, describe al artista como «bordador del lienzo de la vida»37. El proceso de representar la vida lo explica como una «multiplicación de la conciencia imparcial»38. El artista es un observador, una «presencia apostada» en una ventana a través de la cual ve «el espacio desplegado, el escenario humano», y recibe una «impresión distinta de la de los demás»39. Al estar dotado de una potencialidad intuitiva que le capacita para llevar a cabo una aproximación al lado oculto del ser humano, para rebasar los límites de las apariencias y dotar de expresividad a las realidades más ocultas, el artista asume el papel de mediador entre el devenir de lo real y las emociones del lector.
Esta idea pragmática del arte como expresión de la subjetividad del artista que quiere romper con la idea de la obra como producto es un proceso que apela a la imaginación del lector, requiere ineludiblemente su participación. Como James ya sabía, el cometido era difícil y arriesgado, pero juzgó que valía la vena. Lo expresó de manera diáfana en su Cuaderno de notas: «Oh arte, arte, ¿qué dificultades hay como las tuyas? Pero al mismo tiempo, ¿qué consuelos y estímulos, también, como los tuyos? Sin ti el mundo me parecería, sin duda alguna, un inhóspito desierto»40.
La obra de arte para James no es una mera adición de los ingredientes que entran en su composición. Aunque conserven sus identidades, se han convertido en un nuevo compuesto, en algo mejor. Este «algo mejor» es lo que le interesa a James. La única «vida» que le importa es la que el acto creativo de una mente individual ha rehecho y plasmado en una nueva realidad. Pero no se trata de una representación de lo inmediato, sino del «reino reflejado de la vida», su «exploración valorativa». El artista no describe la vida, la crea, la ofrece purificada e iluminada, pues como le escribió a H. G. Wells en su última carta: «Es el arte lo que crea vida, lo que da interés, importancia [...] y no conozco ningún otro sustituto de la fuerza y belleza de ese proceso»41.
Convencido de que la vida es una aventura estética, el artista debe rechazar o renunciar a los aspectos menos atractivos de su desarrollo ordinario y en los relatos sobre artistas James enfoca los problemas del fracaso artístico desde más de un punto de vista. Para él, el arte por el arte no es la posición ideal. En varios relatos reitera la obligación del artista de reparar tanto en la moral como en las consideraciones estéticas. Da a entender que en tanto que el desapego es un ideal, el artista entero no puede permitirse nunca ser indiferente a las exigencias y realidades de la experiencia humana. Parece convencido de que en toda persona creativa es inevitable el conflicto entre sus compromisos privados y públicos. Para resolverlo cree preciso el desapego, el alejamiento e incluso la resignación. El dilema que se le presenta al artista creativo es dedicarse exclusivamente a su arte sin hacer ninguna concesión, lo que suele conllevar el rechazo público, o buscar a toda costa la consagración, la popularidad que cobija y santifica, convertirse en una celebridad, una persona famosa a quien todos quieren conocer o sentar a su mesa. En todos estos relatos lo presenta como un aventurero de la estética y defiende la aventura artística a pesar de sus inseguridades. Su respuesta a la sociedad implica darle la espalda, renunciar a ella, «para encontrar en su arte un ámbito en el que la vida sea esa aventura estética»42. La renuncia suele ser una de las imposiciones más perentorias. Puede considerarse la virtud fundamental del artista, pero requiere un gasto y a veces una pérdida de ánimo.
Aunque James no vacila en reconocer la dificultad de hacer de un artista perfecto un personaje de ficción, el mayor atractivo de estos relatos, que tienen como tema principal el oficio de pintor o escultor y su relación con el arte, con el público y con la sociedad, es precisamente el esfuerzo colosal, el intento desesperado, de este singular protagonista por buscar la perfección y encontrar un great good place en el que «el arte pueda florecer, libre tanto de las presiones y disturbios de la sociedad como de las preocupaciones que asaltan la mente del artista»43. La ventaja de que el propio artista sea el narrador lleva consigo que el punto de vista del personaje forme parte del significado de los hechos que narra. Al mismo tiempo que el relator recoge impresiones del mundo que le rodea, penetra en el personaje y en sus motivaciones, tiene la «perspicacia especial del pintor» que le hace ser «sensible tanto a la vida interior como a la belleza física»44.
Leon Edel considera que algunos de estos relatos tienen una base tan autobiográfica que James se identifica plenamente con sus protagonistas, que suelen tener una edad parecida a la suya cuando los escribió. Sin embargo, haciendo gala de un absoluto desprecio por el lenguaje hablado y plenamente convencido de la perentoria necesidad de elaborar un lenguaje literario, James convierte las conversaciones en un duelo de interpretaciones y anticipaciones, que interrumpen una situación o la prolongan interminablemente, lo que Günter Blöcker denominó «el inmenso arte de sus diálogos»45. Su predilección por las simetrías hieráticas y por los intercambios de posición entre las personas, responde a una necesidad más estética que psicológica. Con esos trenzados de relaciones no describe las situaciones interiores, sino que hace que broten dialécticamente ante nosotros. La situación interna y la externa se iluminan en cada caso mediante refinados interrogatorios y contrainterrogatorios, en los que los protagonistas tantean su camino hacia lo que James llamó the real thing o the real truth [lo auténtico o lo verdadero], lo indecible y lo inconcebible que descansa en el fondo de todos sus escritos.
Edel añade también que reflejan en parte la sensación de ansiedad y frustración del escritor por su fracaso como autor dramático. El propio autor admite que muchos de los protagonistas de estos relatos provienen «de alguna aventura célebre, alguna vergüenza sentida, algún apuro extremo, del artista enamorado de la perfección»46.
Si algo caracteriza a estos relatos es el esfuerzo que hizo su autor para evitar la imagen, casi inevitable, de la soberbia del artista dotado y sobre todo que no enfoca la cuestión del conflicto del artista entre el éxito y el fracaso desde un punto de vista negativo. Varios de ellos presentan la norma jamesiana del artista que triunfa: antes que nada debe comprender la esencial irracionalidad y ambigüedad de la práctica del arte. Para triunfar el artista debe salvar la tenue pero necesaria distinción entre la implicación y el desapego, la separación de la experiencia mundana y la imprescindible inmersión y aceptación del valor, significado e importancia de esa experiencia para su obra, lo que Dencombe, el escritor que protagoniza el relato «The Middle Years» (1893), llama la «locura» del compromiso del artista con su arte: «Trabajamos a ciegas; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. Lo demás es la locura del arte».
«The Madonna of the Future» apareció en marzo de 1873 en la Atlantic Magazine, núm. 31, págs. 276-297. Luego se incluyó, sin apenas cambios, en A Passionate Pilgrim and Other Tales (Boston, Osgood, 1875, págs. 261-325), en la primera selección de relatos publicada en Inglaterra: The Madonna of the Future and Other Tales (Londres, Macmillan, 1879, págs. 1-73) y en el vol. XIV de la «Collective Edition», Collection of Novels and Tales by Henry James (Londres, Macmillan, 1883, págs. 3-46). Posteriormente aparecería en el vol. XIII de la New York Edition The Novels and Tales of Henry James (Nueva York, Scribner’s, 1908, págs. 435-492), con abundante revisión estilística, y también en Leon Edel (ed.), The Complete Tales of Henry James (vol. I, Nueva York y Filadelfia, J. B. Lippincott 1961), así como en Jean Strouse (ed.), Henry James: Complete Stories 1864-1874 (Nueva York, Library of America, 1999, págs. 730-766). La primera versión publicada en prensa fue posteriormente reproducida en Maqbool Aziz (ed.), The Tales of Henry James, vol. II: 1870-1874 (Oxford, Clarendon Press, 1978).
James compuso «The Madonna of the Future» durante su segunda estancia en Europa, entre mayo de 1872 y principios de septiembre de 1873. Tras dos años viviendo en Cambridge, se embarcó con su hermana Alice y su tía Kate con destino a Europa. «Había hecho la maleta y estaban claras sus intenciones. Se quedaría en el continente tanto tiempo como pudiera para comprobar si su pluma lograba en Europa lo que no había conseguido hacer en Estados Unidos: proporcionarle libertad e independencia. Se daba perfecta cuenta de que eso ya no podía obtenerlo en la “seguridad inamovible” de Quincey Street»47.
Palazzo Vecchio en la plaza de la Signoria de Florencia
Había estado leyendo Voyage in Italie de Hyppolite-Adolphe Taine (1866) y estaba «ávido de obras de arte»48. La serie de crónicas de esos viajes, que publicó regularmente en The Nation bajo la rúbrica de «A European Summer», permiten trazar el periplo europeo de James y sus dos compañeras por Inglaterra, Francia, Suiza, Italia y Alemania. Alice y Kate regresaron en seguida a Inglaterra y Estados Unidos, respectivamente, y James pasó el otoño en París y finalmente el 23 de diciembre, tras recibir una carta de su tía Mary Tweedy anunciándole la enfermedad de su marido, se trasladó a Roma. El 6 de marzo de 1873 The Nation le publicó «Venice: An Early Impression», un artículo que, según Leon Edel, anticipa de alguna manera la génesis de «The Madonna of the Future», pues cuenta su encuentro con un pintor estadounidense en la basílica de San Marcos. Sin embargo Maqbool Aziz49, basándose en sendas cartas de William Dean Howells a James, considera que el relato lo escribió James a principios de su segunda estancia europea, en los meses de junio o julio de 1872, evocando un anterior viaje a Florencia en 1869, lo que explicaría la extraña nota del autor en la que al describir la iglesia de San Miniato menciona esa fecha50.
También señala Aziz que el texto original del relato se perdió y que el que disponemos es el resultado de las mutilaciones a que fue sometido por parte de William Dean Howells y de la familia del propio James51. Tras su publicación William James declaró a su hijo que se trataba de una obra maestra52, a la que no habían afectado los cortes sino todo lo contrario, y le adjuntó recortes de prensa bastante entusiastas. Años más tarde James Joyce, que había leído bastante a James y apreciaba mucho «Daisy Miller» (1878) y Portrait of a Lady (1881), mencionó en una carta a su hermano que «The Madonna of the Future» le pareció muy agradable53.
El relato refleja un ambiente de la antigua Florencia, un recuerdo de su lectura juvenil de Alfred de Muset (incorpora una cita de Lorenzaccio)54, pero también el clásico miedo del artista que puede de pronto «agotarse» o pasarse la vida soñando. Y contiene además un credo que James volvería a utilizar en otro relato («The Sweetheart of M. Briseux») y en la novela Roderick Hudson: el artista debe ser duro, inflexible, resuelto, masculino y, si es preciso, egoísta. Como subraya Adeline Tintner, este relato «es una historia escrita a propósito de Rafael en la que el fracaso de su héroe procede del modo que tiene de identificarse con el genio italiano»55. Al igual que el narrador, Theobald, el viejo pintor loco, es estadounidense y pertenece a la raza de los «desheredados del arte», y su larga estancia en Florencia no ha hecho más que reforzar esa sensación de impotencia («¡Estamos condenados a ser superficiales!»). Ese doble exilio le confiere una dimensión simbólica: el expatriado viene a representar la condición humana en su conjunto, un ser liberado de los arcanos del juicio y de la experiencia estética que permiten relacionar la apariencia y la esencia.
Theobald lleva veinte años soñando con pintar un gran lienzo que será el epítome de todas las madonas que han sido, el ideal mismo de la maternidad, en su más elevada forma espiritual. Pretende hacer el retrato de Serafina56, una italiana cuyo rostro de madona deja traslucir la extraordinaria armonía experimentada ante los cuadros de Rafael, por ejemplo la Madona de la seda, armonía que no se sabe si se debe a la «pureza celestial o al encanto terrenal». La plenitud encarnada en la «divina turbación» del rostro de la virgen y madre se inscribe en el centro de un sortilegio pictórico encaminado a disculpar el deseo.
Pero si Theobald puede contemplar a Serafina en un perpetuo «éxtasis platónico» es porque se da cuenta de que el objeto seráfico de sus pensamientos ofrece en lo sucesivo el atractivo irrisorio de una matrona entorpecida que, sin saberlo él, vive con un mediocre fabricante de estatuillas. Es la vulgar presencia de Serafina la causante, sin que el artista lo sepa, de la decrepitud de su estudio y del estado de corrupción de su tela, sobre la que no ha podido materializar ninguna imagen. Es revelador que el único dibujo de Serafina que ha logrado realizar Theobald sea en recuerdo del hijo muerto de la italiana cuando el recién nacido agonizaba en brazos de su madre.
Theobald afirma estar animado de la inspiración divina que encontramos en Rafael, pero la eficacia concreta del talento se ve desterrada en el cuerpo de un alter ego, el artesano sórdido, el fabricante de estatuillas casi obscenas. El genio degenerado deviene copista, como si toda representación implicase una degradación. La filosofía expresada por ese avatar mercantil del artista refleja una concepción mecanicista de la naturaleza humana: «Gatos y monos, monos y gatos; ¡toda la vida humana está ahí!»
Retrato de joven (¿Autorretrato?) (ca. 1500-1501), dibujo a lápiz negro y realces de clarión de Rafael. Ashmolean Museum (Oxford)
Ese desdoblamiento de la personalidad artística en dos tendencias opuestas se ve así concretado, o más bien encarnado, en la representación de dos personajes contradictorios pero que una lógica paradójica parece relacionar mutuamente. Theobald y su doble degradado podrían confirmar el análisis de René Girard según el cual se disimula, tras las bravatas del cínico, toda la «mala fe»57 de un romántico desesperado. Hay que señalar también que el narrador, pese a su evidente simpatía por Theobald, permanece relativamente neutro. En esta aparente reserva se podrá ver la búsqueda activa de un compromiso visible, de una superación, tanto ética como estética, de la escisión entre el deseo y la realización.
El pasaje inicial ha sido citado con frecuencia como la manifestación de las dudas de Henry James acerca de su propio futuro como artista en su tierra natal. Hasta cierto punto parece por supuesto estar haciendo un alegato privado. Lo que ha sido pasado por alto, sin embargo, ha sido la respuesta que da el narrador: «Usted parece sentirse bastante a gusto en el exilio, y Florencia me parece una Siberia muy vistosa». Y sigue para decir que «Nada es tan inútil como hablar de nuestra carencia de un sustrato nutriente, de ocasiones, de inspiración, y etcétera, etcétera. ¡Lo verdaderamente encomiable es hacer algo bueno! En nuestra constitución no hay ninguna ley contra eso. ¡Inventar, crear, alcanzar nuestro objetivo! ¿No importa que uno tenga que estudiar cincuenta veces más que uno de ellos! ¿Para qué otra cosa se es artista?»
Lo más admirable de la historia es el patetismo de la caracterización de Theobald, con su andrajosa túnica de terciopelo y su desgreñado cabello castaño emergiendo de su birrete con los ojos como platos, que ha vivido con una obsesión, aferrándose a un pasado estéril»58, y la adversidad final que desbarata su sueño. No hay amargura ni schadenfreude. Mistress Coventry está en lo cierto: Theobald se pasa el tiempo contando su proyecto de forma pormenorizada, pero no produce nada59. No obstante, como señaló Guido Fink60, si bien «La madona del futuro» no llega a hacerse realidad en el cuadro, sí lo hace en el relato: no es ni una estatuilla obscena ni una madona estilizada, sino el retrato de una mujer real como la vida misma, Serafina, cuyas arrugas muestra en el lienzo61.
«The Liar» apareció en Estados Unidos en mayo y junio de 1888 en la Century Magazine, núm. 36, págs. 123-135 y 213-233. Luego se incluyó, sin apenas cambios, en el segundo volumen de la antología A London Life (Nueva York y Londres, Macmillan, 1889, págs. 147-275). El texto fue revisado a fondo para la New York Edition The Novels and Tales of Henry James (vol. XII, págs. 311-388), y recogido posteriormente en la selección de Leon Edel The Complete Tales of Henry James (vol. VI, págs. 383-441), en Clifton Fadiman (ed.), The Short Stories of Henry James (Nueva York, Modern Library, 1945, págs. 126-183) y en Edward Said (ed.), Henry James: Complete Stories 1884-1891 (Nueva York,Library of America, 1999, págs. 321-372).
El 24 de mayo de 1888 James propuso a Frederick Macmillan publicar en Inglaterra después de The Aspern Papers una nueva colección de relatos que comprendería «A London Life», «The Patagonia», «The Liar», «Mrs. Temperley» y «Cousin Maria»62. El proyecto se concretó en julio63. La antología se publicó finalmente en abril de 1889 en Londres en dos volúmenes y en Nueva York en uno, pero omitió el último relato, «un olvido estúpido», según el propio James64.
En el prefacio al volumen XII de la edición de Nueva York (1908) hay una breve alusión a las circunstancias que procuraron a James la base de la que partió para escribir «The Liar». Él mismo las explica en The Complete Notebooks65: «Se podría escribir un relato (muy breve) acerca de una mujer casada con un hombre de lo más afable que es un tremendo, aunque inofensivo, mentiroso. Ella es muy inteligente, elegante, reservada y orgullosa, y se ve obligada a escucharle fantasear por vanidad, deseo de brillar y un peculiar impulso irresistible. Él es bueno, amable, personalmente muy atractivo, muy apuesto. Es casi su único defecto, aunque naturalmente es cada vez más superficial. Lo que ella padece —lo que soporta— generalmente trata de rectificarlo, de eliminar cualquier mala impresión, atenuarla un poco, etc. Pero llega un día en que cuenta una enorme mentira que, por razones de parentesco, tiene que aceptar, apoyar. En una palabra, para evitar su desenmascaramiento, ella tiene que mentirse a sí misma. La lucha, etc.; miente... pero después le odia. (Numa Roumestan66)».
Si la alusión a la novela de Daudet da un giro literario a la inspiración de origen, el prefacio de la edición de Nueva York evoca el recuerdo siempre vivaz de una cena en Londres en la que coincidió casualmente con «un caballero, a quien no conocía más que por su nombre y fama», que le pareció «el fantaseador más desenfrenado que la joie de vivre67 jamás me había brindado la ocasión de envidiar». A ese maestro supremo de la fabulación le acompañaba una mujer «veraz, serena y encantadora, que a pesar de no mirar directamente a los ojos ni una sola vez a ninguno de nosotros cumplía con todos, y sobre todo con su marido, sin que ni siquiera se le moviera un pelo, como se dice vulgarmente»68.
En cuanto a la génesis de la nouvelle, da una impresión de soltura y de rapidez: «se ajusta sobre todo a ese hábito de brotar directamente de la semilla plantada, de responder de inmediato al resorte tocado, del que mi complaciente llamamiento a los «orígenes» y las evoluciones describe también el influjo»69. Por tanto ni el personaje del artista Oliver Lyon ni su retrato del coronel Capadose forman parte de la base inicial, que aparece profundamente modificada. Leon Edel opina que el que mejor responde a la descripción del coronel Capadose, que «miente sobre la hora del día, sobre el nombre de su sombrerero [...] es incapaz de hacer daño a nadie, no tiene mala intención; no roba ni estafa ni apuesta ni bebe; es muy amable, es fiel a su esposa, quiere a sus hijos», es el escritor Ford Madox Hueffer, que luego sería conocido como Ford Madox Ford e incluso colaboraría con Joseph Conrad, con la salvedad de que él no se mantuvo fiel a su esposa. Al igual que Capadose «estaba dispuesto a mezclar lo correcto y lo extravagante; tenía buenos modales pero podía contar chistes de mal gusto» aunque sus amigos le perdonaban esa «peculiaridad innata»70.
En cualquier caso, como indica Wayne C. Booth en su análisis del narrador poco fiable en «The Liar»71, James va más allá de su concepción original: el efecto gradualmente corruptor sobre la mujer de tener que aparentar que su matrimonio es un éxito, de que las mentiras de su marido no le molestan. Cuando el coronel cuenta una mentira tan desmesurada que ella se ve obligada a mentir también para evitar el escándalo, ya no se trata solo de la historia de una mujer corrompida por un marido mentiroso. Lo que James cuenta en realidad es la historia de la relación de su observador con la mujer de un redomado mentiroso. Es evidente que al desarrollar el observador su propensión irónica con ello obtiene el control y se convierte en un «protagonista muy equívoco, nada menos que una especie de villano»72, «un impostor sexual y social, de hecho el verdadero mentiroso profesional de la obra»73. ¿Quién es más mentiroso Capadose o el propio Lyon? Richard Hocks opina lo mismo que Booth: dado que Lyon es la única fuente de información, no podemos estar seguros de la veracidad de las mentiras del coronel, solo contamos con la palabra del narrador, que sería el verdadero mentiroso del relato.
Henry James con Julia y Adrian Stephen, madre y hermano de Virginia Woolf. Talland House, 1894
Por otra parte, Ray B. West, Jr. y Robert W. Stallman sostienen que el pintor está «inspirado por la musa de la verdad» como artista y como hombre, para él ella representa «la Verdad de la Belleza, la Belleza de la Verdad», y que «es su existencia moral, no la de mistress Capadose, la que sufre el golpe de la desilusión»74. Su intento de arrancarle una confesión es un deseo de redimirla, «la redención comienza con su profunda humillación». Si consideramos algunas de las mentiras que la «musa de la Verdad» le inspira a Lyon, es forzoso admitir que el autor debió cambiar su concepción original. Los cuatro entremetimientos inequívocos del narrador fiable, aunque breves, los utiliza James para recalcar la diferencia entre el retrato de sí mismo que hace Lyon y el verdadero retrato que hace del coronel Capadose; no le mueven motivos artísticos, ni un erróneo compromiso con un ideal, sino más bien la motivación de un amante frustrado. La intriga se desdobla y se dispersa de manera significativa, y aparte de sus astutos giros inesperados, por ejemplo la hábil complicación del episodio de miss Geraldine, al retrato de la pareja previsto inicialmente en los Notebooks se agrega la historia de un cuadro en el que el pintor se afana en fijar su visión del mentiroso. La evolución y los envites de esta visión forman en lo sucesivo la trama del relato.
Como señala Clifton Fadiman, el autor «no se conforma con una descripción incondicional» de la pasión de Capadose por mentir75, que él se atreve a denominar «neurosis compulsiva», alegando que «la anticipación de James a la moderna psiquiatría merece un capítulo aparte»76. Lo que le entusiasma es la conexión, el efecto de una pasión sobre otra. El coronel es un ingenuo bastante ensimismado, sin embargo lo que hace admirable la historia no es la debilidad del coronel (o su fuerza si se quiere), sino la voluntad férrea de su mujer para protegerlo y defenderlo. Su pasión por el coronel es tan intensa que, aunque ella sea equitativa, mentirá, engañará, e incluso será cómplice de un acto delictivo para que él no sea descubierto. En cuanto a la crisis imaginada al principio para provocar el desenlace de la nouvelle —la obligación, para la mujer, de adherirse a una mentira que le hará odiar a su esposo— es objeto de un cambio irónico: al participar en la mentira Everina Capadose se revela, una vez más, prendada del hombre del que Lyon, antaño enamorado de ella, esperaba desvelar la indignidad ante todos.
Del arte del retrato, género por el que James mostraba una predilección reconocida77, y que en las notas que casi al final de su vida, un cuarto de siglo después, añadió a la novela inacabada The Sense of the Past (1917) recuerda una vez más su capacidad de revelar en el lienzo cualquier rasgo del modelo78, la nouvelle pone en escena dos conceptos diferentes. Uno de los modelos que le llevan a Lyon para posar, el anciano sir David Ashmore, sostiene que, ya que el retrato es el espejo del alma, el momento apropiado para hacerlo es al final de una vida, «cuando el hombre está en su plenitud, cuando ha conseguido la totalidad de su experiencia». A esta inocente convicción, que tiende a hacer del retrato el reflejo especular de una realidad compleja pero ofrecida por completo a la mirada, el texto opone la obsesión de un arte basado en la captación y representación de los secretos íntimos del ser. Desde ese momento, la calidad de la mirada dirigida al modelo deviene indisociable de la representación. Es decir, que el retrato se inscribe aquí de nuevo en la tradición de Hawthorne. En «The Story of a Masterpiece» (1868) era ya sensible el recuerdo de «The Prophetic Pictures» (incluido en Twice Told Tales, 1837), y en «The Liar» reaparecen varios aspectos esenciales del mismo: esta vez se trata de que el retrato revele un defecto irremediable del ser, y en los dos casos, el cuadro acaba desgarrado79.
La creación de retratos ya había estado en el centro de otras dos nouvelles jamesianas publicadas en 1873, «The Madonna of the Future» y «The Sweetheart of M. Briseux», y hasta el final de su carrera la presencia de cuadros reales o ficticios no cesará de testimoniar la fascinación de James por el arte del retratista. La misma reaparece, en la misma época de «The Liar», en The Tragic Muse, novela empezada durante el verano de 1887. La vocación de pintor de uno de los personajes principales, Nick Dormer, le ofrece la ocasión de formular, por la intermediación del esteta Gabriel Nash, su reflexión sobre las riquezas de un género cuyos grandes ejemplos del pasado son «ventanas abiertas a la historia, a la psicología, obras que cuentan entre las posesiones más preciosas de la humanidad»80. Más tarde, después de «Glasses» (1896), James volverá a interesarse por el arte del retrato en varias nouvelles: «The Special Type» (1900), «The Tone of Time» (1900) y «The Beldonald Holbein» (1901), así como en el texto inacabado «Hugh Merrow». The Sense of the Past, novela comenzada en 1900, continuada en 1914-15 y que quedó sin terminar a la muerte del escritor, dependerá todavía de un cambio de identidad entre un joven y el retrato de su alter ego en el pasado.
En las notas dictadas en 1914 en previsión de la terminación de la novela James se acuerda por otra parte de «The Liar»: «No quiero repetir lo que ya he hecho al menos un par de veces, y sobre todo en «The Liar», el «descubrimiento» o la representación reveladora de un elemento del modelo que el artista ha registrado claramente proyectándolo en la tela»81. Al revelar a la vez «dos realidades diferentes», la del modelo y la del intérprete, el retrato ofrece así siempre una «doble visión»: «The Liar» refleja pues la ambigüedad inherente a toda representación. Como señala Moshe Ron, el relato es una fascinante expresión metonímica de su autor, que no solo explica la íntima relación entre los procesos creativos de pintar y escribir sino que supone una representación emblemática del arte de James82.
Su concepción hawthorneana del retrato, así como el tema central del disimulo, la duplicidad y el fracaso, acerca el relato a las ironías de «Louisa Pallant» (1888) o de The Aspern Papers (1888). Pues la inveterada mitomanía del coronel Capadose, que Fadiman compara con el barón Münchausen, personaje literario que contaba asombrosas y ficticias hazañas83, no es nada en comparación con las construcciones imaginarias de Oliver Lyon. Con un constante y sutil tono burlón la narración no deja de recalcar los excesos y los fracasos, pero «The Liar» no constituye sin embargo uno de los campos de aplicación de lo que James designará, en el prefacio de The American, la oposición fundamental de lo «real» y lo «novelesco»: «Tengo la impresión de que lo real representa las cosas que quizás no podemos dejar de conocer, tarde o temprano, de una manera u otra [...] Lo romántico en cambio significa las cosas que [...] nunca podremos conocer directamente; las cosas que solo nos pueden llegar a través de los preciosos rodeos y subterfugios de nuestros pensamientos y deseos»84.
Si «The Liar» coloca en el centro del texto el deseo de ilusión, los errores de la mirada y la influencia de la obsesión, es también una historia que recurre, en filigrana, al tema del doble85. Además de que los dos personajes masculinos practican la mentira de forma diferente86, James parece prestar a Lyon, frente al resplandeciente coronel Capadose, un oscuro deseo de identificación que traducen varias analogías reveladoras: para él, Capadose se sirve de la palabra como el pintor maneja el pincel87, lo que hace del mentiroso una especie de alter ego imaginario del artista. Se observará además que antes incluso de haber sido reconocido como rival, Capadose ejerce sobre Lyon la fascinación de todas las exhaustividades ideales: hombre guapo, pico de oro, buen jinete, que gusta a las mujeres, reúne en su persona todos los atributos de la masculinidad triunfante. En cuanto a Lyon, no se aproxima al esplendor veneciano del coronel más que en el colorido de sus cuadros, y su celebridad no es tal que pueda preciarse de figurar en el centro de la atención general. En cambio, deviene el auditor privilegiado, y cautivado, de las ficciones con las que el mentiroso trasciende los límites de lo real. Por estereotipadas que sean las fabulaciones del coronel parecen una creación artística; perfectamente desinteresadas, pretenden transfigurar verdades demasiado prosaicas, como cuando le propone a Lyon una versión halagüeña de la venta, en sí chocante, del cuadro antaño ofrecido a Everina.
Finalmente, la analogía entre las dos mentiras, la del arte y la de la palabra88, no favorece al pintor, pues la creación está lejos de conseguir la amable benevolencia de las invenciones de Capadose. Debido a la oblicuidad constante de la narración, James no ofrece del retrato del mentiroso más que visiones indirectas, en primer lugar la del propio Lyon, después las de Everina y del coronel, presentadas de forma más elíptica. En la intención del pintor, la empresa parece sacrificar cada vez más la complejidad psicológica al deseo de caricatura: para él no se trata de concentrar la representación en un único rasgo de carácter, para que ese defecto se manifieste a los ojos del observador menos sagaz. Ese exceso, todavía subrayado por la pena de no poder dotar al retrato de un título redundante, se reconoce en las calenturientas racionalizaciones que pretenden demonizar al personaje del mentiroso, y eso, sin tener en cuenta las más flagrantes evidencias: el supuesto secreto lo conocen todos, y la inocuidad de las ficciones del coronel no puede compararse a la amistosa tolerancia con que las reciben todos. A la espera de una mentira maléfica y, por lo mismo, por fin reprehensible, Lyon no hace más que revelar la extensión de su propia duplicidad y de sus celos, proyectando sobre su doble el deseo de perjudicar que no reconoce en sí mismo, y que se encarna en el retrato.
En la nouvelle se mencionan varios retratos de Everina. Uno del que se desprenden los Capadose para obtener algo de dinero y que había decidido, en opinión del interesado, la elección amorosa del coronel. Se trata de una figura de bacante, que Lyon, con un desprecio significativo, comienza a olvidar para no soñar más que en un esbozo, manifiestamente grato al recordarlo, de Everina como la Charlotte de Werther. A la vez maternal y virginal, la imagen así preservada oculta la dimensión de una desconocida entrevista no hace mucho: el salvajismo de imaginarios desórdenes dionisíacos cuya huella persiste tal vez, atenuada, en los aspectos considerados italianos y rústicos de la belleza de Everina. Borrada de la mirada (y del texto), la sensualidad desaparece detrás del retrato de una mujer lisa, impenetrable, cuya reserva no excluye la ambigüedad, pero que inspira a Lyon inquietantes analogías: por su falta de imaginación, Everina se parecería, según él, a esos enfermos sordomudos o ciegos que pueblan los asilos. Sin embargo, a medida que crece la obsesión del pintor, lo que la mujer ve (y su esposo) y lo que puede decir (en la intimidad conyugal) constituye el núcleo sombrío de escenas imaginarias en las que se expresaría con violencia el desespero o el resentimiento de la esposa humillada. La pareja formada por los «originales» de los retratos de Lyon establece así de nuevo, a su manera, la cuestión del origen, de la invisible «escena primitiva» en la que el fantasma latente parece obsesionarle, como a tantos personajes jamesianos, el deseo (o el rechazo) de ver: sin duda no es fortuito que Lyon confiese que le interesan, de un modo aparentemente lúdico, los fantasmas que ocultan las habitaciones de la casa solariega Stayes.
Deshacer en la imaginación la unión de los orígenes, negar la bacante, reencontrar una imagen maternal y asexuada, son otros tantos medios, para Oliver Lyon, de negar su eterna posición de tercero fuera del campo de la mirada y del deseo. De ahí el interés de la escena en el estudio, en la que el pintor convertido en voyeur descubre un espectáculo que colma sus previsiones: pues al contrario que su esposo, mistress Capadose ve y, más allá de la superficie seductora de la imagen, participa de la visión de la vergüenza inscrita en el cuadro. La excitación que experimenta entonces Lyon en nada merma la laceración de su obra, en la que percibe el suicidio fingido de la modelo, último avatar de la destrucción soñada de un doble molesto. No hay que olvidar sin embargo que numerosas anécdotas del coronel giran alrededor de su prodigiosa capacidad de supervivencia, incluso de resucitar de entre los muertos. Reencontramos el tema recurrente en James de la incompatibilidad del arte y la vida: la conclusión de la nouvelle subraya, lo cual es particularmente irónico, que si los esposos Capadose no disponen de más retratos pintados por Lyon, cada uno de ellos, en todo caso, sigue poseyendo el original.
El texto no deja sin embargo la última palabra a la alusión del pintor, el final es más sutil que el de otros relatos: última mentira reparadora del imaginario. Su concluyente interpretación trata de nuevo de declarar inocente a Everina de toda responsabilidad y de todo disfrute, viniendo a superponer a la imagen de la mujer enamorada la —en apariencia menos inquietante— de una alumna sumisa al arte consumado de un maestro. Como afirma Ora Segal «El mentiroso» es un un relato «donde por vez primera la poca fiabilidad de la fundamental conciencia que observa se convierte en un complicado tema principal».
En la edición de Nueva York al final de la nouvelle Everina le atribuye irónicamente a Lyon la expresión «cher grand maître». Ese es también el término que emplea James, en el prefacio, para designar al mentiroso encontrado en la vida real. Ese «grand maître» brilla en el centro de la escena del recuerdo en la que el autor, que viene de evocar su inclinación por el «origen» de sus obras, revive la concepción de su nouvelle. En toda esa parte del prefacio, el «maître», que sigue él mismo a porfía la metáfora de la procreación literaria, de las fecundas uniones de lo real y lo imaginario, presenta «The Liar» como un fruto ejemplar. Se puede señalar a este propósito que si el recuerdo de la cena en Londres, en la que figuran dos parejas, evoca de nuevo la posición de excluido, es para convocar en seguida su réplica, la maestría oculta de la comunicación oblicua: «Yo no era más que el quinto comensal, la otra pareja era nuestro anfitrión y nuestra anfitriona; entre ellos y uno de los invitados, mientras escuchábamos el relato de unas maravillosas vacaciones de verano, las proezas de una salamandra, en unas islas del Mediterráneo, nos cambiaron indistintamente, discretamente, con mucha cautela, pero de forma muy expresiva, con imperceptibles miradas fijas. Fue exquisito, no podía más que convertirse, inevitablemente, en un “relato”, género que sin ninguna duda a priori se adapta como el guante a la mano»89.
John Singer Sargent (1903). Fotografía de James E. Purdy
La edición de Nueva York introduce múltiples modificaciones estilísticas de variable amplitud, muchas de las cuales conducen a un alargamiento del texto primitivo: las supresiones son raras y la carga metafórica de la expresión tiende a aumentar, lo mismo que se multiplican los matices de la observación social y sobre todo psicológica. Los añadidos son en resumen poco numerosos y en lo esencial breves. El episodio en el que introduce el personaje secundario de la modelo profesional Geraldine, cuenta entre los pasajes menos modificados, lo que vale igualmente para las descripciones y los diálogos. Los principales cambios conciernen en realidad al tratamiento de los protagonistas. Si en general no modifican la interpretación de la nouvelle, acentúan sin embargo ciertos efectos. La impenetrable serenidad de mistress Capadose deviene cada vez más insondable, hasta hacer resurgir la figura del abismo, que James asocia a menudo a la expresión del misterio femenino; la propensión del coronel Capadose a adornar la verdad es más que nunca como un defecto inocente, y el texto designa varias veces al mentiroso como «víctima» de maquinaciones secretas y de provocaciones no confesadas de Lyon. Más todavía que en el texto original, es inequívoca la ironía que el relato ejerce a expensas del pintor, gracias a sutiles modificaciones del detalle, pero también, a veces, a costa de una cierta exageración del trazo. Su éxito como artista no hace del todo una celebridad a Lyon; su interés por las historias fabulosas del coronel parece de entrada ingenuo, lo mismo que sus racionalizaciones y su nostalgia; por último, la intensidad de su ensañamiento, el exceso de sus especulaciones, el egocentrismo de su imaginario, son subrayados aquí o allí. Lo que las imaginaciones o las mentiras de Lyon pierden en ambigüedad parece entonces referirse a su relación con el arte y con la vida: mientras que los dos textos comienzan por tratar de manera análoga las aspiraciones y los gozos del artista, la edición de Nueva York acaba por dar a entender que ninguna de las satisfacciones del pintor han igualado jamás la de ver que su visión se refleja no en la tela sino en la mirada de los demás90.
Al juzgarlo «más superficial aunque no menos brillante» que «A London Life» (1888), podía parecer que William Dean Howells subestimaba «The Liar»; sin embargo, no se equivocaba en cuanto a su profunda originalidad: «hay también una asombrosa capacidad de adivinación, y una captación de los motivos inconscientes que apenas son más que impulsos, instintos»91. Pocos críticos dan muestra de parecida intuición, pues si no faltaron las apreciaciones elogiosas, como la de Pound que juzgó el relato «soberbio a su manera, quizás la mejor de las alegorías, de las tramas inventadas meramente para exponer una impresión»92, a menudo quedaron bastante generales. El periódico bostoniano que el propio James menciona en el capítulo XII de su novela The Europeans (1878) alabó el arte del autor, su «habilidad para sugerir ínfimos matices de sentido» que le parecía «lo mejor de James», toda vez que el problema psicológico «adquiere un interés casi dramático»93. La crítica anónima de Epoch, que consideraba que ninguna de las nouvelles contenidas en la antología de James A London Life eran «del todo atractivas», encontró sin embargo que este relato era «ingenioso e incluso brillante»94. Y la reseña más que comedida de la revista estadounidense The Literary World estimó que «The Liar» pese a todo dominaba con mucho todo el conjunto95. En cambio, la desaprobación de The Critic fue inapelable: no podía más que deplorar el «derroche» de talento de un «gran escritor», consumado maestro en el arte de tratar «temas arriesgados» con «extremado refinamiento»96.
«The Real Thing» fue escrito en 1891 y apareció en la revista inglesa Black and White el 16 de abril de 1891 (vol. III, págs. 502-507), ilustrado por Rudolf Blind (pintor y litógrafo inglés, 1846-1889), y al año siguiente (entre el 2 y el 17 de abril) en la cadena de periódicos norteamericanos de S. S. McClure (Indianapolis News, Toronto Globe, New York Sun, Philadelphia Enquirer, Illustrated Buffalo Express, Chicago Inter-Ocean, Louisville Courier-Journal, St. Louis Post-Dispatch, Detroit Sunday News y Fort Worth Gazette). Posteriormente se incluyó en la colección The Real Thing and Others Tales (Nueva York y Londres, Macmillan, 1893, págs. 1-41). La nouvelle fue revisada en 1909 para la New York Edition
