Los árboles no huyen - verena stössinger - E-Book

Los árboles no huyen E-Book

verena stössinger

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Beschreibung

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, millones de alemanes fueron expulsados de Prusia Oriental (entre otras zonas de Europa) y desplazados a Alemania sin posibilidad de regresar. Dado que al principio de la contienda el régimen nazi había utilizado la excusa de las minorías para su política expansionista, los gobiernos de posguerra juzgaron que trasladar a esas minorías era la única manera de evitar futuros conflictos. Pero aquellos que se dieron en llamar territorios recuperados, y que se repartieron Polonia y la entonces Unión Soviética, llevaban siglos habitados por población alemana. El traslado de estas personas fue brutal: a pie en los primeros meses; en trenes de mercancías y transporte de ganado después. Sufrieron inanición, agotamiento, frío extremo y un vandalismo que los despojaba de sus poquísimas pertenencias. Una periodista de la época afirmó que fue «la decisión más inhumana que tomaron nunca unos gobiernos dedicados, en teoría, a la defensa de los derechos humanos». El protagonista de esta novela, que tenía trece años cuando se produjo el gran desalojo, es uno de esos desplazados. La guerra lo ha dejado sin familia –sólo sobrevive uno de sus hermanos– y sin país. Únicamente conserva cuatro fotografías. Al cabo de cincuenta años decide recorrer con su esposa los escenarios de su niñez. A pesar de que los nuevos moradores de su tierra natal se esforzaron por borrar toda huella de sus existencias erradicando sus comunidades, su cultura y su lengua, Jürgen Ramm tiene la esperanza de reencontrarse al menos con el mar, los prados o los bosques, pues «las aves migratorias siempre regresan y los árboles pueden llegar a hacerse viejos. Los árboles no huyen», aunque lo que verdaderamente desearía es encontrar las piezas que deberían encajar en los vacíos que se abren cuando piensa en el pasado. En esa travesía –geográfica, sensorial y memorialística– cada nuevo hallazgo sobre su familia despierta en él sentimientos encontrados que a su vez le generan nuevas incógnitas imposibles de esclarecer. Una envolvente novela, asentada en una meticulosa documentación, sobre la memoria alemana de la guerra.

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LARGO RECORRIDO, 198

Verena Stössinger

LOS ÁRBOLES NO HUYEN

TRADUCCIÓN DE JORGE SECA

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: abril de 2024

TÍTULO ORIGINAL:Bäume fliehen nicht

 

 

 

© Verena Stössinger, 2022 Primera publicación a cargo de Verlag Martin Wallimann, Alpnach, Suiza, 2012; siguientes, a cargo de edition bücherlese, Lucerna, SuizaPublicado gracias a un acuerdo con Agentur Altas, Berna, Suiza

© de la traducción, Jorge Seca, 2024

© de esta edición, Editorial Periférica, 2024. Cáceres

 

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN: 978-84-10171-06-0

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

 

 

 

 

un tordo canta

en el fresno

al atardecer,

canta hace ya

mucho, mucho tiempo,

desde mis primeros recuerdos,

pero por aquel entonces

el árbol probablemente

era un roble

 

 

 

 

 

 

 

 

Está tumbado sobre una hierba dura. Por encima de él, las ramas, las hojas y la copa de un árbol, tupida como un tejado. Es un tilo, un tilo de hoja ancha.

Se incorpora. Tiene la espalda rígida; debe de llevar tumbado un buen rato. Encoge las piernas y las vuelve a estirar. Los zapatos que calza le resultan extraños; tampoco reconoce los pantalones, grises y arrugados. ¡Arrugados! Nunca había llevado unos pantalones así de arrugados. Vamos a ver, ¿en qué lugar se encuentra realmente? Se levanta lo más rápido que puede y mira a su alrededor. Ve un valle con prados, árboles y una carretera que se bifurca; detrás hay algunas casas de las que sale humo. ¿Humo en esta época, en verano? El cielo está azul y el sol se halla a media altura; será primera hora de la tarde, el aire es cálido; de frente un horizonte de bosques, el mismo que tiene a sus espaldas. Detrás del árbol hay una caja grande y oscura. Está barnizada y, atravesando la parte central, una tela tensa.

¿Un piano de pared? ¿En este lugar? Por encima, una cabellera cana que ondea al viento.

Da una vuelta alrededor del árbol. Ve a su abuela sentada a un piano vertical bastante deteriorado. ¿También ella toca este instrumento? ¿No era sólo su madre quien lo tocaba? Ciertamente no se oye ninguna música y hay pastel, algo en lo que repara en ese preciso instante, sobre las teclas. O en lugar de las teclas. Son franjas estrechas; un pastel de semillas de amapola, con una compacta capa de mantequilla, harina y azúcar, un pastel blanco y negro.

«Ya era hora, aún estás a tiempo», dice su abuela sin levantar la vista. Tiene un cuchillo en una mano, y las piernas, metidas en un montón de arena. Tiempo, piensa él, ¿qué quiere decir tiempo en este lugar? Al fin y al cabo casi tengo la misma edad que ella. Y se despierta. Está de nuevo en casa, donde todo le resulta familiar, saca las piernas de la cama y se levanta porque tiene que ir al baño. Continúa oliendo el pastel; recorre la habitación, a tientas, a oscuras, y piensa, ¿cómo no?, en el viaje que tiene planeado. Y sabe que, si no lo hace ahora, tal vez ya no lo haga nunca.

EL VIAJE

 

 

 

 

 

 

 

 

–Pero si está ahí –dice él.

–Parece una iglesia –dice Bea plegando el mapa de la ciudad.

¿Dónde hay iglesias, piensa él, con un letrero así de grande? «Gdańsk Główny», se lee. «Estación Central de Dánzig». Sí, es ésa; ahora que la mira otra vez, la reconoce.

Iluminada por el sol de la tarde, la ventana semicircular resplandece por encima del voladizo.

–Arquitectura neorrenacentista –dice ella–. O historicismo, barroco báltico de ladrillo. Una arquitectura imponente, las cosas como son.

Él no replica. Espera a poder cruzar la calle; seis carriles repletos de automóviles.

El semáforo se pone verde. Echa a andar, se va abriendo paso entre la gente y pasa al lado de un taxi cuyas puertas se abren de golpe en ese momento. El calor sofocante no le importa ahora. Era aquí, sí; por fin reconoce otro edificio. Estuvo en este sitio, de eso hace ya más de medio siglo, y ahora vuelve a estar en él. Las motocicletas pasan aullando por la explanada que hay delante de la estación, por todas partes hay transeúntes y un autobús llega, resopla, se vacía y vuelve a llenarse como si absorbiera a la gente. Si no tienes cuidado, esta corriente de personas te arrastrará, piensa, y tropieza con una maleta con ruedas.

«Cuidado», le dice la mujer agarrándolo del brazo. Él se detiene de mala gana y la aparta. Ella suspira, se sienta en una mole de cemento frente a la entrada y se suelta las sandalias.

–Mira –prosigue. Tiene los dedos de los pies rojos y sucios. Hurga en el bolso buscando los cigarrillos–. ¿Te apetece otro? –pregunta chascando la rueda del mechero.

–No –le contesta–. Me voy ya. –Y, como ella se dispone a levantarse de nuevo, le dice–: Esta vez voy yo solo.

Accede por la única de las entradas que está abierta, la de la izquierda, en la que casi se queda atascado. Un perro le ladra; él lo esquiva con dificultad. Oye una voz por los altavoces entre fragmentos de una melodía nostálgica. ¿Hay alguien tocando una armónica? Mira a su alrededor. Un cartel de color verde con el anuncio de un Holiday Inn bajo el cual hay una anciana sentada con una cestilla en el regazo; él apenas puede verle nada más que el pañuelo que lleva en la cabeza. Atraviesa el vestíbulo y se detiene en el inicio del paso subterráneo. Pone la mano en la barandilla, contempla las losetas viejas del suelo y aspira la luz de verano que penetra por el ventanal arqueado. Es áspera y con motas de polvo, y no le trae ningún recuerdo. La gente pasa a su lado; de tanto en tanto lo empujan y alguien, un hombre con sombrero, se dirige a él en un idioma que no entiende, que no es ni polaco ni ruso. No puede ayudarlo, pero el hombre lo saluda cortésmente con la cabeza y sigue caminando. Él continúa parado ahí, sólo quiere quedarse un rato más.

Se acabó la luna de miel, ese día y medio que había durado el viaje hasta que llegaron. Él había querido hacerlo así: un tiempo intermedio de transición hacia ese sitio. Primero, en el tren; luego, en el aeropuerto y en el avión; enseguida sobre las nubes, con el sol a sus espaldas, y, al rato, el aterrizaje en otro aeropuerto, en el que debían transbordar. Siempre con esas prisas que no le gustan nada porque es imposible oponerles resistencia alguna. Y esos largos pasillos en los que uno oye resonar sus propios pasos. Encima de la mesita plegable, un panecillo con queso vegano y un trozo de bizcocho como fusionados para toda la eternidad; a través de la ventanilla, un paisaje dividido cada vez con menos regularidad, campos que semejan pañuelos a punto de soltarse de la cuerda de tender, bosques aterciopelados, lazos brillantes de agua y, al norte, el mar.

También ayer el cielo estaba azul, de un azul inmaculado e inabarcable. Vistas al mar desde una habitación en la sexta planta. Los chillidos de las gaviotas, los gritos de los niños, como si vinieran de lejos. Aún no tenía realmente la sensación de estar ahí. Tan sólo algo en la mente que empieza a dar vueltas con lentitud. Un desasosiego y una opresión palpitantes… ¿De verdad era necesario ese viaje? ¿No habría sido mejor quitárselo de la cabeza? Todavía podía fingir ser un turista más. Alguien que no hace sino pasar las vacaciones con su esposa. En una ciudad del este, en un hotel a orillas del mar. La playa comienza justo detrás del mullido terraplén que delimita la zona del hotel por el norte con sauces jóvenes y rosas silvestres. Es una playa amplia de arena blanca que se extiende varios kilómetros en ambas direcciones sin que pueda distinguirse su final. Los chiquillos cavan en la arena y van esculpiendo a golpes sus construcciones; hay hamacas, sombrillas y chiringuitos donde se venden gafas de sol, cerveza y Coca-Cola. Coca-Cola, piensa él, así que ahora venden eso también aquí y, además, por la tarde, ¿o tal vez habría que decir sólo por la tarde? Hay muchos paseantes, la mayoría son familias, o en todo caso grupos muy compactos que hablan en voz alta, que se agarran unos a otros y se ríen. En el suelo hay clavadas aquí y allá algunas estacas de unos dos metros de altura, presumiblemente para tender y secar las redes una vez recogidas. O para remendarlas. Al lado hay unos botes de pesca recostados como animales exhaustos mostrando sus flancos. Huelen a oscuridad y a sal, y él conoce ese olor, sólo que no sabe de qué. Sin embargo, le parece hermoso que la gente siga pescando y que no sólo pasee, compre Coca-Cola y cave en esa arena fina como el polvo.

Ayer Bea y él caminaron un rato largo por la playa. Primero, con el sol de frente, y a la vuelta, de espaldas a su resplandor; así pues, el sol casi había completado el camino más largo que existe a través del cielo: de un horizonte a otro horizonte. Y él volvió a darse cuenta de lo bien que le sentaba dejar vagando la vista sin que ésta chocara constantemente con colinas cultivadas y montañas de nieves perpetuas. Caminaba despacio y no se quitó los zapatos a pesar de que se le habían llenado de arena; no quería que nadie le viera las medias que tenía que llevar desde la operación. Bea andaba descalza y a veces le cogía del brazo, pero tal vez el suelo fuera excesivamente blando y desigual como para que ella pudiera caminar todo el tiempo a su lado, tan cerca que sus cuerpos se tocaran. Además, ella se agachaba a coger piedras y palitos al tiempo que hablaba del encargo que no había conseguido terminar antes de su partida, algo que claramente la tenía preocupada. ¿No debería haber cedido esa tarea a otra persona? Sí, pero ¿quién de sus colegas era el más apto para encargarse de ella? Él no dijo nada, ¿qué habría podido decir? Prefirió mirar a su alrededor; vio a un chico que tiraba algo al agua, piedras tal vez, en cualquier caso eran objetos pequeños, y los lanzaba con tal impulso que parecía que se le fuera a dislocar el brazo; entretanto, su mujer había cambiado de tema: quería saber si su marido había aprendido a nadar en el mar siendo niño. Ella imaginaba lo complicado que eso sería debido al oleaje y a que el agua era muy poco profunda. «¡Mira hasta qué lejos hace pie la gente!» Su voz se tornaba más aguda cuando no hablaba del trabajo. Él se detuvo para hacer memoria. ¿Dónde había aprendido a nadar? Y le vino a la mente la cuerda sujeta a una barra larga de la que él pendía durante sus ejercicios de natación. Probablemente en una piscina. A buen seguro obedeciendo las indicaciones de alguien.

«¿En una piscina?», le preguntó ella, lo que le puso de mal humor: ¿por qué no habría habido por aquel entonces piscinas en las que hacer natación? En la playa se limitaban a jugar. Al mar sólo iban durante las vacaciones de verano y, además, no aquí, sino más al noreste, en el istmo de Curlandia. Y recordó los trozos de ámbar que de niño solía recoger, sobre todo después de las tormentas, que, al agitar las aguas, aumentaban las probabilidades de encontrar alguno. Eran piedras ligeras como plumas, caramelos de color rojo dorado y belemnites, redondeadas, patas de calamar fosilizadas, como dijo un día uno de sus compañeros de juegos, pero tal vez eso no fuera cierto.

«El mar era para jugar», iba a decir él, pero su mujer se puso a contar cómo había aprendido a nadar ella: en su ciudad, en un lugar con una cabaña a orillas de un lago en el que se cercaba una zona con cadenas y una gran rueda en la que se enganchaban las algas. Se acordaba bien del miedo que sentía no porque la asustara el agua, sino porque tenía pánico a que le echaran agua en la cara, porque entonces lo veía todo borroso. Cuánto habría deseado no tener boca, nariz u ojos, una piel de una pieza en la cara, sin orificios, como en las piernas, por ejemplo, para que no pudiera entrarle una sola gota, al menos durante el tiempo que tuviera que estar en el agua, dado que debía aprender a nadar y a ser «apta para la navegación», como decía su severa profesora de natación. Por suerte había un letrero que colgaba en la cabaña, en el que ponía: BEWARE OF PICKPOCKETS! Ella no entendía lo que significaba, pero al nadar pronunciaba esas palabras para sus adentros, exactamente como estaban escritas, y ése era su conjuro mágico contra el miedo.

Él durmió mal esa noche: el colchón era inusualmente blando y se despertó con dolor de espalda. La luz del sol ya iluminaba la habitación. Oyó a su mujer, que estaba en el cuarto de baño. Necesitaba un buen rato para el aseo matinal, más tiempo que en casa, y durante el desayuno siguió haciendo planes para el día a pesar de que ya habían acordado dar un paseo por la ciudad, por la ciudad reconstruida. «Una Suiza doble, ¿has visto?», dijo Bea riendo al descubrir el escudo rojo de la ciudad con las dos cruces blancas. En especial querían ir a ver el casco antiguo, que, como sabía ahora, llamaban Rechtstadt; tenían una guía turística en la que se detallaba lo que valía la pena visitar. La estación no figuraba entre los lugares de interés reseñados, pero él quiso ir allí por la tarde. A primera hora de la tarde. Estaba impaciente por llegar lo antes posible, si bien durante el desayuno ya le vinieron recuerdos del pasado; había glumse, ese requesón quebradizo que tanto le gustaba comer en la casa de su abuela. Lo ve nítidamente: ella colocaba sobre el pan moreno unas rodajas de patata cocida con piel y, encima, una capa de requesón y otra de aros de cebolla, tan finos que parecían de cristal. La abuela cortaba entonces con sumo cuidado el pan por debajo del arco de la mano izquierda y hacía unas torrecitas. También solían comer por aquel entonces pescado ahumado y en escabeche. Anguila, arenque y pescado en tiras. Y pepinillos en vinagre, que sabían dulces y a la vez salados, suaves, a eneldo recién cogido, a diferencia de los que encurtía él mismo (aunque no llegara al extremo de estropearlos echándoles excesiva sal). Tenían un sabor más intenso. Más agradable. Y, al final de la sección de los postres del bufé del desayuno, descubrió el pastel de semillas de amapola con su compacta capa de mantequilla, harina y azúcar. Además, todavía estaba casi caliente.

Ahora se encuentra en la estación, en el vestíbulo; a su alrededor, un torrente de gente apresurada. Las zonas soleadas se han desplazado; él camina por la sombra mirando las losas del suelo, viejas y agrietadas, y se pregunta si por aquel entonces existía ya este acceso subterráneo. ¿Lo atravesaron? Sin embargo, le cuesta ahondar en ese pensamiento, pues oye los pasos de unas botas. Mira hacia arriba y ve a un grupo de soldados; entran en el vestíbulo en fila de a dos y andan levantando las piernas: parecen la hoja abierta de una navaja. Pasan por su lado y vuelven a salir por el portón abierto y, de pronto, alrededor de ellos se abre un inusitado espacio. ¿En qué estaba pensando antes? Ya no encuentra el hilo de ese pensamiento. Todo lo que lo rodea lo empuja hacia adelante, también a los soldados; los acentos extraños, el calor del verano, las vivencias del día: cosas que él ya ha visto antes. El hermoso centro reconstruido de la ciudad, las fuentes, los portones, las escalinatas y las plazas, llenas de turistas. Por todas partes hay puestos de souvenirs y banderas rojiblancas, y el mercado de las flores, donde también podían comprarse algunas teñidas de color azul y verde. «¡Cómo pueden decorar unas flores de esta manera!», había dicho él, pero a su mujer le pareció que adquirían un aspecto alegre, «como si se hubieran disfrazado o llevaran una especie de uniforme». Ella compró unas postales y él contempló los almacenes a orillas del río Motlava y la puerta de la ciudad, llamada Krantor, cuyo tejado tenía un saliente del cual pendía un enorme montacargas, y al mismo tiempo recordó los almacenes de Königsberg, que divisaba desde la ventana de la cocina de la abuela. Allí veía cómo ascendían y descendían sin cesar los cargamentos. Preciosas imágenes de otro tiempo, pero en eso los pararon y saludaron con alborozo unas conocidas suizas, dos mujeres mayores que no pudieron menos que relatarles el viaje en bicicleta que habían hecho hasta allí y en el que habían perdido los cascos. Él se apartó en busca de un sitio a la sombra hasta que su esposa terminó la conversación; luego tomaron un café en un local pequeño en el que colgaban unos elaborados cuadros provistos de cartelitos con los precios. A una vendedora ambulante le compraron fresas silvestres que sabían a recién cogidas, y de camino a la estación los abordó un anciano enjuto. Les preguntó de dónde eran. Durante un rato elogió «su hermoso país» dando por sentado, sin vacilar, que se trataba de Alemania. Antes de presentarse haciendo una especie de reverencia, dijo que conocía a muchos alemanes buenos. Les preguntó si habían estado también en el Museo del Ayuntamiento y si habían visto allí «las imágenes fotográficas» de la guerra, del «asolamiento» de la ciudad por aquel entonces.

«¡El mundo es un pañuelo! Incluso en el extranjero», dice alguien junto a él. Es una de las dos ciclistas, que le pregunta si sabe dónde se encuentra la ventanilla de venta de billetes porque quería informarse de cuándo salían los trenes, ya que sin casco el trayecto les parecía demasiado arriesgado. No habían conseguido reponerlos y por eso habían decidido tomar el tren para regresar a Hamburgo, por ejemplo, pues las dos estaban…

Montarse en el tren para volver a casa. Y ésa es la puerta que se abre de golpe. «Cogeréis el siguiente tren –les había dicho su madre a su abuela y su tía–, que ya no podéis dar un paso más.» Él había oído decir que vendría un tren, y que ellas podían tomarlo. Como ya no había barcos que arribaran a Königsberg, el viaje en ferrocarril era la única posibilidad para quienes ya no podían continuar caminando, seguro que la abuela y la tía lo sabían también. Así pues, se sentaron en un banco del andén a esperar el tren; ahora él mira el banco y ve a su abuela y a su tía sentadas en él, aunque probablemente no llegó ninguno más.

Entonces hacía más fresco. Era mayo. La guerra por fin había acabado; la gente podía pensar en regresar a sus hogares. E imaginar que todos estarían de vuelta y juntos de nuevo.

Tras la despedida en la estación de Dánzig, nunca más volvió a ver a su abuela ni a su tía Grethe. Los andenes, no obstante, siguen estando ahí; él ha atravesado el vestíbulo, ha caminado por el paso subterráneo, que puede que todavía no existiera en aquella época, eso cree ahora, y sube y baja para ir de un andén a otro. Recorre todos y cada uno de ellos, despacio, desde el principio hasta el final. Una y otra vez sigue sus pasos de antaño, como se dice para sus adentros. De tanto en tanto llega un tren; sus tres faros son visibles de lejos incluso a la luz del atardecer y las ruedas chirrían al frenar, como en todas partes. Los vagones son de color azul claro por la parte inferior y blanco grisáceo por la superior; la gente que se baja desaparece por el paso subterráneo mientras otras personas se suben; suena una voz por la megafonía y un silbato, y el tren vuelve a ponerse en marcha. Se aleja en la dirección por la que él iba. Los faros son ahora de color rojo. El sol se desliza con lentitud entre los hastiales de las casas situadas detrás de los tejados de los andenes, y los colores van tomando una tonalidad apagada contra el cielo azul dorado. Entretanto, él se pone a fotografiar los andenes y el tejado de hierro y madera que los cubre, y eso requiere tiempo. Su cámara es de las antiguas, de esas en las que hay que hacer todos los ajustes manualmente. Entonces se detiene y mira: el andén frente a él está vacío, pero de pronto ve a dos mujeres sentadas en un banco, una mayor y otra más joven; están de espaldas a él. La mujer mayor lleva un sombrero blanco y él se asusta, es decir, «al principio me asusté –dice–, pero luego me pareció hermoso».

«Te asustaste», repite su mujer, que ahora está a su lado. «¿Tu abuela se ponía también sombrero?», le pregunta, pero él está enfrascado en sus cálculos. ¿Qué edad tenía mi abuela en aquel tiempo? Nació el 12 de diciembre de 1868, eso lo sabe con la misma certeza con que todavía recuerda los cumpleaños de su madre y de sus hermanos, que se le han quedado grabados. Así pues, tenía setenta y seis años aquel mes de mayo en que terminó la guerra, y ellas estaban ahí sentadas, en el banco del andén, esperando un tren que probablemente no llegó. ¿Y la tía Grethe? Era mayor que su madre: debía de tener unos cuarenta; no era una señora mayor todavía, pero estaba débil. Padecía del corazón. «La llamábamos Grethe Grillete», dice él, y se echa a reír. En ese momento repara en lo viejas que son las columnas de hierro que soportan el tejado del andén y, alegrándose, piensa que debían de estar allí en el pasado, en la época que él conoció. En primer plano, en el extremo del andén, hay algo tirado en el suelo; parece una paloma coja, y también vislumbra algo de menor tamaño, algo que se mueve con rapidez y que corre de un lado a otro, una rata joven, y observa la paloma, que, incorporándose a duras penas, se va corriendo. La mujer también respira hondo. Y comienza a hablar de una fotografía que ha visto en un libro; mostraba la estación destruida: el tejado del vestíbulo se había desmoronado, había agujeros en el ventanal grande con forma de arco y las entradas carecían de puertas. «Debieron de tomarla antes del final de la guerra», dice ella, pues en el antepecho en lo alto de las entradas colgaba una pancarta en la que ponía: ¡CONSEGUID ARMAS PARA EL FRENTE!

Por lo tanto, debieron de hacer la foto a las pocas semanas de los bombardeos, pero antes del final de la guerra, de la capitulación alemana, y la mujer le pregunta qué más había allí entonces, aparte del banco en el que estaban sentadas su abuela y su tía, el aspecto que tenía la estación, si se acordaba todavía de eso. Vuelve a describirle la fotografía del libro y le pregunta si había más gente en el andén. ¿Familias? ¿Refugiados como ellos? ¿O soldados? ¿Rusos o alemanes? ¿Y empleados del ferrocarril? «¿Continuaba en funcionamiento la estación en semejante estado? –pregunta–. ¿Seguía en buenas condiciones como para que fuera posible viajar en tren? ¿Estaban las vías, por ejemplo? ¿Te acuerdas de eso aún?»

«Sólo recuerdo que estaba repleta de gente –dice él tras una pausa–. Todo el mundo estaba muy apretujado y tuvimos que abrirnos paso hasta el andén. Eran muchas las personas que se encontraban allí con la esperanza de que aún circularan trenes», pero en ese momento lo único que ve es de nuevo el banco y a las dos mujeres sentadas; atrás han quedado las noches de los bombardeos. Son imágenes con sonido. Vienen desde arriba y de inmediato lo llenan todo. Comienzan con el ulular de las sirenas y el estruendo de los aviones; luego vienen los impactos y la sensación de que el suelo tiembla. O de que cede. Como si ya no fuera firme. Así, noche tras noche. Hasta que salieron del refugio y vieron que todo estaba en llamas, incluso la casa en la que se alojaban, sin que supieran quién la había habitado hasta entonces. Columnas de fuego que llegaban al cielo, mucho calor y humo, que los atufaba, a pesar del viento, que parecía succionarlos. Y corrían entre esas columnas de fuego intentando no perderse entre la multitud; la gente iba a toda prisa por la acera porque el pavimento de la calle estaba ya muy reblandecido. Quienes se quedaban atascados en él proferían gritos. Tras escapar del fuego y de la ciénaga de asfalto, se precipitaban hacia la oscuridad, hacia el aire fresco en busca de un cobijo donde guarecerse de los disparos de los aviones en vuelo rasante, pero fueron a parar a un campo abierto entre los frentes. Se detuvieron, se acuclillaron, muertos de frío. Y volvieron a oír disparos y gritos. Él aún visualiza los tanques rusos pasando por encima de unos soldados alemanes que pretendían huir. De pronto apareció un búnker en el que todavía quedaba sitio a pesar de que ya eran muchas las personas que se resguardaban en él, entre ellas algunos hombres de las SS. Ahora siente de nuevo el olor de aquel momento, un olor a humedad y a viejo, a miedo y a meado. Sabe que junto a la pared había una fila de gente con unos cubos sobre los que extendían paños para filtrar el agua potable, y que también había unos bidones vacíos que pronto comenzaron a despedir llamas porque los hombres de las SS se pusieron a quemar sus uniformes, de color negro. Así fue. En eso irrumpieron unos soldados rusos gritando «¡uri! ¡uri!», y los adultos les entregaron lo que aún tenían consigo. Recuerda que las mujeres se afeaban poniéndose pañuelos en la cabeza; su madre y sus tías se embadurnaron la cara de hollín y tierra, igual que tiempo atrás habían hecho él y sus amigos en el bosque cuando se camuflaban. Y que se marcharon de aquel búnker y buscaron donde quedarse. Durante un tiempo vivieron en un cementerio; había árboles y hierba, lo cual estaba bien, pues uno podía echarse boca arriba cuan largo era a mirar el cielo. Había asimismo otros refugiados, y a veces sobrevolaban aviones, los oían venir de lejos, y, cuando volaban hacia el este, algunos decían «¡Ah, son alemanes!», como si recobraran la esperanza. Sin embargo, la mayoría de los aviones venía del este, y a veces también se oían los gritos, incluso de día, en ese cementerio, bajo los frondosos árboles. Y tampoco habrían podido quedarse allí mucho tiempo. ¿De qué iban a poder vivir en un sitio que no conocían? Su madre dijo que tenían que volver a casa.

En efecto, allí estaba su casa. La casa del bosque en la que habían vivido antes de tener que huir. Su casa, con aquel sótano en el que había patatas, carbón, nabos y coles. En los estantes había tarros de mermelada y botellas de zumo, manzanas y cebollas; en un rincón estaba el barrilete del chucrut, con una piedra grande encima de la tapa. Pero la abuela y tía Grethe estaban demasiado débiles como para recorrer a pie el largo camino de vuelta, y por eso las llevaron a la estación.

«Aún las veo ahí sentadas», vuelve a decir él. No quiere ni imaginarse lo que les ocurrió después a las dos: se prohíbe ese pensamiento. Ahora igual que entonces.

Comienza a atardecer. La sedosa luz crepuscular se posa en los andenes; llega otro tren y frena, chirría y se detiene. Las puertas se abren, se bajan algunas personas, la última una mujer con un perrito blanquinegro en los brazos; lo coloca con sumo cuidado en el suelo.

El calor todavía aprieta. Atraviesan el vestíbulo, cruzan la gran puerta de entrada y se detienen en la explanada. Sigue habiendo muchísimo tráfico.

–Bueno… –le dice su mujer rascándole la espalda–. ¿Regresamos andando al hotel? ¿O tomamos un taxi?

–No puedo pensar en eso ahora –le contesta él. Está a punto de introducir la cámara fotográfica en su funda de cuero rígido. Y lo dice a pesar de que le duelen las piernas, desde la cadera hasta la punta de los pies.

 

 

 

 

 

 

 

 

Esas cuatro fotografías las guarda como un tesoro.

En la más antigua figura su madre a los quince o dieciséis años. Es llamativamente guapa. Su piel morena y sus enormes ojos negros le confieren un aspecto casi meridional, y está sentada como una invitada entre sus hermanas mayores, de piel clara y algo formales (presumiblemente por la presencia del fotógrafo). Lleva un vestido oscuro con el escote bordado en blanco, un chal oscuro y, en el pelo, una cinta con forma de hélice que sobresale a ambos lados.

La segunda es un retrato de su madre tomado en un estudio, con manchas de color sepia y los bordes un tanto quebradizos; alguien escribió «1944» en el dorso. Así pues, en la foto tiene treinta y tantos años. Aparece con el pelo corto o recogido por detrás; la cara, pálida y delgada. No lleva joyas ni maquillaje; mira con intensidad, casi sin pestañear, y luce una sonrisa melancólica. Parece cansada.

Las otras dos son fotografías de familia tomadas en la casa del bosque: una es de las Navidades de 1942, en la sala de estar, en la que están sentados en el sofá detrás de la mesa, y la otra es de octubre de 1944, en el jardín, unos pocos meses antes de la huida. En la foto de las Navidades, detrás de la madre y de los niños hay alguien más, pero sólo se ve un trozo de una chaqueta oscura sin cuello.