Los chicos - Toni Sala - E-Book

Los chicos E-Book

Toni Sala

0,0

Beschreibung

El pueblo de Vidreres amanece conmocionado. Dos jóvenes hermanos han muerto en un accidente de coche en las afueras. En la onda sísmica de esta doble tragedia, un banquero vive atrapado en su rutina y un camionero adicto al sexo acaricia su escopeta con la esperanza de reventarlo todo algún día, mientras la novia desde el instituto de uno de los hermanos fallecidos, el que conducía, intenta encajar los fragmentos de su vida rota y un solitario artista regresa derrotado de la ciudad. Con la crisis económica como telón de fondo, Toni Sala se acerca en esta novela a las coordenadas de unos personajes perdidos que deambulan por los márgenes de una sociedad que los rechaza o, en el mejor de los casos, los ignora. La muerte, epicentro de la historia, es a la vez el amuleto que esconden todos ellos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 297

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



EL AUTOR

Toni Sala Isern nació en 1969 en Sant Feliu de Guíxols, Girona. Hijo de hosteleros, Toni optó por un camino inaudito en su familia: el de las letras. Y lo recorrió. Ganó el Premio Documenta con su libro de relatos Entomologia (1997). Su primera novela fue Pere Marín (1998) y con Cercanías (2004) ganó el Premi Sant Joan y el Nacional de Literatura. Ha abordado tanto el ensayo —Notes sobre literatura (2012) y El cas Pujol (2014)—, como la autobiografía —Crónica de un profesor en secundaria (2019), Quatre dies a l’Àfrica (2005) y Una família (2021)—. Con los chicos dio un giro trascendental en su obra, giro que llevaría aún más lejos con Persecució, ganadora del Premi Creixells del Ateneu Barcelonès.

EL TRADUCTOR

Carlos Mayor es traductor, periodista y profesor del máster de Traducción Literaria de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. A lo largo de los últimos treinta años ha traducido al castellano o al catalán más de cuatrocientos títulos, desde cómics como Persépolis o V de vendetta, hasta libros infantiles y juveniles como Pinocho o Sandokán. También escribe sobre traducción para distintos medios e imparte conferencias y talleres sobre diferentes aspectos de la profesión. Entre los muchos autores que ha traducido destacan Oscar Wilde, Andrea Camilleri, Vita Sackville-West, Tom Wolfe, Gianni Rodari, Thomas Hardy, Roberto Saviano y Somerset Maugham, así como los premios Nobel Rudyard Kipling, John Steinbeck, Grazia Deledda, Albert Camus, Doris Lessing y Toni Morrison, con cuya novela La noche de los niños ganó el Premio de Traducción Esther Benítez.

LOS CHICOS

Primera edición: enero de 2022

Título original: Els nois

© Toni Sala, 2014

© de la traducción: Carlos Mayor

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

La traducción de esta obra ha dispuesto de una ayuda del Institut Ramon Llull.

ISBN: 978-99920-76-17-0

Depósito legal: AND.340-2021

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Raúl Alonso Alemany y Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

TONI SALA

LOS CHICOS

TRADUCCIÓN DE

CARLOS MAYOR

PITEAS · 8

LOS CHICOS

I

De repente todo parecía culpa de la crisis, pero no era culpa de la crisis aquella exposición de prostitutas en las cunetas de la nacional, pasadas las obras de desdoblamiento dejadas a medias, pasados los puentes a medio construir, con los carteles de circo desvaídos y los grafitis que decían n-ii carretera de la vergüenza, desdoblamiento ya… Pasado el tramo con aquel esbozo paralelo sin asfaltar y separado de los coches por una muralla baja de bloques de hormigón, aquellos terrenos inundados de agua negra con cabellera de hierbas… No era culpa de la crisis el escaparate de carne fresca, una puta cada cien metros, no era culpa de la crisis porque antes de la crisis ya había putas, en los años de las grúas había sido cuando el negocio se había extendido por todas partes, como una mancha de aceite. Pero la moral no se mueve a la velocidad de las finanzas y, una vez acabados los años de vacas gordas, las chicas seguían allí, sometidas como todo el mundo a las penurias de los nuevos tiempos.

Siguiendo la nacional hacia el norte, antes de entrar en Tordera, el edificio del Club Diana anunciaba el principio de la exposición. Quince kilómetros después, a las afueras de Vidreres, una construcción similar, otro bloque viejo de habitaciones a pie de carretera, el Club Margarita, avisaba del final. Representaban los hitos fronterizos. Estaban muy lejos el uno del otro y separados por montañas, pero de noche, cuando encendían los anuncios de neón, parecía que los dos edificios hablasen entre sí con un código de luces intermitentes. En el tejado del Club Diana se encendía una flecha amarilla que volaba hasta dar en un triángulo púbico rojo; en el tejado del Club Margarita, una margarita gigante perdía los pétalos, uno a uno, hasta que de repente volvía a florecer entre los campos oscuros.

Claro que alguna relación debían de tener los dos prostíbulos, porque a menudo veía en el aparcamiento del Club Margarita furgonetas con el anuncio del Club Diana, la silueta de una chica desnuda que se perfilaba bailando sobre los círculos de una diana. Pasaba por delante de los dos siempre de día, cuando todavía estaban cerrados —eso no lo sabía por las persianas, siempre bajadas, sino por los aparcamientos desiertos— y las chicas, quizás las mismas que de noche trabajaban en los clubes, esperaban a los clientes a pie de carretera, en todos los caminos que daban a la nacional, a veces sentadas en sillas de plástico, con una sombrilla en verano y un paraguas en invierno, si llovía. Cuando estaban ocupadas, dejaban la toalla y una piedra encima de la silla de plástico blanco para que no se moviera. Cuando no, hablaban por el móvil y fumaban con la paciencia de los pescadores a la orilla de un río hasta que un conductor u otro ponía el intermitente, acordaba el precio con la chica por la ventanilla y después se la llevaba por el camino de tierra hasta detrás de los primeros árboles, o a veces ni eso: entonces veía el coche parado y la nuca del hombre detrás del cristal, de espaldas a la carretera. Había visto parar coches de todas las marcas, furgonetas, camiones, caravanas y motos, y una vez a un negro que andaba hacia los árboles con una mano en la bicicleta y la otra en la cintura de la chica.

Ellas, por su parte, parecían todas cortadas por el mismo patrón, ninguna pasaba mucho de los veinte años, eran atractivas e iban siempre maquilladas, con el pelo limpio y peinado y ropa llamativa, ceñida, y se desnudaban de la cintura a las botas en cuanto salía un poco el sol. Las veía después de comer, cuando volvía de trabajar, y por la forma en que las repasaba seguramente las conocía mejor que los propios clientes. Cuando había alguna nueva —porque los responsables del negocio las cambiaban a menudo—, le guiñaba un ojo para tentarlo. Él le devolvía la sonrisa y, si estaba de humor, le mandaba un beso con la mano y luego se preguntaba si con ese gesto se había aprovechado de ella o si la chica lo había recibido como la señal de afecto y de solidaridad que era, si es que lo era. Aunque de algo sí que estaba seguro: al ver que no paraba, lo maldecían.

El gesto duraba lo que duraba el paso de su coche, como una reminiscencia de la juventud y la alegría de la carne. Se acercaba a los sesenta años. ¿Quería algo más? ¿Deseaba aque­llos cuerpos? ¿Cómo podía saberlo? Eran chicas como las demás, pero con una vida, por fortuna, muy alejada de la suya. ¿Era mejor que se quedaran a la vista o tendrían que obligarlas a trabajar escondidas? No era bueno acostumbrar a la gente a deshumanizar a las chicas, pero ¿acaso no era un buen castigo tener que verlas? Tenía tres hijas de la edad de aquellas chicas. Cuando aún eran pequeñas, si alguna vez le tocaba cruzar aquellos quince kilómetros de escaparate sexual con las niñas en el asiento de atrás, procuraba no apartar los ojos de la matrícula del coche de delante; no por pudor, sino para conjurar las sacudidas de la vida.

Después del puente del Tordera, la nacional perdía de vista el mar y se subía por la espalda de Blanes y Lloret hasta que, después del cambio de rasante, se abría a la llanura de la comarca de la Selva, con la dentadura luminosa de los Pirineos al fondo.

Hacía quince años que pasaba a diario por allí, desde que lo habían destinado a una pequeña sucursal del banco Santander en Vidreres. Conocía más que de memoria la carretera remendada, las naves y las gasolineras fantasma, el almacén de caravanas, el gran silo oxidado, los árboles con el tronco a un palmo del asfalto y las ramas serradas, la bajada hasta la llanura de la Selva y Vidreres como un islote entre los campos, con el tractor centenario en la rotonda de entrada, la bandera catalana, la pequeña telaraña de calles y personas. Sabía lo que tenía que saber del pueblo en el que se ganaba la vida, de qué familia era cada cliente, quién tenía recursos, quién no y quién podría llegar a tenerlos, quién contaba en el Ayuntamiento y quién no, esas cosas. Con ellos hablaba con el deje lento y suave del dialecto catalán local y tenía claro que allí siempre sería un forastero, por muchos años que hubiera trabajado delante de la iglesia de Santa María, en un puesto que lo mantenía más cerca de los secretos del pueblo que al propio párroco o a las chicas del Club Margarita.

Y es que el dinero pasa por los hombres como una ventolera y en un pueblo pequeño, donde siempre es el mismo, lo veías pasar de una cuenta a otra como un pájaro al cambiar de rama. Era el único atractivo del trabajo, seguir las entradas y salidas de las cuentas, los ingresos y los gastos inesperados, los movimientos íntimos del dinero: tenía acceso a espacios privados. Controlaba los movimientos de las libretas, las inversiones y las jugadas, las imposiciones a plazo fijo, los planes de pensiones, las hipotecas y los créditos. Su compañero de oficina y él deducían la procedencia y el destino de ese dinero. Nada lo extrañaba. Pronosticaban qué negocios funcionarían o se hundirían, trabajaban en la oficina más previsible del mundo, con la clientela más conservadora del planeta y, a pesar de eso, resultaba divertido.

Llegó a la oficina, como de costumbre, cuando el campanario daba las ocho. Su compañero era del pueblo —a veces era como tener al enemigo en casa—, pero compartían edad, y eso se parecía a haber nacido los dos en el mismo sitio.

Dejó que el otro subiera la persiana como todos los días y recogiera el periódico. Aquella mañana su compañero se quedó quieto en la entrada y fue pasando páginas hasta encontrar la noticia que buscaba.

—Madre mía —dijo, y soltó un silbido—. Cómo quedó.

Ernest miró el periódico por encima del hombro de su compañero.

En la fotografía se veía un Peugeot negro con el capó arrugado y el cristal del parabrisas hecho añicos. La placa del radiador se había desprendido y el motor estaba separado del coche, porque con el accidente se había caído y lo habían llevado por separado hasta el depósito municipal en el que habían sacado la foto. Mueren dos hermanos en accidente en Vidreres. El tirón salvaje que solo por un milagro de elasticidad no arranca de cuajo la telaraña de una familia o de un pueblo entero.

Jaume iba diciendo que no con la cabeza.

—Van como locos —dijo—. Me extraña que no se maten más.

No habrías hecho ese comentario si los muertos fueran hijos tuyos, pensó Ernest.

Durante las primeras horas del lunes, Vidreres aún estaba calentando motores, entraba poca gente en la oficina y podías pasarte buena parte de la mañana contemplando desde el mostrador el otro lado de la calle, la placita pavimentada, los cuatro bancos y los cuatro árboles podados, los parterres secos, la portada de Santa María.

Los cristales blindados de la sucursal apenas dejaban pasar el temblor de los pocos coches que circulaban por la calle peatonalizada. Hacía cuatro años que habían modernizado el centro. Los barceloneses de extrarradio habían comprado casas en las urbanizaciones y Vidreres había crecido como todos los pueblos cercanos a una salida de autopista. Sin embargo, en el centro seguían siendo la misma familia de toda la vida, y por las mañanas veía desde detrás del cristal a las mismas mujeres insonorizadas de camino a la panadería y la carnicería. Relojes de arena con capazo, figuritas de reloj mecánico arrastrando la sombra, relojes de sol. A las diez en punto pasaba la señora Garcés. Al cabo de cinco minutos, Marta salía de casa. Cinco segundos después, la señora Dolors asomaba la nariz por la esquina. Se detenían a saludarse, se trataban entre ellas con una cotidianeidad ancestral, comentaban los programas de televisión que habían visto el día antes. Por los gestos adivinaba si aquella mañana a Enriqueta le daban guerra los huesos o no. Después pasaban los hombres. El señor Vidal protestaba contra los políticos —¡Los jóvenes tienen motivos para protestar! ¡Ya verás, ya, el día que se harten! ¡Ya verás!—. Miquel el Viejo avisaba con un movimiento de cabeza de unas nubes por el lado de Girona. Eran agricultores de toda la vida. Nunca se perdían al hombre del tiempo.

Aquella mañana, las conversaciones se alargaron más de lo habitual. Las cabezas decían que no y las manos se abrían. Miquel el Viejo, que normalmente leía el periódico en el casino del pueblo, aquel día lo llevaba debajo del brazo. Si a los del estanco no se les había ocurrido pedir más ejemplares, la prensa comarcal se agotaría. En el silencio de sol y escarcha de invierno, a poco volumen en un rincón de la oficina, Ràdio Vidreres repetía en el informativo de cada hora la noticia del accidente del sábado. El locutor hablaba con un hilo de voz, sin decir nombres y anunciando el funeral del mediodía.

—Qué pesados con el accidente —refunfuñó Jaume.

Llevaba zapatos negros, pantalones negros, corbata negra, camisa oscura.

—¿Vas al entierro? —preguntó Ernest.

También en la calle se veía una gran proporción de ropa oscura.

—No esperes clientes.

—¿Los conocías?

—Los conocía todo el mundo. Eran los hijos de los Batlle, de allí de las sierras. El padre trabaja con La Caixa. ¿Has visto las marcas?

—¿Qué marcas?

—Qué raro que no te hayas fijado al venir. Se ve perfectamente el frenazo en el asfalto.

Entró entonces el señor Cals, como cada lunes a aquella hora, a buscar sus cincuenta euros. No podía ser que el señor Cals, jubilado, viviera con tan poco, y menos si pasaba, como lo veían pasar a diario por delante de la oficina, con un purito encendido. Sin embargo, todos los lunes iba a recoger su billete de cincuenta y no volvía a acercarse por allí en toda la semana. Una vez pagados los recibos del agua y la luz, el resto de la jubilación iba acumulándose en su cuenta. Aquel día iba de luto, llevaba ropa pasada de moda, demasiado planchada, olía a naftalina y le brillaban los zapatos. Ernest se fijó en que era el mismo traje del entierro de su mujer.

—Ya lo ves, Jaume, ya lo ves —dijo el señor Cals—. ¿Veinte, veintiún años? ¿Y qué van a hacer, en Can Batlle, sin los chicos? Ya lo ves, mecagoendiós, ya lo ves, pobre gente. ¡Quién se lo iba a decir! Ahora será el momento de Lluís. Yo ya se lo advertí: espera, ten paciencia, que la vida da muchas vueltas. Mecagoendiós y su puta madre, anda que no pasa el tiempo. ¡Veinte millones, les daba el tío, hace quince años! ¡Veinte millones de los de hace quince años! A ver qué coño van a hacer ahora los Batlle con el terreno. Yo ya se lo he dicho: tú, ahora, a callar como una puta. Tiene potra, el cabronazo. Ya te puedes imaginar la fiesta que debieron de montar ayer en el Margarita, mecagüen la hostia.

El señor Cals se guardó el billete en la cartera y la cartera en el bolsillo. No podía dejar de hablar.

—Yo porque me he hecho viejo, joder, y ya tanto me da, pero, si tuviera veinte años menos, a lo mejor el hijoputa de Lluís no llegaba a tiempo y las tierras me las quedaba yo. Por mí, como si se las mete por el culo. Cuando ves esas miserias lo mandarías todo a la mierda, hombre, venga ya, que se vaya todo a la mierda de una vez, coño, a la mierda, y Dios y su puta madre, mierda, no me gustaría estar en la piel de Batlle ahora mismo, hostia puta, ni en la de Llúcia, porque mira que es mala leche, lo dos hijos, mecagüen Dios, los dos, vamos, anda, mierda santísima. Y de dónde cojones venían a esas horas de la madrugada, hijos de Dios… Supongo que ya nos veremos luego, hostia puta, mierda puta, coño, mierda santa, por los cojones de Dios.

Salió de la oficina blasfemando.

—¡Menudo cabreo lleva! —dijo Jaume—. Lo ve venir. Lluís comprará las tierras de Can Batlle. Cals tendrá un disgusto de muerte. Está obsesionado con la tierra. ¿No ves que todavía ahorra? Pero no creo que pueda llegar a comprar. Tiene dinero, pero no tanto. Y mira que con los precios de ahora… O a lo mejor sí que tiene capital y por eso le dice al otro que calle y espere. A ver si va a darnos una sorpresa. Con esos viejos nunca se sabe. Puede que tenga una cuenta en Andorra o una fortuna debajo de una baldosa. Lo conozco, lo tengo bien calado, llevo toda la vida aguantándolo. De pequeños pasábamos al lado de su campo para ir al colegio y nos daba miedo. Estaba cavando y levantaba la cabeza, y no volvía a agacharse hasta que habíamos pasado. Y ya me dirás tú qué íbamos a tocarle. Una higuera que todavía sigue allí, pegada al camino.

Al otro lado del cristal, la plaza iba llenándose. De los cuatro costados salía gente vestida de luto. No parecía que hubiera tanta en Vidreres, un pueblecito acostumbrado a las calles vacías, en verano por el calor de la llanura y ahora en invierno por el aire frío del Montseny y los Pirineos, y a veces por la niebla. Ya no escuchaba a su compañero. Jaume hablaba sin parar de la tacañería del viejo, como si hubiera llegado el momento de rendir cuentas por las deudas de toda una vida. Era el mosquerío de palabras que atraían los muertos y Ernest lo dejaba hablar, intentando no escucharlo, hasta que no pudo más y tuvo que cortarlo:

—Pero ¿a ti te parece que es tema para hoy?

Su compañero dejó pasar un momento antes de levantarse. A nadie le gusta que lo traten de mezquino. Cuando hablas como un mezquino es para que el otro se sume, le ofreces un poco de libertad en esta cárcel de buenos sentimientos. Y cuando tienes la puerta abierta y animas a entrar, cuando estás así, expuesto a la intemperie, no te hace gracia que te recuerden que no todo el mundo es del pueblo, que hay gente que viene de fuera a trabajar y que está limpia de las miserias locales. Ernest podía entenderlo, y disculpar a su compañero, incluso devolverle el favor e invitarlo a la fiesta de sus propias bajezas, seguir como si nada el intercambio de pequeñas maldades cotidianas, al fin y al cabo se dedicaban a hacer transacciones, sabían jugar con las cotizaciones y los valores bursátiles. Y por eso mismo era tan fuerte la repulsión: porque se entendían. Su compañero podía haber llegado a ser violento, podía haber tirado al suelo lo que había encima de la mesa, coger el abrecartas y amenazarlo, preguntarle qué se había creído. Pero se limitó a decirle:

—Me voy al entierro.

Y se marchó decidido y mudo al vestuario. Fue peor que la violencia física, era como si le gritara: te crees que me has dado una gran lección, pero el que se va ahora mismo al entierro soy yo y no tú. Soy yo, que soy de aquí. Tú no tienes ni la menor idea de lo que pasa. Tú te quedas fuera. Soy de aquí igual que mis padres y mi mujer y mis hijos. Más vale que te calles. Te crees que tienes a favor la simplicidad de esos chicos que se han matado. Pues aquí tienes otra cosa simple: yo voy de luto, yo me marcho al entierro, yo voy a compartir el sufrimiento del pueblo, a estar con ellos, a llorar con ellos. Me muero de ganas de llorar con ellos. Ya verás qué muchedumbre. Quedará gente fuera de la iglesia. Mira la plaza. Está el instituto en pleno. El equipo de fútbol. Los de la cofradía de gigantes y cabezudos. Los amigos y las amigas de esos chavales. ¿Ves a la gente joven? ¿Ves a los de toda la vida? Estamos todos. Vamos a inundar la iglesia. Y de la iglesia a la oficina no hay ni doscientos metros. Tendré que limpiarme los zapatos antes de volver a entrar. Yo estaré allí y tú aquí haciendo números y pensando en tus hijas. Vete a la mierda. Tú te quedas a vigilar la oficina por si viene un forastero como tú. Yo estaré allí siguiendo la misa con los demás. Yo oiré los sollozos de sus padres y sus amigos, los lloros contra las paredes de la iglesia como se oyen desde hace mil años, yo y los demás enterrados allí dentro con los muertos, será algo físico y no esta broma tuya, yo estaré allí con los míos y tú aquí haciendo números, esperando y rumiando. Esa es la verdad y no tu moralismo. Te guardas la moral para el día en que se maten tus hijas. Ya veremos entonces si te quedan ganas de dar lecciones.

Estaba acostumbrado a oír desde el banco las campanas que doblaban a muerto y a ver los entierros, pero en esa ocasión, estando solo detrás del mostrador, mientras la puerta de la iglesia engullía el hormiguero, le daba la impresión de que las campanas tocaban más fuerte que nunca, el doble de fuerte, cuatro, ocho veces más fuerte, porque eran dos muertos jóvenes y porque su compañero lo había dejado solo en la oficina. Con qué intensidad atravesaban el cristal. Qué fuerte doblaban. ¿Por qué esa impudicia? ¿Había que avisar a todo el mundo de que unos chicos habían llegado por fin al momento de saberlo todo, de ver, de entender su propia existencia de arriba abajo? ¿Había que pregonarlo a los cuatro vientos? Pasamos la vida en retirada, solamente en el fondo del pozo podremos saber si valía o no valía la pena vivir o, mejor dicho, aunque sea lo mismo: podremos saber si podía o no saberse si valía o no la pena. Y no podremos comunicarlo. ¿Qué sentido tenían las campanadas? ¿Recordarle que cuando llegara el momento su muerte también serviría para martirizar a los demás?

Buscó al señor Cals entre la gente de la plaza. Intentó deducir quién podía ser aquel tal Lluís. Trató de localizar a la mujer y a los hijos de su compañero. Reconoció a clientes. El locutor de Ràdio Vidreres también debía de haber ido, porque ya solo emitían música.

Cuando todo el mundo estuvo dentro de la iglesia, pudo entrar en la plaza el primer coche de muertos, que se puso de culo ante la portada y dio marcha atrás. Dos empleados de la funeraria vestidos como hombres de negocios descargaron el primer ataúd. Subieron los escalones y lo colocaron sobre una plataforma metálica con ruedas. El coche vacío se apartó y el otro entró en la plaza.

En el interior de la iglesia esperaban a los muertos con la misma expectación con la que habrían esperado a unos novios. ¿Qué hermano iba en cada caja? ¿Llevaban una plaquita con el nombre o no hacía falta? Se vive contra el azar, tenía que haber un protocolo. Primero entraría el mayor y después el pequeño; ¿primero en llegar, primero en salir? Los mismos empleados repitieron los mismos pasos. Después el segundo coche se separó de la puerta y aparcó al lado del otro, en mitad de la plaza.

Apagó la radio. Quería llamar a casa con cualquier excusa. Dejó pasar la intención por su cuerpo como dejaba pasar las mañanas en la oficina a diario. No quería convertirse él mismo en un campanario. Hacía sol, no quedaba nadie en la calle, el estanco y la panadería tenían la persiana bajada. Pensó en el cura, la persona más desgraciada del mundo, haciendo de bisagra, teniendo que hablar cuando no había nada que decir. Pensó en el hombrecillo que veía entrar y salir de la iglesia todos los días, en la autocensura, en el control de sí mismo, en la mutilación cerebral obligada del cura, el sacrificio por la parroquia, la fidelidad a la mentira, el ritual, a no ser que fuera un estafador y viviera de la debilidad de los demás.

La mayoría de la gente no había pasado por el tanatorio, pero una parte sí, los familiares más próximos. Habían visto a los chicos expuestos en dos urnas, humillados como animales disecados en el zoo doble de su muerte; enjaulados por el rigor mortis y enjaulados por el cristal de las urnas. Eso si no era su victoria, su venganza; y los muertos, los que nos velaban a nosotros.

Y entonces oyó un motor que se acercaba a la plaza, un camión, un camión forastero sin duda, aquel día, y ya era raro de por sí que un camión se metiera por calles tan angostas. Se acercó a la puerta para verlo pasar. Llevaba un cargamento de balas de paja. Balas de paja en el mes de enero. Veía que las transportaban arriba y abajo en junio o en julio, después de la siega, o al cabo de pocos meses, pero nunca en esa época del año… Eran balas como las de antes, pequeñas y rectangulares, alguien debía de haberlas encargado para los animales de su casa, debían de venir de Llagostera o de Cassà; el camionero estaba desconcertado, buscaba a alguien para preguntarle qué pasaba, dónde estaban los dueños de la casa en la que tenía que descargar, por qué se la había encontrado cerrada…

Cuando vio que había llegado a la plaza de la iglesia, dejó el camión en punto muerto en mitad de la calle y bajó de la cabina. Era un hombre alto de unos treinta años, con el pelo corto y barbita, con el cuerpo fuerte de un transportista joven. Tenía briznas de paja pegadas en el jersey azul. El oficinista se escondió a medias detrás de una columna y el camionero miró hacia la panadería y hacia el estanco, que estaban cerrados. No entendía nada. Echó un vistazo al reloj y después se dirigió a paso ligero hacia el casino. La puerta estaba abierta, pero se lo encontró vacío. Detrás de la barra estaba Cindy, la chica sudamericana, que debió de explicarle qué pasaba: debió de decirle que más le valía aparcar y tomarse un café tranquilamente mientras acababa el funeral, porque al cabo de un segundo el camionero salió del casino, subió a la cabina y aparcó calle abajo.

Han muerto tan jóvenes que se han llevado toda la vida del pueblo —debió de pensar el camionero—. No has aparcado en Vidreres, has aparcado en el cementerio de Vidreres, con nichos que son como casas, un cementerio con un estanco, una panadería y un banco, un cementerio con calles, con iglesia, un cementerio con cementerio, con un casino y un aparcamiento lleno de coches vacíos: así tiene que ser la otra vida, soledad y paredes.

Mientras tanto, el cura hablaba y nadie apartaba la vista de los dos ataúdes, colocados perpendicularmente con respecto al altar, a los pies de Cristo. Y mientras el pueblo de Vidreres en pleno, encerrado en la iglesia, se esforzaba por no imaginarse los cuerpos, las caras de los hermanos muertos, mientras todo el mundo intentaba deshacerse de la curiosidad, no querer saber qué ropa les habían puesto a aquellos dos desgraciados, ni quién había decidido y había sacado del armario las camisas que iban a llevar los chicos en su propio entierro... Quién había elegido los pantalones, los calcetines, los zapatos, que no eran los mismos zapatos de la madrugada del domingo, sino unos zapatos falsos, un intento de engañarse, de fingir que quizás podía llegar a parecer que calentaban unos pies, como habría tenido que ser en un mundo aceptable, en el que por fuerza los padres siempre se murieran antes que los hijos… El simulacro dignificaba los zapatos, los hacía útiles en el intento de consolar, porque los objetos inútiles son monstruosos, estaba harto de verlo en el banco, el dinero que se pudría en los depósitos, haciendo mala sangre a los familiares… Pero a la hora de la verdad los zapatos volvían más indignos a los cadáveres, porque la muerte ganaba la partida, contagiaba su fealdad a la ropa y a los ataúdes, a la iglesia, a Vidreres. Ni la trampa del consuelo funcionaba. Cuando llegaba a casa cada día, lo primero que Ernest quería era aflojarse los cordones y quitarse los zapatos… Y los zapatos durarían más que los pies. Y, mientras, en la iglesia nadie quería saber quién los había sacado del armario, si su madre, su tía o su padre, los tres sentados en primera fila, de espaldas a todo el mundo y de cara a los ataúdes, contaminados, y nadie quería imaginarse con qué cara le habían dado la muda para los chicos, en una bolsa, al señor de la funeraria, el último paquete para los hermanos, enviado al infierno… Le habían dado la ropa de los chicos, que no era nueva, que no se había comprado ex profeso, sino que ya estaba estrenada, vivida, a un desconocido, a un hombre al que no habían visto nunca, y ese desconocido se había puesto unos guantes y les había metido algodón en los agujeros de la nariz y las orejas y después, con otro desconocido, había puesto de pie a los muertos, primero a uno y luego a otro, para vestirlos, y los chicos se habían sostenido como muñecos de plástico, y esos desconocidos de la funeraria ahora también estaban erguidos, detrás del último banco, con la mirada sobre la espalda de todo el mundo, supervisando la ceremonia, esperando para volver a llevarse los ataúdes, porque los ataúdes eran suyos, lo serían siempre, un muerto no es propietario de nada… Esos desconocidos serían los últimos en ver y tocar los cuerpos de los hermanos. Y mientras unos y otros, en el interior de la iglesia, trataban de respetar la memoria de los muertos… ¿Cómo se respeta una memoria? ¿Cómo puedes pensar en un muerto sin manosearlo? ¿Cómo puedes separarlo de los vivos? Mientras en la iglesia trataban de no maldecir a los hermanos por lo que representaban, la muerte antes de hora, la más absoluta, la muerte doble, porque una muerte inesperada es una muerte que se repliega sobre sí misma, que mata la esperanza y la pena, que no deja tiempo para hacer planes ni deja tiempo para renunciar a hacerlos, es una muerte que no deja vivir la muerte, que no deja hacer testamento ni proyectar nada para lo que quede de vida, que mata el futuro como cualquier muerte, pero que además mata las expectativas que habrían podido existir y, por lo tanto, mata el pasado, es una muerte retroactiva, es una muerte que se dispara a sí misma desde el futuro, que se avanza a la muerte, que le pasa por delante, es la muerte de la propia muerte, es una muerte que se suicida… Mientras los adultos revolvían los recuerdos para hacer inventario y saber qué había quedado de los dos chicos, qué imágenes, qué sonrisas, qué sobras habían dejado, y se encontraban sorpresas, porque, ahora que habían muerto, la última vez que habían visto a los dos hermanos se había convertido en la última vez que verían a los dos hermanos, y el recuerdo se cargaba de nostalgia por lo que ahora sabían que la última vez que los habían visto estaba a punto de pasar, y las caras risueñas de los hermanos, que no podían imaginarse lo que los esperaba, y las últimas palabras que habían dicho ahora tenían significados distintos, y por lo tanto exigían una respuesta distinta de quienes conocían el futuro, una rectificación de los profetas… Y mientras volvían a verlos y recordaban cómo eran y qué hacían ellos a la edad que tenían los hermanos, a la edad en la que se habían quedado los hermanos, y comparaban, y después calculaban qué se habrían perdido de haber muerto jóvenes como ellos, y procuraban no engañarse y decidir si había o no había valido la pena vivir una vez pasada la juventud, y concluían que sí, y lo decidían en contra de los hermanos, y era como escupirles… Y mientras unos y otros se miraban de reojo buscando una forma de comportarse, de encontrar el punto justo, ni demasiado afectados ni demasiado fríos por el desamparo, por la novedad, y comprobaban que era imposible evitar la hipocresía, y daban las gracias a las convenciones, al ritual, al cura que no los dejaría ponerse a gritar o a bailar o a quemar la iglesia, el oficinista pensaba que los chicos ya podían ser de Vidreres, que ya podían tener padres, madres, abuelos y una ascendencia infinita de gente de Vidreres, pero que, tal y como había ido todo, los que menos eran de Vidreres en todo el planeta en aquel preciso instante eran esos dos chicos, menos que el último grano de arena que estaba en el fondo del mar. Y mientras en la iglesia los más emotivos lloraban, los coches fúnebres esperaban fuera aparcados en mitad de la plaza, incumpliendo la normativa. Las llaves colgaban tranquilamente del contacto, los municipales estaban en misa, y mientras el camionero se tomaba un café en la barra con Cindy, en el casino amplio y vacío, con aquel techo alto, las mesas de mármol y el televisor que hablaba solo, mientras tanto, en la sucursal del banco Santander, de pie detrás del cristal, Ernest se fijó en las briznas de paja que habían ido cayendo de las balas del camión. Las había al pie de las ruedas y al lado de la acera, briznas de paja vacías por dentro, y el poco viento que soplaba las arrastraba arriba y abajo, de un rincón al otro de la plaza, y cuando pasaban por el suelo centelleaban, salpicaban, doraban los remolinos del aire con efímeras cornucopias.

II

Conducía despacio, buscaba el lugar del accidente. Vio a la chica al borde de la carretera. No le sonaba de nada. Delgaducha, in­fantil, pelo largo de escarola, ojos brillantes, embutida en un vestidito blanco ajustado, con una botella de agua en una mano y el móvil en la otra. Habría podido tocarla sacando la mano por la ventanilla.

Se había pasado la mañana con la muerte de los dos hermanos en la cabeza y estaba cansado. Se entra en el mundo adulto por la puerta de la muerte, por la asunción de los misterios, de los más sencillos y fantásticos, la vida y la muerte. Ser adulto es aceptar la muerte, acogerla en el interior como un cáncer, morirse. ¿Cómo aceptar que sus propias hijas ya eran adultas, que ya estaban infectadas? ¿Aceptar su muerte? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía aceptarse una cosa que no se entendía? ¿Cómo se podía seguir siendo una persona si se aceptaba lo incomprensible? Aceptar la muerte era aceptar la soledad y la convulsión por la muerte de los dos hermanos era de hecho la resistencia a enfrentarse a su edad, a su muerte; la resistencia a separarse de sus hijas, a la muerte de sus hijas —al morir, los hermanos habían liberado a sus padres de matarlos, como tendría que matar él a sus hijas el día que se muriera—. Las había tenido cuando ya era demasiado mayor, hacia los cuarenta. Se había decidido tarde, con una mujer más joven que él. Vivía ahora de la inmadurez, estaba en el desasosiego de la frontera entre dos mundos. Viajaba al mundo de sus hijas, pero ¿y si en realidad habían crecido tanto que ya no estaban allí? ¿Había alguien en aquel mundo al que había ido a parar?

Dejó atrás a la chica. De repente, los Pirineos, las Guilleries y el Montseny dieron un paso al frente. Cruzaron la frialdad inaugural de la tarde de invierno, con el cubito de la luna, con la dispersión de grises y los fulgores de sol impotentes. La carretera ataba los campos con una cinta de duelo. Los altos plátanos eran las plumas de un monstruo enterrado, las espinas de unos peces transparentes que parasitaban la tierra. Dos chopos solos en mitad de los campos representaban los esqueletos de los hermanos, clavados en el suelo y tocándose con las ramas.

Había sido allí, delante de él. Las marcas de caucho rayaban el asfalto. Los hermanos habían frenado antes de chocar con el árbol. No habían tenido una muerte completamente traidora. El alarido voló sobre los campos, se anunció por las calles de Vidreres con tanta violencia que al día siguiente la gente del pueblo encontró marcas de caucho en los pasillos de su casa, en el sofá, en el plato de la ducha, en las sábanas.

¿Por qué habían frenado? ¿Se les había cruzado algún animal? ¿Se les había lanzado un coche de cara? ¿El hermano que conducía se había dormido, se despertó de golpe y trató de evitar el accidente? Iban a toda pastilla. Corrían como locos. Se metieron en el carril contrario, saltaron la cuneta y se empotraron en el tronco de un plátano. Las eses se acababan antes que el asfalto. El hermano que conducía había soltado el freno.