Persecución - Toni Sala - E-Book

Persecución E-Book

Toni Sala

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Beschreibung

Albert Jordi y Èlia llevan un año saliendo cuando de repente, una noche, él le confiesa que estuvo en la cárcel por haber matado a su mujer con un cuchillo. Èlia lo echa de casa de inmediato, pero las preguntas y las dudas no tardan en atormentarla: ¿Cómo era posible que un hombre que siempre la había tratado tan bien hubiera sido capaz de asesinar a su mujer? ¿Por qué lo había hecho? ¿Estaba arrepentido? ¿Cuánto tiempo hacía que había salido de la cárcel cuando se conocieron? ¿Por qué había decidido confesárselo en aquel momento? Èlia decide ir a buscarlo para pedirle explicaciones, pero Albert Jordi ha desaparecido en una huida que arrastrará a más perseguidores tras de sí. En Persecución, una de las novelas más aclamadas de la literatura catalana actual y ganadora del Premi Crexells, Toni Sala teje una narración perturbadora, un remolino de tinieblas que explora las raíces más inconfesables de la maldad y la muerte.

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EL AUTOR

Toni Sala Isern nació en 1969 en Sant Feliu de Guíxols, Girona. Hijo de hosteleros, Toni optó por un camino inaudito en su familia: el de las letras. Y lo recorrió. Ganó el Premio Documenta con su libro de relatos Entomologia (1997). Su primera novela fue Pere Marín (1998) y con Cercanías (2004) ganó el Premi Sant Joan y el Nacional de Literatura. Ha abordado tanto el ensayo —Notes sobre literatura (2012) y El cas Pujol (2014)—, como la autobiografía —Crónica de un profesor en secundaria (2019), Quatre dies a l’Àfrica (2005) y Una família (2021)—. Con Los chicos(Piteas 8)dio un giro trascendental en su obra, giro que llevaría aún más lejos con persecución, ganadora del Premi Creixells del Ateneu Barcelonès.

EL TRADUCTOR

Carlos Mayor es traductor, periodista y profesor. Ha ganado los premios de traducción Esther Benítez y Astrid Lindgren, y está especializado en narrativa, ensayo de arte, novela gráfica y libros ilustrados. Desde 1989 ha traducido más de cuatrocientos títulos solo o en colaboración: desde clásicos como Carlo Collodi, Thomas Hardy, Vita Sackville-West, Emilio Salgari, Edith Wharton u Oscar Wilde hasta obras de autores contemporáneos como Andrea Camilleri, Marjane Satrapi, Roberto Saviano o Tom Wolfe. También ha traducido a seis premios Nobel: Albert Camus, Grazia Deledda, Rudyard Kipling, Doris Lessing, Toni Morrison y John Steinbeck. Además, escribe sobre traducción para distintos medios, es profesor de la Escuela Cursiva del Grupo Penguin Random House e imparte conferencias y talleres sobre diferentes aspectos de la profesión.

Para Trotalibros Editorial ha traducido Los chicos, de Toni Sala (Piteas 8).

PERSECUCIÓN

Primera edición: enero de 2023

Título original: Persecució

© Toni Sala, 2019

© de la traducción: Carlos Mayor

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

La traducción de esta obra ha dispuesto de una ayuda del Institut Ramon Llull.

ISBN: 978-99920-76-37-8

Depósito legal: AND.409-2022

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Álex Herrero y Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

TONI SALA

PERSECUCIÓN

TRADUCCIÓN DE

CARLOS MAYOR

PITEAS · 16

NOS HAREMOS COMPAÑÍA

1

Salí con un hombre durante un año, hasta que me enteré de que había matado a su mujer. Él mismo me lo dijo. Hacía diez años, con un cuchillo, y había pasado por la cárcel. No pude seguir escuchándolo. Lo acompañé hasta la puerta, le di su chaqueta, abrió y se marchó.

Me metí en la cama vestida. Por la mañana había cambiado las sábanas por él, la funda de la almohada olía a suavizante y me quedé como narcotizada con el perfume de las flores estampadas en las sábanas, de las flores de la camiseta y los pantalones que no me había quitado. El olor de las guirnaldas de la pantalla de la lámpara que había en la mesita, el olor de las cenefas de las paredes, de los ramos de flores de las cortinas, de las coronas de flores del mosaico. Me dormí en una nube de pétalos, como si la muerta fuera yo.

No puedo convertir el año que pasé con Albert Jordi en un año malo, no puedo volver atrás y revivirlo sabiendo lo que me escondía. Fue un año muy bueno. La inmobiliaria había remontado, nos venían clientes de todas partes y él estaba lleno de la energía de la novedad. Aún lo veo reír. Era como esas casas en las que, nada más entrar, ves que te mejorarían la existencia porque tienen el tamaño de tu momento, tu forma, como si tú misma hubieras dibujado los planos. Las casas son trajes, te van pequeñas cuando engordas y grandes cuando adelgazas, te aburren si llevas una vida aburrida, te angustian o te calman según cómo estés. Son cajas de resonancia, pueden ser una salida o pueden ser una cárcel, cambian a cada momento.

Tenía más de cuarenta años y tropecé con un hombre hecho a medida. Después de toda una vida sin pareja estable, había llegado mi turno. Estaba muy dispuesta, me merecía a Albert Jordi por el tiempo que lo había esperado, por mi manera de ser, por la suerte, y me pegué a él como una adolescente. Era diez años mayor que yo y trabajaba de jefe de ventas de una librería importante de Barcelona, Noumón. Leía mucho por trabajo, pero libros aparte sabía de todo. Detalles de la gente, recovecos de los recovecos. Tenía un conocimiento del mundo que me fascinaba. Estaba al tanto de los libros que salían, pero también de las revistas y los periódicos, de la política internacional y de las guerras. Decía que envidiaba que yo no supiera cómo se llamaba el presidente francés.

Con él aprendí mucho, mucho más que el nombre del presidente de Francia. Descubrí lo grande que era mi ignorancia, pero también mis posibilidades. Ninguna amiga habría podido imaginárselo, ningún familiar. De repente alguien encendió una luz en mi interior. Fue mi universidad privada. Nos llamábamos todos los días, nos veíamos como mínimo los fines de semana, salíamos, bebíamos, hablábamos, hacíamos excursiones. Se sabía los caminos, los nombres de los sitios y las plantas, los árboles, los pájaros y las familias de las mariposas. Yo veía dos árboles iguales y él tres distintos. Le decía: ¿Cómo puedes saberlo? Se señalaba la cabeza. Un millón de gigas.

También tenía una muerta allí dentro de la cabeza, y era el secreto que le daba la energía para estar siempre alerta, siempre atento, siempre despierto, y yo me pasé un año entero chupando la sangre de ella.

Al día siguiente de la confesión, en el comedor, las dos sillas estaban colocadas muy juntas. En la mesa seguía la botella de burdeos que me había llevado. En la cocina, el pescado se había quedado fuera de la nevera, un kilo de merluza limpio para prepararlo. No parecía mi casa, parecía un piso cualquiera de la inmobiliaria. Hice pis, me puse el camisón y me volví a la cama.

El lunes me levanté como siempre. Me duché y me puse unas gotitas de perfume. El olor a flores y plantas tapó la peste a pescado que empezaba a salir de la cocina. No había bajado la persiana. La merluza se había pasado el sábado y el domingo fuera de la nevera. Saqué del armario un vestido corto, ideal para el día luminoso de finales de julio que me esperaba. Estrené unos zapatos muy abiertos y con un poco de tacón, como un premio para quien se fijara. Me recogí el pelo, me pinté los ojos y los labios, me extendí por toda la cara una ampolla flash para parecer más joven y me puse crema en las manos. Me había pasado cuarenta horas durmiendo.

Àlex me abrió la puerta de la agencia.

—¿Qué tal el fin de semana? —preguntó—. ¡Tienes muy buen aspecto!

—Vente a cenar el viernes —le dije—. Tengo un burdeos.

Me caía muy bien. Treinta años, casado y con dos hijos. Hacía cinco que trabajaba con nosotras. Llegó de una cadena inmobiliaria en quiebra y con un niño recién nacido.

Tenía contabilidad por poner al día y un montón de asientos por pasar. Me esperaba una mañana entretenida. Era un gran consuelo. Los números siempre cuadran, sabes qué puedes esperar de ellos. Después me tocaba hacer consultas en el catastro y en el registro de la propiedad, fotocopiar planos y llamar a media docena de clientes, y por la tarde tenía una visita en el Poble Sec. El buen tiempo ayuda al negocio inmobiliario. Por la ventana vi que iba a hacer sol toda la semana.

A media mañana miré los horarios del cine que teníamos en la misma calle. Antes de conocer a Albert Jordi, iba al cine a menudo después de trabajar. Salía del trabajo por una puerta y entraba en el cine por la de al lado. Desde entonces no lo había vuelto a hacer. También quería volver esa misma noche a la aplicación de citas, mi bodega de hombres clasificados por edad y aficiones, con fotografías y vídeos en todas las fichas, mi Hollywood secreto. Los primeros momentos después de un accidente son decisivos, hay que actuar con rapidez, trataba de esquivar el disgusto de modo que, cuando llegara el dolor de verdad, me pillara acompañada.

En cada edad amas de una forma distinta. A los veinte años pasaba de un chico a otro sin darle vueltas. Los chicos no se acababan nunca y, por lo tanto, siempre habría uno mejor esperándome. Costaría más encontrarlos, pero también tendría más claro cómo buscarlos. Mi récord fueron dos años con el mismo, hasta que me pareció que ya no le gustaba. A los veinticinco estaba en contra de la pareja estable, en contra de la familia y en contra de la obligación de tener hijos. Me pasé seis años sin salir con nadie. Era cuando todo el mundo se endeudaba para comprar pisos, y tuve la oportunidad de mi vida: montar una inmobiliaria. Entonces se separaban los caminos entre los que iban a salir adelante y los que no, y yo acerté. Me saqué el título, abrí la inmobiliaria y empecé a ganar dinero. No demasiado, con mucha prudencia, pero más de lo que habíamos visto nunca en casa. Con eso y mis tres o cuatro amigas tenía de sobra. Hacíamos viajes, salíamos los fines de semana y bailábamos en fin de año. Éramos como una secta, nos controlábamos unas a otras, nos protegíamos, funcionaba. ¿Para qué el sexo, si no quieres tener hijos? ¿Para consolar a algún infeliz? Entonces le detectaron un tumor a mi madre y me fui a vivir con ella. No tenía a nadie más. Le hice compañía los tres últimos años de su vida, que coincidieron con el peor momento de la crisis inmobiliaria. Desaparecí del mapa.

Volví a ver a mis amigas el día del entierro. Estaban más viejas que yo, tenían la cara arrugada y seca, como si se hubieran pasado aquellos tres años en el desierto. Como si, con su sufrimiento, mi madre hubiera asumido mi desgaste, mientras las madres de mis amigas vampirizaban la juventud de sus hijas. Qué raro se hacía volver de tan lejos. En tres años de hospitales aprendí a detectar con precisión el deterioro de las personas. Al lado de mis amigas era como si me hubieran criogenizado. Clara era maestra y parecía una muñeca gigante, con una voz falsa y almibarada. Ruth era funcionaria de Hacienda y me recordaba una columna de hormigón con un calendario colgado a la altura de la cara. Iolanda trabajaba en una tienda de ropa para señoras mayores e iba con pantalones y jerséis de punto. Últimamente había adoptado un perro, y las demás le lanzaban indirectas porque no podían ir a ningún lado por culpa del animal. El día del entierro lloraban como brujas y me molestó, porque era mi madre, no la suya. Me parece que se llevaron un disgusto al verme tan bien. Quizás hicieron un conjuro allí en el cementerio para que todo volviera a ser como antes, y quizás por eso, cuando al día siguiente me apunté a una aplicación de citas y los hombres empezaron a dejar su teléfono, de entrada no funcionó. Tenía tantos pretendientes como quería, pero todos eran iguales o peores que el último, al contrario de lo que me había imaginado de joven. Quedaba con uno y con otro, y a mis amigas las veía tan poco como antes. Hasta que una noche, al volver del cine, me encontré un mensaje con ese nombre doble, Albert Jordi, su foto con bigote, la americana, la corbata y las cuatro palabras de siempre: música, cine, viajar, compartir. Nada del otro jueves. Lo llamé, aunque fueran las doce de la noche, porque eso es como los pisos: el que no corre vuela. Le pregunté si había visto Brooklyn y quedamos al cabo de una hora.

Podía llamar a Clara para comer, pero me temblaban las piernas. Sales un año con un hombre, viene a cenar a casa como todos los viernes, se sienta y te confiesa que un día mató a su mujer con un cuchillo. ¿Cómo cuentas una putada así? Primero tienes que entenderla tú misma, pero te habla en un idioma que no conoces. Tendría que pasarte una desgracia igual o peor para tener perspectiva, para empezar a interpretar. Por ejemplo, mandar el burdeos a analizar y que encontraran veneno. O poner Albert Jordi García Samper en el buscador y descubrir que había matado a media docena más de mujeres. O que la muerta fuera amiga íntima de Clara, Ruth o Iolanda, o una compañera tuya del colegio, o que el hijo de puta hubiera dejado a cinco críos huérfanos de madre, además de convertirlos en hijos de un asesino.

«Desde principios de año, la violencia machista se ha incrementado ya un cuarenta por ciento», dicen en las noticias. En la pantalla sale una fotografía de él sacada de Facebook. A su lado aparezco yo con la cara pixelada. Han encontrado cadáveres de niños descuartizados en su casa, en bolsas metidas en el congelador. Manitas y deditos secos en los cajones. Entonces podría empezar a entender ese idioma. Podría explicármelo a mí misma y después a Clara.

Un código cifrado. ¿Cómo podía entender yo la palabra matar? ¿Qué quiere decir matar? Tantas películas, series y reportajes de asesinos, y no tenía ni idea.

Lo que me bloqueó fue la palabra. Matar. Matar a mi mujer. Se me taparon los oídos, se me hizo un nudo en la garganta y la lengua. Solo tenía los agujeros de los ojos. Por ahí respiraba. Él sudaba, pero yo no podía hablar. ¿Qué podía decirle? ¿Tranquilízate? ¿Sécate el sudor? Tranquilo, Albert Jordi, no pasa nada, ahora me lo cuentas, abrimos el burdeos, mientras tanto preparo el pescado y me lo explicas todo. No podía dejarme llevar por el miedo, la preocupación, la curiosidad, la distancia, la indulgencia, la empatía, ponerme a hacer preguntas, pedir explicaciones, compensaciones, justicia, no podía preguntar nada, no conocía el idioma.

Lo acompañé a la puerta y me fui a la cama. Dormí dos días y tres noches. Tuve muchas horas de paz. No soñé nada, pero el lunes la cabeza me iba a cien por hora, se me descontrolaba, apenas había pasado la mitad de la mañana y no podía parar de darle vueltas.

¿Cuánto tiempo transcurrió entre que salió de la cárcel y nos conocimos? ¿Tuvo otras parejas entretanto? ¿Le hizo daño a alguien mientras estábamos juntos? ¿Por qué a mí me trataba tan bien? ¿Quizás me trataba demasiado bien? ¿Por qué parecía imposible? Ahora que lo había echado de casa, ¿volvería a hacer daño? ¿Mandarlo a tomar viento había sido una irresponsabilidad? ¿Qué tenía que hacer? ¿Podía hacer algo? ¿Colgar anuncios en internet con su foto? ¿Vigilarlo de lejos y pasar avisos por debajo de la puerta de las señoras que fuera conociendo?

¿Por qué me lo dijo? Ninguna ley lo obligaba a contarme su vida. Había estado preso, había pagado.

Para empezar a entender aquel idioma solo tenía una desgracia que confrontar, y no era la muerte de mi madre. Mi madre murió de muerte natural, pasé una buena temporada preparándome y cuando llegó el momento nos separamos como la fruta cae del árbol. Murió relativamente joven, pero la víctima de Albert Jordi debía de tener la mitad de años.

Mi única desgracia igual de solitaria e incomprensible, hasta el punto de que solo por convención estoy más o menos segura de que para mí fue una desgracia importante, y de que toda la vida me ha servido para explicarme desgracias menores, como tardar en acertar en un trabajo, no haber tenido hijos o haberme enamorado precisamente de Albert Jordi, la única desgracia comparable que tenía era no haber llegado a conocer a mi padre.

Mi padre era pescador y tuvo un accidente a diez millas de Badalona. Se quedó atrapado en la red cuando la tiraban, corrieron a recogerla y ya no estaba. Se pasaron una semana buscándolo, salieron barcas, avionetas, helicópteros y buzos, pero no lo encontraron.

Me lo contaron a los siete años. La abuela le cogió la mano a mi madre encima de la mesa y mi madre me lo dijo, igual que Albert Jordi se me confesaría más de treinta años después. Lo dieron por cerrado y nunca más volvieron a mencionarlo, supongo que para matar cualquier esperanza de que algún día encontraran a mi padre, vivo o muerto. Pero aquel silencio era tan sospechoso en la imaginación de una niña, me hacía tanta compañía pensar que mi padre pudiera estar vivo… Nos había abandonado, mi madre y la abuela me engañaban, se habían inventado el accidente para hacerme creer que había tenido un buen padre. Me protegían, no querían que me hiciera ilusiones. No volvería a verlo nunca más. Mi padre no quería saber nada de mí. Mejor quitarlo de en medio con la mentira del accidente.

En la cama, de pequeña, me imaginaba que se abría la puerta y mi padre entraba a abrazarme, con la ropa todavía húmeda de un accidente que no me creía.

Más adelante, ya de adolescente, se me ocurrió que se había suicidado. Era otra forma de dejarnos. Se suicidó, pero quiso proteger a su hija, tuvo miedo de empezar una estirpe de suicidas y fingió un accidente. Por mi culpa no había dejado ninguna nota y no se había despedido de mi madre. Era un secreto entre él y yo. Su herencia. Me lo imaginaba con un cinturón de plomos escondido debajo del jersey, con plomos atados a las muñecas y los tobillos, con plomos en los bolsillos y los zapatos para estar seguro de acabar en el fondo. Me lo imaginaba en la barca antes de saltar, todo el viaje moviéndose como un buzo por cubierta, fumando, sentándose para reposar, fingiendo que estaba mareado, hablando poco con los compañeros pescadores, concentrado en sí mismo.

Tiraban la red.

Saltaba a escondidas.

—¡Me he enganchado! ¡Se me lleva!

Gritaba por mí.

A diez millas de la costa.

—¡Auxilio!

Mentía por mí.

No dejó rastro. Era el último de una familia de pescadores. La mitad de la traína era suya, pero era demasiado vieja y el negocio se estaba hundiendo. Se lo comieron los peces. Fue el desquite por las montañas de pescado que habían cogido mis antepasados.

¿Por qué suicidarse? ¿Por la crisis de la pesca? ¿Estaba perdido? ¿Era infeliz con mi madre? ¿Tenía depresiones?

Depresión, suicidio. Más palabras incomprensibles. No puedes matarte siendo como los demás. Primero tienes que dejar el mundo y su idioma.

El cuerpo no salió, se quedó debajo del agua.

Si era un suicidio, pareció un accidente. Si fue un accidente, me pareció un suicidio. ¿Qué es peor, un accidente o un suicidio? ¿Era más o menos desgracia? ¿Me servía más o me servía menos para el diccionario de desgracias?

Mi madre quiso que el nombre de mi padre estuviera al lado del suyo en la lápida, con las fechas de nacimiento y de muerte o desaparición. Todavía hoy puedo hacerme a la idea de que está vivo o de que está en el nicho con mi madre, pero ni una cosa ni la otra son verdad.

Después de enterrar a mi madre, busqué por las hemerotecas de los periódicos en internet hasta dar con la noticia. Salía la fotografía de unas barcas, con un huracán quieto de gaviotas alrededor, un día luminoso de mayo con el mar plano. Las iniciales del pescador que buscaban eran las de mi padre.

Con el piso heredé el álbum de fotos. En casa no teníamos ningún retrato de mi padre a la vista, el álbum solo lo habíamos abierto cuando era pequeña, y muy pocas veces, aunque yo siempre había sabido dónde lo guardábamos, en el fondo de un cajón lleno de papeles. Ahora podría hacer lo que quisiera con él. Reproducciones, ampliaciones, digitalizaciones. Había fotos de la boda y después salía yo en brazos de un hombre joven que sonreía y que tenía mi cara. Llevaba la camisa remangada y se le veía la piel curtida por el sol.

Desde pequeña me había relacionado con su sombra a partir de lo que intuía suyo en mí, que era todo lo que no me venía de mi madre. Lo conocía por eliminación. Los últimos años con mi madre, convertida por la enfermedad en un esqueleto, un esquema de la mujer resolutiva y fuerte que había sido antes, pude delimitar con precisión qué había heredado de aquella mujer que había enviudado tan joven, con una hija de meses, que había tenido que buscarse la vida planchando por las casas y aprovechar el resto del tiempo para clavar figuritas de bailarinas de tela en unos cartones que después en otra casa alguien tapaba con un cristal y enmarcaba para que acabasen vendiéndose como trabajos artesanales. Cuando tuve edad suficiente, empecé a ayudarla a recortar, hasta que un día dejó de haber montones de láminas encima de la mesa y mi madre entró a trabajar en un taller textil del Poble Nou. Yo ya estudiaba para administrativa y me ocupaba de los abuelos. Fue cuando vendimos la casa del mar. Más adelante, con las importaciones asiáticas, se quedó sin ese trabajo. Pero entonces ya estábamos solas ella y yo. Acabé los estudios y, como con los hombres, empecé a ir de trabajo en trabajo: pasé por no sé cuántas oficinas y despachos, trabajé de cajera en un supermercado, incluso me dediqué un verano a hacer de guía turística.

Con la fotografía de mi padre delante, me imaginaba la sorpresa de sentir que de repente te arrastran hacia las profundidades por un tobillo, de comprender que es la red y que no vas a tener forma de soltarte. Yo era la única que podía imaginarme el accidente tal y como lo había vivido mi padre, por lo que llevaba de él en mi interior, y lo hacía como una deuda, una responsabilidad de hija, lo hacía para acompañarlo y consolarlo mientras se moría. Por muchos años que hubieran pasado, en eso no entraba el tiempo, sino la vida, y la que estaba viva era yo. Consolándolo a él me consolaba a mí. Por un descuido se me llevaba la muerte en persona, y la vergüenza y la rabia y la culpa se mezclaban, el desdén y la piedad por mí misma, la comicidad y el terror, la angustia y la melancolía mientras me ahogaba, la certeza y la incredulidad hasta el último momento, cuando el agua dura como una roca me obturaba la tráquea. Me hundía abrazada con él, que dejaba a una mujer joven y a una hija de diez meses, mi relevo. Me lo imaginaba una vez y otra, como si a través de mi padre me matara a mí misma y lo salvara a él, y tenía que parar, porque si lo mantenía vivo entonces era mi padre el que nos mataba a mi madre y a mí, separado como estaba por siempre jamás de nosotras.

Esa obsesión se me disparó con la muerte de mi madre y Albert Jordi me sacó de ahí. Pasé un año sin pensar en eso. Ahora la muerte imaginada de mi padre me volvía como el recuerdo de lo que me había imaginado, el espejo en el que se reflejaba el asesinato también imaginario de Albert Jordi, como si apuñalara a mi padre y atara del pie a su pareja y la hiciera desaparecer en el mar.

Comí lejos de la inmobiliaria. No llamé a nadie. El sol de julio brillaba en los escaparates, los balcones y las ventanas, llenos de carteles que decían en venta, en alquiler, y el cielo se concentraba en una sola nube.

Trataba de buscar recuerdos alternativos, pero volvía a la noche del viernes.

Me pidió que me sentara delante de él, me cogió la mano.

—No podía decírtelo la primera noche y enseguida fue demasiado tarde. La única solución era esperar a que nos conociéramos lo suficiente.

Un año sin ninguna pista, ningún silencio sospechoso, ningún temblor en la voz, ninguna sombra de nada. Un año sin esquivar ningún tema de conversación. Quizás salía conmigo para esconderse de sí mismo. Yo entre él y su conciencia. Entonces, no entiendo por qué me lo confesó. Seguramente porque por mi cuenta nunca lo habría descubierto.

Necesitaba contárselo a alguien, llamar a Clara y proponerle vernos, pero solo habría podido hablarlo con un desconocido. Había información descontrolada que me afectaba. Decía mucho de mí haber pasado todo un año con él. Decía mucho de mí la determinación con la que lo había echado de casa. Después de un año juntos, de un año de encajar en todo… Y resultó que aquel año no servía, no valía para nada. ¿O precisamente por eso pude echarlo sin contemplaciones, porque lo quería?

¿Y si era mentira? ¿Y si se lo había inventado? Aún peor, ¿no?

Miraba a los hombres por la calle. Buscaba a alguien a quien contárselo. Me imaginaba un año con uno y un año con otro, un año sin consecuencias, un año en el que ni me hiciera vieja. Un año con tal americana oscura que pasaba por delante de una panadería, un año con tal cabellera pelirroja y tal barba de dos días, un año con el mono azul de un mecánico que empezaba a echar tripa, un año con el estudiante que podría ser mi hijo o con el conductor del Audi rojo parado en el semáforo que me daba un repaso al verme cruzar la calle, aguantándome la mirada porque tengo unos ojos preciosos y llevaba un poquito de tacón. Un año con el hombre que andaba agarrando a su pareja por la cintura.

En el restaurante tenía hambre, pero no podía comer. El ca­marero se llevó los platos medio llenos. El sol volvía de cristal a los hombres de la sala y los rodeaba con una aureola. Hombres con hombres dentro. Todos habrían visto venir a Albert Jordi.

—Puede que tenga buen aspecto, pero he pasado un mal fin de semana —tendría que haberle dicho a Àlex—. Vamos a comer juntos, por favor, quiero contártelo, llama a casa, tu jefa quiere hablar contigo.

El primer trabajador que contraté en la agencia fue una chica. Quería funcionar con mujeres en aquel negocio lleno de gorilas que marcan territorio y lo logré. Ellos construyen, compran y venden, nosotras hacemos de intermediarias. Los ne­gocios inmobiliarios están llenos de mujeres, como los hospitales. Àlex llegó mucho después. Ahora descubría que no sabía nada de los hombres, de su cuerpo diferente, sus hormonas y sus asesinatos. Me había pasado la vida evitándolos. No había hecho los deberes, no estaba preparada.

Quizás en aquel momento Albert Jordi ya les había enviado su teléfono a otras mujeres. Volvería a probar suerte, iría pasando de una a otra hasta encontrar a la que lo aceptase como era, la que le dijera: «Gracias por contármelo. Ya sé que no es fácil decirlo. Yo también maté a mi marido».

Los compradores y los inquilinos se movían como animales migratorios de unos barrios a otros, y nosotros los esperábamos con la red echada.

Aquella tarde tenía que enseñar un cuarto piso del Poble Sec a un cliente ruso. Cuando empezaron a llegar los ruskis, nos creímos que serían como los mustafás o las panchitas, que en el momento de la burbuja podías colocarles cualquier establo al precio de un palacio. Se lo quedaban todo, no tenían ni idea. Creíamos que los dimitris serían iguales, qué iban a saber ellos del mercado libre, y resultó que nos daban sopas con honda. Querían los pisos para enterrar el dinero negro. Los herederos de Stalin se entendían bien con los de Franco, decía Albert Jordi.

Me encontré al ruso esperándome en la calle. Subimos en el ascensor con una vecina mayor. No era el mejor día para enseñar un piso, y menos como iba vestida. Tendría que haberle pedido a Àlex que hiciera él la visita. Si entrar maquillada y con tacones en un piso vacío con un desconocido ya era mala idea de por sí, peor aún con un dimitri rubio, cachas, rapado y de sesenta años. Hablaba poco y tenía una sonrisa amenazante, iba con los pantalones y la camisa ajustados, y seguramente con un fajo de billetes en el bolsillo restregándole el paquete.

Dejé la puerta del rellano abierta de par en par. El piso nos venía de otra inmobiliaria, era la primera vez que entraba. Estaba decorado al estilo egipcio. No sé qué pasaba desde hacía unos años con lo egipcio. Abrías una puerta y te topabas con la tumba de Ramsés II. Solían ser pisos oscuros, con imitaciones de papiros y jeroglíficos colgadas en las paredes, sin enmarcar, y un montón de recuerdos de tienda de museo, bustos de plástico de Nefertiti, cómodas y cajitas en forma de pirámide. Quizás era por la moda de los cruceros. Miniaturas de sarcófagos encima de las mesas, muñecos con cabeza de perro entre una plaga de figuritas de gatos negros con las orejas puntiagudas. Podías encontrar cualquier locura en un piso, suelos y paredes de mármol, esculturas clásicas y jacuzzis con cenefas de prostíbulo, pero la fantasía egipcia era la más asequible y corriente. El mundo estaba lleno de infelices con delirios faraónicos, encerrados en un cuarto piso oscuro de sesenta metros del Poble Sec, esperando la reencarnación.

Pensar en esas vidas era la parte distraída del trabajo. Un piso nuevo o recién reformado tenía pocos alicientes, pero las casas habitadas estaban llenas de detalles. Un piso amueblado con trastos viejos solía ser una herencia que había que vender con rapidez para pagar los impuestos o porque los herederos necesitaban el dinero. Las cocinas decían tanto o más que las habitaciones. Por los fogones y la nevera sabías cuánta gente había vivido allí. Cada casa tenía su historia, solo tenías que saber interpretarla. Había entrado en pisos con las camas deshechas, de familias que habían tenido que irse deprisa y corriendo, cuando en Barcelona había una docena de desahucios al día. En el piso de un viejo me encontré un buda gigante al lado de una cama redonda, todavía con las sábanas rojas de seda. Las paredes olían a incienso y los muebles eran nuevos, el pobre hombre no había aguantado mucho. Otra vez me topé con una pared de cocina cubierta por un espejo hecho de cuchillos de carnicería. Un perro muerto y seco en un armario, dentro de una bolsa de basura, una torre Eiffel de dos metros hecha con alambre y monedas. En otro piso había un cajón lleno de pistolas, de distintos modelos, engrasadas y cargadas. Llamamos a la policía. Y después estaban las habitaciones raras, como países al margen de la casa en la que se encontraban. Llevaba muchos años en el negocio. Una vez me encontré un cuarto lleno de maniquíes vestidos de La guerra de las galaxias sentados en torno a una mesa. Los pisos eran el meollo de la economía, una habitación vacía parecía un pecado y ellas mismas se buscaban su sentido: guardar colecciones de trofeos o trenes eléctricos, o recuerdos de una persona viva o muerta, servir de terrario o de capilla con velas dedicada al dios más pasado de vueltas que pudieras echarte a la cara, la cuestión era ocuparlas.

A los propietarios les daba pena desmontar esas habitaciones. Te topabas con vendedores que dejaban la casa con los muebles impecables y los cajones llenos, con cubertería, sábanas y bombillas de recambio, como casas de muñecas de tamaño natural, como si esperasen volver algún día. Dejaban la tumba llena, como los faraones. Tenías que ir con cuidado, dar un buen repaso mucho antes de enseñar un piso, redistribuir los muebles, vaciarlo, pintarlo, hacer pasar a una brigada de señoras de la limpieza.

Deducías la personalidad de quienes se marchaban por los cuadros o los carteles, por los libros, las películas y los discos amontonados para tirar. Pasabas por las habitaciones como por los archivos de un desconocido. Con internet e ikea las casas cada vez se parecían más, por eso era importante preguntarles a los vendedores, nunca sabías qué podía ayudarte a vender, qué habitaciones eran las mejores y por qué, qué tiendas estaban más cerca y qué historias secretas escondía cada edificio. Así controlabas la información comprometida, balcones de los que se había caído alguien, pisos a la venta por un suicidio. Las supersticiones desmotivan más que un pub en los bajos, unos vecinos gritones o una grieta de un palmo. Aquí vivía un arquitecto, les decía a los clientes, y disimulaba las antenas de las azoteas, las vigas sospechosas, las humedades y los aislamientos precarios, los vecinos problemáticos. Concertaba visitas a las horas de más luz y menos tráfico, arrancaba la pegatina roja del prostíbulo del portero automático, esquivaba rumores de edificios enfermos y aluminosis. En algunos pisos parecía que las cédulas de habitabilidad se las dieran a los escarabajos y a las ratas.

El edificio de aquella tarde era bueno. El dimitri hacía fotos con el móvil, entraba y salía de las habitaciones y sacaba la nariz por las ventanas. Se había portado bien, era educado y hacía las preguntas lógicas, con su voz militar, sobre la comunidad de vecinos y los metros del comedor. Tenía toda la pinta de ir a meterse la mano en el bolsillo, sacar los billetes y darme una señal. Salió satisfecho del piso y entró decidido en el ascensor. Las puertas se cerraron y me sonrió mirándose en el espejo por encima de mi hombro, se acercó un poco, solo el cuerpo, sin mover los pies, y me preguntó adónde iba después de la visita, porque él estaba solo en Barcelona. Tenía los dientes demasiado blancos para su edad, demasiado perfectos. Me quedé quieta con la espalda clavada en el espejo. Solo me faltabas tú, pensé, y fue como si el ascensor se hubiera llenado de agua fría y entre nosotros pasasen unos peces gigantes y peligrosos. Me cogió de un brazo y me estampó los labios en la boca.

Una vez en la calle, esperé a ver hacia dónde iba y eché a andar en dirección contraria. Me volví un momento para asegurarme de que no me siguiera y vi que se metía en un taxi.

Me imaginé un año con el ruso. El taxi se llevaba un año de torturas, de borracheras y de insultos, sus medallas y tácticas militares, camuflajes, traiciones, torturas y represalias. La necesidad de tranquilizarlo en la cama, los celos de los primeros meses, cuando me esperaba por sorpresa delante de la oficina, o la pelea a gritos que tuvimos cuando le dije que el día del ascensor estaba tan necesitada de compañía que me habría metido en la cama con cualquiera, pero que en cualquier otro momento habría perdido el negocio encantada de la vida, habría esperado a que se abriera el ascensor y habría salido disparada a la calle, y no me habría quedado a gusto hasta saber que no me seguía, hasta verlo subir a un taxi, y desde aquella discusión todos los días le había hablado de Albert Jordi, sin contarle por qué nos habíamos separado, y eso a él lo volvía inseguro y a mí fuerte. Cada día aguantaba menos su mentalidad primaria, su sudor aguado, la peste a viejo por mucha colonia que se pusiera, su cuerpo huesudo por horas que echara en el gimnasio, y aquel piso decorado como la tumba de un faraón ruso en Barcelona. Por mucho que lo intentara, no podía respetarme, por mucho que quisiera. Un lobo no puede respetar a un conejo, lo único que quería era que acabara de pasar el año y dejarlo de golpe, aunque me amenazara, aunque me jugara el pellejo, pero mientras tanto era mejor cuanto más difícil me lo ponía, cuanto más insoportable se mostraba, más violento y peligroso.

Albert Jordi nunca hablaba de su familia. A mí me parecía bien, acababa de perder a mi madre. Él tenía a la suya en un geriátrico, me dijo.

No era de extrañar, visto con la perspectiva del tiempo. La noticia te envejecía de repente.

—¿Cómo dice? ¿Mi hijo? ¿Albert Jordi? ¿Que mi hijo ha matado… a mi nuera? ¿La hija de Maria? ¿Mi Maria? No puede ser.

Imaginémonos que me hubiera adelantado. Que hubiera invitado a cenar por sorpresa a Albert Jordi unos días antes. Tenía más de cuarenta años, era ahora o nunca. Imaginémonos que llega a casa y le pido que se siente. Ha habido un descuido, quizás voluntario.

—Descorcha el burdeos —le digo—, tengo que contarte…

—Un momento —dice él—. Primero escúchame a mí. No puedo esperar más para decírtelo.

Quiere comprometerse conmigo. Lo ha intuido. Quiere tomar la delantera. Lo sabe. Los hombres lo notan. Cómo no va a notarlo. Me quiere. He mirado un piso, sé de un par de pisos, tres, esta misma noche elegiremos, pondré a la venta esta casa, tengo dinero, sé de dos o tres perfectas, es buen momento, los precios van a subir, se ha acabado estar sola, sé cuáles son los mejores barrios para los niños, los colegios, tres habitaciones y terraza, menudo cambio de vida, nos haremos compañía, luego tendremos más hijos, quién me lo iba a decir, una familia, mis hijos tendrán padre.

—Tengo que decirte algo importante —le cojo las manos, están heladas, tiemblan.

—Mi noticia es más importante.

Ya lo sé, e incluye la mía. Pero pone mala cara.

—Es mala —dice.

—Ahora la mía ya no lo sé.

Si me hubiera quedado embarazada y hubiera hablado antes que él, quizás se habría guardado el secreto, y ahora tendría un hijo de padre asesino y nadie lo sabría nunca.

De camino a la oficina, ya no veía el mundo con mis ojos, sino con los de un pez, era mi persona como un pez por el aire, en el agua que me aislaba en el ascensor con el ruso, entre los hombres de la calle, a un dedo de rozarles el pelo de algas. Llegué no sé cómo, nadé por la oficina entre las mesas, ya bajaban la persiana.

Àlex se me acercó.

—¿Cómo ha ido?

—Un desastre.

Nos quedamos solos en la oficina. Me senté, no podía más.

—Con lo decidido que parecía aquí. Estuvimos mirando fotos.

—Muy desagradable.

—Lo siento. Podía haber ido yo.

—No quería hacerte acabar tarde, no sabía cuánto tardaríamos.

—Hoy precisamente no tengo prisa, estoy solo en casa. ¿Te apetece ir a tomar algo?

—Otro día. Quiero ir al cine.

Entré a media película. Fuera todavía era de día y dentro ya era de noche. Debía de haber poca gente, pero no veía nada y era como si el cine estuviera lleno, y con la música y el centelleo me sentía de gas, como un globo atado al dedo de un niño. Todo era pacífico, todo estaba previsto, la película ya había empezado, pero pasaría una y otra vez, con las mismas escenas, en todos los cines de Barcelona donde la ponían, siempre las mismas imágenes eternamente. Apoyé el brazo en el brazo de la butaca, cogí el puño con la mano, pero con el brazo y la mano no me bastaba, me habría abrazado al respaldo de la butaca de delante, me habría gustado tener un cojín, un muñeco de peluche. Me puse la chaqueta y el bolso encima. Tendría que haber permiso para abrazar, como cuando era pequeña y la abuela me llevaba a misa y la gente hacia el final se daba la paz. En el cine tendría que ser igual, y después cada oveja a su redil.

La misa era para las abuelas, el abuelo Salvador no iba, ni mi madre. El abuelo miraba el mundo con otra lógica, decía que el pescado se venga pudriéndose en los dedos, y entonces me acordé de la bolsa de pescado de la cocina, había hecho todo el camino para ir a parar al interior de la bolsa de pescado de la cocina, para confundirme con otros peces, para encarnarme en una merluza medio deshecha, entre espinas y vísceras si aquello aún era merluza y no un puré de pescado podrido para tirar, un litro de merluza en una bolsa de plástico, las espinas de unos y otros en una fosa común de líquidos. Aquel pescado se había pasado tres días al sol. Cuanto más se diluyera el perfume de las sábanas, más fuerte saldría el hedor de la cocina. Ya llegaba hasta el cine. Todo un año saliendo con él. El secreto criando gusanos, fermentando, y aquella noche se presentó con la botella de vino caro para recordarme las borracheras del primer mes, su colección de whiskies dulces que nos pasábamos de boca a boca.

Yo estaba dentro de aquel pescado y por sus ojos veía el burdeos en la mesa, elegido con atención, porque de vinos entendía. ¿Bebía porque lo atormentaba lo que había hecho o bebía porque no lo atormentaba? ¿Para qué me llevó una botella de burdeos? ¿Para celebrar el secreto que íbamos a compartir? ¿Para conjurarnos? ¿Para brindar? ¿Cuántos años había vivido con ella, antes de matarla? ¿O fueron meses? Había dicho mujer, mi mujer, maté a mi mujer, como si la hubiera apuñalado allí mismo delante de mí, como si hubiera estado conteniéndose, como si aquello no hubiera sucedido hasta que me lo dijo.

Estaba mezclada con él allí, en el cine, pudriéndome con él, y también con ella. Criaba gusanos por debajo de la piel y se me comían, trataban de escaparse. Se me salían por los lagrimales y los oídos, y unos cuantos se me acurrucaron en el corazón. Toda yo estaba llena de galerías, los gusanos excavaban túneles, nadaban por los canales de las venas, yo estaba tan muerta como la otra, y como no sabía nada de ella tenía que imaginármela y la hacía parecida a mí, a él, como una hija de los dos, el resultado de un año juntos, un embarazo y algunos meses, pensé en ella como si le probara una corbata a él, una camisa, un peinado, qué le quedaría bien, le dibujaba los planos, qué casa le iría bien, qué chica le habría gustado, qué mujer lo habría excitado, cuál habría podido acercársele lo suficiente para que la matara, a quién habría sacrificado él… Salimos un año entero. Me parecía a ella, seguro que me parecía. Vio mi fotografía en la aplicación y me dejó un mensaje porque me parecía, nos ensartó con el mismo cuchillo, hizo de puente de una a otra, nos empalmó las venas.

Era imposible saber qué pasaba en la pantalla, qué hacían, seguir ningún argumento, la película era fragmentaria, había persecuciones de coches, jóvenes que se abrazaban, música y colores, pero me perdía, me absorbía mi propia película. Hay accidentes, pensé. Coges el coche para ir a una fiesta y vuelves a casa en silla de ruedas.

Una noche, de pequeña, oí al abuelo desde mi cuarto.

—Cayó en una corriente marina —decía—, estoy seguro, cayó en una corriente marina, por eso no lo encontraron. Delante de Badalona hay corrientes. Hay corrientes por todas partes, corrientes que arrastran otras corrientes. Hay una malla que se mueve debajo del agua, hecha de senderos y caminos, de carreteras y autopistas que nunca están allí mismo, unos circuitos que van moviéndose, cada uno a su ritmo, hacen órbitas en torno a planetas de agua. Cuando pasan por encima de una corriente, las barcas bailan y los palos se tumban como si pasara una ola por debajo de otra. La barca frena si va en dirección contraria, y si la corriente va a su favor se la lleva, y es ir a lomos de una ballena. Si tienes la red echada, se hincha como una vela y te toca enderezar el timón, y después, cuando la recoges, encuentras peces que no tocan. De allí no tendrían que salir brótolas, y las gambas están mucho más al fondo. Langosta en Badalona, sardina en la desembocadura del Ebro, atún en esta época… No puede ser. Cada corriente tiene su temperatura y su pescado, pero las corrientes también arrastran animales de tierra y trastos que han caído al mar no se sabe cómo, y que han acabado haciendo el circuito como las manecillas de un reloj.

Yo también estaba atrapada en un circuito obsesivo. Quizás Albert Jordi alquiló una barca y tiró a la muerta al mar en un saco lleno de piedras para que se hundiera, como mi padre con el plomo, y ahora una misma corriente arrastraba a los dos muertos, a mi padre y a la pareja de Albert Jordi. Se habían conocido en el otro mundo y estaban haciendo un crucero submarino por el Mediterráneo. O habían caído en corrientes distintas, y en un punto del circuito coincidían, se encontraban periódicamente…

—Unos pescadores, una vez, sacaron una vaca con la red —decía el abuelo aquella noche. Puede que hablara con mi madre, o con la abuela, o solo, puede que hablara para mí—. Una vaca que hacía dos días todavía pastaba, si la hubieran ordeñado habría dado leche salada. A saber los kilómetros que habría hecho, de la granja a la costa y después dentro del agua. Estaba enferma y la tiraron al mar, o se cayó en el río un día de crecida… ¡No te jode! ¡Una vaca! Vuelta cabeza abajo en el fondo del mar como un árbol con el tronco enterrado, con las patas por ramas y los peces por hojas. Los peces querían zampársela y no podían romper el cuero. Y una vez unos buzos vieron caballos con caracoles y almejas en la crin. Las redes arrastran mucha mierda. Sacábamos perros y gatos tan llenos de agua que no sabíamos si eran cabras o conejos, jabalíes hinchados como botas, familias de jabalíes redondos como peces luna. Y he oído decir que en Formentera sacaron a un recién nacido con las costillas como espinas. Pero normalmente eran trastos hundidos enterrados cerca de la costa, motos, bicicletas, lavadoras, televisores y paraguas… De todo. Sillas, colchones, butacas, mesas, como unos grandes almacenes debajo del agua, supermercados y fruterías y verdulerías, latas, jamones, chocolate, una ciudad con bloques de pisos y autopistas, jardines, aparcamientos y vertederos y hogueras. Una vez sacamos un delfín muerto. Delfines vivos no cogerás ninguno, solo alguno pequeño, chillando como un crío de teta. Son muy mala cosa los delfines, malas bestias. Aquel nadaba muerto, arrastrado por la corriente. En cubierta, se quedó quieto entre los peces que coleaban en la red como escamas de un pez más grande, como un pajarote con plumas de espejo, y lo toqué, toqué el delfín con el dedo y se deshizo como un globo de agua.

Él y ella quizás acabaron en algún puerto, pues, enredados, quizás acabaron en latas de comida para perros. Puede que dentro de un pescado alguien se encontrara un pedazo de vestido, un pedazo de carne, una uña. Abro la merluza en lugar de tirarla, noto una piedra entre el líquido podrido, brilla, un anillo, la alianza con la fecha y las iniciales, como un cuento, A. J., era ella, todo coincide. O el anillo de mi padre con las iniciales de mi madre, lo vi en la foto, llevaba anillo, igual que lo llevó ella de por vida. Me habían vendido a mi padre al peso. No era extraño encontrar restos humanos en el mar, el Mediterráneo era entonces una sopa caníbal en la que morían los refugiados de la guerra de Siria, se ahogaban a cada momento.

Corrientes de ballenas. Corrientes de caballos. El zodiaco bajo el agua.

Yo también estaba en esa corriente, yo y todo el cine, las butacas, la pantalla, todo bajo el agua. Recorrí el Mediterráneo, pasé el estrecho, rodeé la península y me fui al mar del Norte. Vi submarinos como bancos de peces y aviones en la arena de debajo, como un aeropuerto. Me arrastraba la corriente en una barca volcada. Vi a mi padre, nadé para atraparlo, mi padre daba vueltas y hacía su circuito. Aún estará allí, o lo que quede de él. Se va al fondo del mar en Ibiza, después flota un poco más arriba y en las costas de Córcega se lo comen las gaviotas, y sigue deshaciéndose, llega a Mesina y es un esqueleto vestido, vuelve a dar la misma vuelta y en mayo pasa otra vez por Badalona, y en junio ha llegado a Ibiza, en agosto las gaviotas se lanzan de cabeza desde el cielo para pellizcarlo, se llevan pedazos suyos volando, le limpian los huesos, y los peces también se acercan y se lo comen, le quedan jirones de carne, los peces pequeños nadan entre sus costillas, los grandes se quedan encerrados dentro como si fuera una nasa, le salen conchas en las cuencas de los ojos y tomates de mar en la boca, peces y cangrejos viven en su cráneo, lleva caracoles por pendientes, langostas que sacan las antenas por detrás de la clavícula, gambas en los tobillos, es un padre grotesco, un títere, con la pelvis llena de mejillones y erizos en lugar de pelo, la corriente lo arrastra con su traje de algas como un ángel verde y el esqueleto va separándose en piezas como el motor de un coche en el desguace, este fue mi padre, esto fue mi padre, los huesos que sostenían la carne que me engendró, deshaciéndose entre el plancton. Hay una línea regular de muertos, un desfile de huesos blancos que pasan por delante de la costa como delfines o atunes, todos los años la ambición y la desesperación de los hombres, a veces un velero coincide con ellos y al navegante le parece ver la espalda de una serpiente, y después se dice que es el reflejo del sol, no se imagina un cementerio itinerante, y son los huesos de mi padre mezclados con los demás muertos atrapados en el circuito, abrazados a la mujer de Albert Jordi.

Se encendió la luz y salí del cine con la riada de gente. Bajé al metro como un robot. En casa, cerré la puerta de la cocina y me eché en la cama. Ni me acordé de la intención de aquella mañana de volver a la aplicación de citas. Al contrario. Las sábanas estaban arrugadas, las flores marchitas y secas. Había estado mil veces en su casa, dormía allí a menudo y nunca noté nada. Debes de cambiar de casa, si en una matas a alguien. No sé qué pasa con la herencia de la víctima, no sé si se anula un testamento cuando el asesino es el beneficiario. No se puede saber qué habría querido ella, ya no se le puede preguntar. Cuando ya no estás, pierdes todos los derechos. Pierdes el derecho a perdonar. Puedes perdonar un robo, pero no puedes perdonar tu propio asesinato. Primero el asesino te quita la vida, después la justicia te remata. Cuando ya estás muerto, no debes de querer nada más que perdonar, pero, cuando estás vivo, ¿cómo puedes hacer una cosa así? ¿Quién eres tú para eso?

No puedo saber si la cama en la que dormíamos era la misma en la que había dormido con ella. Sí que sé que me tocó con las mismas manos que habían matado a su mujer, y que me miró con los mismos ojos que debieron de verla morir. Que le hablaba con la misma voz que a mí, pero que las palabras fueron cambiando de sentido mientras la apuñalaba. ¿Qué quería decir, en ese momento, la palabra adiós? ¿Qué significado tenían sus pensamientos? ¿Podía entenderlos ella misma? No cambió solo el idioma. Los muebles ya no eran los muebles, las paredes ya no eran las paredes, ella misma ya no era la misma mujer.

Puede que al día siguiente vaciara las botellas en el fregadero. Que tirase la comida de la nevera, el tubo de pasta de dientes que compartían. Todo estaba contaminado. Debió de ir por la casa con una bolsa de basura vaciando los cajones, recogiendo los recuerdos, su ropa y sus pelos, debió de barrer y fregar, debió de ducharse, cortarse las uñas, ir a la peluquería, debió de comprarse una muda nueva. Todo lo que tocaba se convertía en veneno.

Hasta que llamó a la policía.

Albert Jordi no se habría dejado atrapar.

No sé si él mismo sabía que quería matarla. Ni cuánto tiempo hacía que lo sabía. Ni si se lo había dicho, ni cuántas veces. No sé si quería matarla. Quizás lo quiso después.

¿Cuánto tiempo estuvo con ganas de decírmelo? Sufriendo a diario y diciéndomelo al final, una noche. ¿O fue un pronto? ¿Creía que lo perdonaría? ¿Quién era yo para perdonar a un asesino? ¿O me lo dijo para que lo dejase? ¿Para involucrarme? ¿Porque me quería? ¿Me lo dijo en el momento en que estuvo seguro de que me quería? ¿En el momento en que dejó de quererme?

¿Y tú qué opinas, muerta?

Mírame a ver si mi padre está ahí, para saber si está muerto.

¿Cómo fue? ¿Y por qué? ¿Te enteraste?

¿Tenías hijos o querías tenerlos?

A lo mejor eras malvada y retorcida, estabas tan dedicada a hacerle la vida imposible que preferiste dejarte matar antes que dejar de atormentarlo y martirizarlo, una enemiga tan fuerte que acabó haciéndose matar para castigarlo. Te mató en defensa propia y al mismo tiempo para castigarse. Fue un crimen cargado de buenas intenciones. Yo no sé qué es un matrimonio, cómo es la relación profunda entre dos personas, qué pasa ahí dentro. Mis abuelos eran una unidad, mi madre se quedó viuda a los veinticinco y no quiso que hubiera más hombres, llevó siempre el anillo, hizo grabar el nombre de mi padre en su nicho como una defensa para el más allá, guardó su cuerpo para dejarlo pudrir con un fantasma. Pero la gente también se entierra con desconocidos, los cementerios están llenos de parejas malavenidas, de maltratadores y asesinos que acompañan por siempre jamás a sus víctimas. Hay más enemigos enterrados juntos que amigos, no sabemos qué pasa dentro de las tumbas, qué derrotas, qué victorias, qué humillaciones esconden.

En las tumbas de los asesinados no hay ningún distintivo. Llegó el momento culminante de su vida y tuvieron que dedicarlo a afrontar la sorpresa y la incredulidad, a sopesar qué pasaría con su cuerpo, pero también a redefinir la relación con su asesino y con la vida. En un mismo momento. A decidir si perdonaban o no. ¿Quién se quedaba la culpa? ¿Tu cuerpo o el del otro? ¿Qué te llevabas cuando la vista se enturbiaba por la muerte? ¿A tu asesino o tu herida?

Al final, ¿qué diferencia hay? ¿No son todas las muertes un asesinato?

El cuchillo entraba como un imán e iba directo al corazón, sin sangrado, como cuando las tijeras abren un pescado. No fue como en las películas, sábanas y paredes con flores de sangre, quizás fue un accidente y la cárcel una injusticia, y me había equivocado al echarlo, al culparlo con mi imaginación enferma. Los oídos no me dejaron acabar de escucharlo, quizás la llevó al hospital, muerto de miedo, y le pidió perdón mil veces llorando y cogiéndole la mano y mirándola a los ojos y ella lo perdonó, fue su testamento, perdonarlo, y en cambio yo no había dudado en culparlo y tal vez era yo la culpable, tal vez en mi interior alguien agradecía en voz baja la muerte de aquella mujer, para que él pudiera dedicarse a mí, y tal vez era la voz de los hijos que podría tener con él, se pierde una vida pero se ganan dos, tres, media docena de hijos que no habrían nacido sin su sacrificio, y tal vez yo había flaqueado, tal vez yo era lo que él quería, que se le negara el perdón, me puso a prueba, quería de mí que se lo negara, porque la redención es un deseo y si se hace realidad no existe, como el amor, si se hace realidad no existe, como la muerte, si se hace realidad no existe. ¿Por eso me lo dijo? ¿Buscaba una cadena de mujeres que lo abandonaran? ¿Para eso las buscaba? ¿Para estar condenado?

Encendí la luz y eran las cinco.

Cogí el teléfono y lo llamé. No contestó. Insistí mil veces. Decidí ir a verlo al día siguiente a su casa y eso me tranquilizó y me dormí, y al cabo de tres horas ya volvía a estar en la oficina.

2

Me acuerdo de un cuento que leí una vez. Un hombre veía a unos policías apaleando a un detenido, se indignaba e iba a poner una denuncia. Resultaba que el detenido era un asesino. El comisario desengañaba al hombre:

—Los asesinos son gente normal —le decía.

Podría haber escrito un libro sobre mi «normalidad» las semanas que pasé en un pueblo al lado del aeropuerto de Girona, Riudellots, que quiere decir río de barro. Podría haberme puesto a escribir, no tenía nada mejor que hacer. Mi diferencia. Confesiones de un asesino. He leído lo suficiente para saber redactar. Mis padres tenían una papelería y he trabajado toda la vida en librerías. En la cárcel llevaba la biblioteca. Podría haber escrito perfectamente ese libro de haber creído que era posible. Pero es que una excepcionalidad comunicable sería una contradicción. Podría haberlo hecho por dinero, pero el dinero no me quitaba el sueño, tenía el móvil de unos amigos que se morían de ganas de echarle una mano a un emprendedor.

Ni siquiera abrí el procesador de textos. No quería obligarme a pensar, precisamente huía de eso. Los pensamientos primero parece que te ayudan, pero solo te dan coba, te consienten y después te traicionan y te abandonan. Piensa lo que quieras, que en medio minuto viene el pensamiento contrario y lo destroza. Los pensamientos son incompletos, por mucho que lo escondan. Si los dejas hablar, son como niños: tengo razón, tengo razón y tengo razón. Y la tienen, porque solo hablan de sí mismos. Por eso puedes escribir que los asesinos somos normales y quedarte tan ancho.

De ahí sale la diarrea internáutica. Es mejor no apuntar nada. Los pensamientos se embarran en la pantalla y en el papel se secan y se llenan de polvo, como ratas que se ahogan en las cloacas o que se pudren, muertas en la ratonera.

Hay torrentes de palabras igual que hay torrentes de silencios, momentos que se mezclan y se confunden unos con otros, y entonces hablar es la forma de callar y callar es la forma de hablar.

Los diez años que me cayeron en el juicio se quedaron en ocho con las reducciones y pasaron más deprisa de lo que esperaba. Los primeros días en la cárcel te desanimas y pierdes el sueño, piensas que no aguantarás, pero te adaptas. Si eres de una familia humilde como yo, un internado en el que no tienes que preocuparte de nada acaba teniendo su gracia, y entrar en otro mundo, salir durante un tiempo de ti mismo, no tiene precio.

Ingresé en prisión, me deprimí una o dos semanas, un mes entero, y me recuperé dedicándome a descubrir al personal y las normas, como si leyera un libro. Entré un febrero. Aquello era estrecho y angustioso, los pasillos, la celda, la ventanita. La calefacción cargaba el ambiente y me ahogaba. Estaba sucio y la comida no valía nada. Pero una mañana, en el patio, me fijé en la luz en una pared, una luz limpia como si la hubieran lavado y planchado. Al cabo de unos días apagaron la calefacción y el aire empezó a correr por los pasillos y el interior de la celda. Ya no era para tanto. Seguía sabiendo qué cagaba mi vecino, pero circulaba el aire. Solo veía una parte del laberinto de celdas y pasillos. El laberinto seguía fuera de la cárcel. Puse velocidad de crucero. Era cuestión de esperar. Todo fue volviéndose cíclico y previsible. Los días, los meses y los años eran calcados. Solo había que vivir el primero, los demás no contaban. Me habría quedado una década más sin enterarme. Todo el tiempo del mundo estaba envasado allí dentro, no había ninguna prisa, tenía hasta derecho a un psicólogo. Era mejor retrasar cualquier intención para ayudar a que avanzara el tiempo. Daba la impresión de que allí no envejecías.

El primer amigo que hice tenía una llave. Era la llave de alguna puerta al mundo de fuera, no sé de dónde la había sacado. La cárcel a veces parecía un supermercado, con pasillos larguísimos y vacíos en los que acababas encontrando de todo, porque el laberinto se comunicaba con el exterior por túneles secretos. Tenías tiempo de buscar, de hacer magia. Mi compañero limaba la llave en el suelo para hacer un punzón. El punzón es el instrumento más útil de un preso. Te limpia las uñas y te defiende. Había ocupaciones así, todos tendíamos a afilar ideas en la cabeza con la misma obsesión. Cada recluso se dedicaba a su tema, que enseguida detectabas. Podía ser la rabia, el sueño, el remordimiento o el deseo, los coches, las mujeres, la comida o el fútbol. Como pasa fuera, pero más trabajado, con más punta. Las ideas iban girando en el torno del interior de la cabeza.

Yo había matado a una mujer. Podía dedicarme a eso, modelarlo, podía tratar el recuerdo como a un hijo, verlo crecer, educarlo, reconocerme en él, quererlo o discutir. Pero dejé que se estancara. Convivía con él como con un accidente, con una guerra o un atropello mortal. Ya estaba hecho, no había solución, la maté y renací con una tara, la única posibilidad es aceptarlo, no hay otro remedio. Dejar que se pudra, mirar cómo se descompone y se disuelve y va haciéndose pequeño y lejano.

Los asesinos no somos gente normal, pero si te meten en la cárcel te vuelves un poco más normal. Querían castigarme, rehabilitarme, prevenirme, hacerme normal. Se ocupaban de mí. Me consideraban una pieza catalogada y prevista. Se defendían asumiéndome.

Esteve era un preso que había matado a su padre. Tenía treinta y cinco años y ya parecía un viejo. La droga lo había dejado hecho un saco de huesos marcado de arriba abajo con tatuajes. Fui ganándome su confianza, había pocos reclusos a los que valiera la pena escuchar.

Me contó que había tenido un ataque al corazón por culpa de la cocaína. Como consecuencia de eso, mató a su padre. No dejaba de darle vueltas. El infarto le presentó a la muerte. Mira qué guapa, aquí la tienes, en la palma de la mano, es esta, la tuya, solo tienes una, la ves tú y nadie más, ¿te gusta? Un ataque al corazón a los veintinueve años. Sus padres eran demasiado egoístas para tenerlo en cuenta, me dijo, necesitaba la droga para salir de vez en cuando de la mierda de vida que le daban, y la droga lo llevó a estar muy cerca de la muerte.