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Los crímenes de la calle Morgue es considerado como el punto de partida de los cuentos de detectives. Poe recibió por este relato un pago inusual para la época. Dupin, el protagonista de la historia, demuestra aquí su capacidad para la observación y el razonamiento lógico de una manera extraordinaria y poética.
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Seitenzahl: 65
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Los crímenes de la calle Morgue
La canción que cantaron las sirenas o el nombre que adoptó Aquiles cuando se ocultó entre las mujeres, aunque son preguntas enigmáticas, no exceden lo conjeturable.
Sir Thomas Browne, Urn-Burial
Las mentes caracterizadas como analíticas, son, en sí mismas, poco susceptibles de ser analizadas. Las apreciamos exclusivamente por sus resultados. Entre otras cosas, sabemos que siempre son para su dueño, cuando la posee de un modo extraordinario, la fuente de placer más vivo. Como el hombre fuerte se enorgullece por su habilidad física, deleitándose cuando pone sus músculos en acción, así se jacta el analista en esa actividad que consiste en “desenredar”. Se complace incluso con las más triviales ocupaciones que pongan en juego su talento. Es aficionado a los enigmas, las adivinanzas, los jeroglíficos; exhibe en la solución de cada uno un grado de agudeza que parece sobrenatural para la mayoría de la gente. Sus resultados, extraídos en esencia del mismo método, tienen, en verdad, todo el aire de la intuición. La facultad de resolución posiblemente se vigoriza mucho con el estudio matemático, especialmente con su rama más alta que, injustamente –y por sólo a causa de sus vulgares operaciones– ha sido llamada, parexcellence, análisis. Pero calcular no es analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, hace lo uno sin preocuparse por lo otro. Se deduce que el juego de ajedrez está muy mal comprendido en lo que respecta a sus efectos sobre la mente. No estoy escribiendo un tratado, sino simplemente prologando una narración algo peculiar con observaciones realizadas bastante al azar; por lo tanto, aprovecharé la ocasión para afirmar que los poderes más altos del intelecto reflexivo se utilizan de manera más decidida y útil en el modesto juego de damas que en la complicada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y complicados, con variados y variables valores, lo que solamente es complejo es confundido (error no poco usual) con lo profundo. Aquí la atención se coloca poderosamente en juego. Si flaquea un instante, se comete un descuido, que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los movimientos posibles además de numerosos son intrincados, las chances de tales descuidos se multiplican; y nueve de diez veces, triunfa el jugador más concentrado y no el más agudo. En las damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y tienen poca variación, las probabilidades de descuido son mínimas, y como la mera atención comparativamente casi ni se emplea, las ventajas que obtiene cada parte provienen de una perspicacia superior. Para ser menos abstractos: supongamos un juego de damas donde las piezas están reducidas a cuatro reyes, y donde, por supuesto, no se espera ningún descuido. Es obvio que aquí la victoria puede decidirse (si los jugadores son completamente iguales) sólo por algún movimiento sutil, resultado de algún potente esfuerzo intelectual. Privado de los recursos ordinarios, el analista se adentra en el espíritu del oponente, se identifica con él, y, por lo tanto, con frecuencia, ve de una sola mirada, el único método (casi siempre absurdamente simple) por el cual puede inducir a error, o precipitar un mal cálculo. El whist desde hace tiempo ha sido distinguido por su influencia sobre lo que se denomina el poder del cálculo; y hay hombres del más alto nivel intelectual que aparentemente obtienen un deleite inconmensurable con él y desechan el ajedrez por frívolo. Más allá de toda duda, no hay nada de naturaleza similar que someta a esfuerzo tan grande la facultad de análisis. El mejor ajedrecista de toda la cristiandad no es más que el mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad en el whist implica la capacidad de triunfar en todas esas empresas más importantes donde la mente se enfrenta con la mente. Cuando digo habilidad, quiero decir esa perfección en el juego que incluye una comprensión de todas las posibilidades que podrían generar legítimas ventajas. Éstas son numerosas y multiformes, y con frecuencia yacen en huecos del pensamiento casi inaccesibles para el entendimiento ordinario. Observar atentamente es recordar definitivamente; y, hasta aquí, el ajedrecista concentrado actuará muy bien en el whist; ya que las reglas de Hoyle (basadas en el simple mecanismo del juego) son generalmente comprensibles. Por lo tanto, tener una memoria retentiva, y proceder “según las reglas” son puntos que se consideran comúnmente como la suma total del buen juego. Pero la habilidad del analista se evidencia en cuestiones más allá de los límites de las simples reglas. En silencio, hace una cantidad de observaciones, e infiere. Quizás sus compañeros hacen lo mismo; y la diferencia en la información obtenida no se da tanto por la validez de la deducción como por la calidad de la observación. El conocimiento necesario depende de qué observar. Nuestro jugador no se limita en absoluto; no porque el juego sea su objetivo, rechaza deducciones de cosas externas al mismo. Examina el semblante de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo de ordenar las cartas en cada mano; a menudo contando triunfo por triunfo, por las miradas que ofrecen quienes los sostienen. Distingue cada variación de sus caras mientras el juego progresa, reuniendo varias ideas a partir de las diferencias en la expresión de certeza, de sorpresa, de triunfo, o de disgusto. Por la forma de reunir una baza juzga si la persona que la toma puede hacer otra en el juego. Reconoce que está fingiendo, por el aire con que la arroja sobre la mesa. Una palabra casual o inadvertida; la caída o vuelta accidental de una carta, junto con la ansiedad o la minuciosidad para ocultarla; el recuento de las bazas, con el orden de su disposición; el embarazo, la duda, la vehemencia, la actitud de alarma: todo le proporciona, a su percepción aparentemente intuitiva, indicadores del verdadero estado del juego. Cuando las primeras dos o tres rondas han sido jugadas, conoce perfectamente lo que tiene cada uno y, en consecuencia, juega lo suyo con una absoluta precisión, como si el resto del grupo le hubiera mostrado sus cartas.
El poder analítico no debe confundirse con simple ingenio porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso suele ser incapaz de analizar. El poder constructivo o combinador, por el cual se manifiesta habitualmente el ingenio, al cual los frenólogos (creo que erróneamente) han asignado un órgano aparte, suponiéndola una facultad primitiva, a menudo se ha visto en aquellos cuyos intelectos bordean de algún modo la idiotez, al menos los que han atraído la observación general de los que escriben sobre carácter. Entre la ingeniosidad y la habilidad analítica existe una diferencia comparativamente más grande, que entre la fantasía y la imaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga. De hecho, se verá que los ingeniosos siempre son fantasiosos, y los verdaderamente imaginativos nunca otra cosa que analíticos. La narración que sigue aparecerá al lector bajo la luz de un comentario sobre las proposiciones expuestas.
Residiendo en París durante la primavera y parte del verano de 18… conocí a Monsieur C. Auguste Dupin. Este joven caballero pertenecía a una excelente –en realidad, ilustre– familia; pero, por una variedad de eventos desafortunados, había quedado reducido a tal pobreza que la energía de su carácter sucumbió ante la desgracia, llevándolo a alejarse del mundo, y a no preocuparse por recuperar su fortuna. Por cortesía de sus acreedores, todavía conservaba una pequeña parte de su patrimonio; y, con el ingreso surgido de éste, se arreglaba, con una rigurosa economía, para procurarse lo necesario para vivir sin inquietarse por las superficialidades. Los libros, en verdad, eran su único lujo, y en París, se obtenían fácilmente.