Los cuatro peronismos - Alejandro Horowicz - E-Book

Los cuatro peronismos E-Book

Alejandro Horowicz

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Beschreibung

En seis décadas de existencia, el peronismo ha virado a la centroizquierda, a la centroderecha y a la derecha, ha cobijado a los Montoneros y a la Triple A, ha sido un férreo defensor del Estado de bienestar y también lo ha desmontado. Al cabo de este devenir, y sin excluir nuevas mutaciones en el futuro, sobresale una pregunta: ¿qué es finalmente el peronismo? ¿Qué ha sucedido con la política argentina desde su aparición? Pocos libros han logrado dar una respuesta tan clara, vigente y definitiva a este interrogante como Los cuatro peronismos, de Alejandro Horowicz. En la historia política de la Argentina no hay hecho más trascendente que la aparición y transformación del peronismo. Desde el 17 de octubre de 1945 hasta la actualidad ha gravitado, y no pocas veces ha pautado, los acontecimientos del país. En su primera década en el poder, hasta 1955, incorporó a la vida política activa a grandes masas obreras, y redefinió el lugar, e incluso el idearlo, de los partidos entonces dominantes. Después de la llamada Revolución Libertadora, y hasta 1973, proscrito y con Perón, en el exilio, fue a menudo el árbitro y la baza que inclinaba la balanza de los gobiernos civiles y militares. Desde 1973 hasta 1976, con las presidencias de Cámpora, Perón y al final Isabel Perón, gobernó en medio de las mayores expectativas y fue el campo de batalla donde se midieron la izquierda y la derecha peronista. Y a la vez descubrió que sus clásicas recetas económicas no eran viables en un país que había virado radicalmente.

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Tabla de Contenidos

Agradecimientos tardíos

Advertencia inicial

Capítulo 1

Generales y estancieros

I

II

III

IV

V

VI

VII

Capítulo 2

Proteccionistas y librecambistas

Capítulo 3

El Banco Central y los nacionalistas

I

II

III

Capítulo 4

Dos mitos simétricos

I

II

III

IV

Capítulo 5

La neutralidad imposible

I

II

Capítulo 6

Una Yalta local

I

II

III

Capítulo 7

1943: Radiografía de un golpe de Estado

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

Capítulo 8

Interludio político: el partido sin Partido

I

II

III

IV

Capítulo 9

Perón llega al poder

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

Capítulo 10

1955: Radiografía del otro golpe

I

II

III

IV

V

Capítulo 11

Avanza Rojas, avanza la Libertadora

I

II

III

IV

V

Capítulo 12

Azules y Colorados: la impotencia peronista

I

II

III

IV

Capítulo 13

El Cordobazo: la Libertadora hace agua

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

Capítulo 14

La vuelta de Perón. Penúltimo acto

I

II

III

IV

V

VI

Capítulo 15

Muerte y transfiguración

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

Epílogo

Veinte años después

Apéndice biográfico

Bibliografía

Horowicz, Alejandro

Los cuatro peronismos. - 1a ed. - Buenos Aires : Edhasa, 2013.

ISBN 978-987-628-227-7

1.Historia Argentina

CDD 982

Diseño de tapa: Pepe Far

Realización de tapa: Juan Balaguer y Cristina Cermeño

Primera edición impresa en Argentina: agosto de 2012

© Carlos Gamerro, 2004, 2011, 2012

© de la presente edición en Ebook: Edhasa, 2013

España: Avda. Diagonal, 519-521- 08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20 - E-mail: [email protected]

Argentina: Avda. Córdoba 744, 2º piso C -C1054AAT Capital Federal

Tel. (11) 43 933 432 - E-mail: [email protected]

ISBN: 978-987-628-227-7

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción pacial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Agradecimientos tardíos

Ninguna de las ediciones anteriores incluyó los debidos agradecimientos. Era un olvido voluntario. Veinte años cambian muchas cosas, y este restablecimiento de la memoria no supone ninguna observación sobre la peripecia personal y pública de mis agradecidos, sino un homenaje a la verdad tal cual yo la recuerdo.

In medias res: Silvia Zeigner y Elsa Drucaroff leyeron el original y aportaron valiosas correcciones. Elsa, además, participó junto con Alejandra Ruiz y Claudio Uriarte en la corrección de las trabajosas galeras (pruebas de página de la era anterior a la computación); Uriarte también metió mano en los títulos de los capítulos, pero el título de todo el trabajo fue un hallazgo de Jorge Asís. Y la magnífica ilustración de tapa –el Perón de la primera edición– surgió del lápiz de Hermenegildo Sabat. A todos ellos mi tardío agradecimiento.

Una vez terminado el original, mientras se confeccionaba el objeto libro, un grupo tuvo la generosa disposición de discutir detalladamente el texto. Nos juntábamos los miércoles en El Tortoni y café de por medio, en amable tertulia, lo despellejamos con fruición. Espero que la memoria no me sea infiel, recuerdo en esos encuentros a Carlos Alonso, Elsa Drucaroff, Eduardo Grünner, Jorge Macarz, Julio Sevares y el tempranamente fallecido Norberto Soares. Como es de rigor la responsabilidad final de lo que aquí se dice es completamente mía.

Alejandro Horowicz

Buenos Aires, 11 de marzo de 2005.

Advertencia inicial

La quinta edición de Los cuatro peronismos, que usted tiene entre sus manos, respeta escrupulosamente el original, con un agregado: un apéndice biográfico. Tanto la primera edición (Legasa, 1985), como la segunda y la tercera (Hyspamérica, 1986 y 1988), fueron idénticas, en la cuarta (Planeta, 1991) se añadió un prólogo circunstanciado (“La democracia de la derrota”) que en esta edición reemplazo por un epílogo (“Veinte años después”). Un trabajo capaz de asimilar los honores del plagio y 20 años de peronismo sin derrumbarse es posible que tenga algún valor.

Buenos Aires, 11 de marzo de 2005.

Capítulo 1

Generales y estancieros

I

Hipólito Yrigoyen cayó; la argamasa del arco social que lo había sostenido desde 1916 se deshizo; un golpe de Estado quebró, casi sin resistencia, el gobierno del “hombre más amado y más odiado de su tiempo”.

No era el gobierno el que entraba en crisis, sino la relación umbilical que la sociedad argentina había mantenido con el mercado mundial. Por eso el desplome de Yrigoyen requirió tan poca violencia interna y tanta violencia internacional.

Con un partido descompuesto por 14 años de poder ininterrumpido, sin más horizonte que la próxima renovación parlamentaria, Yrigoyen constituye un punto de ruptura histórico. El mundo entero giraba a la derecha, los intereses agrarios debían readaptarse para sobrevivir, y el viejo caudillo demoraba meses en firmar nombramientos, leyes y decretos. La lentitud presidencial simbolizaba la anacronía de su gobierno.

Ya no bastaba redistribuir con mayor o menor generosidad el fruto de la renta agraria. Todo el sistema productivo estaba en entredicho; los ingresos nacionales habían pasado de tres a uno; las exportaciones, mejor dicho el precio de las exportaciones, se había reducido a un tercio. La calidad de vida del bloque de clases dominantes debía acompañar esta rígida ecuación. Reducir el salario obrero era insuficiente, el problema incluía otros ingredientes; todo lo que se entendía por política económica en el país del centenario mostraba ahora inequívocas señales de muerte.

Era preciso rediseñar la inserción de la sociedad argentina en el mercado mundial; vender cuero y comprar zapatos equivalía a marchar descalzos. El país urbano, electoral, cuentapropista, se resistiría; “¿para qué?”, decían, si era posible fabricar zapatos y tal producción alcanzaba el rango de “solución patriótica”.

Pero las clases hegemónicas no aman los experimentos, al menos los experimentos que no controlan directamente. Exigen timonear el aparato del Estado durante la crisis, por eso el golpe contra Yrigoyen no requirió programa alguno. Es más, no podía tenerlo, bastaba con sacar al Peludo y ver. Para esa labor el general Uriburu sobraba; sus simpatías y antipatías políticas carecían de toda importancia; en todo caso eran las filias de su tiempo.

II

Roca e Yrigoyen proveyeron de nombres propios al modelo nacional que arranca en 1880 y culmina en 1930. Pinedo y Perón, en rigor Justo y Perón, harían lo mismo con el ciclo siguiente. La tentación de encolumnar estos nombres (Roca-Yrigoyen-Justo-Perón), aun introduciendo podas circunspectas (Roca-Yrigoyen-Perón), incluso afilando el lápiz (Yrigoyen-Perón) es grande y poco relevante. Al menos en el sentido que tradicionalmente se otorga a estas seguidillas; más que proporcionar el hilo de proyectos nacionales crecientemente independientes, muestran la capacidad de hilvanar un país a la medida de los estrechos intereses de su matriz agraria. Un país subordinado y conservador.

Ésa es la clave que ilumina con sugestivos destellos el conjunto de la sanguinolenta historia argentina. Una historia de exterminio y sometimiento, donde el partido revolucionario, el partido de la transformación social, sólo puede entreverse tras el filo de los golpes del partido contrarrevolucionario. Es que hay clases en lucha, pero no hay lucha de clases.

Conviene examinar esta afirmación. Marx no entiende por lucha de clases sino aquella que libran los protagonistas históricos como requisito de su propia constitución. En ese terreno se ubican el enfrentamiento entre la burguesía revolucionaria y la reacción monárquico-feudal y la del proletariado con la burguesía en su etapa senecta.

Esta diferencia no tiene un mero valor académico, puesto que explica el carácter de la lucha y de los contendientes. La burguesía no puede exterminar al proletariado, porque lo requiere tanto como a su capital; puede derrotarlo, aherrojarlo, pero no puede eliminarlo. Y esto genera un límite, una barrera intraspasable donde la muerte del antagonista equivale a su propia muerte.

Esto es así en el terreno de la lucha de clases, pero cuando la lucha se dirime entre clases no antagónicas, cuando la vida de la otra no es un requisito de la propia existencia, este límite desaparece. Por eso el exterminio del otro se constituye en un camino para resolver “definitivamente”, “finalmente”, el conflicto. Por eso Sarmiento pudo afirmar: “Debe darse muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos”.

Así Roca, el fundador del moderno Estado nacional, ganó sus jinetas en una guerra de exterminio contra el Paraguay del mariscal Solano López y en otra contra la indiada malonera sin Remington. De los tres movimientos que estabilizaron definitivamente a la clase terrateniente argentina (liquidación de las montoneras federales, guerra contra el Paraguay y campaña al desierto), Roca interviene en los tres como militar activo, para coronar su conducta enfeudando a la nación al interés imperialista británico.

Y esto no debe sorprender en demasía, puesto que se trata de un oficial del ejército del general Bartolomé Mitre. De ese general y de ese ejército proviene la tradición militar nacional (el ejército de línea), porque la otra tradición, la que abreva en San Martín, murió en Ayacucho y fue enterrada por el propio Mitre docenas de veces. La tradición de tacuara y chuza fue derrotada por la tradición de los Remington importados, y la escuela napoleónica de San Martín fue reemplazada por la escuela prusiana.

A nadie se le debiera ocurrir que el carácter de una fuerza armada difiera sustancialmente del carácter de la clase social a cuyos intereses sirve. De la composición popular de las legiones romanas, o de la marina británica en el período de la Revolución Francesa, no se puede colegir su comportamiento político. En todo caso, esta tesis no sería del agrado de los pueblos esclavizados por Roma, ni de Espartaco, ni de los jacobinos franceses (es que los marinos amotinados por una paga inadecuada exigían aumento de salario para lanzarse a la lucha contra la odiada flota revolucionaria francesa).

Los que sostienen que Roca, al federalizar Buenos Aires, pagaba holgadamente sus pecadillos profesionales (después de todo era un militar de carrera) no comprenden la naturaleza del fenómeno imperialista ni la posibilidad de guardar un vino viejo y picado en odres flamantes.

Jorge Abelardo Ramos sostiene que la federalización de Buenos Aires “cierra el ciclo abierto en 1810” al entregar a la Nación el tesoro que expropiaba la provincia de Buenos Aires: la renta del puerto y la aduana de Buenos Aires. Es cierto que entregaba el tesoro a la Nación, no es menos cierto que con la otra mano se adueñaba de toda la Nación.

La federalización tenía un contenido cuando las únicas tierras en condiciones de colocar su producción en el mercado mundial eran las próximas al puerto. El resto, tierras marginales, sólo podían participar de la bonanza capitalizando industrialmente la renta agraria porteña. Es decir, transformando las ventas al exterior en motor de la producción industrial local.

Pero cuando las tierras improductivas fueron incorporadas al mercado mundial por las vías del ferrocarril británico y francés, cuando el puerto de Buenos Aires se extendió a través del ferrocarril, del que es continuación material, hasta Tucumán y Salta, los dueños nominales de tierras baldías devinieron terratenientes.

Para que no haya lugar a ningún equívoco: la burguesía comercial porteña y los productores agrarios de la provincia portuaria se negaban a nacionalizar el ingreso que era localmente producido antes de 1880. Una vez que el interior exporta, una vez que sus productos pasan por el puerto de Buenos Aires, la renta nacionalizada es en definitiva una devolución de los ingresos exportados por las provincias. Ya no se nacionaliza la renta agraria de la provincia de Buenos Aires, sino toda la renta agraria, mejor dicho los ingresos devenidos de la renta agraria. De modo que el conflicto que trababa la federalización desaparece.

Es que el mercado mundial requiere la alimentación barata de sus proletarios, y Canadá, Australia, Nueva Zelandia y Argentina se la proveen. La “gente decente” que debía sus títulos al buen rey Carlos comienza a parecerse, cada día más, a los estancieros de Buenos Aires, y las únicas diferencias que sobreviven son las diferencias de fertilidad de los suelos.

Para decirlo de otro modo: la organización nacional es posible y con ella la federalización de Buenos Aires, porque los intereses materiales de la sociedad colonial se homogeinizan lo suficiente. Y es precisamente su homogeneidad (terratenientes en el mercado mundial dominado por el imperialismo) la que define el cambio de contenido de la federalización.

En todas las batallas anteriores que el interior federal había librado contra el puerto unitario se visualiza la imposibilidad de una victoria definitiva. Ni el partido federal podía vencer, salvo episódicamente (en 1820, López y Ramírez; en la década del 50, Urquiza), porque no expresaba un modo de producción superior; ni el partido unitario podía destruir definitivamente los ejércitos montoneros, hasta que los dueños del suelo no transformaran a los combatientes federales en peones y soldados del ejército de línea. Esto es, hasta cuando la renta del suelo, de todo el suelo, no constituyera una clase social única y suficientemente homogénea. Por eso el proyecto de Rivadavia fue derrotado y por eso Urquiza no pudo vencer.

No se trataba tan sólo del carácter secundario del enfrentamiento entre Urquiza y Mitre, de las diferencias menores entre el litoral y el puerto, sino de los límites del mercado mundial. Cuando los reclamos de granos y carne comenzaron a sentirse con peso, el torrente inmigratorio, el ferrocarril, en una palabra el dictat del mercado mundial, hizo oír su voz. Entonces, las fuerzas centrífugas dejaron de golpear y los terratenientes se constituyeron en clase nacional.

Y allí reposa condensada en una sola frase la tragedia de la historia argentina: los terratenientes son su clase nacional. Son lo suficientemente nacionales para impedir que la sociedad argentina constituya un enclave colonial, pero no son lo suficientemente nacionales para impulsar un país independiente. Por eso es posible sostener, epigramáticamente, que la historia argentina puede reducirse a la historia de la consolidación del dominio terrateniente. Más aun: a la historia de la renta del suelo.

Mientras Mitre, representante de la burguesía comercial porteña, se oponía a la federalización de Buenos Aires con las armas en la mano, Roca lo derrotaba cuando lograba unificar tras su bandera a “los 13 ranchos del interior”, incluida la campaña de la provincia portuaria. Es decir, Roca vence en tanto representa a los terratenientes de todo el país, y Mitre es vencido y desplazado por su exclusivo anclaje a una clase subrogada. Los tiempos habían cambiado, y la identificación lineal entre librecambismo comercial y manejo de la renta del puerto no ataba a los comerciantes porteños con su hinterland agrario.

La alianza que Moreno había manejado con eximia maestría estalla y de asociados en pie de igualdad con los estancieros de la Pampa Húmeda (mucho más pequeña en aquel entonces) los comerciantes porteños se vieron empujados a un rol subsidiario, y ése y no otro es el ciclo que se cierra en 1880.

III

Para determinar en la Argentina el punto de ingreso del capital financiero internacional de origen británico, no es preciso rastrear a los socialistas clásicos, basta leer a un escritor honrado como Raúl Scalabrini Ortiz, con la siguiente aclaración dicha en su homenaje: no se trata de un pensador marxista. En 1882, dice este autor, el gobierno del general Roca toma un empréstito para extender los rieles del ferrocarril del Oeste. Se trata, explica Scalabrini, de un cambio de política, puesto que hasta ese momento el ferrocarril había crecido con crédito nacional exclusivamente. Un año antes, añade, Roca se había comprometido por medio de un contrato a no adquirir el ferrocarril del Sur, de propiedad británica, hasta el 27 de marzo de 1902.

Y ésas son las dos claves para comprender el ingreso argentino a la órbita del capital financiero británico, por eso conviene desenvolverlas con cierta atención. La construcción del ferrocarril del Oeste se inicia en 1854 con el aporte de capitales privados nacionales y de la provincia de Buenos Aires. Ocho años después, en 1862, los inversores locales resuelven retirarse y el gobierno les compra su participación; de manera que estamos ante una nacionalización sin estruendo a pedido de los inversores particulares.

Esto no impide que el gobierno provincial dueño del ferrocarril intente venderlo en 1864 y Scalabrini comenta así la propuesta: “El capital inglés, para quien la oferta en realidad se formula, no se deja atraer”.

Esta es todavía una confirmación indirecta: en 1864 Gran Bretaña no estaba interesada en el control del sistema ferroviario nacional, el gobierno de los terratenientes provinciales ya estaba interesado en malvenderlo; pero en 1881 la situación será diferente.

Scalabrini demuestra sobradamente que el ferrocarril inglés, del Sur, pudo ser adquirido por el del Oeste porque le sobraba capital para tenerlo. Tanto es así, que Roca se tuvo que comprometer por escrito a no nacionalizarlo, mientras un político conservador con más sentido nacional sobre ese punto, Estanislao Zeballos, reclamaba la expropiación como una medida adecuada.

Y no se trataba por cierto de la “ignorancia” de Roca sobre la cuestión; en 1904, en un discurso dirigido a las dos cámaras, sostiene:

El Poder Ejecutivo antes de ahora ha tenido ocasión de exponer a V.H. su pensamiento respecto de la situación creada al país por las concesiones, leyes y contratos que rigen a las empresas ferroviarias, y cada vez se afirma más en su creencia de que para salvar inconvenientes en el presente y peligros en el futuro, que no pueden corregirse ni evitarse con leyes ni decretos, más de forma que de fondo, y de efectos más aparentes que reales, no existen sino dos procedimientos: la expropiación de las líneas ferroviarias matrices y el desarrollo de los Ferrocarriles del Estado. El primer procedimiento, de la expropiación, no es aplicable por ahora, entre otras cosas, por lo enorme de su costo, porque no sería factible una operación de crédito semejante (el destacado es de A.H.).

La defensa de Roca podría hábilmente presentarse así: es cierto que recibió el primer préstamo destinado a la inversión ferroviaria, pero su importancia cuantitativa permite determinar que la presencia británica en el mercado interno no se modificaba sustancialmente. También es cierto que se comprometió a no nacionalizar los ferrocarriles británicos hasta 1902, pero de “no nacionalizar” a desnacionalizar hay una distancia perceptible.

Se puede matizar, durante su primer gobierno, la naturaleza de sus vínculos con el capital financiero internacional, sin ignorar que le entreabrió la puerta que le dio paso. Esa operación es lícita. Lo que no se puede hacer es sostener que se trata de un gobierno “progresista” sin situarse en la atalaya de la reacción.

El concuñado y sucesor de Roca, Juárez Celman, fue mucho más lejos: desnacionalizó el ferrocarril de la provincia de Buenos Aires, al tiempo que se entregó a una ordalía de negociados con el capital financiero británico; y esta política será luego limitada, parcialmente, con la revolución de 1890.

Así las cosas, para cerrar el círculo, basta situar la importancia que el ferrocarril tenía en un país agrario exportador de granos y carnes para comprender la “progresividad” del partido integrado por Roca y Juárez Celman. Dicho con el filo de una fórmula política: dar paso a la desnacionalización de la red ferroviaria equivalía a entregar el puerto de Buenos Aires al control de una potencia extranjera, porque qué era el ferrocarril sino la continuación del puerto en tierra firme.

Con un agregado: no se trataba de cualquier potencia sino de la que adquiría el grueso de los productos agrarios nacionales y proveía la mayor parte de los productos importados.

Y en el mercado internacional se verificaba el creciente dominio británico en el sistema ferroviario. Cuando el trust del riel se reunió en 1884, Gran Bretaña se adjudicó el 66 por ciento de la construcción de ferrocarriles en el mundo entero, al tiempo que se reservaba íntegramente la India para la instalación de nuevas redes. Los alemanes se conformaron con el 27 por ciento y los norteamericanos se mantuvieron por aquel entonces fuera del juego.

Entonces, sostener que el nacionalismo liberal del roquismo era progresivo se traduce así: la penetración del capital financiero británico era progresista.

Dicho con absoluta economía: Roca trazó los ejes de la historia contemporánea hasta 1930; Yrigoyen democratizó, muy limitadamente por cierto, el proyecto roquista. Un general y un estanciero se reparten equitativamente los honores del período; de ahí en más, los estancieros tendrán que resignar los papeles protagónicos, puesto que esta historia será más generosa con los generales a condición de que éstos sean sumamente respetuosos con los intereses de aquéllos.

IV

Sostener que las bases materiales del gobierno radical habían sido destruidas por la crisis del 30, y detenerse allí, supone que la historia nacional es reductible, sin mucho trámite, a la historia general del capitalismo.

Por cierto que el régimen agrario nacional, el corazón y los nervios de ese sistema productivo, dependía relativa y absolutamente del comportamiento del mercado mundial. Pero así y todo, aunque la economía política fije los límites de la política, la política no es nunca una sierva tan sumisa.

La democracia radical corría el serio riesgo de tornarse crecientemente democrática con el mero correr de los años. Es que la composición del padrón electoral tenía algunas peculiaridades: todos los ciudadanos votaban, pero los no ciudadanos, los extranjeros, constituían un número tan amplio en 1914 (50 por ciento en la Capital Federal y 30 por ciento en todo el país) y tan localizado (dos terceras partes de la clase obrera), que se puede afirmar: los trabajadores no votaban sino muy minoritariamente.

La democracia radical era en suma una democracia restrictiva, censitaria, donde el capital extranjero tenía voz y voto, y donde los trabajadores eran unos perfectos ilotas. Los ciudadanos votaban, los obreros no eran ciudadanos, entonces debían aceptar el gobierno que no elegían. Esta situación delineaba dos conductas políticas posibles: cuando los salarios eran decorosos, el consenso; cuando se reducían, la huelga y el motín, sumarse a los sindicatos semi-ilegales o a la Semana Trágica. Entre esos dos polos osciló permanentemente la clase obrera y ésas fueron las dos políticas del gobierno radical.

La constante renovación de los contingentes humanos (los salarios eran tres veces superiores a los que se abonaban por idénticas tareas en Marsella o Génova) garantizaba el estado de licuefacción de los asalariados; licuefacción que facilitaba la “paz social” ya que evitaba que los estallidos resultaran aun más frecuentes. Es que para el radicalismo ellos, en tanto no votantes, en tanto proletarios, eran una masa muda que debía ser escuchada cuando no quedaba ningún otro remedio.

Pero de la conducta que el radicalismo adoptó frente a los trabajadores dependió toda su suerte política. Las capas medias que lo sustentaban, en la ciudad y en la campaña, no eran capaces de soportar embate alguno sin el consentimiento expreso del Ejército. Lo que en la práctica dejaba la suerte del gobierno en manos de las Fuerzas Armadas.

Y cuando quedó claro que la suerte de Yrigoyen era decidida por los militares, cuando el general Dellepiane (el mismo que tan eficazmente reprimiera a los trabajadores durante la Semana Trágica) no pudo encarcelar a los golpistas porque el presidente se lo prohibía y se negaba, al mismo tiempo, a defender con las armas su gobierno, quedó claro que ni Yrigoyen había intentado arrancar el poder político a la oligarquía roquista mediante métodos insurreccionales ni intentaba conservarlo sin su consentimiento expreso. La democracia radical era una democracia consentida y cuando perdía ese carácter se transformaba en un gobierno imposible.

Para un partido agrario con base urbana Yrigoyen tenía una concepción política excesivamente pobre, no sólo por separarse de la clase obrera con un hilo de sangre (la Semana Trágica y las masacres de la Patagonia), sino por su propia visión, de la economía nacional. Observaba la actividad industrial con la misma indulgencia con que un cuáquero norteamericano recorre un porno-shop: sabe que existe, que no puede impedir que funcione, pero lo quiere lo más lejos posible de su casa. De ahí que la posibilidad de amarre político del radicalismo en la clase obrera requiriera una situación económica casi idílica y que los tiempos del mundo agrario resultaran los tiempos del mercado mundial.

Durante la bonanza de los precios internacionales, el radicalismo apenas fue capaz de elaborar algunas concesiones que no pudo materializar porque carecía de mayoría en el Senado. El partido conservador limaba las pobres aristas de su proyecto democrático, y la posibilidad de incluir a los obreros entre los ciudadanos mediante el voto de los extranjeros chocaba contra la cerrazón de su estrecho nacionalismo agrario. Sólo los socialistas incluían esa posibilidad en su programa y esperaban que un parlamento que rechazaba las más pequeñas concesiones laborales (legalización de los sindicatos) se aviniera a modificar, por esa vía, el peso y el impacto de los trabajadores en la sociedad argentina.

Por eso, la clase obrera vio caer a Yrigoyen sin mover un dedo en defensa de una legalidad que no le había aportado casi nada. La matriz agraria de la sociedad argentina estaba tan incrustada en la concepción radical, que bloqueaba la sobrevida que le hubiera otorgado contener una política posible hacia la clase obrera. Y esa cerrazón facilitaría 15 años después el agrupamiento de los trabajadores bajo las banderas del general Perón.

V

El derrocamiento del partido radical equivalía a un programa sin desenvolver. En rigor, el golpe del general Uriburu sólo amalgamaba proyectos encontrados; tan encontrados que la confección de la proclama tuvo que ser rehecha horas antes del cuartelazo. Pero lo realmente grave era que ninguna de las fuerzas allí representadas tenía el esqueleto de una receta para remontar la crisis.

En los inicios todo se redujo a un punto: esperar que amainara la tormenta. La persistencia de la crisis mundial del capitalismo, sin embargo, reduciría el programa a viento; las declaraciones fascistoides del presidente resultarían pura cáscara; la crisis del golpe se visualizaría con toda intensidad cuando Matías Sánchez Sorondo, ministro del Interior de Uriburu, aceptara una compulsa electoral libre en la provincia de Buenos Aires, para medir la desradicalización de los ciudadanos. Y se llevaría un gran chasco: la incapacidad del radicalismo para responder a la crisis no se tocaba, todavía, con su potencia electoral. Yrigoyen venció, Sánchez Sorondo renunció y las elecciones fueron anuladas por la incapacidad del radicalismo de transformar el derecho de gobernar en poder gobernar.

El problema del poder se reprodujo entonces con la intensidad inicial y la respuesta constituyó una verdadera hazaña jurídico-política: ya no bastaba que la clase obrera no votara, era preciso además que los que votaran lo hicieran adecuadamente. La pedagogía recetada era de aplicación sencilla: proscribir el radicalismo. A la reducida democracia radical se sucedió entonces el fraude patriótico. Este mecanismo tenía la virtud de definir de antemano quiénes gobernaban y en consecuencia dio la trocha para elaborar el programa de gobierno.

Si se quiere, esta conceptualización “programática” del bloque de clases dominantes siguió un camino típico en la historia argentina. Hablar del proyecto de la generación del 80 es definir el programa que dibujó su accionar; es decir, se trata de una interpretación ex post facto. Nadie la introdujo en el restringido debate parlamentario, ni siquiera integró las reducidas discusiones de elite; se trató de una acumulación de medidas y contramedidas que finalmente arrojaron una mecánica política “eficaz” y de esas aplicaciones empíricas se nutrió el “proyecto” de la generación del 80.

Una mirada atenta permite establecer que no se trata de una tara orgánica de la sociedad argentina, sino del carácter dependiente de su formulación. El viejo Marx sostiene que la historia no se plantea las tareas que no puede realizar (en el supuesto de que se plantee algunas) y si las clases dominantes de los países centrales tienen dificultades para establecer con claridad la naturaleza de sus propios objetivos (salvo en su etapa revolucionaria y con un sinnúmero de limitaciones), los terratenientes de un país periférico que anda a la rastra de la burguesía imperialista, simplemente carecen de tiempo histórico para elaborar programas.

Para decirlo con el rigor de Lucáks: sus limitaciones de conciencia están determinadas por el lugar que ocupan en el proceso productivo. Y en el caso de los terratenientes argentinos la conciencia de la dependencia sólo sirve para intimidarlos y retroceder una y otra vez ante el dictat imperialista.

Con un agregado, al no tratarse de una clase moderna (burguesía o proletariado) sino de una clase que detenta la propiedad de la tierra por motivos extraeconómicos vinculados a la conquista española, sus posibilidades programáticas se dibujan en la intersección de sus posibilidades materiales con los intereses del mercado mundial. Dicho de otro modo, su programa está limitado por el programa de la potencia imperialista hegemónica sin someterse absolutamente a su dictat, pero sin enfrentarse abiertamente salvo que ese imperialismo mine las bases de su existencia material.

Así y de ningún otro modo se dibujó el programa que el general Justo inscribió en el golpe del general Uriburu.

Es que los terratenientes argentinos, como todos los terratenientes, tienen un solo programa: usufructuar los beneficios de la renta agraria. Y este planteo es suficientemente amplio si se trata de acrecentar la renta y se vuelve sumamente estrecho cuando algo amenaza con recortarlo y ni qué hablar de ponerle fin.

Saben, a través del ejercicio del poder, que el mejor camino para garantizar que la renta llegue íntegra a sus bolsillos depende del control directo del aparato del Estado; pero tampoco ignoran que aunque no ejerzan directamente ese control, bajo el régimen capitalista de producción, encontrarán suficientes mediaciones para permitir que el grueso de la renta les sea reintegrado bajo la forma de crédito y consumo. En definitiva, al hegemonizar los límites políticos de las Fueras Armadas, por ser la clase hegemónica en la formación social argentina, están en situación de revertir todo intento de limitar su poder omnímodo.

El gobierno de Yrigoyen sigue al pie de la letra estas reglas, la renta agraria permanece intocada, no hay control de cambios, ni regulación de importaciones suntuarias; los consumos del centenario –con la sola diferencia de los precios agrícolas internacionales– se conservan idénticos. Todo el proyecto pasó por repartir, con mayor democracia, la renta del capitalismo agrario nacional y conservar el status de dependencia próspera.

No se enfrentan dos modelos productivos, dos ordenamientos sociales, con dos proyectos antagónicos, sino el “régimen”, la oligarquía (en su sentido aristotélico) con la “causa”, la democracia, en el marco unificado del programa de la Constitución de 1853.

VI

Cuando se estudia la relación histórica que el partido radical mantuvo con la violencia armada (levantamientos de 1890, 1903 y 1905), se verifica la autolimitación con que actúa Hipólito Yrigoyen. Todos siguen una misma línea de acción (salvo el levantamiento de 1890, donde los aliados del radicalismo logran imponer su propia tónica apropiándose del control político del dispositivo militar). Una cuidadosa conspiración que goza del respaldo de segmentos del poder (en el levantamiento del 93, el ministro del Interior fue un aliado irreemplazable), una dirección semipública que persigue un doble propósito: dificultar la represión por integrarse “con gente decente” y garantizar la inviabilidad de su victoria.

Raúl Alfonsín, y no sólo él, explicó con bastante razonabilidad este fenómeno: los levantamientos no tenían por objetivo triunfar militarmente. El radicalismo no se proponía construir la democracia con las armas en la mano, su meta era algo más modesta: obligar al régimen a parlamentar para obtener elecciones libres como resultado de las tratativas.

Y cuando el conjunto de las clases dominantes comprendió, cuando los levantamientos se volvieron más peligrosos que la democracia, cuando la democracia se constituyó en verdadera válvula de seguridad del sistema, Yrigoyen fue presidente. Antes no.

A la caída del Peludo las posibilidades de conducir bajo sus banderas a las masas desprotegidas del campo y la ciudad (lo que incluía a la clase obrera, pero no sólo a la clase obrera) se redujeron sensiblemente. Primero, por la sangrienta diferenciación entre radicales y proletarios (Semana Trágica y masacre de la Patagonia) y segundo, por el hecho de que la sociedad argentina, en su progresiva transformación, otorgaba un espacio creciente a nuevos segmentos burgueses y a la clase obrera.

La lucha por la democracia con una clase obrera compuesta por otra proporción de ciudadanos –lo que también equivale a decir con otros lazos con el resto de la sociedad civil, con el fin del aluvión inmigratorio y el estancamiento del campo argentino– transformaba al radicalismo en una heteróclita organización política de borrosas limitaciones sociales.

Por eso, en Alvear la negociación era toda la política, y lo que no se lograba mediante la negociación formaba parte de lo que se incluía en la ciudadela de la revolución; esto es, caía fuera de los límites del proyecto radical. De lo contrario, el radicalismo requería una política hacia el movimiento obrero.

VII

La crisis del 30 no sólo afectó la naturaleza del vínculo de la sociedad argentina con el mercado mundial, sino al radicalismo mismo. A la voluntad expresa de no resistirse al golpe, formulada conscientemente por Yrigoyen, se sumó la creencia de buena parte del partido, y no sólo del sector antipersonalista, de que el golpe se lanzaba contra la “ineficiencia” del caudillo.

No se trataría en consecuencia de un golpe antirradical, sino de la necesidad de reagrupar el partido bajo una nueva conducción, y como la UCR no mostraba síntomas de poder ejecutar esta operación de cirugía mayor con su propia mano, acudía en su auxilio una partera militar. Por eso mismo se plegaron sin lucha. Hasta el propio don Hipólito compartía parcialmente esta conceptualización y por eso aceptó ceder el mando a su vicepresidente con el claro objetivo de volver innecesaria la maniobra militar.

Pero el golpe fue lo que fue, porque la caída de Yrigoyen cierra un ciclo de la historia argentina, la de un país cuya clase obrera ilotizada transportaba del campo a la ciudad vacas y mieses y donde los terratenientes monopolizaban, a través de la tierra, los resortes del aparato del Estado y del sistema financiero.

Aunque el papel de los trabajadores en la producción era sumamente limitado, aunque su incidencia era reducida, se trataba de la única clase capaz de sostener un proyecto político diferenciado. El partido de los ilotas sería entonces el partido que definiría el perfil político de la sociedad argentina en su etapa siguiente, porque la historia del peronismo es la historia del ingreso de la clase obrera a la arena política nacional.

Capítulo 2

Proteccionistas y librecambistas

Agustín P. Justo se instaló en el poder tras las elecciones fraudulentas en que enfrentó y derrotó la alianza demoprogresista-socialista. Lisandro de la Torre y Nicolás Repetto legitimaron con su aguada presencia esas elecciones en que se proscribió a la Unión Cívica Radical. Justo empuñó el timón del Estado con mano firme, rodeado de un grupo de ex socialistas brillantes y conservadores; con ellos pergeñó los instrumentos económicos de la nueva época: intervención estatal, intervención estatal y más intervención estatal.

De una política de abstinencia económica, de la libertad de comercio, mercados e importaciones, pasó al subsidio de la producción agraria, al control de cambios y a una suerte de restricciones monopólicas del comercio exterior.

El bloque terrateniente no podía permitir que el precio de las carnes rojas dejara de ser retributivo; era preciso “apuntalar al productor modificando la paridad cambiaria y reforzando sus posibilidades de colocar cortes en el mercado internacional”, afirmaban. ¿Cómo?: forjando una herramienta adecuada: La Junta Nacional de Carnes.

El bloque terrateniente no podía permitir que el precio de las forrajeras, los cultivos industriales, y los granos destinados a la alimentación humana se arrastrara por el suelo; era preciso garantizar un retorno suficiente. ¿Cómo?: forjando una herramienta adecuada: la Junta Nacional de Granos. La Junta establecía un precio sostén por producto, atendiendo a los costos internos y, sin tomar en cuenta la cotización internacional, comercializaba los productos adquiridos, incluso a pérdida.

El bloque terrateniente no podía permitir que la moneda, que los movimientos de la masa monetaria, que la cotización de la divisa extranjera, estuvieran determinados exclusivamente por el saldo de la balanza comercial. Si el oro se fugaba de la Caja de Conversión por la disminución de los precios agrarios y el mantenimiento de los industriales, generando una balanza comercial negativa, no bastaba cerrarla y contener la hemorragia. En ese punto era preciso desenganchar la producción interna de la actividad del mercado mundial y, para lograrlo, las fuentes de generación monetaria no podían responder más a mecanismos automáticos, sino que debían ser resortes de política interna. De lo contrario, la actividad económica interna tenía que reducirse en los mismos términos en que se habían reducido los valores del comercio internacional. ¿Cómo remontar la cuesta?: mediante la creación del Banco Central.

Era una revolución copernicana. De la ortodoxia liberal al intervencionismo keynesiano, de la rigidez monetaria a una política inflacionaria controlada, de la estabilidad a la crisis.

¿Cómo evaluar este giro? Se trata de un ajuste, por cierto, pero ¿de qué clase?: ¿programático?, ¿de circunstancias? Si es programático, sólo resta conocer por qué se ejecutó después de la crisis del 30 y no durante el centenario. Si es de circunstancias, por qué las herramientas utilizadas (Junta Nacional de Carnes, Junta Nacional de Granos y Banco Central) sobrevivieron hasta nuestros días.

Los sostenedores del programa industrial de los terratenientes (Milcíades Peña, entre otros) razonan así: la existencia de la oligarquía terrateniente no es incompatible con el desarrollo de un cierto nivel de crecimiento industrial; más aun, siempre los terratenientes hallaron conveniente mantener un cierto estadio de crecimiento industrial para evitar someterse totalmente al dictat del capital financiero internacional. La crisis posibilitó, en mejores condiciones, la ejecución de esta política.

Los sostenedores de una adecuación de circunstancias (Ramos, entre otros), por el contrario, explican su tesis del siguiente modo: la oligarquía terrateniente ha sido el principal aliado de la burguesía imperialista y su política de desprotección industrial (omisión de la protección) era su contraprestación por la compra de su producción. Eran librecambistas porque así defendían la colocación de sus productos en el exterior y dejaron de serlo por la crisis de los precios agrarios.

Ambas explicaciones son unilaterales y fragmentarias. Es cierto que los terratenientes siempre comprendieron las ventajas de un cierto crecimiento industrial, tan cierto como que asumieron la política librecambista por motivos esencialmente comerciales. Una explicación no invalida la otra. No se trata del apoyo programático a la industrialización sustitutiva, ni del rechazo orgánico a tal política, sino de las necesidades de la realización de la renta agraria argentina en el mercado británico.

Durante todo un período (1880-1930), la renta agraria requirió para su realización de una política librecambista; al menos una política de ese corte generaba mayor aceptación y la clase terrateniente modeló al resto de la sociedad argentina en el respeto absoluto de sus intereses materiales.

En el período siguiente (1930-1976), el librecambismo per se no garantizaba absolutamente nada, porque el Imperio ya no era el de antes. Argentina no podía pagar sus importaciones y Gran Bretaña no podía radicar en territorio argentino una batería de industrias capaces de producir lo que antes se fabricaba en Londres, porque carecía de suficiente capital financiero para la exportación.

Entonces, la clave pasa por el punto en que la crisis mundial del capitalismo encuentra a la economía británica, por una parte; y por la naturaleza del vínculo entre los terratenientes argentinos y el mercado británico, por la otra.

En 1880 Gran Bretaña era la primera potencia capitalista del globo. Una década después comienza a percibirse un relativo envejecimiento en su estructura productiva. La Alemania del Kaiser crece más rápidamente que Gran Bretaña y los Estados Unidos más rápido aun que la Alemania del Kaiser.

A partir de la Primera Guerra Mundial el rezago británico ya era un acontecimiento suficientemente percibido; la competencia con el resto de las potencias imperialistas ya no favorecía a Gran Bretaña, sus exportaciones permanecían estacionarias y las norteamericanas habían crecido.

Sólo la destrucción del aparato productivo alemán, el costo financiero de las reparaciones económicas a los aliados, impuestas por el Tratado de Versalles, permitieron por un breve lapso que su posición relativa no siguiera deteriorándose.

Así y todo no deja de retroceder todo el tiempo. Entretanto, los Estados Unidos esculpen militarmente la doctrina de Monroe; bajo la batuta de Teddy Roosevelt, los marines entran y salen en Centroamérica; Sandino muere en Nicaragua y Gran Bretaña se bate en retirada ordenada.

Pero la crisis del 30 obliga al gobierno británico a producir un cambio decisivo: replegarse al mundo de sus colonias territoriales, defenderse desde allí. Eric J. Hobsbawn describe la crisis en Industria e Imperio del siguiente modo:

Gran Bretaña podía resguardarse tanto en el imperio como en el libre cambio, en su monopolio de las zonas hasta entonces no desarrolladas, que en sí mismo coadyuvaba a que no se industrializaran, y en sus funciones de pivote del comercio, navegación y transacciones financieras mundiales. Tal vez no podía competir, pero podía evadirse. Esa capacidad de evasión contribuyó a perpetuar la arcaica y cada vez más inservible estructura industrial y social de la primera etapa”(pp. 14-15, lo destacado es de A. H.).

Hobsbawn no es excesivamente ecuánime con la ductilidad política de sus compatriotas; ya que lo que llama “capacidad de evasión” ahorró a la corona una guerra con los Estados Unidos (su principal y único competidor serio, por ese entonces), guerra de la que difícilmente los británicos hubieran salido vencedores. Pero eso es marchar en otra dirección y lo que nos interesa es entender la “evasión” británica en relación con la sociedad argentina.

En 1932, en Otawa, Canadá, se reúnen los miembros del Imperio para aplicar la política de “evasión”. Es decir, para jerarquizar la política de intercambio comercial en los marcos del Imperio y desechar los de afuera. Se inicia la época del proteccionismo británico, el Imperio abandona la ofensiva y se encapsula.

Para los terratenientes argentinos, Otawa equivale a la expulsión. La realización de una parte de la renta agraria, la de los productores de bovinos, queda en suspenso, y eso es una “tragedia con astas” a la que se añade el parate del comercio de granos.

Si Londres opta por la carne australiana, a la caída de los precios internacionales se suma la reducción de otro mercado decisivo. La debilidad británica, el repliegue a sus dominios, es registrado como una catástrofe adicional.

Es que históricamente buena parte de la renta agraria se había realizado en el mercado británico y su cierre, en la estrechez de miras de los terratenientes, sonaba como el fin del mundo conocido. Los terratenientes argentinos no dudaron: era preciso acompañar la política del Imperio; convencer a Londres de que la Argentina también constituía un dominio británico y desprenderse de tan valiosa posesión constituía un error imperdonable. Julio Roca fue el encargado de ejecutar este “artificio diplomático”, amparado en el eco de su apellido.

Sobre el acuerdo Roca-Runciman se han escrito montañas de papel; todos coinciden en destacar su aspecto central: el entreguismo; y no seremos nosotros los que desdigamos lo obvio.

Sin embargo, este abordaje del problema resultó a la postre sumamente pobre. Al jerarquizar excesivamente la dependencia argentina de la economía británica, se pierde de vista el carácter “independiente” de la maniobra de Roca. No se trata de un jeque árabe convocado por Su Majestad, que tras sucesivas presiones acepta lo inaceptable por la diferencia de peso específico y su manifiesta voluntad de no luchar. No; más bien se trata de las relaciones públicas que una meretriz de lujo ejecuta para convencer a su cliente. Es el vicepresidente de un país relativamente independiente que pugna por mantener un mercado para la clase dominante de la sociedad argentina; lo intenta y lo consigue.

Y ése es el otro elemento poco considerado: los invernadores de la Pampa Húmeda son capaces de obligar al conjunto de la sociedad argentina a someterse a su política tras una serie de tironeos, que en ningún caso exceden los límites de la arena parlamentaria. Por eso, más que hablar del dominio británico sobre la economía argentina –que constituye una obviedad– es conveniente destacar el dominio político de una fracción de los terratenientes, capaz de encauzar el conjunto de los intereses agrarios detrás suyo. El pacto Roca-Runciman señala dos caminos para los terratenientes argentinos: el primero, aceptar la “propuesta” británica de renunciar a la soberanía argentina e integrarse por esa vía al Imperio, garantizando en consecuencia su participación en el mercado de carnes rojas; el segundo, declinar tan “gentil invitación”, subrogando otros intereses al mantenimiento de su cuota de carnes. Esta conducta es la que prima y aquí aparece el aspecto más interesante del pacto: ¿cómo es posible que una fracción que no hegemoniza las exportaciones agrarias (los granos jugaban en 1932 un papel mucho más importante desde hacía décadas) logre imponer su política a todo el bloque agrario?

La explicación tiene dos mitades. La primera surge de la polémica que Lisandro de la Torre mantiene en el Parlamento sobre el tratado de Londres y la segunda, del proceso de constitución del Banco Central.

De la Torre demuestra que los invernadores (terratenientes que poseen pastos frescos todo el año y buen acceso al puerto, vía el ferrocarril británico) ganan a costilla de los productores de afuera de la Pampa Húmeda. Esa era por cierto la diferencia histórica entre productores e invernadores, de modo que allí no hay ninguna novedad. La diferencia está dada en otro punto: los invernadores negocian otros precios para los mismos animales y adquieren el status de subcontratistas de los frigoríficos ingleses. De modo que compran a 1 peso lo que más tarde venderán a 1,50, no ya en virtud del engorde de animales, sino por estar asociados directamente al frigorífico.

De ahí se entiende la despreocupación de los estancieros de la provincia de Buenos Aires por entregar el control de las exportaciones a los frigoríficos británicos (85 por ciento de toda la actividad) y el constante saboteo gubernamental a otorgar una adecuada cuota de participación con el 15 por ciento restante a los productores del interior.

Dicho de otra manera, al aceptar las leoninas condiciones del Imperio, los invernadores no entregan su renta, sino que eligen reducir los ingresos de los productores que no tenían trato directo con los frigoríficos. Entonces, su carácter cipayo está dado por, es atinente a su determinación de sacrificar cualquier interés que no sea el propio en defensa de sus relaciones con el mercado británico.

Aun así, esto sólo explica por qué los productores más concentrados, de mayor volumen e importancia, pueden doblegar a los más pequeños. Pero no explica por qué el resto de la sociedad argentina acepta este sometimiento, y menos aun, por qué el debate parlamentario no alcanza el rango de lucha abierta.

Y aquí surge la otra mitad de la explicación. Cuando se funda el Banco Central queda claro que la banca privada nacional, sumada a la banca pública nacional, es mayoritaria respecto de la privada extranjera, tanto en materia de depósitos como en volumen de capital.

No queda más remedio entonces que preguntarnos sobre el origen de esa masa de capital, y la respuesta surge nítida: capitalización de una parte de la renta agraria. Un fragmento de la renta era consumida parasitariamente, tal como lo denunciaron hasta el hartazgo buena parte de los nacionalistas democráticos posteriores a la década del 30, y la otra ingresaba a la red bancaria nacional.

Esa masa de capital se volcaba en los negocios de rápida evolución y buen margen de ganancia –especulaciones con tierras– y tejía una curiosa unidad entre todos los productores (dentro y fuera de la Pampa Húmeda) con el sistema financiero.

Así se explica el dominio del sector bovino: se trataba del protagonista tradicional del sistema financiero nacional en sociedad con el comercio de importación y exportación. Utilizó ese poder para concentrar las mejores tierras y lo volvió a utilizar para determinar los giros esenciales del aparato del Estado. Con un elemento más: de ese modo los intereses comerciales desplazados a partir de la década del 80 se rearticulaban con el resto de la sociedad agraria, forjando una unidad indisoluble.

En apretada síntesis: la Sociedad Rural no era tan sólo un poderoso grupo de estancieros compuesto esencialmente por invernadores, sino que en sus filas militaban los hombres del riñón del sistema financiero nacional. Y los que refrendaron el pacto Roca-Runciman eran los representantes directos de la Sociedad Rural.

Capítulo 3

El Banco Central y los nacionalistas

I

Para los nacionalistas argentinos, sobre todo los de origen radical, la creación del Banco Central era una prueba irrecusable de la infamia oligárquica. No trataban de contraponer el sistema monetario de la Caja de Conversión con el nuevo, ni el liberalismo del centenario con el intervencionismo posterior a la crisis del 30; no trataban en suma de establecer la diferencia, ni siquiera en su faz formal y abstracta, sino que rechazaban en bloque la política de Justo.

El razonamiento que vertebraba su propuesta política era este: Yrigoyen expresaba lo nacional y popular, los derrocadores del presidente eran su exacto reverso. Esto no era todo, añadían una suerte de reaseguro categorial en el caso del Banco Central, a saber: los ingleses estaban interesados en su creación (rigurosamente exacto), los ingleses eran la potencia hegemónica en esta parte del globo (otra vez daban en el clavo), entonces, rechazar la sujeción al imperialismo británico y rechazar la propuesta británica eran una sola cosa.

El argumento parece sólido. En rigor, este modo de abordar el problema puede constituir un punto de partida, pero no equivale a examinar seriamente la cuestión. Por cierto que resulta útil considerar con suspicacia toda propuesta originada en expertos imperiales, siempre y cuando la prevención dé paso a otro momento del análisis: la comprensión; comprensión que permite desentrañar la puja de intereses; más exactamente, las fuerzas sociales afectadas por una u otra solución monetaria.

Una aclaración secundaria: no se trata de invalidar la postura del nacionalismo mostrando su endeblez metodológica, sino de comprender que su debilidad analítica le impide servir efectivamente a los intereses que dice defender.

Al ignorar qué disputaban (salvo genéricamente) y, en consecuencia, contra quiénes combatían, los nacionalistas carecían de propuesta positiva por carecer de suficiente discriminación. De la propuesta implícita (conservación del sistema monetario anterior, Caja de Conversión y patrón oro) los socialistas de Repetto eran los únicos defensores; es decir, los librecambistas a ultranza. Esta ausencia de política ponía de manifiesto la incapacidad de imprimir una dirección determinada al torrente de los acontecimientos. El rechazo en bloque de la política de Justo era una propuesta sin destinatario, que constituía a Forja en comentarista ácido e impotente de una trama histórica en la que no tuvo mayor incidencia.

Para redondear la afirmación: en lugar de minar la base social del gobierno tensando las contradicciones internas de las fuerzas que lo sostenían, toda la política del radicalismo –incluso la de Forja– se redujo a cuestionar la legitimidad del gobierno de Justo. Es decir, a señalar una y otra vez su carácter antidemocrático. Y esta posición dejaba expeditos dos caminos idénticamente impotentes:

1) llamar al derrocamiento revolucionario del gobierno de Justo;

2) negociar con Justo una salida democrática.

Como el derrocamiento revolucionario requería de fuerzas sociales con las que el radicalismo ya no contaba, por estar integradas al plan Pinedo, o por accionar fuera del universo radical, toda la política de Forja se sintetizaba entonces en una sola fórmula: abstención electoral. Y la de Alvear, en otra: negociación con el gobierno. Ambos caminos mostraban la vetustez, el agotamiento del radicalismo, al intentar desdoblada la política de Yrigoyen en otro marco histórico. Todavía era útil para denunciar negociados y deshonestidad gubernamental, al igual que el resto de los nacionalistas, pero era absolutamente incapaz de señalar los lineamientos de un nuevo curso.

En el caso del Banco Central queda sin embargo una fórmula forjista que merece un análisis pormenorizado: ¿la lucha contra la creación del Banco Central y la lucha contra el imperialismo británico eran idénticas? Dicho de otra manera: ¿se trataba de un nuevo avance del imperialismo británico?, ¿o la creación del Banco Central era una jugada de retaguardia cuyo único objeto era dificultar el ingreso del capital financiero norteamericano en el mercado interno argentino?

II

Sir Otto Niemeyer integraba el directorio del Banco de Inglaterra y en tal carácter recorrió el mundo aconsejando la creación de bancos centrales privados. Sobre todo recorrió el mundo del Atlántico, porque el mundo del Pacífico lo recorrían especialistas norteamericanos que aconsejaban muy parecido.

Nadie ignora que los “consejos” financieros no son desinteresados y para calmar toda ansiedad diremos que este caso confirma la vieja regla en toda la línea. Aun así, conviene conocer cuál era exactamente el interés británico en esa materia.

Antes que nada diremos que el mercado donde Gran Bretaña colocaba sus excedentes de producción se había vuelto repentinamente insolvente. El motivo era sencillo: tanto la Argentina como los otros mercados atados al interés británico compraban sobre la base de sus ventas y la reducción de los volúmenes exportables (las metrópolis redujeron sus compras), sumada a la caída de los precios agrarios internacionales, era la responsable de la insolvencia.

De modo que la continuidad del flujo de las exportaciones británicas equivalía al crecimiento desmesurado de una deuda imposible de satisfacer. Esto era claro para compradores y para vendedores; por eso se estableció el control de cambios y por eso se redujeron drásticamente las compras en el exterior. Para decirlo con la grosería de las estadísticas: los británicos vendían a sus compradores argentinos el 60 por ciento menos que antes de la crisis.

Este cuello de botella –falta de abastecimiento– requería solución y la solución inquietaba sobremanera a los británicos. Toda la política inglesa anterior al 30 se redujo a impedir el crecimiento industrial nacional, garantizando por esta vía mercados para sus exportaciones. Pero este mecanismo era viable para una Argentina solvente; es decir, ya no era viable a partir de 1930. Ya no se trataba de reconquistar un poder de compra que no existía, sino de garantizar que las divisas que generaba el comercio exterior argentino se desviaran mayoritariamente hacia Gran Bretaña. En síntesis: los ingleses peleaban por su lugar en el 40 por ciento vacante.

Si Gran Bretaña hubiera estado en condiciones de radicar inversiones industriales en el exterior y producir en Buenos Aires lo que antes se adquiría en Londres, todo hubiera resultado más sencillo y oponerse al designio inglés hubiera equivalido a defender una postura más nacional, pero esto no era así. El viejo león británico estaba en franca retirada, su ritmo de crecimiento industrial era el más bajo de la Europa desarrollada y la aventura de radicar nuevas inversiones fuera de sus dominios coloniales estaba reservada a sus competidores norteamericanos.

De modo que el problema de la sustitución de importaciones admitía en los marcos del capitalismo dependiente dos soluciones únicas; una: permitir que los capitales norteamericanos invadieran el mercado interno argentino, y la otra: facilitar que los productores nativos crecieran con el simple trámite de cesar de hostigarlos.

Seguir hostilizando a los industriales locales era en definitiva facilitar el ingreso de los capitales norteamericanos y facilitar el ingreso de los capitales norteamericanos equivalía a desviar hacia Nueva York el superávit de la balanza comercial argentina, puesto que allí se abastecían las fábricas de USA. Optaron entonces por defender sus intereses, y sus intereses coincidían con el crecimiento de una actividad industrial dependiente que ellos intentarían abastecer desde Londres capturando por esa vía los excedentes de la balanza comercial argentina. Y esa política funcionó desde 1935 hasta 1950.

Así como antes entendían que la política proteccionista era un acto de guerra contra el Imperio, de ahí en más se transformaron en celosos defensores del mercado interno en todos los rubros donde no producían competitivamente; en los otros, seguían a rajatabla su vieja política imperial; éste es el caso del carbón y del petróleo, por citar dos ejemplos.

La contradanza de la historia era inusitadamente violenta, el perfil de los intereses había mudado con excesiva velocidad, las clases dominantes nativas apenas si habían logrado sacar la nariz del pozo y las subrogadas seguían repitiendo viejas cantilenas. Ningún pensamiento taladraba la opacidad reinante, de modo que reprocharle a los nacionalistas su falta de perspectiva es una exageración. No es su perspectiva de entonces lo que debemos rechazar, sino el conservar idéntica, como si nada hubiera pasado, la explicación de entonces.

Resulta obvio que establecer la diferencia entre los dos sistemas monetarios, tras considerar el abrupto giro de la historia contemporánea, constituye una exigencia elemental. En primer lugar, digamos que la Caja de Conversión funcionó entre 1890 y 1930; fue creada bajo el gobierno de Carlos Pellegrini mientras ocupaba el Ministerio de Hacienda el Dr. Vicente Fidel López. Se trata, por cierto, de una hija dilecta de la revolución del 90.

Su funcionamiento era simple: entraba el oro de las exportaciones y se emitían billetes en su nombre y la salida del oro –importaciones– producía la depreciación instantánea de los billetes.

De modo que el valor del circulante dependía de la cantidad de oro atesorada y la cantidad de oro atesorada era el resultado del saldo de la balanza de pagos (diferencia entre exportaciones e importaciones, menos los servicios financieros pagados al exterior, más créditos provenientes del exterior).

La Caja de Conversión fue entonces el resultado de la aplicación directa del patrón oro; esto significaba que las autoridades nacionales no tenían más política monetaria que la política de exportaciones e importaciones. Si se tiene en cuenta que la política de importaciones y exportaciones estaba determinada por el mercado mundial –tanto la de mercancías como la de capitales– queda claro que el automatismo del sistema era para los “países periféricos, pero resultaba dirigido para la propia Gran Bretaña”, tal como lo explicitara Raúl Prebisch.

El 29 de septiembre de 1931 Gran Bretaña abandonó el patrón oro y 24 países implantaron el control de cambios antes que la Argentina (Rafael Olarra Jiménez, Evolución monetaria argentina). Éste era el anuncio de la defunción del sistema monetario vigente.

En segundo lugar, la Caja de Conversión tenía un aditamento importante: la ley de redescuentos bancarios. Pero se trató de un recurso teórico, ya que mientras funcionó la Caja de Conversión ningún banco utilizó el redescuento porque equivalía a reconocer un estado de iliquidez lindante con la insolvencia.

En tercer lugar, para operar sobre la expansión de la moneda bajo el sistema de la Caja de Conversión era preciso hacerlo sobre el régimen de importaciones. Y ningún gobierno de ningún signo, ni radical, ni conservador, lo hizo. A lo sumo se cerraba la Caja, con lo que se volvía a un régimen de inconversión de hecho. Por eso, cuando se comparan las importaciones del centenario con las de cualquier gobierno radical se observa que eran absolutamente idénticas.

En cuarto lugar, así como la Caja de Conversión fue el resultado de la dependencia en la faz expansiva del mercado mundial, el Banco Central lo sería en la paz recesiva.

En quinto lugar, el sistema de la Caja de Conversión jerarquizó el mercado externo como eje de toda la actividad económica y subrogó el mercado interno al resultado del intercambio de capitales. Cuando esta relación se hizo insostenible, cuando el mercado externo no pudo proveer a las necesidades del mercado interno por el violento deterioro de los términos del intercambio, la defensa del mercado interno se volvió indispensable para el bloque terrateniente. Antes que nada, para los productores de granos, que no podían colocar sus productos en el exterior y requerían de su transformación interna. Y por sucesivas oleadas, a los distintos pliegues de la clase terrateniente y sus asociados directos.

Se puede decir entonces que el principal elemento que caracterizó la creación del Banco Central fue la necesidad coincidente, complementaria, de las clases dominantes argentinas con los intereses de sus pares británicos, puesto que las nuevas condiciones de realización de la renta agraria obligaban a fijar los ojos en el mercado interno (en el caso de los terratenientes argentinos) y la crisis de la industria británica impedía a los lores de su Majestad invertir en la Argentina.

En sexto lugar, los intereses coincidentes, complementarios, entre terratenientes nacionales y burgueses industriales británicos, tenían puntos de fricción. Y éstos se visualizaron con precisión en dos proyectos diferenciados de Banco Central. Dicho de otro modo: Pinedo expurgó suficientemente el proyecto de Niemeyer hasta que respondió exactamente al interés de los terratenientes y financistas locales.