Los desheredados - François-Xavier Bellamy - E-Book

Los desheredados E-Book

François-Xavier Bellamy

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"Ustedes no tienen nada que transmitir".Estas palabras, pronunciadas por un inspector del Ministerio de Educación francés el día en que el autor de este libro empezaba su actividad como profesor de Filosofía, fueron el primer desencadenante para el presente ensayo. El segundo fue el asesinato de un adolescente a manos de otro, "por el simple hecho de que había pasado una línea imaginaria que separaba dos barrios", a escasos pasos del instituto donde el autor había comenzado a dar clase. Estos dos sucesos llevaron a François-Xavier Bellamy, joven profesor de Filosofía, a escribir Los desheredados, una aguda reflexión sobre un fenómeno hasta ahora inédito en la sociedad occidental: el rechazo a transmitir a las futuras generaciones la propia tradición cultural. "Es como si una generación que se ha prohibido transmitir no fuese capaz de comprender que, rechazando tener herederos, privando a sus niños de la cultura que había recibido, corre el riesgo de desheredarlos de ellos mismos, de desheredarlos de su propia humanidad". Bellamy expone de forma precisa y brillante, a través de las figuras de Descartes, Rousseau y Bourdieu, los principales hitos de este proceso de ruptura de la transmisión de la cultura que ha tenido lugar en los últimos siglos en Europa. Asimismo, alienta y da razones para reemprender el camino: "En cualquier contexto, incluso en los centros menos favorecidos, he podido verificar este fenómeno: exigir a los alumnos que hagan el esfuerzo de recibir lo que se les ofrece es el comienzo de una aventura extraordinaria".

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Los desheredados

Educación

Serie dirigida por

Javier Restán

François-Xavier Bellamy

Los desheredados

Por qué es urgente transmitir la cultura

Traducción de Eduardo Martínez Graciá

Revisión, presentación y notas de Ignacio de los Reyes Melero

Título original: Les déshérités ou l’urgence de transmettre

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2018

© Editions Plon, París, 2014

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 27

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN epub: 978-84-9055-869-0

Depósito Legal: M-3466-2018

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

ÍNDICE

Presentación de la edición española

Va, pensiero

Tres sacudidas en un seísmo

Descartes: la transmisión, fallo de la razón

Rousseau: la transmisión, contaminación de la naturaleza

Bourdieu: la transmisión, delito contra la justicia

Refundar la transmisión

La cultura, ¿ser o tener?

«Llega a ser lo que eres»

Rechazar la indiferencia

Conclusión. La urgencia del reconocimiento

Epílogo a la edición de 2015. Un año después

Presentación de la edición española

No es posible desde hace ya largo tiempo poner en duda que la cultura de Occidente se encuentre, en medio de tantos esplendores, en una honda crisis. No es posible tampoco desconocer desde hace algún tiempo que esta crisis sea la de la mediación en todas sus formas.

María Zambrano, Filosofía y educación.

¿Tiene la escuela algo interesante que ofrecer? ¿Está capacitada para responder a los grandes desafíos de la sociedad actual? ¿Puede la institución escolar ayudar de alguna manera a superar la «crisis de la cultura» que estamos atravesando o es más bien un catalizador de la misma? Todas estas preguntas se hacen especialmente urgentes si atendemos al contexto que motiva este ensayo. La violencia —en sus múltiples formas—, la crisis de la tradición y el fundamentalismo se convierten para Bellamy en la oportunidad para reflexionar con seriedad y atrevimiento sobre nuestra propia cultura y sobre el tipo de educación que queremos ofrecer a los más jóvenes.

Apenas nos hacemos estas preguntas nos damos cuenta de la gran dificultad que tenemos para responder. No es sencillo entender, ante todo, quién debe responder y desde dónde. La modernidad provocó una crisis que desestabilizó toda la cultura occidental. Con el tiempo, no ha hecho más que agravarse. La riqueza de la tradición judeocristiana —unida inseparablemente a la grecolatina—, que durante siglos había conformado la fisonomía europea, tanto en la forma de vivir como de comprender el mundo, parece hoy en día un vago recuerdo, un gran museo de obras que ya no suscitan el interés o la atención de los hombres de hoy. El espíritu de la Ilustración impulsó el conocimiento, la investigación y la capacidad crítica pero al mismo tiempo se distanció explícita y deliberadamente de gran parte de la tradición occidental y, con ella, de su espesor histórico-cultural:

Nos hemos apasionado por la duda cartesiana y por la corrosión universal del espíritu de la crítica, convertidos en fines en sí mismos; hemos preferido, con Rousseau, renunciar a nuestra posición de adultos para no poner trabas a la libertad de los niños; hemos pensado que la cultura era discriminatoria, como Bourdieu, y hemos puesto en discusión la disciplina que representaba. Y hemos dado a luz, tal como deberíamos haber previsto, «salvajes hechos para habitar en las ciudades»1.

«Salvajes hechos para habitar en las ciudades». Esta durísima descripción, de hecho, valdría tanto para aquellos jóvenes y adolescentes que se levantan, llenos de amargura y desesperación, contra Occidente —como ha sucedido recientemente en los atentados de Barcelona, Londres o París—, como para aquellos que, desde el seno de la tradición occidental, han perdido el gusto de la vida, la conciencia de su propia tradición, el horizonte de sentido que podría otorgar a su existencia una dirección, un motivo por el que vivir y compartir la vida con otros. La globalización ha favorecido la disolución de los límites y de las fronteras. Así, con el tiempo, todo se ha uniformado. Las diferencias señalan solo novedades circunstanciales, la cultura «se pierde en información» —recordando las palabras de Eliot— o decae en entretenimiento.

A pesar de ello, aún nos topamos con tradiciones, culturas o, de manera menos precisa, con grupos u organizaciones, que rompen de alguna manera el orden establecido. Son los extraños, a quien no conocemos —ni queremos conocer—, de los que nos protegemos y que, de tanto en tanto, nos obligan a un cuestionamiento radical de nuestros propios cimientos, mucho más débiles de lo que habíamos pensado y de lo que habríamos querido. En el fondo, estos dos fenómenos, la globalización y el choque entre civilizaciones o culturas, —que se retroalimentan aunque sean contradictorios— aumentan la incertidumbre sobre qué se debe transmitir y por qué, sobre la consistencia de nuestras tradiciones y su interés para los hombres de hoy.

Evidentemente, este desafío no puede resolverse de una manera superficial. La incapacidad contemporánea para ofrecer un relato atractivo y lleno de interés a los jóvenes de hoy no se puede sustituir por apariencias o discursos pasajeros. En este sentido, Bellamy es muy crítico con la oleada de nuevas propuestas pedagógicas que inundan, más o menos conscientemente, nuestras aulas. A sus ojos, muchas de ellas se asientan en el mismo fundamento que ha generado la actual crisis de la escuela, que es una crisis de mediación, una crisis de tradición. La “nueva escuela” tiende a subrayar el saber hacer por encima del conocer, el rol protagonista del alumno por encima del adulto, un vago humanismo por encima de la grandeza y consistencia de nuestra propia tradición, las competencias por encima de los contenidos, la capacidad de los alumnos de organizar su propio aprendizaje por encima de la propuesta de los docentes, la espontaneidad por encima de la tenacidad y el trabajo, la habilidad de navegar por internet por encima de la lectura, etc.

A pesar de que en estas elecciones hay muchos aspectos que deben ser tenidos en cuenta, el problema que señala Bellamy es distinto y más hondo. La finalidad más importante de la escuela es la transmisión de la cultura, que se convierte en el único fin que justifica cualquier otro ímpetu o finalidad intermedia. Intentar promover la realización del hombre y su adecuada relación con el mundo y con los otros al margen de la cultura no solo conduce al fracaso sino también al escepticismo más amargo y radical.

Para comprender qué importancia tiene la insistencia de Bellamy, así como su absoluta pertinencia, cito las palabras de una estudiante de bachillerato del colegio en el que enseño. Creo que clarifican muy bien en qué consiste la transmisión cultural:

Ahora debo mi sonrisa al profesor de Literatura, quien me dio lo que para mí ha sido el punto de inflexión en el bachillerato, El Quijote, un libro que, en ausencia de mis padres, ha hecho que me sintiera acompañada a medida que lo leía; y sé que me seguirá acompañando. Cervantes ha conseguido que una chica de 17 años del siglo XXI se sienta identificada con aventuras o situaciones de su loco personaje. Don Quijote me ha entendido, me ha ayudado, me ha aclarado dudas y problemas, me ha enseñado, he podido encontrar el algo que me faltaba simplemente abriendo mi corazón a una lectura profunda y consciente. Hoy puedo decir que a don Quijote le ha salido bien una aventura, la de simplemente estar a mi lado y enseñarme a vivir. Todo esto lo he conseguido gracias a cómo mis profesores y compañeros viven la vida y la lectura.

Me parece que en las palabras de esta adolescente podemos acercarnos a la clave que Bellamy maneja a lo largo de todo el libro: el hombre puede llegar a ser él mismo solamente a través de una relación. El rostro de los otros —particularmente de los adultos— y la historia que portan no son un escaparate, un plus del que se pueda prescindir o que se convierte, en el mejor de los casos, en una agradable compañía. El significado del mundo y de uno mismo se manifiesta y clarifica en una relación, en una mediación que es lenguaje, comunicación, historia y tradición; en una palabra, cultura. La escuela —nos viene a decir Bellamy— estará a la altura de los desafíos de nuestro tiempo si custodia —transmitiendo— lo mejor de nuestra tradición, si hombres de carne y hueso son capaces de portar, actualizar y mejorar lo que los más grandes dijeron, vivieron y pensaron.

Difícil abandonarse a la vida con confianza, dar crédito a cosa alguna, difícil creer en nada si no hemos ido creciendo así, sintiéndonos guiados por una mano fuerte y delicada que sabe medir, mirados por una frente ante la cual no cabe ninguna simulación; enlazada nuestra fragilidad a un principio invulnerable. Sentir el peso de la exigencia más inexorable y el apoyo del amor más incondicional2.

Los profesores sabemos por experiencia que multitud de conocimientos no logran incidir en los alumnos de ninguna manera. Desde luego, solo lo que es real y mueve nuestro propio interés y curiosidad puede llegar a tocar el interés y la curiosidad de nuestros alumnos. ¿Pero qué otra cosa puede ser verdaderamente interesante sino el acervo común de nuestras tradiciones, la mirada llena de pasión e inteligencia de aquellos que caminaron antes que nosotros, las grandes obras de la literatura y el arte que han marcado el compás de nuestra historia? No es difícil saber por qué muchos docentes han abandonado este camino: la inseguridad, el cansancio, las mil dificultades del contexto o la falta de compañía han hecho inviable la transmisión cultural o la han convertido en un privilegio prescindible. Ante estas objeciones, Bellamy propone su propia experiencia: «En cualquier contexto, incluso en los centros menos favorecidos, he podido verificar este fenómeno: exigir a los alumnos que hagan el esfuerzo de recibir lo que se les ofrece es el comienzo de una aventura extraordinaria». Así, frente a las críticas que Passeron y Bourdieu lanzan contra la institución escolar, Bellamy defenderá que la transmisión de la cultura es el elemento que puede ayudar a limar la desigualdad que las condiciones materiales o sociales tienden a acentuar.

«En lugar de transmitir aquello con lo que se construye una mirada justa y clara, buscamos deconstruir las diferencias»3. Frente a todo relativismo —que no quiere comprometerse con nada, buscando una neutralidad imposible— y frente al dogmatismo —que querría imponer de manera acrítica una determinada visión del mundo—, Bellamy propone sin tapujos una mirada más humana sobre la transmisión cultural. El compromiso con nuestra propia cultura, con una cultura en particular —de la misma manera que sucede en relación con nuestros propios padres— no nos hace ni esclavos de ella ni detractores de las culturas ajenas. Al contrario, una relación profunda y familiar con nuestra propia tradición nos hace sensibles a aquellas expresiones que, desde otras tradiciones, portan acentos semejantes o amplían el horizonte de nuestro conocimiento. Pero al mismo tiempo, como Bellamy señala de muchas maneras, la tradición heredada nos hace sentir tanto un agradecimiento como una responsabilidad. Agradecimiento, porque sin el fenómeno de la mediación nunca llegaríamos a ser verdaderamente hombres; solo así, de esta manera tan concreta, el mundo y la propia vida se hacen inteligibles, comprensibles, amables. Responsabilidad, porque tenemos la obligación de comprender y verificar el valor y la grandeza de nuestra propia tradición. Solo así podremos ayudar a construir «una mirada justa y clara».

Creo que la lectura de Los desheredados puede ser de gran utilidad para clarificar el momento tan complejo y apasionante en el que vivimos y para entender cuál es la gran tarea de la escuela y de todo acto educativo.

Ignacio de los Reyes

Va, pensiero

12 de marzo de 2011, Ópera de Roma.

Va, pensiero, sull’ali dorate,

Va, ti posa sui clivi, sui colli...

«Ve, pensamiento, sobre alas doradas;

¡ve, pósate en las praderas, en las colinas,

donde exhalan su fragancia tibios y suaves

los aires dulces de la tierra natal!

Del Jordán las orillas saluda,

de Sión las torres derruidas...

¡Oh, patria mía, tan hermosa y perdida!

¡Oh, recuerdo tan grato y fatal!

Arpa de oro de los fatídicos hados,

¿por qué, muda, del sauce cuelgas?».

Bajo la batuta de Riccardo Muti, el célebre coro de los hebreos finaliza en un estruendoso aplauso. En medio de las ovaciones, algunas voces piden un bis. Y de repente, se hace el silencio. En las butacas de la Ópera de Roma el público retiene el aliento; un estremecimiento recorre las filas de asientos. El maestro se vuelve hacia la multitud: «Estoy de acuerdo», dice.

Muti se detiene. Solamente una vez en su larga carrera como director de orquesta, había concedido un bis a su público. Fue en 1986, en la Scala, tras una interpretación del mismo Va, pensiero. Desde entonces, no se había vuelto a dejar llevar por esa fantasía. Para Muti, una ópera es un todo; no se puede detener así, de cualquier manera, por el placer de volver a tocar una melodía conocida. Pero esa tarde es diferente. «Estoy de acuerdo», dijo el director.

Casi con setenta años, Ricardo Muti es un artista reconocido, apreciado en el mundo entero y reconocido de modo particular en la escena cultural italiana. Esa tarde era la primera vez que regresaba al atril después de su hospitalización en febrero, en Chicago. El maestro se había desmayado durante un ensayo y se había fracturado la mandíbula en la caída. Tras la operación, los médicos le habían diagnosticado una «fatiga extrema» y le habían desaconsejado severamente viajar o retomar los conciertos. En contra de su consejo, él regresó a Italia para dirigir este Nabucco. Por nada del mundo se habría perdido esta representación excepcional, que abre la celebración del 150 aniversario de la unidad italiana.

Apoyado en una silla, la espalda ligeramente arqueada, inclina la cabeza hacia su partitura mientras espera el final de los interminables aplausos que celebran su consentimiento. «Estoy de acuerdo, pero...». Se vuelve de nuevo hacia la sala, llena hasta rebosar. Se encuentra delante de las primeras filas, repletas de personalidades políticas que han venido en gran número esta tarde.

Muti contará al periódico TheTimes ese instante histórico. «Al comienzo de la representación —dice— hubo una gran ovación del público. Entonces, comenzamos la ópera. Todo se estaba desarrollando perfectamente pero cuando llegamos al famoso canto Va, pensiero, inmediatamente sentí que la atmósfera se tensaba entre el público. Hay cosas que no se pueden describir pero sí sentir. Antes de ese momento, reinaba un gran silencio. Pero en el instante en que la gente percibió que el Va, pensiero iba a comenzar, el silencio se llenó de un auténtico fervor. Se podía sentir la reacción visceral del público al lamento de los esclavos».

Va, pensiero no es un coro como cualquier otro. Habiéndose especulado frecuentemente con que pudiese convertirse en el himno nacional italiano, esta elegía canta la desesperanza del pueblo hebreo arrancado de su tierra natal en el momento en que, reducido a la esclavitud, sabe que se prepara su exterminio. En esta tercera parte de Nabucco, Abigail ha tomado el poder y, en los jardines de Babilonia, ha empujado a Nabucodonosor a consentir la masacre de los hebreos. Junto a las orillas del Éufrates, los condenados recuerdan la belleza de su país desaparecido, en un largo coro en el que la violencia del dolor se entremezcla con la dulzura del recuerdo. Al componer su ópera en plena ocupación de Italia por las tropas austríacas, el joven Giuseppe Verdi quería suscitar la comparación con la situación de su pueblo. Y el mismo día de su creación, el 9 de marzo de 1842, el público milanés había obtenido, a pesar de la prohibición explícita de las autoridades austríacas, un bis del Va, pensiero...

Por lo tanto, en aquella tarde de marzo de 2011 no había nada de banal en la rara decisión de Riccardo Muti. En el silencio finalmente recobrado, el director de orquesta, girado hacia el público, toma la palabra. Sin anotaciones, sin micrófono, sin levantar la voz. Sin puesta en escena.

«Ya no tengo treinta años y ya he vivido mi vida; pero, como un italiano que ha recorrido mucho mundo, siento vergüenza por lo que está sucediendo en mi país. Por ello, estoy conforme con vuestra petición de un bis del Va, pensiero. No es solo por la alegría patriótica que siento sino porque, esta tarde, mientras el coro cantaba “¡Oh, patria mía, tan hermosa y perdida!”, he pensado que, si continuamos así, vamos a acabar con la cultura sobre la que se ha construido la historia de Italia. Y en ese caso, nuestra patria quedará verdaderamente hermosa y perdida —y nosotros con ella—».

Entonces, en toda la sala, en la platea, en las tribunas, en los pasillos, en los palcos, en los balcones y hasta en el escenario, se eleva una larga ola de aplausos que levanta progresivamente a los asistentes. Los espectadores se ponen de pie y pronto son imitados por los cantantes, sentados o de rodillas, que también aplauden. Pero he aquí que el maestro retoma la palabra.

«Yo, Muti, he callado durante demasiados años. Querría ahora... deberíamos darle sentido a este canto; porque estamos en nuestra casa, el teatro de nuestra capital, con un coro que canta magníficamente y que está tan bien acompañado; si a ustedes les parece bien, les propongo que se unan a nosotros para cantar todos juntos».

Es difícil describir lo que siguió a ese instante. «Vi a grupos de personas levantarse —contará Muti—. Toda la Ópera de Roma se levantó. Y el coro también se levantó. Fue un momento mágico. Aquella noche no fue solo una representación de Nabucco sino también una declaración unánime del teatro de la capital».

Tras afinar rápidamente la orquesta, el maestro, todavía dirigiéndose a la sala, eleva su batuta en dirección al público. «Atención, todos juntos», murmura. Todos los asistentes sonríen. Resuenan las primeras notas. Desde el gallinero los espectadores lanzan sus libretos, centenares de hojas que flotan dulcemente en el aire mientras caen. Y en el movimiento universal del canto, retomado por miles de voces, el coro se levanta en un impulso de duelo, de cólera triste y de esperanza.

Va, pensiero, sull’ali dorate,

Va, ti posa sui clivi, sui colli...

Al finalizar el canto, con el público y los artistas emocionados hasta las lágrimas, Muti concluirá ese instante de fervor histórico con unas simples palabras, duras y tajantes. Era la advertencia de un «profeta del destino»: «El 9 de marzo de 1842, el estreno de Nabucco incitó a los italianos a luchar por su identidad y su libertad; yo no querría que, el 12 de marzo de 2011, el Nabucco de esta tarde fuese el canto fúnebre de la cultura».

Para mí, joven profesor, este anuncio tiene un significado concreto y trágico. Aquella misma tarde del 12 de marzo de 2011, hacia las nueve y media, mataron a un adolescente de una puñalada delante de una parada de metro de Asnières-sur-Seine, muy cerca del instituto en el que comencé a trabajar. Samy Tebbi tenía quince años. La causa de su asesinato: había cruzado una línea imaginaria que supuestamente separaba la ciudad de Luth del barrio vecino de Courtilles. En este drama no había un conflicto por dinero, ni rivalidad amorosa, ni antiguas diferencias que saldar. Solo la violencia pura, gratuita y absurda. La imagen del salvajismo, a pocos pasos de un instituto. Allí donde la educación fracasa, ¿no es inevitable que la barbarie termine por imponerse? «El canto fúnebre de la cultura» es un canto de violencia y de muerte.

La muerte de Samy no es más que uno de los efectos del derrumbamiento de la cultura que inquieta al viejo director italiano. No hace falta buscar más lejos la causa de esta violencia en estado puro. Cuando no somos capaces de hacer vivir una cultura común, la sociedad se disuelve en una vuelta al estado natural que se parece mucho a este «embrutecimiento del mundo» del que se hacen eco los medios y los políticos. «¡Oh, patria mía, tan hermosa y perdida...!». Solemos coincidir en el reconocimiento del fracaso educativo actual pero, sin duda, no será inútil recordar aquí algunos síntomas. Desde hace veinte años, todos los estudios nacionales e internacionales sobre el nivel escolar en Francia coinciden en señalar la amplitud del problema, a pesar de todas las mentiras tranquilizadoras de un optimismo ciego. El último informe PISA4, publicado en 2013, dedicado esencialmente a las materias científicas, señalaba que el porcentaje de fracaso escolar ascendía al 22%, considerando a estos alumnos incapaces de prolongar sus estudios y de «participar de manera eficaz y productiva» en la vida de la sociedad; el porcentaje estaba en el 16% diez años antes. En los entornos desfavorecidos, solo un alumno de cada cinco tiene alguna posibilidad de obtener buenos resultados5. El problema se comprueba también en las otras disciplinas: en historia, geografía y educación cívica, el propio Ministerio de la Educación Nacional constata un fuerte aumento del número de alumnos con grandes dificultades; en un estudio de 2012 se informaba de que un 22% de colegiales son incapaces de «dar sentido a una información» o «comprender un texto simple». En el otro extremo del espectro, los alumnos capaces de «interpretar un texto complejo» y de «responder bien a preguntas abiertas» no son más del 6% —casi dos veces menos que hace seis años6—. En cuanto al dominio de la lengua, los resultados son todavía más inquietantes, tal y como lo indica un estudio realizado cada año con motivo de la Jornada de Llamamiento para la Preparación de la Defensa (JAPD, hoy JDC)7. Todos los jóvenes con edades en torno a los diecinueve años se someten a algunos ejercicios simples: distinguir una palabra real de unas cuantas letras sin significado, encontrar una película en una cartelera de cine, leer una historia breve. En 2013, según el Ministerio de la Educación Nacional, cerca del 20% de los participantes no pudo abordar esos ejercicios; por tanto, un joven francés de cada cinco está, según las estadísticas oficiales, en una situación de analfabetismo más o menos grave8. Sirvan estos elementos para, si todavía fuese necesario, manifestar concretamente la gravedad del fracaso colectivo que atravesamos. Ahora queda explicarlo...

Esta crisis de la cultura no es el resultado de un problema de medios, de financiación o de gestión; es un cambio radical interior. En nuestras sociedades occidentales se está produciendo un fenómeno único, una ruptura inédita: hay una generación que desiste de transmitir a la siguiente lo que debería darle, es decir, el conjunto del saber, de los puntos de referencia, de la experiencia humana inmemorial que constituye su herencia. Se trata de una conducta deliberada, incluso explícita: cuando comencé a enseñar, estaba lejos de imaginar el imperativo esencial que debía estructurar mi formación de joven profesor. «Ustedes no tienen nada que transmitir»: esas palabras, pronunciadas en varias ocasiones por un inspector general que nos acogía en la profesión el día de nuestro inicio escolar, tenían algo tan desconcertante que se quedaron marcadas profundamente en mi memoria. «Ustedes no tienen nada que transmitir».

La cultura es, propiamente, lo que se transmite. Y he aquí el proyecto que se nos propone: no cargar sobre las espaldas de nuestros sucesores este fardo caduco que el pasado deja caer sobre sus libertades nuevas. A partir de ahora, hay que actuar de modo que cada niño pueda, para crear un camino personal, producir su propio saber. La «lección magistral» y el «aprender de memoria» quedan descartados; queda rechazada la idea de que los padres puedan transmitir a los niños una concepción del mundo. Hemos perdido el sentido de la cultura. Para nosotros esta es ya, en el mejor de los casos, un lujo inútil; o peor, un equipaje pesado e incómodo. Por supuesto, seguimos visitando los museos, yendo al cine, escuchando música; en este sentido, no nos hemos alejado de la cultura. Pero ya no nos interesa más que bajo la forma de una distracción superficial, de un placer inteligente o un recreo decorativo.

Podemos encontrar síntomas de esta desconfianza con respecto a la cultura por todas partes. Para quien quiere aguzar el oído, el discurso común sobre la escuela9, la infancia, la sociedad y la familia, nos acerca a esa desconfianza continuamente. Se ilustra, por ejemplo, en la fascinación contemporánea por el inmenso depósito de datos que nos ofrece la revolución digital. Cierto antiguo ministro explica que, como todo el conocimiento se encuentra ya en la web, los niños pueden ser liberados finalmente de la tarea penosa de aprender. Este intelectual se entusiasma con la idea de que, por primera vez, los pequeños genios de la red, que son los niños de la joven generación, disfrutan de un mejor acceso a la información que sus propios padres, quienes ya no tienen nada que enseñarles. Por gracia de la web, he aquí que estamos dispensados de transmitir un saber; únicamente nos queda proponer los «saber hacer», los «saber estar»... Como las máquinas se encargan de almacenar la herencia cultural por nosotros, se pueden abrir nuevos horizontes de libertad. Este es un claro síntoma de esa desconfianza que nos hace mirar la cultura como una alienación de la que somos prisioneros, como un fardo del que hay que deshacerse por todos los medios.

Queremos seguir educando pero ya no queremos transmitir. El fallo de este proyecto ilumina la crisis contemporánea con una luz nueva: los enseñantes no se han vuelto súbitamente mediocres, los padres no han olvidado masivamente su responsabilidad. Simplemente, se les ha confiado una misión imposible, impensable. La sociedad les ha pedido que eduquen pero dejando libre al niño, virgen de toda traza de autoridad, liberado de todo el peso de una cultura anterior a su individualidad. Por supuesto, queremos educar a los jóvenes en el respeto, en la tolerancia, en la ciudadanía... pero creemos que esto no requiere transmitir. Es suficiente creer, para tranquilizarse, en el marco flotante de un conjunto de valores que tenemos por consensuados, esperando que lo lleguen a ser; y más adelante el niño deberá lanzarse en solitario a la búsqueda de su saber, de sus decisiones morales y de su destino. Cuanto más intervenga el educador, cuanta más dedicación ponga, más culpable será, porque de este modo privará al niño de su libertad primera, de su espontaneidad —y así le impedirá ser él mismo—. Todos los que enseñan son sospechosos; todos los que transmiten son culpables.

La transmisión, nos dice nuestro inconsciente colectivo, es una alienación, porque priva al niño de la posibilidad de construir él solo sus propias referencias, de tomar sus decisiones, de adoptar individualmente sus valores. La transmisión es una alienación porque, sometiendo al niño a la influencia de una autoridad que se cree creadora, le impide ser el autor de sí mismo. La transmisión es una alienación. Por culpa de no haberlo comprendido, nos repiten los formadores del IUFM10, la escuela sigue siendo un lugar de opresión, «un sistema militar-hospitalario-carcelario» —una estructura que tendría, a la vez, rasgos de cuartel, hospital y prisión—. En cuanto a la familia, no puede ser más que una fuente de reproducción castradora. De ahí proviene el sorprendente distanciamiento que reina en la escuela y la sociedad frente a los padres, la desconfianza respecto a ellos que caracteriza a menudo a las salas de profesores. Ya no tenemos el sentido de la cultura que nos toca transmitir y tampoco queremos transmitirla; y, de hecho, terminamos sin saber qué hacer.

A pesar de esto, la sociedad sigue exigiendo a los adultos que eduquen. Obligados a educar sin transmitir y sometidos a esta conminación que nadie quiere ver que es contradictoria, los padres están condenados a desesperarse frente al espectáculo del fracaso de sus hijos, frente a la constatación de una ruptura que ellos mismos han provocado. Hoy la juventud es indigente de todo aquello que no le hemos transmitido, de toda la riqueza de esta cultura que, en gran medida, ya no comprenden. Desamparados, desequilibrados, retroceden con frecuencia al último modo de expresión que les queda todavía disponible a aquellos que no tienen palabras para hablar: la violencia. Inarticulada, incomprensible, desprovista de sentido, esta violencia marca a aquellos que no han tenido la suerte de tener un contacto con la cultura por un medio distinto a la escuela. En las familias más frágiles, en los barrios más desfavorecidos, cuando la lengua es un lugar hostil, la violencia se convierte en un medio de expresión. Este es el resultado de nuestro propio proyecto. Queríamos denunciar las herencias; hemos hecho desheredados.

¿De dónde procede esta descalificación de la transmisión? Es la primera pregunta, sin duda, que hay que hacerse. Para comprenderla bien, hay que lanzarse al análisis de una genealogía de la modernidad tal y como se nos presenta, a través de manifestaciones concretas. Si queremos ver las consecuencias que conlleva, comprenderemos que el diagnóstico reviste una gran urgencia.

Después, podremos intentar abrir las perspectivas para salir de la crisis que atravesamos. ¿Cómo reconstruir el diálogo entre las generaciones? ¿En qué podemos apoyar las nuevas formas de transmisión que requiere nuestra sociedad para cimentar su futuro? Necesitamos dar una respuesta para no dejar en la indigencia vital a una generación que grita que no quiere morir. Solo tomando este exigente camino podremos evitar que el canto de nuestra civilización no se convierta en un canto de duelo, en el que la nostalgia misma no se comprenderá. Estaremos realmente a la altura de lo que hemos recibido si la fuerza del pensamiento se pone al servicio de la vida. Va, pensiero...

Tres sacudidas en un seísmo

¿De dónde viene la visión que tenemos hoy en día sobre la cultura? Normalmente se piensa que nuestras sociedades europeas están marcadas por una crisis de las instituciones tradicionales encargadas de mantener vivas las referencias fundamentales y de transmitir de este modo una cultura común. Esta transmisión ya no es evidente, y precisamente en ello estriba la situación que describimos bajo el término de «crisis».

Pero este término podría inducirnos a un malentendido, haciéndonos pensar que no se trata más que de un problema accidental. Podríamos interpretarlo como el resultado de causas contingentes, exteriores a la cultura misma, y suponer, por ejemplo, que la pérdida de confianza en las figuras de autoridad tradicionales proviene del descrédito de las instituciones políticas, o bien de las perturbaciones de los ciclos económicos, o incluso del progreso tecnológico y de las mutaciones profundas que conlleva.

Sería un error, creo yo. Sin duda, este o aquel factor contribuye a la ruptura que queremos estudiar, o bien los tres, o incluso otros más. Pero esta discusión sobre la cultura nace de la cultura misma; y la crisis de la transmisión que la caracteriza es el resultado, no de un accidente coyuntural sino de una crítica muy profunda cuya genealogía se extiende a lo largo de varios siglos.

Para darse cuenta de ello, es suficiente echar por un momento la vista atrás. Buscar las trazas de este esfuerzo crítico nos permitirá medir la dimensión de lo que está en juego en la crisis que suscita. Toda la civilización occidental ha sido conducida por la modernidad hasta un punto de ruptura, del cual observamos su proximidad concreta hoy en día, en los debates más actuales.

Voy a intentar aislar los momentos importantes de esta crítica de la transmisión efectuada por la modernidad. Pero antes, querría hacer dos indicaciones preliminares.

En primer lugar, puesto que lo que se considera aquí es la transmisión, precisemos que, en mi opinión, no se trata de volver a la historia de la pedagogía ni a la discusión sobre los métodos educativos propiamente dichos. He intentado siempre extraer de las obras que he seleccionado una visión fundamental de la cultura y de la educación; y es en este mismo nivel en el que intento situar mi respuesta, en una segunda parte. Por tanto, no esperen leer desarrollos técnicos y, aún menos, consejos de pedagogía.