Los evangelios de la rabia - Rafael Medina - E-Book

Los evangelios de la rabia E-Book

Rafael Medina

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Beschreibung

La ciudad rebosante de tráfico, laberinto, derretida en el asfalto, llena de profetas. Hombres que vociferan contra dioses que perdonan, sujetos que en cada esquina redimen al mundo, niñas con estigmas, infantes que reparten plagas, apariciones que acosan, psiquiatras que escriben evangelios llenos de ira, miedo, y por supuesto, rabia. Los personajes de Rafael Medina ofrecen otra mirada, mordaz, rebosante de humor negro, de lo poderoso que pueden ser los símbolos religiosos. Los cuentos de este libro son profecías de la condición humana, de su intento por salvaguardar la cordura ante una divinidad y un mundo terribles. Cástulo Aceves

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Para Pepe, por su paciente lecturay su atinada sentencia

Voy a poner en Sión piedra de tropiezo

y roca de escándalo; mas el que crea

en Él, no quedará confundido.

ROM.9:33

EL PROFETA

¡Dios celoso y vengador Yahvé,vengador es Yahvé y colérico!Se venga Yahvé de sus adversarios,guarda rencor a sus enemigos.Yahvé tardo a la cólera, pero grande en poder,y a nadie deja impune Yahvé.*

NAHUM1:2,3

El profeta rabioso sigue afuera de la ciudad. Aún vocifera contra el Dios que no se atrevió a destruirnos. Y me da pena el hombre: flaco, desnudo, furibundo, patético. Odia a Nínive, la perla de Mesopotamia, nos odia a nosotros, sus habitantes. Odia la vida toda. Es consecuente con su Dios. Y pese a todo, le enviamos médicos, entre los que se encuentran los mejores especialistas de estos reinos. Dicen que las quemaduras que le han provocado los rayos solares son serias, su desnutrición también. ¿Qué decir de su locura? Pero se niega a recibir atención, prefiere el sufrimiento. Sólo así se gana el cielo, replica. El hombre se muere a unos cuantos pasos de nuestra muralla oriente, frente a los flachazos de nuestros reporteros, las cámaras de televisión, nuestra impotencia.

Recuerdo el día de su llegada. Fue impactante verlo predicar aquella mañana en la plaza principal de nuestra ciudad. El tipo escurrido, barbado, sucio, en medio de nuestra calma y limpieza. Firme y decidido frente a nuestro desconcierto. Contrastaba su desnudez penosa con la pulcritud de nuestra gente: ni siquiera un taparrabos frente al azoro y los trajes bien cortados que lo rodeaban. Nos exhortaba, iracundo, a que abandonáramos nuestro estilo de vida, nuestra comodidad, ya que su Dios nos daba sólo cuarenta días para considerarlo. Nuestro tiempo estaba contado. Algunos, fascinados, ante tan peculiar personaje, apagaron celulares, cerraron las computadoras portátiles, las tabletas, postergaron su llegada al trabajo: escucharon al profeta. Otros, propusieron que se llamara de inmediato a un psiquiatra. Pero no, los psiquiatras de Nínive son condescendientes, es un simple profeta, un enviado de su Señor. No había por qué malgastar los recursos del reino. Lo verdaderamente interesante sería tratar a su Dios. Eso dijeron los alienistas de Nínive.

No tenía descanso el hombre, desde el amanecer, recorría la ciudad escupiendo insultos y maldiciones contra nuestra gente. Se apostaba en las plazas comerciales, fuera de los bancos, de los grandes malls, de la bolsa de valores. Vociferaba contra todo lo que oliera a placer, comodidad, tecnología. No se dejaba impresionar por los veloces autos que evitaban arrollarlo, que en ocasiones se detenían y ofrecían conducirlo a cualquier parte, sin importar su aspecto, su olor. No se inmutaba ante el concreto que venció al desierto. La noche subyugada por los miles de anuncios de neón. Predicaba en las famosas discotecas de nuestra Nínive en plena madrugada. Se sostenía de mendrugos, desperdicios simples. No aceptaba alimento fresco de los ninivitas. Y pese a todo, nunca fue contrariado, era escuchado con respeto, esperando que se marchara para que siguiera el curso de la vida, como siempre ha transcurrido, independientemente de ese Dios y sus enviados.

Y así transcurrían los días del profeta, hasta que nos acostumbramos a su presencia en poco tiempo. Para divertirnos, algunos fingimos convertirnos en sus seguidores: adoramos a su Dios, no consumíamos alimentos durante el día y vestimos cilicios. Adoramos a una divinidad ajena pidiendo perdón a las nuestras, más permisivas, benevolentes, amorosas (aún pido perdón al gran Assur por los faltas en que incurrimos, aunque estoy seguro de que él comprenderá mis razones). Muchachos, no se burlen del pobre hombre, nos decían nuestras madres. El hombre necesita apoyo, amor, insistían. Sólo así los recibirá, decíamos nosotros, y nos dejaban continuar, disimulando que también se divertían a sus costillas. El profeta nos hacía besar la cruz, nos hablaba de la historia de los judíos, de la piedad, de la humildad. Nosotros le hablábamos del placer y le ofrecíamos nuestros cuerpos. No aceptaba niño, no aceptaba niña, no quería bestia. Se volvía una furia y se golpeaba a sí mismo frente a nosotros: desnudos, invitantes. Nos hablaba del perdón, del Único, del Eterno. Nosotros de la diversión. Tratamos de mostrarle las bondades de nuestros juegos de video. De la maravilla insondable del internet. Nunca aceptó. Más peroraba sobre el paraíso, el infierno, del castigo que venía. Rompíamos el ayuno bebiendo refresco de cola frente a su desesperación.

Poco a poco empezó a aburrirnos. La vida brevísima de las modas. Él, a impacientarse. En un momento de locura e impotencia, entró a nuestro templo, a la gran Zigurat. Los guardias, con la mezcla de amabilidad y energía necesarias, se encargaron del problema. Después, trató de disuadir a todos los mercaderes que entraban a la ciudad, en camellos, en tráilers, en modernos jets; que no comerciaran con nosotros, que Nínive estaba a punto de ser destruida, avasallada por la ira del Señor. También los guardias se hicieron cargo. Pidió audiencia con nuestro mismo rey, un día antes de la fecha mortal. Fue recibido. Pese a que el profeta fue grosero, imprudente, soberbio, nuestro monarca siempre fue amable. Otro, rey judío, egipcio o de cualquier otra tierra, en las mismas circunstancias, hubiera pedido de inmediato su cabeza. Sin embargo, el nuestro lo escuchó, le prestó atención, se compadeció del hombre. Para evitar una escena más desagradable, el monarca fingió convertirse a la religión del impertinente. Vistió cilicio, se sentó en cenizas y besó la cruz en nombre de todos nosotros.

Recuerdo cuando el profeta salió del palacio. Creo que ha sido el único momento en que ese hombre atisbó la felicidad. Sentía que había cumplido su misión. Ésa que tanto temió y lo hizo huir a la región de Tarsis. Hasta que lo hizo considerar su huida el Dios de la violencia, el Dios de las tempestades, el Dios de la ira. Azotó el barco que había tomado en el puerto de Jope, lo hizo naufragar tres día y tres noches en el estómago del miedo. De la culpa. Y fuera del palacio, cerca de la Zigurat dedicada a Marduk, el profeta reía, lloraba, celebraba su supuesto triunfo. Mientras, su Dios con seguridad también reía en el pedacito de cielo que le corresponde. Yo y mis amigos, sus seguidores, le propusimos un festejo. Él propuso oraciones. Nosotros le conseguimos las más bellas prostitutas. Se las ofrecimos impregnadas en incienso, mirra y Chanel. Se negó. Rechazó la bacanal que le teníamos preparada. Su rostro poco a poco volvió a ser el mismo amasijo de amargura de siempre. Compramos animales para el sacrificio, haríamos un festejo para todos los dioses, dijimos. Nos abofeteó. Pidió pan seco y agua. Nosotros, hamburguesas, crystal y cervezas espumosas. Nos echó de su lado, dejamos de ser sus discípulos. La mayoría ya estábamos muy aburridos. A nadie le pesó que hubiera terminado el juego. A mí, no lo puedo negar, un poco. Le llegué a tener consideración al pobre viejo.

Pero las cosas nunca cambiaron en la gran Nínive. El profeta rabioso, cuando se dio cuenta de que había sido engañado, frustrado cruzó la puerta oriente con la esperanza de que se cumplieran las amenazas. Pero hace muchos días que se ha cumplido la fecha y la joya de Mesopotamia no ha sido destruida. Nunca hubo respuesta del Único, del Invencible, del Eterno. Y el profeta sigue allá, solo, castigado por el sol y el desierto, bajo una miserable calabacera seca. Dicen que será traído a la fuerza por gente del servicio médico. Curarán sus heridas, su hambre. Alguien ha vuelto a proponer la intervención de los psiquiatras. Pero ellos se niegan, dicen que el único lugar disponible en nuestro majestuoso psiquiátrico está destinado para quien lo ha enviado. Yo estoy de acuerdo.

* Nota del editor. Ésta y todas las citas bíblicas se tomaron de Biblia de Jerusalén, Editorial Desclée de Brouwer, Bilbao, España (2009).

EL HOMBRE DEL SEMÁFORO

No importa el día, la hora, la cantidad de autos que se detengan en esa crucero: el hombre invariablemente hará su horrendo acto bajo el mismo semáforo. Ahora soy indiferente, no me impresiona, no me hiere la crueldad, el salvajismo con que lastima su cuerpo. Las primeras veces, lo admito, no soportaba su espectáculo. Traté de evitarlo, busqué vías alternas, retrasaba el regreso a casa. Incluso alguna vez llegué a transgredir la luz roja para sortearlo. Los problemas que todo esto me acarreó me hicieron desistir el desencuentro: multas, retrasos de hasta dos horas, barrios peligrosos. Es la avenida principal y el camino más corto para mi hogar, y de la mayoría de los mercaderes principales, por eso el hombre no pudo elegir mejor lugar para crucificarse día a día.