Los habitantes del colegio - Juan Diego Taborda - E-Book

Los habitantes del colegio E-Book

Juan Diego Taborda

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Beschreibung

Los habitantes del colegio ha sabido dar vida a un universo muy singular, marcado por su condición de clauso, a partir de materiales literarios muy novedosos en Colombia, como son el absurdo y la crueldad, el humor negro, el sentimiento de lo grotesco. Dichos materiales se integran con solvencia en un marco de irisaciones tan pronto poéticas como metafísicas referidas al mundo infantil y juvenil, por lo que el colegio colombiano que sirve de eje a los cuentos se convierte en una especie de inolvidable hortus conclusus, donde el bien y el mal coexisten y casi se funden en la mirada no siempre inocente de los protagonistas. Del Acta del Jurado

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Los habitantes del colegio

Juan Diego Taborda

XXXVI Premio Nacional de Literatura, modalidad Cuento

Colección Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia

XXXVI Premio Nacional de Literatura, modalidad Cuento, Universidad de Antioquia, 2018

Colección Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia

© Juan Diego Taborda Colorado

© División de Extensión Cultural, Universidad de Antioquia

© Editorial Universidad de Antioquia

ISBN: 978-958-714-909-8

ISBNe: 978-958-501-049-9

Primera edición: julio de 2019

Primera reimpresión: diciembre de 2020

Diseño de cubierta y diagramación: Imprenta Universidad de Antioquia

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la

Editorial Universidad de Antioquia

División de Extensión Cultural, Universidad de Antioquia

(574) 210 51 75

jextension@ udea.edu.co

http://extensioncultural.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Editorial Universidad de Antioquia®

(574) 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

El tortugazo

Habían decidido no quererlo porque tenía como pasatiempo hacerles tortugazo a los bolsos de los estudiantes. Él acostumbraba sacar de la maleta de sus compañeros de clase todos los útiles (lápices, cuadernos, colores, borradores, sacapuntas y demás), luego volteaba la maleta de adentro hacia afuera y metía, en la maleta volteada, los útiles; después cerraba los cierres por dentro, dejando la maleta como una tortuga cuando esconde sus patas y su cabeza; por ello el nombre de tortugazo. De este modo, dificultaba al compañero al que le hacía el tortugazo sacar fácilmente un cuaderno, un lápiz u otra cosa de la maleta. Esta práctica se había convertido en el azote que desvelaba y atemorizaba a los estudiantes dentro de las aulas.

No todos los estudiantes tenían las mismas reacciones cuando él les hacía un tortugazo: a unos se los llevaba el diablo de la rabia, otros se reían, a otros les era indiferente; algunos lo veían como la posibilidad perfecta para tomar venganza, hasta con la maleta de otro compañero. A él lo odiaron.

No sabía cuántos tortugazos había hecho desde la primaria; ahora que estaba en once haría su salida triunfal. Sus compañeros, en cambio, acumularon cada tortugazo en su corazón, pues, algunos de ellos, lo sufrieron hasta cuarenta y cincuenta veces por año.

El día 23 de abril de 2014, celebrado en la institución como el día de los sacapuntas, intentó llevar a cabo la jornada de los tortugazos. Kevin, que no soportaba más ser el primero en la lista de los tortugazos, sacó la cuchilla del sacapuntas y le rasgó el brazo. Un chorro de sangre chisgueteó a sus compañeros, quienes, lanzados también con las cuchillas de los sacapuntas, abrieron, como cortando jamón, la piel de su verdugo en línea recta por los costados de su cuerpo. No valieron sus intentos de zafarse, porque mientras lo sostenían con las manos izquierdas, con las derechas hacían los cortes convenientes. Sacaron su piel: la voltearon dejando rostro, ombligo, huellas digitales y pene hacia adentro.

El esqueleto del laboratorio

Los chicos de primaria pasaban y se cogían de la mano por el espanto. Los de bachillerato querían pasar abrazados, pero lo evitaban por pena al qué dirán; mirarlo en el laboratorio de ciencias los escandalizaba, horrorizaba; a los niños de preescolar se les daba lo mismo, era como si vieran a alguien familiar y amado. Era un esqueleto, aparecido dos años atrás, que proyectaba una especie de sombra voluminosa no común en los esqueletos de los colegios: tenía pedazos de músculo en los doscientos seis huesos, como si alguien los hubiera raspado con unas tijeras.

Nadie supo ni preguntó cómo ni quién había llevado aquel esqueleto a la institución, pero los profesores de ciencias lo agradecían profundamente, porque nunca habían podido mostrar la manera como estaban conformados, incluso, los huesos del oído. Los profesores lo veían normal, mas los estudiantes de todos los grados, excepto los de preescolar, comenzaron a tener náuseas cuando lo veían, lo que preocupó a los directivos. Decidieron hacer una campaña para mostrar que aquel esqueleto era una obra de arte y no una “abominación”, título que algunos estudiantes le daban.

El profe de artística decidió, entonces, llevar sus grupos al laboratorio de ciencias, no a trabajar con tubos de ensayo ni crisoles, sino a hacer arte a partir del esqueleto. Propuso a los estudiantes que intentaran darle forma, en una pintura, individual y secreta, a los posibles rasgos del esqueleto. Al reunir las obras finales en el salón donde las expusieron, mirando cada uno, por primera vez, la obra del otro, se dieron cuenta de que era un mismo rostro, casi calcado: era el rostro de la profesora de preescolar desaparecida hacía dos años.

Sombras a lápiz

Él era un experto en matar las sombras. Desde preescolar, cuando Valentina lloraba su ingreso al colegio, porque no quería entrar a clase por no dejar a la mamá, supo que las tristezas se acumulaban en las sombras proyectadas por los cuerpos. Un día, cuando el llanto de Valentina colmó su paciencia, corrió apresurado con su lápiz 6B, el de dibujo, para enterrarlo en un ojo de su compañerita, pero tropezó y cayó con la punta firme del lápiz en la sombra de Valentina; sombra que se desvaneció tal cual la tristeza de la niña. Aquel año, 2003, mató las tristezas de sus compañeros de preescolar, quienes en vez de agradecerlo llenaron sus corazones de terror, porque notaron que un cuerpo sin sombra envejece diez años en uno. Él tiene trece años, sus compañeros de preescolar murieron de viejos.

Se sienta en la fila cuatro, frente al profesor. Los compañeros, que no quieren estar allí, hacen un arco alrededor suyo, intentando evitarlo: sus miradas, su presencia, su contacto... Temen perder sus sombras. Quisiera sentirse libre. Lo único que lo acompaña es la música. Cada vez que puede, reproduce el ritual: celular, audífonos, música. Cuando escucha música cierra los ojos, se desprende del mundo de las sombras de sus compañeros, alegra su corazón: siente literalmente volar su alma.

El lunes pasado, sentado en las escalas que dan a la cancha, junto al árbol de guayabas, con sus audífonos puestos en los oídos, escuchaba su canción favorita. Sara, que había llegado triste porque había terminado con su novio, sintió un escalofrío en el cuerpo cuando se apercibió de que él la miraba desde lejos: era morir o matarlo. Él cerró los ojos para no mirarla y se concentró en una canción; ella, con su lápiz afilado para la tarea, corrió hacia él. Se lanzó para traspasarlo con el lápiz, y le cruzó el alma que, al son de la música, salía de su cuerpo.

Vidas de tiza

Gabriela no tenía muchos amigos, ni en el colegio ni en la calle. Solo permitía la compañía de una perrita criolla que la había seguido hasta su casa un día que se había escapado del colegio. Su habitación era de color gris, tan pequeña que cabían, a duras penas, la cama y una mesa de noche donde reposaban un reloj, un vaso con una flor seca, una lámpara que proyectaba una luz roja, un libro y el computador que había estado malo junto a la puerta los últimos tres años. Gabriela era hermosa: tenía un cuerpo tallado en la cintura, las piernas largas y delineadas; un cabello abundante, con crespos finos y negros; los ojos gris claro y una tez rosada que resaltaba en su ánimo reposado, pero era conocida porque sacaba las tizas, sin permiso, del escritorio del profesor; bajaba a toda prisa desde el tercer piso y comenzaba a dibujar en medio del patio del colegio. Sus compañeros, en horas de descanso, o no, miraban desde lo alto del edificio, tal vez, como en un espejo, su propia historia. Algunos se admiraban de los dibujos, otros los temían porque sentían que reflejaban un silencio que no podían explicar, los demás evitaban mirarlos porque les recordaba su misma soledad.

Luego de muchos meses, cuando solo necesitó tizas blancas para expresar lo que tenía dentro, corrió como si la soledad la empujara a hacerlo. Tomó las tizas blancas y bajó por la escalera, pasó por las aulas de 6-4, 6-5 y el baño en el primer piso. Llegó al patio. Primero trazó las líneas de la sala de la casa; la perrita en el piso sobre el tapete, a los pies del papá, quien veía la televisión. Delineó el corredor, el baño y la cocina, y, en ella, la mamá ocupada en sus quehaceres. Llegó a la habitación. Pintó su cama vacía, el reloj, la pared, el computador, la flor en el vaso y su único libro, los zapatos y sus dos vestidos nuevos. Parecía que todo estaba, pero sintió que algo faltaba. Subió al tercer piso, como no lo había hecho antes, para mirar su obra. Cierto, algo faltaba, tal vez un poco de color... Ella, faltaba ella. Decidió tirarse. Quedó en medio de la cama, ahora tendida con un líquido manto rojo.

Capar clase

Michell estaba sentada en el muro bajo la sombra del palo de guayabas. Tenía su rostro blanco y pecoso algo enojado y pensativo. Su cuerpo de trece años estaba poco desarrollado, pero amaba ver futbol y jugarlo. Tenía los pies en un ángulo de noventa grados, la espalda inclinada hacia adelante y el pecho reposando en los muslos. Entre sus dedos aún sostenía algunos granos de arena del patio que no habían caído por el sudor, mientras su mirada se perdía en algunas hormigas que se enfilaban hacia una guayaba podrida que se había caído del árbol dos días atrás. Michell había escapado de clase muchas veces: cuando su madre la despachaba para el colegio, pero no entraba; cuando se camuflaba entre los estudiantes de otros grupos que salían una o dos horas antes; cuando falsificaba la firma de la mamá porque tenía una supuesta cita médica, en fin... Obras que le habían hecho merecer entre profesores y estudiantes el apodo de “Michell, la Escapista”.

No siempre logró capar clase. Antes, cuando todavía no estaba en séptimo grado, intentó escapar por la puerta de al lado de la biblioteca. Era una puerta metálica, de mucha altura; estaba enmarcada con unos tubos gruesos imposibles de cortar y tenía, en la parte de arriba, unos alambres de púa enrollados para que no se entrara alguien. Fue imposible para Michell capar clase ese día. Terminó por enredarse en los alambres. Tuvieron que llamar a los bomberos: las púas estaban rasgando su piel. Alguna vez intentó escaparse por la salida del parqueadero, pero solo llegó al parqueadero; no tocó siquiera la reja de la salida, porque, como una fiera, Tina, la perra del colegio, se había lanzado sobre ella y la había mordido en una nalga cuando apenas cruzaba gateando debajo del carro del rector. Aquella vez quería irse porque no soportaba las seis horas de clase.

Sentada en aquel muro pensaba en el escape, y no solo por las clases: la selección Colombia jugaba a las cuatro y treinta, y la coordinadora había avisado un mes antes que ningún estudiante saldría en horas de partido. Esta vez, Michell invitó a Julián, a Estiven y a Camilo para que escaparan con ella. No convidó a Luisa porque supuso que no lo lograría, no solo porque le daba mucha dificultad correr, sino porque se ponía nerviosa cuando veía a algún profesor, y era un hecho que, a la hora de escaparse, los patios y corredores estarían llenos de profesores que se turnarían para vigilar. En horas de recreo sería imposible, porque los estudiantes de once se hacían en las escalas y en el muro, al lado del guayabo; precisamente el lugar que había elegido para hacer el gran escape.

La coordinadora sabía, por rumores de pasillo, que para esa fecha, 4 de julio de 2014, se gestaba un escape. Los estudiantes sabían que desde la coordinación se organizarían las medidas correspondientes para que nadie saliera. Tres planes se generaron durante las semanas anteriores al partido: el de la coordinadora, el de los niños de preescolar que se corrió por los pasillos y el que Michell y sus compañeros venían construyendo meses atrás, para una fecha especial, o no, como esta.

Lo que se murmuró por los pasillos fue claro: en la clase de Educación Física, cuando el profe se tomara el tinto acostumbrado, escaparían los cuatro niños: Michell y Julián correrían hasta la poceta, al lado de la oficina de la coordinación de la mañana, y avisarían a los demás cuándo pasar; luego, uno a uno, irían a la tienda, comprarían algo de agua y se dirigirían hacia el muro que da a la puerta metálica por donde antes habían intentado salir. El aparataje preventivo de la coordinadora estaba montado: un profesor por zona del colegio, los vigilantes de salida, y Tina estaría echada junto a la puerta metálica para que ladrara si alguien se acercaba. Lo que no sabían profes y directivos es que la ruta de escape no estaba en los patios, puertas o corredores; no: la ruta de escape estaba, precisamente, debajo de las escalas, junto al árbol de guayabas donde acostumbraba sentarse Michell.

Michell había visto Sueños de fuga, la célebre película norteamericana escrita y dirigida por Frank Darabont, un día sobre las rodillas de su papá, que se durmió cansado por el día de trabajo. El protagonista de la película se había demorado veinticinco años sacando pequeñas rocas de la pared de su celda para tirarlas en los patios, en los tiempos en que se asoleaban.

Los niños detallaron que la pared en la que iban a abrir el hueco estaba en tan mal estado como las demás del colegio. La habían descubierto en una clase en la que el profesor de Educación Física los había llevado al patio de arena que recibía la sombra del palo de guayabas, justo al lado de las escalas donde se sentaban los estudiantes de once en las horas del descanso. En esa clase lo único que hicieron fue abrir huecos y taparlos, pero Camilo y Julián, que habían elegido jugar debajo de las escalas, notaron que el muro que daba a la cancha contigua al colegio se desmoronaba con solo soplarlo. Ni directivos ni docentes ni estudiantes se percataron de aquel lugar, porque Tina lo usó muchas veces como baño y nadie quería tragarse aquel olor nauseabundo. Camilo y Julián, porque estaban en tiempo de exploración, soportaron una primera vez aquel olor; luego, para el plan de escape, consiguieron unos pañuelos que usaron como máscaras cada vez que se metían a trabajar para su futura huida. No podían trabajar a diario: solo en clases de Educación Física, cuando el profesor miraba el avance de las noticias, Camilo, Julián, Estiven o Michell corrían debajo de las escaleras, trabajaban un poco y volvían a salir. Un día, Michell, que había tomado el turno debajo de las escalas, no sintió el timbre para el descanso, y cuando intentó salir vio los pies de los estudiantes que se movían a lado y lado de las escalas; quiso salir, pero sabía que no podía dejar en evidencia el trabajo de tanto tiempo. Sintió hambre. De suerte encontró en el piso una guayaba medio picoteada por un pájaro, y logró comerla sin que alguien lo notara. El escape sería a la segunda hora, diez minutos antes de finalizar la clase de Educación Física, que sumados con los veinte minutos de descanso darían media hora para escapar. La transmisión del partido iniciaba a las cuatro de la tarde; todo estaba listo. Tina, que había estado durmiendo todo el tiempo junto a la puerta metálica, se levantó y se dirigió a hacer lo suyo debajo de las escalas, pero nadie se percató de que no había vuelto a salir.

La coordinadora decidió formar a la segunda hora, no solo para avisar que nadie estaba autorizado para salir a ver el partido, sino también para anunciar que el profe de Educación Física no había ido, cosa que los estudiantes de preescolar sabían, porque desde la primera hora estaban vigilados por la profe de Tecnología.

Después de los anuncios expuestos, los uniformes revisados y las amenazas dichas, volvieron a clase. La profe de Tecnología, que no tenía clase preparada para Educación Física, preguntó qué harían en aquella fecha. Michell, que era despierta y atenta, antes de que otro hablara, dijo: —Al parquecito de arena. —¿Cómo? —preguntó la profe. —Hoy nos toca en el parquecito de arena —apoyó Estiven. Los cuatro chicos se miraron. —No sé —expresó la profe. Casi que al unísono, dijeron los del grupo: —Sí, profe, sí, hoy nos toca allí. La profe, luego de pensar un momento, dijo: —Está bien... ¡Pero se portan bien!

En el patio, en menos de quince minutos, faltaban cuatro niños. Isabella, que los había visto salir, quiso intentarlo sin que sus mismos compañeros lo supieran. Los profes no se dieron cuenta hasta las siete de la noche, cuando la llamada de la mamá de Isabella alertó al rector del colegio. Llamaron a las demás casas: en las de Julián, Estiven, Camilo y Michell anunciaron que los niños habían llegado temprano porque les habían permitido salir a ver el partido. A las siete y treinta de la noche encontraron a Isabella en la cancha, al lado del poste, medio deshidratada de gritar, porque, por su cintura, no había podido pasar el último tramo del túnel. La selección perdió.

El pasado en las uñas

El profe entró a la papelería y tomó nota. No lloró porque nunca se había relacionado con ella; tampoco fue estudiante suya en ningún momento. Detalló la sangre en el piso, la sudadera del uniforme manchada y la postura del cuerpo de la chica, que él concibió incómoda. Sintió el calor que se acumulaba en el pequeño cuarto y el sudor que bajaba por su espalda. Miró alrededor y notó la poca luz que alcanzaba a entrar; a contra luz, alcanzó a delinear las siluetas de las cabezas de los curiosos, distinguió en medio de ellas la del coordinador, la del rector y la de dos chicos de 8-3. Tomó nota de nuevo: del silencio, de algunos gemidos y de una nariz que sonaron en medio de sollozos. Volvió su mirada hacia el cuerpo de Heilly mientras se sentaba en el banquillo donde los profesores esperaban a que les sacaran las fotocopias. La sangre tocaba el banquillo y también una vitrina llena de lapiceros, papeles de colores y libros piratas. Quiso conocer la historia de la adolescente, porque sus compañeros de clase, cuando la tuvieron en frente, no la supusieron más que como a una muchacha rara que gustaba de ambientes grises, del silencio y de la soledad. Para los profesores la vida de la chica cobraba otros sentidos: era una estudiante promedio que no ponía problemas. Para el profe de Español era una historia por contar, un caso por resolver.

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Heilly tenía una piel blanca perfecta; su cuerpo de mediana estatura desembocaba en un rostro de mejillas rosadas finísimas; sus ojos cafés, profundos como un volcán, sostenían una tristeza que se agudizaba al pasar los años. Sus labios se teñían con el color de la noche y sus ojos con pesadumbre. Sus manos delicadas y siempre cubiertas con guantes gruesos no dieron en el colegio la posibilidad de pensar algo más: tal vez se cubría una quemadura o una cicatriz de cualquier tipo. Pero no, Heilly tenía el poder de atrapar los recuerdos en sus uñas. Nunca quiso pintarlas; eran de un color blanco nublado que resaltaba incluso de lejos; eran como pequeños firmamentos que tomaban color y figura con los recuerdos de quien las veía. Los curiosos que miraban los destellos de las uñas de la muchacha quedaban hipnotizados, como si se perdieran en aquellas extrañas salientes: sus recuerdos se desgajaban hasta pintar por completo una de las uñas de la adolescente.

La uña del meñique de la mano izquierda ahora tenía el retrato de una mujer anciana. En el rostro se sostenían ladeadas unas pequeñas gafas que no alcanzaban a cubrir las ojeras de cansancio por la labor del día. Se delineaban unas arrugas profundas que bajaban desde su frente hasta esconderse en el cuello. De su cabello cano se extendían dos trenzas sobre los hombros hasta los pechos caídos, las cuales alcanzaban a cubrir medianamente las orejas: era el recuerdo escaso que le quedaba a un hombre todavía joven, quien había dejado, por curiosidad, los únicos recuerdos que le quedaban de su madre. Él solo pasaba por el parque Central y no había alcanzado a notar al niño que acababa de rasparse cuando intentaba chutar el balón que, por centímetros, se había corrido y le había causado una desestabilización que lo llevó al piso. El hombre iba apresurado, pero alcanzó a ver con el rabillo del ojo el reflejo en las uñas de la chica; cuando volteó, vio de pleno a la adolescente junto a la fuente. Como por hipnosis, quedó su más valioso recuerdo atrapado.