Los hijos de Lugh - Noah Goldwin - E-Book

Los hijos de Lugh E-Book

Noah Goldwin

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Beschreibung

La vida de Darkos está a punto de sufrir un gran cambio: Ha sido señalado por Lugh, dios supremo celta y líder de los dioses de la luz, con el don de la inmortalidad y sentidos sobrehumanos, el guerrero druida ha nacido. Las antiguas divinidades celtas le han elegido para salvar a su pueblo, los Hijos del Sol, del exterminio. Dentro de él comienza a desarrollarse un ser cuya naturaleza es bien distinta a la humana. Poseedor de un secreto ancestral y guerrero innato, es el encargado de acabar con el cruel destino que el rey de Inglaterra ha marcado para los suyos. La guerra se acerca, la batalla entre dos ejércitos enemigos está a punto de culminar una era de torturas y desgracias. Los Hijos del Sol se han alzado, están preparados para el combate final y Darkos será el abanderado de toda una raza que sellará el destino de todo su pueblo. La leyenda de Darkos comienza: batallas, Historia, amistad, pasión, sangre, mitología celta, un origen alternativo a los primeros vampiros que se conocen y mucho más te esperan en esta fabulosa novela de fantasía oscura.

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Índice de contenido
Portada
Entradilla
Créditos
Dedicatoria
Prefacio
Prólogo
1
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Epílogo
Diccionario
Agradecimientos
Nota de la autora
Más nowe

Título: Los hijos de Lugh.

© 2016 Noah Goldwin.

© Ilustración de portada: Ion Ander.

© Diseño Gráfico: Nouty.

Colección:Volution.

Director de colección: JJ Weber.

Editora: Mónica Berciano.

Corrección: Sergio R. Alarte.

Primera Edición Mayo 2016.

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2016.

ISBN: 978-84-944357-XX

Edición digital Febrero 2017

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Más:

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nowevolution.blogspot.com / Blog

@nowevolution/ Twitter

A mis hijos, los guerreros que siempre confían en mí.

A mi marido, el Rey que gobierna en mi corazón.

A mi familia, una fiel vasalla que está y estará siempre

PREFACIO

Narra una leyenda celta una historia sobrenatural que estremeció al mundo, donde una bandruid1 auguró a Balor, dios de las divinidades fomorianas, que tendría una preciosa hija llamada Eithne. Esa hija tendría a su vez hijos saludables, inteligentes y con dones extraordinarios. No obstante, uno de ellos destacaría de los demás hermanos, poseyendo valor, fuerza y sabiduría; crecería con unos valores extraordinarios y se convertiría… en el asesino de su abuelo.

Ante tal profecía, Balor esperó el nacimiento de su hija y, al poco tiempo de vida, la encerró en un lugar apartado de todo contacto divino. La torre del Mar era su destino, en la isla de Tory. Allí, su padre se garantizaba que ella no tendría relación con ningún hombre cuando creciera.

El dios dejó a su hija a cargo de doce nodrizas para que la educaran como una mujer noble y honorable. La muchacha creció en cautiverio, sin haber conocido hombre alguno. Pero un día, el destino cambió por completo y Eithne entretejió una artimaña para quedar embarazada. Logró conocer a un joven llamado Ciann, hijo del dios Dian Cecht, una divinidad De Dannan. Su ardid resultó acertado, la joven quedó embarazada y a los nueve meses dio a luz a trillizos, de los cuales solo uno sobrevivió a la ira de Balor: Lugh.

Lugh creció y desarrolló sus amplios y distintos poderes, convirtiéndose en un poderoso dios: su naturaleza medio fomoriana medio De Dannan, equilibraba los polos opuestos, la luz y las tinieblas, el bien y el mal, el dolor y el placer. Su poder era infinito, convirtiéndose en el Dios del Sol, proclamado y glorificado por su pueblo.

El día del enfrentamiento augurado llegó, la profecía que anunció la bandruid se cumplió sin precedentes. Sin embargo, Balor, en su último aliento, maldijo a su nieto cruelmente por toda la eternidad. Y a partir de aquel momento, esa maldición cayó en la raza que el dios Lugh creó, una raza cuyo principal objetivo era exterminar a los malvados seres que pretendían hundir en las tinieblas al planeta Tierra. Estos nacidos, protegidos por Lugh, serían nombrados: Los Hijos del Sol.

PRÓLOGO

—¡Buscad y matad a ese bastardo! Quiero que vayáis a todos los escondrijos de este maldito país —rugió el rey Eduardo, encolerizado por la rabia que bullía en su interior.

—Alteza, no hemos hallado ningún rastro, aún no se ha convertido y necesitaremos más tiempo. Hemos comenzado por el norte y solo encontramos dos comunidades con el símbolo —contestó uno de sus soldados.

El rey se levantó de su trono muy lentamente, su semblante aterró a todos los presentes. Bajó dos pequeños escalones, desde su sitial, y se dirigió a un oscuro y temible caballero, tan vil que sería capaz de arremeter contra el corazón de un pequeño inocente. La mirada febril del monarca se posó en aquel corpulento soldado. Eduardo desenvainó su espada, la empuñó con vigor y se la entregó al caballero.

—Sir Williams, blandid a Bildor y recordad… ¡Cortadle la cabeza! —Las palabras del rey salieron de su boca como si hubiera escupido un puñado de víboras ponzoñosas.

Los miembros de la recién creada Orden de la Jarretera, allí presentes, observaron el ofrecimiento del rey a su nuevo capitán; la espada de Eduardo, era la única arma que podía destruir el peligro que acechaba continuamente su reinado.

Todos los soldados se inclinaron y ovacionaron a su alteza. El capitán Williams atrapó con brío la espada que le ofreció el soberano; palpó con delicadeza el mango, acariciando los relieves grabados en su empuñadura, luego la asió con ímpetu, sintiéndose poderoso ante aquella belleza y, por último, la alzó para que todos apreciaran el fulgor de la afilada hoja.

—Id y traedme su cabeza —sentenció el rey.

Williams asintió. En ese instante, el grupo de soldados que componía la Orden se alineó y esperó las órdenes del nuevo capitán. Las enormes puertas de la fortaleza se abrieron para dar paso al líder. Williams, al frente de sus hombres, caminó hacia el exterior del castillo.

La nublada mañana prometía una buena maniobra. En el patio de armas, los caballos esperaban impacientes la partida. Un corcel negro relinchaba y movía el hocico vigorosamente. Williams observó que su caballo lo reclamaba. Se dirigió a él y lo montó ágilmente; la adrenalina subió por su cuerpo a toda velocidad. Le esperaba una buena caza.

El rey se dirigió de nuevo al trono. Se sentó y miró el gato de su esposa. El animal se acercó a él muy lentamente y comenzó a restregarse por sus piernas. Saltó sobre sus rodillas y se acomodó en sus mullidas calzas. Eduardo lo acarició con suavidad.

—Lo conseguiremos, Filt. Derrotaremos a todos esos inmundos herejes. Jamás volverán a gobernar el mundo. Desaparecerán de la faz de la Tierra, como si nunca hubieran existido.

1

CAPÍTULO

Amesbury, INGLATERRA, S. XIV.

Sus ojos se negaban a presenciar semejante infierno, las casas y chozas que rodeaban la aldea comenzaron a arder desprendiendo una asfixiante humareda, los gritos de terror consiguieron aumentar el miedo ante el desconocido acontecimiento; se había desatado el pánico en un abrir y cerrar de ojos. A Darkos le era imposible aceptar las crueles imágenes que llegaban a su cerebro, se le había colapsado. No obstante, tampoco podía ver con demasiada claridad lo que estaba sucediendo delante de sus narices debido al espantoso humo. ¡Aquello era una auténtica pesadilla! Él y su hermano se quedaron completamente paralizados, ese infierno los había cogido por sorpresa mientras hablaban, sentados en un pequeño escalón de la fuente de piedra. Y lo peor de todo estaba por venir, sus vidas desaparecerían de un momento a otro si no salían de allí con rapidez.

El fuerte olor a quemado los atrapó, como preludio de una muerte abrasadora. Darkos elevó la cabeza, asustado, tapándose la nariz para no respirar el oscuro humo que inundaba por completo la aldea. Contempló espantado el cielo, quedando tan aturdido que dudó si realmente se encontraba en su comunidad o en el mismísimo averno. Una amenazante nube, de un gris sulfurado, cubría por completo el lugar, anticipando la llegada del ocaso; parecía tan tenebrosa que bien podría compararse con el escondite de los jinetes del apocalipsis. ¡El caos había caído totalmente a su alrededor! De repente, un fuerte estruendo sonó detrás de él. Asustado, giró la cabeza, parpadeó y entonces vio con más claridad aquel desastre; varias casas se derrumbaban cediendo a las lacerantes llamas. La escena de los aldeanos gritando y corriendo por los alrededores fue sobrecogedora; niños, mujeres, ancianos…, intentaban salir de allí, buscando algún milagro para librarse de la terrible muerte que venía a por ellos a pasos agigantados. Darkos era consciente de que aquello traería consecuencias desastrosas, y sobre todo mortales para sus seres queridos.

Un joven aterrado gritaba: «Corred, corred… ¡Vienen a matarnos!». Y en ese instante, las palabras del muchacho se ahogaron en su propia garganta, su cuerpo se elevó dos palmos del suelo, atravesado por una desgarradora espada. Darkos abrió los ojos desmesuradamente al ver semejante escena, un momento espeluznante que jamás olvidaría.

Darkos advirtió que alguien se aproximaba hacia él con un sigilo estremecedor; bien podría compararse con el de una serpiente, pensó enseguida. La enorme figura de un hombre surgió entre la humareda con un aspecto aterrador, parecía un animal salvaje y hambriento. Era un descomunal guerrero de la corte del rey. «Aléjate, huye», le advirtió la conciencia. Su corazón palpitó a tal velocidad que casi revienta en su pecho, estaba demasiado asustado e impactado por todo lo que estaba sucediendo. Ojeó cómo aquel maldito soldado reía burlonamente por haber atravesado a ese joven. Darkos rezó para conseguir fuerzas y salir de allí lo antes posible, ya que si el guerrero lo atrapaba lo destrozaría en un abrir y cerrar de ojos. Pero… ¡maldita fuera su vida!, gritó para sí mismo cuando giró la cabeza y miró al enemigo. El hostil rostro del sicario se quedó grabado en su retina, y este lo había capturado con la mirada, una mirada vil y tan despreciable como la del mismo Satanás. El asesino empuñó nuevamente su espada y la preparó para volver a aniquilar a más víctimas, siendo él y su hermano su próximo objetivo. El sicario limpió el filo de su arma, con una destreza terrorífica, en las calzas que cubrían sus piernas. Y de nuevo la reluciente hoja estaba preparada para otro embate.

El guerrero arremetió cruelmente contra su hermano Reig e intentó matarlo. El malnacido quería cazar, aniquilar a toda persona que se cruzara en su camino, aunque fuera gente inocente, con tal de glorificar su ego. Sin embargo, Reig lo esquivó rápidamente, cayendo al agua de la fuente y arrastrando a su hermano con él. Ambos sintieron un fuerte impacto contra la piedra de aquella pila de agua, dejándolos aturdidos y medio inconscientes. Sin embargo, preferían ser molidos a golpes de piedra que morir atravesados por una espada.

Jadeando, consiguieron escapar de allí con las pocas fuerzas que les quedaban y se dirigieron a un angosto callejón, el humo aún no había invadido aquel lugar. El soldado sanguinario siguió combatiendo con los aldeanos. Los pobres hombres, amigos y compañeros de oficio, se enfrentaban con lo único que tenían disponible: simples herramientas del campo. El dolor desgarraba la comunidad y sembraba de muertos las calles.

Reig no se quedó allí de pies parados para ver el desastre. Ayudó a su hermano a ocultarse de ese infierno, introduciéndose en un estrecho callejón. Sus ropas se hallaban empapadas de agua y estas estaban dejando tras ellos el rastro de su huida. Les fue imposible quedarse a luchar, no podían, si hubieran permanecido allí por más tiempo, su condena habría llegado de forma rápida e injusta. ¡Hubieran muerto de inmediato!

Darkos se sentía como si fuera el protagonista de una macabra pesadilla. Aquello no podía estar sucediéndole, no, no podía ser. Él era un mísero trabajador, un simple y joven aldeano que buscaba una vida feliz, con pretensiones de futuro, de formar una familia y tener un hogar digno y respetable, igual que la gente de la aldea. Darkos se dedicaba a cuidar y labrar las tierras de un noble inglés, una labor sacrificada, pero tenía pocas opciones, era eso o golpear contra el yunque el hierro, en el taller del herrero.

Darkos intentó abrir la boca pero Reig lo calló.

—Chist… no habléis, ni siquiera respiréis… —La voz de su hermano apenas se oía. Su respiración parecía dificultosa—. Intentaré buscar una salida.

—¿Os han herido? —le preguntó Darkos al verlo tan jadeante. Reig rápidamente le tapó la boca. Sorprendentemente los ojos de este se abrieron cuando la mano de Reig casi le abrasa los labios. El joven se apartó de un salto. ¿Qué diantre tenía su hermano en la mano?

—Chsss… —Reig le hizo señas de nuevo.

De pronto, se oyeron pasos de algunos soldados muy cerca. Ambos hermanos se miraron con intensidad mientras se escondían. Los soldados se fueron alejando, sin embargo, los gritos desalentadores que se oían en el exterior no cesaban.

—Pertenecen a la nueva Orden… que el rey Eduardo ha creado —le susurró Reig con la voz apenas audible. Exploró el entorno por si volvían los enemigos—. Me temo que irán arrasando las comunidades y las aldeas que lleven el símbolo.

Darkos entrecerró los ojos, inquieto.

—¿Qué símbolo, hermano mío? —le preguntó de inmediato. Bajó la cabeza y observó las temblorosas manos de Reig.

—Es un emblema de nuestros antecesores, una distinción que se usa en algunos lugares para indicar que allí residen personas descendientes de un antiguo linaje. Suele estar tallado en un pequeño monolito y colocado en la entrada de la aldea. Y la nuestra… es una de ellas —soltó frotándose las manos, que no dejaban de temblarle.

—Por Dios, ¿a qué nos enfrentamos? —Su voz sonó acongojada—. Jamás supe que esa señal tuviera tanta repercusión. —Se encontraba confuso. Darkos había visto esa marca millones de veces en la entrada de la aldea, pero nunca se imaginó que significaba algo tan importante y con tanta repercusión.

Reig recapacitó por un momento. Debía tomar una decisión inmediatamente. El futuro estaba escrito y la designación de los dioses había caído sobre él, y nada más que en él. Darkos tarde o temprano se enteraría de quién era, y que el poder que albergaba en su interior hasta podría destruirlo, si no se le informaba de ello. Su hermano tenía que saber el secreto que guardaba. Reig respiró y soltó el aire con lentitud, así podría apaciguar esos temblores y centrarse en lo que estaba a punto de revelar. Aprovechó ese lugar y el momento para contarle la historia que envolvía a los de su estirpe.

Inicialmente le narró una leyenda antepasada, para que Darkos fuera asimilando lo que próximamente le contaría. Después, sacó a la luz más revelaciones que eran difíciles de asimilar por su hermano.

Darkos quedó aturdido, su cabeza iba a estallar de un momento a otro debido a las extrañas e inquietantes historias que Reig le estaba contando. Aclaraciones, secretos, leyendas de una raza oculta sepultada ante los ojos humanos. Ahora, su cabeza se cuestionaba millones de preguntas. «Pero, ¿qué está sucediendo? ¿Por qué estoy en medio de este problema? ¿Por qué ha sido Amesbury el lugar elegido para este asqueroso asedio?». Frases y frases que revoloteaban por su mente igual que si tuviera pequeños pajarracos hambrientos. Pero Darkos hizo un esfuerzo e intentó entender las palabras de su hermano. No obstante, aunque él tuviera millones de inquietudes sobre aquella historia, su intuición le advertía que siguiera escuchando todo lo que le dijera Reig, puesto que le ayudaría en lo que necesitaba saber y entender. Su vida, a partir de aquella reveladora historia, posiblemente cambiaría por completo, y también su destino, pensó cabizbajo.

Repentinamente, se le hizo un nudo en el estómago, recordando su principal motivación para seguir viviendo: su madre y sus otros hermanos. Por un instante creyó que todo era una locura pasajera de su conciencia, ¡una pesadilla! Pero no, no lo era. La realidad era aplastante y ahora se sentía muy débil mentalmente. Parecía que le habían propinado una serie de golpes confundiendo todos sus sentidos. El miedo seguía invadiéndolo de los pies a la cabeza, recordándole que sus seres queridos se hallaban allí fuera. ¿Dónde estaría su familia? ¿Habría huido hacia las cuevas? ¿Estaría envuelta en aquella niebla sanguinaria?

Miró a Reig y no obtuvo respuesta ante tales preguntas, tan solo lo observaba angustiado y con el rostro demasiado tenso. Darkos cerró los párpados por unos segundos y oró algo en voz baja, luego los abrió e incitó a su hermano a que siguiera hablando de aquel destino tan amargo, de la maldita revelación que ya no tenía vuelta atrás.

Este le habló de leyes, símbolos, formas de vida diferentes, dioses ancestrales…, narraciones incomprensibles, inconexas, pero claro, ¿tenía algo de coherencia lo que estaba ocurriendo en la aldea, aquella masacre de personas inocentes? Dada las circunstancias, nada tenía sentido.

—Seguid, os escucho —murmuró a media voz y ojeando el callejón, por si alguien entraba por él.

Reig se sentía enfermo por exponer a su hermano su próximo destino, él no debía hacerlo, maldita sea, ya se lo dejó muy claro su madre. Ella era la portavoz de la designación de Darkos, la que debía dar fe de su futuro. Sin embargo, las circunstancias habían apremiado su decisión y ya no podía retroceder. Él tendría que desvelárselo todo, para que comprendiera el nuevo ser que pronto nacería dentro de su cuerpo.

—¿Estáis seguro que podéis seguir escuchando?

—Depende, no lo sé… —contestó Darkos sinceramente; recostó su espalda sobre el muro de una de las casas de aquel callejón. Su respiración aún seguía agitada por tanta alteración. Por un momento recordó otro desgarrador momento que marcó su vida para siempre, inundándolo de dolor.

Sus padres desaparecieron sin dejar ningún rastro; los vecinos de la aldea llegaron a la conclusión de que habían muerto. La soledad se convirtió en su mejor aliada, una palabra que le costó asimilar durante algunas semanas. El fatídico suceso ocurrió cuando él regresó a su casa, feliz y contento por haber ganado una partida de ajedrez, y entonces halló su hogar frío y desvalido. Sus progenitores no habían regresado de las tierras de cultivo. En aquel momento, Darkos no supo ni cómo ni por qué, pero se enclaustró entre las paredes de su hogar durante horas, llorando a lágrimas vivas. Al caer la noche, ni siquiera salió para pedir auxilio por la ausencia de sus padres, no podía, su estado era demasiado débil, su intuición le susurraba que jamás volvería a verlos.

Hasta que alguien lo reclamó, unas semanas después, y lo encontró hecho un desastre, derrumbado en el suelo de su hogar. Una maravillosa mujer llamada Gueri le entregó el corazón de madre y le ofreció el consuelo a su lado, junto a sus tres hijos. Lo recibió con los brazos abiertos amortiguando su incesante dolor. El hogar de esa mujer fue la esperanza que consiguió despertarlo de su tormentosa ausencia. Desde entonces, Darkos se unió a aquella humilde familia sintiéndose como un miembro más. Y juró que jamás volvería a vivir en soledad…

Una promesa que ahora se quebraba.

Parpadeó varias veces y volvió al presente. Jamás olvidaría el amargo recuerdo de la desaparición de sus progenitores; era un dolor tan punzante que le era imposible relegar. De pronto, la mano de Reig se ajustó a su brazo y le apretó con fuerza, arrastrándolo por el codo y llevándolo más adentro del callejón. Reig ojeó y tanteó la puerta trasera de la vieja posada del señor Still. Se hallaba cerrada. Su hermano maldijo en voz baja. Dudaba si debía usar su poder mental delante de Darkos. «Al demonio con ello».En medio de aquella tensión, se escuchó un chasquido y saltaron los pestillos de la cerradura. Reig sonrió a medias y empujó la puerta sin más. Darkos no podía creer que una cerradura se abriera sin más, a no ser que hubiera alguien dentro y la abriera…

—No creo que el señor Still nos regañe por querer salvarnos la vida —murmuró Reig al entrar en la posada a hurtadillas. Su hermano lo siguió en silencio.

Inesperadamente, un estruendo los hizo caer al suelo y agazaparse. Reig le hizo señas con el dedo para que se arrastrara hasta uno de los rincones de la posada. Allí no había ventanas por las que pudieran localizarlos. El lugar aún no había sido asediado o eso parecía, puesto que el silencio y el vacío gobernaban el entorno.

El corazón de Darkos latía más rápido que las galopadas de un caballo en plena carrera. Si no se calmaba pronto se le saldría del pecho. Pero, ¿cómo demonios iba a calmarse? ¡No podía! La situación que estaba viviendo era demasiado espantosa como para no acongojarse. Allí fuera estaban arrasando su aldea, su vida, su familia. Y él no podía hacer nada, estaba indefenso ante aquellos guerreros sanguinarios, estaba hundido al no poder enfrentarse a una horda de asesinos imparables.

Aquel silencio le puso los pelos de punta a Darkos. No le gustaba. Escrutó la oscuridad del ambiente e intuyó una extraña presencia en aquel sitio. El miedo volvió a amenazarlo, como si fuera un depredador queriendo atrapar a su presa. Aunque él sabía que de nada le serviría huir de aquel demonio. Fuese donde fuese, lo perseguiría hasta aplastarlo. Darkos respiró profundamente para apaciguar la tensión acumulada. Por un momento, le dieron ganas de matar al causante de esa atrocidad. Al rey, sí, al mismísimo rey de Inglaterra. Un traidor que no debería gobernar el país. Un soberano que no merecía llevar semejante título ni dirigir un pueblo tan servicial como el que poseía. La indignación de Darkos aplacó su congoja por unos instantes… ¿Qué soberano mandaría exterminar a su pueblo? Abrió las aletas de la nariz ante tal crueldad. ¡Jamás perdonaría el infierno que había enviado aquel bastardo! ¡Era un asedio injustificado y cruel!

Reig miró a su hermano, extrañado. Darkos se hallaba sentado de rodillas y mirando el suelo, exhausto. A su hermano no le pasó por alto lo que este cavilaba. Seguramente estaría cuestionándose millones de preguntas que jamás obtendrían respuestas coherentes en el mundo de los humanos. Sin decir nada, Reig comenzó a caminar agachado por la posada, buscando indicios de vida, mirando por todo alrededor por si el peligro aparecía y sitiaban aquel lugar, seguramente sería el único en hacerlo. Pero no, no era así. Reig se dio cuenta enseguida de que las mesas y sillas, del otro extremo de la posada, estaban volcadas en el suelo; diversos recipientes de vidrio yacían fragmentados y esparcidos por esa zona; platos con restos de comida… Sin embargo, eso no era simplemente un asalto. Lo peor de todo fue ver las paredes de aquella zona salpicadas de sangre, como si hubieran matado a un cerdo. Allí había ocurrido algo horrendo.

Un ruido atrajo la atención de Reig. Darkos elevó la cabeza buscando el origen. Su hermano le indicó que se quedara donde estaba y no se moviera.

Reig se puso a la defensiva, agazapándose como si fuera un guepardo, pendiente de un pequeño siseo que lo estaba volviendo loco, pero no lo encontraba. Darkos miró a su hermano con interés. Intentó poner más atención al ruido que momentos antes había oído. Pero nada, parecía que el siseo había desaparecido, o por lo menos él ya no lo oía. De repente, el golpeteo de algo atrajo a los dos hermanos.

—¡Maldito bicho! —gruñó Reig cuando vio el origen de toda aquella tensión. Una pequeña cucaracha escurridiza paseaba, lánguidamente, por las sobras de comida rancia de un plato.

—Al menos no nos ha atacado —musitó Darkos sin quitarle la vista a su hermano. Por un momento pareció verle algo extraño en los ojos, como si desprendieran destellos dorados, y esto parecía haber sido efecto del grado de tensión ocasionado por el animalejo. Darkos movió la cabeza negando esas necedades suyas. Probablemente todo era fruto de su imaginación y de su actual estado. Pero no se conformó con ese pensamiento cuando vio a Reig moviendo la nariz como un perro sabueso, un hecho absurdo. La imaginación podía ser poderosa cuando se proponía algo, y ahora mismo intentaba introducir en su mente que su hermano no era quien decía ser…

—Venid y sentaos, parece que estamos solos —le sugirió Reig, cogiendo dos sillas del suelo—. Ya han pasado por este lugar. No creo que vuelvan a reventar este sitio. —Se sentó y esperó a que Darkos también lo hiciera.

Reig necesitaba volver a retomar la conversación que habían tenido en el callejón y que dejaron a medias. Era de vital importancia para la vida de su hermano. Ya no tenía remedio revelar aquello que le era destinado a otra persona. Y debía ser en ese instante.

—Queréis seguir hablando de esto, ¿verdad? —Darkos intuyó los pensamientos de Reig.

—Sí, es necesario y de vital importancia —le contestó este recostándose contra el respaldo de la silla.

Reig reanudó su charla y comenzó esta vez con una explicación básica de las familias antecesoras que vivieron en la comunidad. Le relató quiénes eran y de dónde provenían; las cualidades que poseían y de los dones que gozaban. Una realidad totalmente distinta a la raza humana. Su hermano lo miró con cierto nerviosismo.

—¿Es por esta razón por la cual estamos destinados a ser perseguidos? ¿Porque somos diferentes? ¡¿Por eso han asediado Amesbury?! —Bufó Darkos mirándolo con intensidad. La rabia quiso invadir su cuerpo.

—Sí. Somos proscritos ante la vista del rey de Inglaterra. Y nos quiere… muertos —sentenció, apretando los puños con frustración—. Sin embargo, no es fácil eliminar la sangre que llevamos en nuestro ser. Esta raza seguirá sobreviviendo durante siglos. Es la profecía de Lugh, nuestro dios.

Darkos abrió la boca ante aquel nombre, pasmado. Un extraño cosquilleo pareció recorrerle todo el cuerpo al oírlo. Movió los dedos de las manos para que el pequeño calambre se le pasara, pero no consiguió que desapareciera. Sin embargo, en ese instante, ocurrió un hecho que lo dejó aún más perplejo. Las palmas de sus manos estaban tan calientes como las manos de Reig cuando le tapó la boca… ¡Casi quemaban! Darkos retrocedió asustado, y Reig se dio cuenta.

—Poco a poco iréis comprobando vuestros dones, hermano mío.

—No estoy preparado para esto.

—Lo estaréis, creedme.

Reig le colocó una mano en el hombro en señal de apoyo. Luego siguió su discurso, sin agobiarlo.

Los símbolos tallados en la entrada de las comunidades eran la señal de que existía gente como ellos. Su raza se diferenciaba del resto de los humanos. Ellos eran seres pertenecientes a un linaje antiguo, descendiente de una era divina y vinculados a una estirpe creada por un dios, el Dios de Todas las Artes: Lugh. La gente adoraba a esta divinidad como el mejor guerrero de todos los tiempos, el único ser capaz de blandir una lanza flamígera en el centro de un volcán sin recibir rasguño alguno; el que portaba la fuerza de todos los seres de este planeta. Y su adoración fue de tal magnitud que le denominaron el Dios del Sol. El pueblo agradecía que Lugh iluminara sus caminos y les concediera la gracia de vivir eternamente. Esta gente ofrecía dádivas y realizaba rituales en agradecimiento por los poderes sobrenaturales que Lugh les proporcionaba. Pero esta raza no siempre podía disfrutar de aquellos bienestares que la divinidad les otorgó. Sus hijos, como Lugh los nombró, también fueron maldecidos por otro dios, concretamente Balor, el abuelo de este.

2

CAPÍTULO

Reig narraba, con delicado tacto, la historia del origen de la raza. Darkos lo escuchaba con la misma atención que un niño pequeño, a la espera de salir corriendo y no volver a oír nada más de aquello. Sin embargo, la realidad era muy distinta y él ya era adulto para enfrentarse a su recién descubierta vida. En ese instante, por pura intuición, se tocó su hombro izquierdo y rozó una pequeña marca que se hizo cuando era pequeño. Al tocarla se le erizó el vello del cuerpo; lo invadió una sensación de calor tan extraña que inundó hasta su cerebro. Y resopló frustrado. Lo único que le faltaba era echar vapor por la boca y gritar a los cuatro vientos que era un espécimen inhumano, pensó alterado. No obstante, la alteración se le esfumó enseguida, reapareciéndole una potente congoja ante el fenómeno que empezaba a sentir.

Su hermano supo de inmediato que Darkos estaba descubriendo el don divino de todos ellos. «La pura esencia ancestral» pensó, pero no dijo nada y dejó que se enfrentara a esa sensación él mismo, para que entendiera su nueva naturaleza. Reig se llevó la mano a su pecho y desgarró un trozo de su camisón, dejando al descubierto la piel.

—¿Veis mi marca? Somos hijos de Lugh, hermano mío —apuntó este señalando el dibujo que lo acreditaba, casi idéntico al de Darkos.

La sorpresa que se llevó Darkos casi le hizo caer.

—No puede ser —dijo a media voz al presenciar la marca de Reig más oscura y definida—, me dijisteis que fue por una quemadura. —Darkos estaba desconcertado. Vio cómo aquella marca cogía un intenso color púrpura.

—Me estaba vedado hablar del tema. Ahora ya lo sabéis. Mirad, esa borrosa señal que tenéis en vuestro hombro se definirá hasta convertirse en una igual que esta. Eso ocurrirá cuando vuestro ser despierte de una vez. —Le indicó que mirara su pecho—. Es la misma, idéntica a esta.

Darkos contrastó ambas marcas y confirmó que Reig tenía razón, aunque la de él era más difusa, pero se distinguían los trazados: dos círculos concéntricos y una «U» en medio demostraban dicho descubrimiento; él pertenecía, igual que su hermano, a la estirpe del dios celta. Un estigma valioso para los de su raza, una señal que daba testimonio de los verdaderos orígenes de su linaje, pero una señal maldita para la especie humana. Darkos sintió la necesidad de escapar nuevamente de la revelación, huir de su designación… No obstante, por mucho que quisiera y pensara hacerlo ya no había vuelta atrás. Era un hijo de Lugh, un cuerpo destinado a ser eterno. Inmortal, siempre y cuando no le cortasen la cabeza, como ya le había informado su hermano mientras relataba el origen y las características de su raza. Sintió ganas de gritar, de soltar todo lo acumulado por haber pasado unos minutos cruciales que habían transformado por completo su vida. Pero no, lo pensó mejor y se quedó en silencio y meditando su nueva existencia. Luego habló:

—No se puede ocultar algo así —murmuró Darkos seriamente—. ¡Es inaudito! ¡¿Cómo creéis que se siente mi persona?! ¡Ahora soy un proscrito al que quieren degollar! Sin haber hecho nada injusto, pero… ¿Y madre? ¿Y los demás?

—Espero que madre haya huido a las cuevas que hay en la colina, junto con los pequeños. Ella está preparada para ello, creedme. Además… ¡No me echéis la culpa de vuestra designación! —gruñó Reig desbordando su paciencia—. ¿Acaso me agrada deciros que vuestra vida ya no será igual a partir de ahora? ¿Qué tendréis que alimentaros de otra forma distinta y que ante los ojos humanos debéis pasar desapercibido? No, no me gusta, pero el curso de la vida sigue, y yo quiero seguir viviendo y no hundirme en mi nueva existencia. —Lo cogió por el brazo y lo obligó a mirarle. Su mirada se tornó dorada como el sol, posándose en los azulados ojos de su hermano. Este quiso retroceder al ver aquellas pupilas resplandecientes y tan amarillas como los girasoles en pleno estío, sin embargo, Reig se lo impidió—. El miedo que sentís debéis borrarlo de vuestra memoria. Jamás os haría daño, metéroslo en esa tozuda cabeza.

Darkos se quedó mudo. No podía hablar, puesto que las cuerdas vocales se le habían congelado, o eso parecía, porque quiso abrir la boca y no salió nada de ella. Pero era normal, estaba en un auténtico desafío interno.

Reig se apartó de Darkos y lo dejó un momento que meditara todo aquel enredoso asunto, debía hacerlo para que comprendiera la importancia de su nuevo ser. Pronto sería un Hijo del Sol, un neonato, pero que con el tiempo llegaría a ser un miembro respetable de la raza. Reig se sintió un poco aliviado gracias a la reacción de Darkos, ya que él, cuando le comunicaron su verdadero origen, casi mata a su padre por ello. Pero ahora se sentía orgulloso de ser quien era y de pertenecer a la estirpe de Lugh.

—¿De qué alimentación habláis, Reig? —La recelosa voz de Darkos lo sorprendió.

—Todo a su debido tiempo, hermano. Os daré un adelanto. —Le acercó la cara, abrió la comisura de los labios y le mostró unos desafiantes colmillos—. ¡Mirad!

—¡¿Qué es eso?!

—No creo que estéis ciego, a no ser que este asedio os haya nublado la vista.

—Solo las bestias tienen esos colmillos, ¿acaso somos vampiros? ¡No, imposible! ¡Sois un monstruo! ¡Alejaos de mí! —Darkos había desatado un lado desconocido por él. No entendía tal enfrentamiento con Reig, sabiendo que allí fuera había algo mucho peor que discutir de la nueva etapa que le esperaba.

—¡Jamás! —sentenció.

Reig cogió a su hermano por la camisa con tanta fuerza que lo levantó a un palmo del suelo. Abrió nuevamente la boca y mostró sus más preciados caninos. Darkos se quedó sin respiración al ver la encía de Reig; sus grandes ojos se posaron en unos largos colmillos que comenzaron a bajar lentamente de la encía, sobresaliéndole de la boca. Darkos quiso soltarse inmediatamente, pero su hermano aún lo retuvo.

—Esta es mi arma, con la que puedo defenderme —apuntó cambiándole el tono de voz. Sus ojos igualmente cambiaron, tornándose del mismo color que el trigo en la época de trilla de la aldea. Darkos al fin se soltó bruscamente y retrocedió horrorizado.

—No… —Al joven apenas se le escuchaba la voz. El miedo le había dado otra puñalada en su alma, aclarándole que él poseería al mismo monstruo que Reig.

—Sí, aceptadlo —le prorrumpió Reig—, somos hijos de un mismo padre —comenzó a decir arrinconando a su hermano. A Darkos se le saldría el corazón de un momento a otro—. Nuestra sangre proviene de Lugh, del mejor guerrero de todos los tiempos. Sin embargo, estamos igualmente maldecidos por culpa de su abuelo, la divinidad Balor.

Cuando Darkos escuchó el nombre de Balor, sus oídos le produjeron un pitido ensordecedor. Tuvo que echarse las manos a los oídos para tapárselos. Estaba a punto de caer al suelo por el fuerte sonido que se reprodujo en su cerebro.

—No os tapéis las orejas, debéis escuchar lo bueno y lo malo de ser un Hijo del Sol.

Darkos negaba con la cabeza la absurda historia; no podía más, si seguía así acabaría muerto de sorpresas y no por uno de esos guerreros de allá fuera. Quiso gesticular unas palabras, pero no pudo. Estaba neutralizado por su carcomido pensamiento de su asqueroso destino, y por el sonido estrepitoso que lo estaba volviendo loco. Su fuero interno comenzaba a entender la naturaleza de la que pendía, asimilando muy lentamente su sino, pero ahora, después de lo que su hermano le había mostrado, la voz se le había perdido y le era imposible gritar. Estaba totalmente absorbido por aquella escalofriante revelación física ¡y por el escandaloso chirrido que no finalizaba!

—Una bandruid, muy apreciada por Balor, le auguró que moriría a manos de uno de sus nietos —comenzó a decir su hermano sin dejar de observarlo y caminando a su alrededor. Sabía que el joven se sentía fatal, pero una vez abierta la caja de Pandora, debía acabar su explicación—. El dios tendría una hija, llamada Eithne, y esta tendría un hijo. Cuando el bebé creciera y se convirtiera en todo un guerrero, iría a buscarlo y a matarlo —dijo con una extraña voz.

Darkos pareció recobrarse un poco. Miró acongojado a Reig, y vio que este ya no tenía aquellos salvajes colmillos sobresaliendo de su boca. El horrible sonido también había desaparecido, dejándolo más calmado. Por un instante creyó que iba a quedarse sordo, pero no, gracias a los dioses había recuperado un poco la cordura. Aunque el miedo ante su hermano no cesaba… ¿Cómo iba a cesar si Reig se había convertido en un vampiro? ¡Su hermano era un monstruo!

De repente, cuando el sorprendido Darkos iba a abrir la boca, se oyó un enorme estrépito en la posada. La puerta de la entrada salió despedida por los aires, y en un instante el humo inundó el lugar, nublando cualquier visión posible.

Ambos hermanos se tiraron al suelo. El humo volvía a por ellos, queriéndolos asfixiar de nuevo. Darkos elevó un poco la cabeza para ver qué demonios había sucedido, y entonces se quedó pasmado; sus músculos se tensaron al presenciar a tres asesinos entrando en la maltrecha posada. Las manos de aquellos portaban armas escalofriantes y estaban manchadas de sangre inocente, de sangre aldeana; las corazas metálicas que cubrían sus pechos igualmente estaban teñidas de sangre mancillada. Eran sicarios del rey.

El pulso de Reig se aceleró; la ira y la frustración, un cóctel explosivo, comenzaron a recorrer su cuerpo, inundándolo por completo. La rabia bullía dentro de él, como un depredador atrapado y herido queriendo salir de su jaula. Reig quería venganza, su mente pedía a gritos degollar a esos perros desgraciados y llevarlos hasta las puertas del infierno para que murieran atormentados por Satanás. Aquellos pensamientos colmaron su desesperación, y no pudo contenerse más. La adrenalina le ganó la batalla, empujándolo contra esos bastardos.

Darkos giró la cabeza y buscó la silueta de su hermano, no lo veía por ningún lado. Pero en el instante en que lo encontró y posó sus ojos en él, por poco se le salen de las órbitas… ¿Esa figura era su hermano?

—¡No, no puede ser! ¡Dioses del universo! —gritó para sí cuando lo interceptó saltando contra los guerreros y convertido en un ser poderoso y salvaje. A Darkos se le nubló la visión, quedando sobrecogido por tantos desconciertos, y no era para menos, parecía que se había embriagado con un barril de vino.

Miró, ahora con más claridad, el etéreo destino que le esperaba a Reig. «No debió salir de aquel pequeño escondrijo», se dijo a sí mismo. Tragó saliva y presenció los movimientos de su hermano delante del trío de guerreros. Y entonces comprendió la naturaleza que le esperaba a él, a su nuevo ser. Reig se había convertido en un vigoroso luchador en un abrir y cerrar de ojos, su cuerpo se había agrandado dos palmos más, los ojos le brillaban igual que las estrellas en una noche de luna nueva, relampagueando extraños destellos; los caninos le sobresalían letalmente de su boca preparados para desgarrar de cuajo la cabeza de su oponente; un calor abrasador exudaba de su cuerpo pretendiendo abrumar al enemigo, y sus dedos se habían alargado, creando una mano mortífera para destripar al malnacido que quisiera hacerle frente. Darkos se quedó en un mar de nuevas sensaciones desconocidas, pero gratificantes para su dolida conciencia. Se preguntó si él también podría enfrentarse a los soldados. Enseguida le vino a la cabeza la palabra «NO». Pero, ¿y si a su hermano lo mataban? ¿Podría Reig con aquellos tres criminales, solo? No, no podría. Seguramente si ambos unieran fuerzas… «NO». Darkos volvió a concentrar su vista en Reig y, para su perplejidad, contempló lo que parecía un simple espejismo.

La lucha comenzó cuerpo a espada, cual fuera el triunfo, la muerte acabaría por llegar y arrastraría los cuerpos sin vida. Reig ganaba terreno a los malditos desgreñados que luchaban incansables contra él. No se lo estaban poniendo fácil y sabían que, al menor descuido, venderían cara la derrota. Ese descuido llegó y Reig consiguió elevar a uno de ellos, lanzándolo fuertemente contra una de las ventanas y llevándose a su paso todo vestigio de mobiliario que había en su trayectoria. Darkos se sorprendió de nuevo ante la hazaña de su hermano, guardando la congoja de ser quien era. Giró la cabeza y observó a otro contrincante. Su perplejidad fue acentuada al contemplar a Reig levantar la espada del soldado derribado y clavarla en el pecho del que estaba a punto de arremeter contra él. El maldito murió al instante. Los ojos de Darkos se posaron en el peligroso rostro de su hermano. Este gruñó como el diablo, desnudando al máximo los letales colmillos y preparándolos para desgarrar al siguiente enemigo.

El esbirro no se amedrentó al ver a sus dos compañeros muertos por el asqueroso vampiro. Con la furia reflejada en su mirada, se lanzó contra el monstruo para destrozarlo. Saltó encaramándose en su espalda. El guerrero lo hirió en el cuello y en los hombros con un arma puntiaguda; escupía toda clase de maldiciones por la muerte de sus compañeros. Sin embargo, Reig recobró el aliento y lo desafió de un modo inesperado. Se giró tan rápido que ni Darkos ni su enemigo apreciaron el movimiento. Le quitó el arma que portaba con saña. Al instante, se escuchó un zumbido metálico que lo dejó desorientado. El guerrero cayó al suelo degollado por su propia arma.

Darkos casi se desinfla al ver tal hazaña. A Reig le chorreaba sangre por la boca, concretamente desde los terroríficos caninos, sin embargo, el vencedor respiraba con dolorosa dificultad. Los ojos de su hermano, dorados y resplandecientes, se quedaron fijos en su persona, mirándolo con cierto aire de frialdad.

«Por todo el oro el mundo… ese no es Reig» susurró Darkos para sí mismo. Agachó la cabeza y cerró los párpados, rezando para que el vampiro se acercara y lo reconociera, que sintiera el afecto de hermano y que no se lanzara a por él, como había hecho con aquellos tres guerreros.

El inmortal se quedó unos momentos pensativo y leyendo la mente del joven que estaba a punto de transformarse. Caminó hasta llegar a su lado, con la respiración aún agitada, y se detuvo a tan solo dos palmos de este. Su hermano no escuchó los pasos, estaba asumido en su propio desafío interno.

—Hermano mío…

Darkos tragó saliva al oír la voz de Reig, su voz, y no la de un monstruo. Abrió los párpados y elevó la cabeza con aprensión, esperando que la imagen de Reig fuera la de siempre. Y verdaderamente lo era. El ser que momentos antes había poseído su cuerpo no estaba.

—Reig, ¿cómo es posible? —Apenas le salía la voz, confuso.

—Lo siento, pero no tuve elección. Mi ser ganó la batalla interna —declaró al fin. Pero Reig no se encontraba bien. Su espalda estaba sangrando. Cayó de rodillas al suelo y gimió de dolor.

—¡Hermano! —Darkos acudió enseguida ayudándolo a que no diera con la cabeza en el suelo. Al instante recordó lo que uno de esos bastardos le hizo en la espalda con el arma que portaba—. Estáis sangrando demasiado…

—No pasa nada, dentro de poco estaré mejor —balbuceó débilmente—, es… otra de las cualidades… que poseemos. Nos sanamos rápidamente. —Hizo un gesto de dolor al moverse y colocarse mejor contra su hermano.

—Esperad —contestó Darkos arrancándose la manga de la camisa. El miedo, el terror y toda la congoja que sentía se habían esfumado al verlo herido.

—¿Sabéis un hecho? Creo que seréis un ser honorable —respondió Reig sin dejar de observar lo que Darkos hacía. Este se levantó dejando a su hermano apoyado contra la pata de una mesa, se tapó la nariz y buscó una jarra con algún líquido para lavar las heridas de la espalda. Encontró un recipiente con agua sobre una estantería que aún permanecía en pie. En ese momento, Reig tosió varias veces debido al humo.

—Encontré un poco de agua —le dijo Darkos al llegar a su hermano—, dejadme ver las heridas.

Reig se incorporó a medias y dejó al descubierto los lacerantes cortes que le habían propinado. A Darkos se le contrajeron las entrañas. Habían hecho una auténtica carnicería en la piel de su hermano, desgarrándole la carne, la musculatura y casi la espina dorsal. Sin pensarlo más, vertió un poco de agua sobre la herida y Reig se revolvió de dolor, maldiciendo en su interior.

—Lo siento, pero no deja de sangrar y hay que limpiarla para poderla taponar —le aclaró Darkos.

—Lo sé —respondió el herido agachando la cabeza, respiró con profundidad para aguantar las punzadas que ahora se habían incrementado.

Darkos secó cuidadosamente la espalda de su hermano. Quedó sorprendido porque apenas era visible el recorrido de los cortes, el sangrado se había detenido y ahora estaba coagulando.

—¿Veis? Ya está sanando —le indicó.

Darkos no se contentó con eso, llevó un dedo hasta una de las heridas y la tocó con suavidad. De repente, su respiración casi se detuvo. Y Reig notó nuevamente la alteración de su hermano.

—No puede ser…

—Lo es, Darkos, ya os lo dije.

—Ya os ha cicatrizado. Es imposible que…

—Será mejor que salgamos de aquí —dijo Reig incorporándose y moviendo los brazos y la espalda—.Ya me encuentro mejor. Gracias a los dioses ya he recobrado mi fuerza.

—Pero eso es obra de un milagro. Os he visto con la espalda desgarrada completamente, Reig.

—Sí, también los milagros existen en nuestra raza —le dijo inquieto—. Vamos, levantaos y andemos. El silencio ha envuelto de nuevo este lugar.

Darkos tragó saliva y siguió a Reig. Su cabeza era un ir y venir de más preguntas sin respuestas. Intentó concentrarse en no pensar más y demostrar que aún poseía un poco de sensatez y valor. Se hallaba en una situación muy crítica y tenía que ser fuerte.

Ambos se taparon la nariz con la ropa, para mitigar la entrada de humo a sus pulmones. Se cercioraron antes de salir de la posada de que no había nadie alrededor. El camino parecía estar libre.

3

CAPÍTULO

El incendio se propagó hacia el norte. Las llamas se elevaron a tal altura de la aldea que probablemente se verían desde la población vecina. Las tinieblas y la oscuridad se habían apoderado de Amesbury y ya nada podría vencerlas. La comunidad había sido destruida.

La carrera por salir de la aldea les fue demasiado dificultosa, les llevó a tropezar repetidamente con sus vecinos muertos y decapitados por los asquerosos esbirros del monarca. Pero no solo era eso. El asfixiante humo no quería abandonar aquella desgracia, seguía imponiéndose ante sus ojos, como una trampa mortal en la que caer.

A Darkos le fue imposible borrar de su mente aquellas imágenes tan crueles y sangrientas que había bajo sus pies. Sintió una tristeza tan honda que necesitó agarrarse el pecho para no caer en la desesperación. Él mismo podría también yacer en el sucio lodo de la muerte, igual que sus amigos aldeanos. Por unos instantes se cuestionó: ¿Por qué mataban? ¿Así se manifestaba el maldito poder en todo su esplendor? ¡Todos eran hijos de la Tierra! Y tenían el mismo derecho a vivir, fuesen de la condición que fuesen, máxime si no hacías daño a nadie. Las leyes existían para castigar al ladrón, al asesino, al embaucador…, y a todo aquel que incumpliera las leyes impuestas por los que reinaban, pero no al inocente que solo velaba por su vida y la de su familia. Los pensamientos de Darkos no consiguieron que recuperase la compostura.

Ambos hermanos consiguieron llegar a las afueras de la comunidad. Delante de sus narices se hallaba el puente que cruzaba el río Avon; pronto estarían a salvo y resguardados en el bosque, escaparían de aquel lugar y luego, cuando pasaran un par de días, buscarían a su familia sin tregua. De repente, todas las reflexiones de Darkos se derrumbaron y cayeron a sus pies.

Fueron sorprendidos por un grupo de sanguinarios dispuestos a exterminar hasta la rata más inmunda que hubiera en el lugar. Allí había más de treinta hombres preparados para luchar y matar, destinados a cumplir el mandato monárquico. Su emboscada tras el puente estaba planificada con el fin de cerrar toda vía de escape. A los dos se les encogieron las entrañas ante lo que les esperaba, la sorpresa fue demoledora.

Los enemigos se alinearon cubriendo toda la anchura del puente: estaba muy clara la estrategia que ejecutarían. Nadie escaparía con vida de aquel infierno y ellos no iban a ser una excepción. Un puñado de guerreros los miraba con rabia, como si ellos, humildes campesinos, fueran la escoria que pudría el país; esos impúdicos exudaban ferocidad, crueldad y la clara intención de destriparlos. Estaban ansiosos por escuchar la orden de ataque, disfrutaban del momento. Otro grupo de soldados a caballo y un pequeño pelotón de arqueros, ataviados con cota de malla y escudos dorados con el emblema de la corona, aguardaba igualmente la señal de ataque, portando sus arcos tensados y cargados con flechas incendiadas. Querían llevarse todo vestigio de vida, sin tener piedad alguna. Sus rostros reflejaban el puro odio que el monarca había implantado en sus corazones. De repente, la tristeza invadió a Darkos por tal crueldad mundana. Y pensó: «Ya no hay salida, aunque ocurriera un milagro».

Un escalofriante alboroto de perros sacó a Darkos de sus cavilaciones. Los animales no dejaban de ladrar con insistencia, desgarrando el tenso ambiente; estaban exasperados y pretendían liberarse de sus amos para poder atrapar su trofeo. Seguramente los devorarían en un abrir y cerrar de ojos.

Se oyó el maldito aviso. Los arqueros soltaron las flechas y una lluvia de ellas cayó sobre lo poco que quedaba de la comunidad; era evidente que no querían dejar ni rastro de que había existido una aldea llamada Amesbury. Darkos, paralizado por los acontecimientos, presintió un horrible augurio, un hecho que lo estremeció aún más, dejándolo apenas sin fuerzas:

Su madre y hermanos.

El impacto emocional fue bestial. Y entonces pensó en la muerte, seguramente sería el mejor camino dadas las circunstancias y el misterioso legado que le esperaba. Así se reuniría con su familia en el cielo. Era un blanco demasiado apetecible para aquellos carroñeros que estaban a punto de arremeter contra él y su hermano.

«Jamás penséis eso, ¡¿me oís?! ¡No podemos rendirnos!».

La voz de Reig se introdujo en su cabeza como si tuviera una fuerte jaqueca. ¿Qué diablos era eso? ¿Su hermano podía hablar y meterse en sus pensamientos? Pero Darkos no supo ni cómo ni por qué reaccionó de aquella manera; actuó sin pensar, y con una rapidez sobrenatural que él mismo desconocía agarró a su hermano y lo tiró al río, luego él hizo lo mismo, zambulléndose en aquellas turbias y frías aguas. ¡Era la única salida! Si no lo atravesaban antes…

El impacto del agua fue demoledor. Darkos sintió como si mil y una flechas atravesaran todo su cuerpo y lo desgarraran por dentro. Sin embargo, resistió el golpe. La cuestión era salir del escenario sangriento que pretendía devorarlos. Ahora debían nadar por debajo del agua, a pesar de lo fría que estaba, y no caer en manos de aquellos dementes.

—¡Disparad a esos bastardos! —gritó una voz atronadora.

Los soldados volvieron a cargar más flechas y tensaron sus arcos, lanzándolas al río sin piedad alguna. Los silbidos que produjeron las saetas al colisionar con el agua fueron estrepitosos.

De repente, Darkos emitió un grito sordo bajo el agua. Un dolor agudo se instaló en su tobillo dejándolo casi paralizado; una de las malditas flechas había alcanzado una de sus piernas; este maldijo en su interior, pero al instante algo pareció revitalizarlo. Su hermano tocó la zona de su pierna herida, a pesar de no poder verlo con claridad, y sintió un extraño hormigueo acompañado de un calor sobrenatural. De pronto, su tobillo volvía a moverse con la misma agilidad de siempre. Reig le había proporcionado lo que necesitaba para seguir y salir de aquel atolladero. Su tobillo parecía haber sanado por arte de magia y en un suspiro.

—¡Que no escapen! ¡Malditos inútiles! —escupió de nuevo el miserable capitán de los asesinos.

Sin embargo, ambos hermanos apenas oían las voces, se movían con rapidez para huir del pequeño ejército. La corriente del agua los ayudó y los arrastró bien lejos de la emboscada, durante un largo trecho, dejándolos desorientados. Ambos consiguieron llegar a un pequeño remanso del río, se aferraron a unas raíces que sobresalían de un árbol milenario y consiguieron alcanzar la orilla. Salieron temblando, exhaustos y empapados, calados hasta los huesos, pero al fin a salvo de aquel averno. No obstante, no podían bajar la guardia. El peligro seguía a muy poca distancia de allí.

Gateando se dirigieron hasta unos frondosos arbustos para esconderse. Darkos revisó su pierna, la sorpresa fue inmediata. El dolor causado por la flecha había desaparecido, gracias a Reig. Por suerte el don de su hermano lo ayudó a salir con vida. «Es el mismo don que posees tú, pero aún no lo has desarrollado»,