Los kodokusha - Milena Michiko Flasar - E-Book

Los kodokusha E-Book

Milena Michiko Flasar

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Beschreibung

La joven Suzu, esquiva y solitaria, vive en una gran ciudad de Japón y empieza un nuevo trabajo que dará la vuelta a su vida por completo: deberá ocuparse de aquello que dejan atrás las personas que mueren sin que nadie las eche en falta. Milena Michiko Flašar escribe sobre un fenómeno social creciente en la sociedad japonesa, una historia luminosa que se mueve entre lo cómico y lo dramático a través de unos personajes tan entrañables como extravagantes que nos muestran lo que la muerte nos enseña sobre la vida. «Quizá pocas veces se haya escrito un libro que describa la soledad y la frialdad social con sentimientos más cálidos. Este libro es justo lo que necesitan todos los aficionados a las melancólicas y alegres historias de outsiders» - Stefan Kister, Stuttgarter Zeitung. «La escritora Milena Michiko Flašar se atreve a abordar este gran tema. Ha conseguido escribir uno de los textos más bellos, frágiles y dignos que he leído jamás sobre la muerte en nuestro mundo. Flašar no teme las escenas de humor en este escenario, pero se mantiene respetuosa con sus personajes y nunca los expone al ridículo. Sus frases son sutiles, sosegadas y extremadamente precisas en su observación - una novela maravillosamente alegre a partir de un tema tan duro. Estamos nada menos que ante un milagro literario» - Annemarie Stoltenberg, Norddeutscher Rundfunk.

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Seitenzahl: 371

Veröffentlichungsjahr: 2025

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979-13-990587-0-3

Los kodokusha

Milena Michiko Flašar

Traducción de Virginia Maza

Editorial Mapa

Título original

Oben Erde, unten Himmel

Copyright de la obra

© 2023, Verlag Klaus Wagenbach. Emser Straße 40/41 10719 Berlin

Copyright de la edición

@Mapa humano casa editorial 2022 SL

Corrección ortotipográfica

Beatriz Cámara

Diseño editorial

David Molina Gadea

Imagen de la cubierta

Toby Oxborrow

Primera edición

Noviembre 2024

ISBN

979-13-990587-0-3

Depósito legal

T 905-2024

La edición española se publica en acuerdo con la agencia literaria Casanovas & Lynch

La traducción de esta obra ha contado con el apoyo de

www.editorialmapa.com

Tabla de contenidos

Invierno, primavera…

…Verano…

…Otoño e invierno de nuevo

Definiciones

Gracias

Para Akira.

南に死にそうな人あれば

行ってこわがらなくてもいいといい

Si en el sur alguien hubiera a punto de morir, ir con él y decirle que no ha de temer.

Miyazawa Kenji, Ame ni mo makezu.

Invierno, primavera…

Me gustaba estar sola. Y, a decir verdad, en eso no ha cambiado nada. Sigo siendo una persona que no necesita mucha compañía. Aunque ya no es como antes, sí necesito alguna y darme cuenta de que es así le dio un nuevo sentido a mi vida. Hasta entonces era como una calle de dirección única por la que solo circulaba yo. Sin tráfico en contra. Ni atascos. Avanzaba bastante, pero ¿me divertía avanzar? La respuesta, sin duda, es no.

No es que fuera hosca en especial. Mis estados de ánimo, los buenos y los malos, se contrapesaban. Tan solo me parecía que lo de divertirse era para quienes estaban dotados para ello por naturaleza. Les interesaba el camino que se les abría delante y lo recorrían junto a sus semejantes. Formaban grupitos de los que, a su vez, nacían otros. Cuando era necesario hacía yo lo mismo. No era huraña de más ni tenía intención de rebelarme en un sola contra el mundo. Quería que me dejaran tranquila, simple y llanamente. Ya en el colegio dedicaba el trabajo imprescindible a las amistades y, aunque por ser del montón no tenía mayor problema para hacerme un hueco en la clase y sus pandillas, no llegué a tener una relación estrecha con ningún compañero. Quizá fuera a causa de mi apatía. Cuidar de las relaciones o entablarlas siquiera me resultaba latoso. Me agotaba conocer a alguien. ¡La de veces que había que hablar para llegar a puntos en común! ¡La de malentendidos y complicaciones a los que daba lugar todo eso! ¿Para qué semejante esfuerzo? Ya era lo bastante duro ser yo misma. Eso se decía al menos la chica de dieciséis años y con espinillas que era entonces y, al hacerme adulta, seguí pensando lo mismo por pura pereza.

Mi lema era vive y deja vivir. La intimidad me exigía un precio demasiado alto. Pocas veces desvelaba algo de mí o sentía curiosidad por los secretos del otro. No tenía gana alguna de sonsacárselos. En mi opinión, la relación ideal —daba igual con quién— consistía en que ninguna de las partes esperara gran cosa de la otra. Algo de charla insustancial de vez en cuando. Que si hacía frío. Que si ya olía a la nieve que aún no había caído. No se me ocurría nada más. En cuanto la conversación tocaba lo personal, se me hacía un nudo en la garganta. Si el tono se volvía cercano, el corazón se me aceleraba. Quería que fuera sencillo y sin compromiso. En el trabajo (hacía unas horas de ayudante de camarera), me gané fama de distante y no hice el menor intento por cambiar esa imagen. Por lo demás, pasaba sola los ratos de descanso en la sala común. Al principio mis compañeras mostraron buenas intenciones. Cada vez que tenían la oportunidad, me incluían en el corrillo para charlar. Pero poco a poco, porque se dieron cuenta de que me eran indiferentes, se hartaron de gastar saliva por mí y pronto quedé al margen. A mí, que ya había cumplido los veinticinco años, me pareció bien. Con tal de estar en paz, no debíamos engañarnos con lo de estamos todas en el mismo barco. Al acabar el turno (y cómo anhelaba yo que llegara el momento de cerrar la taquilla), era la primera en quitarme el uniforme rosa y la primera en salir al aparcamiento. El restaurante, un típico famiresu al estilo de diner americano, vertía una luz cálida sobre el asfalto. Veía a niños sentados en tronas y a padres dándoles de comer. El aire olía a aceite de freidora y a carne asada a fuego fuerte. También yo llevaba el olor pegado al pelo. Me llegaba a vaharadas con cada paso, así que echaba a correr para escapar de él. Como tarde se había evaporado al llegar a la estación y desde allí iba directa a casa.

Esa era más o menos la vida que llevaba y no era terrible. Por mí podría haber seguido así eternamente. No echaba nada en falta. Al contrario. Cuando cerraba los ojos en el vagón, se desplegaba una agradable oscuridad dentro de mí. Otro día más a la espalda y sin ser una carga para nadie. Había llevado una bandeja tras otra hasta las mesas numeradas. Había saludado y sonreído según dictaban las normas. Los músculos de la cara me dolían de tanto sonreír, pero qué se le iba a hacer. Algo le tenía que doler a una, si no, se estaba muerta, ¿verdad? Eso decía mi antiguo profesor de gimnasia, un auténtico torturador en mi memoria. Con las chicas no se andaba con remilgos. La excusa de estoy con la regla le rebotaba como una pelota contra la pared, y si decías que tenías flato, te obligaba a dar una vuelta más a la pista de tierra batida. Me acordaba del silbato. Era prácticamente una extensión de su persona y solo se lo sacaba de la boca para dar voces, dejándose un reguero de babas en los labios. «¡Ese espíritu de equipo, Takada! ¡Siempre igual, por dios! Estás con más gente, ¡a ver si te entra en la mollera!». Pensaba en esas palabras más de lo que me habría gustado. Se mezclaban con los ruidos que me alcanzaban —el zumbido de las puertas del metro al abrir y cerrar, el traqueteo monótono de las ruedas sobre las vías— y al menor descuido me adormilaba. No era un sueño profundo. La oscuridad de dentro se hacía más densa cada vez. Al mismo tiempo, como si estuviera en guardia, notaba hasta el más leve movimiento de quienes estaban sentados conmigo. A veces nos rozábamos, pero sucedía sin intención y no era un roce de los que exigen disculpas. Casi todos, como comprobaba, tenían los ojos cerrados como yo. Y, como yo, se habían adormilado sin advertirlo. Alguno que otro roncaba. Éramos un tren de durmientes. Subíamos y volvíamos a bajar. En un cartel se leía: ¡chist! Nos exhortaba a los viajeros a que silenciáramos el móvil. Yo seguía escrupulosamente la regla de no hablar en alto por teléfono para no molestar o, mejor dicho, en mi caso no me quedaba otra que seguirla porque no conocía a nadie a quien quisiera llamar a esas horas. Llevaba seis años en la ciudad y solo tenía un puñado de conocidos en la lista de contactos; uno de ellos, la manicura que visitaba de vez en cuando. Por su oficio era bastante habladora, pero sabía quedarse callada cuando la persona que tenía delante era parca en palabras. Se sumía entonces en un silencio de ningún modo incómodo. Sin decir nada, me limaba las uñas y, sin decir nada, la observaba yo limar. Con todo, me figuraba que con el tiempo habíamos llegado a estrechar lazos. ¿Le pasaría a ella igual? Una vez afirmó: «las uñas de cada clienta son únicas. Las distinguiría con los ojos vendados». Sentí cierta envidia por esa seguridad en sí misma. Decía que aquel trabajo era su vocación y a mí me parecía exagerado, no es que fuera médica ni nada parecido; aun así, me hacía pensar en el poco orgullo y la poca ambición que tenía yo. ¿Deseaba algo? Si me lo hubiera preguntado un hada madrina, se habría llevado una decepción tremenda. No la habría importunado con ruegos, más allá de llegar a casa lo antes posible.

*

En la última estación me compré un bentō. Desde no hacía mucho los había para singles y era extraño. El bentō siempre ha sido para uno. Lo más seguro es que solo fuera una estrategia de marketing. ¿O sería para que te identificaras en caja? Hola, estoy soltera, ¿hay algún vale de descuento? Me fijé y lo cierto era que bastante gente iba sin dudar a por el bentō para singles, que costaba cien yenes más barato que el normal, y su ejemplo me armó de valor para hacer lo mismo. Aquellos hombres y mujeres no tenían reparo alguno en salir del armario de la soltería. Además, ¿por qué iban a tenerlo? Todo el mundo sabía que la probabilidad de encontrar una pareja adecuada era casi nula. El problema era tanto para veinteañeros como para cincuentones, así que yo también me podía poner a la cola sin vacilar. Por el hámster, que esperaba mi llegada, me tomé más molestias. A él le busqué apetitosas zanahorias frescas en la sección de verdulería. Para mí, una cerveza del frigorífico. Con una cerveza bastaba. Examiné los artículos de los estantes a la deslumbrante luz de neón. PARTYCRACKER, decía en una bolsa. FAMILY-PACK. XXL-SIZE. A su lado, las miniversiones para solteros parecían el gemelo muerto antes de nacer. Aun así, también eran las más populares. Me fijé y muchos iban a por ellas, lo más seguro que para cuidar la dieta. Se dirigían agarrados del brazo hacia la caja; él con la bolsa grande, ella, con la pequeña, y yo los veía a los dos buscando en Netflix y atiborrándose de patatas fritas. ¿Quería ser como ellos? Sí y no. Las parejas que iban al famiresu parecían felices, al mismo tiempo eran los clientes más difíciles de contentar. Siempre faltaba algo. El caso era otro con los solitarios. Te daban las gracias por cualquier cosa que les pusieras delante. ¡Había que verlos cuando les cedías el último asiento libre en la zona de fumadores! Con qué agradecimiento engullían allí dentro el arroz. El jubilado, por ejemplo. Los lunes y los miércoles se presentaba puntual como un reloj cuando tocaba abrir el bufé del almuerzo. ¿Y se quejaba acaso si la fruta no estaba lista? En cambio, había padres de familia que se convertían en auténticos depredadores cuando se trataba de conseguir unas cuantas uvas para la prole. La soledad llevaba de forma inevitable a cierta humildad.

Mis pasos resonaban en las calles que se iban quedando vacías. Aquella era una zona relativamente tranquila. La mayoría de los residentes trabajaban fuera y volvían a la guarida al terminar la jornada. Arrastraban los pies de camino, encorvados y exhaustos y, salvo célebres excepciones (el músico de pub con la guitarra al hombro o la azafata que marchaba emperifollada al club a esa hora), me parecía que todos con los que me encontraba se fundían en una masa gris. Los edificios, achaparrados y descuidados muchos, no hacían sino oprimir más todavía aquella masa. Se arrastraba en dirección a casa pegada al suelo, igual que si la aplastara una carga sin formas. Desde luego, ese no era el sitio donde se comen las perdices, y el mundo resplandeciente que iluminaba el cielo con lucecitas al otro lado de la colina quedaba tan lejos como el país que se esconde tras las siete montañas del cuento. Por mucho que buscaras era en balde: ni rastro de entretenimiento. Había un sentō y, justo al lado, un puesto de yakitori, un bazar y una tienda de móviles. Y se acabó. No era el barrio ideal precisamente para alguien de veintitantos y con toda la vida por delante, pero la vida también era cuestión de dinero. Si acabé en él fue por los alquileres baratos. No me alcanzaba el presupuesto para andar preocupada por lujos como ¿hay algún parque cerca?, ¿Y una buena pizzería?, ¿Programación cultural? O ¿conciertos y eventos? Así de sencillo. Por supuesto, mis padres me echaban una mano de vez en cuando, pero no quería recurrir a su ayuda más de lo debido. Me mortificaba que creyeran que siempre iba a depender de ellos. A fin de cuentas, me marché del campo a la ciudad para liberarme del yugo de sus cuidados. Que colgara los libros después de un solo semestre era un tema peliagudo entre nosotros. Lo evitábamos. Aun así, siempre volvía a flote por algún lado, como las gotas de grasa en la sopa. Y cuando eso pasaba, no podía más que sentirme culpable. ¿Y si hubiera hecho de tripas corazón y terminado los estudios? ¿Y si, tras una andadura laboral razonablemente breve, les hubiera presentado a su futuro yerno? Segundo tema peliagudo. Ni lo tocábamos. Y como no lo tocábamos, nuestras llamadas telefónicas, las pocas que teníamos, habían ido adquiriendo un aire forzado, algo entumecido. Mientras nos andábamos con rodeos, era como si diéramos vueltas a su alrededor y terminábamos en una danza de sombras chinescas en la que nos tendíamos hacia al otro, pero sin acortar nunca la distancia que se había ensanchado con los años.

Siempre me llamaba mi madre y en cuanto vibraba el móvil sabía que era ella porque yo apenas lo utilizaba y solía estar en silencio.

—¿Alguna novedad? —preguntaba vivaracha—. ¡A ver, dime!

—Hum.

Para compensar mis monosílabos, me contaba todo tipo de anécdotas cotidianas. La tía Fumiko había estado de visita y, como siempre (ahí colaba yo un «¿qué dices, de verdad?»), provocó una discusión. Esa vez, por la abuela:

—Tu querida tía dice que deberíamos meter a la abuela en una residencia. ¡Como si fuera ella quien se deja la vida cuidándola! ¿Quién le limpia el culo? ¡Yo! ¿Y me quejo alguna vez? No. ¡Ahí lo tienes! ¿Para qué mete las narices?

Dejaba que mi madre se explayara sobre esto y lo otro sin interrumpirla; cuando había el más mínimo hueco, lo llenaba con un sonoro resoplo y nunca me quedaba claro si era un bufido o un sollozo. Esto último me parecía poco probable. Mi madre no era sentimental. De todos modos, yo esperaba con el corazón en un puño a que acabara aquella pausa y, por suerte, enseguida echaba a hablar de nuevo.

—¡Baja un poco el volumen! —Ese era mi padre. Estaba viendo las noticias.

Así venían a ser nuestras llamadas, y de vez en cuando me daba por pensar que solo tenía teléfono móvil para que mis padres estuvieran tranquilos. Con él tenían acceso a mí. Desde que mi madre descubrió las maravillas del chat, no paraba de enviar emojis sin ningún sentido. ¡Un gato de la suerte! ¡A la una de la mañana! C'mon! ¿Qué quiere que le diga? Así que, en lugar de enviarle de vuelta otro gato levantando la patita, le contestaba con una interrogación que se quedaba sin respuesta.

*

Ya a lo lejos se veía la luz de casa encendida. Y no era porque olvidara apagarla. Había instalado un temporizador para el hámster. Poco antes de llegar, se iluminaba la lamparita de mesa para anunciar mi regreso inminente. Una bobería. Era consciente. Pero Punsuke era la persona más importante del mundo para mí. Bueno, puede que persona no fuera la mejor manera de decirlo. Únicamente lo había dotado de rasgos humanos y, como parecía que él no tenía nada en contra, lo trataba como a un igual.

El motivo por el que decidí comprarlo ya era elocuente. No quería reconocerlo, pero a una parte de mí le empezaba a resultar insoportable estar en permanente soledad. Una cosa era ser mi propia dueña, y otra muy distinta el miedo a olvidar cosas elementales si no tenía a otro a mi lado, aunque fuera una mascota. Que hubiera alguien que contara conmigo. Cuidar de él. Las nueces y las semillas que le daba a Punsuke y le desaparecían en los mofletes eran algo palmario que me demostraba que estaba viva, por decirlo así. Cada vez que lo sacaba de la jaula, me sorprendía el calor de aquel cuerpo tan frágil. El pelaje como de peluche disimulaba lo pequeño que era. No pesaba más que un huevo sin cocer, así que debía tener mucho cuidado cuando lo colocaba en el pliegue del codo y él se erguía sobre las patitas traseras y olisqueaba entre tiritonas. «Cuchi, cuchi», se me escapaba. Me hacía cosquillas con los bigotes. Y sin darme cuenta me salía lo que había dejado de hacer en todo el día: reír de todo corazón.

Gracias a Punsuke y a su presencia, mi apartamento se hizo mucho más confortable. Ya fuera por el olor del lecho para hámster que me recibía en la entrada, ya por la responsabilidad de poner agua limpia y filtrada con la que cumplía todas las mañanas y todas las noches, se respiraba mucha más alegría, y lo que no era más que el sitio donde dormía una freeter se convirtió en una especie de piso compartido. Solo el mobiliario dejaba algo que desear. No sentía lo que se dice una gran pasión por la decoración y cosas por el estilo y, francamente, me importaba un bledo lo de poner o dejar de poner un florero sobre la mesa, y de mesa me servía una caja. Por eso, apenas tenía trastos. Decoraban el estante un par de figuritas de ciencia ficción que rescaté de mi habitación de niña para llevar al presente y, aunque era un estante de libros, los únicos libros que había allí eran una guía para alumnos (cómo afrontar el primer semestre) y un volumen de Shakespeare (eso sí, las Obras Completas); el resto era una pila de revistas de moda y estilo de vida que me llevé gratis de un mercadillo. Con los muebles era igual de austera. Podía pasar con la mesa y un cojín, y el futón, que solo enrollaba para la limpieza de año nuevo, invadía casi todo el espacio que me servía de sala de estar y de dormitorio. Prácticamente lo único que había de acogedor irradiaba de la cocina. Mis padres se empeñaron en regalarme la batería, las ollas y las sartenes, y también los platos, los vasos y los cubiertos, y todas esas cosas cogiendo polvo en las alacenas y sin la menor huella de uso eran, sin embargo, el epítome de una vida que consistía en que pasara el tiempo.

Las cortinas estaban casi siempre corridas para evitar miradas indiscretas. El balcón de la sala de estar quedaba a la altura de la calle y cualquiera que pasara por delante habría visto toda mi vida con tan solo echar un ojo. No era una idea muy reconfortante. Al poco de mudarme (apenas acababa de hacerme con lo imprescindible), pillé cotilleando a los Fuji, los vecinos de al lado. Salía del cuarto de baño y, con el pasillo a oscuras y quedándome detrás de la puerta, yo los vi a ellos, pero no me dejé ver.

—¿Hay algo?

La señora Fuji apartó a su marido y aplastó la nariz contra el cristal con igual curiosidad y falta de disimulo que él. ¡Como si no hubiera sitio más que de sobra para los dos!

—No hay nada.

—¿Cómo que nada?

—Eso, nada.

Las voces se oían a la perfección. Estaban medio sordos, así que hablaban permanentemente como un aparato de radio a todo volumen (¡al habla la tierra!, ¡al habla la luna!); De hecho, aquello lo gritaron, lo que le dio más énfasis todavía al mensaje. ¿Qué querían decir con nada? ¿Tan decepcionante era mi conjunto de mesa, cojín y futón que tenían que llamarlo nada? O, dicho de otra forma, ¿qué esperaban encontrar? La curiosidad dio paso a una perplejidad manifiesta. Encogiéndose de hombros dieron media vuelta y noté entonces que todo ese rato había estado conteniendo la respiración porque me oprimía el pecho. ¿Debería haberme asomado? La costumbre de presentarse a los vecinos al terminar la mudanza era una norma no escrita que había ignorado por completo. ¿Les ofendería que no considerara necesario seguir el protocolo? ¡Pues ea! Decidí que las cosas siguieran su curso. Ya nos volveríamos a ver. Por lo pronto me bastaba con oírlos competir por ver quién gritaba más frente al televisor. Y no es que me pirrara por escuchar sus intimidades. Cada noche me hacían partícipe involuntaria de las discusiones por el mando a distancia. Aquella pared tan fina era un desastre acústico. Por el contrario, yo, pensaba con cierta satisfacción, no les daba ningún motivo de queja por mí ni por mis ruidos.

*

Echando la vista atrás, huelga decir que la vida que llevaba y que no me parecía la peor no podía seguir así para siempre. En la misma medida en que mi apartamento se hizo más acogedor con la compra de un hámster, mi equilibrio interior empezó a tambalearse. Cada vez más a menudo, sobre todo cuando llovía, abría algún sitio de citas en los que había estado activa uno o dos años antes y, para mi asombro, mis cuentas no solo seguían ahí, sino que me habían llegado un par de solicitudes. Algunos mensajes (¡hola, qué mona eres!) tenían meses, pero uno lo había escrito hacía nada un tal KōTarō067. «Es una pena que ya no estés buscando —había escrito—. Tu perfil me ha encantado. Si algún día se te cae la casa encima y te apetece quedar con alguien, escríbeme. Me gustaría conocerte». El mensaje ya se diferenciaba por su extensión. Pero, aparte de eso, se desmarcaba del resto por el tono. Sin duda, era cercano y eso inevitablemente me aceleró el corazón, pero su honestidad me tocó en un punto débil. KōTarō067 quería conocerme. A mí. Conocerme. ¡Madre mía! Estaba dispuesto a asumir el esfuerzo que suponía conocer a otra persona. El pasado me había enseñado que algo así se daba en escasas ocasiones. Claro que no me lo decía una enorme experiencia. Las citas que había tenido se contaban con los dedos de una mano y me sobraba medio. El medio no contaba porque iba tan borracha que no me acordaba de él. Pero esas cuatro citas y media tenían algo en común: no nos habíamos conocido en absoluto. En cuanto aclarábamos lo del grupo sanguíneo (ah, eres 0, oh, eres A) y tachábamos un par de cosas más de la lista de puntos en común (palabras clave: aficiones y color favorito), íbamos a acostarnos a un love hotel. Como es de suponer, la factura por una hora de bochornosa desnudez la pagábamos a medias, ya que el hombre moderno, como uno me explicó, no era machista. Él apreciaba y respetaba la independencia de la mujer. ¡Bravo! Sin las copas a las que me invitó pródigamente, lo más seguro es que hubiera salido corriendo de aquella habitación cochambrosa antes de que terminara la hora. Pero ¿adónde? Temía que llegara el momento de recoger la ropa del suelo. Vestirte delante de alguien a quien sabías que no ibas a volver a ver era más embarazoso que desvestirte. Carraspeabas. Te encorvabas. Pensabas una frase de despedida adecuada. ¿No estabas haciendo unos sonidos extraños hace un momento? ¿Unos sonidos que no sabías que tenías dentro? Entonces, ¿por qué era tan difícil decir un simple adiós? Me despedí cuatro veces y media y, por mucho que temiera el momento, enseguida volví a mi modo solitario. En cuanto salía del hotel, adoptaba mi postura habitual y los patrones de movimiento correspondientes: empequeñecerme, no llamar la atención, evitar el contacto visual. Como un bloque de hielo que se hubiera licuado por un instante, recuperaba mi estado sólido original.

Sin embargo, con KōTarō067 todo fue distinto.

Nada más empezar con lo de conocernos, me dejó claro que no solo buscaba lo que todos. De mi perfil le gustó su «falta de encanto».

—Espero que no te moleste —se apresuró a añadir—. Hoy todo el mundo intenta presentar su mejor cara. ¡Eh, mira! ¡Soy increíble! ¡Tengo un montón de amigos con los que no paro de hacer cosas el fin de semana! Me fijé en tu perfil porque no pretendes dar una imagen exorbitante de ti. Es sencillo y sincero, así que no intimida. Felicidades.

Tenía razón. Al crear las cuentas me ahorré los adornos y la información que puse junto con una foto de carné de fotomatón no era nada que despertara la imaginación. Edad, sexo y signo del zodíaco.

—Eso es ser auténtica, cool de verdad, ¡una entre cien! El uno por ciento que no finge ser algo que no es. Eres una donnadie y lo reconoces. Tienes las agallas de dejarnos en evidencia a todos los superhéroes.

Escuché con incredulidad lo que me decía. ¿Me estaba tomando el pelo? Sin embargo, me miraba directamente a los ojos y siguió con la mirada clavada en mí cuando empecé a moverme en el asiento muerta de la vergüenza. Nunca me habían mirado así.

Abrí un capítulo que me era desconocido. Había erigido a mi alrededor una muralla destinada a protegerme de la posibilidad de sufrir algún daño, pero dejé que se derrumbara y me convertí en un ser vulnerable y en deshielo con el estómago lleno de mariposas.

Supe que eran mariposas lo que me revoloteaba dentro por la secundaria. En segundo me enamoré de un chico llamado Tomo y, aunque no hice mucho por llamar su atención, creo que sabía que estaba colada por él. Incluso me correspondía. Una vez me pasó un bollo de crema. Era un bollito envasado de un konbini, pero ¡qué delicia! El esponjoso hojaldre envolvía un relleno cremoso y yo lo mastiqué muy despacio, bocado a bocado, como si estuviera ingiriendo un poco de Tomo con él. En otra ocasión, me prestó su paraguas. Un chaparrón inundó el patio del colegio y, cuando dudaba si esperar a que amainara o echar a correr y empaparme, me lo tendió. Acepté, perpleja. La empuñadura de madera estaba húmeda y sudada. Conseguí decir un gracias y él se sonrojó y salió a toda velocidad bajo la lluvia. Apenas intercambiamos una palabra. Aun así, sentía un lazo entre los dos. Era fino pero elástico. Nos unía un acuerdo tácito y no nos hacía falta cogernos de la mano ni besarnos para sentirnos cerca el uno del otro. Después —por desgracia, solo después—, fui consciente de la felicidad, una felicidad sencilla, que era volver a vernos cada mañana en los zapateros. Sabía que lo iba a encontrar allí y, cuando pasaba a su lado rozándolo apenas, notaba su olor a jabón y suavizante.

Cuando terminaron las vacaciones de verano, el tutor nos dijo que Tomo se había marchado a Estados Unidos con su familia. Aquello fue un mazazo. Las mariposas dejaron de revolotear de pronto. Una a una plegaron las alas. Durante un tiempo seguí sintiendo el lazo que se extendía a través del océano Pacífico, pero con el tiempo se volvió rígido y quebradizo hasta que en algún momento —no recuerdo cuándo— no fue más que un hilo y se partió.

*

En tanto que no la llamamos así, mi relación con KōTarō067 tenía la misma dulce indefinición que la de Tomo. No le pusimos nombre y, en consecuencia, tampoco negociamos condiciones. Si alguno de los dos tenía un hueco y le apetecía quedar, escribía, y no echábamos a perder nuestro buen humor con conversaciones complicadas sobre lo que sentíamos por el otro. De todos modos, enseguida tuvimos una rutina. Solíamos quedar en el centro de la ciudad y empezábamos por un game center. Pasábamos el rato jugando como si nos hubiéramos saltado las clases o probábamos suerte en las máquinas de garra. KōTarō067 se había propuesto el noble objetivo de regalarme un ratón de peluche y, aunque me parecía que habría sido más barato que lo comprara, el afán con que accionaba la palanca y los botones luminosos me halagaba. Un poco igual que con las constelaciones que tanto le gustaba enseñarme. Era astrónomo aficionado y las conocía todas. Yo intentaba seguir el dedo con el que iba señalando una estrella tras otra, pero no distinguía ningún sistema en la maraña de líneas que dibujaba. «No importa —se reía y me daba una palmadita en la cabeza—. ¡Con algo de práctica, lo conseguirás!». Me inspiraba confianza que hablara del futuro. Teníamos por delante días, semanas y meses en los que los sentimientos mutuos de los que no hablábamos se harían más fuertes y, tras introducir la enésima moneda, ¡atraparía el ratón de peluche! ¡Con calma! ¡No vayas con prisa! Cuando llegaba a la tierra la luz de una estrella, esta ya se había apagado y antes tardó millones de años en convertirse en estrella. Nos acostábamos en habitaciones que ahora me parecían de todo menos cochambrosas y después no nos vestíamos a todo correr, sino que nos quedamos charlando tranquilamente entre las sábanas revueltas. ¿Era un sueño? De vez en cuando me pellizcaba la mejilla para convencerme de lo contrario. No soñaba. Eso era la realidad. Vista desde la cama, la ropa tirada por el suelo parecía el cuerpo de una oruga que se me había quedado pequeña.

Pasamos así unos tres meses, y el día en que KōTarō067 dejó de contestar de pronto a mis mensajes lo primero que pensé fue que se le había estropeado el móvil. Le di muchas vueltas antes de llamar. Solo habíamos hablado por mensajes, así que me costó marcar su número. «Esta extensión no está disponible en este momento», dijo una melodiosa voz de mujer. Pero ¿qué significaba eso? ¿Estaba sin cobertura? Probé con la web de citas. «¿Sigues vivo?», Escribí con cuidado de que sonara a broma porque no quería que mi preocupación pareciera demandante. Empecé a pensar que le había ocurrido algo y atribuí su pertinaz silencio a una cadena de desdichas. Le robaron el móvil. Fue a la policía a denunciar el robo y de camino —¡de camino a la policía!— lo atropelló un coche. ¿Dónde vivía? Un día mencionó el río S. Y yo no insistí porque el lugar donde vivía alguien era un asunto privado. Privado. Ja. Así estaba yo ahora. ¿Y si necesitaba mi ayuda? Lo imaginaba tendido en la cama de un hospital con los brazos y las piernas escayolados. Sonaba el móvil. Sonaba muchas veces. Y aunque intentaba cogerlo, no podía con la escayola. Igual que el ratón de peluche, no lo cogía por muy poco, también a causa de los analgésicos. Lo aletargaban y le quitaban capacidad de reacción. «No te duermas —le gritaba—. Sigue despierto». Pero ya había entrado en coma. KōTarō067, no había otra forma de explicarlo, se había convertido en vegetable.

En cambio, descarté la idea mucho más obvia de que hubiera dejado de interesarle. Habría notado un cambio así. Busqué en mis recuerdos signos de aburrimiento que pudiera haber pasado por alto. Sin duda, mis entusiastas relatos sobre los carrillos rechonchos de Punsuke entraban en la categoría rollos, pero ¿bostezó? ¿Empezó a tamborilear con los dedos? Ni lo uno ni lo otro. Además, él mismo sugirió la idea de celebrar juntos la Navidad. ¿Respondí con poco entusiasmo? ¿Debería haberme echado a bailar de felicidad? Puede que le molestara mi seco estaría bien, pero ¡lo dije sonriendo de oreja a oreja! Me vino a la mente la palabra ghosting. Al parecer, cada vez más personas abandonaban a otra de la noche a la mañana y sin previo aviso. Tras perder todo el contacto, la persona ghosteada tenía que lidiar con un fantasma, el holograma de alguien que se había esfumado en el aire y que era imposible tocar. ¡Qué espeluznante! Que me pudiera pasar a mí me daba escalofríos y la opción del vegetable casi parecía más soportable comparada con ella.

La idea de preguntar en el game center se me ocurrió una tarde al salir del trabajo. KōTarō067 me dijo que era amigo de un empleado. No nos presentó y tampoco me fascinaba la idea de ponerme en plan sherlock, pero, tal como estaban las cosas, no tenía otra opción. Me acordé de Tomo y de cómo salió a toda velocidad bajo la lluvia. A veces, me dije, hay que correr riesgos.

El distrito de ocio bullía de ambiente prenavideño. Por todas partes había papás noel de pega agitando cascabeles. Se me acercó uno. Imagino que querría ofrecerme un paquete de pañuelos, pero lo esquivé y tropecé con un grupo de borrachos que se enfadaron conmigo. Qué extraño. Yo sola estaba fuera de lugar. No conseguía moverme con la corriente. Hacía solo unas semanas, paseaba por esa misma calle con KōTarō067 y el recuerdo estaba tan fresco como el frío que me golpeaba ahora. Una pareja feliz se acurrucaba frente a un escaparate. Un hombre y una mujer con bufanda y sombrero a juego. ¡Con qué armonía miraban los pasteles! ¡Pasteles de crema blanca con fresas bañadas en chocolate por encima! Me habría encantado pararme allí con ellos. En lugar de eso, subí por una callejuela empinada y pasé por delante de pubs llenos de extranjeros, un ring de boxeo y no sé cuántos snack bars y karaokes. Arriba del todo, en una esquina, estaba el game center. Pronto iba a saber si KōTarō067 aún podía salir de aquella o si lo iban a desconectar de las máquinas que lo mantenían con vida. Recé por lo primero. «Por favor, por favor», recé y subía rezando sin aliento por la cuesta cuando lo vi (sí, ¡a él!) de pie bajo una marquesina adornada con una guirnalda de lamparitas. Se me paró el corazón. Sabía que se podía acelerar, pero ¿pararse? Todo fue una oleada de alivio que no dejó ni rastro de preocupación. ¡Estaba bien! ¡Estaba sano! Fui directamente hacia él, dispuesta a perdonarle el largo silencio telefónico. Pero un muro se alzó de pronto en medio. La mirada que posó en mí se llenó al reconocerme de enfado y desprecio entremezclados, y el gesto que hizo con la mano fue como para sacudirse algo. Como si espantara un mosquito que se le hubiera pegado a la cara. Dije cualquier cosa. No sé el qué. Pero hacía rato que la mirada se había deslizado a otra parte. Miraba impasible al vacío donde no estaba yo. Bajo las luces que lo alumbraban y volvían a dejar en la sombra, parecía transparente como un espectro.

Me había cerrado con un clic. Descartada. A la papelera. Ya podía pellizcarme la mejilla. La realidad era un mal sueño del que no se podía despertar. Mi corazón bombeó de nuevo.

Me serené por un momento. Y di media vuelta.

*

Pasé una semana como en un trance. Entonces el encargado me hizo acudir a su despacho. Me miré las uñas antes de entrar. Estaban limpias. Tenía el pelo bien recogido bajo el pañuelo. Desde el espejito de bolsillo me miró una ayudante de camarera de aspecto impecable. Estaba algo pálida y un tanto delgada, pero sonreía con ánimo y mostraba tener mucho aguante. Nada mal para una ghosteada. No se le notaba nada que se estaba desvaneciendo.

—¿Sabe por qué la he llamado?

No, no lo sabía.

El encargado, un hombre de mediana edad con halitosis, me miró de arriba abajo con lástima, se relamió los labios varias veces y los dejó relucientes. Decían que te tocaba el culo cuando nadie miraba. Solía pasar como por casualidad. Os encontrabais de frente y él tenía que cruzar rozándose contigo. Pero también había oído hablar de incidentes que al parecer sucedieron en su despacho. Oía los rumores de refilón en la sala común y mis compañeras, por indignadas y asustadas que estuvieran, también disfrutaban poniéndolos en circulación. Yo dudaba que fueran ciertos. Para ellas, a su vez, eso era una prueba más de mi indiferencia, y así al final solo me quedaba con partes sueltas de conversaciones hechas de tapadillo. En cuanto intentaba estar en el cuento, bajaban la voz o se callaban en seco.

¿Y bien? Esperé. El encargado infló las mejillas de aire, lo que me recordó a Punsuke, y cuando lo fue soltando en ráfagas aparté la cara instintivamente para que no me diera el aliento. Conseguí evitar lo peor. Y lo que quedó en la habitación —un tufillo a ensalada de col sin digerir mezclada con listerine— era soportable.

—Hay un problema —dijo al rato.

¿Un problema? Empecé a darle vueltas. Al principio de la semana, algunos clientes se quejaron de mis despistes. La verdad es que estaba pensando en el muro contra el que había chocado y me pesaba el cuerpo como si estuviera febril. ¡Con razón, después de semejante batacazo! Me deslizaba de un lado para otro como una sombra y siempre olvidaba algo, que si la sopa, que si la salsa, así que la campanita de las mesas no paraba de sonar. Un cliente acabó por perder la paciencia: «¿es que está sorda?». Sus gritos me dejaron fría. Más bien parecían llegar desde un lugar muy lejano. Igual que si estuviera metida bajo una campana de cristal, solo alcancé a oír los bramidos más fuertes y el encargado se disculpó en mi lugar con muchas reverencias. ¿Se refería a ese tipo de problemas? Desde luego, reconocía que quedarme pasmada mientras un cliente desataba su ira contra mí no era aceptable. Como mínimo podría haber parpadeado. Por supuesto, no volvería a pasar. Le aseguré que iba a dar el callo. Por lo menos, era la camarera más disciplinada de todas: llegaba puntual, no robaba mantequilla y nunca di cambio de más en caja.

—Es cierto —reconoció—. Nunca lo ha hecho, pero no la he llamado por ese motivo. El problema es su falta de lindeza.

¿Qué ha dicho?

—Lindeza es una palabra pasada de moda, pero engloba todo tipo de cualidades positivas que espero de mis empleados, incluido el garbo, otra palabra pasada de moda, la gracia y —«un culo sexi», pensé para mí, pero él dijo—: la empatía. —Empatía, ya lo tenemos—. Verá, servir no solo consiste en llevarles comida en la mesa a los clientes. Eso lo puede hacer cualquiera. Se trata de alimentarlos. Por así decirlo, servir comida y bebida es un ejercicio de empatía. Alguien tiene hambre y se le da de comer. Alguien tiene sed y se le da de beber. A usted la falta esa actitud. Tiene virtudes y las reconozco, pero le falta lo más importante, lo que yo llamo superávit social.

Me faltaba el superávit social. Ajá. ¿Con eso se nacía o había que aprenderlo? Le pedí que me lo aclarara.

—El superávit social es como un talento. Se tiene o no se tiene —me explicó el encargado; su gesto seco contrastaba con los labios húmedos que chascaban al abrir y cerrarse—. Pero no por eso hay que tirar la toalla. Piense en los autistas. Les cuesta empatizar con los sentimientos de otra persona. Sin embargo, con algo de práctica pueden elaborar una especie de sistema de descifrado. Si ven un ceño fruncido, saben que significa a) enfado o b) reflexión. Si las fosas nasales también están dilatadas, es «a». Si la mirada se dirige hacia arriba, es «b». Aunque tiene sus matices, claro. Si se mira hacia arriba a la derecha, se está recordando algo, y hacia arriba a la izquierda…

Llegados ahí, desconecté. Además, hacía rato que sabía adónde quería llegar. Todas las señales que emitía —el insistente carraspeo, tragar saliva— indicaban que me iba a echar, pero, a diferencia de KōTarō067, que no perdió el tiempo hablando, este retrasaba el golpe de gracia de un modo que me pareció agónico. Estaba viviendo a cámara lenta lo que ya había vivido a cámara rápida.

—Para no andarnos con rodeos, debería buscar un empleo en el que tenga el contacto mínimo con otras personas.

¡Ay! El golpe final me alcanzó con más fuerza de la que esperaba. Tardé un buen rato en recuperarme. Mientras tanto, el encargado retomó el hilo. Aliviado a ojos vistas por no encontrar resistencia alguna, fue sacando a relucir consejos manidos.

—Para empezar, debe averiguar cuáles son sus puntos fuertes. ¡Tome notas! ¡Redacte una lista! Quizá le parezca que no tiene ninguno, pero ¡no se equivoque! Todos, absolutamente todos, tenemos algún talento.

Asentí sin entusiasmo.

—Por ejemplo, no se me ha escapado lo bien que se le da fregar. ¡Me ha oído bien! Domina el arte de transformar un suelo lleno de mugre en una pista de baile impoluta como un espejo en un abrir y cerrar de ojos. Un suelo fregado por usted, ¡y lo digo en serio!, da ganas de bailar el tango.

Aquel elogio fue como una patada en el suelo después de haberme desplomado.

—Y, por cierto —dijo para rematar—, ¡su sonrisa es de primera!

Renuncié al plazo de preaviso que me correspondía por ley. El poco orgullo que tenía me impidió reclamarlo. Ya que me iba a quedar sin trabajo, ¡mejor cuanto antes! ¡Debía admitir que había fracasado! ¡Marcharme sin mirar atrás! ¡Y con una sonrisa!

Me quité a toda prisa el uniforme rosa y metí lo que guardaba en la taquilla en mi mochila anello sin problema. ¡Mis compañeras! ¡Ya eran excompañeras! Cuando me despedí de ellas, me pregunté si todo habría sido distinto de haberme cruzado más veces con el encargado. Les había tocado el culo a todas las que me decían adiós con la mano. Salvo a mí.

*

¿Qué pasaba conmigo? De vuelta en el apartamento, me tumbé boca abajo en el futón y eché la vista atrás a esos últimos días. Primero tuve una relación que no lo era y luego me certificaron que era una loser. Una asocial. Un bicho raro. ¿Había cámaras grabando? A lo mejor era la protagonista de un reality show con mi nombre de título, TAKADA SUZU, 25 AÑOS, MUJER, ESCORPIO, y todo el país me seguía en vilo para ver en qué acababa. El presentador comentaba mi derrota desde el salón de los Fuji. «¿En serio? ¡Caray!», decía entre risas. ¿O era el señor Fuji? Abrí el oído. Estaban los dos callados para variar. Lo más seguro es que se quedaran afónicos por pegar voces o que pasaran a comunicarse por gestos. Supuse que, después de tantos años de matrimonio, se les habrían agotado los temas de conversación. ¿De qué iban a seguir hablando?

Para colmo de males, Punsuke estaba escondido en su nido de algodón y ni siquiera se asomó cuando lo tenté con su comida favorita, un trozo de queso. El temporizador fue una mala inversión. En lugar de condicionarlo para que me esperara erguido sobre las patitas traseras, consiguió exactamente el efecto contrario. Los hámsteres rehúyen la luz. Prefieren dejar toda su actividad para la oscuridad de la noche. La luz los estresa. Aparté las bolitas de caca con una pala. Tenía que hacer algo. No podía quedarme allí tumbada. No estaba acostumbrada a no tener nada que hacer y me dio un pequeño ataque de pánico. «Mira alrededor —me dije—. Esta es tu vida». Encima de la mesa estaban las sobras del bentō que había cenado por la noche. El arroz se había quedado duro. Duro e inodoro, como las cacas que recogía de una en una y tiraba al cubo de la basura. No estaría mal limpiar la jaula. Se había formado una costra de cal en el rincón del pipí, pero sería fácil de quitar con vinagre diluido. ¡Era increíble la cantidad de excremento que podía evacuar un animal así de pequeño! ¡Había caca hasta en el comedero! Toqué la bolita del tubo del bebedero para comprobar si salía suficiente agua. Me cayó una gota en el dedo. ¡Comer y hacer caca! ¡Beber y hacer pis! La vida de un hámster no era muy distinta a la de un ser humano. Más corta, sí, pero ¿por lo demás?

Volví a tirarme en el futón con desgana, esta vez de espaldas. Había puesto la calefacción al mínimo para ahorrar, así que el apartamento era un frigorífico. Si empezaba a llorar ahora, pensé, las lágrimas se me iban a congelar y a convertir en cristales. ¿Y no sería lo más normal del mundo llorar hasta quedarme dormida después de todo por lo que había pasado? Para animarme un poco, cogí el teléfono. Leí por enésima vez los mensajes que intercambié con KōTarō067. Eran de una sosería espantosa. ¿Qué había pasado con el hechizo que me lanzaron en su momento? Los leí con la esperanza de que me entristecieran, pero todos esos puntos suspensivos que no hacía mucho veía cargados de significado me parecían insulsos ahora. Eliminé las burbujas de chat una por una. Luego, porque era demasiado trabajo, borré el historial completo con un solo clic.

«Fuck you!». Siempre lo había querido decir. Y lo estaba diciendo. Y lo dije a gritos, a media voz, con sentimiento y sin él, cantando y gangueando. Jugar con la voz me reveló un poder colosal. Sentía las cuerdas vocales. ¡Qué elasticidad! Sentía el diafragma, el tórax y los pulmones. ¡Una maravilla! Dentro de mí había un espacio que transformaba en sonido el aire que corría dentro y fuera de él. Experimenté con todo tipo de variaciones vocales hasta que quedé exhausta. Era más difícil conseguir un fuck you tierno que uno salvaje. Las palabras se habían convertido en puro sonido a través de la repetición y yo misma no era más que el cuerpo que lo producía. Era extraño, de pronto me sentía como si fuera de madera. Como una flauta. Luego de metal. Como una tuba.

Me acurruqué cansada, infinitamente cansada. Con las piernas dobladas y los brazos enroscados, me hundí en un sueño profundo.

*

La lista de mis puntos fuertes (hice una, de verdad) era una cosa lamentable. Sabía seguir las normas, no rehuía el trabajo sucio y, en general, era una persona amable en el trato y que no daba molestias. No discutía porque para discutir hacen falta dos. Así que mi déficit social tenía sus ventajas.

Al final del todo, apunté: «se me da bien fregar».